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ROTONDO
PSICÓTICAS
Título: PSICÓTICAS
© 2016, Diego M. Rotondo
Ilustración de portada: Diego M. Rotondo
Revisión de estilo: Estefanía Farias
1ª edición
Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin el previo permiso
de su autor.
Todos los derechos reservados.
“Cuanto más conozco a los hombres, menos los quiero; si pudiese decir otro tanto de
las mujeres me iría mucho mejor…”
Lord Byron
ÍNDICE
LULÚ………………………………..11
NATALIE…………………………...20
LOLA………………………………..31
MILICA……………………………...36
MORENA…………………………....51
LULÚ
Si mal no recuerdo esto sucedió a mediados de 2011. Llevaba dos o tres meses
inscrito en una página de citas llamada HUMBAI. Solía conectarme a toda hora para ver
si había alguna chica interesada en mí. Casi siempre había alguien, aunque la mayoría
de las veces eran adefesios que me provocaban escalofríos.
HUMBAI contaba con miles de usuarios, era un negocio fenomenal, tenía un sistema
que manipulaba tu ego para que gastases dinero. Por ejemplo, si querías ser visto por
cientos de mujeres en un mismo instante, podías enviar un sms dejando que te
descontasen 10 o 20 pesos y así pasar al primer lugar en los resultados de búsqueda.
Probé esa opción varias veces, de hecho, me hice adicto a ella; llegué a gastar hasta 100
pesos diarios en mensajes de texto. Era una sobredosis de autoestima, de un segundo a
otro comenzaban a lloverte piropos, emoticones, corazones, propuestas de sexo, de
matrimonio, etc. Desgraciadamente, el noventa por ciento de las mujeres que intentaban
contactarme durante ese minuto de fama estaban a años luz de lo que yo buscaba.
Lulú tenía 41 años y un notable aire a Meg Ryan: tez blanca, melena rubia ondulada,
ojos celestes y facciones simétricas. Su cuerpo se veía sólido: cola parada, caderas
sinuosas y tetas firmes de donde agarrarse. No era flaca ni gorda, al menos eso era lo
que ella indicaba en su perfil; no obstante, yo sabía que en persona podía ser muy
diferente. Hoy en día cualquier esperpento puede aproximarse a la belleza; hay
innumerables aplicaciones de edición fotográfica para lograrlo; y no hace falta ser un
experto para conseguir buenos resultados; digitalmente se pueden suprimir granos,
verrugas, cicatrices, celulitis, etc. Se pueden agrandar los pechos, la cola, achicar la
nariz, cambiar el color de la piel, de los ojos... Por eso yo no confiaba demasiado en las
fotografías. La verdad se apreciaba en la vida real, sin filtros ni montajes.
Lulú me resultó encantadora; era una mina alegre, en todas sus fotos aparecía con una
sonrisa radiante, y el entorno en el cual se exponía era de lo más natural: almorzando
con amigos, haciendo yoga, tomando Mate en un parque, montando en bicicleta, etc.
Sus ojos brillantes y pícaros siempre parecían estar reteniendo una carcajada; esta
particularidad la noté en muchas de sus fotografías. Y en el chat, cualquier estupidez
que yo escribiera, la hacía descostillar de risa. Eso era suficiente para mí. Lulú reunía
casi todas las condiciones que yo requería de una mujer: no tenía críos, era divertida,
optimista, y se preocupaba por su figura. No era muy brillante, le costaba bastante
captar la ironía, y eso me encantaba.
Luego de esa pavorosa charla estuve varias semanas ignorándola. Había cometido el
fatal error de aceptarla en mi FACEBOOK y ella no paraba de enviarme mensajes
deseando saber cuándo íbamos a vernos. «¡Pero es que yo, Lulú, soy parte de esos
reprimidos que te juzgan!», tenía ganas de escribirle para que me dejase en paz. «Yo
tengo miedo de tu vagina diestra; tengo miedo de lo que puedas hacer de mí en una
cama; tengo miedo de acabar en un hospital con el pene circuncidado... Desde que te leí,
tan dispuesta a gozar sin tapujos, tengo miedo. Y es que a mí me calientan las pacatas,
las que trastabillan a la hora de bajarse las bragas… si son vírgenes mejor.». Eso
pensaba y eso debería haberle dicho para sacármela de encima.
Por supuesto seguí intentando conocer a otras mujeres. Tuve que bloquear a Lulú en
HUMBAI, porque apenas me veía online me enviaba mensajes que sonaban algo
despechados. Y no era para menos, no debía de caerle muy bien encontrarme conectado
buscando mujeres cuando aun no había concretado con ella. Tal vez pensaría que no me
había gustado, y estaba bien que pensara eso, me convenía, necesitaba que se olvidase
de mí.
Pasaron dos meses en los que Lulú no dejó de acosarme. No parecía darse cuenta de
que cuanto ella más insistía, yo más la ignoraba. A lo mejor creía que terminaría
ganándome por cansancio, y en eso la sabiduría femenina nunca falla.
Entré en una mala racha. No lograba conectar con ninguna chica que me gustara. Me
odiaba a mí mismo por ser tan exigente, pero no podía evitarlo, HUMBAI te obligaba a
serlo, porque lo que veías en ese inframundo era espeluznante. Y Lulú seguía al pie del
cañón, esperándome con sus piernas abiertas.
Mi libido iba aumentando conforme pasaba el tiempo, casi sin quererlo me fui
volviendo cada vez más afectuoso con ella. Comencé por contestarle sus mails y no
pasó mucho tiempo hasta que empecé a buscarla para conversar.
Por fin, un día acepté que nos encontrásemos en un bar. Yo sabía que Lulú era un
polvo asegurado, aunque, si era tan promiscua como decía, debía ir preparado. Me llevé
una caja de condones ultraresistentes que tenía reservados por si alguna vez la
desesperación me llevaba a un prostíbulo. Me arreglé de pies a cabeza, me puse
calzones a estrenar y me perfumé todo el cuerpo. Y por supuesto me puse mi chaqueta
de la suerte, una prenda milagrosa que compartía con mi amigo Octavio. Se trataba de
una chaqueta retro, larga hasta las rodillas, entallada, de cuero negro, con mucho estilo.
La había comprado en una Feria. Octavio y yo estábamos convencidos de que traía
buena suerte, porque cada vez que la usábamos en una cita, terminábamos garchando.
Una vez Octavio fue al casino con la chaqueta puesta creyendo que le haría ganar a la
ruleta. Pero perdió todo; así que concluimos en que la suerte que traía la prenda estaba
orientada únicamente hacia el sexo.
Recuerdo que la última vez que me enamoré de una chica y creí que por fin sentaría
cabeza, le vendí la chaqueta a Octavio porque pensé que ya no la necesitaría. Pero las
cosas no fueron bien en esa relación, fue una mierda en realidad; y cuando todo acabó
quise comprarle la chaqueta nuevamente; él no quiso desprenderse de ella y acordamos
compartirla de nuevo.
Como de costumbre llegué media hora antes, así que aproveché para estacionar el
auto sin apuro. El bar donde nos encontraríamos lindaba con una iglesia, enfrente había
una plaza que a esa hora estaba bastante concurrida. Había tortolitos besándose en los
bancos, niños felices correteando entre los juegos, gente paseando a sus perros, etc. Era
un paisaje encantador, pensé en decirle a Lulú que en vez de tomar algo en el bar, nos
echáramos sobre el césped a conversar; estaríamos mucho más distendidos así.
Eran casi las 9 de la noche y hacía frío. Caminé un rato, fumé un par de cigarrillos y
masqué chicle de menta. Me apoyé en un árbol y comencé a tontear con el celular. Me
sentía nervioso, lo cual era extraño, ya que estaba acostumbrado a citarme con
desconocidas. De repente recibo un mensaje de ella: «Ey… ¡ya estoy aquí! ¿Te falta
mucho para llegar…?». No sé por qué me estremecí; miré hacia todas partes para ver si
la encontraba. Había varias mujeres por ahí, pero ninguna se parecía a Meg Ryan. Sólo
una de todas las que pululaban por la calle se hallaba escribiendo en su móvil, estaba
parada de espaldas sobre los escalones de la iglesia. En un principio, por la facha que
llevaba, pensé que se trataba de una indigente que iba a rezar o a pedir comida; tenía un
aspecto apolillado, calzaba unas botas rojas de goma, un horrible pantalón verde
holgado y un saco de lana. Su cabeza era un amasijo de rulos opacos. No, no podía ser
ella, de ninguna manera. Vacilé unos instantes y ante la duda me oculté detrás del árbol.
No, no puede ser ella..., pensé nuevamente. Le envié un mensaje diciéndole que
estaba buscando lugar para estacionar y sucedió lo que temía: la indigente de la iglesia
bajó la mirada para ver la pantalla de su móvil, se volteó y, en efecto, era Lulú. Golpeé
mi frente contra el árbol. Tenía pocos minutos para decidir qué hacer; no podía irme y
dejarla ahí plantada; aunque considerar la huida me provocaba cierto alivio. Encendí
otro cigarrillo y lo consumí en tres minutos. Tomé coraje y caminé hacia ella. Lulú me
vio acercarme y saludó alzando la mano lánguidamente. Yo no lograba ocultar la
aversión de mi rostro; sonreía, intentaba parecer animado, pero se notaba que lo hacía
forzadamente, como si me estuviese cagando encima. Lulú se veía como una versión
postapocalíptica de la mujer que aparecía en sus fotos. Su pelo tenía otro color, su cutis
era seco y áspero, lleno de esos hoyos remanentes del acné. Parecía demacrada, como si
no hubiese dormido; debajo del saco llevaba una camiseta holgada y sucia. Esta versión
de Lulú ni siquiera sonreía. No supe si llevarla al bar o tirarle unas monedas para que se
alimentase.
Lulú se levantó y me dijo que iba al baño. Yo asentí sin interés. Me dediqué a ver un
partido de fútbol que estaban pasando en la televisión del bar. Pensé en tirar unos
billetes sobre la mesa y rajarme. Pero no, aunque Lulú merecía que la dejara plantada,
pedí la cuenta y, como un caballero, esperé a que regresara.
Al volver era otra persona. Vino hacia la mesa dando pasitos rápidos y se sentó
tentada de la risa. De repente estaba viva, su rostro había tomado un matiz saludable y
sus ojos brillaban como en las fotos. No paraba de esnifar y estrujarse la nariz; se notaba
bastante qué había ido a hacer al baño. Tuve ganas de pedirle un poco, pero no, yo no
quería estar bien, yo no quería espabilarme, yo quería volar de ahí rápidamente; todo lo
que sentía hacia ella era repulsión; ningún estimulante podría hacer que la viese con
otros ojos.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?... —preguntó, como si la charla anterior no hubiese
existido.
Por suerte llegó la mesera con la cuenta. Eran 80 pesos. Le di un billete de 100 y lo
demás de propina. La chica me lo agradeció como si le hubiese regalado 20 dólares.
—¡Parece que estás apurado! —dijo.
—Sí, tengo cosas que hacer…
—Yo tenía razón… —murmuró mientras se paraba y se ponía su apestoso saco.
—¿Sobre qué?
—Sobre vos. Sos un histérico...
—Es probable… —contesté, intentando evitar una confrontación innecesaria.
Salimos del bar, no había pasado ni una hora, la noche aun podría salvarse; tal vez
tuviese suerte y encontrase online a una chica normal. Alguna que no fuese una sucia
desquiciada y tuviese ganas de pasar un buen rato. La idea me reconfortó, así que
comencé a apurar el paso. Caminé decidido hacia la avenida sin siquiera despedirme de
Lulú. Ella se quedó parada en la puerta del bar, atónita.
—¿No pensás llevarme a mi casa? —preguntó alzando la voz y llamando la atención
de los transeúntes.
—No. —le respondí.
Comenzó a seguirme.
—¡No me vas a dejar así, me vas a llevar a mi casa! —ordenó—. Es lo menos que
podés hacer después de hacerme pasar esta noche de mierda…
Era inevitable lo que iba a suceder. En toda relación existe un punto de quiebre en
donde es imposible evitar el devenir de la tormenta. Mi única opción en ese momento,
fue escapar.
El auto se hallaba estacionado a sólo dos cuadras, no quería que me viese subir y que
anotase la matrícula, así que corrí lo más rápido que pude, esquivando a la gente, que
me miraba pasmada, como si fuese un arrebatador. Ella también corría detrás de mí,
podía escuchar el sonido de sus suelas de caucho pisando las baldosas, «plaf, plaf, plaf».
Lulú corría muy rápido, imaginé que si lograba alcanzarme iba a pegarme, y si nadie la
frenaba iba a asesinarme. Sí, moriría en manos de una psicótica, frente a cientos de
personas que seguramente la ayudarían a lincharme, porque como yo era el hombre, yo
debería ser el culpable, el que había intentado asaltarla o violarla. Pocos pensarían que
ella estaba demente. Me imaginé la escena proyectada una y otra vez en todos los
canales de noticias. Busqué a algún policía para explicarle la situación, pero no había
ninguno a la vista. Es natural que todas las opciones de supervivencia desaparezcan en
los momentos que preceden una tragedia. Corrí sin parar hasta que, gracias a Dios, logré
perderla de vista.
Al llegar al auto abrí la puerta y subí rápidamente; arranqué, puse reversa y sentí un
golpazo en la luneta. Lulú me había tirado una piedra y había hecho estallar el cristal. A
través de los vidrios agrietados distinguí su figura esmerilada, acercándose, como esos
asesinos de las películas de horror, esos que te atrapan cuando no lográs encender el
auto. Imaginé a Lulú atravesando la luneta con la cabeza, mirándome con sus ojos
enrojecidos, dando mordiscos al aire con la boca echando espuma. Recordé la película
«Cujo», en la que un perro rabioso asediaba a una madre y a su hijo atrapados en un
auto. Lulú era peor que Cujo. Aceleré haciendo crujir los neumáticos. Ella siguió
corriendo detrás del auto durante una cuadra, hasta que se desvaneció en la oscuridad.
Durante unas calles no me atreví a mirar por el espejo retrovisor, tenía miedo de que
apareciera nuevamente persiguiéndome. Noté el cristal agrietado de la luneta y no me
preocupó en absoluto, sentí placer, sentí alivio, como si hubiese tenido todo ese sexo
que creía que iba a tener.
Después de ese fatal encuentro con Lulú necesitaba asegurarme de que la próxima
chica que conociese fuese lo más inocua posible. Así que, durante unos cuantos días, me
encargué de examinar cuidadosamente cada perfil. Cualquier atisbo de locura que
advirtiera en alguna mujer sería suficiente para enviarla a la Lista Negra, una suerte de
basurero virtual donde despachabas a las personas con las que no querrías cruzarte ni de
casualidad. Allí no había forma de que pudieran verte, instantáneamente dejabas de
existir para ellas. Varias veces me pregunté por qué nadie había inventado una Lista
Negra para la vida real. Todo sería mucho más fácil si uno pudiese hacerse invisible
para ciertas personas.
Cuando descubrí a Natalie en los resultados de búsqueda, supe que era la indicada. Su
pose, su gesto, su ropa, todo daba a entender que hacía poco tiempo había desechado la
idea de vivir en un monasterio. Sólo tenía una fotografía en su perfil, aparecía sentada
en un arcaico sillón sosteniendo entre sus brazos un oso de peluche más arcaico aún. La
foto era de baja calidad, tomada con un celular barato, y por el escenario de fondo —
una sala repleta de adornos de porcelana y fotografías color sepia— cualquiera podía
imaginar que había sido tomada en la década del 60. Sin embargo, era una foto reciente.
Natalie tenía esa expresión lánguida que la gente pone para la fotito del DNI. Una
expresión de muerta viviente. Igual, se notaba que era bonita; aunque, por alguna razón,
intentaba lucir lo menos atractiva posible. Tal vez era su estrategia de seducción, muy
diferente a la de otras mujeres del sitio, que colgaban fotografías retocadas en las que
lucían divinas, y cuando las veías en persona querías masacrarlas por estafadoras.
Todo en Natalie me resultaba triste; llevaba puesta una camperita de lana roja llena de
bolitas —de esas que se forman al dormir con la ropa puesta—, y debajo, un suéter café
que apenas dejaba apreciar el relieve circular de sus senos. Su cabello era cobrizo y lo
tenía atado con un rodete ajustado, igual que las bailarinas clásicas. Su gesto lívido de
muñeca antigua me inquietaba un poco; Natalie parecía necesitar una dosis de cariño, y,
naturalmente, un buen polvo. En su descripción personal había escrito: «Simplemente
yo…». Los demás casilleros —en donde debía especificar qué tipo de hombres
prefería— estaban completamente vacíos.
Comparada con la energúmena de Lulú, Natalie era como un soso té de Tilo; justo lo
que necesitaba: una mujer sin sangre. Abrí la ventana de chat y martillé en el teclado:
«Hola…»
Me bastó un breve cruce de palabras para notar que Natalie era más insípida de lo que
yo imaginaba. Su conversación, monótona y monosilábica, me hacía bostezar a cada
rato. Hice algunos chistes para darle ritmo a la charla, pero no había forma de que ella
se explayase, de que mostrara interés. Si dejaba de escribirle no reaccionaba, era una
especie de robot. Pensé que tal vez yo no le gustaba, y cuando se lo pregunté me
respondió: «No es eso… es que no me gusta hablar por acá…». Entonces le ofrecí que
fuésemos a tomar algo y ella aceptó sin manifestar ningún tipo de emoción: «Ok…»
La ceguera libidinosa que me había llevado a citarme con Lulú fue la misma que me
llevó a conocer a Natalie. Necesitaba ponerla, llevaba meses de celibato y mi mente se
estaba llenando de imágenes pornográficas. Octavio, advirtiendo mi desesperación,
pretendía llevarme a un burdel que él frecuentaba religiosamente dos veces al mes, pero
yo no quería caer tan bajo. Tener que pagarle los servicios a una mina a la que yo ni
siquiera le excitaba me deprimía muchísimo. Nunca había estado con una puta. No
comprendía cómo la mayoría de los tipos podían cogerse a mujeres que habían estado
chupando pitos el día entero; me asqueaba de sólo pensarlo. Octavio era diferente, él
podía introducir su pene en la vagina de una cabra si el deseo lo apremiaba. Sólo
necesitaba un par de fricciones para eyacular, su placer era puramente fisiológico,
similar al placer que uno tiene cuando logra mear después de haberse aguantado mucho
tiempo. Yo no era así, necesitaba charlar, observar, escuchar, oler... Todos mis sentidos
estaban involucrados en los momentos precedentes al sexo.
Coger era un asunto complejo para mí, por eso, cada vez que rompía con una pareja,
esa veda que pasaba en soledad hasta volver a conocer a alguien, se convertía en un
purgatorio de masturbación. Para Octavio era más fácil, mientras tuviese para pagarle a
una puta no tenía de qué preocuparse. La soledad, para él, era algo insignificante.
Y otra vez a encontrarme con una desconocida; más desconocida que Lulú aún, ya
que Natalie no me había revelado casi nada de su vida. Sólo sabía que trabajaba de
secretaria en un consultorio odontológico, que vivía con sus abuelos en Boedo y que por
las tardes sacaba a pasear a su perro, un pastor alemán de 16 años que apenas podía
mantenerse en pie. Ella decía que su perrito iba a morir pronto y eso la afligía. Yo
pensaba que ese pobre animal, al lado de Natalie, no iba a morir de viejo, sino de
aburrimiento.
De haber estado satisfecho sexualmente jamás me hubiese encontrado con una mina
así. Natalie tenía menos carisma que una babosa, no había forma de penetrar en ella,
vivía en un letargo macilento. No sé qué demonios pasaba por mi cabeza, no era sólo la
libido ni el sosiego de encontrarme con una mujer inofensiva; era también, el desafío de
romper ese revestimiento, esa costra de hielo que ella tenía. Debía de haber un alma
atrapada en su interior, y yo quería descubrirla.
Nos encontramos en una Shell de Palermo. Como de costumbre llegué una hora antes
y busqué un sitio estratégico para dejar el auto. Y digo «estratégico» porque aún podía
oír el eco de las suelas de Lulú mientras me perseguía. Esta vez estacionaría justo en
una esquina, en donde no tuviese que maniobrar en caso de una posible huida.
Toda esa sensualidad que había notado en Natalie mientras cruzaba la avenida, se
disipó abruptamente cuando la tuve a un brazo de distancia. Su expresión era la misma
de la fotografía. Sus ojos claros no brillaban, eran gemas artificiales, de cotillón.
Nos dimos un beso en la oreja y caminamos en busca de un bar. Estaba muy nerviosa,
se notaba que le incomodaban los zapatos, su ropa parecía no ajustarse a su cuerpo. La
chaqueta roja crujía con cada movimiento y emanaba un fuerte olor a tienda de
shopping, se notaba que la había comprado hacía unas pocas horas.
—¿Adónde se supone que vamos? —preguntó con desconfianza.
—A un bar, hay varios bares por aquí… —respondí—. ¿Estás nerviosa?
—¿Por qué habría de estar nerviosa? —inquirió, sin quitar los ojos de la punta de sus
zapatos.
—No lo sé... no pareces muy relajada.
—No estoy nerviosa porque no va a pasar nada...
—Bueno, yo no pensé que fuera a pasar algo… —respondí.
—Además, estoy con la menstruación... —agregó.
La mirada de Lulú se cruzó por mi mente como el resabio de una pesadilla. Me sentí
aturdido, como si me hubiesen dado un porrazo en la cabeza. Había tomado todos los
recaudos con Natalie, me había asegurado de que no era una demente, de que se trataba
de una simple chica aburrida que buscaba darle un poco de brío a su penumbrosa vida.
Y sin embargo, sus palabras me hicieron temblar, me hicieron creer por un momento
que algo sobrenatural estaba sucediéndome, una cuenta pendiente de una vida anterior,
un mal karma o algo de eso.
—Es interesante que me lo aclares tan pronto… —dije—. Y ya que tocaste el tema,
aprovecho para decirte que yo también estoy indispuesto…
Ella no sonrió, no pareció captar el chiste. Por primera vez desde que nos saludamos
me miró fijamente a los ojos.
—¿Es un chiste?
—¡No! ¡Qué va!... —contesté con sarcasmo.
Sentí una sensación de asco, de resaca biliosa, como el malestar después de una
borrachera. Las tripas me crujieron igual que el cuero de su campera.
—Bueno, no te conozco… —precisó.
—No te preocupes… —murmuré.
Tal vez Natalie era idiota. Y pensarlo, de alguna manera me consoló; podía lidiar con
la idiotez, podía fingir ser idiota yo también; después de todo no pretendía más que un
polvo rápido y luego deshacerme de ella. Caminamos dos cuadras sin dirigirnos la
palabra. Natalie no quitaba la mirada de sus pies. En un momento se percató de que la
estaba observando de reojo.
—¿Por qué mirás tanto? —preguntó paranoica.
Decidí usar mi último cartucho de indulgencia.
—Es que sos más linda que en las fotos… —mentí.
—Vos también… —dijo con las palabras entrecortadas.
Encontramos un bar que estaba al lado de otro bar, que a su vez lindaba con otro y así
sucesivamente, como suele pasar en Palermo. Si hubiese estado de ánimo me habría
costado decidirme por un lugar, todos eran muy pintorescos. Por suerte la desesperanza
no me hizo pensarlo demasiado. Le propuse sentarnos en el que tenía mesas vacías
afuera; era un día espléndido, el aire olía a eucaliptos y los pájaros entonaban su
sinfonía crepuscular. Al menos el paisaje me serviría para atenuar el horror de su
compañía.
Miramos el menú sin interés, encendí un cigarrillo sin preocuparme que le molestase.
De hecho quería molestarla. Natalie se decidió por un triste té verde; yo pedí una jarra
de cerveza de litro y medio.
La que tenía enfrente, sin dudas, era la mujer más tonta y aburrida con la que había
salido, no tomaba alcohol, no fumaba, y posiblemente no cogía desde una vida anterior.
¿Por qué estaba sentado allí, hablando estupideces, intentando hallar algo interesante en
ella? Tal vez sería mi erección latiendo bajo la mesa, que no parecía menguar frente a su
letargo. Por alguna razón inexplicable, la personalidad lívida de Natalie me excitaba, me
provocaba ganas de meter mi cabeza entre sus piernas y hacerla gozar hasta el dolor.
Porque para ella, el placer sería una especie de tortura.
Aquella conversación que mantuvimos en ese bar fue tan monótona que no entiendo
cómo fue que volvimos a vernos dos semanas después.
La segunda cita fue de noche. Tanto ella como yo sabíamos lo que iba a ocurrir. De
hecho, en la charla que precedió al encuentro me aseguré de ello. Incluso le consulté por
las fechas de su menstruación. A ella no pareció incomodarle la pregunta, me respondió
con parsimonia, como si le hubiese preguntado la fecha de su cumpleaños.
Por más que intentaba fastidiarla no lo lograba, y eso me excitaba muchísimo. No iba
a perder más tiempo con ella, iba a ir directo al grano, como un animal que busca
aparearse. Lo único que me preocupaba era que en la cama fuese igual de aburrida. Eso
sí sería algo trágico.
Creo que una de las razones por las que Natalie me calentaba tanto era porque me
permitía humillarla. Sí, podía sojuzgarla sin piedad, nuestras conversaciones por chat se
parecían a una sesión sadomasoquista. Yo la humillaba y ella asentía, sumisa, esperando
el próximo embate. Comprender eso me alarmó, porque yo no era así; de hecho,
despreciaba a los tipos que disfrutaban sometiendo a sus mujeres. Pero con Natalie era
distinto, yo no la veía como a una mujer, sino como a un objeto de descarga, inerte,
imperturbable. Quería herirla, y como no lo lograba me volvía cada vez más ofensivo.
Natalie despertó algo sádico en mí, algo que yo mismo desconocía, algo que
seguramente está latente en todos los hombres y que sólo se manifiesta frente a una
amenaza de muerte. Tal vez, los mismos procesos neuronales que hacen que un hombre
recurra al sadismo, son los mismos que la tediosa parquedad de Natalie puso a funcionar
en mí.
Nunca olvidaré cómo acabó ese encuentro. Tampoco voy a olvidar el instante
milagroso en el que me encontré con ella; parecía otra mujer, brillaba en la noche como
una estrella solitaria.
Al descender del colectivo Natalie caminó hacia mí, resuelta, con la frente en alto; no
había pudor en su forma de moverse, sus tacones resonaban firmes y acompasados
sobre el pavimento. Con su mano izquierda se quitó un mechón de pelo que el viento le
había metido en la boca. Fue un movimiento terriblemente erótico. Llevaba puesta una
minifalda negra, ajustada y cortísima. Calzaba unas botas de gamuza que le cubrían las
rodillas; eso acentuaba la sinuosidad de sus piernas. Tenía un Top bajo el cual se
distinguían los relieves de sus pezones. Pero su lascivo atuendo no superaba la belleza
gótica de su rostro: se había maquillado impíamente, sus labios finos se veían gruesos
por el espeso lápiz labial. Sus ojos verdes, esos que en el encuentro anterior me habían
parecido opacos, descollaban incandescentes a raíz del intenso delineado negro. Natalie
había venido a destruirme, al lado de ella yo daba pena, la gente ni siquiera me veía, era
como si estuviese parado junto a un reflector de alta potencia, de esos que iluminan el
cielo nocturno.
Pero el encanto se evaporó de inmediato, ya que Natalie, aun con su ropa sexy y su
maquillaje sugerente, seguía siendo una idiota. Podía llenarse de color, de perfume, de
sexo, pero su idiosincrasia era la misma.
—¿Qué pasa?... ¿Por qué me miras así? —preguntó a la defensiva.
—Es que estás hermosa… —le respondí con toda honestidad.
—¿Me estás jodiendo, no?
—¡Te lo digo en serio!…
—Si no te gusta me voy, eh…
—Es en serio… estás muy linda...
—Ok…
Una vez que nos metimos dentro del auto tuve una sensación que jamás había tenido
en mi vida, ni siquiera en mis épocas de fervor adolescente, cuando estaba todo el
tiempo caliente. Sentí que me incendiaba por dentro, que la sangre me hervía y quemaba
mis venas; un torrente de libido hacía palpitar mi corazón a 180 latidos por minuto. Me
asusté, creí que iba a tener un infarto. Y lo que me asustó no fue la idea de morir en sí,
sino la de morir al lado de ella. La imaginé a los tropiezos por la calle, tartamudeando,
sin saber cómo pedir ayuda. Imaginé a los paramédicos sintiendo pena de mí al ver lo
idiota que era mi pareja. Y yo, en medio de la agonía, no sabría explicarles la razón que
me había llevado allí esa noche, a encontrarme con la mujer más boba del planeta.
Y a pesar de esas tortuosas imágenes que llenaban mi cabeza, no me pude aguantar
más, me tiré encima de Natalie y recliné hacia atrás su asiento. Ella no se resistió, la
besé hurgando su paladar con mi lengua, le metí una mano entre las piernas, corrí sus
bragas y masajeé su clítoris seco con el dedo. De a poco empezó a mojarse. Abrí sus
piernas lo más que la estrechez de la cabina me permitió, me arrodillé como pude en el
piso y empecé a lamerla. No podía parar, parecía estar chupando el interior de una
naranja, tratando de extraer todo el jugo posible. Natalie comenzó a gemir, me tironeaba
de los pelos y apretaba mi cabeza entre sus muslos. Tenía bastante vello púbico y eso
me calentaba aún más. Varias veces tuve que detenerme para sacarme un pelo de la
lengua, pero continuaba, ferviente y lascivo. Su flujo tibio me hizo pensar en ostras, en
arrecifes de coral, en lugares inhóspitos del fondo del mar. Sus gemidos eran leves,
agónicos, al mismo tiempo que se quejaba me aferraba de las orejas y estrujaba mi cara
contra su vulva. En un momento pareció no soportarlo más, me apartó de entre sus
piernas y nos giramos en el asiento hasta cambiar de lugar. Al fin tomaba las riendas; se
puso de cuclillas y me bajó los pantalones y los calzoncillos, aferró mi pene con una
mano mientras que con la otra se masturbaba. Comenzó a mamarlo furiosamente,
parecía indecisa entre chupar o morder. La posición terriblemente incómoda en la que
nos hallábamos hizo que me rozase el glande con los dientes, chillé, más de miedo que
de dolor. Ella se lo sacó de la boca y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿No te gusta? ¿Qué hice?...
Y no lo preguntó cachonda, conforme al momento, lo hizo irritada, como si mi grito
la hubiese mosqueado. Arrodillada frente a mí, con sus piernas prensadas por la
estrechez del piso, Natalie me exploraba con la mirada intentando encontrar una
desaprobación, o tal vez, una bofetada. Tuvo la capacidad de enfriarse súbitamente y de
arruinar lo que hubiese sido un polvo maravilloso. Su inseguridad, su carencia total de
autoestima, eran más poderosas que sus bajos instintos. Mi erección se aflojó
rápidamente. La empujé hacia un lado, me pasé al asiento del conductor y encendí un
cigarrillo.
—¿Pero qué hice?... —insistió mientras se acomodaba en el asiento.
—Arruinaste todo… —murmuré mientras miraba el reflejo luminoso de mi cigarrillo
en el parabrisas.
—¡Pero vos te quejaste! ¡Pensé que lo estaba haciendo mal!
—Lo estabas haciendo muy bien, sólo fue un roce; no debiste parar así, tan
bruscamente.
Estuvimos en silencio durante un minuto, y de repente:
—Quiero irme a mi casa… —dijo.
—La parada del colectivo está a dos cuadras. —expelí sin compasión.
Iba a ser más cruel de lo que jamás había sido, iba a darle lo que quería, iba a hacerla
sentir una inútil, una estúpida, porque eso era lo que ella quería, era lo que venía
reclamándome desde que nos habíamos conocido.
—¿Así vamos a quedar?... —preguntó parpadeando nerviosamente.
—Sí… ya no hay nada que podamos hacer… —le respondí con sarcasmo.
Natalie se quedó mirando un rato hacia la calle, empezó a comerse las uñas y a
respirar rápido, como si le faltara el aire. Luego giró su cabeza lentamente hacia mí.
—¿Primero me violás y ahora me echás?...
Supuse que no hablaba en serio. Aunque su mirada me hizo dudar.
—¿¡Violarte!? ¿De qué mierda estás hablando?
—¿No me violaste?... ¿Y esto qué es? —se dio un puñetazo en la cara.
—¿Qué te pasa? ¿Te volviste loca?
Se pegó justo en la nariz, la sangre comenzó a brotar. Intenté ponerle un pañuelo
descartable, pero me corrió la mano de un golpe.
—¿No me violaste? ¿Y esto que es?... —se aferró del cuello con ambas manos, como
queriendo asfixiarse. Tuve que sostenerle las muñecas para que dejara de ahorcarse.
—¡Dejame salir del auto, violador!... ¡Policía! —gritó, intentando abrir la puerta.
—¡Natalie, por favor, tranquilizate! —le supliqué.
Tenía que calmarla de alguna manera, estaba teniendo un brote psicótico o algo
parecido. Si llegaba a ir a la policía con todas esas marcas posiblemente le creerían que
la había querido violar.
—¡Soltame Papá! Voy a ir a la policía ahora mismo y te voy a denunciar…
—¿Papá?...
Natalie enmudeció. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se mezclaron con la sangre
que manaba de su nariz. Logró abrir la puerta del auto y salió corriendo. Llegando a la
esquina se le rompió un taco y se cayó al piso, se levantó y siguió corriendo hasta
desaparecer de mi vista. Yo me quedé ahí, petrificado, esperando lo peor. Estuve en el
auto 8 horas, hasta que amaneció y regresé a casa. Nunca volví a saber de ella.
LOLA
A los 15 años besé a una chica de 12. No era que yo fuese un pervertido, es que ella
me había dicho que tenía 13. Y yo le creí, porque aparentaba la edad que decía tener, y
un poco más también. Aun así pagué con sangre las consecuencias de aquel beso.
Por el calor que hacía debía ser enero o febrero, creo que de 1989. Estábamos en
medio de un «Asalto». (En los años 80 llamábamos Asaltos a los bailes que se
realizaban en las casas particulares). Ella se llamaba Lola, era alta, desgarbada y
bastante idiota.
El Asalto se organizó en la casa de los padres de Lola. No había mucha gente, eso
hacía que nosotros estuviésemos más expuestos ante nuestros rivales. Podía olerse la
tirria en el ambiente. Los cuchicheos y las miradas ensañadas comenzaron a hacerse
cada vez más notables. A pesar de que no teníamos miedo, esa noche en particular yo no
andaba con ganas de agarrarme a piñas con nadie. Tal vez porque me había llegado el
rumor de que la anfitriona gustaba de mí y no quería perderme la oportunidad de transar
con ella. Así que junto a mis amigos, Pedro y Edgardo, hicimos un pacto: portarnos bien
y no ceder a provocaciones.
La hora de Los Lentos era la más esperada, sobre todo por los chicos, ya que era la
única oportunidad que teníamos de besuquearnos con alguna chica. El proceso que
llevaba al beso de lengua era simple: debíamos sacarlas a bailar, aferrarlas fuertemente
de la cintura, y en un descuido, en un inocente movimiento de cabezas, aprovechar para
rozar sus labios y acabar metiéndoles la lengua hasta la garganta.
¡Qué maravillosa época! Y aquella música, tan cautivadora, esos temas inolvidables:
“Live to Tell”, “Toy Soldiers”, “Against all odds”, “A day without you”, “Careless
Whisper”, “Still loving you”, “Waiting for a girl like you”, “Hurst to be in love”, “Is this
love”, etc.
Como de costumbre Pedro fue el primero en romper el hielo y sacar a bailar a una
chica. Yo le había advertido que no se atreviese a sacar a Lola, porque sería lo último
que haría. Pedro se río ante mi amenaza, dijo que sólo yo podía tener tan mal gusto, y
tenía razón. Edgardo se quedó en un rincón tomando una Coca, era bastante tímido y
torpe con las chicas, además era muy feo el pobre. Los otros pibes se reunieron en la
cocina, se hablaban al oído y nos miraban de reojo. Estaban organizando nuestro
linchamiento; así que antes de que arruinaran mis planes, me acerqué a Lola y la saqué a
bailar. Lola rió estúpidamente y no tardó en enlazarse a mi cuello como una boa. Mi ego
estaba por las nubes. El beso con Lola sería el dulce tentempié que me daría valor para
pelear.
Que justo yo, integrante del grupo enemigo, estuviese bailando con la anfitriona, hizo
enervar mucho más a los del otro bando, quienes poco a poco comenzaron a dispersarse
estratégicamente por el salón.
Comenzó a girar “Live to Tell”, de Madonna, mi canción favorita para chapar. Apreté
la pelvis de Lola contra la mía y hundí mi nariz entre sus rizos. Lola se había rociado
con una de esas colonias para niñas de aroma a chicle de frutillas. En aquella época yo
no podía pedir mucho más que eso, incluso a pesar de que solía perfumarme con el
“Eau Sauvage” de Dior que le robaba a mi padre. Si había alguien que olía bien en la
fiesta, era yo.
Aparté mi cabeza del hombro de Lola, la miré fijamente a los ojos intentando parecer
romántico, y la besé. Lola movía los labios y la lengua exasperadamente, se notaba que
era la primera vez que daba un beso de lengua; salivaba demasiado. Me llenó de baba
hasta la barbilla, tuve que contener las arcadas para no terminar siendo el hazmerreír de
mis amigos. Pedro en cambio, estaba a pleno, y con una de las chicas más lindas del
Asalto: Marilú, la rubiecita concheta del barrio, la de los padres forrados. Se besaban
fogosamente, como si se conocieran de hacía tiempo; sus cabezas se movían en
sincronía, pausadamente, amasando un beso perfecto. Los envidié profundamente, creo
que hasta deseé que se murieran. Mientras que mi lengua buceaba sin tregua en la baba
de mi pareja, Pedro y Marilú hacían una demostración de cómo se debe dar un buen
beso.
Al terminar la canción me fui con Lola a sentarnos en un sillón, pero sin ninguna
intención de seguir besándola. Sólo pretendía provocar un poco más a nuestros
enemigos. Ella insistió con seguir transando, yo cedí a sus deseos durante un rato, hasta
que sucedió lo que tanto temía: la empujé hacia un lado y vomité copiosamente sobre
sus piernas.
La trifulca sólo duró un par de minutos, hasta que se encendieron todas las luces y
aparecieron los padres de Lola. Les costó bastante despegar a su hija de mi cabeza. Su
padre, un tipo grueso, de 1,85 metros de altura, me agarró del cogote y me levantó
medio metro en el aire: «¡Te voy a reventar, degenerado!», me amenazó, como si se
hubiera dado cuenta de que yo era tres años mayor que su hija. Sus dedos gordos y
fuertes se sentían en mi cuello como tenazas. Por suerte para mí, la única persona
normal en esa caterva de salvajes era la madre de Lola, una treintañera bastante
apetecible que se apiadó de mí y obligó a su marido a que me soltase explicándole que
podría ir a la cárcel por agredir a un menor de edad. Fue un recurso bastante efectivo, ya
que el mastodonte me soltó enseguida y me empujó rumbo a la calle junto a mis dos
aliados.
Mientras nos retirábamos de ahí, entre insultos y escupidas, Lola, aferrada a los
barrotes de la reja, con sus piernas manchadas de vómito, no paraba de putearme por
haberle arruinado la fiesta. Los insultos que salían de la boca de esa niña daban más
miedo que las sangrientas amenazas de los varones.
MILICA
Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.
Napoleón I
HUMBAI era una mierda. Estaba hastiado de esa página. Los resultados de búsqueda
siempre arrojaban la misma escoria: Osita78, la vieja travestida. Pepu1980, la del acné
virulento. Jenny22, la que sólo se sacaba fotos en el baño. Yoli_26, la que decía que
tenía 26 pero parecía de 48. Psicogatuna30, la que rechazaba el sexo y se fotografiaba
en ropa interior, etc. Siempre las mismas hembras virulentas; y lo peor, es que me había
acostado con dos de ellas.
Con la experiencia que había adquirido con Lulú, Natalie y un par que les siguieron,
me volví un experto en el arte de identificar chifladas. Aprendí a percibir el nivel de
trastorno en una mujer con sólo echarle un vistazo a su perfil. Eran pocas las que
estaban cuerdas, la mayoría presumían de sus incoherencias: «Mujeriegos abstenerse,
no soy una chica fácil… «Si sólo quieren sexo pasen de largo, me gustan rubios y con
abdominales marcados…», «No me contacten, no me interesa, tengo novio…», «Odio a
los hombres, no sé por qué estoy aquí, chamuyeros abstenerse, sólo chicos con auto…»,
etc. Vaya manicomio, vaya legión de energúmenas.
Comencé a escudriñar los perfiles de los hombres, quería saber si eran tan patéticos
como los de las mujeres. Era todo igual, las mismas actitudes subnormales, la misma
petulancia barata. Las fotos chorreaban semen rancio. Los hombres sólo querían
enterrar el pepino, pero simulaban estar interesados en el amor: «Quisiera encontrar el
amor de mi vida…», escribía el que aparecía en slip mostrando un bulto claramente
adulterado. «Una chica delgada y tranquila por favor…», solicitaba el que sostenía una
escopeta. «Huecas no, sólo chicas instruidas y románticas», requería el tipo con una
granada tatuada en el pecho. «Quiero una mujer rubia, flaca, bien formada, lindas
piernas, labios gruesos, y que lea…», pretendía el calvo lampiño y peludo que aparecía
tocando la guitarra semidesnudo. Salvo por unos contados perfiles decentes, incluido el
mío, los hombres de HUMBAI eran pervertidos y retardados mentales.
Me quedé tan sorprendido con el saludo que por un buen rato no pude contestar. No
estaba de humor para un chat, había agotado mi cuota de tolerancia diaria, pero Milica
era esa clase de mujer con la que sólo hay una oportunidad, porque sabe que lleva las de
ganar, y si uno no reacciona rápido, lo descarta y va por el próximo.
Imaginé que Milica debería tener páginas y páginas de pretendientes; imaginé que se
tomaría el tiempo para elegir entre los perfiles que más le gustaban. Así que me sentí
afortunado; aunque, dentro de ese catálogo de imbéciles, un tipo como yo era un
diamante flotando en un pantano.
Le contesté el saludo y chateamos durante unos 15 minutos. Luego pasamos al
Messenger. Ése era el nivel 2. Si una mujer te pasaba su MSN significaba que ibas por
buen camino, que le habías gustado lo suficiente como para confiarte su mail. El nivel 3
sería la cita, y el nivel 4, naturalmente, el sexo.
Cuando Carla me dijo a qué se dedicaba creí que me estaba tomando el pelo: «Soy
policía…», escribió. Entonces yo le respondí que era astronauta. «¡En serio, boludo!
Soy policía desde hace 6 años…», rebatió.
Eso me intimidó y cautivó al mismo tiempo. Carla no encajaba con el perfil de una
policía, era demasiado elegante. Las mujeres como Carla eran policías solamente en las
películas. No parecía el tipo de mina que puede agarrarse a tiros con unos delincuentes.
Como no terminé de creerle comencé a hacerle preguntas al respecto, pero fueron
preguntas triviales, casi infantiles:
—¿Estuviste involucrada en algún tiroteo o algo así? ¿Tuviste que dispararle a
alguien? —le pregunté.
Ella dejó de escribir durante unos 20 segundos. Temí haber metido la pata. Después
de todo, a quién le gusta hablar de su trabajo.
—Hablemos de vos mejor… —escribió de repente—. ¿Qué hacés en HUMBAI? No
das con el perfil de los tipos de ese lugar, al menos no con los que tuve la desgracia de
conocer.
El abrupto cambio de tema podía deberse a dos cosas: o estaría harta de que le
pregunten de su trabajo, o, en efecto, me estaba mintiendo. Como no deseaba ponerme
pesado decidí no insistir. Ya tendría tiempo de averiguar si era verdad o no.
—¿A qué te referís exactamente?...
—No sos un grasa… —contestó—. Los hombres de HUMBAI, además de ser unos
pajeros, a toda costa intentan pasar por algo que no son... se describen como metros
sexuales, aparecen siempre posando, mostrando los músculos, hablando de amor,
escribiendo poesía barata, etc. Me dan ganas de vomitar.
Sin dudas era Carla el amor de mi vida.
—Bueno, podría decirte que con las mujeres pasa algo parecido…
—No lo dudo. Pero vos sos distinto. Tu perfil parece honesto. En tu foto no estás
haciéndote el lindo o el interesante, es una foto natural, como si no supieses que te están
fotografiando. Además te describís como una persona normal, sin pretensiones…
En realidad la foto la hice así deliberadamente utilizando el modo autofoto. Me
retraté distraído, mirando una ventana… y lo hice adrede para despertar el interés de
mujeres con apetencias normales. Aunque mucho no me había funcionado.
—Seguramente tengas razón. La fotografía me la sacó un amigo sin que yo me diera
cuenta, y decidí usarla para el perfil...
—Voy a serte honesta, entré a la página después de mucho tiempo sólo por tu foto.
Me enviaron un correo desde la página que decía: “xxxxx te ha enviado un saludo…”.
Siempre recibo mails de esa clase y los elimino sin abrirlos. Pero con vos fue diferente,
no sé… sentí ganas de conocerte. ¡Y no es que me haya cautivado tu hermosura!... —
bromeó—. Fue más bien… intuición.
—Espero que cuando nos veamos puedas seguir diciendo lo mismo. A veces la
intuición engaña, y después, a la hora de encontrarte con esa persona, todo cambia…
—Sí, me ha pasado infinidad de veces…
—Bueno, y hablando de eso, tengo ganas de conocerte en persona…
—¡Claro! ¡Cuando quieras! —escribió.
Cuando vi llegar a Carla quedé obnubilado. Llevaba puesta esa campera de cuero con
cierres de la foto y un Jean ajustado moldeando un culo maravilloso. Debajo de la
campera llevaba una camiseta camuflada que le marcaba los senos, pequeños pero
perfectos. Y de calzado, unos borceguíes negros. Carla tenía un aspecto gótico y salvaje,
caminaba dando largas zancadas; debería medir casi 1,78 m. Su primer comentario tras
saludarme fue: «¡Pensé que eras más alto!»…
Entramos al bar, que estaba atestado de yuppies fanfarrones con el pellejo anaranjado
de tanta cama solar. Tipos ambiciosos, frívolos, pedantes, que se ufanaban de las
mamadas que les hacían a sus jefes a cambio de un ascenso. Al ingresar, naturalmente,
todos clavaron sus ojos en el trasero de mi compañera; tanto hombres como mujeres.
Lejos de sentirme orgulloso, comencé a sudar y a ruborizarme, me molestaba bastante
que la mirasen con esa hambruna.
Encontramos una mesa de milagro, estaba situada cerca de los baños, pero no nos
importó. Una fusión de perfumes franceses, malta y roble pulido llenaban el aire del
lugar.
—Este es el antro de la infidelidad… —indicó Carla investigando a la gente—. Casi
todos están casados o de novios, y vienen aquí para cogerse a alguien. Los after-office
fueron hechos para eso... No es lo mismo tomarse un café un jueves por la tarde a la
salida del trabajo, que salir un sábado a medianoche junto a una manada de amigos
libidinosos. Los jueves no despiertan sospechas. Entre las 19 y las 22 pueden coger a
rienda suelta. Y luego, regresar a casa y acostarse con sus mujeres fingiendo el estrés de
una jornada de trabajo agotadora…
De repente Carla se había puesto seria y sus palabras se volvieron ásperas.
—Bueno... —sonreí—. Después de una tediosa jornada laboral, nada mejor que un…
—¿Un qué? —profirió secamente, clavándome la mirada y frunciendo el entrecejo.
Sentí una contracción en el estómago.
—Me refiero a un trago y una buena charla...
—¡No me mientas! Ibas a decir: «un buen polvo» o algo parecido… —dijo,
señalándome con su dedo inquisidor.
—Bueno, y si así fuera, ¿cuál es el problema? La gente tiene derecho a hacer lo que
se le cante...
—Sí, por supuesto, pero sin cagar a nadie. Estos tipos, estas minas —señalaba con el
dedo en todas direcciones—, vienen aquí a traicionar a sus parejas…
Se quitó la campera y la colgó en el respaldo de la silla; luego suspiró, arqueó sus
cejas y posó su mano sobre la mía.
—Perdoname, no me hagas caso, es que la gente infiel me saca de quicio.
—Ya veo...
Pensé en disparos, persecuciones, torturas, golpes de cachiporra, cadenas, cárceles,
presos…
La mesera se acercó y le pedimos dos Guiness.
—¡Bien frías! —exclamó Carla—. ¡Porque aquí las tomamos frías! —vociferó,
haciendo que los de las mesas contiguas se volteasen a mirarnos.
La mesera quedó patitiesa. Carla no le quitaba los ojos de encima, imaginé que si la
cerveza no llegaba a estar fría desataría una masacre.
—¿Puedo preguntarte cuál es tu rango en la policía? —le pregunté con tono amable.
—No —respondió con una sonrisa cínica—. No te ofendas, pero esta noche no quiero
hablar de mi trabajo. No quiero hablar de rangos, ni de pistolas, ni de chalecos antibalas
ni de nada que tenga que ver con la policía… —se inclinó hacia adelante y me miró—.
La verdad es yo no quería decirte de qué trabajaba. La gente prejuzga, sabés... No te
imaginás lo difícil que es para una policía relacionarse con alguien que no lo es. Los
tipos piensan que una es violenta, marimacho, fascista etc. Por suerte vos no tenés
prejuicios ni miedo.
—¿Y por qué debería tener miedo?...
Carla esbozó una sonrisa cínica pero amigable.
—No sé, tal vez porque sé someter a un tipo que pesa tres veces más que yo…
—Entiendo que tengas habilidades que otras mujeres no tienen —respondí—. De
todas formas, en una lucha cuerpo a cuerpo, probablemente acabaría con vos… —le dije
utilizando el mismo cinismo.
Carla rió estruendosamente y le dio una trompada a la mesa.
—¿Ah sí? ¡No te fíes demasiado, eh! ¡Mirá que soy experta en Jiu Jitsu!
Hizo un movimiento marcial con los brazos que me causó ternura.
En ese instante llegó la mesera con las cervezas. Sin dejar de bromear, Carla tocó
ambas latas.
—¡Bravo! ¡Bien frescas! Te ganaste la propina, nena… —le dijo a la mesera dándole
una palmadita en el brazo. A ella no pareció agradarle el comentario.
—¡Salud! ¡Brindemos por el Jiu Jitsu! —dijo y se empinó la lata.
—¡Salud!
Carla bebió sin parar durante 10 segundos, vació y estrujó la lata de medio litro con
una mano. Sus ojos se humedecieron. ¿Qué clase de bárbara era esta mujer?
—¡Perdiste! —me dijo al notar que yo ni siquiera había bebido la mitad. Luego llamó
a la mesera para pedirle otras dos.
—¡Vaya! ¡La poli está llena de sorpresas! —dije.
Carla se puso seria de repente y me miró a los ojos.
—Creo que sos buen tipo…
—Lo soy…
—Lo que me gusta es que no te lo pasás hablando de vos. Eso es atípico en los chicos
lindos...
El nivel 4 era un hecho.
—Es que no tolero mucho mi propia voz…
Volvimos a reírnos a carcajadas, como si fuésemos viejos compañeros de escuela que
evocan anécdotas chistosas.
—Me siento cómoda con vos…
—¿A pesar de que soy más bajo?...
Fue una buena noche. Tomamos cuatro cervezas cada uno. Charlamos y reímos hasta
cansarnos. Salimos del bar y la acompañé caminando hasta su departamento.
Zigzagueábamos por las calles, me sentía tranquilo al lado de Carla, se manejaba con
total libertad, moviendo los brazos y hablando desaforada, sin importarle un carajo las
miradas de la gente.
Al llegar al hall de entrada del edificio, la aferré de ambas orejas y le di un gran beso.
Ella no se resistió. Estuvimos un buen rato jugando con nuestras lenguas. Su boca era
dulce, sabía a frutas y a cerveza. La agarré fuerte de las nalgas, palpé la perfección y
solidez de ese culo asombroso; tuve una erección, estaba listo, deseé que me invitara a
pasar la noche con ella. Pero no, me dijo que debía madrugar porque entraba en servicio
a las 6. Me besó dulcemente y quedamos en ir a cenar el fin de semana.
—¿Vas a mostrarme tu arma la próxima vez? —le pregunté.
—Por supuesto, pero en mi casa… —dijo y cerró la puerta.
Quedé aturdido, mi erección seguía ahí, palpitante. Me puse a mirar una vidriera
hasta que se me bajara. A pesar de conocer el centro de la ciudad, en ese momento no
supe qué dirección tomar. Olvidé completamente dónde había dejado el auto.
Había poca gente en las calles. Era cerca de medianoche. Muchos ya estarían
cenando, preparándose para madrugar. Pero yo caminaba por las calles reflectantes con
un regocijo que hacía tiempo no tenía. Me tomé el tiempo para mirar los escaparates de
los negocios ya cerrados. Me detuve frente a una joyería y por un instante barajé la idea
de romper el vidrio y esperar a que la policía viniese a arrestarme. Esperaría a que esa
hermosa agente me tirase al piso, pusiese su rodilla en mi espalda y me esposase con
violencia. La imagen de Carla vestida de policía, sometiéndome en el piso, me excitó
muchísimo.
Todos los comensales y los mozos se percataron de nuestra presencia aquella noche.
No paramos de gritar y reírnos como desquiciados. Si el sexo resultaba tan arrebatado
como nuestro diálogo, sería memorable.
Tras una larga sobremesa le dije a Carla que era hora de mostrarme su arma. Ella
contuvo una carcajada y se atragantó, su rostro se puso rojo y empezó a toser sin parar.
Le dije que levantara los brazos, que era una buena técnica. Ella lo hizo, pero no
funcionó. Me puse detrás de ella y le dí unas palmadas en la espalda. Ella se reía y tosía
al mismo tiempo. Unos segundos después se sosegó y tomó un vaso de agua.
La noche estaba encendida, afuera la gente iba y venía en busca de sexo y violencia.
Y nosotros, mirándonos fijamente, conteniendo las risas como adolescentes en su
primera vez, nos preparábamos para coger.
Realmente sentí pánico cuando me sometió en el piso. ¿Qué tal si volvía a hacerlo?
¿Qué tal si estábamos cogiendo y de repente comenzaba a ahorcarme? Barajé todas las
posibilidades. Después de todo, apenas la conocía, ni siquiera estaba seguro de que
fuera policía, no había visto su identificación ni su arma.
Charlamos un rato sobre enfermedades venéreas y criminales nazis. Carla era una
erudita en el tema. Yo estaba resignado. Le seguía el juego. De a rato nos besábamos,
pero no era lo mismo. Eran besos fríos, forzados. Yo sólo quería que le diese sueño para
poder irme a casa. Pero por alguna razón me seguía quedando ahí, escuchándola. Tenía
fe en las causas perdidas, a pesar de saber que, en efecto, eran perdidas... Yo era como
esos hombres que pueden estar horas intentando arrancar un auto sin batería. Desde muy
pequeño había insistido con reparar lo irreparable, al mismo tiempo que lloraba
sosteniendo los pedazos de un juguete roto, mis manos buscaban la manera de
arreglarlo, de soldarlo nuevamente. Aunque fuese imposible.
Carla me había encantado en un principio. Era el tipo de mujer con el que yo siempre
había querido estar. Pero esa noche la imagen que tenía de ella se fue disolviendo, hasta
que llegué a aborrecerla. Y aun así, necesitaba quedarme a su lado e intentar rehacerla,
igual que antes, como la había visto la primera vez.
Fumé dos cigarrillos seguidos, prendiendo uno con los restos del otro. La nicotina era
un buen excitante y funcionaba bien conmigo. Fuimos al cuarto y nos recostamos boca
arriba en la cama. Mi pito seguía muerto. Carla me dio la espalda, contemplé su
delicioso culo un rato, lo acaricié y de a poco la sangre comenzó a fluir. Se puso boca
abajo y elevó las caderas; me coloqué encima de ella, me quité el condón sin que se
diera cuenta y la penetré suavemente.
Carla chillaba y se retorcía conmigo adentro, mis huevos empezaron a arder, pensé en
volcanes, en bombas nucleares, en regimientos nazis, en disparos, en fusilamientos, etc.
Eyaculé enseguida, sentí como si a través de mi uretra brotaran litros de esperma, miles
de millones de seres que podrían llenar miles de campos de concentración. En ese
momento le susurré al oído:
—¡Soy judío, perra!
Carla se despegó de mí espantada. Saltó de la cama y me miró atónita. De repente
estaba temerosa y se cubría las partes con pudor.
—¡Mostrame tu documento! —ordenó.
—¿Vas a jugar a la policía justo ahora?
—No te hagas el idiota, ¡mostrame tu documento! —insistió.
—¡Fue sólo un chiste!
—No me importa, quiero ver tu documento.
—¿Y si lo fuera?, si fuera judío, ¿qué harías?
—Nada… no me caen bien los judíos.
—Si fuese judío estaría circuncidado…
—No necesariamente. Hay muchos que no siguen esa tradición.
—¿Sabés qué?... Creo que sos un ser horrible.
Carla no dijo nada. Me levanté, me puse la ropa y salí disparado rumbo al living.
Si usted quiere saber lo que una mujer dice realmente, mírela, no la escuche.
Oscar Wilde
Hacia mediados del año 2000 todavía quedaba mucha gente que fantaseaba con el fin
del mundo. Mientras que en La Tierra todo transcurría normalmente, sin asteroides
gigantescos, ni tsunamis, ni terremotos, algunas personas se paraban en medio de la
calle a observar el cielo y tratar de advertir los indicios de alguna catástrofe.
Había quienes estaban desilusionados de aquellos que profetizaban la hecatombe para
el cambio de milenio. Muchos se volvieron ateos, otros budistas, y otros, sencillamente,
se transformaron en seres inertes, incapaces de seguir adelante con sus vidas sin un
Apocalipsis al que aferrarse.
Lo mismo sucedió en el año 2012 con las profecías Mayas. Nada ocurrió, pero
muchos aprovecharon para hacer bastante dinero.
Llevaba dos o tres años trabajando en una empresa de seguros. Me gustaba el trabajo;
y me gustaba porque en mi sector nunca había nada para hacer. Por eso mis compañeros
y yo aprovechábamos para jugar partidas de ajedrez que se extendían durante jornadas
enteras. Jamás en la vida supe tanto de ajedrez como en esa época.
Además del ajedrez, uno de nuestros pasatiempos preferidos en la oficina era mirarles
el culo a las empleadas de otros sectores. Siendo el nuestro un sector exclusivamente de
hombres, nuestra necesidad de sexo era superior a la de los sectores mixtos, en donde, al
final del día, siempre había oportunidad de echarse un polvo con una compañera
amigable.
Por un lado todos anhelábamos que nos cambiasen de sector, que nos mandasen a
Atención telefónica, Facturación o Recepción, que eran sitios donde había chicas; pero
por otro lado, no queríamos perder la libertad que teníamos de cobrar un sueldo por
rascarnos las bolas todo el día. Ese era nuestro gran dilema: si queríamos rozarnos con
las hembras de la Compañía debíamos renunciar a ese dulce ocio al que estábamos
acostumbrados.
Sin embargo existía una manera de hacer contacto con las empleadas de la empresa, y
era aprovechando los 15 minutos de descanso que teníamos para fumar y tomar café en
el Fumadero de la empresa. En ese lugar —un zaguán brumoso con una larga mesa y
una máquina de café— casi siempre nos cruzábamos con alguna mina linda que se
reunía con dos o tres compañeros a charlar. Pocas veces estaban solas, y eso hacía que
fuese más complicado abordarlas sin que sus colegas nos mirasen mal.
Fue después de unos tres años de trabajar en la Compañía que tuve la oportunidad de
relacionarme con una empleada. Me encontraba en mi descanso, fumando en soledad,
tratando de resolver mentalmente una jugada de ajedrez que me había dejado en jaque.
De repente aparecieron tres chicas vestidas con el uniforme de atención al cliente.
Estaban eufóricas porque era viernes y pensaban ir a bailar. Una de ellas se me acercó
dando pasitos simpáticos, se paró frente a mí, me apuñaló con su mirada y me pidió que
le convidase un cigarrillo.
—¿Vos sos el amigo de Octavio, no? —me preguntó mientras dejaba que le encienda
el cigarrillo.
Octavio trabajaba en el sector de atención al cliente. Todos lo conocían por sus
payasadas. A diferencia de mí, él no tenía problemas para socializar, aunque lo hacía de
una manera que yo consideraba fastidiosa e irritante.
—El mismo… —le contesté.
—Octavio está muy loco… —comentó.
—Lo sé… —le contesté sin dejar de mirar sus pupilas.
—Vos no sos como él me parece.
—Gracias a Dios no.
Empezamos a reírnos y aproveché para contarle anécdotas de Octavio. Los 15
minutos de descanso se transformaron en 30, 40, 50, y recién después de una hora nos
dimos cuenta del tiempo. Enseguida notamos la química que había entre ambos. Nos
despedimos con la promesa de volver a encontrarnos nuevamente para charlar.
Su apodo era Morena, nos encontramos en el Fumadero por siete días consecutivos,
hasta que tuvo la confianza suficiente como para invitarme a un karaoke que organizaba
con unos amigos en su departamento. Yo detestaba los karaokes. No entendía cómo la
gente se divertía desafinando frente a las denigrantes carcajadas del público. Se trataba
de una práctica sadomasoquista. Pero como a mí lo único que me interesaba era coger
con la anfitriona, asistí a la reunión y participé haciendo gala de mis desastrosas
facultades para el canto.
Morena notó mi fastidio cuando ayudé a Octavio a salir del departamento, sonrió con
encanto y me despidió dándome un besito en los labios. Eso me conformó bastante.
Arrastré a Octavio hasta el auto. Había otros beodos deambulando por las calles, pero
ninguno tan perjudicado como él. Lo arrojé en el asiento del acompañante, me subí y
partimos.
Volví a verla dos días después. La llevé a un bar situado en la costa de Martínez; un
sitio oscuro, inspirador, con mesas tipo box para conservar la intimidad, alumbradas con
velitas en copas de vidrio. Era el típico reducto para parejas que deseaban tomarse algo
antes de coger. Todo transcurrió magníficamente. Charlamos y bebimos durante un par
de horas. Luego, fuimos a mi casa.
Pero no todo era satisfacción con aquellas pastillas. El sexo comenzó a interesarme
cada vez menos, mi libido disminuía día a día y me costaba mucho llegar al orgasmo.
La anorgasmia es un efecto colateral de los antidepresivos.
No pasó mucho tiempo hasta que Morena se sintió con la confianza suficiente como
para pedirme que abandonase la medicación y recurriese a otros métodos alternativos
para tratar mi ansiedad: meditación, ejercicio, yoga, etc. Por supuesto me negué, no
quería dejar de sentirme así, la euforia me gustaba, estaba mejorando mi rendimiento en
el trabajo, ganaba casi todas las partidas de ajedrez, había comenzado a escribir. Algo
nuevo palpitaba dentro de mí, algo que había estado velado desde la adolescencia, mi
creatividad aumentaba, mis diálogos eran más interesantes, conquistaba a cualquier
chica que me gustase; con mis ocurrencias hacía reír a todo el mundo, me gustaba estar
entre la gente, dialogar, sociabilizar, ir a fiestas, etc. Lo que antes me resultaba tedioso
ahora me encantaba, y todo gracias a esas pastillitas. Ni loco iba a renunciar a ellas para
probar suerte con otras terapias. Fui terminante con Morena, le dije que no pensaba
abandonar la medicación. Fue entonces cuando ella me sugirió que me hiciese un
electroencefalograma.
—¿Para qué? —le pregunté.
—Es para saber si tu problema de ansiedad es de origen neurológico y necesitás otra
clase de medicación… —replicó. Se notaba que se había informado sobre el tema.
—No necesito ninguna otra medicación…
—Hacelo por mí… no te cuesta nada. Le pedís al doctor una orden para un
encefalograma y listo… Por favor, ¿lo harías por mí?... —me suplicó dándome un dulce
beso.
Terminé accediendo, pero no porque ella me lo pidiese, sino porque me resultaba
curioso; quién sabe, tal vez descubriesen algo interesante en mi cerebro, tal vez yo fuese
un fenómeno y no lo supiera. Después de todo, ¿qué podía perder?... Le pedí la orden al
psiquiatra, quien obviamente lo consideró absurdo, ya que la efectividad que había
tenido la medicación era prueba suficiente de que mi problema no era neurológico. Por
suerte lo convencí para que accediera, le inventé un cuento sobre unas terribles
migrañas que venía teniendo.
Al finalizar el estudio salí del laboratorio furioso. Morena caminaba detrás de mí,
fumando, en una actitud de lo más petulante. Yo no le dije ni una palabra; me pareció
absurdo pedirle una explicación a semejante payasada. Se subió a mi auto en silencio y
la llevé hasta el departamento. No hablamos en todo el camino. Me extrañó que ella no
intentase darme una explicación justificando toda la fanfarria esotérica que había
montado. Se mantuvo todo el viaje en silencio, mirando fijamente hacia delante.
Por la noche nos reconciliamos con una violenta cogida. Debo admitir que Morena se
esmeró muchísimo para hacerme entrar en calor: me untó el pito con dulce de leche y
me lo mamó durante veinte minutos. Pero ni siquiera eso logró hacerme acabar. Mi
libido estaba bajo cero, en cambio ella no paró de tener un orgasmo tras otro.
Al terminar hablamos de lo sucedido durante el estudio, me dijo, entre otras cosas,
que me había mirado así porque creía que su energía podría influir en los resultados. Su
explicación, increíblemente absurda, me causó pánico. No pude pegar ojo esa noche.
Pasada una semana del bendito estudio, llegué como cada día a la empresa, marqué
mi tarjeta en la entrada y al ingresar algunos conocidos de otros sectores se acercaron a
felicitarme. Yo los miraba estupefacto mientras me estrechaban la mano calurosamente.
Les dí las gracias a todos, pero no me atreví a preguntarles el motivo de la felicitación,
pensé que se trataría de alguna joda. No pasó mucho rato hasta que José, uno de mis
compañeros de oficina, me dijo: «¡Felicidades amigo! ¡Nos enteramos de que te casás!».
Por toda la empresa se corría el rumor de mi boda. Morena se había encargado de
divulgar la noticia en todo el edificio.
No eran muchos los que sabían de mi existencia en la compañía; pero Morena tenía
amigos en todos los sectores, la conocían desde hacía años, era la empleada popular.
Había trabajado en facturación, en atención al cliente, en Bajas, en recepción, etc. No
había un solo sector de la empresa en donde no hubiese dejado su huella.
Esa tarde esperé que Morena terminase su turno. A las 7 salió por la puerta principal
caminando orgullosa, risueña, mientras todos la felicitaban por el gran acontecimiento.
Yo la esperaba estacionado enfrente, clavando las uñas de mis pulgares en el volante,
pensando cómo abordar aquella conversación sin estrangularla.
Al verme estacionado, Morena apuró el paso y subió al auto, no sin antes saludar con
glamour, extendiendo la mano como una estrella de cine a un grupo de compañeras que
le gritaban: «¡felicidades Morena!»...
—¿Así que nos vamos a casar? —le pregunté apenas cerró la puerta del auto.
Ella esbozó una sonrisa.
—Así es, no pude aguantarme de contarlo… ¡estoy muy emocionada, amor!
—Me hubiese gustado saberlo antes que los 1200 empleados de la Compañía.
Morena se ruborizó levemente.
—No sé de qué estás hablando, amor, ya lo habíamos conversado la semana pasada…
pensé que era un hecho.
—¿Un hecho? ¿Y en qué momento hablamos de casarnos?
Ella me miró y entornó los ojos.
—Perdón… el miércoles o jueves pasado, después de hacer el amor, mientras yo te
rascaba la espalda, ¿no dijiste: “me casaría con vos…”, acaso?
—¡Pero fue un decir, nomás! Algo que se dice en un momento cariñoso; y es verdad,
tal vez, algún día me casaría con vos, ¡pero no ahora! —grité, y un transeúnte que
pasaba caminando giró su cabeza hacia el auto.
—¡Ya lo sé, estúpido! ¿Creés que soy idiota acaso? Ya sé que no nos vamos a casar
ahora. Pero algún día sí… yo lo deseo. Y en mi vida los deseos siempre se cumplen…
Yo no podía creer aquella conversación, Morena razonaba con la mentalidad de una
niña de 8 años.
—¡No tiene sentido lo que estás haciendo! ¡Estás demente!...
—¡Sí tiene sentido! —gritó enfurecida— ¿Sabés por qué tiene sentido?, te lo voy a
explicar: tiene sentido porque, si las putitas que te andan revoloteando en la empresa se
enteran que te casás, entonces no van a joder más... Porque yo sé perfectamente que no
sos lo que se dice: un canto a la fidelidad...
No sabía de qué putitas estaba hablando. Ella era la única mujer en toda la compañía
con la que había conversado más de cinco minutos.
—Vos sabés bien que no he tenido relación con ninguna otra chica de la empresa. No
sé quién te habrá metido eso en la cabeza. Y la verdad no me importa... Lo único que
quiero es que mañana aclares las cosas, que les digas a todos que lo del casamiento fue
una confusión.
Por primera vez Morena me miró con aborrecimiento. Su rostro se brotó, tomó un
matiz verdoso; se bajó del auto, cerró la puerta violentamente y caminó rumbo a la
parada del colectivo. En un momento pensé que lo más sano para ambos hubiese sido
acabar con la relación inmediatamente; pero decidí dejar que pase el tiempo. Había algo
que me excitaba de la situación; no lo sé, por primera vez en mi vida me sentía popular
en la empresa, estaba en boca de todos; yo, que había sido un don nadie proveniente de
un sector de fracasados. Necesitaba brillar, darme a conocer, y lo estaba haciendo. Y
Morena, sin quererlo, me estaba otorgando una fama de la que terminaría
arrepintiéndose, ya que ahora varias empleadas sentirían curiosidad por saber quién era
yo.
Esa noche volvimos a reconciliarnos. Tras una cópula bestial en la que rompimos
una pata de la cama, Morena consiguió hacerme acabar. Fue un orgasmo doloroso,
extraordinario, suficientemente efectivo como para que dejase de pensar en dejarla. Al
menos por un tiempo. Afuera, en el living, Florencia y dos amigas comían una pizza y
veían una película. Morena se esmeró por hacerles saber lo bien que la estaba pasando
dentro del cuarto, chilló como si estuviese dando a luz, movió sus caderas
frenéticamente, le dio puñetazos a las paredes al acabar; montó todo un espectáculo sólo
para despertar la envidia de las demás mujeres.
Dos días después de cerrado el asunto de la boda, me convenció para que dejase de
usar condones y así poder recuperar algo de la sensibilidad que me quitaban los
antidepresivos. Tenía razón, de esa manera llegaba mucho más fácil al orgasmo.
Naturalmente charlamos sobre el riesgo de embarazo, pero a ella no parecía
preocuparle, me dijo: «No me molestaría tener diez hijos tuyos…». Y me lo dijo de una
manera tan dulce que me hizo creer que valía la pena correr el riesgo. En mi estado
eufórico de ese momento la idea me resultó emocionante. Me imaginé en el futuro,
llevando a mis hijitos a la plaza o a visitar a su madre al manicomio.
No habían pasado ni dos meses desde que Morena había corrido la voz sobre nuestro
casamiento, y otra vez, como una pesadilla que se repite, al llegar una mañana a la
empresa, nuevamente algunos empleados se acercaron a felicitarme. Se habían enterado
que iba a ser papá.
A eso de las 3 de la mañana Morena se apareció en mi casa sin avisar. Ella tenía una
copia de las llaves. Me despertó gimoteando, parada a los pies de la cama como un
espectro; llevaba el pelo despeinado y la cara demacrada. Tenía puesta una remera rota
y un jean desgastado en las rodillas. Noté que tenía el test de embarazo en la mano.
—Sé feliz… —dijo, y me arrojó el test sobre las piernas.
Había dado negativo. Pocas veces me sentí tan aliviado en mi vida. Una ráfaga cálida
me recorrió la espalda y el cuello, mis músculos tensos se aflojaron, mi respiración se
apaciguó, el estrés al que había estado sometido se disipó instantáneamente. ¿Quién
sería el genio que inventó el test de embarazo? Quería conocerlo, arrodillarme ante él y
besarle los pies.
Intenté mostrarme acongojado, pero Morena no se lo creyó. Entonces se lo dije:
—No lo tomes a mal, pero creo que esto puede ser una señal para que terminemos la
relación aquí y sigamos con nuestras vidas…
Morena hizo silencio durante unos segundos.
—Estoy de acuerdo... —contestó—. Pero me gustaría que lo hagamos una última vez,
a modo de despedida... Después de todo, lo mejor de nuestra relación fue el sexo, ¿no?...
No sabía qué se traía entre manos ahora.
—Sinceramente, no sé si sea una buena idea… —le dije.
Morena rodeó la cama y se recostó junto a mí. No estaba perfumada, el olor a tabaco
rancio se sentía en todo su cuerpo.
—Dale, una vez más... —dijo con tono cachondo y acto seguido metió su mano
helada dentro de mis calzones.
Accedí; lo primero que hice fue sacar un forro de la mesa de luz y colocármelo frente
a sus ojos, dándole a entender que tampoco pretendía que me lo chupe. Iba a ser un
polvo seco, sin jueguitos previos. Yo iba a hacer todo lo posible para que fuese algo
olvidable. Tenía que hacerla perder la fe, persuadirla de que no teníamos futuro y que ya
ni el sexo podría salvarnos.
Morena se desnudó rápidamente y se montó encima de mí, apretó sus muslos contra
mis caderas como si estuviese preparada para cabalgar sobre un toro mecánico. Empotró
su pelvis contra la mía, me clavó los dedos en las clavículas y empezó a moverse con
furia. La fricción fue tan violenta que me hizo arder con su vello púbico. Intenté
apartarla aferrándola de las costillas, pero ella se resistía, parecía querer deglutirse todo
mi cuerpo con su vagina. Las patas de la cama crujían. «Nunca vas a volver a tener una
concha como esta, hijo de puta…», comentó agitada, «¡cogeme bien! ¿Eso es todo lo
que podés hacer, puto?». Traté de quitármela de encima girando la cintura, pero me
tenía atrapado entre sus poderosos muslos. «¡Basta, enferma!», le grité. «Cogeme ahora,
porque nunca más a vas a tener un polvo así, ¡hijo de puta!», berreaba. La pelvis me
quemaba, también me dolía el glande por la violenta fricción, si seguía moviéndose así
iba a circuncidarme. Necesitaba perder la erección, pero la muy perra, con su vagina
diestra, se encargaba de mantenerlo bien duro. «¿Pensás que vas a encontrar alguien
mejor que yo?, ¡eh!», decía, al mismo tiempo que me escupía en la cara. Hice un último
esfuerzo para sacarla de encima, me aferré con una mano al travesaño de la cama y giré
la cadera con tanta fuerza que terminé lanzándola sobre la mesita de luz, para luego caer
de espaldas en el piso.
Estaba lleno de sangre. De su sangre. Desde los huevos hasta el ombligo. La punta
del condón se había rajado. Morena estaba menstruando y no había tenido la delicadeza
de avisarme.
Se quedó un buen rato echada en el piso al costado de la cama, jadeando y llorando.
Me levanté, fui al baño y me metí bajo la ducha fría. Antes, por las dudas, cerré la
puerta con llave. Me limpié bien las partes, quería asegurarme de que toda la sangre que
tenía era sólo de ella; el frenillo del pito estaba inflamado, pero intacto. Tenía la pelvis
irritada por el roce, me ardía al pasarme el jabón. Estuve un buen rato bajo la ducha,
pensando cómo iba a afrontar la situación iba a hacer al salir del baño.
Cuando salí Morena estaba vestida, parada frente a la puerta del baño, fumando, con
la mirada extraviada. De repente me miró con una imprevista dulzura, creí que iba a
abrazarme, pero no, empezó a darme de puñetazos en la cara, una seguidilla de cinco o
seis trompadas bien fuertes, hasta dejarme medio atontado.
Me hubiese seguido vapuleando si no lograba aferrarle las muñecas para
inmovilizarla. Estaba enrojecida, su llanto era desgarrador, los mocos bajaban a chorros
de su nariz. No sentí rencor por la golpiza que me dio, todo lo contrario, sentí mucha
pena, tanto de ella como de mí.
Sin dejar de sostenerle las muñecas, la senté en el sillón e intenté tranquilizarla, le
ofrecí un rivotril y lo aceptó. Morena se tomó la pastilla y un rato después se calmó. Le
pregunté si quería que la llevase a casa. Ella sabía que estaba todo acabado, que nunca
más volveríamos a estar juntos. Y cada vez que lo recordaba se largaba a llorar
nuevamente. Me pidió perdón varias veces por los golpes que me dio. Le dije que no se
preocupase, que cualquiera hubiese perdido el control en una situación así.
Morena terminó tomándose un taxi. Tras despedirla con un cálido abrazo, sentí un
alivio indescriptible.
Irene Solemberg, alias «Morena», estuvo en la compañía sólo cinco meses más. Y en
ese breve tiempo se encargó de decirles a todas las empleadas que yo era un enfermo,
un drogadicto y un impotente; que había sido la peor experiencia de su vida y que se
mantuvieran lejos de mí. Eso no me preocupó, casi todos sabían que estaba chiflada.
Sabían que había inventado lo del casamiento y lo del embarazo. Y no era la primera
vez que aparecía con el cuento de que estaba embarazada o de que se iba a casar. Al
parecer hubo otras víctimas antes que yo, pero ya no estaban en la empresa, habían
renunciado para escapar de ella.