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DIEGO M.

ROTONDO

PSICÓTICAS
Título: PSICÓTICAS
© 2016, Diego M. Rotondo
Ilustración de portada: Diego M. Rotondo
Revisión de estilo: Estefanía Farias
1ª edición
Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin el previo permiso
de su autor.
Todos los derechos reservados.
“Cuanto más conozco a los hombres, menos los quiero; si pudiese decir otro tanto de
las mujeres me iría mucho mejor…”
Lord Byron
ÍNDICE

LULÚ………………………………..11
NATALIE…………………………...20
LOLA………………………………..31
MILICA……………………………...36
MORENA…………………………....51
LULÚ

La mujer es un manjar digno de los dioses, cuando no lo cocina el diablo...


William Shakespeare

Si mal no recuerdo esto sucedió a mediados de 2011. Llevaba dos o tres meses
inscrito en una página de citas llamada HUMBAI. Solía conectarme a toda hora para ver
si había alguna chica interesada en mí. Casi siempre había alguien, aunque la mayoría
de las veces eran adefesios que me provocaban escalofríos.

HUMBAI contaba con miles de usuarios, era un negocio fenomenal, tenía un sistema
que manipulaba tu ego para que gastases dinero. Por ejemplo, si querías ser visto por
cientos de mujeres en un mismo instante, podías enviar un sms dejando que te
descontasen 10 o 20 pesos y así pasar al primer lugar en los resultados de búsqueda.
Probé esa opción varias veces, de hecho, me hice adicto a ella; llegué a gastar hasta 100
pesos diarios en mensajes de texto. Era una sobredosis de autoestima, de un segundo a
otro comenzaban a lloverte piropos, emoticones, corazones, propuestas de sexo, de
matrimonio, etc. Desgraciadamente, el noventa por ciento de las mujeres que intentaban
contactarme durante ese minuto de fama estaban a años luz de lo que yo buscaba.

HUMBAI era un reducto de egos devastados. La mayoría de los usuarios estaban


desesperados por conseguir esa notoriedad que no tenían en sus vidas. Allí tenían la
posibilidad de manipular sus alter egos, de verse más altos, más delgados, más limpios,
más atractivos, más fuertes. Se hacían pasar por empresarios, deportistas, artistas,
profesionales, etc. Algunos ni siquiera querían concretar una cita, se conformaban con
recibir guiños y mensajes por parte de usuarios que si los vieran en la calle ni siquiera
repararían en ellos.
La página tenía un fin capitalista y magnánimo: no importaba si eras feo, gordo,
raquítico, deforme, bizco, alto, bajo o idiota; en HUMBAI, mientras tuvieses dinero, tus
oportunidades serían las mismas que las de cualquier otro usuario.
Se llamaba Lulú. Recuerdo que le envié mi único mensaje diario, ya que si quería
enviarle un segundo mensaje sin que ella respondiese, debía pagar. Pero si ella
contestaba, entonces podíamos chatear gratuitamente. Por suerte contestó enseguida.

Lulú tenía 41 años y un notable aire a Meg Ryan: tez blanca, melena rubia ondulada,
ojos celestes y facciones simétricas. Su cuerpo se veía sólido: cola parada, caderas
sinuosas y tetas firmes de donde agarrarse. No era flaca ni gorda, al menos eso era lo
que ella indicaba en su perfil; no obstante, yo sabía que en persona podía ser muy
diferente. Hoy en día cualquier esperpento puede aproximarse a la belleza; hay
innumerables aplicaciones de edición fotográfica para lograrlo; y no hace falta ser un
experto para conseguir buenos resultados; digitalmente se pueden suprimir granos,
verrugas, cicatrices, celulitis, etc. Se pueden agrandar los pechos, la cola, achicar la
nariz, cambiar el color de la piel, de los ojos... Por eso yo no confiaba demasiado en las
fotografías. La verdad se apreciaba en la vida real, sin filtros ni montajes.

Lulú me resultó encantadora; era una mina alegre, en todas sus fotos aparecía con una
sonrisa radiante, y el entorno en el cual se exponía era de lo más natural: almorzando
con amigos, haciendo yoga, tomando Mate en un parque, montando en bicicleta, etc.
Sus ojos brillantes y pícaros siempre parecían estar reteniendo una carcajada; esta
particularidad la noté en muchas de sus fotografías. Y en el chat, cualquier estupidez
que yo escribiera, la hacía descostillar de risa. Eso era suficiente para mí. Lulú reunía
casi todas las condiciones que yo requería de una mujer: no tenía críos, era divertida,
optimista, y se preocupaba por su figura. No era muy brillante, le costaba bastante
captar la ironía, y eso me encantaba.

Comencé a sospechar de la cordura de Lulú cuando me contó sobre su insólita


situación conyugal: estaba divorciada, pero vivía con su ex marido.
—Sé que no es algo frecuente —dijo—, pero es transitorio, hasta que gane lo
suficiente como para alquilar mi propio departamento…
—¿Llevan mucho tiempo así?... —indagué, con más pavor que curiosidad.
—Un par de años.
—¿Un par de años?...
—Sí… disfruto mucho su compañía, tenemos una relación fraternal, nos respetamos.
Y es una gran persona... Es tan bueno que cada vez que llevo un hombre a casa él se va
a dormir a lo de mi ex suegra...
—Mirá qué interesante…
—Es un pacto que tenemos… yo también hago lo mismo si él quiere estar con una
mina… —escribió, cerrando la oración con la carita amarilla sonriente.
—¿Invitás muy seguido a hombres a tu casa?...
—No tanto. La verdad es que no salgo mucho, así que tengo pocas oportunidades de
conocer gente. Y en HUMBAI, como ya te imaginarás, no es fácil hallar a alguien que
valga la pena; casi nunca llego a quedar con más de tres hombres al mes... Depende de
cuán caliente me sienta…
Me quedé patitieso frente a la pantalla; indeciso entre contestar o apagar la máquina.
—¡Espero que esto que te cuento no te haga pensar mal de mí!
—No… ¡qué va!
—Mirá, te voy a ser sincera: no me interesa lo que se diga de mí. La gente siempre
anda prejuzgando, tengo amigas que me han tratado de ninfómana y otras que me han
recomendado ir al psiquiatra. ¿Para qué? ¿Para que sea una frígida como ellas?... Si me
gusta un macho me encamo con él sin preámbulos superfluos, y si me gustan dos
machos me acuesto con ambos, y así sucesivamente…
¿¡Sucesivamente!?
—Creo que sos una mujer inteligente, Lulú, todas deberían seguir tu ejemplo… —
mentí.
—¡Gracias, lindo!

Luego de esa pavorosa charla estuve varias semanas ignorándola. Había cometido el
fatal error de aceptarla en mi FACEBOOK y ella no paraba de enviarme mensajes
deseando saber cuándo íbamos a vernos. «¡Pero es que yo, Lulú, soy parte de esos
reprimidos que te juzgan!», tenía ganas de escribirle para que me dejase en paz. «Yo
tengo miedo de tu vagina diestra; tengo miedo de lo que puedas hacer de mí en una
cama; tengo miedo de acabar en un hospital con el pene circuncidado... Desde que te leí,
tan dispuesta a gozar sin tapujos, tengo miedo. Y es que a mí me calientan las pacatas,
las que trastabillan a la hora de bajarse las bragas… si son vírgenes mejor.». Eso
pensaba y eso debería haberle dicho para sacármela de encima.
Por supuesto seguí intentando conocer a otras mujeres. Tuve que bloquear a Lulú en
HUMBAI, porque apenas me veía online me enviaba mensajes que sonaban algo
despechados. Y no era para menos, no debía de caerle muy bien encontrarme conectado
buscando mujeres cuando aun no había concretado con ella. Tal vez pensaría que no me
había gustado, y estaba bien que pensara eso, me convenía, necesitaba que se olvidase
de mí.

Pasaron dos meses en los que Lulú no dejó de acosarme. No parecía darse cuenta de
que cuanto ella más insistía, yo más la ignoraba. A lo mejor creía que terminaría
ganándome por cansancio, y en eso la sabiduría femenina nunca falla.

Entré en una mala racha. No lograba conectar con ninguna chica que me gustara. Me
odiaba a mí mismo por ser tan exigente, pero no podía evitarlo, HUMBAI te obligaba a
serlo, porque lo que veías en ese inframundo era espeluznante. Y Lulú seguía al pie del
cañón, esperándome con sus piernas abiertas.

Mi libido iba aumentando conforme pasaba el tiempo, casi sin quererlo me fui
volviendo cada vez más afectuoso con ella. Comencé por contestarle sus mails y no
pasó mucho tiempo hasta que empecé a buscarla para conversar.

Por fin, un día acepté que nos encontrásemos en un bar. Yo sabía que Lulú era un
polvo asegurado, aunque, si era tan promiscua como decía, debía ir preparado. Me llevé
una caja de condones ultraresistentes que tenía reservados por si alguna vez la
desesperación me llevaba a un prostíbulo. Me arreglé de pies a cabeza, me puse
calzones a estrenar y me perfumé todo el cuerpo. Y por supuesto me puse mi chaqueta
de la suerte, una prenda milagrosa que compartía con mi amigo Octavio. Se trataba de
una chaqueta retro, larga hasta las rodillas, entallada, de cuero negro, con mucho estilo.
La había comprado en una Feria. Octavio y yo estábamos convencidos de que traía
buena suerte, porque cada vez que la usábamos en una cita, terminábamos garchando.

Una vez Octavio fue al casino con la chaqueta puesta creyendo que le haría ganar a la
ruleta. Pero perdió todo; así que concluimos en que la suerte que traía la prenda estaba
orientada únicamente hacia el sexo.
Recuerdo que la última vez que me enamoré de una chica y creí que por fin sentaría
cabeza, le vendí la chaqueta a Octavio porque pensé que ya no la necesitaría. Pero las
cosas no fueron bien en esa relación, fue una mierda en realidad; y cuando todo acabó
quise comprarle la chaqueta nuevamente; él no quiso desprenderse de ella y acordamos
compartirla de nuevo.

Esa noche yo estaba bastante ardiente, no obstante, mientras iba en el auto a


encontrarme con ella, no paré de pensar en las venéreas que podría contagiarme. El
problema no era la penetración, sino el sexo oral; a mí me encantaba, era una obsesión
que tenía desde la adolescencia. En mi primera relación sexual le pedí a mi noviecita de
la primaria que me dejase lamerle la vagina. A ella le pareció asqueroso, pero a mí me
elevó sobre las nubes. Por eso no podía dejar de pensar en la vulva promiscua de Lulú.
Tenía que relajarme, además, tal vez ni cogeríamos.

Como de costumbre llegué media hora antes, así que aproveché para estacionar el
auto sin apuro. El bar donde nos encontraríamos lindaba con una iglesia, enfrente había
una plaza que a esa hora estaba bastante concurrida. Había tortolitos besándose en los
bancos, niños felices correteando entre los juegos, gente paseando a sus perros, etc. Era
un paisaje encantador, pensé en decirle a Lulú que en vez de tomar algo en el bar, nos
echáramos sobre el césped a conversar; estaríamos mucho más distendidos así.

Eran casi las 9 de la noche y hacía frío. Caminé un rato, fumé un par de cigarrillos y
masqué chicle de menta. Me apoyé en un árbol y comencé a tontear con el celular. Me
sentía nervioso, lo cual era extraño, ya que estaba acostumbrado a citarme con
desconocidas. De repente recibo un mensaje de ella: «Ey… ¡ya estoy aquí! ¿Te falta
mucho para llegar…?». No sé por qué me estremecí; miré hacia todas partes para ver si
la encontraba. Había varias mujeres por ahí, pero ninguna se parecía a Meg Ryan. Sólo
una de todas las que pululaban por la calle se hallaba escribiendo en su móvil, estaba
parada de espaldas sobre los escalones de la iglesia. En un principio, por la facha que
llevaba, pensé que se trataba de una indigente que iba a rezar o a pedir comida; tenía un
aspecto apolillado, calzaba unas botas rojas de goma, un horrible pantalón verde
holgado y un saco de lana. Su cabeza era un amasijo de rulos opacos. No, no podía ser
ella, de ninguna manera. Vacilé unos instantes y ante la duda me oculté detrás del árbol.
No, no puede ser ella..., pensé nuevamente. Le envié un mensaje diciéndole que
estaba buscando lugar para estacionar y sucedió lo que temía: la indigente de la iglesia
bajó la mirada para ver la pantalla de su móvil, se volteó y, en efecto, era Lulú. Golpeé
mi frente contra el árbol. Tenía pocos minutos para decidir qué hacer; no podía irme y
dejarla ahí plantada; aunque considerar la huida me provocaba cierto alivio. Encendí
otro cigarrillo y lo consumí en tres minutos. Tomé coraje y caminé hacia ella. Lulú me
vio acercarme y saludó alzando la mano lánguidamente. Yo no lograba ocultar la
aversión de mi rostro; sonreía, intentaba parecer animado, pero se notaba que lo hacía
forzadamente, como si me estuviese cagando encima. Lulú se veía como una versión
postapocalíptica de la mujer que aparecía en sus fotos. Su pelo tenía otro color, su cutis
era seco y áspero, lleno de esos hoyos remanentes del acné. Parecía demacrada, como si
no hubiese dormido; debajo del saco llevaba una camiseta holgada y sucia. Esta versión
de Lulú ni siquiera sonreía. No supe si llevarla al bar o tirarle unas monedas para que se
alimentase.

Ingresamos al bar y nos sentamos; yo necesitaba beber algo imperiosamente. Ella,


definitivamente, había advertido mi fastidio; y no sé si era eso o su propia decepción
con mi persona la que le hacía poner distancia con comentarios displicentes. Cuando
llegó la mesera Lulú pidió una Coca y yo un Whisky solo.
—Sos diferente… —dijo, examinándome con hostilidad.
—¿Diferente?
—Sí, pensé que tenías el pelo más claro. También te imaginé más alto… —gatilló sin
piedad.
—Bueno, para serte honesto, yo también te imaginé diferente... Te imaginé más
delgada. —contraataqué cruelmente.
Ella entornó los ojos con aversión y se puso a mirar por la ventana.
—Y, ¿qué tal tu día? —le pregunté apático, mirando cada rato a la mesera, urgido por
ese trago que menguaría el horror.
—Uf… —resopló—. Estuve garchando hasta hace unas horas, me siento agotada.
No se daba por vencida la bellaca.
—¿Y qué tal?
—No muy bien en realidad... —respondió mordiéndose la uña del pulgar—. Ayer, a
eso de las 8 de la noche yo salía de un Telo en Flores, había estado con un chico que
había conocido en HUMBAI, y como no tenía auto para llevarme a casa, me tomé el
primer taxi que pasó por la avenida. Estaba exhausta, habíamos estado haciéndolo sin
parar durante dos turnos seguidos. Así que lo único que pretendía era llegar a mi casa lo
antes posible, ducharme, ver una película con mi ex y acostarme a dormir... Pero el
taxista era lindo, me cayó simpático, hizo algunos chistes, una cosa llevó a la otra, y
bueno… el resto te lo imaginarás.
—¿Y fue un buen polvo el taxista?
Si ella era guarra yo iba a ser más guarro todavía.
En ese instante llegó la mesera con las bebidas y alcanzó a oír mi pregunta. Se
sonrojó y aguantó la risa mientras colocaba los vasos en la mesa.
—Normal, nada del otro mundo, sólo me la metió por delante… A mí en realidad me
gusta el sexo anal, acabo más fácilmente de esa forma; pero no me animé a pedírselo,
apenas lo conocía…—respondió con una frugalidad apabullante.
Lulú quería espantarme, hacer que me fuera lo más rápidamente posible. Sentí asco,
vértigo y deseos de vomitarle encima. Tragué whisky como agua, el brebaje bajó por mi
esófago como plomo derretido. Embriagarme era mi único fin esa noche.
—Qué mal… —le dije con sarcasmo—. Hay hombres que no tienen tacto con las
mujeres…
—Pero el tipo anterior era mejor… Además tenía una pija enorme —dijo separando
las manos como si tuviese un acordeón invisible—, me hizo acabar muchas veces…
Era suficiente para mí.
—¿Acaso intentás espantarme o algo por el estilo? —le pregunté con tono irritado—.
¿Querés que me levante y me vaya?... Decilo y listo. No tengo problema.
Ella sonrió con encanto por primera vez.
—¡No, nada que ver!... —dijo posando su mano sudada sobre la mía—. Te cuento
todo esto porque después de las cosas que hemos hablado por chat tenemos la confianza
suficiente como para no andar con eufemismos, ¿no te parece?...
—Pero no hace falta ser tan… poco eufemista —le dije—. Sólo te pido un poco de
sentido común. Imaginate que fuese al revés: yo llego a verte unas horas después de
haberme revolcado con dos minas, despeinado y vestido así nomás…
—¡Bueno! ¡Perdón!... No creí que fueras tan exquisito. ¿Qué pretendías, que hubiese
hecho una vida de castidad en los últimos días para llegar inmaculada a tus brazos?...
Pretendía exactamente eso, energúmena.
—Lo que pretendía era que no me contases tus peripecias sexuales, nada más.
—¡Ay, por favor querido, no te hagas el fino ahora! Te recuerdo que en nuestras
últimas charlas vos me diste detalles explícitos de tus aventuras; detalles asquerosos que
yo no te pedí, como por ejemplo la chica con la que tuviste sexo anal y se cagó…
Me había olvidado de esa charla.
—Pero no es lo mismo, yo te lo conté en un momento en que no sabíamos si íbamos a
conocernos. Ahora es diferente, se supone que había ciertas expectativas.
—¡Ok! ¡Perdón por mi impudicia, lord!… —ironizó y se puso a chupar el sorbete.

Mantuvimos un absurdo silencio durante cinco minutos, yo me terminé el whisky,


pero no pedí otro porque quería huir lo antes posible. Ella se limitó a tragar su bebida
mientras sondeaba con asco a la gente que conversaba gustosamente en las otras mesas.
Claro, era gente normal, que no tenía la necesidad de ufanarse de sus proezas sexuales.

Lulú se levantó y me dijo que iba al baño. Yo asentí sin interés. Me dediqué a ver un
partido de fútbol que estaban pasando en la televisión del bar. Pensé en tirar unos
billetes sobre la mesa y rajarme. Pero no, aunque Lulú merecía que la dejara plantada,
pedí la cuenta y, como un caballero, esperé a que regresara.

Al volver era otra persona. Vino hacia la mesa dando pasitos rápidos y se sentó
tentada de la risa. De repente estaba viva, su rostro había tomado un matiz saludable y
sus ojos brillaban como en las fotos. No paraba de esnifar y estrujarse la nariz; se notaba
bastante qué había ido a hacer al baño. Tuve ganas de pedirle un poco, pero no, yo no
quería estar bien, yo no quería espabilarme, yo quería volar de ahí rápidamente; todo lo
que sentía hacia ella era repulsión; ningún estimulante podría hacer que la viese con
otros ojos.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?... —preguntó, como si la charla anterior no hubiese
existido.
Por suerte llegó la mesera con la cuenta. Eran 80 pesos. Le di un billete de 100 y lo
demás de propina. La chica me lo agradeció como si le hubiese regalado 20 dólares.
—¡Parece que estás apurado! —dijo.
—Sí, tengo cosas que hacer…
—Yo tenía razón… —murmuró mientras se paraba y se ponía su apestoso saco.
—¿Sobre qué?
—Sobre vos. Sos un histérico...
—Es probable… —contesté, intentando evitar una confrontación innecesaria.
Salimos del bar, no había pasado ni una hora, la noche aun podría salvarse; tal vez
tuviese suerte y encontrase online a una chica normal. Alguna que no fuese una sucia
desquiciada y tuviese ganas de pasar un buen rato. La idea me reconfortó, así que
comencé a apurar el paso. Caminé decidido hacia la avenida sin siquiera despedirme de
Lulú. Ella se quedó parada en la puerta del bar, atónita.
—¿No pensás llevarme a mi casa? —preguntó alzando la voz y llamando la atención
de los transeúntes.
—No. —le respondí.
Comenzó a seguirme.
—¡No me vas a dejar así, me vas a llevar a mi casa! —ordenó—. Es lo menos que
podés hacer después de hacerme pasar esta noche de mierda…
Era inevitable lo que iba a suceder. En toda relación existe un punto de quiebre en
donde es imposible evitar el devenir de la tormenta. Mi única opción en ese momento,
fue escapar.

Éramos el espectáculo de la gente que hormigueaba por la avenida. Ella avanzaba


detrás de mí hablándole a mi nuca, casi me pisaba los talones. No pude evitar reírme, tal
vez por nervios, tal vez por vergüenza.
—¡Ya basta, buscate un taxista y dejame de joder!…—le dije, ignorando que con esa
palabra, «taxista», estaba echando nafta sobre el fuego.
—¡Sos un hijo de puta! —gritó casi gruñendo.
No le respondí. Crucé la avenida al trote y ella me siguió expeliendo un ocurrente
catálogo de insultos.

El auto se hallaba estacionado a sólo dos cuadras, no quería que me viese subir y que
anotase la matrícula, así que corrí lo más rápido que pude, esquivando a la gente, que
me miraba pasmada, como si fuese un arrebatador. Ella también corría detrás de mí,
podía escuchar el sonido de sus suelas de caucho pisando las baldosas, «plaf, plaf, plaf».
Lulú corría muy rápido, imaginé que si lograba alcanzarme iba a pegarme, y si nadie la
frenaba iba a asesinarme. Sí, moriría en manos de una psicótica, frente a cientos de
personas que seguramente la ayudarían a lincharme, porque como yo era el hombre, yo
debería ser el culpable, el que había intentado asaltarla o violarla. Pocos pensarían que
ella estaba demente. Me imaginé la escena proyectada una y otra vez en todos los
canales de noticias. Busqué a algún policía para explicarle la situación, pero no había
ninguno a la vista. Es natural que todas las opciones de supervivencia desaparezcan en
los momentos que preceden una tragedia. Corrí sin parar hasta que, gracias a Dios, logré
perderla de vista.

Al llegar al auto abrí la puerta y subí rápidamente; arranqué, puse reversa y sentí un
golpazo en la luneta. Lulú me había tirado una piedra y había hecho estallar el cristal. A
través de los vidrios agrietados distinguí su figura esmerilada, acercándose, como esos
asesinos de las películas de horror, esos que te atrapan cuando no lográs encender el
auto. Imaginé a Lulú atravesando la luneta con la cabeza, mirándome con sus ojos
enrojecidos, dando mordiscos al aire con la boca echando espuma. Recordé la película
«Cujo», en la que un perro rabioso asediaba a una madre y a su hijo atrapados en un
auto. Lulú era peor que Cujo. Aceleré haciendo crujir los neumáticos. Ella siguió
corriendo detrás del auto durante una cuadra, hasta que se desvaneció en la oscuridad.

Durante unas calles no me atreví a mirar por el espejo retrovisor, tenía miedo de que
apareciera nuevamente persiguiéndome. Noté el cristal agrietado de la luneta y no me
preocupó en absoluto, sentí placer, sentí alivio, como si hubiese tenido todo ese sexo
que creía que iba a tener.

A mitad de camino me detuve en un Cibercafé, entré y alquilé una PC. El lugar


estaba semivacío, un par de púberes jugaban al Counter Strike y se puteaban entre sí.
Ingresé a mi cuenta para bloquear a Lulú, pero antes, sentí la necesidad de volver a
recorrer su biografía, sus fotos, sus comentarios, etc., intentando hallar algo que hubiese
pasado por alto. No encontré nada. Lulú lucía encantadora en sus fotos, y tenía miles de
amigos. ¿Cómo era posible?... La bloqueé, le pagué al encargado y me fui a casa.
NATALIE

Una mujer amablemente estúpida es una bendición del cielo.


Voltaire

Después de ese fatal encuentro con Lulú necesitaba asegurarme de que la próxima
chica que conociese fuese lo más inocua posible. Así que, durante unos cuantos días, me
encargué de examinar cuidadosamente cada perfil. Cualquier atisbo de locura que
advirtiera en alguna mujer sería suficiente para enviarla a la Lista Negra, una suerte de
basurero virtual donde despachabas a las personas con las que no querrías cruzarte ni de
casualidad. Allí no había forma de que pudieran verte, instantáneamente dejabas de
existir para ellas. Varias veces me pregunté por qué nadie había inventado una Lista
Negra para la vida real. Todo sería mucho más fácil si uno pudiese hacerse invisible
para ciertas personas.

La mayoría de las usuarias de HUMBAI manifestaban su histerismo en la sección


adonde debían decir qué buscaban de un hombre. Sus pretensiones, lacónicas e
insípidas, casi siempre terminaban con frases del tipo: «Hombres que busquen sexo,
¡abstenerse!...». La paradoja era que muchas de las que colocaban dichas advertencias
aparecían en sus fotos haciendo poses histriónicas, ligeras de ropas, sacando culo, etc.

Cuando descubrí a Natalie en los resultados de búsqueda, supe que era la indicada. Su
pose, su gesto, su ropa, todo daba a entender que hacía poco tiempo había desechado la
idea de vivir en un monasterio. Sólo tenía una fotografía en su perfil, aparecía sentada
en un arcaico sillón sosteniendo entre sus brazos un oso de peluche más arcaico aún. La
foto era de baja calidad, tomada con un celular barato, y por el escenario de fondo —
una sala repleta de adornos de porcelana y fotografías color sepia— cualquiera podía
imaginar que había sido tomada en la década del 60. Sin embargo, era una foto reciente.
Natalie tenía esa expresión lánguida que la gente pone para la fotito del DNI. Una
expresión de muerta viviente. Igual, se notaba que era bonita; aunque, por alguna razón,
intentaba lucir lo menos atractiva posible. Tal vez era su estrategia de seducción, muy
diferente a la de otras mujeres del sitio, que colgaban fotografías retocadas en las que
lucían divinas, y cuando las veías en persona querías masacrarlas por estafadoras.

Todo en Natalie me resultaba triste; llevaba puesta una camperita de lana roja llena de
bolitas —de esas que se forman al dormir con la ropa puesta—, y debajo, un suéter café
que apenas dejaba apreciar el relieve circular de sus senos. Su cabello era cobrizo y lo
tenía atado con un rodete ajustado, igual que las bailarinas clásicas. Su gesto lívido de
muñeca antigua me inquietaba un poco; Natalie parecía necesitar una dosis de cariño, y,
naturalmente, un buen polvo. En su descripción personal había escrito: «Simplemente
yo…». Los demás casilleros —en donde debía especificar qué tipo de hombres
prefería— estaban completamente vacíos.

Comparada con la energúmena de Lulú, Natalie era como un soso té de Tilo; justo lo
que necesitaba: una mujer sin sangre. Abrí la ventana de chat y martillé en el teclado:
«Hola…»

Me bastó un breve cruce de palabras para notar que Natalie era más insípida de lo que
yo imaginaba. Su conversación, monótona y monosilábica, me hacía bostezar a cada
rato. Hice algunos chistes para darle ritmo a la charla, pero no había forma de que ella
se explayase, de que mostrara interés. Si dejaba de escribirle no reaccionaba, era una
especie de robot. Pensé que tal vez yo no le gustaba, y cuando se lo pregunté me
respondió: «No es eso… es que no me gusta hablar por acá…». Entonces le ofrecí que
fuésemos a tomar algo y ella aceptó sin manifestar ningún tipo de emoción: «Ok…»

La ceguera libidinosa que me había llevado a citarme con Lulú fue la misma que me
llevó a conocer a Natalie. Necesitaba ponerla, llevaba meses de celibato y mi mente se
estaba llenando de imágenes pornográficas. Octavio, advirtiendo mi desesperación,
pretendía llevarme a un burdel que él frecuentaba religiosamente dos veces al mes, pero
yo no quería caer tan bajo. Tener que pagarle los servicios a una mina a la que yo ni
siquiera le excitaba me deprimía muchísimo. Nunca había estado con una puta. No
comprendía cómo la mayoría de los tipos podían cogerse a mujeres que habían estado
chupando pitos el día entero; me asqueaba de sólo pensarlo. Octavio era diferente, él
podía introducir su pene en la vagina de una cabra si el deseo lo apremiaba. Sólo
necesitaba un par de fricciones para eyacular, su placer era puramente fisiológico,
similar al placer que uno tiene cuando logra mear después de haberse aguantado mucho
tiempo. Yo no era así, necesitaba charlar, observar, escuchar, oler... Todos mis sentidos
estaban involucrados en los momentos precedentes al sexo.

Coger era un asunto complejo para mí, por eso, cada vez que rompía con una pareja,
esa veda que pasaba en soledad hasta volver a conocer a alguien, se convertía en un
purgatorio de masturbación. Para Octavio era más fácil, mientras tuviese para pagarle a
una puta no tenía de qué preocuparse. La soledad, para él, era algo insignificante.

Y otra vez a encontrarme con una desconocida; más desconocida que Lulú aún, ya
que Natalie no me había revelado casi nada de su vida. Sólo sabía que trabajaba de
secretaria en un consultorio odontológico, que vivía con sus abuelos en Boedo y que por
las tardes sacaba a pasear a su perro, un pastor alemán de 16 años que apenas podía
mantenerse en pie. Ella decía que su perrito iba a morir pronto y eso la afligía. Yo
pensaba que ese pobre animal, al lado de Natalie, no iba a morir de viejo, sino de
aburrimiento.

De haber estado satisfecho sexualmente jamás me hubiese encontrado con una mina
así. Natalie tenía menos carisma que una babosa, no había forma de penetrar en ella,
vivía en un letargo macilento. No sé qué demonios pasaba por mi cabeza, no era sólo la
libido ni el sosiego de encontrarme con una mujer inofensiva; era también, el desafío de
romper ese revestimiento, esa costra de hielo que ella tenía. Debía de haber un alma
atrapada en su interior, y yo quería descubrirla.

Nos encontramos en una Shell de Palermo. Como de costumbre llegué una hora antes
y busqué un sitio estratégico para dejar el auto. Y digo «estratégico» porque aún podía
oír el eco de las suelas de Lulú mientras me perseguía. Esta vez estacionaría justo en
una esquina, en donde no tuviese que maniobrar en caso de una posible huida.

Natalie llegó media hora después de lo acordado. La vi descender de un colectivo al


otro lado de la avenida y le hice señas. De lejos no parecía gran cosa, pero mientras
cruzaba la avenida advertí cierta sensualidad en su manera de caminar. Llevaba unos
zapatos rojos de taco bajo, un Jean blanco no demasiado ajustado y una campera de
cuero entallada, también roja. El atuendo es fundamental si uno pretende acostarse con
alguien. Hay muchas mujeres y hombres que no reparan en esos detalles. Por más
atractiva que sea una persona, si no está bien vestida, es probable que su cita resulté un
fracaso. Una mujer fea con buen gusto para vestirse tiene muchas más probabilidades de
conquistar a un hombre que una linda vestida como un espantajo. Lo mismo sucede a la
inversa, por supuesto.
La ropa ayuda, y no me refiero a la ropa que uno se pone para fiestas y eventos
especiales. Lo esencial es que la prenda se amolde bien a su dueño, así sea un Jean, una
falda o un taparrabos. Conozco mucha gente que malgasta dinero en prendas que no
encajan con sus cuerpos. No se trata de la marca ni de lo que cueste una prenda, sino de
cómo encaja con uno. Mi chaqueta de la suerte, por ejemplo, parece que fue diseñada
para mí, justo a la medida, y la adquirí en una Feria.

Toda esa sensualidad que había notado en Natalie mientras cruzaba la avenida, se
disipó abruptamente cuando la tuve a un brazo de distancia. Su expresión era la misma
de la fotografía. Sus ojos claros no brillaban, eran gemas artificiales, de cotillón.
Nos dimos un beso en la oreja y caminamos en busca de un bar. Estaba muy nerviosa,
se notaba que le incomodaban los zapatos, su ropa parecía no ajustarse a su cuerpo. La
chaqueta roja crujía con cada movimiento y emanaba un fuerte olor a tienda de
shopping, se notaba que la había comprado hacía unas pocas horas.
—¿Adónde se supone que vamos? —preguntó con desconfianza.
—A un bar, hay varios bares por aquí… —respondí—. ¿Estás nerviosa?
—¿Por qué habría de estar nerviosa? —inquirió, sin quitar los ojos de la punta de sus
zapatos.
—No lo sé... no pareces muy relajada.
—No estoy nerviosa porque no va a pasar nada...
—Bueno, yo no pensé que fuera a pasar algo… —respondí.
—Además, estoy con la menstruación... —agregó.
La mirada de Lulú se cruzó por mi mente como el resabio de una pesadilla. Me sentí
aturdido, como si me hubiesen dado un porrazo en la cabeza. Había tomado todos los
recaudos con Natalie, me había asegurado de que no era una demente, de que se trataba
de una simple chica aburrida que buscaba darle un poco de brío a su penumbrosa vida.
Y sin embargo, sus palabras me hicieron temblar, me hicieron creer por un momento
que algo sobrenatural estaba sucediéndome, una cuenta pendiente de una vida anterior,
un mal karma o algo de eso.
—Es interesante que me lo aclares tan pronto… —dije—. Y ya que tocaste el tema,
aprovecho para decirte que yo también estoy indispuesto…
Ella no sonrió, no pareció captar el chiste. Por primera vez desde que nos saludamos
me miró fijamente a los ojos.
—¿Es un chiste?
—¡No! ¡Qué va!... —contesté con sarcasmo.
Sentí una sensación de asco, de resaca biliosa, como el malestar después de una
borrachera. Las tripas me crujieron igual que el cuero de su campera.
—Bueno, no te conozco… —precisó.
—No te preocupes… —murmuré.

Tal vez Natalie era idiota. Y pensarlo, de alguna manera me consoló; podía lidiar con
la idiotez, podía fingir ser idiota yo también; después de todo no pretendía más que un
polvo rápido y luego deshacerme de ella. Caminamos dos cuadras sin dirigirnos la
palabra. Natalie no quitaba la mirada de sus pies. En un momento se percató de que la
estaba observando de reojo.
—¿Por qué mirás tanto? —preguntó paranoica.
Decidí usar mi último cartucho de indulgencia.
—Es que sos más linda que en las fotos… —mentí.
—Vos también… —dijo con las palabras entrecortadas.

Encontramos un bar que estaba al lado de otro bar, que a su vez lindaba con otro y así
sucesivamente, como suele pasar en Palermo. Si hubiese estado de ánimo me habría
costado decidirme por un lugar, todos eran muy pintorescos. Por suerte la desesperanza
no me hizo pensarlo demasiado. Le propuse sentarnos en el que tenía mesas vacías
afuera; era un día espléndido, el aire olía a eucaliptos y los pájaros entonaban su
sinfonía crepuscular. Al menos el paisaje me serviría para atenuar el horror de su
compañía.
Miramos el menú sin interés, encendí un cigarrillo sin preocuparme que le molestase.
De hecho quería molestarla. Natalie se decidió por un triste té verde; yo pedí una jarra
de cerveza de litro y medio.
La que tenía enfrente, sin dudas, era la mujer más tonta y aburrida con la que había
salido, no tomaba alcohol, no fumaba, y posiblemente no cogía desde una vida anterior.
¿Por qué estaba sentado allí, hablando estupideces, intentando hallar algo interesante en
ella? Tal vez sería mi erección latiendo bajo la mesa, que no parecía menguar frente a su
letargo. Por alguna razón inexplicable, la personalidad lívida de Natalie me excitaba, me
provocaba ganas de meter mi cabeza entre sus piernas y hacerla gozar hasta el dolor.
Porque para ella, el placer sería una especie de tortura.

Aquella conversación que mantuvimos en ese bar fue tan monótona que no entiendo
cómo fue que volvimos a vernos dos semanas después.

La segunda cita fue de noche. Tanto ella como yo sabíamos lo que iba a ocurrir. De
hecho, en la charla que precedió al encuentro me aseguré de ello. Incluso le consulté por
las fechas de su menstruación. A ella no pareció incomodarle la pregunta, me respondió
con parsimonia, como si le hubiese preguntado la fecha de su cumpleaños.

Por más que intentaba fastidiarla no lo lograba, y eso me excitaba muchísimo. No iba
a perder más tiempo con ella, iba a ir directo al grano, como un animal que busca
aparearse. Lo único que me preocupaba era que en la cama fuese igual de aburrida. Eso
sí sería algo trágico.

Creo que una de las razones por las que Natalie me calentaba tanto era porque me
permitía humillarla. Sí, podía sojuzgarla sin piedad, nuestras conversaciones por chat se
parecían a una sesión sadomasoquista. Yo la humillaba y ella asentía, sumisa, esperando
el próximo embate. Comprender eso me alarmó, porque yo no era así; de hecho,
despreciaba a los tipos que disfrutaban sometiendo a sus mujeres. Pero con Natalie era
distinto, yo no la veía como a una mujer, sino como a un objeto de descarga, inerte,
imperturbable. Quería herirla, y como no lo lograba me volvía cada vez más ofensivo.
Natalie despertó algo sádico en mí, algo que yo mismo desconocía, algo que
seguramente está latente en todos los hombres y que sólo se manifiesta frente a una
amenaza de muerte. Tal vez, los mismos procesos neuronales que hacen que un hombre
recurra al sadismo, son los mismos que la tediosa parquedad de Natalie puso a funcionar
en mí.

El segundo encuentro fue en mi barrio, bastante cerca de mi casa. Forcé a Natalie a


que cruzase media ciudad para que nos viéramos. Si volvía a sentirme tan desahuciado
como me había sentido en el primer encuentro, me aseguraría de tener una huida fácil.
La dejaría abandonada donde fuera que estuviésemos, me subiría al auto y en cinco
minutos estaría masturbándome en mi casa. Aun así tuve que buscarme una buena
excusa para hacerla venir. Le dije que el motor del auto hacía un ruido extraño y no me
sentía seguro yendo a Capital. Puras patrañas que ella, por supuesto, se tragó al instante.
Ni siquiera se le ocurrió decirme que me tomase un colectivo al igual que ella. Sus
neuronas estaban divorciadas, era una zombie, se movía por inercia, contestaba por
inercia. Con ella nunca podías saber si algo le gustaba o no; todo a su alrededor parecía
darle lo mismo. Todo salvo su perro enfermo, su único tema de conversación. ¿Qué
sería de Natalie cuando ese perro muriese?

Nunca olvidaré cómo acabó ese encuentro. Tampoco voy a olvidar el instante
milagroso en el que me encontré con ella; parecía otra mujer, brillaba en la noche como
una estrella solitaria.

Al descender del colectivo Natalie caminó hacia mí, resuelta, con la frente en alto; no
había pudor en su forma de moverse, sus tacones resonaban firmes y acompasados
sobre el pavimento. Con su mano izquierda se quitó un mechón de pelo que el viento le
había metido en la boca. Fue un movimiento terriblemente erótico. Llevaba puesta una
minifalda negra, ajustada y cortísima. Calzaba unas botas de gamuza que le cubrían las
rodillas; eso acentuaba la sinuosidad de sus piernas. Tenía un Top bajo el cual se
distinguían los relieves de sus pezones. Pero su lascivo atuendo no superaba la belleza
gótica de su rostro: se había maquillado impíamente, sus labios finos se veían gruesos
por el espeso lápiz labial. Sus ojos verdes, esos que en el encuentro anterior me habían
parecido opacos, descollaban incandescentes a raíz del intenso delineado negro. Natalie
había venido a destruirme, al lado de ella yo daba pena, la gente ni siquiera me veía, era
como si estuviese parado junto a un reflector de alta potencia, de esos que iluminan el
cielo nocturno.
Pero el encanto se evaporó de inmediato, ya que Natalie, aun con su ropa sexy y su
maquillaje sugerente, seguía siendo una idiota. Podía llenarse de color, de perfume, de
sexo, pero su idiosincrasia era la misma.
—¿Qué pasa?... ¿Por qué me miras así? —preguntó a la defensiva.
—Es que estás hermosa… —le respondí con toda honestidad.
—¿Me estás jodiendo, no?
—¡Te lo digo en serio!…
—Si no te gusta me voy, eh…
—Es en serio… estás muy linda...
—Ok…

Había dejado el auto a unos pocos metros de la parada de colectivo. Mientras


caminábamos por la avenida se escuchaban silbidos, bocinazos y alguna que otra
grosería. Eso me hizo sentir bastante incómodo. Natalie, por supuesto, no se dio cuenta
de nada. Iba como siempre, embutida en su mundo. Tropezó un par de veces a causa de
sus tacos altos y se maldijo por haberse vestido así. Natalie tropezaba con la triste
realidad. Aquel momento perfecto había sido un espejismo, un acto fallido que por un
minuto la había transformado en esa persona que no deseaba ser.

Una vez que nos metimos dentro del auto tuve una sensación que jamás había tenido
en mi vida, ni siquiera en mis épocas de fervor adolescente, cuando estaba todo el
tiempo caliente. Sentí que me incendiaba por dentro, que la sangre me hervía y quemaba
mis venas; un torrente de libido hacía palpitar mi corazón a 180 latidos por minuto. Me
asusté, creí que iba a tener un infarto. Y lo que me asustó no fue la idea de morir en sí,
sino la de morir al lado de ella. La imaginé a los tropiezos por la calle, tartamudeando,
sin saber cómo pedir ayuda. Imaginé a los paramédicos sintiendo pena de mí al ver lo
idiota que era mi pareja. Y yo, en medio de la agonía, no sabría explicarles la razón que
me había llevado allí esa noche, a encontrarme con la mujer más boba del planeta.
Y a pesar de esas tortuosas imágenes que llenaban mi cabeza, no me pude aguantar
más, me tiré encima de Natalie y recliné hacia atrás su asiento. Ella no se resistió, la
besé hurgando su paladar con mi lengua, le metí una mano entre las piernas, corrí sus
bragas y masajeé su clítoris seco con el dedo. De a poco empezó a mojarse. Abrí sus
piernas lo más que la estrechez de la cabina me permitió, me arrodillé como pude en el
piso y empecé a lamerla. No podía parar, parecía estar chupando el interior de una
naranja, tratando de extraer todo el jugo posible. Natalie comenzó a gemir, me tironeaba
de los pelos y apretaba mi cabeza entre sus muslos. Tenía bastante vello púbico y eso
me calentaba aún más. Varias veces tuve que detenerme para sacarme un pelo de la
lengua, pero continuaba, ferviente y lascivo. Su flujo tibio me hizo pensar en ostras, en
arrecifes de coral, en lugares inhóspitos del fondo del mar. Sus gemidos eran leves,
agónicos, al mismo tiempo que se quejaba me aferraba de las orejas y estrujaba mi cara
contra su vulva. En un momento pareció no soportarlo más, me apartó de entre sus
piernas y nos giramos en el asiento hasta cambiar de lugar. Al fin tomaba las riendas; se
puso de cuclillas y me bajó los pantalones y los calzoncillos, aferró mi pene con una
mano mientras que con la otra se masturbaba. Comenzó a mamarlo furiosamente,
parecía indecisa entre chupar o morder. La posición terriblemente incómoda en la que
nos hallábamos hizo que me rozase el glande con los dientes, chillé, más de miedo que
de dolor. Ella se lo sacó de la boca y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿No te gusta? ¿Qué hice?...
Y no lo preguntó cachonda, conforme al momento, lo hizo irritada, como si mi grito
la hubiese mosqueado. Arrodillada frente a mí, con sus piernas prensadas por la
estrechez del piso, Natalie me exploraba con la mirada intentando encontrar una
desaprobación, o tal vez, una bofetada. Tuvo la capacidad de enfriarse súbitamente y de
arruinar lo que hubiese sido un polvo maravilloso. Su inseguridad, su carencia total de
autoestima, eran más poderosas que sus bajos instintos. Mi erección se aflojó
rápidamente. La empujé hacia un lado, me pasé al asiento del conductor y encendí un
cigarrillo.
—¿Pero qué hice?... —insistió mientras se acomodaba en el asiento.
—Arruinaste todo… —murmuré mientras miraba el reflejo luminoso de mi cigarrillo
en el parabrisas.
—¡Pero vos te quejaste! ¡Pensé que lo estaba haciendo mal!
—Lo estabas haciendo muy bien, sólo fue un roce; no debiste parar así, tan
bruscamente.
Estuvimos en silencio durante un minuto, y de repente:
—Quiero irme a mi casa… —dijo.
—La parada del colectivo está a dos cuadras. —expelí sin compasión.
Iba a ser más cruel de lo que jamás había sido, iba a darle lo que quería, iba a hacerla
sentir una inútil, una estúpida, porque eso era lo que ella quería, era lo que venía
reclamándome desde que nos habíamos conocido.
—¿Así vamos a quedar?... —preguntó parpadeando nerviosamente.
—Sí… ya no hay nada que podamos hacer… —le respondí con sarcasmo.
Natalie se quedó mirando un rato hacia la calle, empezó a comerse las uñas y a
respirar rápido, como si le faltara el aire. Luego giró su cabeza lentamente hacia mí.
—¿Primero me violás y ahora me echás?...
Supuse que no hablaba en serio. Aunque su mirada me hizo dudar.
—¿¡Violarte!? ¿De qué mierda estás hablando?
—¿No me violaste?... ¿Y esto qué es? —se dio un puñetazo en la cara.
—¿Qué te pasa? ¿Te volviste loca?
Se pegó justo en la nariz, la sangre comenzó a brotar. Intenté ponerle un pañuelo
descartable, pero me corrió la mano de un golpe.
—¿No me violaste? ¿Y esto que es?... —se aferró del cuello con ambas manos, como
queriendo asfixiarse. Tuve que sostenerle las muñecas para que dejara de ahorcarse.
—¡Dejame salir del auto, violador!... ¡Policía! —gritó, intentando abrir la puerta.
—¡Natalie, por favor, tranquilizate! —le supliqué.
Tenía que calmarla de alguna manera, estaba teniendo un brote psicótico o algo
parecido. Si llegaba a ir a la policía con todas esas marcas posiblemente le creerían que
la había querido violar.
—¡Soltame Papá! Voy a ir a la policía ahora mismo y te voy a denunciar…
—¿Papá?...
Natalie enmudeció. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se mezclaron con la sangre
que manaba de su nariz. Logró abrir la puerta del auto y salió corriendo. Llegando a la
esquina se le rompió un taco y se cayó al piso, se levantó y siguió corriendo hasta
desaparecer de mi vista. Yo me quedé ahí, petrificado, esperando lo peor. Estuve en el
auto 8 horas, hasta que amaneció y regresé a casa. Nunca volví a saber de ella.
LOLA

En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.


Nietzsche

A los 15 años besé a una chica de 12. No era que yo fuese un pervertido, es que ella
me había dicho que tenía 13. Y yo le creí, porque aparentaba la edad que decía tener, y
un poco más también. Aun así pagué con sangre las consecuencias de aquel beso.

Por el calor que hacía debía ser enero o febrero, creo que de 1989. Estábamos en
medio de un «Asalto». (En los años 80 llamábamos Asaltos a los bailes que se
realizaban en las casas particulares). Ella se llamaba Lola, era alta, desgarbada y
bastante idiota.

Ni mis amigos ni yo éramos bienvenidos en esa fiesta, entramos colados, aún


sabiendo que varios invitados nos querían romper la cara. No toleraban que nosotros,
que éramos de otro barrio, revoloteáramos como picaflores alrededor de sus chicas. Y a
pesar de que llevábamos las de perder, porque sería una batalla de 7 contra 3, igual nos
metimos en la fiesta. Estábamos acostumbrados a pelear; no nos íbamos a dejar
amedrentar por unos matoncitos celosos.

El Asalto se organizó en la casa de los padres de Lola. No había mucha gente, eso
hacía que nosotros estuviésemos más expuestos ante nuestros rivales. Podía olerse la
tirria en el ambiente. Los cuchicheos y las miradas ensañadas comenzaron a hacerse
cada vez más notables. A pesar de que no teníamos miedo, esa noche en particular yo no
andaba con ganas de agarrarme a piñas con nadie. Tal vez porque me había llegado el
rumor de que la anfitriona gustaba de mí y no quería perderme la oportunidad de transar
con ella. Así que junto a mis amigos, Pedro y Edgardo, hicimos un pacto: portarnos bien
y no ceder a provocaciones.
La hora de Los Lentos era la más esperada, sobre todo por los chicos, ya que era la
única oportunidad que teníamos de besuquearnos con alguna chica. El proceso que
llevaba al beso de lengua era simple: debíamos sacarlas a bailar, aferrarlas fuertemente
de la cintura, y en un descuido, en un inocente movimiento de cabezas, aprovechar para
rozar sus labios y acabar metiéndoles la lengua hasta la garganta.

¡Qué maravillosa época! Y aquella música, tan cautivadora, esos temas inolvidables:
“Live to Tell”, “Toy Soldiers”, “Against all odds”, “A day without you”, “Careless
Whisper”, “Still loving you”, “Waiting for a girl like you”, “Hurst to be in love”, “Is this
love”, etc.
Como de costumbre Pedro fue el primero en romper el hielo y sacar a bailar a una
chica. Yo le había advertido que no se atreviese a sacar a Lola, porque sería lo último
que haría. Pedro se río ante mi amenaza, dijo que sólo yo podía tener tan mal gusto, y
tenía razón. Edgardo se quedó en un rincón tomando una Coca, era bastante tímido y
torpe con las chicas, además era muy feo el pobre. Los otros pibes se reunieron en la
cocina, se hablaban al oído y nos miraban de reojo. Estaban organizando nuestro
linchamiento; así que antes de que arruinaran mis planes, me acerqué a Lola y la saqué a
bailar. Lola rió estúpidamente y no tardó en enlazarse a mi cuello como una boa. Mi ego
estaba por las nubes. El beso con Lola sería el dulce tentempié que me daría valor para
pelear.

Que justo yo, integrante del grupo enemigo, estuviese bailando con la anfitriona, hizo
enervar mucho más a los del otro bando, quienes poco a poco comenzaron a dispersarse
estratégicamente por el salón.

Comenzó a girar “Live to Tell”, de Madonna, mi canción favorita para chapar. Apreté
la pelvis de Lola contra la mía y hundí mi nariz entre sus rizos. Lola se había rociado
con una de esas colonias para niñas de aroma a chicle de frutillas. En aquella época yo
no podía pedir mucho más que eso, incluso a pesar de que solía perfumarme con el
“Eau Sauvage” de Dior que le robaba a mi padre. Si había alguien que olía bien en la
fiesta, era yo.
Aparté mi cabeza del hombro de Lola, la miré fijamente a los ojos intentando parecer
romántico, y la besé. Lola movía los labios y la lengua exasperadamente, se notaba que
era la primera vez que daba un beso de lengua; salivaba demasiado. Me llenó de baba
hasta la barbilla, tuve que contener las arcadas para no terminar siendo el hazmerreír de
mis amigos. Pedro en cambio, estaba a pleno, y con una de las chicas más lindas del
Asalto: Marilú, la rubiecita concheta del barrio, la de los padres forrados. Se besaban
fogosamente, como si se conocieran de hacía tiempo; sus cabezas se movían en
sincronía, pausadamente, amasando un beso perfecto. Los envidié profundamente, creo
que hasta deseé que se murieran. Mientras que mi lengua buceaba sin tregua en la baba
de mi pareja, Pedro y Marilú hacían una demostración de cómo se debe dar un buen
beso.

Al terminar la canción me fui con Lola a sentarnos en un sillón, pero sin ninguna
intención de seguir besándola. Sólo pretendía provocar un poco más a nuestros
enemigos. Ella insistió con seguir transando, yo cedí a sus deseos durante un rato, hasta
que sucedió lo que tanto temía: la empujé hacia un lado y vomité copiosamente sobre
sus piernas.

La música cesó repentinamente, las voces también. Un sombrío silencio invadió la


sala. Había vomitado sobre la dueña de casa. Pude reconocer los restos de mi almuerzo
y merienda chorreando de sus huesudas piernas. Lola comenzó a gritar y a insultarme.
En un instante había pasado del deseo descontrolado al desprecio absoluto, algo
característico en muchas mujeres que conocería en el futuro. Sus amigas se acercaron
para ayudarla a limpiarse, Pedro y Edgardo me hicieron señas de que huyéramos
rápidamente de ahí. Pero ya era tarde, los amigotes de Lola nos rodeaban y se daban
puñetazos en el canto de las manos. No teníamos alternativa, debíamos pelear.

Todo sucedió rapidísimo, un diluvio de golpes cayéndome desde todas direcciones.


Noté que tenía la cabeza de alguien atrapada debajo de mi rodilla al mismo tiempo que
le propinaba un puñetazo tras otro; «¡soltalo, hijo de puta!», me gritaban sus aliados. No
sólo me pegaban los chicos, también lo hacían las chicas, incluida Lola, que chillaba
desaforada mientras me arrancaba los pelos. Pedro y Edgardo se habían trenzado con
otros tres, pero la peor parte me había tocado a mí, que tenía encima a cuatro tipos y a
no sé cuántas pibas intentando lincharme.

La trifulca sólo duró un par de minutos, hasta que se encendieron todas las luces y
aparecieron los padres de Lola. Les costó bastante despegar a su hija de mi cabeza. Su
padre, un tipo grueso, de 1,85 metros de altura, me agarró del cogote y me levantó
medio metro en el aire: «¡Te voy a reventar, degenerado!», me amenazó, como si se
hubiera dado cuenta de que yo era tres años mayor que su hija. Sus dedos gordos y
fuertes se sentían en mi cuello como tenazas. Por suerte para mí, la única persona
normal en esa caterva de salvajes era la madre de Lola, una treintañera bastante
apetecible que se apiadó de mí y obligó a su marido a que me soltase explicándole que
podría ir a la cárcel por agredir a un menor de edad. Fue un recurso bastante efectivo, ya
que el mastodonte me soltó enseguida y me empujó rumbo a la calle junto a mis dos
aliados.

Mientras nos retirábamos de ahí, entre insultos y escupidas, Lola, aferrada a los
barrotes de la reja, con sus piernas manchadas de vómito, no paraba de putearme por
haberle arruinado la fiesta. Los insultos que salían de la boca de esa niña daban más
miedo que las sangrientas amenazas de los varones.
MILICA

Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.
Napoleón I

HUMBAI era una mierda. Estaba hastiado de esa página. Los resultados de búsqueda
siempre arrojaban la misma escoria: Osita78, la vieja travestida. Pepu1980, la del acné
virulento. Jenny22, la que sólo se sacaba fotos en el baño. Yoli_26, la que decía que
tenía 26 pero parecía de 48. Psicogatuna30, la que rechazaba el sexo y se fotografiaba
en ropa interior, etc. Siempre las mismas hembras virulentas; y lo peor, es que me había
acostado con dos de ellas.

Algo no andaba bien con el algoritmo de HUMBAI. Modifiqué la búsqueda avanzada


en la que siempre tildaba los mismos ítems: «mujer soltera», «hasta 35 años», «sin
hijos», «de Capital Federal», «entre 1,55 y 1,65 m.» etc. Decidí no ser tan específico,
además, no tenía sentido serlo, si total eran todas mentirosas, se describían cómo
deseaban ser y no cómo eran en realidad. Tildé solamente: «Mujer soltera», «Hasta 35
años». Aparecieron 50 páginas con 10 resultados cada una. ¡Cuánto horror al mismo
tiempo! Parecía el reparto de una película de zombies. No tenía ganas de escudriñar
mucho para no deprimirme, así que lo dejé todo en manos del azar. Situé el cursor sobre
la página 6 y oprimí el botón del mouse.
La primera chica que apareció en la lista me llamó la atención. Su perfil estaba casi
vacío, sólo aparecía su fotografía y su edad: 32 años. Su apodo era «Milica». En la foto
aparecía vestida con una chaqueta de cuero negra y unos jeans ajustados que perfilaban
sus caderas y piernas hasta las rodillas, en donde se cortaba la imagen. Milica se había
conectado por última vez hacía tres meses, así que perdí las esperanzas de poder
contactarla. Era pelirroja, caucásica, de pelo bien corto, rostro anguloso, labios gruesos,
nariz respingada y ojos azules. Tenía una belleza sofisticada, libre de artificios, del tipo
europeo. Me recordaba un poco a Milla Jovovich. Perdido por perdido decidí enviarle
un «Hola…» y un smiley. Era poco probable que me contestase. Cuando una chica no se
conectaba por mucho tiempo era porque, o se había hartado de la página, o había
encontrado lo que buscaba. Además, estaba demasiado buena como para fijarse en mí.
Me olvidé de Milica y continué mi búsqueda durante un par de horas.

Con la experiencia que había adquirido con Lulú, Natalie y un par que les siguieron,
me volví un experto en el arte de identificar chifladas. Aprendí a percibir el nivel de
trastorno en una mujer con sólo echarle un vistazo a su perfil. Eran pocas las que
estaban cuerdas, la mayoría presumían de sus incoherencias: «Mujeriegos abstenerse,
no soy una chica fácil… «Si sólo quieren sexo pasen de largo, me gustan rubios y con
abdominales marcados…», «No me contacten, no me interesa, tengo novio…», «Odio a
los hombres, no sé por qué estoy aquí, chamuyeros abstenerse, sólo chicos con auto…»,
etc. Vaya manicomio, vaya legión de energúmenas.
Comencé a escudriñar los perfiles de los hombres, quería saber si eran tan patéticos
como los de las mujeres. Era todo igual, las mismas actitudes subnormales, la misma
petulancia barata. Las fotos chorreaban semen rancio. Los hombres sólo querían
enterrar el pepino, pero simulaban estar interesados en el amor: «Quisiera encontrar el
amor de mi vida…», escribía el que aparecía en slip mostrando un bulto claramente
adulterado. «Una chica delgada y tranquila por favor…», solicitaba el que sostenía una
escopeta. «Huecas no, sólo chicas instruidas y románticas», requería el tipo con una
granada tatuada en el pecho. «Quiero una mujer rubia, flaca, bien formada, lindas
piernas, labios gruesos, y que lea…», pretendía el calvo lampiño y peludo que aparecía
tocando la guitarra semidesnudo. Salvo por unos contados perfiles decentes, incluido el
mío, los hombres de HUMBAI eran pervertidos y retardados mentales.

Un segundo antes de que me diese por vencido apareció un alerta de mensaje en la


pantalla. Era Milica: «Hola… ¿cómo estás?», escribió.

Me quedé tan sorprendido con el saludo que por un buen rato no pude contestar. No
estaba de humor para un chat, había agotado mi cuota de tolerancia diaria, pero Milica
era esa clase de mujer con la que sólo hay una oportunidad, porque sabe que lleva las de
ganar, y si uno no reacciona rápido, lo descarta y va por el próximo.

Imaginé que Milica debería tener páginas y páginas de pretendientes; imaginé que se
tomaría el tiempo para elegir entre los perfiles que más le gustaban. Así que me sentí
afortunado; aunque, dentro de ese catálogo de imbéciles, un tipo como yo era un
diamante flotando en un pantano.
Le contesté el saludo y chateamos durante unos 15 minutos. Luego pasamos al
Messenger. Ése era el nivel 2. Si una mujer te pasaba su MSN significaba que ibas por
buen camino, que le habías gustado lo suficiente como para confiarte su mail. El nivel 3
sería la cita, y el nivel 4, naturalmente, el sexo.

Carla, que así se llamaba, charlaba fluidamente y parecía interesada en lo que yo


decía. Es increíble cómo a través de un simple chat uno puede advertir si tiene piel con
el otro. Mucha gente piensa que se trata de un medio frío para conocerse, pero yo estoy
muy a favor del chat, siempre y cuando la otra persona sepa expresarse a través del
teclado. De hecho, si uno le da tiempo, el chat es el medio perfecto para saber si alguien
merece la pena. En un encuentro cara a cara existen varios factores que pueden nublar la
percepción: la ropa, la voz, el perfume, el aliento, la forma de mirar, de caminar, etc.
Todos esos factores no influyen a través del chat, así que uno puede analizar mejor al
otro; pero claro, esto puede dar lugar a malos entendidos; una exclamación de menos,
un guiño equivocado o cierta manera de escribir pueden hacer que uno parezca enojado
cuando no lo está.

Cuando Carla me dijo a qué se dedicaba creí que me estaba tomando el pelo: «Soy
policía…», escribió. Entonces yo le respondí que era astronauta. «¡En serio, boludo!
Soy policía desde hace 6 años…», rebatió.
Eso me intimidó y cautivó al mismo tiempo. Carla no encajaba con el perfil de una
policía, era demasiado elegante. Las mujeres como Carla eran policías solamente en las
películas. No parecía el tipo de mina que puede agarrarse a tiros con unos delincuentes.
Como no terminé de creerle comencé a hacerle preguntas al respecto, pero fueron
preguntas triviales, casi infantiles:
—¿Estuviste involucrada en algún tiroteo o algo así? ¿Tuviste que dispararle a
alguien? —le pregunté.
Ella dejó de escribir durante unos 20 segundos. Temí haber metido la pata. Después
de todo, a quién le gusta hablar de su trabajo.
—Hablemos de vos mejor… —escribió de repente—. ¿Qué hacés en HUMBAI? No
das con el perfil de los tipos de ese lugar, al menos no con los que tuve la desgracia de
conocer.
El abrupto cambio de tema podía deberse a dos cosas: o estaría harta de que le
pregunten de su trabajo, o, en efecto, me estaba mintiendo. Como no deseaba ponerme
pesado decidí no insistir. Ya tendría tiempo de averiguar si era verdad o no.
—¿A qué te referís exactamente?...
—No sos un grasa… —contestó—. Los hombres de HUMBAI, además de ser unos
pajeros, a toda costa intentan pasar por algo que no son... se describen como metros
sexuales, aparecen siempre posando, mostrando los músculos, hablando de amor,
escribiendo poesía barata, etc. Me dan ganas de vomitar.
Sin dudas era Carla el amor de mi vida.
—Bueno, podría decirte que con las mujeres pasa algo parecido…
—No lo dudo. Pero vos sos distinto. Tu perfil parece honesto. En tu foto no estás
haciéndote el lindo o el interesante, es una foto natural, como si no supieses que te están
fotografiando. Además te describís como una persona normal, sin pretensiones…
En realidad la foto la hice así deliberadamente utilizando el modo autofoto. Me
retraté distraído, mirando una ventana… y lo hice adrede para despertar el interés de
mujeres con apetencias normales. Aunque mucho no me había funcionado.
—Seguramente tengas razón. La fotografía me la sacó un amigo sin que yo me diera
cuenta, y decidí usarla para el perfil...
—Voy a serte honesta, entré a la página después de mucho tiempo sólo por tu foto.
Me enviaron un correo desde la página que decía: “xxxxx te ha enviado un saludo…”.
Siempre recibo mails de esa clase y los elimino sin abrirlos. Pero con vos fue diferente,
no sé… sentí ganas de conocerte. ¡Y no es que me haya cautivado tu hermosura!... —
bromeó—. Fue más bien… intuición.
—Espero que cuando nos veamos puedas seguir diciendo lo mismo. A veces la
intuición engaña, y después, a la hora de encontrarte con esa persona, todo cambia…
—Sí, me ha pasado infinidad de veces…
—Bueno, y hablando de eso, tengo ganas de conocerte en persona…
—¡Claro! ¡Cuando quieras! —escribió.

Quedamos en encontrarnos en el centro, en un bar irlandés, ya que ella vivía a unas


pocas calles de ahí. Con otra chica hubiese inventado alguna excusa para quedar más
cerca de casa, pero con Carla no me preocupaba la distancia, ni siquiera se me pasaba
por la cabeza la posibilidad de una huida desesperada.
Llegué media hora antes de lo pactado. Es una buena estrategia llegar antes, ganar
terreno. Dí unas cuantas vueltas a la manzana, me detuve a mirar vidrieras y me compré
un libro en una tienda de usados. Estaba extrañamente relajado, como si me fuese a
encontrar con un familiar o un amigo.

Faltando 5 minutos para las 9 de la noche, me paré en el lugar acordado y encendí un


cigarrillo, pero me arrepentí al instante y lo aplasté. No podía arriesgarme a que no le
gustasen los fumadores. Sería trágico que le molestase mi aliento a tabaco. Esas
nimiedades, a las que pocos prestan atención, son primordiales cuando vas a conocer a
alguien.

Cuando vi llegar a Carla quedé obnubilado. Llevaba puesta esa campera de cuero con
cierres de la foto y un Jean ajustado moldeando un culo maravilloso. Debajo de la
campera llevaba una camiseta camuflada que le marcaba los senos, pequeños pero
perfectos. Y de calzado, unos borceguíes negros. Carla tenía un aspecto gótico y salvaje,
caminaba dando largas zancadas; debería medir casi 1,78 m. Su primer comentario tras
saludarme fue: «¡Pensé que eras más alto!»…

—Espero que mi enanismo no sea un problema… —le dije y estalló en carcajadas.


—La altura no es problema para mí… —explicó divinamente—. Los pocos novios
que he tenido siempre fueron más bajos que yo...
¿Había dicho “novios”? ¿Ni siquiera amigos, o parejas ocasionales? ¿Me comparó
directamente con sus novios?...

Caminamos tres cuadras hasta el bar, en el trayecto no paramos se escuchar silbidos,


gemidos, bocinazos, gruñidos, y toda clase de sonidos guturales apuntados hacia el culo
de Carla. Es que no era un lindo culo nada más, era una manzana deliciosa, simétrica,
deslumbrante, y a ningún hombre podía pasarle desapercibida. Me sentí algo incómodo
con tanta lubricidad masculina a nuestro alrededor, pero Carla no le dio importancia,
estaría más que acostumbrada.

Entramos al bar, que estaba atestado de yuppies fanfarrones con el pellejo anaranjado
de tanta cama solar. Tipos ambiciosos, frívolos, pedantes, que se ufanaban de las
mamadas que les hacían a sus jefes a cambio de un ascenso. Al ingresar, naturalmente,
todos clavaron sus ojos en el trasero de mi compañera; tanto hombres como mujeres.
Lejos de sentirme orgulloso, comencé a sudar y a ruborizarme, me molestaba bastante
que la mirasen con esa hambruna.

Encontramos una mesa de milagro, estaba situada cerca de los baños, pero no nos
importó. Una fusión de perfumes franceses, malta y roble pulido llenaban el aire del
lugar.
—Este es el antro de la infidelidad… —indicó Carla investigando a la gente—. Casi
todos están casados o de novios, y vienen aquí para cogerse a alguien. Los after-office
fueron hechos para eso... No es lo mismo tomarse un café un jueves por la tarde a la
salida del trabajo, que salir un sábado a medianoche junto a una manada de amigos
libidinosos. Los jueves no despiertan sospechas. Entre las 19 y las 22 pueden coger a
rienda suelta. Y luego, regresar a casa y acostarse con sus mujeres fingiendo el estrés de
una jornada de trabajo agotadora…
De repente Carla se había puesto seria y sus palabras se volvieron ásperas.
—Bueno... —sonreí—. Después de una tediosa jornada laboral, nada mejor que un…
—¿Un qué? —profirió secamente, clavándome la mirada y frunciendo el entrecejo.
Sentí una contracción en el estómago.
—Me refiero a un trago y una buena charla...
—¡No me mientas! Ibas a decir: «un buen polvo» o algo parecido… —dijo,
señalándome con su dedo inquisidor.
—Bueno, y si así fuera, ¿cuál es el problema? La gente tiene derecho a hacer lo que
se le cante...
—Sí, por supuesto, pero sin cagar a nadie. Estos tipos, estas minas —señalaba con el
dedo en todas direcciones—, vienen aquí a traicionar a sus parejas…
Se quitó la campera y la colgó en el respaldo de la silla; luego suspiró, arqueó sus
cejas y posó su mano sobre la mía.
—Perdoname, no me hagas caso, es que la gente infiel me saca de quicio.
—Ya veo...
Pensé en disparos, persecuciones, torturas, golpes de cachiporra, cadenas, cárceles,
presos…
La mesera se acercó y le pedimos dos Guiness.
—¡Bien frías! —exclamó Carla—. ¡Porque aquí las tomamos frías! —vociferó,
haciendo que los de las mesas contiguas se volteasen a mirarnos.
La mesera quedó patitiesa. Carla no le quitaba los ojos de encima, imaginé que si la
cerveza no llegaba a estar fría desataría una masacre.
—¿Puedo preguntarte cuál es tu rango en la policía? —le pregunté con tono amable.
—No —respondió con una sonrisa cínica—. No te ofendas, pero esta noche no quiero
hablar de mi trabajo. No quiero hablar de rangos, ni de pistolas, ni de chalecos antibalas
ni de nada que tenga que ver con la policía… —se inclinó hacia adelante y me miró—.
La verdad es yo no quería decirte de qué trabajaba. La gente prejuzga, sabés... No te
imaginás lo difícil que es para una policía relacionarse con alguien que no lo es. Los
tipos piensan que una es violenta, marimacho, fascista etc. Por suerte vos no tenés
prejuicios ni miedo.
—¿Y por qué debería tener miedo?...
Carla esbozó una sonrisa cínica pero amigable.
—No sé, tal vez porque sé someter a un tipo que pesa tres veces más que yo…
—Entiendo que tengas habilidades que otras mujeres no tienen —respondí—. De
todas formas, en una lucha cuerpo a cuerpo, probablemente acabaría con vos… —le dije
utilizando el mismo cinismo.
Carla rió estruendosamente y le dio una trompada a la mesa.
—¿Ah sí? ¡No te fíes demasiado, eh! ¡Mirá que soy experta en Jiu Jitsu!
Hizo un movimiento marcial con los brazos que me causó ternura.
En ese instante llegó la mesera con las cervezas. Sin dejar de bromear, Carla tocó
ambas latas.
—¡Bravo! ¡Bien frescas! Te ganaste la propina, nena… —le dijo a la mesera dándole
una palmadita en el brazo. A ella no pareció agradarle el comentario.
—¡Salud! ¡Brindemos por el Jiu Jitsu! —dijo y se empinó la lata.
—¡Salud!
Carla bebió sin parar durante 10 segundos, vació y estrujó la lata de medio litro con
una mano. Sus ojos se humedecieron. ¿Qué clase de bárbara era esta mujer?
—¡Perdiste! —me dijo al notar que yo ni siquiera había bebido la mitad. Luego llamó
a la mesera para pedirle otras dos.
—¡Vaya! ¡La poli está llena de sorpresas! —dije.
Carla se puso seria de repente y me miró a los ojos.
—Creo que sos buen tipo…
—Lo soy…
—Lo que me gusta es que no te lo pasás hablando de vos. Eso es atípico en los chicos
lindos...
El nivel 4 era un hecho.
—Es que no tolero mucho mi propia voz…
Volvimos a reírnos a carcajadas, como si fuésemos viejos compañeros de escuela que
evocan anécdotas chistosas.
—Me siento cómoda con vos…
—¿A pesar de que soy más bajo?...

Fue una buena noche. Tomamos cuatro cervezas cada uno. Charlamos y reímos hasta
cansarnos. Salimos del bar y la acompañé caminando hasta su departamento.
Zigzagueábamos por las calles, me sentía tranquilo al lado de Carla, se manejaba con
total libertad, moviendo los brazos y hablando desaforada, sin importarle un carajo las
miradas de la gente.
Al llegar al hall de entrada del edificio, la aferré de ambas orejas y le di un gran beso.
Ella no se resistió. Estuvimos un buen rato jugando con nuestras lenguas. Su boca era
dulce, sabía a frutas y a cerveza. La agarré fuerte de las nalgas, palpé la perfección y
solidez de ese culo asombroso; tuve una erección, estaba listo, deseé que me invitara a
pasar la noche con ella. Pero no, me dijo que debía madrugar porque entraba en servicio
a las 6. Me besó dulcemente y quedamos en ir a cenar el fin de semana.
—¿Vas a mostrarme tu arma la próxima vez? —le pregunté.
—Por supuesto, pero en mi casa… —dijo y cerró la puerta.

Quedé aturdido, mi erección seguía ahí, palpitante. Me puse a mirar una vidriera
hasta que se me bajara. A pesar de conocer el centro de la ciudad, en ese momento no
supe qué dirección tomar. Olvidé completamente dónde había dejado el auto.

Había poca gente en las calles. Era cerca de medianoche. Muchos ya estarían
cenando, preparándose para madrugar. Pero yo caminaba por las calles reflectantes con
un regocijo que hacía tiempo no tenía. Me tomé el tiempo para mirar los escaparates de
los negocios ya cerrados. Me detuve frente a una joyería y por un instante barajé la idea
de romper el vidrio y esperar a que la policía viniese a arrestarme. Esperaría a que esa
hermosa agente me tirase al piso, pusiese su rodilla en mi espalda y me esposase con
violencia. La imagen de Carla vestida de policía, sometiéndome en el piso, me excitó
muchísimo.

Nos reencontramos el sábado a la noche. La pasé a buscar y caminamos de la mano


hasta un restaurante a diez cuadras de su casa.
A Carla le encantaban los ravioles igual que a mí. Así que ambos pedimos lo mismo,
junto a una botella de Cabernet.
A diferencia de la cita anterior, Carla se había maquillado sutilmente y llevaba puesta
una pollera suelta. Bromeamos sobre su calzado, yo le había pedido que se colocase
unas sandalias para que estuviésemos a la misma altura. A ella le había parecido
gracioso, pero no pensé que lo haría. Se apareció con unas sandalias bien planas.

Todos los comensales y los mozos se percataron de nuestra presencia aquella noche.
No paramos de gritar y reírnos como desquiciados. Si el sexo resultaba tan arrebatado
como nuestro diálogo, sería memorable.

Tras una larga sobremesa le dije a Carla que era hora de mostrarme su arma. Ella
contuvo una carcajada y se atragantó, su rostro se puso rojo y empezó a toser sin parar.
Le dije que levantara los brazos, que era una buena técnica. Ella lo hizo, pero no
funcionó. Me puse detrás de ella y le dí unas palmadas en la espalda. Ella se reía y tosía
al mismo tiempo. Unos segundos después se sosegó y tomó un vaso de agua.

La noche estaba encendida, afuera la gente iba y venía en busca de sexo y violencia.
Y nosotros, mirándonos fijamente, conteniendo las risas como adolescentes en su
primera vez, nos preparábamos para coger.

El departamento de Carla estaba en el sexto piso. Jugamos a que nos conocíamos en


el ascensor. Yo le decía que recién me mudaba al edificio y ella insistía en que fuera a
su departamento para ayudarle con un caño tapado. Era el típico guión de una película
porno. Y nuestra actuación era malísima. Así y todo fue divertido y excitante.
Entramos al departamento abrazados, sosteniéndonos uno del otro para no caernos a
causa de la embriaguez. Carla no encendió la luz, tropezamos con un sillón y nos
caímos al piso. Estando en el suelo me coloqué encima de ella y metí mi lengua en su
boca, le levanté la pollera e intenté tocarla, pero ella me hizo una especie de zancadilla y
en medio segundo se colocó a mis espaldas haciéndome una llave en el cuello. Al
principio lo tomé con gracia y le seguí el juego, intenté quitármela de encima, pero no
pude; tenía una fuerza bestial y cada vez apretaba más fuerte, al punto de asfixiarme.
«¡Basta! ¡Soltame!», le exigí con la voz áspera de la presión en el cuello.
—¿No era que yo no podía con vos? —dijo sin dejar de someterme.
—¡Dale, soltame pelotuda! —le imploré dando golpes en el suelo. Apenas podía
respirar, me estaba desvaneciendo por la falta de oxígeno. Carla me soltó, me pidió
disculpas y me ofreció un vaso de agua.
—¿¡Estás demente!? ¡Casi me asfixiás! —le dije aún acostado en el piso.
Ella se levantó y fue a encender las luces. Yo seguí jadeando como un perro ahogado.
—Perdoname, no me dí cuenta… —me dijo mientras se sentaba tranquilamente en el
sillón.
—Guardá esas fuerzas para los criminales… —le dije irritado, entre carraspeos.

Durante unos minutos permanecimos en silencio. La tentación de reírnos había


desaparecido para dar lugar a un resquemor que podía olerse en el aire. Me dediqué a
husmear su casa, sus muebles, sus cuadros, sus libros.
Mientras exploraba sus cosas pensé varias veces en irme. Estaba furioso, tenía la
ingente necesidad de herirla, de vengarme; o de irme sin más, sin siquiera mirarla.
Sentía el cuello entumecido por la presión de la llave. Pero lo que más me fastidiaba era
que se me había ido la excitación; ya no era la poli encantadora que yo deseaba. Me
olvidé de su culo y de su encanto. Ella me observaba seria desde el sillón, como
esperando alguna reacción de mi parte.

Realmente sentí pánico cuando me sometió en el piso. ¿Qué tal si volvía a hacerlo?
¿Qué tal si estábamos cogiendo y de repente comenzaba a ahorcarme? Barajé todas las
posibilidades. Después de todo, apenas la conocía, ni siquiera estaba seguro de que
fuera policía, no había visto su identificación ni su arma.

Su biblioteca me llamó la atención y me hizo olvidar un rato de lo que había pasado.


—Tenés montones de libros sobre la Segunda Guerra… —comenté.
—Sí… —contestó.
Las cosas se habían enfriado. Ella estaba echada sobre el sillón de dos cuerpos con las
manos detrás de la cabeza, y yo, de pie frente a la biblioteca, dándole la espalda
gustosamente. Tenía más de cien libros. Novelas, documentos, biografías, y hasta una
edición viejísima de Mi lucha…
—¿Te gusta Hitler? —le pregunté mientras extraía el libro.
—No es mi tipo… —ironizó.
—Me refiero a si sentís admiración por él, por su figura, por lo que hizo.
—No siento admiración por sus acciones, pero sí por su poder de persuasión para que
millones de alemanes lo siguiesen…
Carla hablaba con vehemencia, como si recitara un discurso.
—Fue el psicópata más grande del siglo XX… —murmuré mientras hojeaba el libro.
—En el siglo XX hubo personajes peores, te lo aseguro… —comentó mientras se
paraba a mi lado para explorar la biblioteca.
—Mirá este libro… —dijo extrayendo un gran volumen color rojo de tapa dura—. Es
una colección fotográfica de los campos de Auschwitz. Este libro es extraordinario, te
pone la piel de gallina, pero no deja de ser una obra de arte. ¿Querés que lo miremos
juntos? —me preguntó, como si se tratase de un libro infantil.
—¿Por qué habría de querer ver fotos con montañas de muertos y desnutridos?... ¿a
vos te divierten estas cosas?
—¡Qué exagerado, ché! —resopló—. ¿Sos judío acaso?...
—¿Según tu lógica sólo un judío podría despreciar estas cosas? Cualquier persona
normal abominaría esas fotografías…
Hicimos un breve silencio, Carla se puso a hojear el libro de Auschwitz, yo seguí
explorando su biblioteca con miedo de lo que pudiera encontrarme.
—No me contestaste si sos Judío... —dijo sin apartar sus ojos de los cadáveres en
blanco y negro.
—¿Afectaría eso tu concepción de mí?
Ella me miró algo ensañada.
—¿Podés contestarme sin preguntar, por favor?
—No. No lo soy…
—¿Ves? ¿Tan difícil era? —dijo con un alivio que me estremeció.
Entonces me arrinconó contra la biblioteca, dejó caer el libro al piso y se prendió de
mi boca como una ventosa. Yo le aferré las nalgas con fuerza, a través de la tela fina del
vestido podía amasarlas a gusto. La levanté en el aire sin dejar de besarla y la fui
cargando hasta encontrar la habitación. Pesaba bastante para lo delgada que era. La
arrojé sobre la cama con violencia, le subí el vestido hasta las caderas, le bajé las bragas
y metí mi cabeza entre sus piernas, ella me apartó con las manos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Sexo oral no…
—¿Qué?...
—A través del sexo oral se contagian muchas enfermedades… —me explicó con tono
pedagógico, como si yo fuera un idiota—. Y yo no te conozco, ¿qué tal si tenés algo y
ni vos lo sabés?... ¿Te hiciste estudios de HPV o HIV últimamente?
Parásitos devorando la carne muerta, ventosas vaporosas, sabandijas, secreciones,
subcutáneas, hisopos, tumores de garganta, muerte lenta.
No podía creer lo que estaba escuchando. Salí de la cama de un salto y fui hasta el
living, saqué el paquete de cigarrillos de mi campera, encendí uno, le di una gran calada
y me preparé para irme. Carla apareció un minuto después.
—No te estoy pidiendo nada de otro mundo; no dije que no podíamos hacerlo —
dijo—. Lo único que quiero es que evitemos el sexo oral...
—No se trata de eso… —interrumpí—. Me lo tendrías que haber dicho antes, y no
cuando estaba a punto de comerme tu... Desde que entramos a este departamento te
convertiste en otra persona, casi me ahorcás, después actuás como una neonazi, y
cuando por fin comienzo a excitarme de nuevo, me salís con este asunto absurdo de las
enfermedades… ¿Te das cuenta que no es normal lo que está sucediendo?
—¡Pero podemos hacerlo igual!... —contestó cariñosamente mientras se sentaba en el
sillón a mi lado y me ponía la mano en la rodilla—. Te ponés un forro y lo hacemos. Lo
del sexo oral puede esperar hasta que te hagas los estudios…
—¿Hasta que yo me los haga? ¿Y vos?
Carla se levantó y abrió una de las puertas inferiores de la biblioteca, de un folio
extrajo un sobre blanco y me lo dio.
—¿Qué es esto?
—Son mis estudios; ahí certifican que no tengo ninguna enfermedad venérea. Me los
hago dos veces por año, a veces tres. Depende de si estoy con hombres o no…
—Esto es algo bastante obsesivo de tu parte, ¿no te parece?
—Es lo correcto, yo me siento mejor haciéndolo. Y creo que todos deberían
realizarse estudios periódicos para descartar enfermedades con las que puedan arruinarle
la vida a otra persona…
—¡Sí, mi Führer!...
Carla sonrió. Aunque no le dije eso a modo de chiste, sino para molestarla.

Charlamos un rato sobre enfermedades venéreas y criminales nazis. Carla era una
erudita en el tema. Yo estaba resignado. Le seguía el juego. De a rato nos besábamos,
pero no era lo mismo. Eran besos fríos, forzados. Yo sólo quería que le diese sueño para
poder irme a casa. Pero por alguna razón me seguía quedando ahí, escuchándola. Tenía
fe en las causas perdidas, a pesar de saber que, en efecto, eran perdidas... Yo era como
esos hombres que pueden estar horas intentando arrancar un auto sin batería. Desde muy
pequeño había insistido con reparar lo irreparable, al mismo tiempo que lloraba
sosteniendo los pedazos de un juguete roto, mis manos buscaban la manera de
arreglarlo, de soldarlo nuevamente. Aunque fuese imposible.

Carla me había encantado en un principio. Era el tipo de mujer con el que yo siempre
había querido estar. Pero esa noche la imagen que tenía de ella se fue disolviendo, hasta
que llegué a aborrecerla. Y aun así, necesitaba quedarme a su lado e intentar rehacerla,
igual que antes, como la había visto la primera vez.

Volvimos a intentarlo, esta vez sobre el sillón. Se aseguró de que me colocase el


preservativo, y como queriendo conformarme me hizo una felación sobre el látex. Fue
una experiencia insípida. Se notaba que a ella le daba asco, pero se esmeraba, al punto
de que terminó rompiéndolo. Me coloqué el segundo preservativo, le abrí las piernas,
coloqué sus pantorrillas sobre mis hombros y cuando estaba apunto de metérsela perdí
la erección. Me hice a un lado y encendí otro cigarrillo. Carla me acarició la espalda, yo
la miré y le dije:
—Te suplico que no salgas con ningún cliché…

Fumé dos cigarrillos seguidos, prendiendo uno con los restos del otro. La nicotina era
un buen excitante y funcionaba bien conmigo. Fuimos al cuarto y nos recostamos boca
arriba en la cama. Mi pito seguía muerto. Carla me dio la espalda, contemplé su
delicioso culo un rato, lo acaricié y de a poco la sangre comenzó a fluir. Se puso boca
abajo y elevó las caderas; me coloqué encima de ella, me quité el condón sin que se
diera cuenta y la penetré suavemente.
Carla chillaba y se retorcía conmigo adentro, mis huevos empezaron a arder, pensé en
volcanes, en bombas nucleares, en regimientos nazis, en disparos, en fusilamientos, etc.
Eyaculé enseguida, sentí como si a través de mi uretra brotaran litros de esperma, miles
de millones de seres que podrían llenar miles de campos de concentración. En ese
momento le susurré al oído:
—¡Soy judío, perra!
Carla se despegó de mí espantada. Saltó de la cama y me miró atónita. De repente
estaba temerosa y se cubría las partes con pudor.
—¡Mostrame tu documento! —ordenó.
—¿Vas a jugar a la policía justo ahora?
—No te hagas el idiota, ¡mostrame tu documento! —insistió.
—¡Fue sólo un chiste!
—No me importa, quiero ver tu documento.
—¿Y si lo fuera?, si fuera judío, ¿qué harías?
—Nada… no me caen bien los judíos.
—Si fuese judío estaría circuncidado…
—No necesariamente. Hay muchos que no siguen esa tradición.
—¿Sabés qué?... Creo que sos un ser horrible.
Carla no dijo nada. Me levanté, me puse la ropa y salí disparado rumbo al living.

Mientras me colocaba la campera, Carla apareció caminando desnuda, con su pistola


reglamentaria en la mano.
—Entiendo todo lo que decís y entiendo tu enojo, en serio —dijo—. Pero no voy a
dejar que te vayas sin mostrarme cualquier identificación que tengas.
—¿Y el arma para qué?... —le pregunté temblando.
—Por las dudas. Por precaución. Después de todo no te conozco.
Saqué la cédula de mi billetera y se la tiré a los pies. Ella la agarró y la examinó de
ambos lados, igual que hacen los policías. Luego me miró.
—¿Ves? —dijo arrojándomela en la cara— ¿Por qué hiciste ese chiste de mal gusto?
¿Por qué tuviste que cagarlo todo?
—Dejémoslo ahí, Carla, me voy... chau.
Me di vuelta y enfilé hacia la puerta lentamente.
—¡Alto! —gritó engruesando la voz.
Me volteé hacia ella y me estaba apuntando con el arma a la cabeza.
—¿¡Qué vas a hacer!?
—Nada… —se acercó hasta que el cañón de la pistola quedó a 20 centímetros de mi
frente—. ¿No querías ver mi arma acaso? Aquí tenés un primer plano.
Retrocedí sin darle la espalda. Lentamente. No me iba a disparar. No estaba tan
perturbada. O tal vez sí lo estaba, pero no iba a arriesgarse a ir a la cárcel por semejante
idiotez. Choqué de espaldas contra la puerta, giré el picaporte sin quitarle la mirada de
encima y salí. Ella no dejó de apuntarme hasta que cerré la puerta. No subí al ascensor,
bajé los seis pisos por las escaleras, saltando escalones de dos en dos. Salí del edificio y
corrí hasta el auto. Llegué a casa en 15 minutos.
MORENA

Si usted quiere saber lo que una mujer dice realmente, mírela, no la escuche.
Oscar Wilde

Hacia mediados del año 2000 todavía quedaba mucha gente que fantaseaba con el fin
del mundo. Mientras que en La Tierra todo transcurría normalmente, sin asteroides
gigantescos, ni tsunamis, ni terremotos, algunas personas se paraban en medio de la
calle a observar el cielo y tratar de advertir los indicios de alguna catástrofe.
Había quienes estaban desilusionados de aquellos que profetizaban la hecatombe para
el cambio de milenio. Muchos se volvieron ateos, otros budistas, y otros, sencillamente,
se transformaron en seres inertes, incapaces de seguir adelante con sus vidas sin un
Apocalipsis al que aferrarse.

Lo mismo sucedió en el año 2012 con las profecías Mayas. Nada ocurrió, pero
muchos aprovecharon para hacer bastante dinero.

Si el hombre hubiese estado convencido de que el mundo iba a acabarse en el año


2000 o en el 2012, habría tomado los recaudos necesarios. Habría creado Bunkers en La
Luna, estaciones espaciales, ciudades subterráneas, etc. Si yo hubiese sabido que en el
año 2000 iba a conocer a Morena, habría hecho lo imposible para evitarlo. Me hubiese
cambiado de país, de nombre, de cara, de sexo… hubiese hecho cosas de lo más
inverosímiles para no cruzarme con ella.

Llevaba dos o tres años trabajando en una empresa de seguros. Me gustaba el trabajo;
y me gustaba porque en mi sector nunca había nada para hacer. Por eso mis compañeros
y yo aprovechábamos para jugar partidas de ajedrez que se extendían durante jornadas
enteras. Jamás en la vida supe tanto de ajedrez como en esa época.
Además del ajedrez, uno de nuestros pasatiempos preferidos en la oficina era mirarles
el culo a las empleadas de otros sectores. Siendo el nuestro un sector exclusivamente de
hombres, nuestra necesidad de sexo era superior a la de los sectores mixtos, en donde, al
final del día, siempre había oportunidad de echarse un polvo con una compañera
amigable.

Por un lado todos anhelábamos que nos cambiasen de sector, que nos mandasen a
Atención telefónica, Facturación o Recepción, que eran sitios donde había chicas; pero
por otro lado, no queríamos perder la libertad que teníamos de cobrar un sueldo por
rascarnos las bolas todo el día. Ese era nuestro gran dilema: si queríamos rozarnos con
las hembras de la Compañía debíamos renunciar a ese dulce ocio al que estábamos
acostumbrados.
Sin embargo existía una manera de hacer contacto con las empleadas de la empresa, y
era aprovechando los 15 minutos de descanso que teníamos para fumar y tomar café en
el Fumadero de la empresa. En ese lugar —un zaguán brumoso con una larga mesa y
una máquina de café— casi siempre nos cruzábamos con alguna mina linda que se
reunía con dos o tres compañeros a charlar. Pocas veces estaban solas, y eso hacía que
fuese más complicado abordarlas sin que sus colegas nos mirasen mal.

Fue después de unos tres años de trabajar en la Compañía que tuve la oportunidad de
relacionarme con una empleada. Me encontraba en mi descanso, fumando en soledad,
tratando de resolver mentalmente una jugada de ajedrez que me había dejado en jaque.
De repente aparecieron tres chicas vestidas con el uniforme de atención al cliente.
Estaban eufóricas porque era viernes y pensaban ir a bailar. Una de ellas se me acercó
dando pasitos simpáticos, se paró frente a mí, me apuñaló con su mirada y me pidió que
le convidase un cigarrillo.
—¿Vos sos el amigo de Octavio, no? —me preguntó mientras dejaba que le encienda
el cigarrillo.
Octavio trabajaba en el sector de atención al cliente. Todos lo conocían por sus
payasadas. A diferencia de mí, él no tenía problemas para socializar, aunque lo hacía de
una manera que yo consideraba fastidiosa e irritante.
—El mismo… —le contesté.
—Octavio está muy loco… —comentó.
—Lo sé… —le contesté sin dejar de mirar sus pupilas.
—Vos no sos como él me parece.
—Gracias a Dios no.
Empezamos a reírnos y aproveché para contarle anécdotas de Octavio. Los 15
minutos de descanso se transformaron en 30, 40, 50, y recién después de una hora nos
dimos cuenta del tiempo. Enseguida notamos la química que había entre ambos. Nos
despedimos con la promesa de volver a encontrarnos nuevamente para charlar.

Su apodo era Morena, nos encontramos en el Fumadero por siete días consecutivos,
hasta que tuvo la confianza suficiente como para invitarme a un karaoke que organizaba
con unos amigos en su departamento. Yo detestaba los karaokes. No entendía cómo la
gente se divertía desafinando frente a las denigrantes carcajadas del público. Se trataba
de una práctica sadomasoquista. Pero como a mí lo único que me interesaba era coger
con la anfitriona, asistí a la reunión y participé haciendo gala de mis desastrosas
facultades para el canto.

La reunión se extendió hasta pasadas las 6 de la mañana. Hacia el final, cuando ya


despuntaban los primeros rayos de sol a través de las persianas del departamento, sólo
quedábamos echados en los sillones tres chicas semidormidas, Octavio completamente
ebrio, Morena y yo. Aún no la había besado, pero habíamos mantenido una dulce charla
en la que casi nos rozamos los labios.
«¿Vas a quedarte a dormir conmigo?…», me susurró al oído con una mezcla de
ternura y lascivia. Le dije que sí. En ese instante Octavio saltó del sillón, corrió hacia el
baño y se puso a vomitar. Parecía estar expulsando los pulmones por el inodoro. Estuvo
vomitando durante casi 20 minutos. Y Morena, igual que una madre preocupada, no
paraba de preguntarle cómo estaba. «Vas a tener que llevarlo a la casa…», me dijo.
Sentí deseos de asesinarlo. Siempre, adonde quiera que fuéramos, se ponía en pedo y no
me quedaba más remedio que llevarlo hasta su casa. Había perdido un montón de
buenas oportunidades por culpa de sus borracheras. Pensé en subirlo a un taxi y que se
las arreglase, pero no, debía llevarlo yo mismo, asegurarme de que llegase a salvo.
Luego iría a mi casa, me masturbaría y me tomaría una pastilla para dormir, como tantas
otras noches.

Morena notó mi fastidio cuando ayudé a Octavio a salir del departamento, sonrió con
encanto y me despidió dándome un besito en los labios. Eso me conformó bastante.
Arrastré a Octavio hasta el auto. Había otros beodos deambulando por las calles, pero
ninguno tan perjudicado como él. Lo arrojé en el asiento del acompañante, me subí y
partimos.

Volví a verla dos días después. La llevé a un bar situado en la costa de Martínez; un
sitio oscuro, inspirador, con mesas tipo box para conservar la intimidad, alumbradas con
velitas en copas de vidrio. Era el típico reducto para parejas que deseaban tomarse algo
antes de coger. Todo transcurrió magníficamente. Charlamos y bebimos durante un par
de horas. Luego, fuimos a mi casa.

Mientras nos besábamos fogosamente echados en el sillón, yo preveía un coito lento,


lleno de caricias y amor, acorde a la personalidad de mi compañera. Sin embargo no fue
así; fue salvaje, feroz y macabro.
Morena se convirtió en otra cuando empezamos a hacerlo. Se sacudía tan rápido que
me costaba mucho seguirle el ritmo. Quería estar siempre arriba, dominante,
clavándome las uñas en el pecho, salivando y musitando palabras que parecían
invocaciones demoníacas. Tenía muy en claro lo que hacía: me estrujaba el pene
estrechando sus músculos vaginales, lo exprimía, lo doblaba y lo estiraba con una
sapiencia admirable; sabía cómo mantenerse sobre la delgada línea que separaba el
dolor del placer.
Seguimos cogiendo hasta que nuestros cuerpos no aguantaron más. Ella se desplomó
sobre mi pecho como si acabasen de exorcizarla. Sus cabellos lacios se metieron en mi
boca. Estuvimos un rato jadeando en silencio, esperando que menguaran los latidos
desbocados de nuestros corazones.

A las tres semanas de conocernos me ofreció mudarme a su departamento, y yo


acepté. Así de encandilado estaba. Cualquier propuesta que me hiciese, por más
extravagante que fuera, yo la aceptaba. Todo lo que saliese de su boca divina me
resultaba excitante; si me hubiese dicho de abandonar la empresa y mudarme al campo a
vivir de la siembra, lo hubiese hecho sin chistar. Morena me había embrujado con su
vagina, me había atrapado, podía hacer lo que quisiera conmigo.
No sólo me mudé a vivir con ella, sino también con Florencia, su compañera de piso.
Por suerte Florencia era fea, de lo contrario Morena jamás me hubiese propuesto vivir
con ambas.

En la época en que conocí a Morena yo estaba comenzando un tratamiento


psiquiátrico. Había sufrido algunos episodios de ansiedad y mi ánimo venía cuesta
abajo. No era nada grave, de hecho, era bastante común para la época. El cambio de
milenio había afectado a la población neurótica con toda clase de enfermedades de la
mente: ataques de pánico, fobias, trastornos obsesivos, hipocondría, bipolaridad, etc.
Los antidepresivos que me recetaron fueron mágicos, en un par de semanas dejé de
ser un chico introvertido para convertirme en un desvergonzado. Salía con mis amigos
los viernes por la noche, siempre íbamos a un Pub del Centro; el sitio era bastante
ordinario, algunas mesas de pool, una barra generosa y una pequeña pista de baile que
parecía un tablero de ajedrez gigante. Yo me sentía dichoso en ese lugar; me sentía
Henry Miller en su Trópico de Cáncer, iba y venía entre la gente, seduciendo chicas,
consiguiendo números de teléfonos, chamuyando con una fluidez atípica en mí. Durante
dos meses, al mismo tiempo que mantenía mi relación con Morena, iba a ese sótano
para probar mi arte de seducción.
Mis amigos no podían entender cómo sin tomar una gota de alcohol (lo tenía
prohibido por la medicación) lograba charlar tan fluidamente con las mujeres. Cualquier
cosa que se me ocurriese decir les arrancaba sonrisas incluso a las minas más estoicas.

Pero no todo era satisfacción con aquellas pastillas. El sexo comenzó a interesarme
cada vez menos, mi libido disminuía día a día y me costaba mucho llegar al orgasmo.
La anorgasmia es un efecto colateral de los antidepresivos.

Naturalmente a Morena no le gustó nada mi falta de apetito sexual. Ella necesitaba su


dosis de cada noche, y yo estaba bloqueado, no tenía ganas de coger y no me
preocupaba. Mi pene respondía, sí, pero para lograr acabar necesitaba el doble de
estímulo que antes.

No pasó mucho tiempo hasta que Morena se sintió con la confianza suficiente como
para pedirme que abandonase la medicación y recurriese a otros métodos alternativos
para tratar mi ansiedad: meditación, ejercicio, yoga, etc. Por supuesto me negué, no
quería dejar de sentirme así, la euforia me gustaba, estaba mejorando mi rendimiento en
el trabajo, ganaba casi todas las partidas de ajedrez, había comenzado a escribir. Algo
nuevo palpitaba dentro de mí, algo que había estado velado desde la adolescencia, mi
creatividad aumentaba, mis diálogos eran más interesantes, conquistaba a cualquier
chica que me gustase; con mis ocurrencias hacía reír a todo el mundo, me gustaba estar
entre la gente, dialogar, sociabilizar, ir a fiestas, etc. Lo que antes me resultaba tedioso
ahora me encantaba, y todo gracias a esas pastillitas. Ni loco iba a renunciar a ellas para
probar suerte con otras terapias. Fui terminante con Morena, le dije que no pensaba
abandonar la medicación. Fue entonces cuando ella me sugirió que me hiciese un
electroencefalograma.
—¿Para qué? —le pregunté.
—Es para saber si tu problema de ansiedad es de origen neurológico y necesitás otra
clase de medicación… —replicó. Se notaba que se había informado sobre el tema.
—No necesito ninguna otra medicación…
—Hacelo por mí… no te cuesta nada. Le pedís al doctor una orden para un
encefalograma y listo… Por favor, ¿lo harías por mí?... —me suplicó dándome un dulce
beso.
Terminé accediendo, pero no porque ella me lo pidiese, sino porque me resultaba
curioso; quién sabe, tal vez descubriesen algo interesante en mi cerebro, tal vez yo fuese
un fenómeno y no lo supiera. Después de todo, ¿qué podía perder?... Le pedí la orden al
psiquiatra, quien obviamente lo consideró absurdo, ya que la efectividad que había
tenido la medicación era prueba suficiente de que mi problema no era neurológico. Por
suerte lo convencí para que accediera, le inventé un cuento sobre unas terribles
migrañas que venía teniendo.

Morena me acompañó al laboratorio para asegurarse de que no le mintiese, así de


confiada era. Cuando ingresé en el consultorio, una hermosa doctora, con un aire a
Cameron Díaz, me hizo sentar y comenzó a pegarme electrodos en la cabeza. Era una
sensación fría y pringosa, pero agradable. Afuera, en la sala de espera, de guardia junto
a la puerta, Morena parecía querer escuchar lo que sucedía adentro. Podía vislumbrar su
figura fantasmagórica a través del vidrio esmerilado de la puerta. Por primera vez desde
que salía con ella, sentí escalofríos.
—¿Para qué te envían a hacerte este estudio? —me preguntó la doctora.
—Es una larga historia…
Antes de que la máquina comenzara a decodificar mi cerebro en una larga tira de
papel, Morena se asomó por la puerta.
—¿Puedo presenciar el estudio, doctora? —preguntó la muy descarada.
La doctora, algo apabullada, asintió y le indicó una silla en donde sentarse.
Había algo siniestro en la mirada de Morena. Mientras que su rostro permanecía
sereno, sus ojos entornados revelaban cierta suspicacia.

Morena no me quitó la mirada de encima en los 20 minutos que duró el estudio. No


sonreía, no hacía ningún gesto, ni siquiera parpadeaba, sólo me miraba fijamente, como
si intentara penetrar en mi mente. Las agujas de la máquina trazaban el papel
transcribiendo con afiladas líneas los terribles pensamientos que ella me provocaba.
—¿Qué mirás tanto? —le pregunté furioso.
Pero la doctora me interrumpió.
—Tratá de no hablar durante el estudio, por favor.
Morena esbozó una mueca maligna, luego siguió mirándome, con los ojos cada vez
más inyectados, con sus pupilas cada vez más dilatadas. El resultado del estudio, sin
dudas, se vería afectado por su presencia.

Al finalizar el estudio salí del laboratorio furioso. Morena caminaba detrás de mí,
fumando, en una actitud de lo más petulante. Yo no le dije ni una palabra; me pareció
absurdo pedirle una explicación a semejante payasada. Se subió a mi auto en silencio y
la llevé hasta el departamento. No hablamos en todo el camino. Me extrañó que ella no
intentase darme una explicación justificando toda la fanfarria esotérica que había
montado. Se mantuvo todo el viaje en silencio, mirando fijamente hacia delante.

Cuando llegamos al departamento, se bajó y cerró la puerta suavemente, como con


sarcasmo. Yo seguí camino, esa tarde me tocaba trabajar. Loca de mierda…, pensé.

Por la noche nos reconciliamos con una violenta cogida. Debo admitir que Morena se
esmeró muchísimo para hacerme entrar en calor: me untó el pito con dulce de leche y
me lo mamó durante veinte minutos. Pero ni siquiera eso logró hacerme acabar. Mi
libido estaba bajo cero, en cambio ella no paró de tener un orgasmo tras otro.
Al terminar hablamos de lo sucedido durante el estudio, me dijo, entre otras cosas,
que me había mirado así porque creía que su energía podría influir en los resultados. Su
explicación, increíblemente absurda, me causó pánico. No pude pegar ojo esa noche.

Pasada una semana del bendito estudio, llegué como cada día a la empresa, marqué
mi tarjeta en la entrada y al ingresar algunos conocidos de otros sectores se acercaron a
felicitarme. Yo los miraba estupefacto mientras me estrechaban la mano calurosamente.
Les dí las gracias a todos, pero no me atreví a preguntarles el motivo de la felicitación,
pensé que se trataría de alguna joda. No pasó mucho rato hasta que José, uno de mis
compañeros de oficina, me dijo: «¡Felicidades amigo! ¡Nos enteramos de que te casás!».
Por toda la empresa se corría el rumor de mi boda. Morena se había encargado de
divulgar la noticia en todo el edificio.

No eran muchos los que sabían de mi existencia en la compañía; pero Morena tenía
amigos en todos los sectores, la conocían desde hacía años, era la empleada popular.
Había trabajado en facturación, en atención al cliente, en Bajas, en recepción, etc. No
había un solo sector de la empresa en donde no hubiese dejado su huella.

Esa tarde esperé que Morena terminase su turno. A las 7 salió por la puerta principal
caminando orgullosa, risueña, mientras todos la felicitaban por el gran acontecimiento.
Yo la esperaba estacionado enfrente, clavando las uñas de mis pulgares en el volante,
pensando cómo abordar aquella conversación sin estrangularla.
Al verme estacionado, Morena apuró el paso y subió al auto, no sin antes saludar con
glamour, extendiendo la mano como una estrella de cine a un grupo de compañeras que
le gritaban: «¡felicidades Morena!»...
—¿Así que nos vamos a casar? —le pregunté apenas cerró la puerta del auto.
Ella esbozó una sonrisa.
—Así es, no pude aguantarme de contarlo… ¡estoy muy emocionada, amor!
—Me hubiese gustado saberlo antes que los 1200 empleados de la Compañía.
Morena se ruborizó levemente.
—No sé de qué estás hablando, amor, ya lo habíamos conversado la semana pasada…
pensé que era un hecho.
—¿Un hecho? ¿Y en qué momento hablamos de casarnos?
Ella me miró y entornó los ojos.
—Perdón… el miércoles o jueves pasado, después de hacer el amor, mientras yo te
rascaba la espalda, ¿no dijiste: “me casaría con vos…”, acaso?
—¡Pero fue un decir, nomás! Algo que se dice en un momento cariñoso; y es verdad,
tal vez, algún día me casaría con vos, ¡pero no ahora! —grité, y un transeúnte que
pasaba caminando giró su cabeza hacia el auto.
—¡Ya lo sé, estúpido! ¿Creés que soy idiota acaso? Ya sé que no nos vamos a casar
ahora. Pero algún día sí… yo lo deseo. Y en mi vida los deseos siempre se cumplen…
Yo no podía creer aquella conversación, Morena razonaba con la mentalidad de una
niña de 8 años.
—¡No tiene sentido lo que estás haciendo! ¡Estás demente!...
—¡Sí tiene sentido! —gritó enfurecida— ¿Sabés por qué tiene sentido?, te lo voy a
explicar: tiene sentido porque, si las putitas que te andan revoloteando en la empresa se
enteran que te casás, entonces no van a joder más... Porque yo sé perfectamente que no
sos lo que se dice: un canto a la fidelidad...
No sabía de qué putitas estaba hablando. Ella era la única mujer en toda la compañía
con la que había conversado más de cinco minutos.
—Vos sabés bien que no he tenido relación con ninguna otra chica de la empresa. No
sé quién te habrá metido eso en la cabeza. Y la verdad no me importa... Lo único que
quiero es que mañana aclares las cosas, que les digas a todos que lo del casamiento fue
una confusión.
Por primera vez Morena me miró con aborrecimiento. Su rostro se brotó, tomó un
matiz verdoso; se bajó del auto, cerró la puerta violentamente y caminó rumbo a la
parada del colectivo. En un momento pensé que lo más sano para ambos hubiese sido
acabar con la relación inmediatamente; pero decidí dejar que pase el tiempo. Había algo
que me excitaba de la situación; no lo sé, por primera vez en mi vida me sentía popular
en la empresa, estaba en boca de todos; yo, que había sido un don nadie proveniente de
un sector de fracasados. Necesitaba brillar, darme a conocer, y lo estaba haciendo. Y
Morena, sin quererlo, me estaba otorgando una fama de la que terminaría
arrepintiéndose, ya que ahora varias empleadas sentirían curiosidad por saber quién era
yo.

Esa noche volvimos a reconciliarnos. Tras una cópula bestial en la que rompimos
una pata de la cama, Morena consiguió hacerme acabar. Fue un orgasmo doloroso,
extraordinario, suficientemente efectivo como para que dejase de pensar en dejarla. Al
menos por un tiempo. Afuera, en el living, Florencia y dos amigas comían una pizza y
veían una película. Morena se esmeró por hacerles saber lo bien que la estaba pasando
dentro del cuarto, chilló como si estuviese dando a luz, movió sus caderas
frenéticamente, le dio puñetazos a las paredes al acabar; montó todo un espectáculo sólo
para despertar la envidia de las demás mujeres.

Al día siguiente se encargó de decirles a todos en la compañía que íbamos a postergar


el casamiento hasta que comprásemos un departamento. Fiel a su estilo tapó una
mentira con otra.

Dos días después de cerrado el asunto de la boda, me convenció para que dejase de
usar condones y así poder recuperar algo de la sensibilidad que me quitaban los
antidepresivos. Tenía razón, de esa manera llegaba mucho más fácil al orgasmo.
Naturalmente charlamos sobre el riesgo de embarazo, pero a ella no parecía
preocuparle, me dijo: «No me molestaría tener diez hijos tuyos…». Y me lo dijo de una
manera tan dulce que me hizo creer que valía la pena correr el riesgo. En mi estado
eufórico de ese momento la idea me resultó emocionante. Me imaginé en el futuro,
llevando a mis hijitos a la plaza o a visitar a su madre al manicomio.

De a poco, y sin darme cuenta, me iba contagiando su locura. Durante un mes lo


hicimos sin cuidarnos, a rienda suelta, día y noche.

No habían pasado ni dos meses desde que Morena había corrido la voz sobre nuestro
casamiento, y otra vez, como una pesadilla que se repite, al llegar una mañana a la
empresa, nuevamente algunos empleados se acercaron a felicitarme. Se habían enterado
que iba a ser papá.

Esa tarde discutí nuevamente con Morena dentro del auto.


—¿Así que voy a ser papá y todos lo saben menos yo?
—¡Bueno amor! ¡No pude aguantarme, tenía que compartir la noticia!
—¿Te hiciste un test al menos?
—¡Por Dios! ¡Qué animal sos! ¿Ni siquiera te alegrás?
—Me hubiese alegrado si hubiese sido el primero en saberlo, y no el último... Hasta
el portero del edificio me dijo «¡felicidades papá!»…
—No me hice un test porque no es necesario. Ya sabés que vengo con vómitos desde
hace un par de días y tengo un atraso de una semana…
—¿¡Una semana!? ¿Y eso te hace pensar que estás embarazada? ¿Una semana?...
—Yo me conozco, soy muy regular. —dijo y se encendió un cigarrillo.
—Bueno, pero es mejor que nos aseguremos. Vamos a la farmacia a comprar un test
de embarazo, como hacen las personas normales.
Morena me lanzó una mirada repelente. La aversión chispeaba en sus ojos.
—Sos una bestia, ¿sabías?… ¡te juro que te detesto! ¡No sé qué mierda hago
perdiendo mi tiempo con vos! —abrió la puerta del auto, la cerró violentamente y se fue
a tomar el colectivo. La escena se repetía, igual que la vez anterior.

Esa noche no fui a su departamento. Me quedé en casa, pensando. Pensando en cómo


sería ser padre… padre de un hijo de Morena nada menos, con todo lo que ello
implicaba: arranques de ira, fabulaciones, egocentrismo, lujuria, brujería, etc. ¡Pobre
niño! Tomé una decisión: obligaría a Morena a usar un test de embarazo. Si el resultado
era positivo, intentaría convencerla para que aborte; y si era negativo, rompería con ella
para siempre, me buscaría otro trabajo, cambiaría el número de teléfono y desaparecería
de su mundo. No había nada más que hablar.

A eso de las 3 de la mañana Morena se apareció en mi casa sin avisar. Ella tenía una
copia de las llaves. Me despertó gimoteando, parada a los pies de la cama como un
espectro; llevaba el pelo despeinado y la cara demacrada. Tenía puesta una remera rota
y un jean desgastado en las rodillas. Noté que tenía el test de embarazo en la mano.
—Sé feliz… —dijo, y me arrojó el test sobre las piernas.
Había dado negativo. Pocas veces me sentí tan aliviado en mi vida. Una ráfaga cálida
me recorrió la espalda y el cuello, mis músculos tensos se aflojaron, mi respiración se
apaciguó, el estrés al que había estado sometido se disipó instantáneamente. ¿Quién
sería el genio que inventó el test de embarazo? Quería conocerlo, arrodillarme ante él y
besarle los pies.
Intenté mostrarme acongojado, pero Morena no se lo creyó. Entonces se lo dije:
—No lo tomes a mal, pero creo que esto puede ser una señal para que terminemos la
relación aquí y sigamos con nuestras vidas…
Morena hizo silencio durante unos segundos.
—Estoy de acuerdo... —contestó—. Pero me gustaría que lo hagamos una última vez,
a modo de despedida... Después de todo, lo mejor de nuestra relación fue el sexo, ¿no?...
No sabía qué se traía entre manos ahora.
—Sinceramente, no sé si sea una buena idea… —le dije.
Morena rodeó la cama y se recostó junto a mí. No estaba perfumada, el olor a tabaco
rancio se sentía en todo su cuerpo.
—Dale, una vez más... —dijo con tono cachondo y acto seguido metió su mano
helada dentro de mis calzones.
Accedí; lo primero que hice fue sacar un forro de la mesa de luz y colocármelo frente
a sus ojos, dándole a entender que tampoco pretendía que me lo chupe. Iba a ser un
polvo seco, sin jueguitos previos. Yo iba a hacer todo lo posible para que fuese algo
olvidable. Tenía que hacerla perder la fe, persuadirla de que no teníamos futuro y que ya
ni el sexo podría salvarnos.

Morena se desnudó rápidamente y se montó encima de mí, apretó sus muslos contra
mis caderas como si estuviese preparada para cabalgar sobre un toro mecánico. Empotró
su pelvis contra la mía, me clavó los dedos en las clavículas y empezó a moverse con
furia. La fricción fue tan violenta que me hizo arder con su vello púbico. Intenté
apartarla aferrándola de las costillas, pero ella se resistía, parecía querer deglutirse todo
mi cuerpo con su vagina. Las patas de la cama crujían. «Nunca vas a volver a tener una
concha como esta, hijo de puta…», comentó agitada, «¡cogeme bien! ¿Eso es todo lo
que podés hacer, puto?». Traté de quitármela de encima girando la cintura, pero me
tenía atrapado entre sus poderosos muslos. «¡Basta, enferma!», le grité. «Cogeme ahora,
porque nunca más a vas a tener un polvo así, ¡hijo de puta!», berreaba. La pelvis me
quemaba, también me dolía el glande por la violenta fricción, si seguía moviéndose así
iba a circuncidarme. Necesitaba perder la erección, pero la muy perra, con su vagina
diestra, se encargaba de mantenerlo bien duro. «¿Pensás que vas a encontrar alguien
mejor que yo?, ¡eh!», decía, al mismo tiempo que me escupía en la cara. Hice un último
esfuerzo para sacarla de encima, me aferré con una mano al travesaño de la cama y giré
la cadera con tanta fuerza que terminé lanzándola sobre la mesita de luz, para luego caer
de espaldas en el piso.
Estaba lleno de sangre. De su sangre. Desde los huevos hasta el ombligo. La punta
del condón se había rajado. Morena estaba menstruando y no había tenido la delicadeza
de avisarme.
Se quedó un buen rato echada en el piso al costado de la cama, jadeando y llorando.
Me levanté, fui al baño y me metí bajo la ducha fría. Antes, por las dudas, cerré la
puerta con llave. Me limpié bien las partes, quería asegurarme de que toda la sangre que
tenía era sólo de ella; el frenillo del pito estaba inflamado, pero intacto. Tenía la pelvis
irritada por el roce, me ardía al pasarme el jabón. Estuve un buen rato bajo la ducha,
pensando cómo iba a afrontar la situación iba a hacer al salir del baño.

Cuando salí Morena estaba vestida, parada frente a la puerta del baño, fumando, con
la mirada extraviada. De repente me miró con una imprevista dulzura, creí que iba a
abrazarme, pero no, empezó a darme de puñetazos en la cara, una seguidilla de cinco o
seis trompadas bien fuertes, hasta dejarme medio atontado.
Me hubiese seguido vapuleando si no lograba aferrarle las muñecas para
inmovilizarla. Estaba enrojecida, su llanto era desgarrador, los mocos bajaban a chorros
de su nariz. No sentí rencor por la golpiza que me dio, todo lo contrario, sentí mucha
pena, tanto de ella como de mí.
Sin dejar de sostenerle las muñecas, la senté en el sillón e intenté tranquilizarla, le
ofrecí un rivotril y lo aceptó. Morena se tomó la pastilla y un rato después se calmó. Le
pregunté si quería que la llevase a casa. Ella sabía que estaba todo acabado, que nunca
más volveríamos a estar juntos. Y cada vez que lo recordaba se largaba a llorar
nuevamente. Me pidió perdón varias veces por los golpes que me dio. Le dije que no se
preocupase, que cualquiera hubiese perdido el control en una situación así.

Morena terminó tomándose un taxi. Tras despedirla con un cálido abrazo, sentí un
alivio indescriptible.

Irene Solemberg, alias «Morena», estuvo en la compañía sólo cinco meses más. Y en
ese breve tiempo se encargó de decirles a todas las empleadas que yo era un enfermo,
un drogadicto y un impotente; que había sido la peor experiencia de su vida y que se
mantuvieran lejos de mí. Eso no me preocupó, casi todos sabían que estaba chiflada.
Sabían que había inventado lo del casamiento y lo del embarazo. Y no era la primera
vez que aparecía con el cuento de que estaba embarazada o de que se iba a casar. Al
parecer hubo otras víctimas antes que yo, pero ya no estaban en la empresa, habían
renunciado para escapar de ella.

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