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“Odio a primera vista”

Su mirada era la de una persona adusta, casi nunca sonreía, solo sabia de él

que era “Chilango”. Al parecer, un maestro muy “Duro”; normalmente se

encontraba rodeado de alumnos, quienes seguramente le estarían pidiendo

clemencia (al menos eso me imaginaba). La mirada fija en el horizonte. En

contraposición, había en la facultad un maestro, un hombre de tez clara, lentes,

siempre sonriente, ya entrado en años y con cierto aspecto que le asemejaba a

un sacerdote. Sabía que en quinto semestre no había oportunidad de escapar

de la mirada fulgurante del “Chilango”. Teoría del Estado, o como la solíamos

llamar “Teoría del Enfado”. La otra opción era ese maestro sonriente, pero no

coincidieron mis horarios para poder hacer los cambios. El destino se imponía.

Intempestiva e inexorablemente la puerta se abrió, dando paso a un hombre de

tez morena, con acento del centro del país y esa mirada que denotaba la

evaluación previa y física de los alumnos, como si al vernos pensara “Este no va

a pasar, este tampoco, este menos, este gordito está reprobado desde ahorita,

esta muchacha se va a sacar seis…”.

Se presentó, “Buenas tardes, mi nombre es Nicolás Velarde Almazán y les voy

a impartir la clase de Teoría del Estado”. Reconozco con mucho gusto que me
equivoqué. Aquel hombre a quien mal juzgué por su apariencia resultó, según lo

demostró a lo largo del curso, el mejor maestro que pudimos haber encontrado

en nuestro camino. Su sonrisa, aunque no tan común como la hubiéramos

querido, denotaba una alegría y un amor por la vida que pocos tienen y que

además fue contagiosa, y perdura en mí hasta hoy que escribo estas palabras.

Su ejemplo se transformó en actos para todos los que llegamos a apreciarle, a

quererle, a convivir con el más allá de las aulas. Su cátedra, su trato, fue

testimonio de todo aquello que un docente debe hacer y tener. Su pasión por el

aula lo llevó a dar clases de derecho, aún cuando era jubilado del magisterio,

después incluso de dos ataques al corazón (eso sí, me consta que se tomaba a

diario su aspirina). Salimos de la escuela y él se quedó un poco más, hasta que

finalmente falleció a causa de una desmejorada salud. No fui al funeral, me

enteré después, debido al obituario en un diario local.

Le decíamos “El profe” por su formación normalista, ya que la mayoría de los

catedráticos del derecho prefieren el mote de “Licenciado” (como si ser profesor

de verdad fuera denigrante) y siempre dedicó un espacio para una muy sana

convivencia con sus alumnos, era su forma de expresar que nos quería. Yo

aprendí de él mucho mas que Teoría del Estado, aprendí a dar a cada quien su

lugar y aunque sea un poco de mi atención y de mi afecto, habilidad que

pretendo conservar toda la vida. Como dato curioso quiero agregar que aquel

maestro que parecía sacerdote resulto ser un verdadero “Hijo de María Morales”,

que reprobó a todo aquel que tuviera mas de dos tonos de color en su piel (o
sea a los morenos claros y a los prietos sin remedio) y que su clase se limitó a

ser un retrospectiva de sus viajes por Europa. Seguramente la sonrisa que

derrochaba era precisamente de los recuerdos de aquellos lugares y no de su

amor por la enseñanza o el derecho.

Hoy el profe no está, pero dejó sembrada la semilla de la fraternidad, del amor

por la política, de la concordia, de la convivencia y de la humildad, entre muchas

más. Mi más sincero anhelo es que alguna de ellas haya florecido en sus

alumnos, hoy profesionistas. Si pudiera platicar con él, le diría “Profe, lo

queremos y lo extrañamos mucho" y el me miraría con sus ojos negros, evocaría

una sonrisa y lanzaría su inconfundible carcajada.

Omar Castro García

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