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Soñar es un asunto serio

Jennifer Delgado Suárez


Soñar es un asunto serio

© 2014. Jennifer Delgado Suárez

ISBN: 978-1-291-80475-1
A mis perritas Shira y Haila, porque me abrieron las
puertas a un mundo casi mágico donde todo es mucho
más simple.
Un mundo por descubrir
Aquel fue un día como otro cualquiera. No hubo fuegos
artificiales, ni fanfarrias y ni siquiera alguien tuvo una
premonición que anticipase el pequeño milagro de su
nacimiento. Todo comenzó en un taller de carpintería,
idéntico a otros miles de talleres alrededor del mundo.

Aquel día el maestro carpintero tenía la misión de crear


cien pajarillos, cada uno iría a adornar un reloj de cuco. El
carpintero esculpía alas y picos con extraordinaria rapidez,
esa velocidad que solo se gana con muchos años de
práctica. Todo iba viento en popa y a toda vela hasta que
tomó en sus manos una pieza de madera que se resistía a
cambiar su forma.

Moldear aquel pajarillo le costó bastante trabajo porque


la madera era increíblemente dura. Resopló y maldijo
hasta que terminó de darle la forma deseada. Como el
maestro carpintero era muy detallista y no quería que
nadie dijera que había hecho mal su trabajo, se esforzó
mucho para que aquel indómito trozo de madera
adquiriera una forma perfecta. De tanto esmerarse, creó
un pajarillo muy real, mucho más que los otros 99 que
había hecho durante su jornada de trabajo.

Satisfecho pero ajeno al milagro que había creado, más


preocupado por lo que tendría de cena en la noche que
por la suerte de aquel pajarillo, se lo pasó a la dibujante.

Esta lo distinguió entre el montón de aves que tenía


encima de su mesa y felicitó al maestro carpintero por el
realismo que había logrado. La dibujante se esmeró con
aquel pajarillo tan peculiar y lo pintó con los colores más
bonitos que tenía. Cuando terminó, muy satisfecha de su
trabajo, le dijo – Ahora estás listo para cumplir tu misión
en la vida: dar la hora.

El pajarillo pasó de una mano a otra y tuvo que esperar


varios días hasta que finalmente le dieron su casa. Era un
reloj de cuco tradicional, con una fachada de madera que
pretendía imitar las cabañas de montaña coronada por un
coqueto techo de tejas rojizas. El pajarillo se sintió muy
feliz porque había dejado de pasar de mesa en mesa.
Ahora pertenecía a un sitio donde podría echar raíces, si
bien no entendía muy bien el significado de aquella frase
que le había robado a los humanos. Por primera vez en su
vida experimentaba la sensación de pertenecer a un lugar
y aquello le gustó, más que nada porque le hacía sentirse
seguro.

No obstante, de vez en cuando su felicidad se veía


interrumpida por una duda: ¿qué le habría querido decir
la dibujante al afirmar que había nacido para dar la hora?
El pajarillo no tenía ni la más remota idea de lo que
significaban aquellas palabras pero supuso que en algún
momento lo descubriría. Aún era joven, tenía todo el
mundo por delante y confiaba en sus potencialidades.
Contaba con la bendición de la juventud: podía descubrir
el mundo sin ideas preconcebidas, sin miedos, sin
expectativas… Pero él no lo sabía.

A los pocos días lo sacaron de la fábrica, lo subieron a un


camión y después lo colocaron en el escaparate de una
tienda. Desde una rendija de la puerta de su pequeña
casa, el pajarillo siguió los vaivenes del viaje. Como era
muy joven, todos estos cambios no le provocaron miedo
sino que generaron una gran expectativa. No sabía qué le
deparaba el futuro pero confiaba en que podría cumplir
con la misión para la cual había sido creado: dar la hora.

El pajarillo pasó varios días en el escaparate de la tienda.


Cada cierto tiempo miraba hacia fuera, curioso por saber
qué sucedía más allá de aquel cristal. Así aprendió que el
sol se ponía todos los días más o menos a la misma hora
y que cuando llovía todo a su alrededor adquiría una
dimensión mágica. Había visto que los humanos se
tapaban con unos hongos enormes que llamaban
paraguas. Sin embargo, el pajarillo no entendía esa
costumbre. Si él hubiese estado allá fuera, habría dejado
que la lluvia lo empapase y corriese sobre sus pequeñas
alas. ¡Habría disfrutado de lo lindo! ¡No cabía duda!

En aquel punto pensó que el destino era un poco injusto


a la hora de repartir los dones, eso o era muy cretino, que
para el caso vendría siendo lo mismo. Era una conclusión
a la que una buena parte de la humanidad ya había
llegado desde hacía bastante tiempo e incluso había
acuñado una frase para expresarlo con pocas palabras:
“Dios le da pan a quien no tiene dientes”. Pero el pajarillo
aún no conocía estos refranes porque no estaba muy
imbuido en la cultura humana. Ya los aprendería.

Con el paso del tiempo comenzó a distinguir otros


detalles. Se percató que en la jardinera que estaba justo
delante de su escaparate un pequeño brote se había
convertido en una preciosa margarita. De vez en vez solía
venir una mariposa. El pajarillo sospechaba que los
humanos no podían ver estos detalles porque, de lo
contrario, no andarían siempre con prisa sino que se
detendrían para ver aquel pequeño milagro de la
naturaleza. A veces la magia está donde menos se espera.

Después de mucho reflexionar, y tras comprobar que los


humanos no tenían ningún problema visual que les
impidiese ver las flores y las mariposas, sacó la conclusión
de que los pajarillos de madera tenían necesidades
diferentes. Eso explicaría por qué él se fijaba en la lluvia,
las margaritas y cuanto animal con alas pasase y ellos
siempre miraban hacia los escaparates de las tiendas.
Un buen día, uno de los tantos transeúntes lo señaló. El
pajarillo se sobresaltó cuando sintió que retiraban su
casita del clavo donde había estado colgada y que la
metían dentro de una caja. Escuchó a los humanos
hablando entre ellos.

- Es para un regalo. ¿Crees que le gustará?


- De seguro, es un cucú precioso.

Fue la primera vez que escuchó la palabra “cucú” y


sospechó que se refería a él. Nervioso y expectante, las
horas que pasó dentro de aquella caja oscura le
parecieron infinitas. Hasta que finalmente escuchó el
sonido de un martillo, sacaron su casita de la caja y la
colgaron de nuevo en una pared.
La prueba de fuego

El pajarillo no entendía muy bien qué estaba pasando


pero podía sentir la oleada de excitación que recorría el
aire cual si de algo tangible se tratase. Miró por una
rendija de su puertecilla y vio que lo habían colocado en
un salón muy elegante.

Entonces sintió unas cosquillas en la barriga. Los humanos


subieron las pesas y todo el engranaje que se encontraba
dentro de su casita cobró vida como por arte de magia. El
pajarillo se habría quedado hipnotizado mirando cómo
giraba aquellas ruedas dentadas pero algo lo empujó
hacia delante y, por primera vez en su vida, se atrevió a
asomar su cabecita más allá de la puerta. Lo que vio le
sorprendió: habían muchas miradas fijas en él. Por pura
alegría dijo: “cucú-cucú”, con una voz que ni siquiera
sabía tener. Luego sintió otro tirón hacia atrás y se cerró
bruscamente la puerta.

En aquel punto escuchó una conversación.


- Menos mal que el cucú funciona. Ni siquiera me
dio tiempo a probarlo en la tienda.
- Sí, ha dado la hora pero está un poco ronco – dijo
otra voz.
- Dale tiempo, aún tiene que aclararse la garganta –
dijo un tercero y se escucharon unas risas.

Días atrás el pajarillo había comprendido que los


humanos sonríen cuando están contentos. Por eso
concluyó que quizás los que vivían allí se sentían felices
de tenerlo en casa. Por supuesto, al pajarillo todavía le
faltaba mucho por aprender, como que los humanos
también ríen para mofarse de los otros y que incluso
tienen sonrisas falsas.

Como el pajarillo era muy observador, también notó que


era la segunda vez que usaban la palabra “cucú” para
referirse a él así que probablemente aquel sería su
nombre. A partir de aquel momento, cuando le
preguntaran cómo se llamaba, diría: “Cucú”.

Al pajarillo le resultó lo más normal del mundo adoptar el


nombre que los demás decidieron por él. Ni siquiera se le
ocurrió que tenía la posibilidad de elegir. Justo en aquel
momento había acabado de emprender el viaje hacia las
normas implícitas.

Pero por lo pronto tenía un problema aún más grande: no


entendía qué significaba dar la hora. Al rato, volvió a
sentir el mismo empujón que lo lanzó fuera de su casita.
Cuando salió vio que los humanos alzaban la vista y se
fijaban en él. Para romper un silencio que se le antojó
embarazoso y como no se le ocurrió nada más, cantó
como único sabía hacerlo: “cucú-cucú”.

- Que bien da la hora – dijo uno de los humanos.

Cucú alcanzó a ver por la rendija de la puerta que,


después de que desaparecía, los humanos volvían a
retomar sus actividades. Aquel ritual se repitió durante los
días siguientes y Cucú pudo entender finalmente qué
significaba dar la hora. En práctica, era el encargado de
indicarle a los humanos el paso del tiempo. De esa forma
ellos podrían llegar a tiempo a todos los lugares. Cucú
pensó que su labor era muy importante ya que, gracias a
él, los humanos organizaban cada minuto de su día.
También comprendió que su tarea no solo era importante
sino que acarreaba mucha responsabilidad. Una vez había
cantado muy bajo y los humanos se molestaron porque
habían perdido el tren. En aquel momento Cucú
experimentó el miedo por primera vez. Sintió pavor de no
estar a la altura de su importantísimo trabajo, de
quedarse sin voz y no poder cantar más o incluso de
quedarse dormido y no dar bien la hora.

El miedo no era buen consejero. Cuando se sentía


inseguro y asustado, Cucú no podía concentrarse en su
trabajo y cometía errores. Además, lo peor de todo era
que no disfrutaba como antes de lo que sucedía en el
mundo exterior. Se le escapaban los colores de las
mariposas que iban a visitar las flores de la ventana y
olvidaba disfrutar del olor de la tierra mojada cuando
llovía.

Por suerte, Cucú se percató a tiempo de este problema y


lo cortó por lo sano. No fue necesario acudir a un
psicoanalista, como solían hacer los humanos cada vez
que tenían un problema. Y aquello fue un verdadero
golpe de suerte porque no habría sabido cómo pedirle
ayuda a un terapeuta, ni siquiera tenía claro si atendían a
pajarillos.

Así fueron pasando los días y las semanas, hasta que Cucú
se convirtió en un verdadero profesional dando la hora.
Ya no tenía que esforzarse porque todo ocurría de forma
automática. Ahora podía aprovechar el momento fugaz
en que salía de su casita para disfrutar de toda la magia
que le rodeaba. Le habría gustado hacer amistad con las
flores y las mariposas pero como no podía salir de su
casita tuvo que conformarse con verlas de vez en cuando
y siempre en la distancia.
El inicio del fin

Con los días pasaron los meses y con ellos los años. Poco
a poco Cucú se dio cuenta de que los humanos le hacían
siempre menos caso. Ni siquiera alzaban la vista cuando
cantaba. También se había percatado de que cada vez lo
usaban menos para saber qué hora era.

Escondido en su casita y atisbando detrás de la puerta,


Cucú seguía con atención los movimientos de los
humanos. Así descubrió que un pequeño dispositivo que
llevaban en sus bolsillos o en sus bolsos era el nuevo
encargado de avisarle de las reuniones y las citas
importantes. Cucú no sabía cómo se llamaba aquel
artefacto pero se sintió muy celoso. Si hubiese podido, lo
habría hecho desaparecer de la faz de la tierra. Haría
cualquier cosa con tal de que todo fuera como antes.

Pero Cucú no solo se sentía atenazado por los celos sino


que también pensaba que su trabajo era menos
importante. No podía entender que existiesen otros
relojes pero, sobre todo, no estaba dispuesto a compartir
protagonismo y mucho menos a aceptar que el recién
llegado era mucho más funcional y atractivo que él.
Aceptar que no era imprescindible era una tarea harto
complicada para un simple pajarillo. Eso le sucedía
porque, al igual que los humanos, cada cual se sentía
único, especial e irremplazable.

Cucú pensó que había nacido para dar la hora y que, si


algún día no podía cumplir su cometido, simplemente se
moriría de pena. No sabría qué otra cosa hacer, durante
toda su vida solo había estado expectante, escondido
detrás de la puertecita, esperando a que llegase el
momento justo para salir y cantar “cucú-cucú”.

Había olvidado por completo los días que había pasado


en la fábrica y en la tienda. Fueron momentos felices
durante los cuales aprendió muchas cosas. Sin embargo,
Cucú solía minimizar los recuerdos felices y maximizar los
momentos tristes.

Comenzó a sentir que ya no era importante para nadie, ni


siquiera el perro de la casa levantaba las orejas cuando él
cantaba. También pensó que su talento se estaba
desperdiciando en una familia que no sabía apreciarlo.
Entonces se enojó mucho con los humanos. Hubiera
querido contarles lo desdichado que se sentía pero
sospechaba que, en el improbable caso de que
comprendiesen su idioma, no entenderían realmente la
profundidad de su desgracia.

Sin embargo, aún así, Cucú seguía dando la hora


puntualmente, cumpliendo con la misión que le había
sido encomendada. Hasta que un día los humanos se
olvidaron de darle cuerda y Cucú no pudo salir a dar la
hora. Después de tantos años de trabajo, ya no necesitaba
que lo empujaran fuera de la puerta, él mismo se
aprestaba a salir. Sin embargo, aquel día, por mucho que
picoteó la puerta, no consiguió abrirla.

A Cucú le entró pánico porque no comprendía muy bien


qué estaba pasando. Las situaciones nuevas siempre le
causaban ansiedad. Esperó anhelante frente a la puerta
pero los minutos se convirtieron en horas y la puertecilla
se mantuvo cerrada.
A punto de sufrir un ataque de pánico, escuchó a uno de
los humanos que requería a otro.

- ¿Por qué hoy el cucú no ha cantado hoy?


- Olvidé darle cuerda.

Después de aquel incidente, Cucú se sintió aún más triste.


Los humanos se habían olvidado completamente de él,
hasta tal punto que lo habían dejado prisionero en su
propia casa impidiéndole cumplir con la misión más
importante de su vida.

A partir de ese día Cucú comenzó a cantar más bajo


porque se sentía triste. De vez en cuando incluso olvidaba
salir. Como los humanos no parecían darse cuenta de sus
impuntualidades, Cucú se fue sintiendo siempre más a
gusto dentro de su casa.

Ya no le interesaba saber qué estaba haciendo la familia


ni quería saludar al perro o ver cómo crecía la flor que se
encontraba en la ventana. Todo le daba igual, solo
deseaba estar dentro de su casa, seguro y tranquilo. Se
había creado su zona de confort y habría sido capaz de
permanecer en ella por los siglos de los siglos.

Pero un buen día una voz familiar lo despertó de su suave


modorra.

- ¿No te has dado cuenta de que el cucú está


ronco? Apenas se escucha cuando canta.
- Sí. Además, he notado que a veces no sale o lo
hace con retraso.

Aquellas palabras estremecieron a Cucú porque


significaban que los humanos no lo habían olvidado, que
siempre habían estado atentos a su trabajo. En realidad,
un simple pajarillo no podía saber que los humanos se
acostumbran muy rápido a la rutina y enseguida dan por
supuesto que los otros no necesitan escuchar cuán
significativos son para ellos.

Cucú habría querido salir y cantar como nunca antes lo


había hecho, poniendo todo su corazón. Sin embargo,
sabía que tenía que esperar hasta la hora en punto
porque de lo contrario, la puerta no se abriría. Decidió
armarse de paciencia y esperar a que llegase el momento.
Entonces les demostraría que él también les estimaba.

Cucú se sintió tan contento por la posibilidad de volver a


su vida “normal”, esa que él había abandonado por
decisión propia, que en un primer momento no pudo
comprender el verdadero alcance de las palabras que
escuchó.

– Será mejor que lo quites y lo dejes en el desván. Mañana


compraremos uno más moderno al que no haya que darle
cuerda.

Cucú se asustó mucho. Una vez había escuchado que


llevarían el sofá al desván. Unos días después este había
desaparecido y en su lugar habían colocado uno nuevo.
Su imaginación se desbordó intentando descifrar qué era
exactamente un desván y qué peligros encerraría.

Separaron su casita de la pared, del sitio donde había


estado colgada durante años, la llevaron escaleras arriba y
la tiraron encima de algo suave. La puerta se cerró
dejándolo en penumbras. Por suerte, había caído encima
de algo mullido.

Intentó atisbar por la rendija de su puerta y se percató


que lo que había debajo era el sofá desaparecido. Aquel
descubrimiento fue muy revelador porque al menos le
indicaba que el desván no era un sitio donde llevaban los
objetos de la casa destinados a morir. O al menos eso
pensaba Cucú.

Entonces se dio cuenta de que los muelles de la puerta se


habían roto. Ahora era libre para salir cuando quisiera.
Sacó tímidamente su piquito y miró a su alrededor. Lo
primero que experimentó fue un fortísimo olor a polvo
que le hizo estornudar. Luego, cuando sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad, vio un gran desorden.
Todo se resumía a un amasijo de juguetes rotos y objetos
antiguos, algunos incluso habían compartido con él un
espacio privilegiado en el salón.
Cambio de vida

A Cucú le bastó una ojeada para darse cuenta de que


aquel sitio no le gustaba. No era elegante como el salón
donde siempre había estado sino que más bien parecía
un cementerio de objetos viejos. ¡Pero él no era viejo!
Solo había tenido unas semanas malas. Bueno, para ser
fiel a la verdad, fueron varios meses malos, pero ahora
estaba listo para cantar. ¿Por qué no le daban una
oportunidad?

Un simple pajarillo no podía comprender que cada hora


que no cantó o que lo había hecho con desgano fue una
oportunidad que le habían dado pero que había
desaprovechado. Las oportunidades llegan todos los días
pero no aparecen como un anuncio con letras luminosas
en neón. En la mente de Cucú solo había espacio para un
pensamiento: no se merecía lo que le estaba pasando. ¡La
vida no era justa!

Normalmente los pajarillos de madera no suelen filosofar


mucho sobre los vericuetos de la vida, a menos hasta que
no se meten en un aprieto como aquel. Si Cucú hubiese
usado una parte de su tiempo en reflexionar, en vez de
deprimirse y echarle la culpa a los humanos por todo lo
que le pasaba, se habría percatado mucho antes de que la
vida no es justa, que las cosas malas pueden estar a la
vuelta de la esquina y es precisamente por eso que cada
día es un regalo. Pero aquellas ideas todavía eran
demasiado complejas para el cerebro de un pajarillo cuyo
único objetivo era dar la hora.

Cucú se encerró en su casita. Esta vez era él quien no


quería salir. No deseaba volver a ver aquel cementerio de
trastos llenos de polvo. Se enfurruñó pensando que la
única solución que tendría para salir de allí sería que los
humanos lo rescatasen. Entonces volvería a cantar. Daría
la hora y… ¿quién sabe? quizás hasta otro niño lo volvería
a mirar con ojos de admiración, confundiéndolo con un
pajarillo real, de esos que vuelan. Solo necesitaba otra
oportunidad. Y como no sabía qué otra cosa hacer, se
pasó días y días rezando para que la ansiada ocasión
llegase lo más rápido posible. Había aprendido algunas
oraciones de los humanos y sabía que ellos rezaban
cuando estaban en aprietos.

Lo que Cucú no sabía era que rezar la mayoría de las


veces no sirve de mucho. Se convenció de ello cuando,
después de muchas oraciones, el milagro que tanto
esperaba no se materializó. Pensó que quizás el Dios de
los humanos no era el mismo que el de los pajarillos de
madera y que a lo mejor no conocía las oraciones
adecuadas. Aunque también se le ocurrieron otras ideas
mucho más sombrías, como que Dios andaba demasiado
ocupado o que lo había abandonado por completo a su
suerte.

Esas ideas lo molestaron mucho. Cucú se enfureció y


maldijo a todos los humanos que había encontrado a su
paso. No hizo distinciones entre las manos amorosas del
maestro carpintero que le habían dado la vida y las de
quien lo habían tirado en el desván.

Cucú acumuló dentro de sí mucha rabia y rencor. Poco a


poco se fue convenciendo de que todos los humanos
eran malos y después, en un alarde de generalización,
concluyó que todas las criaturas que habitaban el mundo
eran malas. Él solo era una víctima sobre la cual se había
cebado el destino.

Varias semanas de reflexión le condujeron a descubrir una


verdad aún más dolorosa: le habían hecho daño porque
se había entregado en cuerpo y alma a aquella familia.
Cucú comprendió que solo puede dañar aquello que
resulta especialmente significativo. Por eso el amor y el
dolor se suelen entrelazar en un abrazo tan profundo que
es difícil deslindar el uno del otro. Finalmente, decidió
que, en el improbable caso de que alguien le volviese a
pedir que diera la hora, se limitaría a hacer su trabajo
pero no se involucraría emocionalmente.

Cucú pensó que esta regla podría salvarle, que sería la


clave para evitar que hiriesen sus sentimientos. Por eso la
aplicó indiscriminadamente, incluso a todos los
animalillos que pretendieron entablar amistad con él. De
vez en cuando, se acercaban algunos ratoncitos a su
puerta y tocaban educadamente pero él no respondía. Si
se quedaba dentro de su casita no podrían hacerle daño.
En una ocasión también había tocado a su puerta una
mariposa pero ni siquiera a ella le abrió. En otros tiempos
Cucú habría sido el pajarillo más feliz del mundo.
Muchísimas veces imaginó cómo sería tener una amiga
mariposa que le contase a qué huelen las flores y cómo
era el mundo exterior pero ahora aquellas cosas no le
interesaban.

Cucú todavía no había tenido el tiempo suficiente como


para darse cuenta de que encerrarse en sí mismo le
evitaba heridas futuras pero también le impedía vivir.
Después de todo, amar es como lanzarse al vacío. Nunca
se sabe lo que sucederá pero se tiene la profunda
convicción de que el riesgo vale la pena.

Cucú había perdido las ganas de descubrir el mundo, se


sentía seguro en su casita y se había acostumbrado a su
vida de ermitaño. De vez en cuando, sobre todo en los
momentos que antecedían al sueño, cuando su
consciencia bajaba la guardia, recordaba los momentos
en que ocupaba un lugar importante en el salón y todos
giraban sus cabezas para verlo y oírlo cantar. En su
interior, Cucú añoraba aquellos días de gloria pero no
quería reconocerlo porque, de haberlo hecho, le habría
causado más mal que bien. O al menos eso pensaba.

Algunos días, Cucú planificaba su venganza contra los


humanos. Imaginaba que lograba reunir a un ejército de
pajarillos como él y que todos se ponían de acuerdo para
dar mal la hora y desfasar por completo los horarios de la
humanidad. Claro, se trataba de una venganza con tintes
quiméricos porque en el mundo actual todo se
encontraba digitalizado y las horas de los relojes de cuco
no eran muy atendibles. Pero Cucú no lo sabía y
continuaba fantaseando sobre su desagravio.

Otros días, simplemente se sumía en un profundo letargo.


Sin embargo, las peores jornadas eran aquellas en que se
sentía culpable. La culpabilidad se instauraba en su mente
y le hacía preguntas que lo torturaban: ¿qué habría
pasado si no hubieras sido tan holgazán y hubieras dado
siempre la hora? ¿Dónde estarías ahora si en vez de
pensar que eras único, habrías aceptado a los nuevos
relojes y hubieras colaborado con ellos? En esos días Cucú
sentía que había fracasado en su misión y que había
defraudado a sus creadores. Incluso había acariciado la
idea de la muerte pero no tenía ni idea de cómo se
suicida un pajarillo de madera.
Un encuentro inesperado

Aquel día comenzó como otro cualquiera pero no


terminaría de la misma forma. Cucú sintió cómo
empujaban la puerta y esta cedía. Como sus ojos estaban
acostumbrados a la oscuridad de su casita, la suave luz
que entró lo encegueció durante unos instantes. Solo
vislumbraba una figura grotesca que se apoderaba de su
umbral.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, Cucú vio que el


visitante, tan inesperado como indeseado, era un
pequeño ratoncito. Lo primero que pensó fue que jamás
lo había visto por aquellos lares pero después, en lo más
recóndito de su mente, se disparó una alarma. Se sintió
aterrorizado ante la posibilidad de que aquel animal le
hiciese daño. Quizás había llegado su hora final.
Dispuesto a morir, cerró los ojos y no se movió.

- Hola, ¿por qué finges estar muerto? – le preguntó


el ratoncito.
- Porque así no me comerás y no moriré.
- ¿Y quién te ha dicho que quiero comerte? Los
ratones somos mayormente herbívoros, solo
roemos la madera cuando tenemos un motivo.

Cucú se avergonzó de lo que había dicho. Realmente no


conocía los hábitos alimenticios de los ratones, entre
otras razones porque nunca le habían interesado.
Además, sintió el doble de vergüenza porque se dio
cuenta de que su interlocutor era un ratoncito muy joven.
Lo descubrió porque tenía una voz muy fina. Por eso no
quiso dar su brazo a torcer.

- ¿Y tú que sabes? Eres solo una cría.


- Seré pequeño pero sé muy bien lo que como. Tú
eres un pajarillo de madera.
- Cucú – le rectificó.
- ¿Cómo?
- No soy un pajarillo de madera, mi nombre es
Cucú.
- Ah… ¡Bien! Mi nombre es Txtiz.
Por más que lo intentó, Cucú no pudo pronunciar su
nombre. Pensó que realmente no tenía importancia, de
todas maneras aquel ratoncito inoportuno se iría rápido.

- ¿Quieres ser mi amigo?


- ¿Por qué querría yo ser amigo de un ratoncito?

Txtiz se lo pensó un momento antes de responder. Era


una pregunta seria.

- Podemos jugar juntos.


- Yo no tengo tiempo para jugar, soy muy
importante.
- ¿Y qué haces?

Esta vez fue Cucú quien se vio en aprietos para responder


a la pregunta. Sin embargo, como no le gustaba mentir,
optó por enmascarar la verdad con la secreta esperanza
de que el ratoncito no reparara en la diferencia entre los
tiempos verbales.

- Antes yo daba la hora.


- Sí, ¿pero qué haces ahora? – a veces la ingenuidad
de los pequeños pone en aprietos a los adultos
desvelándole facetas de la realidad en las que
nunca habrían pensado.
- Nada – le respondió Cucú, visiblemente molesto.
- Entonces tienes tiempo para jugar conmigo -. En
ocasiones los críos suelen tener una lógica
aplastante. Además, si algo los caracteriza es su
testarudez, una característica que cuando adorna a
los adultos se llama perseverancia.
- Ya te he dicho que no tengo tiempo. Vete de aquí.

Txtiz le dio la espalda. Se sentía muy triste porque su


“nuevo amigo” no quería jugar con él. Ya pasaría al día
siguiente, a lo mejor estaría de mejor humor.

Cucú pensó que aquel ratoncito era muy impertinente. No


solo había entrado en su casa sin permiso sino que
incluso pretendía ser su amigo. Él no quería amigos y,
sobre todo, no los necesitaba.

Sin embargo, al día siguiente el pequeño ratoncito estaba


de nuevo parapetado delante de su puerta. Esa vez Cucú
no tuvo que esforzar demasiado la vista para descubrir
quién era.

- Te he traído un poco de almizcle. Pensé que te


gustaría.
- ¿Qué voy a hacer yo con el almizcle? – le preguntó
Cucú visiblemente enojado.
- Puedes comértelo – le respondió Txtiz.
- Yo no como almizcle – le cortó secamente.

Txtiz se frotó la cabeza con una de sus cortas patitas e


intentó chasquear los dedos como hacían los humanos
para indicar una idea pero no lo logró.

- ¡Ya lo tengo! Puedes usarlo para decorar tu casa.


- ¿Decorar mi casa? – le preguntó curioso Cucú.
- Sí, los colocas encima de uno de esos engranajes y
es como si tuvieras un jarrón con flores.
- Es una idea estúpida, así corro el riesgo de que
mis engranajes se atasquen. Cuando vengan a
buscarme para que dé la hora de nuevo, no podré
salir a cantar.
A Txtiz se le escapó una mirada de pena y a Cucú no le
pasó desapercibida.

- ¿Por qué me miras así?


- Es que yo he escuchado que quienes entran en el
desván no salen nunca más.
- ¡Qué tontería! ¿Quién te ha dicho eso?
- Mi madre.

Txtiz se dio cuenta de que su respuesta había puesto


taciturno a Cucú y pensó que aquel día tampoco querría
jugar. Se maldijo por no haber controlado su lengua. Sin
embargo, como su madre le había enseñado a respetar
las decisiones de los adultos, decidió que lo mejor sería
irse. Le dejó el almizcle.

Pero Cucú no le prestó mucha atención al regalo del


pequeño ratoncito sino que se quedó pensando en lo que
este había dicho. Él mismo sospechaba que no saldría
nunca más de aquel sucio desván pero que otro ratificase
sus propias sospechas era harina de otro costal.
Lo peor que le podía pasar era que sus esperanzas se
esfumasen. Cucú podía luchar con toda la fuerza de su
piquito y sus pequeñas garras pero sin esperanza, era
como encontrarse en un vasto océano sin saber que
existía la tierra firme. La esperanza es lo que le mantenía
vivo porque, en lo más recóndito de sí, pensaba que
algún día volvería a dar la hora. Odió a aquel ratoncito
por haberle dado la terrible noticia. Y es que Cucú aún no
había aprendido a separar responsabilidades, por eso su
primer impulso siempre era poner la culpa en los otros.

Decidió que no quería ver nunca más a aquel ratoncito de


los mil demonios. Por eso se las ingenió para clausurar su
pequeña puerta. Así la próxima vez que viniese a
importunarlo, no podría entrar y lo dejaría en paz.

Al día siguiente Txtiz llegó y al empujar la puerta se dio


cuenta de que estaba cerrada. Tocó suavemente con una
de sus patitas.

- No quiero verte nunca más – le espetó Cucú.


- ¿Por qué?
Cucú pensó que debía darle una razón de peso, por eso
eligió una de las excusas que en innumerables ocasiones
le había escuchado decir a los humanos.

- Porque dices cosas que me desestabilizan


emocionalmente y me hacen mucho daño.

Txtiz reflexionó durante algunos minutos.

- No sabía que la verdad podía herir. Discúlpame,


no lo diré más.
- No puedes borrar lo que has dicho, por eso las
palabras son tan importantes. Puedes borrar lo
que has escrito e incluso puedes deshacer las
cosas que has hecho pero no puedes eliminar las
palabras una vez que estas han sido escuchadas.

Txtiz pensó que Cucú era muy inteligente pero no


estaba seguro de que aplicara todo lo que sabía a su
propia vida. De otra forma, no viviría allí solo y
esperando una oportunidad que jamás llegaría. En su
opinión, Cucú debía adaptarse a su nueva condición.
Se lo diría cara a cara y después se iría para siempre.
Encontrar otro agujero por donde entrar no fue
complicado. Habían otros tres justo debajo de la
pequeña puerta. Usó uno de ellos para escurrirse.
Cuando Cucú lo vio se llevó un susto de muerte.

- ¿Por dónde has entrado?


- ¡Vamos! ¿No me vas a decir que no sabes que los
ratones somos unos de los animales más
inteligentes del mundo? Por algo amaestramos a
los humanos.
- ¿Cómo es eso? ¿Ustedes pueden adiestrar a los
humanos? – Quizás, después de todo, aquel
ratoncito le sería de utilidad. A lo mejor podía
decirle a los humanos que lo recogieran y lo
volviesen a colocar en el salón.
- Bueno, la clave está en dejarles creer que son ellos
los que nos dominan. Entonces, según sea el caso,
pisamos una palanca, hallamos la salida en un
laberinto o corremos sobre una rueda. Eso es
suficiente para que los humanos nos den comida -
. Obviamente, Txtiz se refería a los ratones de
laboratorio.
- ¿Entonces no puedes decirles a los humanos qué
hacer?
- ¿Y eso para qué nos serviría? Nosotros nos
concentramos solo en alcanzar las cosas que
verdaderamente necesitamos.

Txtiz estaba a punto de decirle a Cucú que la clave para


sobrevivir en el mundo animal radicaba en adaptarse a las
nuevas circunstancias y que él creía que esa regla también
se podía aplicar a los pajarillos de madera pero en ese
momento escuchó que su madre lo llamaba para la cena.
Decidió que aquel no era uno de esos temas que se
sueltan para después salir corriendo así que sería mejor
decírselo otro día. Se disculpó con Cucú y apuró el paso
para que su madre no lo regañase.

Por su parte, Cucú pensó que el sueño había sido bonito


mientras duró. Reflexionó sobre lo que sabía de los
roedores. Por lo visto su vida era bastante fácil porque no
solo se limitaban a concentrar sus esfuerzos en las cosas
que realmente necesitaban sino que tampoco aspiraban a
lograr mucho más. Quizás tener demasiadas expectativas
podía ser un problema. Nunca lo había visto desde
aquella perspectiva pero a lo mejor se había complicado
demasiado la vida a fuerza de convivir con los humanos.
Quizás el secreto para ser feliz radicaba en aceptar cada
una de las fases y los dones de la vida, sin mirar
descontentos y ansiosos hacia el pasado. Quizás era cierto
eso de que no es más rico quien más tiene sino quien
menos necesita. Justo en aquel instante Cucú se dio
cuenta de que se estaba aficionando a su nuevo amigo.
Sonrió.
Una profunda amistad

Lo primero que hizo Cucú al despertarse fue abrir la


puertecita de su casa. Así su amigo no tendría que buscar
recovecos para escurrirse. A las cinco en punto llegó Txtiz.
Cucú lanzó un suspiro de alivio. Por la noche le asaltó la
idea de que se había comportado muy mal con aquel
pequeño ratoncito y que realmente este no tenía más
motivos para volver. Y es que una vez que comenzamos a
valorar algo, inmediatamente nos atenaza el miedo a
perderlo.

Por eso, esta vez fue Cucú quien inició la conversación.


Quería saber más sobre la vida que llevaban los ratones.
En un primer momento les había temido. Los humanos
gritaban cuando veían uno y él también se aterrorizó.
Pensó que se trataba de unos animales salvajes y sin
corazón que destruían todo a su paso pero descubrió que
aquella idea no era sino un estereotipo.

- ¿Cuál es tu objetivo en la vida?

Txtiz se quedó muy sorprendido con aquella pregunta.


- No entiendo – le dijo.
- Todo el mundo tiene un objetivo en la vida. El mío
es dar la hora. El de un pintor es crear buenos
cuadros... ¿Cuál es tu objetivo?
- Pues supongo que mi objetivo es vivir.
- ¡Eso no es un objetivo! ¡Qué chorrada!
- Pues yo creo que sí y, además, es el más
importante de todos -. Su mamá siempre le decía
que no contradijese a los adultos pero a veces era
inevitable, sobre todo cuando estos pensaban que
su visión del mundo era la única válida y certera.
Por eso se sintió obligado a explicar su exabrupto.
– Si no estás vivo y feliz, ¿cómo puedes lograr tus
otros objetivos?

Cucú pensó que quizás el pequeño ratoncito no andaba


del todo desacertado pero no lo quiso reconocer.

- ¿Y cómo se aprende a ser feliz?


- Dejando que la vida te indique el camino.
Nosotros nos dejamos llevar por nuestro instinto.
Corremos cuando tenemos que correr y seguimos
un olor cuando creemos que nos llevará a la
comida. Las pistas están ahí fuera, solo hace falta
aprender a descifrarlas. Yo estoy aprendiendo. Mi
madre siempre me dice que el problema es que a
veces algunos corren tan rápido que su propia
velocidad les confunde y eso les impide ver las
pistas. Hay que ir sin demasiada prisa para poder
disfrutar del camino pero también para prever los
peligros y poder esquivarlos a tiempo.

Cucú pensó que su amigo era todo un filósofo pero que


aquellas ideas no le servirían de nada a él. Sin embargo,
no se lo dijo por temor a herir su sensibilidad.

- ¿Quieres jugar? – preguntó Txtiz.

Cucú pensó que podía concederle algunos minutos a su


nuevo amigo.

- ¿A qué quieres jugar?


- Al escondite.
- Yo no puedo salir de mi casita.
Solo entonces Txtiz se dio cuenta de que Cucú estaba
atado por una de sus patitas. Aquello lo entristeció
mucho.

- Entonces, ¿nunca has salido de tu casa?


- No – a Cucú aquello le parecía lo más normal del
mundo. Después de todo, no necesitaba salir de su
casa para llevar a cabo la misión más importante
de su vida.

Txtiz pensó unos minutos y después se puso muy serio.

- Yo te voy a enseñar el mundo -. Y se fue corriendo.

Cucú se quedó pensando en las cosas que había dicho su


nuevo amigo. ¿Cómo sería su vida si hubiese tenido otro
objetivo? Por ejemplo, si las manos del maestro
carpintero no lo hubiesen colocado dentro de un reloj
sino en un juguete para niños o en un adorno para el
salón. Todavía Cucú no había vivido lo suficiente como
para saber que se podían tener varios objetivos en la vida
y que, realmente era mucho mejor así. Tener un solo
objetivo es muy peligroso porque, si no se alcanza,
normalmente se cae en la depresión más profunda. Se
desarrolla una espiral de desesperanza de la cual es muy
difícil salir. Al contrario, si se tienen varios objetivos,
existen muchas razones por las cuales luchar y ser feliz.

Cucú también pensó que le habría gustado poder


predecir su destino y que incluso le habría apetecido
desempeñar un rol más activo en el mismo. ¿Cómo habría
actuado si hubiera podido preveer que lo iban a enviar al
desván? ¿Se habría empeñado aún más en su trabajo o lo
habría abandonado con mayor rapidez? ¿Le habría
servido como aliciente o lo habría sumido en un estado
de indiferencia? No encontró respuestas para sus
preguntas, de haberlo hecho habría resuelto una de las
cuestiones que desde hace siglos preocupa a la
humanidad.

Sin embargo, Cucú se dio cuenta que a veces lo


importante no es encontrar respuestas sino tan solo
plantearse las preguntas. A veces la pregunta adecuada
puede abrir una nueva perspectiva del mundo.
Al otro día, Txtiz llegó con un cartapacio. Caminaba con
dificultad porque tenía que arrastrar papeles que eran
más grandes que él mismo.

- Mira lo que te he traído.

Cucú miró uno de aquellos papeles y se percató de que se


parecía mucho a lo que veía a través de la ventana, desde
su antigua posición de honor en el salón.

- ¿Qué es eso?
- Son fotografías. Cuando los humanos viajan por el
mundo, toman fotos para no olvidar donde
estuvieron. Así tú también podrás viajar.
- ¿Cómo se puede viajar estando dentro de su
propia casa? ¡Eso es un despropósito!
- Hay muchas maneras de viajar. Los humanos más
pobres tampoco pueden viajar mucho. Ellos tienen
una gran caja en el centro de su salón donde ven
las imágenes de los diferentes países pero esa no
te la puedo traer porque es demasiado pesada -.
El ratoncito se refería a la televisión pero no
conocía su nombre.
- Mira, aquí hay una buena foto. Es el Coliseo
Romano. Es el emblema de una de las
civilizaciones más grandes que existió en el
mundo -. Txtiz sabía mucho porque de vez en
cuando solía ojear la enorme enciclopedia que los
humanos habían dejado abandonada en el desván.
Al principio le costó entender su idioma pero
como era muy listo, aprendió rápidamente y ahora
lo comprendía casi todo.
- ¿Y qué pasó? – quiso saber Cucú.
- Bueno, el imperio se derrumbó por la codicia –. En
realidad aquello no lo había leído en ningún lugar
pero los ratoncitos eran muy dados a resumir las
cosas.
- ¿Qué es la codicia? – preguntó Cucú que nunca
había escuchado aquella palabra.
- La codicia es cuando quieres más de lo que tienes.
Los emperadores estaban enfermos de codicia y
por eso no se daban cuenta de que su pueblo
moría de hambre mientras ellos tiraban a manos
llenas el dinero.
- ¡Ah! Pues debieron ser muy tontos.
- No te creas, es algo que se repite a lo largo de
toda la historia de la humanidad. Fue lo mismo
que le pasó a los reyes que vivían aquí –. Txtiz le
mostró el Palacio de Versalles.

Cucú pensó que era un asunto muy difícil de entender


para un pequeño pajarillo como él. Mejor se centraba en
la belleza de aquellas fotos.

- Mira, este es el Taj Mahal. Lo hizo un emperador


cuando su esposa favorita murió. Para demostrarle
cuánto la quería.
- Pero ella no lo sabría, ya estaba muerta –. A Cucú
le costaba bastante trabajo entender las cosas que
hacían los humanos. – Si yo hubiese sido él, le
habría dicho todos los días cuánto la amaba y
habría intentado pasar la mayor cantidad de
tiempo posible con ella. ¿No?
- Los humanos no valoran las cosas que tienen
hasta que no las pierden – dijo Txtiz poniendo
cara de profeta.

No hablaron más y se dedicaron a ver las fotos. En pocas


horas, Cucú paseó por todo el mundo, desde París hasta
Egipto, y apreció los grandes monumentos que había
construido el hombre.

- Mañana te traeré las fotos más lindas. Las he


dejado para el final – le dijo Txtiz y salió corriendo
porque de seguro su madre ya le estaría
esperando para la cena.

Cucú se quedó solo pensando que el mundo debería ser


enorme y muy bello.

Al día siguiente, vio aparecer a su amigo. Una vez más,


acarreaba un gran peso y Cucú habría querido ayudarle
pero como no podía salir de su casita, se limitó a
esperarlo pacientemente.
Las primeras fotos que Txtiz le enseñó fueron de los
Alpes. Como era un ratoncito muy listo y quería que su
amigo viajase de verdad, organizó las fotos de forma
secuencial, iniciando por los valles y subiendo poco a
poco las montañas. Cucú se quedó extasiado ante la
intensidad de aquel verde, la placidez que transmitían las
vacas que pastaban libremente, las mariposas de vivos
colores que revoloteaban sobre las margaritas, los
orgullosos abetos que poblaban el camino y la belleza de
la nieve que cubría los picos más altos.

Después Txtiz le enseñó el resto del mundo: la vastedad


del desierto del Sahara, los curiosos animales que viven
en la selva amazónica, las Cataratas del Iguazú, las
paradisíacas playas del Caribe, lo más alto del Kilimanjaro,
la elegancia de las sabanas africanas y la inmensidad de
las pampas argentinas.

Cucú pensó que jamás había visto tanta belleza. Que las
construcciones de los humanos no eran sino un pálido
reflejo de la naturaleza.
- ¿Por qué los humanos tienen que construir
grandes rascacielos y monumentos si tienen esta
belleza ante sus ojos?
- Porque la naturaleza no se ve con los ojos sino
con el corazón. Y ver con el corazón es muy difícil.
No todos saben hacerlo.
La desilusión

Cucú se volvió a quedar solo. Era de noche y cuando


cerraba los ojos las imágenes de los paisajes naturales
regresaban una y otra vez a su mente. Se veía a sí mismo
sobrevolando aquellos parajes, deteniéndose aquí y allá
para degustar el agua cristalina de un río y sentir el aroma
de las flores y los frutos.

De tanto soñar con estos sitios, Cucú comenzó a sentirse


mal porque sabía que jamás podría visitarlos. ¿Cómo haría
él, un simple pajarillo de madera, para aprender a volar y
recorrer continentes enteros?

Cucú se deprimió porque sabía que aquel objetivo era


imposible y se sintió muy estúpido por tan solo habérselo
planteado. El tema de los objetivos era una asignatura
pendiente para Cucú pero él no lo sabía. De hecho, las
asignaturas pendientes se convierten en pesados lastres
que se arrastran durante meses o años y, una vez que se
han aposentado cómodamente en el inconsciente,
comienzan a molestar de las más diversas maneras.
Justo cuando Cucú comprendió que podía cambiar su
objetivo en la vida sin que ello provocase una hecatombe
a nivel mundial, también se dio cuenta de que su nuevo
sueño era imposible de alcanzar. Fue por eso que volvió a
dudar. Cambiar los objetivos no es una tarea simple
porque las dudas siempre están al acecho, su misión es la
de convencer a los menos atrevidos a regresar al confort
de lo conocido y olvidar sus sueños. La mente suele tener
muchas cartas bajo la manga. Por eso hay quienes
prefieren la seguridad de una vida desdichada a la
incertidumbre de un futuro feliz.

Cucú se sintió triste. Una vez más, se encerró en sí mismo.


Volvió a pensar que el mundo era muy injusto y que
probablemente habría sido mucho más feliz si jamás
hubiese conocido aquellos paisajes tan bellos.

- A veces el desconocimiento puede ser una


bendición – pensó.

El pequeño ratoncito iba todos los días a verlo y notaba


que Cucú estaba muy triste. Pensó que su tristeza se
debía a que le había enseñado todos aquellos lugares
maravillosos. A lo mejor Cucú quería visitarlos pero que
no podía.

Txtiz pensó que su amigo era muy complicado. No


entendía por qué, en vez de luchar por su nuevo objetivo,
Cucú simplemente se entristecía y no hacía nada por
lograr sus sueños. El único camino seguro para no lograr
una meta es la inmovilidad. Pero Txtiz no le decía estas
cosas a Cucú porque sospechaba que no las iba a
entender y que incluso se enfadaría con él.

Después de probar todo lo que estaba a su alcance para


que Cucú recobrase su buen estado de ánimo, Txtiz
comenzó a urdir un nuevo plan.

Un buen día, cuando ya tenía hasta el más mínimo detalle


planificado, le dijo airoso a Cucú – yo te voy a liberar.

Ni corto ni perezoso, Txtiz comenzó a devorar el taco de


madera que unía al pajarillo con la base. Cuando Cucú vio
lo que estaba haciendo se aterrorizó.

- ¿Qué haces? – le gritó.


Pero Txtiz no le respondió, simplemente continúo
royendo la madera. De vez en cuando se cansaba porque
no tenía mucha experiencia con aquel tipo de faena pero
luego continuaba con fuerzas redobladas porque
recordaba que la felicidad de su amigo estaba en juego.

Al final del día, Txtiz terminó de roer el último pedacito de


madera que mantenía atado a Cucú.

- Ahora eres libre.

Pero Cucú no se podía mover. Después de haber estado


sujeto durante tantos años, sentía un miedo visceral y no
se atrevía a dar un paso por sí solo. Txtiz pensó que Cucú
no le había escuchado.

- Puedes salir de tu casa – le dijo.

El pequeño ratoncito no entendía que, por mucho que


Cucú se lamentase de que no podía recorrer el mundo,
realmente lo que le apetecía era quedarse en la seguridad
de su casita, donde no habían sorpresas desagradables y
se sentía a buen recaudo de las supuestas maldades del
mundo exterior. De otra forma, le habría bastado con
coger uno de los tantos engranajes que había a su
alrededor y, con mucha paciencia, cercenar aquel trozo de
madera que lo mantenía sujeto. La solución siempre había
estado allí, al alcance de sus manos pero, por una razón u
otra, Cucú nunca se atrevió a dar el paso que le haría
libre.

- Yo no sé caminar – dijo tímidamente Cucú.


- Es muy sencillo, yo te enseñaré -. Tomó por las
alas a Cucú y le dijo – pon primero una patita
delante y, cuando te sientas seguro, mueve la que
tienes detrás.

Pero Cucú se mantenía rígido, con una patita delante y la


otra atrás. Si se hubiese visto en un espejo, se habría reído
de sí mismo porque su imagen era ridícula, casi tanto
como la de los cantantes de pop que desean triunfar a
base de extravagancia, pero en aquel momento solo tenía
un miedo atroz y no estaba para bromas.

La verdad es que el pequeño pajarillo no tenía ningún


problema físico que le impidiese caminar. El maestro
carpintero lo había construido bien y era muy flexible
pero la rigidez estaba en su mente. Y aquel era un miedo
mucho más difícil de superar. No obstante, como Txtiz no
era un psicólogo y no estaba entrenado en las sutilezas
de la mente, no sabía estas cosas.

Cucú no quería parecer un miedoso ante los ojos de su


amigo pero debía reconocer que tenía pavor. Ahora no
tenía excusas para cumplir su sueño y descubrir el mundo.
No tener pretextos ni asideros tras los cuales esconderse
puede ser una experiencia aterradora, casi tanto como
estar al borde de un precipicio. Cucú rebuscó en su mente
para ver qué otra excusa podía esgrimir. Cuando la halló,
se envalentonó y dio los primeros pasos de su vida.

- Ahora podrás recorrer el mundo – dijo Txtiz sin


poder esconder el orgullo y la alegría que sentía.
- ¿Cómo voy a recorrer el mundo si no puedo volar?
Soy un simple pajarillo de madera.

Txtiz pensó que Cucú era un maestro en matar el


entusiasmo, en encontrar problemas donde no los habían.
También notó que volar no era imprescindible para viajar
por el mundo. Él mismo no volaba y había descubierto
muchísimos sitios mágicos. Le había bastado alejarse un
poco de las paredes de aquella casa. Cualquier lugar
puede esconder una belleza inaudita, siempre que lo
sepas apreciar con los ojos del corazón.

Mientras estas ideas daban vuelta por su cabecita de


ratón, Txtiz comenzó a sospechar que su amigo tenía
miedo a abandonar su casita. Muy triste ante la sospecha
de que quizás todo lo que había hecho fuese en vano y
sin un brillante plan de intervención psicológica en mano
con el cual ayudar a su amigo, el ratoncito se fue.

Cucú se quedó solo, reflexionando sobre su nuevo estado.


Ahora era libre para ir donde le apeteciese. Podía salir de
su casita y explorar el desván pero aquella perspectiva no
lo convenció, quizás todos los ratoncitos no eran tan
amables como su amigo. Cucú debía reconocer que
todavía tenía algunos estereotipos sobre los roedores
aunque, para ser totalmente sinceros, Cucú realmente
tenía muchísimos estereotipos sobre todo. Y los
estereotipos no son una buena cosa, sobre todo cuando
debes hacer nuevos amigos o descubrir otras culturas.

Se preguntó qué podría hacer con su recién estrenada


libertad y se dio cuenta de que, si tenía miedo a salir, de
muy poco le serviría. A veces las cadenas más fuertes son
las que nos autoimponemos. Cucú decidió que no
pensaría más porque le estaba dando dolor de cabeza y
las respuestas que afloraban en su mente no le gustaban
mucho. Es lo que sucede cuando nos damos cuenta que
no somos tan perfectos, buenos y valientes como
creíamos.
El miedo

Al día siguiente, Cucú se levantó y decidió hacer gimnasia.


Así utilizaría su libertad. Fue una idea que se le ocurrió
mientras dormía y le pareció de lo más interesante.
Aunque quizás la palabra “interesante” le quedaba
demasiado grande. Si quería ser del todo honesto consigo
mismo, Cucú debía admitir que su idea era más bien una
vía de escape que le permitiría saborear apenas un sorbo
de la libertad que recién le habían regalado, y todo sin
tener que abandonar la seguridad que le ofrecía su casa.

Sin embargo, aquellos vericuetos del subconsciente eran


demasiado complicados para un pajarillo de madera.
Todavía Cucú no sabía que optar por la alternativa más
segura no siempre es la mejor opción. Por eso se habría
pasado toda su vida haciendo gimnasia y sintiéndose
cada día más infeliz. De no haber sido porque Txtiz volvió
a aparecer.

- Hola amigo. ¡Estoy haciendo gimnasia! Así usaré la


libertad que me has dado.
- Si puedes hacer grandes cosas, ¿por qué te vas a
conformar con menos?

Cucú notó que su amigo estaba molesto y decidió no


responderle, entre otras razones porque no encontraba
un motivo válido. Entonces Txtiz se acercó a él y lo
levantó por los aires, sujetándolo fuertemente con la
boca.

Cucú sintió mucho miedo. Pensó que aquel ratoncito se lo


iba a comer. Estaba tan asustado que no se detuvo a
pensar en que los ratones son vegetarianos y que no se
zampan de una sola vez un pedazo de madera sino que
tienen que roerlo lentamente. Pero es lo que tiene el
miedo, su arma más poderosa es la irracionalidad.

Cucú sintió que Txtiz comenzaba a caminar muy


rápidamente con sus cortas patitas. Cuando finalmente
pudo hilvanar algunas palabras todo lo que salió de su
piquito fue un chillido histérico.

- ¿Adónde me llevas?
Txtiz no le respondió, de haberlo hecho tendría que haber
abierto la boca y Cucú se le habría caído. No quería que
su amigo se hiciese daño. Por eso, en vez de responder,
apresuró el paso.

Cuando finalmente Cucú se armó de valor y abrió


tímidamente los ojos, solo vio una oscuridad total.
Estaban dentro de una alcantarilla pero un pajarillo de
madera no tenía por qué conocer aquel sitio. Lo que si
sabía era que el olor que emanaba era aún peor que el
del desván.

Cucú supuso que si alguien le llevaba a un lugar como


aquel era porque quería hacerle daño, no podía suponer
que a veces la felicidad llega por caminos poco
convencionales. Entonces sintió que el ratoncito abría la
boca y lo soltaba. Mientras caía, Cucú escuchó la voz de
Txtiz.

- Buena suerte amigo. ¡Sé feliz!

Cucú no tuvo tiempo para pensar en las palabras del


ratoncito porque tenía problemas mayores y esta vez no
eran fruto de su imaginación. Cayó en un agua de color
negruzco que olía muy mal. A su alrededor se levantaban
vapores y todo estaba muy oscuro, incluso más que en el
desván. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad,
divisó ratones de proporciones gigantescas que corrían
de un lado a otro. Esos especimenes sí que tenían caras
amenazantes, no como su amigo Txtiz. Cucú empezó a
temblar, más por el miedo que por lo fría que estaba el
agua. De hecho, estaba tan asustado que no sabía si la
mejor opción sería quedarse flotando en aquellas aguas
nauseabundas o enfrentarse a los ratones enormes. Sin
embargo, esta vez no tuvo que pensar demasiado, decidió
que, pasara lo que pasara, lo mejor sería quedarse dentro
del agua.

Así pasó varios días, dando vueltas por las cloacas de la


ciudad. De vez en cuando llegaban unos tenues rayos de
luz y podía percibir el movimiento de la ciudad sobre la
alcantarilla. Los tacones repiqueteantes, las voces de los
niños, los cláxones de los coches… Si hubiese sabido
volar, remontaría el vuelo y saldría por alguna de aquellas
ranuras. Cucú no sabía que en aquellos instantes lo mejor
que le podía pasar era no saber volar. De lo contario,
habría muerto aplastado por los neumáticos del primer
coche que pasase. Pero cuando se atraviesa una situación
desesperada es difícil apreciar las facetas positivas de las
cosas y Cucú no era la excepción de la regla.

Echaba de menos la comodidad de su casita y se


preguntaba por qué había tenido que soñar con cosas
que eran inalcanzables para un pajarillo de madera. Su
misión en el mundo era dar la hora y después morir
dentro de su casa, en el desván de una casa cualquiera. En
aquellos momentos, esa perspectiva le resultó mucho más
agradable que la pesadilla que estaba viviendo.

En la cloaca tuvo mucho tiempo para pensar, un día se


echaba la culpa de todo lo que le sucedía y al día
siguiente culpaba a Txtiz. Pensaba que el ratoncito había
fingido ser su amigo para incitarlo a albergar sueños
imposibles y después quedarse con su cómoda casita. Se
imaginaba a Txtiz en la que otrora fuese su casa, muy
cómodo y seguro. Aquellas imágenes lo irritaban mucho.
A veces resulta increíble constatar cómo el cerebro se
inventa historias de la nada.

También se recriminaba por haber vuelto a confiar en


alguien. Cuando lo abandonaron en el desván, se había
prometido a sí mismo no volver a depositar su confianza
en nadie más pero había chocado dos veces con la misma
piedra. Como resultado, moriría en aquella sucia
alcantarilla. Decidió que había llegado su hora y cerró con
fuerza los ojos, abandonándose a su cruel destino.
Una segunda oportunidad

Entonces percibió un rayo de luz. Pensó que sería otra


rejilla y apretó aún más los ojos porque no se quería
volver a ilusionar. Morir de desengaño era la peor cosa
que podía ocurrirle. Sin embargo, la luz, en vez de
disminuir, se hizo más intensa.

Aunque seguía con los ojos cerrados, no pudo evitar


percatarse de que el agua que lo rodeaba había cambiado
su consistencia. Cucú pensó que quizás estaba entrando
en el paraíso, sería un sitio exclusivo para los pajarillos de
madera que habían dado puntualmente la hora durante
toda su vida. Sin embargo, visto que muchas veces no
había dado la hora como era debido, a Cucú le asaltaron
serias dudas sobre si a él le esperaba el paraíso o una
dimensión equivalente pero menos reconfortante y más
sórdida. La inquietud y la curiosidad fueron motivos más
que suficientes para abrir los ojos.

Lo que vio le sorprendió. ¡Estaba en un río! Cucú no podía


creer lo que le mostraban sus ojos y se dejó embargar por
aquella espléndida sensación. Muchas veces había soñado
con un río como aquel. Estaba tan contento que volvió a
cantar “cucú-cucú”, algo que no había hecho en
muchísimo tiempo. Pero como tragó agua, decidió que
sería mejor quedarse con el pico cerrado. Al menos
mientras estuviese dentro del agua.

Cucú mantuvo los ojos bien abiertos para no perderse ni


un detalle de lo que pasaba a su alrededor. Vio árboles
frondosos donde tenían sus nidos las aves, escuchó el
canto de cada una de ellas y pensó que eran tan sublimes
que jamás se atrevería a cantar en su presencia.

Entonces notó que debajo de él nadaban decenas de


peces de colores. Uno de ellos, de color rojo intenso, se le
acercó.

- ¿Qué tipo de pez eres tú?


- No soy un pez, soy un pajarillo de madera.
- ¿Y por qué estás en el agua? – le preguntó el pez,
evidentemente desconcertado puesto que era muy
probable que jamás hubiese oído hablar de un
pajarillo de madera.
- Porque así puedo descubrir el mundo de forma
más rápida.
- ¿Por qué querrías viajar más rápido? Así te
perderías todos los detalles.

Cucú no supo qué responderle, en parte porque pensó


que el pez rojo tenía razón.

- Cada uno debe seguir su propio camino. Es un


error seguir el trayecto que han trazado los otros –
. Con un grácil movimiento de cola, el pez dio
media vuelta y se alejó pero no sin antes advertirle
- ¡Cuidado con la cascada!

Cucú miró hacia delante y vio que el agua se


arremolinaba formando una densa espuma que se
elevaba hasta el cielo. Intentó imitar al pez para dar
marcha atrás pero él no tenía ni cola ni aletas que le
sirvieran para moverse en el agua. Entonces entendió a
qué se refería el pez con aquello de que cada cual debía
seguir su propio camino. No le quedaba más remedio que
cerrar los ojos y esperar que la suerte le acompañara.
Cucú cayó por la cascada sintiendo cómo su corazón latía
desenfrenadamente. La distancia le pareció enorme y los
minutos se alargaron hasta convertirse en una eternidad.
Tuvo tiempo para reflexionar sobre el hecho de que las
situaciones aparentemente negativas pueden atesorar
experiencias preciosas y que algunas situaciones positivas,
de un momento a otro pueden cambiar y encerrar
grandes peligros. En aquel punto, Cucú comprendió que
todas las cosas tienen su lado bueno y su lado malo, solo
que a veces las emociones no permiten verlas con
claridad. Cucú pensó que las emociones eran como
prismas con los cuales solo se podía ver una parte de la
verdad y se preguntó si habría alguna forma de eliminar
estos cristales. Aunque después pensó que quizás la
solución no estaba en eliminar los cristales sino en
aprender a descifrar sus colores.

Aquellas disquisiciones filosóficas le sirvieron a Cucú para


minimizar el miedo mientras caía. Cuando llegó
nuevamente al río, un poco atontado y ensordecido por el
rumor del agua pero sano y salvo, pensó que a partir de
aquel momento nadie más le dictaría las reglas. A partir
de ese día, su objetivo en la vida ya no sería dar la hora
sino aprender a volar, como realmente le corresponde a
toda ave que se precie.
Una nueva familia

El primer problema que tendría que enfrentar era cómo


salir de aquel río. Comenzó a idear diferentes planes para
alejarse de la corriente principal pero mientras lo hacía,
algo lo empujó cabeza abajo y lo agarró por una de sus
patitas. Acto seguido, fue arrastrado por los aires.

Cucú pensó que tenía muy mala suerte. Justo cuando


estaba a punto de comenzar su nueva vida,
probablemente habría sido capturado por un ave de
rapiña. Por supuesto, en aquellos momentos no se detuvo
a pensar que la buena o la mala suerte es solo una
cuestión de perspectiva.

Lo que le había parecido un ave de rapiña gigantesca, no


era más que un simple cuclillo. Cucú ya sabía por
experiencia propia que el miedo puede jugar muy malas
pasadas y se divierte alterando la percepción. Mamá
Cuclillo lo colocó suavemente en el nido, junto a sus otros
dos pichones. Le dio un coscorrón.
- Esto es por haberte caído del nido. Aún no tienes
edad para volar.

Los otros dos pichones se rieron. Obviamente, Mamá


Cuclillo lo había confundido. Solo entonces Cucú se miró
y notó que los brillantes colores que una vez había tenido
ya no eran tan intensos. Su plumaje de madera era
grisáceo y su perfil se parecía mucho al de los cuclillos.
Por eso no era extraño que lo hubiesen confundido con
uno de ellos.

Intentó decirle a Mamá Cuclillo que él era un simple


pajarillo de madera. Sin embargo, el ave no lo quiso
escuchar. Cucú decidió que pasaría la noche allí porque
estaba muy cansado, al día siguiente ya se las arreglaría
para escapar y cumplir su sueño.

No obstante, algo le hizo cambiar de idea. Por la noche,


durmió con un calor que jamás había tenido: el calor de la
familia. Mamá Cuclillo lo acurrucó al lado de sus pichones
formando un amasijo de plumas y amor. Aquello era muy
diferente a dormir en su casita teniendo como toda
compañía a los fríos engranajes.
Por primera vez en su vida, durmió plácidamente, con la
sensación de que era importante para alguien y no por lo
que hacía sino simplemente por lo que era. Cucú nunca
había experimentado la aceptación incondicional. Por
supuesto, no sabía cómo se llamaba aquel sentimiento
pero le gustaba mucho.

Al día siguiente, Mamá Cuclillo levantó el vuelo presurosa


y buscó lombrices para sus pichones y Cucú pudo percibir
todo el esmero y la pasión que aquella ave ponía en
cuidar a sus pequeños.

Cucú podía haberse pasado el resto de su vida dejándose


cuidar por aquella madre primorosa y jugando con sus
nuevos hermanos. A veces basta muy poco para cambiar
el objetivo de la vida. Aquella rutina cotidiana le volvió a
infundir seguridad y se sentía amado. Hubiese querido
que nada cambiase, que todo siguiese inmutable por los
siglos de los siglos. Por supuesto, de vez en cuando
recordaba las fotos del mundo que le había mostrado su
pequeño amigo ratón y de las ganas que tenía de viajar
pero creía que era totalmente válido cambiar sus
objetivos, incluso pensaba que había tomado una
decisión muy madura.

Lo curioso es que, a aquellas alturas de su vida, Cucú no


se debía haber dejado engañar. Debía haber aprendido la
lección: ninguna situación en la vida es eterna, todo está
en constante transformación y es mejor estar preparados
para cuando llegue el momento de pasar página. Pero
resulta que es más fácil dejarnos engañar por nosotros
mismos que por los demás y por eso Cucú se dejó seducir
nuevamente por sus ilusiones.

También echaba de menos a su amigo Txtiz y a la primera


familia que lo acogió y le dio un lugar tan importante en
el medio de su salón. Claro, Cucú no conocía una antigua
leyenda china que cuenta que todas las personas
realmente importantes de la vida se mantienen unidas
mediante un hilo rojo que se puede enmarañar o tensar
pero que jamás se rompe.
Lecciones de vuelo

Un buen día Mamá Cuclillo llegó con una noticia que


estremeció su plácida existencia.

- Hijos míos, hoy ha llegado el gran día. Aprenderán


a volar.

Cuando Cucú escuchó aquellas palabras volvió a sentir


miedo porque no sabía si a sus años realmente podría
aprender a volar. En su interior explotó una marea de
sentimientos encontrados, recordó cuánto le había
costado dar el primer paso y el miedo que había sentido.

Sin embargo, el miedo no le duró mucho porque Mamá


Cuclillo hizo todo lo que sabía para enseñarle a volar a
sus pichones: los empujó del nido. Así le había enseñado
su madre y, a su vez, la madre de esta. Las aves aún no
tenían eruditos que escribiesen manuales sobre cómo
aprender a volar así que lo único que podían hacer era
fiarse de su instinto.
Sus dos hermanos planearon un poco antes de caer a
tierra pero él cayó como un peso muerto, como si la
gravedad se hubiese decuplicado. Se golpeó un poco
pero pudo levantarse. Mamá Cuclillo los agarró, los subió
uno a uno al nido y volvió a repetir su técnica de
enseñanza. Así lo hizo al menos otras cinco o seis veces.
Cucú había perdido la cuenta porque le resultaba
vergonzoso caer una y otra vez mientras sus hermanos
planeaban siempre mejor.

Se sintió muy afortunado cuando Mamá Cuclillo


suspendió las clases, si es que a su método se le podía
llamar así. Pero antes de que los pequeños se hicieran
ilusiones, les advirtió que a la mañana siguiente
continuarían con el aprendizaje.

Cuando estuvieron solos en el nido, uno de sus hermanos


le preguntó por qué no extendía las alas y planeaba en
vez de dejarse caer.

- Porque soy un pajarillo de madera, aunque


ustedes no lo quieran creer. Estoy hecho para dar
la hora y no para volar.
- Tonterías – afirmó uno de sus hermanos -. Si has
vivido durante todo este tiempo con nosotros,
eres un Cuclillo y punto.

Obviamente, las aves no se andaban con demasiados


miramientos. Para ellas el mundo era muy simple: si tenías
forma de ave, eras un ave. Y si decías lo contrario era
porque te faltaba un tornillo. Pero, de una forma u otra,
siempre podías volar.

Aquella forma de comprender el mundo nunca se le había


ocurrido a Cucú pero cuando reflexionó sobre ella sus
creencias más férreas se tambalearon. Quizás uno dejaba
de ser quien era a fuerza de costumbre. A lo mejor todo
se resume a convencerse de que uno es algo y ya está.
Como si fuera una etiqueta que te colocas y que marca
toda tu vida. A él le habían dicho que su misión era cantar
pero… ¿qué habría sucedido si cuando aún no tenía
ninguna idea preconcebida le hubieran dicho que su
misión era volar? ¿Habría sido capaz de lograrlo? Si uno
está firmemente convencido de algo, ¿podría lograr
absolutamente cualquier cosa que se propusiese?
Necesitaba saber la respuesta a aquella pregunta. Sentía
que era la cuestión más trascendental que se había
planteado en toda su vida. Como no se lo podía
preguntar a Mamá Cuclillo porque esta no era muy dada a
los devaneos filosóficos y a aquellas alturas ya estaba
seguro de que no existían terapeutas de aves, se dirigió al
único sitio donde sospechaba que podría encontrar una
respuesta.

Había escuchado que el búho era “el ave más inteligente


de todas”. El problema era que solo se le podía ver de
noche. Cucú esperó a que cayese el sol, se escurrió del
nido y caminó con toda la rapidez que le permitían sus
cortas patitas. Quizás debía haber esperado a que fuese
luna llena, así al menos podría ver mejor en la oscuridad.
Tenía miedo porque nunca antes había estado solo en
medio el bosque. Sin embargo, obtener la respuesta a su
pregunta bien valía el riesgo que estaba corriendo. Aquel
pensamiento lo motivó y corrió aún más fuerte.

Por fortuna, no tuvo que recorrer demasiados kilómetros


para encontrar al búho. Cuando lo vio estaba posado
sobre una rama tan enclenque que parecía que iba a
partirse de un momento a otro.

- Aquello no decía mucho de su inteligencia - pensó


Cucú para sus adentros pero inmediatamente se
obligó a apartar de su mente cualquier tipo de
prejuicio.

Su mirada era penetrante que Cucú se sintió intimidado,


era como si lo traspasase, como si de pronto no tuviese
más secretos. Imaginó cómo sería el mundo si todos
pudiesen saber lo que cada cual piensa o siente. Quizás
todo sería mucho más fácil… o quizás no. De una forma u
otra, él no estaba allí para resolver aquel dilema sino para
buscar la respuesta a una pregunta que se le antojaba
mucho más importante así que lo mejor sería ir directo al
grano.

- Hola, tengo una pregunta que hacerte.


- Todos tienen algo que preguntar. ¿Cuándo
aprenderán a responderse a sí mismos?
Cucú sospechó que el búho estaba hablando consigo
mismo y no con él. Además, después de haber atravesado
una buena parte del bosque no estaba dispuesto a ceder
en su objetivo, ni siquiera si se sentía desnudo o si le
lanzaban indirectas un tanto incómodas.

- Si uno está firmemente convencido de algo,


¿puede lograr cualquier cosa que se proponga?

El búho reparó en aquel minúsculo pajarillo.

- ¿Y tú qué quieres lograr?


- Yo quiero aprender a volar para recorrer el mundo
– dijo Cucú sintiéndose orgulloso de su meta.

El búho lo miró más de cerca y se dio cuenta de que era


un pajarillo de madera. Sin embargo, no se lo dijo. Sabía
por experiencia que los animales del bosque a menudo
iban a preguntarle cosas cuyas respuestas ya conocían.
Solo lo hacían para reafirmar sus creencias o para llenarse
de coraje antes de tomar una decisión.
El búho buscó en su arsenal de fábulas alguna que sirviera
para la ocasión. Había aprendido a no dar respuestas
directas, las fábulas eran mejor porque así cada cual
podría extraer la enseñanza que mejor se adaptase a su
caso.

- Había una vez un pequeño castor que, como


todos los castores, nació y creció en un bosque
cerca del río. Pero este castor tenía algo en
particular: era muy observador. Por eso se dio
cuenta de que año tras año su familia perdía la
casa cuando subía el nivel del río porque este
entraba en la madriguera y la llenaba de agua.
Cansado de aquella situación, el pequeño castor
se puso a pensar cómo podría resolverse. Después
de mucho romperse la cabeza, fue donde sus
padres y les dijo que la solución era construir una
casa por encima del nivel del río y reforzarla cada
año para que soportase las crecidas.
Como aún era muy pequeño, su padre se rió y su
madre le tomó la temperatura no fuera a ser que
estuviese delirando por la fiebre. Cuando se dieron
cuenta que el pequeño hablaba en serio y que no
estaba enfermo, tuvieron miedo por su salud
mental pero como no habían psicólogos a
disposición de los castores, los padres resolvieron
el asunto como único sabían: diciéndole que
aquella era la estupidez más grande que hubiesen
escuchado jamás, que los castores no sabían
construir y que, de generación en generación,
siempre habían hecho sus casas de esa forma.
El pequeño castor no desistió de su propósito
pero, como era muy inteligente, pensó en aplazar
sus planes y construir él mismo su propia casa,
cuando tuviera edad para ello.
Llegado el momento, comenzó a construir su casa.
Utilizó los grandes palos que había cerca y los
unió con barro. Sus padres lo miraban con pena y
se avergonzaban porque era el único castor que
no seguía las reglas. Cuando los palos se
terminaron, el castor no tuvo más materiales con
los cuales seguir construyendo. Entonces sus
padres pensaron que abandonaría el proyecto y
que finalmente haría una madriguera. Sin
embargo, después de días de cavilación el castor
encontró la respuesta: tallaría los árboles cercanos.
Y así lo hizo.
De esa forma, construyó una casa muy resistente y
cuando llegó la crecida no la afectó. Por supuesto,
como es difícil abandonar las viejas costumbres,
tuvieron que pasar varias crecidas hasta que los
castores se convencieran de que aquella casa a
cielo abierto era segura. El resultado final lo
conocemos: desde aquel momento los castores
comenzaron a construir sus casas encima del río y
así lo vienen haciendo de generación en
generación.

Cucú le dio las gracias y se fue hasta su nido. Pasó el resto


de la noche pensando en la respuesta del búho y tomó la
decisión que tanto había postergado: aprendería a volar,
costase lo que costase.

Cuando llegó el día y Mamá Cuclillo lo empujó


nuevamente, Cucú se esforzó todo lo que pudo en abrir
sus alas y, por primera vez, no cayó como un saco de
patatas sino que logró planear. Al aterrizar se hizo daño
pero no le importó. Planeó muchas otras veces. Al final
del día se sintió agotado pero feliz porque había dado un
paso más para cumplir su sueño.

Así continuó, un día tras otro, semana tras semana. Sin


embargo, mientras sus dos hermanos ya habían
aprendido a volar, él continuaba planeando lo mejor que
podía pero no era capaz de alzar el vuelo por sí solo.

Mamá Cuclillo no se cansaba de aplicar su técnica de


enseñanza pero lo cierto era que Cucú ya tenía todo su
cuerpecito de madera adolorido y estaba dudando de si
realmente aprendería a remontar el vuelo.

En uno de sus tantos intentos infructuosos, cayó cerca del


río y se encontró con una rana.

- ¿No te cansas de caer? No creo que un pajarillo de


madera pueda aprender a volar – le dijo con tono
desdeñoso.
Cucú no le respondió pero el hecho de que le recordaran
que era un pajarillo de madera fue la gota que colmó el
vaso. A veces, cuando se duda de uno mismo, es
suficiente cualquier pequeño percance para abandonar
los sueños. Por eso, las dudas volvieron a tomar el mando.
Cucú pensó que el búho lo había engañado y esperó a
que cayera la noche para ir a echárselo en cara.

Atravesó el bosque y llegó hasta el árbol donde vivía el


búho. Esta vez no lo saludó cortésmente porque se sentía
demasiado irritado.

- Me has mentido. Tú tienes la culpa de que todos


los días me caiga del nido.

El búho esbozó un intento de sonrisa, aunque la verdad


es que con un pico no se puede sonreír mucho.

- ¿Yo te empujo cada mañana del nido? – Cucú se


vio obligado a negar con la cabeza porque quien
le empujaba era Mamá Cuclillo.
- ¿Te he obligado yo a volar? – Cucú volvió a negar.
- ¿Te he dicho yo que puedes volar? – en aquel
punto Cucú asintió.
- No, yo te he contado una fábula y tú la
interpretaste como te resultó más cómodo para
que encajase perfectamente con tus creencias.
- Pero…
- No hay peros que valgan. Tú vienes aquí con la
misma pregunta y esta vez te daré otra respuesta:
puedes volar pero nadie ha dicho que el camino
sea fácil. Cada cual es como es. Tú eres un pajarillo
de madera pero eso no significa que no puedas
llevar tus potencialidades al límite. Si tienes
confianza en ti y trabajas duro, lograrás muchas
cosas. Eso sí, debes aprender a tomar el destino
por las riendas y dejar de culpar a los otros.

Cucú se fue, se sentía avergonzado pero también muy


contento. Esta vez el búho le había dicho que podía volar
y él no volvería a dudar.
Una visita inusual

Cucú se esforzó mucho durante las semanas siguientes.


Ya Mamá Cuclillo no tenía que empujarlo del nido sino
que era él mismo quien se lanzaba, una y otra vez, hasta
que sentía todo su cuerpo adolorido por los aterrizajes
forzosos.

Cucú, como la inmensa mayoría de los seres humanos, no


sabía que en su interior había una especie de “hada
madrina” que lo vigilaba y que podía concederle
prácticamente cualquier deseo que pidiese. Se llamaba
“Fuerza de Voluntad” y, para ser del todo honestos, no era
un hada común y corriente puesto que no tenía la clásica
varita mágica que resuelve todos los problemas en un
abrir y cerrar de ojos. Al contrario, su misión era
acompañar al viajero a lo largo del camino cuidando que
este no cejase en su empeño. Solo los más tenaces logran
alcanzar sus metas.
Y Cucú fue muy tenaz. Por eso un buen día, mientras
intentaba reponerse de un aterrizaje no muy feliz,
descubrió a un pajarillo que lo miraba con ojos curiosos.

- ¿Quién eres?

- Soy tu hada madrina.

Cucú no se lo creyó. Claro, no se le podía culpar porque


cualquiera en su lugar se habría mostrado igual de
incrédulo. Sobre todo porque la tradición manda que las
hadas sean seres etéreos, rodeados de una aurora mágica
y con sus correspondientes alas. Sin embargo, lo que
Cucú vio fue un pajarillo de madera que se parecía
bastante a él. En realidad, no quería desmentir a aquella
ave de colores opacos pero pensó que quizás le faltaba
algún tornillo.

Sin embargo, a veces no es necesario decir nada para


expresar lo que se siente. Y la cara de Cucú en ese mismo
instante era una oda a la incredulidad. Por eso el
desconocido decidió darle una pista “más creíble”.
- Bueno, en realidad no soy un hada madrina.
Aunque podría serlo. Soy tu Fuerza de Voluntad.

Aquella identidad le pareció a Cucú aún más inverosímil


que la anterior. Se tomó unos segundos para reflexionar.

- Si fueses mi fuerza de voluntad, eso querría decir


que estoy hablando conmigo mismo – en realidad
no era una pregunta sino más bien un
pensamiento que se le escapó en voz alta.

- Pues sí. Pero la buena noticia es que, aunque no


sea un hada madrina en toda regla, puedo
concederte un deseo.

Cucú hizo un esfuerzo descomunal pero, por mucho que


lo intentó, no pudo recordar que hubiese vivido una
situación más inverosímil que aquella. Sin embargo, a
aquellas alturas había aprendido a dejarse llevar menos
por los estereotipos y a confiar más en las criaturas que
encontraba a su paso. Por eso no se lo pensó dos veces y
expresó su deseo más ferviente.
- Lo que más deseo en el mundo es volar.

- ¡Concedido! – dijo el pajarillo mientras realizaba


un grácil movimiento con su ala derecha
agitándola como si fuera una varita mágica.

Cucú no sintió nada nuevo. Pero, después de todo, nunca


le habían concedido un deseo así que no podía saber qué
se experimentaba. Intentó remontar el vuelo pero todo lo
que logró fue irse de bruces contra la piedra más cercana.
En aquel punto, Cucú estaba muy molesto pensando que
aquel pajarillo de aires pretenciosos se estaba burlando
de él.

- No vayas tan rápido. Ese es el problema de todo el


mundo, no tienen paciencia para esperar que sus
sueños cuajen. Por eso me necesitan. Es
importante aprender a ser pacientes. Te he
concedido el deseo pero no te he dicho cuándo.

- ¿Y cuándo podré volar?


- Eso depende de ti, de cuánto te esfuerces. Por
cada día que practiques, haré que te salga una
pequeña pluma. Si practicas mucho y no te das
por vencido, un día podrás volar.

Cucú pensó que aquel no era precisamente el concepto


que tenía en mente de un milagro. Sin embargo, si se lo
pensaba bien, tampoco era un mal negocio. No obstante,
como había aprendido a ser precavido, preguntó:

- ¿Dónde está el truco?

- Por cada día que no practiques, te quitaré dos


plumas.

- ¡Pero así nunca podré llegar a volar! Hay días


malos, jornadas en las que uno no tiene ganas de
esforzarse, cuando te asalta la duda, cuando las
fuerzas te abandonan…

- Para eso estoy aquí, te diré los tres secretos que te


permitirán conseguir tu sueño. Primero, divide tu
objetivo en pequeñas tareas, así no te asustarás y
podrás dar un paso a la vez. Segundo, cada vez
que logres un pequeño objetivo, festéjalo. Es
mejor regocijarse por el camino recorrido que
descorazonarse por todo lo que nos queda por
hacer. Y, tercero, no olvides que la fuerza está en
tu interior.

Dicho esto, la supuesta “hada madrina” se esfumó ante


los ojos atónitos de Cucú.

Cucú tuvo muchas noches más para pensar en este


extraño encuentro. Al cabo de una semana, sacó la
conclusión de que todo había sido un producto de su
mente, quizás una alucinación, como esas que tienen los
seres humanos cuando buscan agua en el desierto.

Lo cierto es que Cucú no podía ver que en su espalda ya


le habían salido algunas plumas. Apenas se notaban pero
estaban allí. Sin embargo, aunque Cucú no creyó que su
fuerza de voluntad le había hablado, ya era lo
suficientemente inteligente como para quedarse con los
aprendizajes que podía aplicar y desechar el resto. Por
eso continúo practicando y practicando, sobre todo con la
ayuda de sus hermanos, que tenían mucha más paciencia
para explicarle las técnicas de vuelo que Mamá Cuclillo.

Y así, un buen día, Cucú pudo alzar el vuelo y aterrizar sin


hacerse daño. Entonces, cuando fue a beber agua del río,
se dio cuenta que sus colores ya no eran apagados sino
muy vivaces. ¡Tenía plumas!
Cuando el sueño se hace realidad

Cuando Cucú pudo volar de manera decente, comprendió


que su misión junto a los cuclillos había terminado y
decidió emprender el vuelo a tierras lejanas para cumplir
su sueño.

Después de tantos años, Cucú había comprendido que la


vida es como un tren. Algunos te acompañan durante casi
todo el recorrido y otros se bajan rápidamente en la
próxima parada. Sin embargo, en vez de ponerse tristes
por los que se van, lo mejor es aprovechar cada momento
a su lado. Vivir en el aquí y ahora no es sencillo, sobre
todo porque entregarse sin resquemores y sin mirar
continuamente al pasado demanda mucho coraje y no
todos son capaces de lograrlo. De ahí surgen los
arrepentimientos.

Antes de partir para descubrir el mundo Cucú tenía que


hacer una cosa. Voló hasta la casa donde una vez había
vivido como un pajarillo de madera y entró en el desván
buscando a Txtiz.
Cuando lo encontró, su viejo amigo había crecido y ya
tenía familia. No obstante, el propósito de Cucú era
llevárselo con él. Txtiz se sintió muy feliz al ver el ave
preciosa en que se había convertido Cucú pero, sobre
todo, porque finalmente estaba a punto de realizar su
sueño. Aún así, declinó su ofrecimiento.

- El sueño de descubrir el mundo siempre fue tuyo,


no mío. Yo solo te ayudé a realizarlo, como le
corresponde a los buenos amigos.

Solo entonces Cucú comprendió que cada cual tiene sus


propios sueños y que soñar siempre ha sido un asunto
serio, lástima que pocos se percatan de ello. No obstante,
lo verdaderamente importante es el camino, no la meta
final. Los sueños son como una bandera que ondea en el
horizonte para orientar al caminante en su trayecto pero
son los pasos los que determinan todo.

Cucú remontó vuelo y visitó regiones muy prósperas


donde sus habitantes se sentían desdichados como si
fuesen víctima de algún maleficio que les impidiese ver la
maravilla que es la vida. También pasó por zonas áridas y
pobres donde la gente cantaba y bailaba compartiendo
todo lo que tenían. Entonces comprendió que la felicidad
no está en lo que se posee sino en lo que no se añora.

Además, Cucú también entendió que lo que a algunos les


hace felices, para otros puede ser insignificante. Lo
verdaderamente importante es tener el coraje de seguir
las propias ilusiones y, sobre todo, atreverse a cambiar los
objetivos cuando estos ya no son factibles.

Cucú siguió su sueño atravesando bosques y ríos. A su


paso encontró muchos amigos, cada cual siempre tenía
algo que enseñarle. Y como Cucú había aprendido a viajar
ligero, sin el peso de los estereotipos, se abrió a las
nuevas experiencias y bebió de muchas fuentes. Sin
embargo, mientras más aprendía, más convencido estaba
de que el camino a la felicidad era muy simple, eran las
personas quienes lo complicaban, a veces alimentando
sueños imposibles y otras veces planteándose problemas
intrascendentes.

Por supuesto, Cucú también encontró enemigos a su paso


pero estos no le hicieron cambiar su visión del mundo.
Finalmente estaba decidido a ser feliz y no dejó que nadie
ni nada le arrebatase aquella oportunidad.

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