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el hombre y el político
memorias de un
secretario privado
Ozren agnic
Prólogo del Juez
JUAN GUZMÁN TAPIA
Allende: el hombre y el político
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Ozren Agnic
RIL editores
bibliodiversidad
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Allende: el hombre y el político
Ozren Agnic
Allende,
el hombre y el político
Memorias de un secretario privado
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Ozren Agnic
324 p. ; 24 cm.
ISBN: 978-956-284-566-3
1 chile-política y gobierno-1939-1973.
2 allende gossens, salvador-1908-1973.
ISBN 978-956-284-566-3
Derechos reservados.
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Allende: el hombre y el político
Índice
Agradecimientos............................................................................... 13
Prólogo ........................................................................................... 15
Introducción.................................................................................... 19
En bus a la victoria...................................................................... 84
Desde Valparaíso hacia la cordillera............................................ 89
La geografía, palmo a palmo....................................................... 93
La elección en la ruleta................................................................ 98
El triunfo, a pesar de todo......................................................... 102
El regreso a la Universidad y el amigo-amigo............................. 106
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Agradecimientos
Especiales agradecimientos a:
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Prólogo
Hace pocos días recibí el manuscrito que Ozren Agnic había prometi-
do prestarme antes de que se editara. Acto continuo, leí sus capítulos, en tres
días, pues desde que me concentré en ello, no pude soltar esta obra debido a
lo profundo e impactante de su contenido, unido al estilo ágil y directo de su
autor a quien le pedí que me honrara permitiendo que se la prologara.
El comienzo me pareció, a su primer aborde, como el intento de un fiel
admirador de un personaje excepcional, deseoso de escribir su experien-
cia con ese importante ser que la vida le deparó el privilegio de conocer y
de poder compartir importantes momentos de su existencia. Pero, poco a
poco, al ir avanzando en su lectura, comencé a darme cuenta de que estaba
penetrando en un mundo de importantes acontecimientos, cambios sus-
tanciales y personajes que significaron un vuelco fundamental en nuestra
historia. Continué, entonces, con entusiasmo a revivir un periodo largo y
convulsionado del terremoteado siglo XX de nuestro país, además de ir
corroborando con mayor claridad cómo feneció nuestra democracia, que
aun permanece herida e inoperante.
En su primera parte, «Mis primeros contactos con un líder», el autor
nos narra sus orígenes y los de Salvador Allende Gossens, el Chile de en-
tonces –con sus ribetes rancios y sabrosos–, cuando la política estaba en
manos de actores, algunos serios, otros macucos, los más manipuladores,
pero donde prevalecía una democracia casera y bastante defectuosa, pero,
al fin de cuentas, democracia.
En su segunda parte, nos va relatando cómo se fue avanzando en los
procesos electorales y cómo el sistema implementado el año 1958 hacía
más dificil el fraude electoral que había regido, en gran medida, gracias a
la pericia de los operadores de una clase que se negaba reconocer que los
tiempos iban cambiando. Esta parte, me hizo recordar los personajes que
marcaron «la cosa pública», nuestras noticias, sus reporteros y hasta el pro-
vincianismo de muchos de los personajes que, en la época, nos parecían tan
emblemáticos. El autor percibía los acontecimientos con el realismo idealista
de quien ya ha dado sus primeros pasos en la vida de los hombres, en tanto
que mis recuerdos son más difusos e imprecisos, impregnados apenas por
el idealismo abstracto de la adolescencia y algo del espíritu cívico que había
marcado a nuestra generación.
En los capítulos que siguen, se van relatando sucesos para mí, a la sazón
distorsionados, como para un público sumergido en la «verdad» teleguíada
o dirigida por una prensa parcial.
En esta obra se va develando la mezquindad de ciertos políticos de corta
vista, pero de una ambición desmesurada, que navegan por los meandros
del doble discurso, traicionando a los electores a medida que arreglan la
economía conforme a sus intereses personales y a los del clan.
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Introducción
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En Antofagasta
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El nombre de Allende
Era una época de convulsión internacional. La guerra fría estaba en pleno
auge, y los yugoslavos, formando un tercer frente con Tito, Nasser, Nehru
y otros, crearon el bloque de los países no alineados con Washington ni
Moscú. Sin embargo, los jóvenes anhelábamos un Partido Socialista uni-
ficado, con más presencia en la política interna de Chile. Las diferencias
que nos separaban, a fin de cuentas, no eran tan sustantivas. Más había
primado el apoyo del PSP a Ibáñez que razones de diferencias ideológicas
profundas. Recuerdo que el gran causante de la división socialista fue el
entonces secretario general de la juventud, Waldo Grez, a fines del año 1951,
que entregó su decisivo voto a la candidatura de Carlos Ibáñez del Campo
en la votación del Comité Central. El apoyo de los socialistas a Ibáñez hizo
que Salvador Allende se marginara del partido e ingresara al PSCh.
Mi anhelo de unidad se vio cumplido a comienzos del año 1957. Los
socialistas de Chile y los populares hablaban de reunificación, pese a vo-
ces opuestas, como la de Óscar Waiss. Waiss escribió un libro titulado
Socialismo y nacionalismo en América Latina, teóricamente perfecto. Sin
embargo, al referirse a Chile, cometió el desatino de calificar a Salvador
Allende como un «pije relamido y calambriento», por haberse opuesto a la
candidatura de Ibáñez y levantar la propia con el apoyo de los socialistas
de Chile, comunistas y algunos grupos menores, en busca de satisfacer –a
su juicio– ansias de poder.
A falta de argumentaciones sólidas, su odiosidad personal en contra de
Allende le llevó a ridiculizarlo, afirmando que «ese pije desubicado» había
sido bautizado e inscrito en el Registro Civil con el nombre de Salvador
Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús, patraña que inclusive transmitió
en la columna que habitualmente escribía en el diario El Clarín.
Hasta el día de hoy tengo que sacar a mucha gente del error acerca del
verdadero nombre de Salvador Guillermo Allende. Es increíble que después
de todo lo que se conoce sobre él, haya personas que aún crean y difundan
lo de «Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús». Nunca he escuchado ni
leído alguna aclaración de quienes se han manifestado íntimos o cercanos a
Salvador Allende. En realidad, no tiene mayor importancia. Sólo demuestra
que cualquier método de descalificación surte efectos cuando se repite in-
sistentemente. Pareciera una tontería, pero el apelativo que le colgó Waiss
siempre molestó al doctor Allende.
El año 2004, leí en El Mercurio que «Óscar Waiss, ex director del diario
La Nación, fue íntimo amigo de Salvador Allende». Mala la memoria de
muchos... así se distorsionan las verdades históricas. Jamás fueron amigos,
sino más bien adversarios. Sin embargo, con amplitud de criterio y generosi-
dad, Allende aceptó, a petición del PS y ya como Presidente de la República,
que se designara a Waiss como director general de La Nación, periódico
tradicionalmente oficial de los gobiernos de turno.
Continúo con mi relato. Se realizó el anhelado Congreso de Unidad
Socialista; se nominó a Salvador Allende como el candidato de la izquierda,
con el decidido apoyo del PC, Partido Democrático Nacional, democráticos
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escindidos del otrora poderoso partido agrario laborista que llevó a Ibáñez al
poder; Partido del Trabajo, radicales disidentes encabezados por Rudecindo
Ortega y otras agrupaciones menores, a la que adhirieron sectores desilu-
sionados de Carlos Ibáñez, encabezados por el ex intendente de Santiago,
Mamerto Figueroa.
En torno a la figura de Salvador Allende y su candidatura, nació un
gran movimiento popular y nacional, al que se dio el nombre de Frente de
Acción Popular (FRAP), dispuesto a la batalla presidencial por la sucesión del
gobierno de Carlos Ibáñez, en competencia con Jorge Alessandri, sin mili-
tancia político-partidista, pero estrechamente comprometido con la derecha
económica y política. Los otros candidatos en pugna fueron el radical Luis
Bossay Leiva, el democristiano Eduardo Frei Montalva y Antonio Zamorano,
ex cura del pueblo de Catapilco, provincia de Aconcagua.
El candidato no es Marmaduque…
Un día viernes de marzo de 1957 nos reunimos los universitarios socialis-
tas en la nueva sede del Comité Central, trasladada a la calle Catedral Nº
1413. El objeto era continuar con nuestras charlas habituales, a la vez que
acordar nuestra mejor y más activa participación en la campaña presiden-
cial de Salvador Allende. Acudió a esa reunión el diputado socialista por
Cautín, Haroldo Martínez. Nos comunicó que al siguiente día se iniciaba
oficialmente la campaña y que nuestro candidato visitaría las localidades de
Polpaico y Mantos Blancos. Pidió dos voluntarios para acompañar a Allende
en esa pequeña gira, representando a la Juventud Socialista (JS).
Fui el primero en levantar entusiastamente la mano, ofreciéndome a in-
tegrar la comitiva. También se ofreció otro, que no apareció al día siguiente.
Como buen croata puntual, a las 8:45 me presenté en la sede del partido.
¡No había llegado nadie…!
Pasadas las 9 de la mañana, aparecieron en el local el candidato y algunos
de los que integrarían la comitiva, entre ellos Carmen Lazo Carrera. Allende
preguntó qué jóvenes le acompañarían. Emocionado me presenté y dije: –Yo,
doctor. Se alegró de saber que al menos un joven socialista estaba presente.
Junto con estrecharme la mano, me dijo: –Usted, joven, se va conmigo en mi
auto con la compañera Carmen Lazo. ¿Sabe manejar? –No, le respondí. –Bien,
vamos andando, que ya estamos retrasados. Nos subimos a su automóvil, un
Chevrolet cuatro puertas de 1952, color gris.
Me senté atrás, Allende al volante y a su lado Carmen Lazo. Hasta en-
filar la carretera hacia el norte, todos callados. Yo emocionado. Iba junto
a aquel hombre que tanto me había impactado en Antofagasta hacía ya
cinco años...
Llegamos a Polpaico. Prácticamente todo el pueblo se hizo presente en
la concentración. Allende me dice: –Ya, pues, joven. Párese y hable. Casi me
caí del susto. Le dije que yo jamás había hablado en público y ante tanta
gente. Me dijo algo así como: –No se preocupe mucho, mire que esta zona
es normalmente de Ley Seca y hace dos días que se levantó. Observe y verá
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que están todos «pasaditos», así es que ¡adelante! Párese ante el micrófono
y diga que viene en representación de la juventud del movimiento popular
a proclamar...
Así lo hice. Lo único que recuerdo con claridad era el golpeteo de mis
rodillas. ¿Qué pude haber dicho? ¡No tengo la menor idea! Sólo viene a
mi memoria que un par de veces la multitud aplaudió. Cuando me fui a
sentar, a la izquierda de Allende, este me apretó con fuerza una rodilla y
me dijo: –Mire, jovencito... no estuvo tan mal para ser la primera vez... la
próxima recuerde que el candidato presidencial se llama Salvador Allende
y no Pedro Aguirre Cerda ni Marmaduque Grove... ¿entendió, jovencito?
Yo estaba rojo y conmocionado por lo que –estaba seguro– había sido una
gran metida de pata.
Luego habló Carmen Lazo, con esa elocuencia y claridad que afortuna-
damente aún conserva hasta nuestros días. Por segunda vez vi a Salvador
Allende discurseando. Tenía un ángel impresionante. Hacía delirar de en-
tusiasmo a hombres y mujeres con su mensaje.
Copia casi exacta en Mantos Blancos. Era mi primera «experiencia
política» real. Fue emocionante estar al lado de Salvador Allende y conocer
a la negrita Carmen Lazo, mi grande y adorable amiga. Ella nunca, en los
años de conocernos, pudo pronunciar mi nombre, y me rebautizó como
«Gonzalito», apelativo que me da hasta el día de hoy.
Al regreso y ya más relajados, Allende preguntó que hacía yo, qué es-
tudiaba, cómo eran mis padres, de qué parte de Yugoslavia eran, cuándo
llegaron a Chile, dónde vivían... Estaba interesado en conocerme. Yo ya
había perdido ese temor reverencial, y nuestra conversación fue fluida, sin
inhibiciones de mi parte. Verifiqué que era una persona normal y muy agra-
dable en su trato; bueno para el chiste y las bromas, y que reía a carcajadas
con cada salida mía o de Carmen Lazo. Ese viaje de regreso a Santiago es
imborrable para mí. Nos invitó a cenar al restaurante Danubio Azul, que
en esos años estaba en la calle Merced. Entramos, y nuevamente me sentí
cohibido. Nunca había estado allí. La verdad es que nunca había estado en
ningún restaurante, y me intimidé.
Allende pidió algo chino para él; para Carmen, algo similar, y cuando me
preguntó que quería, le dije: –Bueno... yo vivo en pensión de estudiantes, así
es que si se puede, quisiera un bistec a lo pobre. Me puse rojo de vergüenza
con la sonora carcajada de Allende. Todo el mundo se dio vuelta a mirar
nuestra mesa. Él le dijo a Carmen: –¿Qué tal el yugoslavito bruto este?
¿Cómo se le ocurre que en un local de comida china le van a dar bistec a lo
pobre? Vista mi turbación –luego de un buen reto de Carmen–, pidió dis-
culpas por la broma y me introdujo en los secretos de la comida oriental.
Ya distendidos, hablando de este mundo y el otro, Salvador Allende
preguntó: –Usted, joven, además de estudiar ¿hace algo? ¿Le quedan un
par de horas libres a la semana? Necesitamos mucha ayuda de oficina y la
nuestra es una campaña pobre. ¿Le gustaría colaborar conmigo? –Por su-
puesto que sí, le dije. –¿Qué debería hacer…? –Lo mejor es que usted vaya
el lunes a las seis de la tarde al local del Comando, y allí hablamos. ¿Le
parece? Terminada la cena, llevamos a Carmen hasta su casa y Allende me
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Radiografías postales
El día lunes, a las 18:00 en punto, ya estaba en el segundo piso del Nº 1439
de calle Compañía, sede del Comando. Ese lugar de tantos y tan gratos
recuerdos para mí, está hoy convertido en un sitio eriazo para estaciona-
miento de automóviles. Tuve que esperar un largo rato. Había bastante gente
desconocida para mí en el lugar. Viéndome sentado, se acercó una señora
de edad indefinible, alta, rubia y muy buena moza. Preguntó si esperaba a
alguien en particular, ya que ese sector pertenecía al candidato y sus colabo-
radores. –Sí, le dije. Me citó a esta hora el doctor Allende para conversar...
–Dígame a mí de qué se trata. Yo me encargo de las citas de Salvador, y no
me ha dicho nada. ¿Cómo se llama usted? Le di mi nombre, Ozren Agnic.
–¿Cooómo? ¡Vaya nombre para raro...! ¡Cuénteme a qué viene y veré qué
puedo hacer por usted!
Brevemente le informé la razón de mi presencia. Entró a una salita priva-
da, saliendo casi enseguida. –Venga, me dijo. Yo me llamo Leonor Benavides
de Vigil y ayudo a Salvador en su campaña, él lo recibirá ahora. Entramos
a la oficina privada, y allí estaba Allende, sentado detrás de un destartalado
y rústico escritorio de madera, con una montaña de papeles encima. –Hola,
joven –me dijo. Qué gusto me da ver que es cumplidor y no haya desechado
lo que conversamos el sábado. Le presento a la Leíto, mi colaboradora. Usted
va a trabajar con ella y confío se entiendan bien. Su función será importante,
y desde este momento usted se integra a la parte administrativa medular de
la campaña, como persona de confianza. Espero de usted la mayor discre-
ción y confidencialidad y el máximo criterio en todo lo que haga. La Leíto le
explicará cuáles serán sus funciones. Cualquier cosa que usted no entienda,
se lo consulta a ella... Para comenzar, enséñenos su nombre tan enredado; a
ver si lo aprendemos ya que de alguna manera tenemos que llamarlo. Fue un
grato momento de bromas y risas, ya que por un lado mi nombre es realmente
raro, Allende no era nada de bueno para los idiomas y la Leíto era primera
vez que oía una ensalada de letras como nombre de una persona. La mayor
aproximación que hizo Salvador Allende ese día fue llegar a decirme «Orren».
La Leíto lo aprendió más rápido.
En eso estábamos cuando golpean la puerta y entra un señor de recia
contextura y gruesos anteojos. –Pasa, le dijo Allende. Te voy a presentar
al compañero «Orren», estudiante de Economía y que colaborará en esta
oficina. «Orren», le presento al diputado Salomón Corbalán, secretario ge-
neral del PS y generalísimo de la campaña. Así conocí a uno de los próceres
de la izquierda chilena.
Yo sabía quién era, pero lo veía por vez primera personalmente. Con
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los años, tuve una buena relación con Salomón y su esposa, María Elena
Carrera. Cada vez que lo recuerdo acude a mi memoria el trágico accidente
que terminó con su vida en el camino de San Fernando a Santiago. Corba-
lán era oriundo de la ciudad de Victoria, de profesión ingeniero químico.
A la fecha de su deceso, 11 de marzo de 1967, Salomón era senador por
O’Higgins y Colchagua. Estaba por cumplir los cuarenta y dos años de
edad, y dejaba a su señora con tres pequeños hijos.
Leonor me mostró un escritorio pequeño, explicándome lo que tendría
que hacer. Tenía que contestar muchas cartas, intentar buscar soluciones a
las peticiones de toda índole que hacían al Senador y candidato, en corres-
pondencia que llegaba desde Arica a Magallanes. Me pasó un montón de
sobres, abiertos por supuesto, y me dejó leyendo sus contenidos mientras
ella volvía. Tomé el primer sobre, saqué la carta y la leí. Era de un preso en
la penitenciaría de Santiago, que pedía ayuda. Recuerdo que manifestaba
estar condenado por un delito no cometido. Decía carecer de medios econó-
micos y, por tanto, no tuvo posibilidades de pagar un abogado. Suplicaba
ayuda, a la vez que manifestaba que todos sus familiares eran allendistas,
comprometidos a votar por él.
En ese momento no se me ocurría qué se podía hacer por esa persona
y qué contestarle. ¿Qué hacer? ¿Qué decirle a ese hombre preso? ¿Cómo
buscar ayuda? Cero... mente en blanco. Tomé otra y otra... las leía; la ma-
yoría contenía dramas diferentes, pero tremendamente humanos. Otras,
simple adhesión y aliento.
Unos necesitaban se les consiguiera un cupo en un hospital para operar
a su mujer, otros pedían medicinas, otros eran cesantes y pedían ayuda
para encontrar trabajo, otros tenían problemas de jubilación... en fin,
muchas tragedias que requerían de una atención inmediata y yo sin saber
qué hacer. Leídas varias cartas, salió Allende. Se acerca y pregunta: –¿Y...?
¿Cómo vamos…? Algo perturbado le dije que estaba más perdido que el
Teniente Bello; que me habían conmovido esas cartas, pero que no tenía la
menor idea de que hacer y mucho menos qué soluciones buscar, a la vez de
responder a los remitentes. –¡Véalo con la Leito; ya va a aprender! Hasta
mañana y gracias nuevamente.
La Leíto se me había desaparecido y, por supuesto, no había a quién
preguntar nada. Además, no era apropiado ir a consultarle cada vez que
leyera una carta. Pensando y pensando, se me ocurrió una buena idea: hacer
un breve resumen de las cartas, con el nombre del remitente, dirección, ciu-
dad, extracto de la petición, y un espacio para poner comentarios y anotar
soluciones. Así sería más fácil consultar de una vez todos los casos, saber a
quién dirigirse en busca de ayuda, o al menos ofrecer una palabra de aliento
para los afligidos remitentes. Me fui del Comando luego de las 21 horas,
con un vacío en el estómago y la sensación de ser un perfecto inútil.
El Comité Central quedaba a una cuadra, allí habría gente con la cual
poder conversar y desahogarme. Efectivamente, encontré a algunos amigos.
Les conté de mi viaje a Polpaico y que estaba colaborando en la oficina de
Allende; mejor dicho, intentando colaborar, según la experiencia de esa
tarde. Alguien sugirió hacer una lista de profesionales del FRAP, estudiantes
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El «Tren de la Victoria»
En la época de su segunda campaña presidencial, conocí a muchos periodistas
de izquierda, con quienes tuve la suerte de cultivar una invalorable amistad
y relaciones muy estrechas. Recuerdo con mucho cariño y aprecio a Car-
los Jorquera Tolosa, excelente profesional, uno de los escasos verdaderos
amigos de Salvador Allende. Carlos fue designado encargado de prensa de
La Moneda en 1970. Estuvo permanentemente al lado de Allende.
Estaba también Augusto Olivares, «el Perro Olivares». Augusto fue otro
de los leales amigos y consejeros de Allende. Una antigua depresión gatilló
en él su suicidio el día del ataque a La Moneda. El «Perro» era hombre de
ideas claras, intuitivo, buen polemizador y muy creativo. Así pudo conquis-
tar a una de las más bellas y cotizadas actrices del radioteatro de la época:
Mireya Latorre. Eugenio Lira Massi, «el flaco Lira», periodista cáustico,
polemizador de primera línea y columnista del diario El Clarín, fallecido en
Europa durante el exilio. El director de El Clarín, allendista hasta la médula
de los huesos, era Alberto, el «Gato» Gamboa. El «Gato» se caracterizaba
por sus brillantes y certeras polémicas. Además, era un personaje lleno de
anécdotas, con un sentido del humor transmisible fácilmente a quienes de-
partían con él. Muchos recordarán su columna denominada «Consultorio
Sentimental» en el diario El Clarín, que firmaba con el seudónimo de «El
Profesor Jean de Fremisse».
Elmo Catalán, del diario El Siglo, amigo de la infancia en Antofagasta
y muerto combatiendo en la guerrilla boliviana. Mario Planet, «El Viejo»,
director de la Escuela de Periodismo. José Gómez López, el maestro del re-
portaje oportuno e instantáneo. Nancy Grimberg. El «Chico» Mario Díaz,
que con su inteligencia y personalidad se ganó un alto sitial en el periodismo
chileno. José Tohá, amigo personal de Allende y director del diario Las
Noticias de Última Hora, posteriormente nombrado ministro del Interior y
luego de Defensa en el gobierno de Salvador Allende. Frida Modak, buena
para la talla y los análisis profundos, analista y escritora de alto vuelo...
El «Viejo» Murillo, Camilo Taufic, Manuel Cabieses, José Miguel Varas y
otros complementaban ese selecto y entrañable conjunto de amigos.
Yo era el más joven de ese grupo. Solíamos reunirnos varias noches al
mes en el ya desaparecido restaurante «Il Bosco» de la Alameda, junto con
personajes como Luis Hernández Parker, Tito Mundt y tantos otros que,
si los nombrara, llenaría páginas y páginas con sus nombres, anécdotas y
características. Todas nuestras conversaciones y debates giraban en torno
a la campaña presidencial y a la próxima elección del 4 de septiembre de
1958, siempre con una buena comida y los inolvidables «Rhin Carmen»
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un gigante ni soy Anteo... pero yo, al igual que ese mítico titán, me abrazo
a mi pueblo y de él obtengo la fuerza que necesito para luchar por ustedes
y por mi patria…». La poesía era bastante más larga, por cierto. Su com-
pañero de lista era el candidato –también socialista– Haroldo Martínez, a
quien generalmente correspondía cerrar los actos de proclamación. Mar-
tínez era un buen orador. En cierta oportunidad se dirigió a la gente antes
que el negro Flores. Para embromarlo y obligarle a cambiar «su discurso»,
recitó la poesía de Roberto. Este quedó mudo y solo se limitó a decir: –Les
saludo y pido que voten por mí. Valga la anécdota. Creo que en la poesía de
Flores hay mucho de cierto para entender esa fuerza, la admirable fortaleza
de Salvador Allende. Eran su pueblo y sus propias convicciones las que le
daban esa energía que sanamente le envidiábamos...
El yate de Allende
Sigamos en el «Tren de la Victoria». Viaje... discurso tras discurso... viaje...
planificar con los responsables el acto en la próxima parada... discurso...
viaje... y así en una espiral por dos semanas. Al regreso, entrar a los ramales
ferroviarios no visitados en el periplo de ida al sur. Finalmente, tras esa ago-
tadora pero fructífera gira, el tren arribó al oscurecer a la Estación Central
de Santiago. Salomón Corbalán y el comando de la campaña habían pro-
gramado una gran concentración en la Plaza Bulnes, en el Barrio Cívico.
Grandes columnas de adherentes convergían a ese sitio tradicional de
reuniones masivas de Santiago. La gente llegaba desde distintos puntos de la
capital. La columna principal era encabezada por el propio Allende, desde
Estación Central al lugar de la concentración. Mi admiración por Salvador
Allende era absoluta. Pasados tantos años, más de 46, todavía no deja de
sorprenderme lo que hizo ese día. Tras una gira ferroviaria como la descrita,
mal dormido, zarandeado y abrazado por miles y miles de personas, tuvo
fuerzas no sólo para caminar las larguísimas cuadras por la Alameda, llegar
a la Plaza, subir a la tribuna y entregar un discurso impecable, de casi dos
horas de duración, absolutamente improvisado y para un mar humano
impresionante: sobre 300.000 personas, una multitud inimaginable para
esa época.
Recuerdo, de esa imponente concentración popular, el macizo discur-
so pronunciado por Allende, analizando todos y cada uno de los puntos
enunciados en el Programa de Gobierno del FRAP y la razón de cada uno
de ellos. Todo dicho en el lenguaje llano y comprensible para cualquier hijo
de vecino.
Era como un verdadero maestro dictando cátedra sobre su programa
social y económico al pueblo de Chile. No me cabía duda alguna de que
todos, absolutamente todos, habían entendido el mensaje y se hacían partí-
cipes de él. Era tal la pasión que ponía Allende en sus discursos que, a medio
camino, el consumo de energía le hacía transpirar. Aún en medio de vientos
gélidos y en pleno invierno, el doctor Allende terminaba sus intervenciones
en mangas de camisa.
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Por esos años, se difundió uno de los grandes embustes –entre los tantos
que le inventaron–: la supuesta posesión de un yate de lujo, anclado en la
marina del balneario de Algarrobo. Mucha gente, además de dar pábulo
a esa mentira, se encargaba de difundir y comentar el lujoso e inexistente
sistema de vida que le atribuían de mala fe.
En la época, la Plaza Bulnes se caracterizaba por ser un gran espacio,
con una pileta de agua en el centro, hoy desaparecida. El día de la gran
concentración, en la dicha pileta se veía flotar un bote pirata, pequeño velero
para dos personas. ¿Qué hacía allí? Era nada menos que el «lujoso yate»
atribuido a Salvador Allende. El tapabocas fue grande. Al día siguiente de
la manifestación y fiesta popular, los diarios El Clarín, La Gaceta, Última
Hora y El Siglo, junto con mostrar a página completa fotos de la impresio-
nante multitud reunida en la Plaza Bulnes, publicaban la foto del modesto
botecito que los adversarios tildaban de «lujoso yate».
Salvador Allende se caracterizaba por sus aficiones deportivas. Practicó
con éxito la dura especialidad del decatlón, gustaba de la equitación y amaba
el mar. Con esfuerzo adquirió ese bote pirata, en el que solía turnar a sus
pequeñas hijas Carmen Paz, Beatriz e Isabel para entretenerlas en un deporte
que requería de concentración y destreza. Allende disfrutaba del mar. Gozaba
con sus amigos y muchas veces se le vio acompañado por quien fuera por
años y años su colega de Senado, gran amigo y vecino de playa, Eduardo
Frei Montalva, enseñándole la navegación a vela en el mar de Algarrobo.
Nadie habría imaginado que esa gran amistad con «el flaco Frei», como
le llamaba, se rompería años después en forma tan brusca y odiosa, como
producto del rencor político y las pasiones incontroladas.
El año 1958, acercándose a pasos agigantados el 4 de septiembre
–fecha tradicional para que el pueblo de Chile se expresara en votación para
elegir al nuevo Presidente de la República– se produjeron acontecimientos
trascendentales para el quehacer político de Chile, que nos hacían mirar con
optimismo las posibilidades de tener a Salvador Allende como Presidente
de la República, pese a los desesperados intentos de la derecha chilena y las
empresas transnacionales por impedir lo que se preveía: un inédito triunfo
electoral de la izquierda por la vía del sufragio universal. No importa el
orden en que estos hechos ocurrieron, todo fue durante ese año...
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Un terremoto eleccionario
Pasadas las cinco de la tarde, llegó el caos. Un larguísimo terremoto en San-
tiago, con epicentro en Las Melosas, Cajón del Maipo. La vieja propiedad
de Compañía 1439 se remecía como botecillo en una tempestad. Quien
dio los primeros pasos para arrancar fue nuestro querido candidato. Con
todas sus virtudes, su valentía para enfrentar lo que viniera, su entereza e
integridad para resolver situaciones adversas que se le presentaron tantas
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Allende en la intimidad
y en el escenario internacional
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La familia Allende
Algunos cronistas de la vida de Allende señalan que él tenía preferencia por
Tati, la hija del medio. Esto no era así. No había una hija predilecta. Adoraba
a sus tres hijas, y a cada una de ellas daba el trato que requerían sus diferentes
caracteres. Carmen Paz, la mayor, era tímida, introvertida y de un carácter
muy dulce. Beatriz tenía un temperamento diametralmente opuesto. Era
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adicionales que nos estamos mandando por cuenta propia. Y ahora, ¿qué
vamos a hacer?
Eduardo Frei era una persona metódica, a la vez que muy aprensivo.
Verse sin dinero, en país extraño, por muy amigo que fuera del nuevo pre-
sidente, le llenó de angustia. Por su parte, Salvador Allende era un hombre
esencialmente optimista y con gran habilidad para resolver las más inespera-
das situaciones. Tranquilizó a su amigo y le dijo que no se preocupara. Que
él resolvería el problema de alguna manera, y partió del hotel con destino
desconocido. Regresó al par de horas, con apariencia de pesadumbre y la
cara larga. –Flaco, nos jodimos –le dijo. Me fue pésimo y no conseguí ni
chapa. Fui al palacio de gobierno, hablé con Rómulo para que nos preste
algo de dinero y me dijo que no tiene la menor posibilidad de hacer nada
por ayudarnos.
Mientras le relataba el hecho, Allende mantenía las manos en los bolsillos
del pantalón y su mejor cara de circunstancias. Conversaba con Frei y le
contaba la desventura «especulando posibilidades», Allende hacía extraños
movimientos con su mano derecha. Estaba haciendo una bolita con un billete
en su bolsillo. –Mira, flaco, esto es todo lo que pude conseguir con los ami-
gos... Sacó la mano del bolsillo y con los dedos pulgar y medio lanzó la bolita
debajo de la cama de Frei... Contaba que era para matarse de la risa ver a
ese hombre tan serio, tan largo y circunspecto, primero arrodillado y luego
acostado en el piso, bajo la cama, buscando el billete hasta que encontró la
bolita. ¡Era un billete de cien dólares! –Pero Chicho, si esto no alcanza ni
para el taxi a Maiquetía (aeropuerto de Caracas). Con grandes carcajadas,
Allende sacó del bolsillo un fajo de billetes de cien dólares y lo mostró a su
amigo Frei. –Así se solucionan las cosas, mi querido flaco. Tú para Chile y
yo para La Habana. ¿Acaso creíste que Rómulo nos iba a dejar abandonados
acá? Si este problemilla te angustió tanto, ¿cómo pretendías solucionar los
problemas económicos del país si te hubieran elegido presidente?
Ambos eran excelentes amigos y Frei soportaba el carácter esencial-
mente alegre de Allende, a quien complacía hacer bromas de este estilo, a
las personas que estimaba. Creo que la única broma que Salvador Allende
jamás pudo hacerle a Eduardo Frei fue «robarle» alguna prenda de vestir.
Eran muy diferentes, Frei era alto y delgado; Allende, más bajo y de espaldas
más anchas que su amigo.
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Con Pedro González, a partir del día que nos conocimos, tuvimos una
gran relación de amistad y colaboración mutuas.
En 1960, el país tuvo dificultades de toda índole, agravadas sin duda por
el cataclismo. La ayuda fluía generosa del mundo entero. El pequeño y único
aeropuerto internacional de Santiago, Los Cerrillos, prácticamente colapsó
con la gran cantidad de aviones que llegaban a diario portando materiales de
auxilio, medicinas, víveres, carpas, hospitales de campaña… Mirando ahora
la pequeña pista de ese aeropuerto –en 1960 era aún menor– es increíble
como soportó ese tráfico. Llegaban repletos y salían vacíos los gigantescos
aviones Hércules, sin cesar. El trabajo de los organismos nacionales de
emergencia fue heroico. Había que ordenar lo recibido y clasificar, organizar
la entrega, distribuir y hacer llegar a los centros damnificados el material
clasificado. Por lo menos la mitad de Chile sacrificó tiempo y recursos para
colaborar en la medida de sus posibilidades, o inclusive más allá de ellas.
Como suele ocurrir en estos casos, tampoco faltaron los vivos que siempre
aparecen cuando hay desgracias. Uno de ellos fue un famoso ministro de
Alessandri, caracterizado por un gran puro colgando de sus labios.
Parecía evidente una devaluación del nuevo signo monetario, el escudo,
considerando las presiones inflacionarias en la economía del país y los ingen-
tes costos que demandaba la reconstrucción de las provincias destruidas por
el cataclismo de mayo. Sin embargo, el ministro de Hacienda, conocido por
su apodo de «El Ruca», juraba al país que no habría devaluación y que la
paridad dólar-escudo se mantendría inalterable. Sostenía que nuestra mone-
da se había fortalecido ante la moneda norteamericana, y que de momento
era imposible concretar las medidas pertinentes para revaluar, en atención
a «las pequeñas dificultades creadas por los terremotos». Afirmaba que la
economía estaba vigorosa y las finanzas públicas absolutamente saneadas,
de tal manera que Chile entero debía estar tranquilo y confiar sin reservas
en la conducción económica, la que estaba mostrando ante la faz del mundo
entero el equilibrio de la balanza de pagos, y otras justificaciones que sería
lato comentar.
El hecho es que el ministro devaluó el peso entre gallos y media noche,
favoreciéndose personalmente con oscuras adquisiciones de dólares, cuyo
valor se triplicó o sextuplicó. Dicho negociado fue también compartido
con sus amigos y favoritos. El escándalo fue mayúsculo y ampliamente di-
fundido por la prensa de la época, comentado y denunciado por el senador
Allende en sesiones del Senado de la República y, por cierto, negada por los
favorecidos con la inmoral medida.
Lo otro tuvo relación con la ayuda solidaria en efectivo recibida de todas
partes del mundo. De acuerdo con las normativas y reglamentos vigentes en
la época, todo dinero que ingresaba a las arcas fiscales debía ser depositado
en el Banco del Estado de Chile. La ley prohibía expresamente a cualquier
entidad fiscal la apertura de cuentas corrientes en cualquiera de los bancos
privados, y mucho menos se podían efectuar depósitos de platas fiscales
en ellos, aun cuando fuera de manera transitoria. Como veremos, ello no
siempre fue así.
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Candidatura senatorial
por Valparaíso y Aconcagua
El Partido manda
Para el mes de marzo de 1961 correspondía una elección general parlamen-
taria, con renovación completa de la Cámara de Diputados y renovación
parcial del Senado, es decir, la mitad de los senadores en ejercicio, electos
en el año 1953. La circunscripción electoral que representaba Salvador
Allende, Tarapacá y Antofagasta, caía en esta obligación legal, al igual que
la mitad del país.
Allende jamás había sido derrotado en comicios parlamentarios. Ni
siquiera en su primera presentación como candidato a diputado por Valpa-
raíso en 1937, con apenas 29 años de edad. Por el contrario, siempre obtuvo
las más altas preferencias del electorado. La lógica indicaba que tanto el PS
como sus aliados –en pacto electoral– tendrían que nominar a Allende como
candidato a senador en una zona electoralmente segura, con alta votación
de los partidos del FRAP, donde no hubiera el menor riesgo de exponerle a
un traspié. La activa participación de Allende en la formación consciente
del movimiento popular chileno, su derrota por un escaso margen de votos
ante la derecha, indiscutiblemente lo habían transformado en el más valioso
y auténtico líder de la izquierda.
Todos suponíamos que los máximos organismos del PS lo nominarían para
representar nuevamente en el Senado a Tarapacá y Antofagasta. También
había dos alternativas muy seguras para él, como lo eran la circunscripción de
Valdivia, Osorno, Llanquihue, Chiloé, Aysén y Magallanes –como
he dicho, la más extensa del país–, zona donde –en conjunto con Aniceto
Rodríguez–, el PS fácilmente podría obtener dos senadores. La otra zona que
nos gustaba a los colaboradores y amigos de Allende era la circunscripción
de O’Higgins y Colchagua, tanto por las votaciones históricas del PS, como
por la gran cantidad de ciudadanos que había entregado sus preferencias a
nuestro candidato en la elección presidencial reciente.
Para espanto nuestro, el Comité Central del PS decidió postular a Sal-
vador Allende por la más difícil de todas: Aconcagua y Valparaíso. En esta
agrupación, según todos los registros históricos, el PS prácticamente nada
tenía que hacer. Su caudal electoral era escaso, en tanto que el PC era fuerte
y presentaba un candidato formidable, apoyado no sólo por los militantes
de su propio partido, sino por la gente más pobre de los cerros porteños.
El doctor Jaime Barros Pérez-Cotapos –su candidato– era ampliamente
conocido y queridísimo por su labor social, atención gratuita a la gente de
escasos recursos y mucho carisma personal. Además, el PC superaba am-
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Al asalto de Aconcagua
Hubo grandes discusiones con Allende. Intentamos convencerlo de evitar
lo que todos calificaron como su tumba política. Valparaíso y Aconcagua
terminarían con toda su obra, con todo su sacrificio y ello conduciría, sin
duda alguna, a un claro e inevitable retroceso del movimiento popular
chileno. Es cierto que el FRAP no se había forjado en torno a un caudillo,
o un Mesías, como la mayoría de los movimientos populares emergentes
en nuestra América Latina: Perú con Haya de la Torre, Argentina con Juan
Domingo Perón, Venezuela con la figura de Rómulo Betancourt, Nicaragua
con Sandino, etc.
La realidad de Chile era políticamente distinta, Primaban las ideologías,
la concientización del pueblo y las abismantes diferencias entre las clases
sociales y económicas de nuestro país. En Chile no existía un caudillismo
formal. La figura de Salvador Allende había sido el gran catalizador que
precipitó la unidad del pueblo de Chile. Campesinos, obreros, intelectua-
les, empleados, profesionales, estudiantes, dueñas de casa, habían logrado
algo inédito en Chile. Una conciencia clara, una firme posición política y
la convicción de que más temprano que tarde llegarían a la obtención del
poder por la vía del sufragio universal. Pero también es cierto que una parte
considerable de la masa trabajadora y estudiantil se identificaba claramente
como allendista y que seguían a su líder y mentor por sobre cualquier con-
sideración de tipo ideológico. El allendismo era una fuerza que superaba a
la sumatoria de los partidos políticos de la izquierda chilena.
En diferentes reuniones informales, principalmente en la «Moneda Chi-
ca», los leales amigos de Allende discutíamos la forma de convencer a nuestro
líder de que rechazara la propuesta socialista y diera la gran batalla para ser
nominado por otra región que no fuera Valparaíso. No concebíamos que
hubiera aceptado representar al PS en donde las posibilidades se visualizaban
francamente nulas. Formulábamos planes, estrategias, se elaboraban cifras y
toda la batería argumentativa imaginable para que desistiera de su decisión.
Todo era favorable a nuestro rechazo, pero Allende no cedió.
Un buen día nos reunió en esa oficina para meternos en cintura. Recuerdo
que, entre otros, estaban los economistas Max Nolf y Gonzalo Martner, Carlos
Jorquera, Gonzalo Piwonka, Augusto Olivares, José Tohá, Miguel Labarca y
otros que se me hace difícil recordar por los más de 46 años transcurridos. Serio
y severo nos reconvino con palabras similares a las que indico:
–Ustedes, compañeros y amigos, colaboradores y combatientes de
tantas batallas junto a mí, no deben poner en duda mis decisiones. Soy un
leal y firme militante del PS y como tal actuaré. Les pido, en aras de lo que
juntos hemos vivido, que cesen de una vez por todas sus cabildeos. Estoy
determinado a luchar por esa senaturía que ustedes ven como imposible.
¡No hay nada imposible! ¡No hay obstáculos insalvables! ¡Con decisión,
coraje y mucho sacrificio de todos, estoy seguro daremos una sorpresa a
todo el mundo! –Pero... comenzó a decir uno de los presentes... –¡No hay
pero que valga!, dijo Allende. Si alguno de ustedes cree que será demasiado
peso y no está en disposición de seguirme, lo entenderé.
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En bus a la victoria
El bus era de grandes dimensiones... larguísimo y de un ancho poco usual
en los medios de locomoción existentes en el país. En el techo del vehículo
se armó un escenario plegable; se montaba con rapidez una especie de pros-
cenio, con seis sillas y un micrófono de pedestal para los oradores, cantantes
y artistas que participarían en la campaña de Salvador Allende. En la parte
frontal y cola (del techo), dos grandes bocinas de sonido, que servían para
transmitir proclamas mientras el bus recorría caminos y calles; amplificar
las voces de artistas y candidatos cuando correspondía. Cuatro grandes
reflectores en las esquinas para iluminar el «escenario» por la noche.
Del interior se sacaron prácticamente todos los asientos, dejando unos
pocos para quienes serían «la tripulación estable» del bus, al que habíamos
bautizado «El Bus de la Victoria». En la cola, se cerró un pequeño espacio
de aproximadamente 120 centímetros, con una puerta corrediza de madera
terciada. Ese espacio se amobló con una angosta litera o catre de campaña
y una mesita plegable. Servía de «dormitorio del capitán», que en este caso
sería yo. Adelante, el asiento del chofer y dos para acompañantes, con un
equipo de sonido montado sobre un tablero para perifonear y transmitir
música de todo tipo, incluyendo la folclórica y marchas de todo el orbe.
Al medio se instaló un proyector de películas de 16 milímetros con
sonido y accionado por un generador a bencina. En los espacios libres,
perfectamente acomodado, un gigantesco telón enrollado para ser montado
en los lugares de concentración. Disponíamos de una interesante cantidad
de películas sonoras (ahora puede parecer extraño el término), donadas
por organizaciones cubanas y que mostraban la realidad de la Isla durante
la dictadura de Batista, así como las realizaciones de la Revolución. Otros
amigos regalaron películas de dibujos animados, noticiarios de cine bastante
actualizados y algunos filmes realizados por directores chilenos (Helvio Soto,
entre ellos); varios mostrando las gigantescas concentraciones de la campa-
ña presidencial de 1958. Guillermo González, el publicista, confiaba en el
impacto que causaría en sectores rurales la exhibición de los mencionados
filmes. Muchos pobladores de sectores marginales y fundamentalmente
campesinos –como ya he relatado– jamás habían visto una película en su
vida. Puedo afirmar sinceramente que, de no ser por la tristeza que nos
producía el atraso de los trabajadores del campo, era motivo de asombro
y risa ver como muchos iban a mirar detrás del telón para observar cómo
y dónde se escondían los actores...
Cerca de la cola del bus, se instaló un generador de energía eléctrica con
funcionamiento a gasolina, prestado por uno de los amigos de Allende. El
generador tenía la capacidad suficiente para hacer funcionar el proyector de
películas, aparato de altísimo consumo, los reflectores, el equipo de sonido
y todo lo demás.
Nos donaron un gran libro de contabilidad, de esos que se utilizaron en
la época de las salitreras en el norte de Chile, donde se anotarían informacio-
nes de importancia para nosotros, tales como nombres, apellidos, dirección,
número de inscripción electoral de los futuros adherentes a la candidatura
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mi vida. El viejo concepto de que los gitanos son sucios, ladrones, cuenteros
y otras lindezas, se desvaneció para mí cuando conocí a Spiro California,
el rey de los gitanos.
Efectivamente por la noche apareció, en los momentos que exhibíamos
una de las películas cubanas. Quien no haya tenido la oportunidad de cono-
cer a esta raza tan especial y misteriosa, nunca podrá imaginar que, siendo
gente nómada, a quienes se atribuye especialidad para engañar al prójimo
con la quiromancia, la astrología y la cartomancia, sean personas de una
gran sensibilidad, apasionados por los cantos y la música y capaces de dar
la vida por quienes llegan a querer sinceramente.
Spiro California, ya fallecido, llegó a ser uno de mis buenos amigos.
Tomó un gran compromiso conmigo la noche que nos conocimos. ¡Prometió
lo mejor de sus esfuerzos para conseguir que todos los gitanos de Chile vo-
taran y trabajaran por Salvador Allende y por los que éste decidiera apoyar
en forma personal y en cualquier rincón donde ellos estuvieran! Dijo que
en Aconcagua y Valparaíso se habían establecido varios campamentos de
gitanos y con muchos de sus paisanos inscritos en los registros electorales
de ambas provincias. Recuerdo que, entre otras cosas, le expresé que si el
Dr. Allende era electo senador por esa zona, seguro que el año 1964 sería
nuevamente candidato a la presidencia de la república y que mejor aporte
debería ser concretado con una masiva inscripción de «sus súbditos» en los
registros electorales. Interesante que, además de cumplir con su promesa, el
Rey de los Gitanos fue un activo colaborador en las siguientes actividades
políticas de Salvador Allende, así como en los diferentes actos electorales
con presencia socialista.
Partimos a la zona difícil. La provincia de Aconcagua. La región era
atrasada, por su característica fundamentalmente rural. Me llamaba mucho
la atención la manera sumisa con que los trabajadores del agro se dirigían
a las personas desconocidas o que no fueran sus familiares. No miraban
a los ojos, agachaban la cabeza y daban vueltas y vueltas sus sombreros o
chupallas entre sus dedos mientras hablaban o escuchaban. Ellos sabían que
habían nacido campesinos, hijos de campesinos y serían padres y abuelos
de campesinos, sin posibilidades de acceso a educación, a la cultura y a un
mejor standard de vida. Su sobrevivencia dependía exclusivamente de la
magnanimidad del patrón y de los miserables salarios que recibían por su
trabajo. Laboraban desde el alba al anochecer, sin descansos de feriados o
dominicales. Sólo para las fiestas patrias de septiembre.
La conquista social que significó la ley de educación primaria obliga-
toria para los trabajadores urbanos era para ellos una burla y una ficción.
Los niños trabajaban a la par de sus padres. Los campesinos y sus hijos
vestían miserablemente, calzados con ojotas hechas de trozos de neumáticos
desechados. En el crudo invierno aconcagüino no les era posible abrigar
sus pies por el tipo de faena que realizaban. Permanentemente mojados en
las tareas de regadío, metidos hasta las rodillas en las «melgas» y el barro.
Conocer a uno de esos modestos trabajadores del campo, era conocer a la
totalidad del campesinado chileno.
Ignoraban absolutamente su derecho a percibir la asignación familiar
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por su mujer y cada uno de sus hijos. Pese a la «rigurosidad de la ley», los
patrones se las arreglaban para burlar las disposiciones legales. Mucho menos
sabían la existencia de otra ley que otorgaba a las mujeres asignación familiar
a contar del sexto mes del embarazo, uno de los proyectos más humanitarios
y de sensibilidad social que presentó Salvador Allende al Senado y que pudo
convertir en una ley de la república con gran esfuerzo de los parlamentarios
progresistas y desmedido escándalo de la derecha.
Marginados de todo conocimiento, los trabajadores agrícolas se impresio-
naban con algo tan inédito para ellos como oír desde lejos los sones marciales
emitidos desde el sistema de amplificación del bus y los mensajes llamándoles
a concurrir al lugar nocturno de concentración. Evidente que el gran gancho
para comprometer la asistencia era que por vez primera en sus vidas iban
a ver una película. Concurrían a escondidas y al amparo de la oscuridad...
temerosos, pero iban y eso era lo más importante, ya que nos posibilitaba
entregarles nuestro mensaje de aliento y esperanza.
–¡Álzate, campesino! Era la consigna que perifoneaban los parlantes.
–¡Despierta al Chile nuevo! ¡Aprende a hacerte respetar y conoce tus dere-
chos! ¡Allende, nueve, senador…!
Recorrimos toda la provincia de Aconcagua, como se la conocía en ese
tiempo. Hoy es parte de la quinta región (Valparaíso); ciudad por ciudad,
pueblo por pueblo, villorrio por villorio. No dejamos rincón sin visitar. El
entusiasmo de la gente era increíble, y en estos días, pasadas ya más de cuatro
décadas, aún me estremezco con tantos recuerdos de esas jornadas.
Además de lo que hacíamos con el bus, reuniendo personas para las
concentraciones, Eduardo Osorio acompañaba todo el día a Allende. Hacían
campaña casa por casa, conversaban con todo el mundo, estrechaban miles
de manos todos los días. Un contacto más directo que ese es imposible.
Osorio, bastante más joven que Salvador Allende, quedaba agotadísimo al
término de las jornadas, en tanto que el Senador se veía fresco y lleno de
vigor. Osorio se quejaba diciendo que «el pije Allende» lo dejaba con la
lengua afuera, reclamándole que moderara el paso porque no era capaz de
seguirlo. Yo me reía mucho con sus quejas. –Mira, Lalo –le decía– yo soy aun
más joven que tú y me pasa exactamente lo mismo. Soy incapaz de seguirle
el tranco. Al menos tú debieras estar feliz por el tan buen caballo que te
lleva. No olvides que gracias a él volverás a la Cámara de Diputados.
A propósito de las miles de manos que estrechaba diariamente Salvador
Allende, me detengo un tanto en este hecho, ya que hasta el día de hoy no
faltan los mentirosos que «hablan con propiedad y conocimiento personal»
acerca de otro infundio sobre Salvador Allende.
Dicen los lenguaraces que Allende no soportaba «el olor a roto». Que
usaba unos «taponcitos franceses perfumados en sus fosas nasales para no
sentir el maloliente sudor del pueblo». ¡Rotundamente, esa es otra de las
tonteras inventadas por sus adversarios y por quienes aún le odian! Allende
amaba a su pueblo. Jamás, desde el día que le conocí y hasta su muerte le vi
hacer tal cosa. Como no tenían argumentación política válida para atacarle,
lo hacían inventando toda clase de patrañas.
Durante una de las visitas compartí con Allende una humilde pieza en
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La elección en la ruleta
Recorridos todos los rincones de Colchagua y O’Higgins, regresamos a
Valparaíso y Aconcagua. El tiempo avanzaba aceleradamente, y faltaba
muchísimo para cumplir con la misión que, esperábamos, posibilitaría la
elección de Salvador Allende en los comicios electorales del cinco de marzo
de 1961.
Establecidos nuevamente en Valparaíso, supimos que en Santiago se
había organizado una caravana de solidaridad con Allende, encabezada
por Clodomiro Almeyda. Fueron centenares de vehículos de toda clase,
con algunos miles de partidarios del candidato, los que se trasladaron a la
ciudad de Valparaíso para apoyarle con su presencia. Por una ruta diferente
a la tradicional Cuesta de Barriga, recorrieron con bocinazos, banderas al
viento, parlantes y mucho fervor las pequeñas localidades de la provincia.
Es particularmente difícil narrar la conmoción que produjo el paso de esta
caravana. Pese a ser una presencia simbólica en la práctica, no me cabe
duda acerca de la valiosa colaboración que significó esta, denominada «de
la victoria popular».
Las visitas a ciudades, pueblos y villorrios continuaron con ritmo ace-
lerado. Yo estaba literalmente reventado. Tanto así, que el sistema nervioso
afectó mi cabellera. Comenzó a caérseme el pelo, especialmente en los costa-
dos de la cabeza y nuca. Aparecieron unos ridículos «medallones pelados»
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rada elección del candidato socialista por la zona, Alonso Zumaeta Faúndez,
cuyo mayor arrastre estaba en la ciudad y aledaños de La Calera. Nuestro
postulante a la Cámara de Diputados por Aconcagua, Eduardo Osorio Pardo,
también había roto los vaticinios, siendo electo por primera vez un diputado
socialista en esa zona. Lamenté la pérdida de mi querida Carmen Lazo y de
mi buen amigo Antonio Tavolari. Yo creía que uno de ellos sería elegido, pero
no fue así. La votación a favor del PS escasamente alcanzó para un diputado,
triunfando quien menos quería ser electo.
En este evento se demostró a la opinión pública, una vez más, que
Salvador Allende aglutinaba en torno a sí mucho más que cualesquier par-
tido político y que en su favor se concitó una impresionante cantidad de
preferencias. La suma de los votos para diputados del socialismo en ambas
provincias fue muy inferior a la personal de Allende. Con esto quedaba
más que confirmado el arraigo popular de este líder carismático que años
después, por la misma vía democrática a través de las urnas, sería el primer
socialista auténtico en conquistar la Presidencia de la República. No cabe
duda de que tanto Zumaeta como Eduardo Osorio recibieron la votación
necesaria para ser electos gracias a la imagen y apoyo de Allende. Lo mismo
ocurrió con varios candidatos socialistas en el resto del país.
Quienes pensaron que Valparaíso y Aconcagua sería la tumba política de
Allende se equivocaron rotundamente y debían poner sus barbas en remojo
para justificar y ocultar el desaguisado cometido en perjuicio del hombre
que con tenacidad, esfuerzo, maestría y gran devoción por sus principios,
había consolidado sin discusión alguna su carácter de conductor del movi-
miento popular chileno.
La inesperada victoria de Salvador Allende reavivó por cierto la inquietud
de los círculos gobernantes norteamericanos, colocándole definitivamente
en la mira de la Casa Blanca y los comités de coordinación de las agencias
estadounidenses. A partir de ese día se profundizó la realización y ejecución
de planes de acción encubierta en Chile, para detener cualquier posibilidad
de acceso al poder de las fuerzas de izquierda en Chile, acciones que habían
sido iniciadas con cierta anterioridad a la elección presidencial de 1958.
Han transcurrido cuarenta y seis años de esa histórica y trascendente
elección. El PS reeligió a los Senadores Raúl Ampuero por Tarapacá y An-
tofagasta y Aniceto Rodríguez en el extremo sur. Se ganó una senaturía
en O’Higgins y Colchagua con Salomón Corbalán, sumada a la nueva de
Valparaíso y Aconcagua con Salvador Allende.
Las giras que hizo Allende para proclamar y ayudar a Aniceto Rodrí-
guez y los candidatos a diputado por la más extensa agrupación electoral
del país, derivaron también en la elección de Carlos Altamirano Orrego
como diputado por Valdivia, La Unión y Río Bueno, zona a la que Allende
dedicó un tiempo más que prudente por ayudarle, en desmedro de su propia
campaña por Aconcagua y Valparaíso.
Sobre la trayectoria política de Carlos Altamirano, en aquel entonces
casi desconocido en las esferas del Partido, fui testigo presencial, algunos
años después, de una conversación privada entre este y Salvador Allende
respecto a la posición política de Altamirano y en circunstancias que nue-
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che Eduardo, había otras personas: sus lugartenientes, todos argentinos. Sólo
recuerdo el nombre de uno de ellos, Julio Paternoster. En una silla y con el
rostro hinchado, estaba el famoso «Bazán», mi estafador. ¿Cómo, dónde y
cuándo lo pescaron? Lo ignoro. Nunca lo supe ni quisieron informarme. El
hecho concreto es que el «che» Eduardo me preguntó si el sentado era quien
me había engañado, a lo que respondí afirmativamente, porque sí lo era. El
che me entregó la totalidad del dinero estafado, diciéndome: –Aquí tienes
tu plata... De hoy en adelante ningunos de los míos se atreverá a tocarte
o hacerte daño... eres mi amigo-amigo y cualquier problema que tengas,
aquí estamos yo y mis amigos-amigos presentes, los que te protegerán con
su vida si fuera necesario...
En verdad que es interesante conocer ese mundo misterioso del hampa
y las curiosas leyes de honor que les rigen, para entender lo que en ese mo-
mento yo consideraba un verdadero milagro.
Cuando conté el hecho a Allende, se disgustó. Me reprochó la torpeza de
haber entregado dinero a un desconocido. También mostró preocupación por
«las amistades que había adquirido» y me ordenó tajantemente cortar toda
clase de vínculos con ese tipo de gente. Nunca más los vi, pese a las reiteradas
invitaciones que me hizo «el choro» para visitar al Che Eduardo.
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Proyección personal
en un mundo de cambio
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Un discurso al aire
Finalizando el año y sin mayores discusiones al interior del FRAP, Sal-
vador Allende fue designado por tercera vez abanderado presidencial de
la izquierda chilena. Su nominación fue unánime en el seno del FRAP; su
arraigo popular, forjador del potente movimiento que estuvo ad portas de
ganar el año 1958, su rotunda demostración en la aparentemente «impo-
sible» circunscripción electoral de Valparaíso y Aconcagua, el éxito de las
recientes elecciones municipales, con alta votación de los partidos aliados y
gracias a las giras de proclamación por todo Chile, eran más que suficien-
tes argumentos sustentables para su designación. Además, como ya lo he
expresado, Salvador Allende concitaba a su alrededor más voluntades que
la suma de todos los partidos del FRAP. No había en la época otro hombre
en la izquierda chilena que reuniera condiciones similares.
El cronograma de actividades para la nueva campaña incluía el lanza-
miento oficial de la candidatura Allende en el Teatro Caupolicán, con una
capacidad de aproximadamente ocho mil personas sentadas.
Días antes del acto programado, estuvieron permanentemente reunidos
los principales dirigentes de la coalición, los directivos de los profesiona-
les, el candidato y sus siempre fieles asesores y amigos, discutiendo sobre
el esquema del discurso que debería pronunciar el candidato en el acto
de proclamación y lanzamiento de la candidatura. En verdad, tanta gente
involucrada en el tema creó más confusión que claridad, de tal manera que
a las finales se decidió dejar al arbitrio del propio candidato el armar su
intervención.
El día anterior al acto programado, sábado a media mañana, nos jun-
tamos en Guardia Vieja para dar forma a las ideas y escribir el discurso
con Salomón Corbalán, secretario general del PS; Volodia Teitelboim del
PC; Augusto Olivares, José Tohá, Miguel Labarca, Luis Corvalán, a la sazón
secretario general del PC, Osvaldo Puccio, Allende y yo. El menos preocupado
era el propio candidato. Tenía la suficiente «cancha» para hacer cualquier
intervención que no requiriera de cifras depuradas y antecedentes a toda
prueba. Por otra parte, y hay que decirlo, Allende no era una persona que
dedicara demasiado tiempo al estudio minucioso de un tema tan específico.
Confiaba mucho –tal vez demasiado– en su propia capacidad. Tenía la virtud
de armar en poco tiempo un esquema serio y consistente. Las cifras se las
proporcionábamos sus colaboradores. Muy diferente era la actitud de su
hasta entonces amigo y colega de Senado, Eduardo Frei Montalva, hombre
que se encerraba a solas con su equipo cada vez que tenía alguna interven-
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Boxeando en el Senado
El día lunes siguiente al «caupolicanazo», como era habitual en el Senado,
entre las cuatro y cinco de la tarde se paralizaba brevemente la jornada la-
boral. Los senadores iban a una colación a su comedor. Los secretarios de
los senadores teníamos nuestro propio recinto, donde se nos proporcionaba
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La guerra de la propaganda
La propaganda de los candidatos Julio Durán y Eduardo Frei, se empeñaban
en presentar la postulación de Allende como una postura atea, anticlerical
y de corte absolutamente marxista, al servicio de los intereses de la Unión
Soviética y no del pueblo de Chile. La CIA comenzó a profundizar un claro
apoyo encubierto a grupos de acción cívica anti FRAP, los que desarrollaron
diversas actividades de propaganda, incluyendo la confección y distribución
de afiches y panfletos, debidamente financiados con los dineros externos
norteamericanos, entregados por la Comisión Especial 5412 y empresas
multinacionales, entre las que se encontraban principalmente PepsiCo
International y la ITT.
El principal beneficiario de las acciones norteamericanas fue Eduardo
Frei Montalva, candidato del PDC. Su campaña se montó sobre la operación
encubierta previamente aprobada en 1962, incorporando un elemento de so-
porte para un grupo de mujeres militantes de derecha y/o pro democristianas.
En el mismo período, a la CIA se le encomendó promover la emisión unilateral
y continuada de avisos propagandísticos en los medios de comunicación
para así orientar la opinión pública en contra de los partidos y candidatos
de la izquierda. Alrededor de 1963, se estimó que la Comisión Especial 5412
debía ampliar la acción encubierta que hasta esos días había desarrollado en
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El subversivo de Keynes
Salvador Allende nunca fue un hombre de fortuna ni profitó de los importan-
tísimos cargos que tuvo en el curso de su existencia. Era sí, un acomodado
ciudadano de la clase media de Chile, siempre endeudado con los hoyos
financieros inexorablemente abiertos en cada una de sus campañas. Ya
narré cómo financiábamos nuestras actividades políticas. También llegaron
muchos aportes de chilenos en el extranjero en son de ayuda. Es por ello
que al tener la autorización plena de Allende para abrir su corresponden-
cia –incluso aquella que indicaba «estrictamente personal»– me significó
conocer a muchísima gente que hizo valorables aportes a sus campañas
políticas, sin importar la cuantía de las donaciones, las que por cierto no
eran cantidades grandes.
Al escribir estos párrafos, recuerdo que un día llegó una carta con sobre
membretado «Banco Interamericano de Desarrollo» (BID) y con indicación
de ser estrictamente personal. Abrí la carta; junto con expresiones de sa-
ludo y adhesión a su candidatura, venía un cheque por doscientos setenta
dólares como aporte al financiamiento de la candidatura. El remitente era
Orlando Letelier del Solar, a la sazón funcionario del BID y completamente
desconocido para mí. Realmente no recuerdo si Allende lo conocía en aquel
entonces. Es posible que asi fuera, atendida su amistad con Felipe Herrera,
a la sazón presidente del BID.
De todos modos, al entregarle el cheque y mostrarle la carta recibida,
Salvador Allende tomó una hoja membretada del Senado y personalmente
le escribió de puño y letra unas palabras de agradecimiento, tanto por el
gesto como por el aporte.
No mucho tiempo después avisaron desde la guardia del Senado que
pedía ser recibido un señor Orlando Letelier. Autoricé lo hicieran pasar de
inmediato. Fue el primero de varios encuentros posteriores. Se trataba de un
hombre delgado, con un bigotito que le daba una fisonomía muy especial
y vestido a la última moda norteamericana. Envié una nota a Allende a la
sala de sesiones del Senado, avisándole de la visita que le esperaba. En el
intertanto, tuvimos una amena conversación, inicio de un posterior y más
profundo conocimiento personal. Así recuerdo el día que le conocí. También
me viene a la memoria la última ocasión que nos vimos. Ambos estábamos
exiliados; Orlando en Estados Unidos y yo en Caracas. Letelier solía ir con
frecuencia a la capital venezolana. Era muy amigo del gobernador de Cara-
cas, Diego Arria, hombre que gestionó personalmente en Santiago la salida
del país para su devoto amigo ante el propio Pinochet. Cuando viajaba a
Venezuela, Letelier se quedaba en casa de su amigo Arria, que residía en la
Urbanización Caurimares de Caracas.
La última vez que nos encontramos fue en el Hotel El Conde de Cara-
cas, junto con los ex Senadores Aniceto Rodríguez, Anselmo Sule y otros
dirigentes exiliados de la Unidad Popular. Orlando nos mostró la última
novedad recibida desde Chile por las vías clandestinas. Se trataba de copias
de varios memorandos cruzados entre el «docto uniformado» designado
rector delegado del alma mater –la Universidad de Chile– y los decanos de
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El «Naranjazo»
Nada puede darse por seguro hasta que los hechos están consumados. En
efecto, lo inesperado ocurrió. El diputado socialista don Óscar Naranjo Jara,
que representaba en el Congreso a la 11º agrupación electoral, Curicó y
Mataquito falleció repentinamente y en pleno desarrollo de la campaña pre-
sidencial, dejando vacante su asiento parlamentario. Según la Constitución
vigente desde 1925, el gobierno debía llamar a una elección complementaria
para reemplazar al fallecido parlamentario por el período restante, es decir,
hasta marzo de 1965.
Evidentemente era una situación no esperada. Todo el programa ela-
borado por Aniceto Rodríguez y el comando de la candidatura tuvo que
ser drásticamente cambiado y la totalidad de los esfuerzos volcados hacia
la elección complementaria. Los partidos del Frente de Acción Popular
acordaron que la mejor opción, atendidas las circunstancias, correspondía
a un socialista, dado que el difunto diputado Naranjo era de sus filas. Por
la unanimidad de sus integrantes, el FRAP nominó como su representante a
un militante socialista, hijo del fallecido y del mismo nombre.
En aquellos años la tecnología había experimentado cierto avance. Las
estadísticas electorales eran minuciosamente estudiadas y guardadas por los
distintos partidos políticos. Cada cual desempolvó sus registros, se estudió la
situación electoral de Curicó, zona que en nada aparecía propicia al Frente
de Acción Popular por las características históricas de la circunscripción.
Más bien todo indicaba una situación favorable para el llamado Frente
Democrático (radicales, liberales y conservadores). Algún genio estudioso
de las estadísticas descubrió –y con bastante certeza– que la circunscrip-
ción electoral de Curicó y Mataquito tenía la sorprendente cualidad de ser
representativa del universo electoral nacional.
Para los legos en la materia y mayor comprensión de este hecho tan
singular, cuando se planifica una encuesta muestral, que sea representa-
tiva de la totalidad de la población, se determinan numéricamente los
estratos de población, se les segmenta y se elige al azar a aquellos que
con sus respuestas darán con bastante exactitud y un pequeño porcen-
taje de error el pensamiento o la situación del universo que compone la
totalidad del país. Curicó y Mataquito cumplían con todos los requisitos
matemáticos como para afirmar, con bastante certeza, que la elección
por efectuarse en esa zona sería plenamente representativa de la elección
presidencial de septiembre.
Atendida la condición precedente –sobre representatividad nacional–,
los esfuerzos de las tres candidaturas presidenciales se volcaron con todo
a la zona y a los tres candidatos designados, uno por bloque. El candidato
de la derecha y radicales era de apellido Ramírez, y tenía en Curicó el mote
de «bolas locas». No recuerdo ni he podido averiguar como se llamaba
el candidato demócrata cristiano. El candidato socialista nominado para
representarnos fue el médico Óscar Naranjo Arias, curicano especialista en
pediatría y a la sazón regidor (concejal) en ejercicio, electo en la reciente
elección nacional para los municipios.
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para no revelar a la opinión pública todo lo que sabía y habría podido pro-
bar documentadamente. Sólo nos informó de hechos que a su juicio eran
contrarios a la ética del juego político.
El caso del senador Amunátegui, motivado por principios morales, fue
diferente al que relato a continuación. No es mi intención lesionar la memoria
o nombres de personas al narrar estas memorias. Sin embargo, es interesante
comparar motivaciones. Mantendré en reserva la identidad de un hombre
que fue cercano a Salvador Allende por ser «compañero de ruta mas no su
amigo». Para efectos narrativos, lo llamaré «el ministro». Pues bien, un día
el «ministro» acudió a la oficina del Senado, faltando unos tres meses para
el día de la elección. Quería hablar específicamente conmigo, ya que conocía
la ausencia de Salvador Allende, en gira por provincias. Se trataba de un
destacado dirigente del PADENA, siglas del Partido Democrático Nacional,
escindido del partido Agrario Laborista que había levantado la candidatura
de Ibáñez el año 1951. El ministro también había sido candidato a senador
en una elección previa.
Se manifestó preocupado por mi carencia de movilización, asunto que
él estaba dispuesto a solucionar.Me hizo entrega de las llaves de una ca-
mioneta Chevrolet, nueva y reluciente, estacionada en calle Morandé, casi
frente a la principal puerta de acceso del Senado. «Use usted, mi estimado
compañero y amigo, este vehículo para los fines que estime necesarios en la
campaña. No es posible que el secretario de Salvador tenga impedimento
para moverse con libertad». Realmente sorprendido, solo atiné a darle las
gracias por el gesto, ya que efectivamente me solucionaba un gran proble-
ma. Normalmente cuando tenía que movilizarme a lugares alejados, no me
quedaba otro recurso que pedir a doña Tencha su vehículo, un pequeño
Simca 1.000, normalmente estacionado en calle Guardia Vieja y que ella
poco podía utilizar. En otras ocasiones, recurría a la buena voluntad de un
amigo personal de Salvador Allende, don León Avayu, propietario de una
casa de compraventa de automóviles.
En cuanto tuve la oportunidad, informé a Allende del hecho y las
aprensiones que tenía sobre tal «generosidad». Allende me tranquilizó y
comentó que era excelente verificar cómo la gente y los amigos nos presta-
ban tanta colaboración. Le conté la segunda parte de la conversación que
me inquietaba. –Pues sepa usted, doctor, que el ministro me pidió derecha-
mente conversar con usted para sugerirle que, una vez elegido Presidente,
usted lo considere para el cargo de Ministro de Obras Públicas, ¡aunque
fuera solamente por seis meses! –Veo dos aspectos negativos. ¿Por qué seis
meses? ¿Tanto puede ganar un Ministro en apenas seis meses. Y segundo,
se equivocó completamente en lo que yo pudiera influir en usted para una
decisión tan importante. Allende, bromista incorregible, se rió y me dijo
que no comentara nada, y en caso el ministro me preguntara algo, debía
decirle que sí, que le había informado acerca de su valiosa colaboración y
que a través mío agradecía el gesto. Nada más. Recuerdo que también me
dijo: –Hay los que creen en los arreglines para cargos importantes. A fin de
cuentas la petición fue a usted, y el que adopta las decisiones finales soy yo,
de tal manera que no se sienta comprometido para nada. Sólo cuide bien
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estado yugoslavo, y por cierto mucho menos que este se hubiera proclamado
«República Federativa Socialista».
Pavelic y sus secuaces, en pro de conseguir sus propósitos, habían ce-
dido prácticamente toda la costa dálmata a Mussolini y los italianos, con
el estupor y desazón de nuestra gente acá en Chile, con una emigración
mayoritariamente oriunda de Dalmacia. Pavelic, una vez fugado, tuvo
asilo en Argentina y posteriormente en Paraguay, país en el que colaboró
íntimamente con el dictador Stroessner, organizando la policía secreta de
la dictadura paraguaya, de tan triste memoria. Atendida este breve explica-
ción, los yugoslavos no podían permitir que la seguridad del mariscal Tito
quedara al arbitrio de una policía nacional, tan vinculada con la derecha
chilena y por tanto poco fiable.
Maier y el embajador solicitaron mi colaboración para ubicar en Chile a
los ustachas residentes, además de los que confluyeron a nuestro país desde
Brasil, Argentina y Bolivia. En conjunto con los organismos policiales chi-
lenos, se les sacó provisoriamente de circulación en Santiago, Antofagasta
y Punta Arenas, enviándoles por algunos días a provincias. Tuve una activa
colaboración en el proceso, tanto por mi admiración a Tito, como por mi
posición política afín al proceso de la patria de mis orígenes. La visita de Tito
fue tranquila y sin incidentes, gracias a las medidas de prevención adoptadas.
Afortunadamente no se produjeron atentados ni manifestaciones en contra
de Tito. El Mariscal de Yugoslavia, además del papel relevante que le cupo
en la unificación de las repúblicas eslavas del sur de los Balcanes: croatas,
serbios, eslovenos, macedonios, bosnios y montenegrinos, era, junto con
Nasser, Nehru y el etíope Haile Selassie, el líder indiscutido de los países
no alineados con los dos bloques que separaban al mundo: soviéticos y
norteamericanos.
Con la debida anuencia de Salvador Allende, trabajé con Maier, la em-
bajada y las policías chilenas durante una intensa semana. El mismo día que
Tito terminó su visita, en la embajada se efectuó una pequeña celebración.
El embajador Karadjole, junto con manifestarme su gratitud personal por
la colaboración prestada, me entregó un sobre de tamaño americano, «con
los agradecimientos del gobierno yugoslavo». Creí que se trataba de algún
documento escrito. Abrí el sobre y alcancé a entrever un fajo de billetes
americanos. No tengo idea de cuánto dinero habría en ese sobre, pero creo
que era una suma importante. Impulsivamente, arrojé indignado el sobre y su
contenido sobre el escritorio del embajador. –¿Qué se han imaginado –dije–
¿Acaso creen que están tratando con un mercenario»? ¡Todo lo hice por
patriotismo y no por dinero! ¡Por favor... no me insulten de esta manera!
Con cierta vergüenza, se me dieron las explicaciones del caso y las
disculpas correspondientes. Ese arrebato mío, muy sincero por lo demás,
sirvió para estrechar muchísimo más mis relaciones con la representación
diplomática yugoslava. Tanto fue así, que todas las recomendaciones que
hice para amigos que optaban a becas para estudiar y perfeccionar sus pro-
fesiones en Belgrado o en Zagreb eran atendidas de inmediato. Me convertí
en una especie de nexo entre Salomón Corbalán, secretario general del PS,
y la embajada yugoslava. Por otra parte, muchas de las dificultades y pe-
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llejerías que pasé fuera de Chile me fueron solucionadas por las embajadas
yugoslavas en el exterior.
Asumió Frei, como estaba previsto, en noviembre de 1964, y nos apres-
tábamos a otra batalla. Una nueva elección general de parlamentarios tenía
como fecha marzo de 1965. Salvador Allende, batallador incansable, estaba
nuevamente resuelto a recorrer una vez más el país de punta a punta para
colaborar en sus proclamaciones, con su voz, sus ideas y su programa. Pese
a la reciente tercera derrota, su condición de líder del movimiento popular
era indiscutible.
No podría afirmar, faltando a la verdad, que el resultado de las presiden-
ciales no le afectó. Claro que sí, y bastante. Allende era nuestro superhéroe,
pero en ningún caso un superhombre, pese a las cualidades físicas y mentales
de las que estaba excepcionalmente bien dotado.
¿Diputado o profesional?
Personalmente, me bajó toda la tensión acumulada desde aquel lejano 1957,
cuando tuve la suerte de incorporarme al selecto grupo de sus colaboradores
íntimos. Me contagié con una fortísima gripe de verano, que son las peores.
Ya tenía dos hijas y vivía en un departamento dúplex, arrendado a un ex
funcionario del Banco del Estado, contiguo al Parque Cousiño. Una noche
fue a visitarme Allende, luego de terminada una reunión del Comité Cen-
tral del partido socialista, preocupado por mi salud. Estaba contentísimo.
–Ozren –me dijo– ya tengo arreglado su futuro. Recién logré el acuerdo del
Comité Central. Lo propuse como candidato a diputado por la provincia
de Malleco (así se denominaba entonces), y me aceptaron la sugerencia.
Usted va a ser candidato único del FRAP, y yo voy a estar con usted en la
zona por lo menos quince días para asegurarnos de que todo salga bien.
Esa diputación es carrera fija para usted, el Partido y el FRAP.
Evidentemente tamaña noticia me dejó boquiabierto. Era una ratificación
de la confianza y el cariño tan especial que siempre me brindó. Inclusive (aquí
me adelanto un tanto), cuando se casó su hija menor, María Isabel, me dio
un fuerte palmetazo en la espalda. Conmocionado me dijo –tuteándome por
vez primera y única–: –Cabro maricón, ¿por qué no tuve la suerte de que
tú te casaras con una de mis hijas? La menor de sus hijas fue la primera en
casarse, y el yerno no gozaba precisamente de la simpatía del suegro. Hubo
ceremonia y recepción muy íntimas en la casa de Guardia Vieja, y fue otra
de las pocas veces que vi a Allende verdaderamente perturbado.
He narrado la relación de Salvador Allende con José Tohá, a quien todos
considerábamos su delfín. Le tenía gran cariño. Hizo varios intentos para
que lo eligieran diputado y otra vez senador, sin éxito. En la época en que
lo lanzó a la palestra política, las condiciones eran sideralmente diferentes
a las actuales. A fines del año 1964, el senador Allende era uno de los más
respetados políticos del país; nadie ponía en duda su brillante actuación en
el Senado; su arraigo popular era impresionante y sus puntos de vista eran
generalmente aceptadas por moros y cristianos. Tal vez trató de relanzar a
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Pepe Tohá, pero no tengo dudas de que este no quiso. Había encontrado
su camino en el periodismo. Por otro lado, yo era un joven de 29 años y
Salvador Allende tenía 56, edad suficiente para ser mi padre. En verdad,
nuestra relación era bastante paterno-filial, tal vez por el hecho que me
consideraba como el hijo hombre que no tuvo, pese a la felicidad que le
daban sus tres hijas.
Volviendo al caso –el ofrecimiento de Allende– no estaba en mis as-
piraciones ni prioridades optar a un cargo parlamentario. Me tomó de
sorpresa. Obviamente que el gesto era muy significativo. No sabía cómo
expresarle mi agradecimiento por lo que había hecho, y mucho menos que
la tal nominación no me entusiasmaba para nada. Le recordé lo conversado
con Pedro Ríos y Jaime Barrios, y lo que él me dijo en tal oportunidad. Le
expresé que yo quería tener una actividad encuadrada en mi profesión, y
que en verdad no tenía aspiraciones políticas. Necesitaba probarme a mí
mismo para verificar si en verdad sería capaz de desempeñarme con éxito en
el campo de la administración de empresas, especialidad que había elegido
en la carrera de Ingeniería Comercial.
Allende dio todo tipo de argumentaciones en un vano intento de conven-
cerme de que lo elegido por él era lo mejor y más conveniente para mí y mi
familia. Tantos años después, me emociono cuando le recuerdo diciéndome:
–Mire niño, usted está hecho para esto; ha sido un excelente discípulo y yo,
modestamente, un buen maestro. Usted está preparado y listo. Piense que,
en el peor de los casos, si usted fuera un pésimo diputado, tendría asegura-
da una jubilación de por vida y perseguidora más aun. Déjese de tonterías,
diga que sí y yo me voy tranquilo a casa. Es cierto que los tiempos nos han
cambiado a todos, pero nunca tanto. No creo que un joven de 29 años esté
con la mente puesta en una segura jubilación para cuatro años más tarde.
–Veo que la fiebre no lo deja razonar tranquilo, y como espero que en
un par de días ya tenga la cabeza fría, volveremos a conversar. Acto seguido,
pidió a la nana de la casa que lo acompañara al auto a buscar un «paquetito»
que no había subido. Yo vivía en un cuarto piso y sin ascensor.
El «paquetito» era una caja con ostras, obsequio que habitualmente ha-
cían a su líder los trabajadores de Ferrocarriles del Estado. Normalmente le
regalaban un par de cajas de ostras, o un par de cajas con erizos traídos desde
el sur de Chile. Allende solía compartir conmigo esos inapreciables regalos
de los compañeros ferroviarios, gesto que valoro cada vez que lo recuerdo.
Quienes han pasado cierta edad, recordarán que comer unas buenas ostras
chilotas era lujo de millonarios. Hoy son relativamente baratas.
Un par de días después, ya convaleciente de mi gripe, volvió a visitarme.
La misma proposición e idéntica respuesta mía, ya madurada y conversada
con mi familia, que me impulsaba a aceptar lo propuesto por Allende. Al
ver que yo estaba realmente decidido a trabajar en mi profesión y no en la
política; que todos los años pasados a su lado eran producto de la admira-
ción, el cariño y el respeto que siempre le tuve, aceptó mi determinación y
ofreció que, en cuanto yo lo quisiera, gustoso hablaría con Felipe Herrera,
uno de sus buenos amigos y que en la época era el Presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo.
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Nuevamente al ruedo
Nos vimos nuevamente embarcados en una campaña. Había que darlo
todo para incrementar la base parlamentaria del FRAP. Nuevamente la CIA
y los organismos oficiales norteamericanos intervinieron en nuestra política
interna. Los norteamericanos habían visualizado con claridad el crecimiento
constante del movimiento popular chileno, hicieron proyecciones a base
de las cifras de aumento electoral del FRAP y, por cierto, adoptaron todas
las medidas conducentes a frenar esa curva ascendente. En efecto, según lo
indica la Comisión Church ya citada:
«En febrero de 1965 la Comisión 303 aprobó US$ 175.000 para un
proyecto de acción política de poco alcance, proporcionando apoyo secreto
a candidatos seleccionados en las elecciones al Congreso en Chile en Marzo
de 1965. De acuerdo con la CIA, se seleccionaron veintidos candidatos por
la Central y el Embajador; nueve fueron rechazados. La operación ayudó
a la derrota de hasta 13 candidatos del FRAP que de otra manera hubieran
ganado escaños en el Congreso».
Volvamos a 1965 y las elecciones parlamentarias de ese año. El Comité
Central del PS designó sus candidatos para la Cámara de Diputados y a los
que postulaban a la renovación parcial del Senado. Entre los candidatos,
se consideró y proclamó el nombre de Laura Allende Gossens, hermana de
Allende, hecho que no entusiasmó mucho a don Salvador. En efecto, Laurita
era la menor de los hermanos Allende Gossens, casada con un excelente
hombre y de situación acomodada, don Gastón Pascal Lyon. Ella nunca se
había interesado en la cosa política. En su juventud, fue Reina de Belleza
en las fiestas de la primavera de Viña del Mar. Luego estudió Derecho en la
Universidad de Chile, sede Valparaíso, cursando solamente hasta el cuarto
año. La carrera de Leyes no le satisfizo y la abandonó.
Posteriormente trabajó diez años en el Departamento del Cobre. Era
una bellísima persona; de política no entendía mucho cuando se inició en
las lides. Siempre votó por su hermano Salvador, pero nada más. Algo co-
laboró en la campaña de 1964, pero sin inmiscuirse demasiado. De allí el
poco entusiasmo de Salvador Allende. Nuevamente –parecía– el PS estaba
utilizando el apellido de su líder. No quisiera ser mal interpretado. Solo me
limito a rememorar hechos, dado que algunos «biógrafos» de Laurita la
han descrito como una entusiasta socialista, militante en el Partido desde
su más temprana juventud. A posteriori experimentó un gran cambio y
la actividad que desarrolló muestra a Laurita Allende como una persona
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ustedes con gran cariño y les pide voten por mí para Diputado por esta zona.
Muchas gracias por su presencia acá y el sacrificio en venir. ¡Era todo!
Le hacíamos muchas bromas por sus «brillantes discursos», chanzas
que Laurita aceptaba con gran sentido del humor, a la vez que con mucha
humildad. ¡Quiero aprender!, nos decía. Fue una brillante alumna. Tanto
Garay como Martínez se empeñaron en instruirla políticamente, enseñarle
a hablar en público, quitarle los temores... en fin, hacerla una candidata
«canchera». Era brillante Laurita Allende. Una verdadera esponja. Poco a
poco fue soltándose, dejando de lado inhibiciones, aprendiendo cada día
más y más, hasta que sobrepasó a sus maestros. Sin falsa modestia, también
fui partícipe de su cambio. Lo que jamás pude cambiar en su esquema era
la vieja citroneta. Ese frágil vehículo llegó a ser tan conocido en Peñaflor,
Pelvín, Mallarauco, Isla de Maipo, Talagante, Malloco... en los campos
y villorrios, que antes de llegar Laurita a destino, una multitud de niños
corriendo más rápido que la citrola iban anunciando su llegada y la gente
salía de sus casas a recibirla con ese cariño que solo nuestro pueblo sabe
dar a quien aprende a querer.
Laurita resultó electa con una impresionante votación. Tenía el carisma
de los líderes con vocación de ayuda a la gente. Nunca dejó de visitar a sus
niños, a sus mujeres, a sus amigos del campo y las ciudades. Jamás dejo
de llevarles al menos una palabra de consuelo y de esperanza, a la vez que
siempre sobrecargaba esa pobre citrola con regalitos y alimentos básicos
para los que ella llamó «sus niños predilectos»; los más pobres entre los
pobres.
Los campesinos la miraban directamente a sus dulces ojazos y con ella
también aprendieron a mirar a la cara del patrón, sin dar vueltas nervio-
samente sus sombreros y los ojos clavados en el suelo. Fue, además, una
respetada parlamentaria, participante de cuanta comisión hubo en la Cámara
de Diputados. Su trabajo fue reconocido y alabado a nivel nacional. Pudo
haber sido una brillante senadora, pero ella prefirió dedicar siempre su
atención a ese humilde segundo distrito. Fue reelegida –y sin mayor ayuda
que ella misma– los años 1969 y 1973.
Recibí con dolor la noticia de su fallecimiento en La Habana, en mayo
de 1981. En Ecuador, la tierra que me acogió, todos los periódicos y no-
ticiarios de televisión dedicaron mucho espacio a la querida Laurita. Así
pude enterarme de que fue víctima de una dolorosa enfermedad irreversible
y que su único anhelo era morir en su Chile querido.
La referida elección parlamentaria del año 1965 también significó para
mí un triunfo personal con el éxito de Laurita. La delicada misión se cumplió.
Además, como determinó la Comisión Church, la intervención externa nos
significó la pérdida de unos 13 candidatos del FRAP, hecho del que sólo me
impuse una vez conocido ese informe. La derecha, ya en franca decadencia
con el despertar político del pueblo de Chile, obtuvo apenas nueve diputa-
dos en esa elección parlamentaria. ¡La nada misma! 3 Conservadores y 6
Liberales. El FRAP ganó 36 escaños en la Cámara: 18 diputados comunistas;
3 del PADENA y 15 socialistas. El viejo Partido Radical, 20 diputados, los
que abarcaban desde derechistas hasta partidarios del FRAP.
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La navidad anticipada
A mediados de octubre me integré al Servicio de Cooperación Técnica. Se
me asignó a un grupo de cuatro ingenieros comerciales, para desarrollar un
trabajo al interior de CORFO, organismo del que aún es filial Sercotec. Se
trataba de implementar la mecanización de la contabilidad de Corfo en las
hoy obsoletas pero en aquel tiempo modernísimas máquinas National 2000.
El jefe de los cuatro era Óscar Garat, a quien conocía desde mis tiempos de
estudiante de economía. Me advirtió lo difícil de la tarea, ya que en el mismo
proyecto habían fracasado tres grupos anteriores. Este era el último intento
y en caso de fallar nuevamente, Corfo recortaría el presupuesto anual con
toda seguridad, con la consiguiente mala imagen del Servicio.
Comenzamos con entusiasmo. Planificamos los trabajos y a cada uno
de nosotros se asignó una tarea específica. ¡Nos estrellamos con las mismas
dificultades de los profesionales anteriores! No era falta de capacidad técnica
ni carencia de preparación. El obstáculo lo ponían los propios empleados
de Corfo. Estaban convencidos que mecanizar sus sistemas contables
acarrearía reducción de personal. Nos pusieron todo tipo de dificultades; se
negaban a darnos información con cualquier excusa baladí; obstaculizaron
los intentos que hicimos para ingresar a las fuentes de datos, etc. En suma,
nos rechazaban y no querían saber nada de modernizaciones. Actitud típica
de la burocracia pública.
Tuvimos días de angustia. No queríamos fracasar pero no avanzába-
mos nada. Una jornada nos quedamos hasta altas horas de la madrugada
en las oficinas de Sercotec analizando la situación. Corfo era un reducto
del Partido Radical, desde su creación misma. Había que considerar este
hecho, ya que fue el Presidente Aguirre Cerda quien creó visionariamente
la Corporación de Fomento. El Secretario General de Corfo, tercero en
la jerarquía institucional, era Roberto Zeballos, un radical de izquierda y
partidario de Salvador Allende. Yo lo conocía de las dos campañas presi-
denciales del FRAP y se me ocurrió una buena idea, que en el fondo no era
más que aplicar lo aprendido en la «Universidad Allende».
Garat, el jefe de nuestro grupo, militaba en el Partido Liberal. Tenía
una especial consideración para con aquellos que, además de profesionales,
poseyeran alguna experiencia política sobre temas de apariencia únicamente
técnica. Pese a nuestras diferencias ideológicas, me ayudó muchísimo en
Sercotec y otras actividades. En la mencionada reunión, analizando el punto
muerto y especulando posibilidades, hice presente mis puntos de vista sobre
el conflicto. Tenía claro que, en caso de no romper la barrera que nos po-
nían los funcionarios, en su mayoría adherentes o simpatizantes del Partido
Radical, estábamos condenados al fracaso. No podía asumir tal posibilidad
sin agotar instancias que nadie había explorado.
Pedí se me diera carta blanca para hacer gestiones por mi cuenta, pero
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a cada uno de nosotros una carta en la que, junto con las congratulaciones
de rigor, nos comunicaba que se había determinado ascendernos un grado a
cada uno. Era un caso excepcional, ya que se ascendía automáticamente al
grado superior cada dos años. Yo, con apenas cuatro meses, ya era Ingeniero
Ayudante, y mi renta aumentó en un 25%, todavía lejos de lo que ganaba
con Allende. Al rememorar ese primer episodio de mi nueva actividad me
invade la nostalgia. Es cuando siento más intensamente el significado de la
incineración de todos mis papeles y documentos. Esa carta era para ponerla
en un marco por lo elogiosa y lo que profesionalmente implicaba. Inclusive
en nuestros días me habría sido de mucha utilidad.
Uno de los ingenieros más prestigiados del Servicio era Enrique Sánchez,
de posición y pensamiento contrapuesto a mi ideario político. Enrique
era el nexo único entre Sercotec y el Instituto Chileno de Administración
Racional de Empresas, ICARE. Ser apreciado o distinguido por Sánchez,
era la gran posibilidad de acceder a dictar seminarios para ICARE. Cada
curso dictado, además del prestigio profesional, tenía una atractiva remu-
neración adicional a la renta percibida en Sercotec. Todo el mundo trataba
de cultivarlo y ser su amigo –interesadamente, por cierto– en busca de ser
agraciado con un seminario. De allí que me extrañó profundamente que un
día la secretaria de Enrique me citara a su oficina, diciéndome que el Ing.
Sánchez me necesitaba a cierta hora. No imaginé el objeto de la llamada. A
la hora señalada estuve en su oficina privada. Era de los pocos privilegiados
con oficina sin compartir. Normalmente en cada una nos metían a cuatro
y hasta cinco personas.
–Hola –me dijo. Te he estado observando, ya que me han llegado mu-
chos elogios sobre lo que tu grupo hizo en Corfo. Yo sé de dónde vienes y
quién eres tú. Eso no me inquieta. Al contrario. Estoy convencido de que
en tus años con el Senador Allende aprendiste lo suficiente de él como para
haber derribado los obstáculos que yo tuve, a la cabeza del primer equipo
para Corfo. Fracasamos y fracasé. También otros sufrieron la misma suerte.
Conozco a los de tu grupo, y he llegado a la conclusión de que solo alguien
con habilidad aprendida en la cancha política pudo hacer lo que otros no
pudimos.
Guardando distancias, le dije que tenía algo de razón, pero que el éxito
era del conjunto y no mío. –No seas modesto, replicó, ni te inhibas con-
migo. Aquí, todos especulan con ustedes. Es un buen equipo de trabajo,
pero alguien abrió el candado y no puede ser otro que tú. Te felicito. Te he
llamado porque me interesa sepas que el Servicio se va a dividir. La mitad
de los ingenieros del departamento de asistencia técnica se han comisionado
para formar el INACAP. La Gerencia de productividad continuará en este
mismo edificio y bajo el actual nombre de Servicio de Cooperación Técni-
ca. Tú y Óscar Garat se quedan con nosotros. Así lo planteé a gerencia y
aceptaron lo que pedí.
–Dime, continuó. ¿Tienes experiencia en hacer clases? –Casi nada, le
repliqué, pero si fuera necesario, me las puedo arreglar. Hice una ayudantía
de Evaluación de Proyectos en la Universidad, he dictado algunas charlas
livianas en mi partido y aprendí también a expresarme en público ante
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Allende: el hombre y el político
fue un gran esfuerzo, pero valía la pena. Ser relator para ICARE, posibilita-
ba, además, tomar asesorías con los empresarios asistentes. Algo después
la misma Phillips me encargó una pequeña asesoría para la empresa, pese
a que la parte más significativa la hicieron directamente con el Servicio de
Cooperación Técnica...
Como si fuera hoy, recuerdo que un día sábado, iniciado el año 1966,
recibí un llamado telefónico de Allende pidiéndome fuera a su casa entre las
16:00 y 16:30, sin explicarme de qué se trataba. Sólo dijo que era urgente.
Por supuesto que estuve puntual. Con tono serio y poco habitual en nuestra
relación, me dijo que tenía una misión muy confidencial para mí. Me pidió
que fuera de inmediato «en mi automóvil», a la casa del regidor Salinas de
Maipú para entregarle personalmente un recado confidencial, con una carta
que habría escrito de su puño y letra. Le expresé que con el mayor agrado
cumpliría su orden, pero le recordé que yo no tenía automóvil propio, por
tanto tendría que prestarme el suyo o el Simca 1000 de la señora Tencha.
–¿Cómo?, dijo. ¿Y ese Fiat 1500 azul estacionado frente a la casa del
doctor Gazmuri (su vecino) no es el suyo? –¡No doctor! Usted sabe que
no tengo automóvil propio. –¿Y esta llave, no es la de su auto? me dijo,
mostrándome un llavero de cuero color café (jamás lo olvidaré). –No, le
contesté. Usted está en un error y no me tome el pelo. ¡No tengo auto! –A
ver, verifiquemos... y salimos a la calle. Era una grande y maravillosa bro-
ma, pero esta vez en serio. Me estaba regalando un automóvil, adquirido
según Mario Mondaca, a la sazón su chofer, en el local de compra venta
de su amigo Enrique Haggemann. Nunca supe el precio ni las condiciones.
En todo caso, el gesto era muy decidor. El famoso recado al regidor Salinas
era solamente una broma para justificar el regalo y la «carta confidencial»
contenía los papeles del vehículo. Así era el carácter de Salvador Allende:
bromista incorregible y muy cálido con quienes quería de verdad.
Mi actividad profesional, demasiado nueva todavía, estaba funcionando.
Tuve varias asistencias técnicas directas a empresas, adquiriendo cada vez
más práctica y experiencia. En menos de un año, me habían ascendido dos
veces, hecho insólito y poco habitual en el Servicio.
Un día cualquiera, el gerente general de Sercotec me llamó a su oficina
para comunicarme que por decisión del ministro de Economía y a la vez
presidente del directorio del Servicio, don Domingo Santa María, se me
trasladaba en comisión de servicios al Ministerio de Economía, integrando
un equipo dirigido por Rafael Silva, Ingeniero del Servicio. Mi función
sería analizar las solicitudes de aumentos de precios que constantemente
presentaban los productores a DIRINCO, organismo del Ministerio encar-
gado de controlar que los valores al público fueran los autorizados por
ese organismo. En aquellos años las regulaciones eran estrictas y nadie
podía vender a valores arbitrarios o antojadizos. Realmente se cautelaba
el bolsillo de los consumidores. Nada de libre mercado como suele ser
en nuestros días...
Intenté zafarme de alguna manera de la destinación, argumentando que
yo no era la persona adecuada, atendido de donde venía, y mi poca –para
no decir ninguna– afinidad con la DC y su gobierno. El Gerente se limitó a
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Ozren Agnic
reiterar que era decisión del ministro y que solamente él podía revertir la
situación.
Concurrí al Ministerio de Economía para conversar con el ministro Santa
María. Fui muy derecho con él, explicándole que me sentía inhabilitado
para trabajar en ese Ministerio, dada mi posición política y mi vinculación
con Allende. No aceptó ningún razonamiento y se limitó a expresarme dos
cosas concretas: –Usted no viene a desarrollar ningún trabajo político; sólo
profesional. Yo estoy informado de sus antecedentes políticos, y eso no es
importante ni me preocupa. Además, si Salvador confía en usted, yo también
lo haré. Mañana, a trabajar. No tuve alternativa, y durante el resto de mi
permanencia en Sercotec estuve a las órdenes de los señores Santa María
y Lacalle, director de Dirinco, además de mi jefe directo, Rafael Silva y mi
colega y amigo Artemio Hidalgo.
La relación con Enrique Sánchez iba viento en popa; así me transformé
en un relator permanente de Icare, dictando varios seminarios en diversas
especialidades dentro del ámbito de la administración de empresas. Los
seminarios me generaban un ingreso interesante, y ya estaba por sobre el
sueldo que recibía del Senador Allende, de tal manera que las estrecheces
económicas del inicio estaban resueltas y las aprensiones de mi maestro
contestadas.
Estando ya en Dirinco, recibí un llamado de Allende, a la sazón elegido
presidente del Senado. Me pidió ir a su oficina a las 16:00 del día siguien-
te, con mi mejor traje y corbata. Comentó que me iba a presentar a una
persona que tenía una interesante proposición profesional para mí. Llegué
puntual.
Salvador Allende me presentó a un señor muy alto y corpulento, llamado
Stanislaw Klimkowsky, director general de la empresa electrónica polaca
«Universal». Dijo: –Estanislao, le presento al joven de quien le he hablado.
En un claro y correcto español, Klimkowsky me preguntó mi nombre y ori-
gen. Le dije mi nombre y mi origen yugoslavo, nacido en Chile. En idioma
serbo-croata me preguntó si hablaba el idioma de mis padres. Entablamos
un diálogo en castellano, puesto que Allende no hablaba otro idioma. Fui
sometido a un largo interrogatorio y, salvo algunos aspectos ignorados por
Salvador Allende, generalmente era él era quien contestaba por mí, apo-
yándome en todas las interrogantes de Klimkowsky.
Don Stanislaw (Estanislao en castellano) comentó que su venida a Chile
obedecía a una misión muy específica. La empresa que él dirigía fabricaba
televisores y radios transistor izadas en Polonia. Los polacos tenían intención
de instalarse en Chile para producir en el país ambos artefactos. Se habían
contactado con Allende, en busca de información y ayuda, especialmente
indagando por profesionales que pudieran elaborar un preproyecto de
factibilidad para luego, aprobado éste, entregar las bases técnicas para la
confección de un proyecto específico.
Allende me recomendó a don Estanislao como profesional idóneo para
elaborar ambos proyectos, y ese era el propósito de la entrevista. Nueva-
mente mi mentor me tendió la mano. Pudo haber recomendado a cualquiera
de los cientos de profesionales que le habían colaborado activa y desinte-
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amigos y parientes de Allende. Justo cuando estaban listos, con todos los
estudios económico-financieros depurados y la planta procesadora instala-
da, desapareció la anchoveta –materia prima vital– de los mares del norte.
Don Gastón, que oficiaba de Gerente General, por recomendación de su
cuñado me encargó el estudio financiero inicialmente, y luego el Directorio
de todos esos buenos amigos me contrató como contralor part time. Era
una pequeña fuente de ingresos, pero todo sumaba. Acoto que Salvador
Allende no tenía participación alguna en la mencionada sociedad, pero
que influyó para que se me diera esta interesante posibilidad profesional y
complementaria de mis ingresos.
Osvaldo Puccio Giessen, que era un experimentado vendedor de au-
tomóviles, planteó a don René Cornejo y otros amigos la creación de una
empresa de compraventa de automóviles y electrodomésticos que denomi-
naron «Comercial Arauco», domiciliada en pleno centro de Santiago, en
calle Miraflores. Otro fracaso; pero mientras funcionó, y a petición expresa
de don René Cornejo, tuve también la función de Contralor. Gota a gota
mis ingresos y posibilidades profesionales se incrementaban.
En el intertanto, también don René Cornejo me presentó a uno de
sus clientes y amigos, gerente general y principal socio de dos compañías
ligadas al sector metalúrgico. La empresa matriz se ubicaba en calle San
Francisco, casi al llegar a Franklin, vecina a la antigua fábrica Marmicoc.
El rubro principal era la producción de muebles metálicos de tipo popular,
en competencia con CIC, importante industria del rubro metalmecánico y
maderero.
La otra empresa nació de una inteligente y perspicaz intuición del pro-
pietario. Este montó una industria en calle Lira, cercana a una línea férrea
que existía en aquel tiempo. El equipamiento era de alta tecnología, con
variedad de tornos revólver, tornos automáticos, prensas de embutido pro-
fundo, soldadoras al arco sumergido y otros que no vale la pena detallar.
Los productos eran novedosos para Chile. Los artefactos madre eran unos
pequeños cilindros para gas licuado de alta presión, con capacidad de 2 y 3
kilos. Al balón se atornillaba una lámpara con cristal templado importado
desde Argentina, y se obtenía una excelente fuente de iluminación y de bajo
costo. Por aquellos años hubo en Chile grandes sequías y no se contaba con
un sistema eléctrico interconectado. Los racionamientos de energía eléctrica
programados y cortes súbitos, constituían un serio problema en el país,
especialmente en Santiago. Con sus lámparas, Gas Mac S.A. entró como
torpedo al mercado de consumo, ya que daba una solución cómoda, segura
y de bajo costo a la crisis de iluminación. El mismo balón era adaptable a
una cocinilla de dos platos, sustituto de las peligrosas cocinas a parafina,
de gran demanda popular. También al artefacto madre se atornillaba una
estufa con placa radiante de bajo consumo y buen poder calórico, anafes,
cautines para soldar a gas y otros.
El desarrollo explosivo de esas empresas, creadas y manejadas por un
hombre de inteligencia privilegiada pero de poca instrucción en el manejo
empresarial, le acarreó una crisis de crecimiento con serios problemas ad-
ministrativos y financieros. René Cornejo le aconsejó contratar una asesoría
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El valor de un informe
En medio de todas estas actividades, por vez primera supe lo que era un
intento de soborno. En efecto, la Compañia Chilena de Tabacos, propie-
dad en aquella época de capitales ingleses, había presentado a Dirinco
una solicitud para aumentar los precios de los cigarrillos, aduciendo que
la tecnología para introducir los primeros con filtro al país les significaría
cuantiosas inversiones en maquinaria y adiestramiento, con aumento de
costos. No sé el porcentaje de impuestos que hoy pagan las tabacaleras al
fisco. En aquella época, los gravámenes significaban alrededor del 90% del
precio de venta.
El Director de Dirinco, Hernán Lacalle, me ordenó estudiar el caso y
emitir el correspondiente informe de evaluación. Llegué al convencimiento
de que lo planteado por la Cía. de Tabacos no correspondía a la realidad, ya
que la incorporación de las nuevas máquinas filtreras implicaría una signifi-
cativa reducción de costos de operación. También deduje –con cifras– que,
para mantener el margen de rentabilidad requerido por los inversionistas,
lejos de subir precios, era conveniente bajarlos en beneficio del comprador.
Entregué un informe objetivo y analítico indicando que no era justificable
lo planteado por los solicitantes. Hay que tener presente que desde antes del
gobierno de Ibáñez, todos los precios relativos a los artículos de consumo
eran regulados por organismos del Ministerio de Economía, entidad que
cautelaba el bolsillo del consumidor. Esa entidad fiscalizadora fue suprimida
por el gobierno militar post Allende, decretándose absoluta libertad en los
precios.
A los pocos días de entregadas las conclusiones del estudio, recibí la
visita del Gerente General de la tabacalera, un británico cuyo nombre man-
tendré en reserva por obvias razones. Había sido enviado por el Ministro
a mi despacho para discutir y razonar sobre el informe emitido. Él estaba
al tanto de las conclusiones recomendadas, dado que ya había conversado
con el Ministro Santa María. Argumentó que el estudio adolecía de graves
equivocaciones e intentó demostrarlas.
Míster xxxxx, gerente general, no pudo rebatir ninguna de las conclusio-
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nes del informe, como tampoco tuvo argumentación sólida para impugnar
ninguna de las bases que lo sustentaban. Con típica frialdad inglesa y ante
la realidad que le estaba mostrando, me hizo una pregunta sorprendente:
–¿Cuánto…? –¿Cuánto qué...?, le repliqué. –¿Cuánto pide usted para cam-
biar el informe de manera positiva para mi compañía? Diga solamente la
cantidad y se la cancelaremos confidencialmente. No importa su precio. Lo
que está en juego es vital para la compañía y sus accionistas...
Era la primera vez en mi vida que escuchaba algo tan grosero e inmoral.
Le contesté, mirando mi reloj, y le dije: –Señor, le pido que en exactamente
20 segundos abandone mi oficina, antes que lo saque a empujones de aquí...
No soy persona sobornable. Se retiró malhumorado y sin saludarme. ¡Cu-
rioso! A la semana se decretó el alza en el precio de los cigarrillos, pese a la
recomendación en contrario. ¿Quién se prestó para ese hecho deshonesto?
Saque el lector sus conclusiones. No era tan limpio ni tan decente mi país
y sus autoridades, como siempre se ha creído.
Conversé el tema con Allende. Mi relato le sorprendió por la gravedad
de lo sucedido, considerando que en aquel entonces los casos de soborno
o intentos de corrupción en la administración pública no eran frecuentes;
eran prácticamente desconocidos o deliberadamente ocultados. De haberlos,
no trascendían a la opinión pública. La primera reacción de Allende fue
llamar al ministro Santa María para representarle su desagrado y molestia
por el hecho. Ambos se conocían bastante. Allende no creía en una actitud
deshonesta del ministro; más bien le dijo que era su deber advertirle que
alguien, con autoridad de decisión, había actuado en forma corrupta. Le
expresó en términos duros que él daba fe de cuanto yo le había impuesto,
y exigió una investigación sumaria interna para encontrar al culpable. El
ministro le prometió hacerlo y adoptar las medidas que correspondieran,
lo que informaría una vez tuviera todos los antecedentes en su poder. Al
margen de la buena relación entre ambos, era nada menos que el presiden-
te del Senado quien manifestaba su desazón por una actitud a todas luces
inmoral y que ameritaba una investigación a fondo.
La verdad es que nunca más supimos del caso, olvidado por la sucesión
de acontecimientos políticos de la época. Salvador Allende hizo algunos
comentarios sobre la probidad que debían tener los funcionarios públicos.
Me felicitó por la actitud, diciéndome que no esperaba menos de mí. –La
honra se hereda y se cultiva. Pero, caramba que fácil es perderla cuando no
hay principios ni valores que rijan la conducta. Siga siempre así. Cuando
se mire al espejo afeitándose, verá la misma cara fea que veo yo (riéndose),
pero nadie podrá reprocharle nada a usted y su familia. Me aconsejó no
comentar lo ocurrido, en espera del informe prometido por el ministro
Santa María.
Poco tiempo transcurrió entre el hecho comentado y una insospechada
decisión del gobierno de Frei Montalva para con el Servicio de Cooperación
Técnica.
Sercotec gozaba de prestigio y confianza en la comunidad empresarial.
Sus actividades eran por esencia técnicas. Los sucesivos gerentes de la ins-
titución, desde la fecha en que había nacido como Punto IV, nunca habían
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Romano, en pleno Barros Arana con Colo Colo. En alguna oportunidad viajé
a esa ciudad buscando un distribuidor para los artefactos a gas licuado que
producía Gas Mac. Me llamó la atención la ubicación de ese establecimiento,
la cantidad de vitrinas hacia la calle Barros y la cantidad de metros cuadrados
que se apreciaba desde la calle. En la oportunidad, entré solicitando conversar
con el dueño o el gerente. Fui atendido por un señor que me expresó ser socio
y gerente de «Distribuidora Concepción Limitada» (DICON). Le manifesté el
objeto de mi visita a la ciudad y que me interesaría ver la posibilidad de que
ellos se hicieran cargo de colocar nuestros productos en la ciudad y ojalá
en la provincia completa de Concepción.
El personaje se entusiasmó con mi propuesta. DICON era propietaria
de un camión estanque para gas licuado, y mi proposición le venía de ma-
ravillas. Planteó que le agradaría conversar más a fondo conmigo, pero en
privado antes de plantear el negocio a sus socios.
Le invité a cenar al Hotel City para conversar. Derechamente me ofreció
que comprara la parte de sus asociados e ingresara a la empresa. Inclusive,
según dijo, estaba dispuesto a disminuir su participación societaria en caso
de que me interesara su propuesta. Además, de estar yo de acuerdo, era
factible encontrar una tercera persona que aportara capital de trabajo si yo
no dispusiera de la cantidad que se necesitaba.
Pedí concretar su proposición con antecedentes escritos, estados de situa-
ción, balances, cuentas bancarias y todo lo usual en estos casos. Quedamos
en reunirnos el día siguiente. Me habló de una persona fiable y capaz, muy
prestigiado en la región y que podría interesarse en adquirir una participación
en la sociedad. ¡Sorpresa! La persona que sugería era mi querido amigo, el
ingeniero Pedro González Asuar, a quien mencioné a raíz del terremoto de
1960. Visité a Pedro González, conversamos el tema y le interesó, siempre
y cuando yo efectivamente concretara mi ingreso a «Dicon Ltda.». Acor-
damos precios y condiciones y luego concretamos con Pedro González. Yo
quedaba en calidad de socio mayoritario con el 50%, Pedro González con
el 33% y Mendoza con el 17%.
Pues bien, como esa participación adquirida en 1967 no me rentaba
nada, durante mi descanso en Tongoy, tomé la decisión de ir por una se-
mana a Concepción para ver la mejor alternativa de venta y dedicarme a
otra cosa.
Ya en la ciudad de Concepción, revisados los libros y reunido con mis
dos socios, comprobé que, para vender, habría tenido que darle dinero
a cualquier eventual interesado. No había alternativa. Mendoza era un
hombre honesto, pero sin habilidad para manejar el negocio. De común
acuerdo con Pedro González, preferí asumir el riesgo de ponerme al frente
de la actividad y levantarla, posibilidad factible con una adecuada adminis-
tración y manejo. Tomar tal decisión significaba quemar mis naves e irme
de Santiago. Lo hice.
Me trasladé a esa ciudad con mi familia. Mi relación matrimonial no
marchaba bien. Pensé que un cambio de hábitat era conveniente. Esta de-
cisión también fue trascendente en mi vida.
La televisión recién llegaba al sur, a través de antenas repetidoras del
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canal siete, hoy canal nacional o TVN. La gente, al igual que en Santiago,
estaba ávida por adquirir televisores, pero la oferta era escasa y bajo las
mismas condiciones que existían en la capital.
Con optimismo y más de alguna dificultad, conseguí de don León Caro
Azar, a la sazón fabricante de televisores marca Geloso, en Arica, la repre-
sentación exclusiva de esos receptores para la provincia de Concepción, la
que posteriormente se extendió a toda la cuenca del Bío Bío, en aquel tiem-
po constituida por las provincias de Ñuble, Arauco, Concepción, Bío Bío,
Malleco y parte de Cautín. León Caro confió en nosotros, dándonos una
posibilidad que pocas veces se presentan en la vida. No lo defraudamos.
Una buena organización interna con dirección adecuada, la formación
de un excelente equipo de ventas y nuevas representaciones conseguidas,
redundaron en un éxito insospechado en las actividades comerciales, mas no
en mi vida matrimonial. Tanto fue así, que arrendé un pequeño departamento
en la galería Giacaman y me fui a vivir solo. Era triste vivir sin familia, pero
no descuidé el bienestar material de mis hijas y su madre.
El año 1969, postrimerías del gobierno de Frei Montalva, trajo al
mundo un gran cambio en lo científico y a Chile en lo político. Los que de
adolescentes mirábamos con romanticismo la luna, ya más adultos nos im-
pactamos al mirar en las pantallas de la televisión, la conquista de nuestro
satélite por el hombre. Se derrumbaban ilusiones, y comenzaba una nueva
era tecnológica en el planeta. La ciencia ficción se hacía realidad.
En el terreno político interno, los partidos de derecha, centro e izquierda
se aprestaban a una nueva batalla presidencial. La DC sufrió un duro golpe
con la escisión de gran cantidad de elementos jóvenes, de pensamiento más
avanzado, no concordante con los jerarcas de su partido. Nació el MAPU,
siglas del Movimiento de Acción Popular Unitaria, dirigido por nombres
como Alberto Jerez Horta, Rodrigo Ambrosio, Enrique Correa Ríos, Jai-
me Estévez, Jacques Chonchol, Jaime Gazmuri, Vicente Sota... una larga
lista.
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menos tienen que haber percibido el hecho; sin embargo, lo único que hacía
la gente era celebrar la victoria. No hubo esa noche un solo desmán; ni un
vidrio roto, ni un semáforo dañado, como tampoco agresiones a personas
o a la propiedad. –¿Viste?, dije a mi amiga Gabriela, solo gente sana y feliz.
No creí volver a ver mi televisor y ahí está. En honor a la verdad, era algo
inesperado. Generalmente en las multitudes se infiltran los desadaptados
de siempre. No fue así en este caso, y creo que a nadie le ocurrió percance
alguno en esa noche de alegría y esperanzas para tantos.
Fue una elección a tres bandas, caracterizada por un clima de gran
confrontación política en todo el país y durante toda la campaña. Salvador
Allende triunfó ese histórico día 4 de Septiembre con 1.070.334 votos, es
decir, un 36,6 por ciento del total. El candidato de la derecha, Jorge Alessan-
dri, obtuvo 1.031.159 preferencias, un 34,9 por ciento, y el representante
de la DC, Radomiro Tomic, solamente 821.505 votos, con un 27,8 por
ciento del total. Se acababan los pronosticados treinta años de predominio
democristiano...
Pude quedarme esa noche en Santiago, pero decidí no hacerlo. Re-
gresé a Concepción. Tenía el compulsivo deseo de visitar a Allende para
verle a la vez que felicitarlo por cumplir su sueño: ser Presidente de la
República de Chile e iniciar su anhelado programa de transición a la
vía chilena del socialismo. No lo hice por prudencia y delicadeza. Tenía
claro que, a partir de esa noche, Allende sería asediado por la prensa
nacional e internacional. Sabía que su tiempo estaría copado con los
dirigentes de los partidos políticos ya que, a pesar de su triunfo en las
urnas, se vería obligado a negociar con dirigentes y parlamentarios de
las diferentes tiendas para asegurar su ratificación en el Congreso Ple-
no, como lo establecía la Constitución Política del Estado. No hubo la
mayoría absoluta para saltar las negociaciones.
En el largo y solitario viaje a Concepción, trayecto que en esos años duraba
entre siete y ocho horas, las radios informaban, comentaban y especulaban
sobre hechos relevantes de la elección y el futuro. Así me enteré de que el primer
visitante a la residencia de Allende fue Radomiro Tomic, consecuente con sus
principios ajenos a la derecha y distante de la cúpula de su propio partido.
Tomic fue a expresar su reconocimiento al triunfo y el apoyo irrestricto que
le daría en el Congreso el día 24 de octubre.
Enfriado un tanto el entusiasmo inicial y con más racionalidad, también
pensé que de todas maneras el camino por recorrer hasta el Congreso Pleno
no iba a ser un simple paseo formal. Faltaban 59 días, y muchas cosas po-
drían ocurrir. Recuerdos de tantos hechos, comenzando por el «naranjazo»
de seis años atrás; las movidas de la derecha para impedir la conquista del
poder al movimiento popular; el Tacnazo del general Viaux el año anterior,
primera manifestación de rebeldía militar... en fin, la remembranza histórica
no me permitió gozar a plenitud la victoria de Salvador Allende. Un dejo
de inquietud se apoderaba de mí, pero finalmente pensé, tal vez de manera
poco racional, que lo que debiera ser... sería.
Al día siguiente, mi estado de ánimo subía y bajaba. Las cadenas ra-
diales transmitieron la primera conferencia de prensa del triunfador. Según
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informaban, en la sede del PS, calle San Martín entre Moneda y Agustinas,
había más de 400 corresponsales extranjeros y nacionales, ávidos de tener
las primeras informaciones directas de Allende y sus impresiones sobre la
jornada electoral. Preguntaban cómo veía el futuro de su eventual gobier-
no, las relaciones que tendría con Cuba y los países de la órbita soviética,
sus primeras medidas etc., etc. El impacto era mundial, y por vez primera
un movimiento popular con eje socialista-comunista alcanzaba el poder
(o, al menos, ganaba una elección), por medio de votaciones universales y
democráticas.
Allende comentó la visita hecha por el candidato Radomiro Tomic, acom-
pañado del generalísimo de su candidatura, Enrique Krauss, destacando ese
gesto como una lección de democracia. También informó que había recibido
en su domicilio la visita de una delegación de la juventud democristiana,
presidida por el diputado de esa colectividad Pedro Felipe Ramírez. En esa
ocasión, Ramírez le manifestó que su colectividad respetaría y reconocería
su victoria electoral. El triunfador también se manifestó optimista acerca
del apoyo del PDC en el Congreso Pleno. Las señales de reconocimiento
recibidas eran muy alentadoras.
Otra visita relevante comentada por Allende fue la efectuada por la
Asociación de Magistrados de la República, con un planteamiento de
reformas y nuevas leyes para tener una justicia más eficaz y expedita
en el país. Recuerdo haberle escuchado un análisis sobre la situación
social y económica de la nación y una breve exposición de su programa
de Gobierno.
Entre la fecha de la elección y el día 24 de octubre, reunión del Congreso
Pleno, no tuve contacto personal con Allende; sólo telefónico, ocasión que
aproveché para felicitarle y expresarle de corazón el mayor deseo de éxito
en el futuro. Le noté muy satisfecho, pese a reprocharme la ausencia notada
por él desde antes del día mismo de la elección.
Estaba yo dedicado plenamente a mis actividades en Concepción, y
Salvador Allende sorteando las múltiples dificultades e interferencias inter-
nas y el embate del presidente norteamericano Richard Nixon, empeñado
en bloquear su llegada a la presidencia. Fueron días de mucha angustia y
tensión, tanto para el país como para la Unidad Popular y, por supuesto,
para el propio Allende.
La dirigencia del PDC mostró una posición de prescindencia ante la opi-
nión pública en los primeros días, actitud que por cierto no mantuvieron en
las semanas siguientes. Ellos se sabían decisivos para cualquier rumbo que
tomaran los acontecimientos, atendido que, pese a la derrota de su candidato,
constituían la fuerza mayoritaria en el Congreso Nacional.
La derecha rumiaba su derrota, pero no la asumía ni la aceptaba, a pesar
de que su vencido candidato, Jorge Alessandri, había planteado claramente
su posición durante la campaña, en el programa político de televisión «De-
cisión 70», al manifestar que por tradición y constitucionalmente sólo cabía
elegir en el Congreso a aquel candidato que obtuviera la primera mayoría
relativa, en caso de que ninguno de los tres postulantes ganara por el 50%
más uno de los votos válidamente emitidos. La tradición republicana de
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El «Gambito Frei»
Conocido el triunfo de Allende por más de 39.000 votos sobre Alessandri,
la derecha y sectores de la DC iniciaron una acción planificada para evitar la
ratificación del veredicto popular. Una de las estrategias planteadas, proponía
se designara presidente a Jorge Alessandri en el Congreso Pleno. Transcu-
rridos algunos días de asumido, Alessandri renunciaría, con la finalidad de
que se convocara a una nueva elección presidencial, mecanismo permitido
por la Constitución Política del Estado. El candidato –nuevamente de la
derecha y la DC– sería el propio presidente saliente, Eduardo Frei Montalva.
La maniobra era constitucionalmente perfecta. Las disposiciones de la Carta
Magna de 1925 no contemplaban la reelección de un primer mandatario.
Por el contrario, expresamente la prohibían. Tenía que producirse una elec-
ción intermedia, en este caso la de Alessandri en vez de Salvador Allende...
¡Curioso resquicio legal!
De no haber existido la férrea oposición de los sectores más consecuentes
y moderados de la DC, que no aceptaron esta maquiavélica maniobra, la
conjunción derecha-DC habría revivido la misma correlación de fuerzas del
año 1964: Frei Montalva sería presidente con los votos de una derecha que
resultó fortalecida por el discutible gobierno de quien tenía que dejar su
cargo. La confabulación sumaría los votos DC y los de Alessandri, totalizando
en el papel una votación de 1.852.000 votos, contra el 1.070.000 de votos
duros de Allende. Diferencia inalcanzable, si se considera la división política
del país en tres tercios tradicionales: izquierda, centro y derecha.
El país conoció una nueva y contradictoria posición de Jorge Alessandri
en la declaración pública que hizo el día 9 de septiembre. Desaprensivamente
y sin pudor, ignoró sus anteriores palabras de respeto a la voluntad ciuda-
dana. Jorge Alessandri anunció –sorpresivamente– que, en la eventualidad
de que el Congreso Pleno lo eligiera a él y no a Allende, renunciaría al cargo
para dar lugar a nuevas elecciones, ya que no se presentaría nuevamente
como candidato. Fue una clara invitación a concretar la maniobra, conocida
como el «Gambito Frei», jugada ajedrecística en la que uno de los oponentes
sacrifica una pieza para ganar una mejor posición.
Al mismo tiempo el jefe del comando electoral de Alessandri, abogado
Enrique Ortúzar, convocó a conferencia de prensa para plantear la posi-
ción del alessandrismo y la derecha ante el Congreso Pleno. Dijo que «...la
mayoría del pueblo chileno aspira a seguir viviendo en libertad y rechaza
el marxismo». El señor Ortúzar, antiguo funcionario del Senado, conocía
demasiado y por años al todavía senador Allende; sabía de su larga trayec-
toria democrática y su consecuente actitud durante sus más de 25 años en
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el Senado. Sus palabras no eran más que echar gasolina a un fuego bastante
crecido. No discuto que cada cual tiene el legítimo derecho a pensar como le
venga en gana, pero dentro de normas de respeto y apegado a la verdad.
En aquella conferencia de prensa, Ortúzar dijo textualmente: «Apelo
a las fuerzas democráticas para defender, dentro del orden y respeto a la
ley, el derecho que la Constitución Política les otorga para designar al Pre-
sidente de la Nación». Sus palabras configuraron los primeros eslabones
en la cadena del terror y el desconocimiento de la voluntad popular. Valga
el comentario de que Ortúzar Escobar presidió el comité que elaboró la
Constitución de 1980, impuesta al país el 11 de septiembre de 1980, con
la nación bajo Estado de Sitio, sin padrones electorales y con ataduras que
hasta nuestros días ha sido imposible romper por completo.
La desesperación en curso
Solo la decidida oposición de sectores progresistas de la DC, encabezados,
entre otros, por el senador Radomiro Tomic, Jaime Castillo, Bernardo
Leighton y el presidente de la juventud democristiana, Pedro Felipe Ra-
mírez, impidieron la concreción de tal infamia. La conspiración entonces
tomó otros rumbos. La consigna era aplastar a Salvador Allende a como
diera lugar. Impedir por cualquier medio que asumiera constitucionalmente
el mes de noviembre.
Se reinició la «campaña del terror» utilizada durante la campaña. Los
medios informativos controlados por la derecha y financiados desde el
exterior, iniciaron una fuerte presión psicológica sobre los chilenos, con el
propósito de crear pánico colectivo en la población y especialmente en el
sector empresarial chileno. Fueron miles y miles los chilenos que se creyeron
el cuento. Aterrorizados, comenzaron a abandonar el país. Muchos dejaron
sus automóviles botados en el aeropuerto internacional de Santiago, huyendo
del «lobo marxista». Ofrecían en venta sus propiedades (casas y empresas),
a precios irrisorios, por unos pocos dólares.
Los infaltables «vivos» de siempre aprovecharon la baratura para adqui-
rir bienes de considerable valor a menos de una décima parte de los costos
reales. Inclusive aquellos que tuvieron «la suerte» de vender sus automóvi-
les, lo hicieron a precios de alrededor de cien dólares. Recordemos que en
aquellos años el valor de una casa era inferior al precio de un automóvil.
La LAN agotó sus disponibilidades de pasajes a países europeos y de
América. El vacunatorio del Servicio Nacional de Salud informó que desde
el día 5 de septiembre concurrían a vacunarse contra la viruela unas mil
personas diarias, situación sumamente extraña en ese período. La vacuna
antivariólica era requisito imprescindible para salir del país y ser admitido
en el extranjero. Es interesante que el lector tenga claro que por esos años
la viruela había sido totalmente erradicada de Chile y desde años no existía
esa peligrosa y devastadora enfermedad.
El PDC declaró que su eventual apoyo a Salvador Allende en el Congreso
Pleno estaría condicionado a un acuerdo de cuatro puntos básicos: respeto a
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El primer zarpazo
Sectores más mesurados del PDC, avanzaron en las conversaciones con el
comité ejecutivo de la Unidad Popular. La DC elaboró el conocido Estatuto
de Garantías Constitucionales para garantizar que el eventual gobierno de
Salvador Allende no atropellaría la Constitución, las leyes y los derechos
ciudadanos de los chilenos.
El 9 de octubre, la DC y la Unidad Popular entregaron al Parlamento
chileno el mencionado Estatuto de Garantías, el que, de ser aprobado,
aseguraba la ratificación de Salvador Allende por el Congreso Pleno. El
documento de nueve puntos, consistía básica y resumidamente en:
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ron a las calles céntricas y los automóviles aturdían a la población con sus
bocinazos. Era el final feliz de una etapa angustiosa que, por sesenta días,
tuvo a Chile entero atemorizado y en suspenso.
No recuerdo exactamente si fue el día 30 o 31 de octubre, que Allende
llamó a mi domicilio de noche. Quería que a la brevedad me diera un salto
por Santiago para conversar conmigo. Viajé a Santiago, y al siguiente día
fui a su domicilio de mañana. Francamente me costó una barbaridad llegar
a su casa. La tranquila calle Guardia Vieja era un hervidero de gente. En el
par de cuadras entre Providencia y la casa de Salvador Allende fui detenido
por carabineros, policías de civil y gente extraña que intentaba impedirme
el paso. Poco faltó –metafóricamente– para que me bajaran los pantalones
entre identificación, interrogatorios y todo tipo de preguntas acerca de
quién era, para dónde iba, objeto de la visita y la exhibición de alguna
credencial o documento que acreditara haber sido citado por el Presidente
Electo. Atendidos todos los hechos ocurridos, consideré normal este tipo
de precauciones. Mal que mal me iba a entrevistar nada menos que con el
Presidente de Chile. Finalmente pude pasar. No se crea que fue fácil; muy
por el contrario. Ingresar a la casa fue otra odisea, pero finalmente pude
hacerlo.
Después de esperar, conversando con personas conocidas, me vi frente al
compañero presidente, como le llamaban ya sus seguidores. Yo jamás pude
darle otro tratamiento que el habitual «doctor Allende». Obviamente, con
todo el ajetreo previo a la asunción al mando, no era precisamente tiempo
lo que le sobraba, y sólo podía dedicarme algunos minutos. Desde nuestros
encuentros en Concepción no le veía personalmente. Nada en su actitud
había cambiado. Antes de hablar sobre el objeto de su llamada, las pregun-
tas habituales sobre mi actual situación, la familia, etc. Luego de un breve
diálogo, derechamente me planteó si me interesaba trasladarme a Santiago
para colaborar con él en su próxima nueva función y en una posición muy
cercana a él. Valoré y agradecí su gesto para conmigo. En otras circunstancias
no habría dudado un segundo en responder afirmativamente. Pero, no me
era posible aceptar, dados los compromisos adquiridos con la distribuidora
y mis socios. No era factible ni conveniente dejar en otras manos la dirección
de lo que tanto había costado levantar.
Allende fue tremendamente comprensivo y entendió perfectamente mi
situación. Al despedirnos, expresó su deseo de que no perdiera contacto con
él y ante cualquier situación en que requiriera de su ayuda. Apresuradamente,
por la brevedad del tiempo, le conté sobre la «mala experiencia» para llegar
hasta su casa y que me temía mucho ocurriera algo similar en su próximo
despacho de La Moneda. Se rió diciendo: –Cualquier cosa, comuníquese
con Puccio y no se haga problemas. Según me enteré, prácticamente a con-
tar de ese día el presidente electo no dormía en su casa, aconsejado por las
personas que se constituyeron en su equipo de seguridad. Pese al final feliz,
no había pasado el peligro y tampoco la conspiración.
Regresé a Concepción, entre triste y feliz. Feliz por ver a Allende cum-
pliendo su sueño, a la vez que triste porque sentía que ya nada sería como
antes. Lo que nunca iba a variar –estaba seguro– era el cariño mutuo y mi
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El Banco de Concepción
en el área social de la economía
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banca (no era sorpresa para mí, puesto que estaba en su programa). Hubiera
querido hacerlo por medio de una ley aprobada por el Congreso, pero la
van a torpedear y no podemos correr el riesgo de un fracaso en algo tan
vital para nuestros propósitos de Gobierno.
En tal circunstancia, recordé que a finales del año 1970, ya asumida la
presidencia, Allende había hecho pública la decisión del gobierno de estati-
zar la banca, comunicando el envío de un proyecto de ley al Congreso para
concretar la medida. El Banco del Estado sería el encargado de adquirir las
acciones de quienes quisieran desprenderse de ellas.
–...Dentro de la legalidad vigente y de acuerdo a las atribuciones de
Corfo, la Corporación a través del Banco Central abrirá un poder comprador
de acciones. Espero que todo marche sobre ruedas y solamente tengamos
las naturales reticencias de algunos accionistas para vendernos sus papeles.
De esto se van a encargar Alfonso Inostroza (el presidente nombrado por
Allende), Fazio (el vice y ex compañero mío en la escuela de Economía) y
Jaime Barrios, (nombrado gerente general). Uno de los primeros bancos que
se incorporará al área de propiedad social será el Banco de Concepción...
He pensado en usted para ponerlo al frente de ese Banco, y ahora no le
aceptaré ninguna excusa. Necesito que en ese sector tan importante y deli-
cado para la implementación del programa del gobierno, sean nombradas
personas de confianza, limpias y honestas. Que por inexperiencia puedan
cometer errores, pero que jamás metan las manos...
Literalmente quedé de una pieza ante las palabras de Allende. En efecto,
el sueño de mi vida había sido tener la posibilidad de estar al otro lado del
escritorio de los gerentes de banco. Estaba acostumbrado a recibir las más
insólitas negativas de esos «altos e intocables personajes». Muchas veces me
sentí frustrado por la arrogancia que mostraban con los clientes comunes
y corrientes. En mis ilusos sueños, elucubraba lo que haría yo en su lugar...
Cómo cambiaría desde el otro lado del escritorio las arbitrarias actitudes
de los manejadores del dinero, normalmente incapaces de apreciar un buen
proyecto, una necesidad urgente o una presentación honesta. Salvador
Allende me estaba ofreciendo un cargo y una posibilidad que iba más allá
de mis más locas quimeras.
Le dije que sí, que aceptaba. Que agradecía una vez más su confianza y
afecto, y que en el momento oportuno quedaría a plena disposición suya.
También recuerdo haberle comentado que el proceso no me parecía fácil
y factible a corto plazo. Yo conocía un poco a Carlos Macera, Presidente
del Banco de Concepción y accionista mayoritario. También a otro de los
directores, que a la vez era dueño de una empresa pesquera en Talcahuano.
Ambos eran personas de la derecha penquista, adversarios de la Unidad
Popular y sin cuya anuencia, parecía muy, pero muy difícil llegar a la es-
tatización. Ambas personas reunían una cantidad de acciones cercanas al
45%, cantidad más que suficiente para ejercer el control del Banco y su
Directorio.
–Olvídese de Macera, dijo Allende. El Banco Central está en negociacio-
nes con él, y el precio de la oferta no es desdeñable. Tendría que estar loco
para negarse. Lo que estamos conversando es absolutamente confidencial,
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igual que en todas las esferas del gobierno, tendrían que ser designados con
acuerdos políticos entre los partidos integrantes de la Unidad Popular.
Finalmente, me hicieron saber que en una fecha muy próxima avisarían
de una reunión en Santiago para recibir mayores informaciones e instruc-
ciones para esa área, que sería manejada por el Banco Central y el Ministro
de Economía, Pedro Vuskovic.
Recibiendo un banco
De regreso a Concepción, comprobé, una vez más, que el secreto peor guar-
dado es aquel que se solicita y recomienda callar. Media ciudad ya conocía
de la venta de acciones de la Universidad y las tratativas con Ampich. Las
especulaciones corrían de boca en boca, y ya algún diario de la tarde daba
por futuro presidente del Banco a Mario Viveros. Mis socios, Pedro González
y Ramón Mendoza, estaban ávidos por saber las razones de mi llamado a La
Moneda, y si ello tenía relación con los comentarios periodísticos y radiales.
Les proporcioné cualquier explicación intrascendente, y hasta allí quedó la
cosa por el momento. De mi boca nada salió. Ni siquiera lo comenté en mi
casa ni con mis amigos. Guardé toda la discreción del caso, pero lo de la
Universidad ya se había filtrado a la opinión pública.
Un par de días después de mi regreso a la capital penquista, recibí en casa
la inesperada visita del Gerente de Créditos del Banco, Víctor Neumann. Dijo
que requería conversar privadamente y de manera inmediata conmigo sobre
mi próximo nombramiento en el Banco de Concepción. Le expresé no tener
idea de qué me estaba hablando, preguntándole de dónde se le había ocurrido
tamaña lesera. –Algo leí en un diario –le dije–, pero allí informan sobre un
señor Mario Viveros... Neumann me pidió absoluta confidencia sobre lo que
diría, ya que, de saberse lo que me iba a informar en forma anticipada, podría
costarle su cargo en la institución.
Me impuso de que ese mismo día el rector de la Universidad, Edgardo
Enríquez Frödden, acompañado del vicerrector Galo Gómez Oyarzún, se
habían entrevistado con el Presidente del Directorio, Carlos Macera. En
la mencionada conversación –según Víctor Neumann–, el Rector informó
oficialmente a Macera que la universidad efectivamente se había desprendido
de sus acciones a favor de Corfo, y por tanto los dos directores nombrados
por la entidad renunciarían para ser inmediatamente reemplazados por dos
representantes del Estado, hecho que oficialmente informaría la Corpora-
ción de Fomento, pero que extraoficialmente sabían eran los señores Ozren
Agnic y Mario Viveros.
También comentó que, en horas de la tarde, había concurrido al Banco
el director regional de Corfo, Juan Antonio Garrido, para conversar sobre
el tema con el mismo Carlos Macera. Las acciones de la Universidad fueron
traspasadas al Servicio Agrícola y Mecanizado, SEAM, filial de Corfo, a cuyo
nombre, por instrucciones del Banco Central y de la Superintendencia de
Bancos, se había perfeccionado la compraventa de los papeles. Garrido fue
más allá e informó a Macera que al subsiguiente día le haría llegar una noti-
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¿cómo adivinó cuál es mi ojo artificial? El cliente le replicó: –Es que su ojo
izquierdo tiene un leve toque de humanidad...
La carcajada fue unánime y, ya distendidos, algunos de los presentes
contaron chistes de similar tenor. Hubo un diálogo fluido, con preguntas y
respuestas en relación al objeto de la reunión. Uno de ellos hizo una pregunta
de fondo acerca de la posible fusión con uno de los bancos extranjeros. Le
respondí que eso no estaba totalmente definido, ya que hasta el momento solo
existían conversaciones, y las decisiones finales, así como la metodología,
dependerían de la respuesta de sus respectivas casas matrices en el exterior,
pero que tenía la palabra autorizada del presidente Allende para ser de los
primeros en conocer tales decisiones. Una vez que me fueran informados
los avances, ellos lo sabrían de inmediato, ya que por lógica tendríamos
que trabajar juntos la eventual fusión.
En concreto, el primer encuentro con esas personas fue muy positivo.
Todos salieron de buen humor, tranquilos y motivados a colaborar. Debo
reconocer que durante los dos años y medio los gerentes y subgerentes se
comportaron como se esperaba de ellos, excepto dos que destiñeron de
manera muy fea, luego del Golpe militar.
La importancia que asignaba la ciudadanía penquista al Banco de
Concepción se reveló a través de los medios informativos de la zona. Sufrí
una verdadera persecución de periodistas radiales y periódicos, en busca de
noticias acerca de la estatización de esa entidad crediticia. Grandes titulares
en primera página del Diario Color, El Sur, etc., e informes permanentes
en las radios de la zona.
El día viernes tuve mi primer encuentro con los funcionarios, cita que
ellos esperaban con expectación. Tanto fue así que, sin invitación, se hicie-
ron presentes diarios y medios radiales. Todo lo que sabían realmente era el
cambio de propiedad del banco. El resto... muchas especulaciones sin bases
concretas. En la fecha acordada, el hall de la casa matriz –calle O’Higgins
frente a la Plaza de Armas– estaba repleto con todos los empleados de la
ciudad de Concepción y alrededores. Los de Arica e Iquique recibirían
posteriormente una visita para un contacto personal. La presentación for-
mal la hizo Bennewitz en breves palabras, y me dirigí a esa multitudinaria
asamblea.
Comencé indicándoles que probablemente la reunión iba a ser larga ya
que, además de lo que tenía que informarles, estaba en plena disposición
de responder a todas sus consultas e inquietudes. Entré de lleno en materia
diciendo que... –Antes de darles información de tipo económico, quiero
conozcan con claridad y transparencia las reglas fundamentales que regirán
nuestra convivencia presente y futura.
Primera: Todos y cada uno de ustedes está confirmado en su trabajo y
cargos que desempeñan; cualquier información diferente a lo que les digo
es falsa. Solamente rumores o especulaciones mal intencionadas y sin fun-
damento. Es exactamente lo que dije a los señores gerentes y subgerentes
anteayer, así es que espero que con estas palabras se terminen los rumores
infundados y todos ustedes queden tranquilos.
Segunda: al interior del banco la política queda absolutamente exclui-
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Narro estas experiencias para que el lector aprecie que, si bien es cierto
se cometieron errores como los señalados, en general la estatización bancaria
tuvo una orientación sana y claramente dirigida a racionalizar el uso del
crédito para beneficio del país y no de inversionistas privados. La presen-
cia de estos en la actividad económica era una gran traba a los propósitos
buscados en aquella época.
Por aquellos días grupos violentistas, provenientes de ambos extremos,
se empecinaron en provocar todo tipo de atentados. Uno de los hechos de
sangre más pérfidos fue el asesinato a sangre fría de Edmundo Pérez Zujovic,
ex vicepresidente de la República. Según entiendo, nunca se llegó al fondo
de tan alevoso crimen y los reales motivos del homicidio. Los asesinos
fueron descubiertos por la Policía de Investigaciones y Carabineros. No
se entregaron pacíficamente. Murieron en enfrentamientos con la policía.
Los ejecutores y planificadores del asesinato eran los hermanos Rivera Cal-
derón, cabecillas de un movimiento denominado Vanguardia Organizada
del Pueblo (VOP). Se trataba de delincuentes comunes que aprovecharon
el clima generado por las rivalidades políticas para sus fines estrictamente
delincuenciales.
La estatización de la banca era un hecho consolidado. Sin embargo, toda-
vía operaban en Chile cuatro bancos de capitales extranjeros: First National
City Bank, Bank of America, Banco de Londres para la América del Sur y
Banco Francés Italiano, Sudameris. El programa de gobierno contemplaba
la incorporación de toda la banca al área social de la economía. El Banco
Central de Chile fue cauteloso en las negociaciones con los bancos extranje-
ros. Nunca existió la intención de expropiar o intervenir por las vías legales
y administrativas esos entes financieros. La decisión era comprar los activos
y pasivos de esas instituciones para luego fusionarlas con bancos nacionales
en los que el Estado chileno tuviera mayoría accionaria irreversible.
Pude captar que no había mucha aceptación para asignarnos uno de
ellos como se nos había prometido; por tanto, conversé el tema con Allende.
Como era usual en él, de alguna manera se hizo un tiempo en su apretada
agenda y los múltiples problemas que requerían su atención inmediata.
Le expuse la finalidad de mi petición y los argumentos sustentables, bas-
tante sólidos y lógicos. Tuvimos una larga conversación al respecto. Se
comprometió a tratar nuestra solicitud con Alfonso Inostroza una vez
este regresara a Santiago. Manifestó estar de acuerdo con lo expuesto por
mí, y vería una solución factible. El presidente del Central se encontraba
negociando la deuda externa de Chile con el llamado Club de París.
Días después fui llamado al Banco Central. Se me informó que, por
instrucción expresa del ministro de Economía, el Banco Francés e Italiano
sería fusionado con el de Concepción y tendríamos que comenzar los prepa-
rativos. Las negociaciones para comprar los activos y pasivos de ese banco
estaban prácticamente listas, y la fusión se concretaría tal vez a finales de
julio o mediados de agosto. El Francés era de los bancos denominados «aris-
tocráticos» en el sector. Sus funcionarios eran bastante mejor remunerados
que el resto y, por cierto, sus sueldos superaban a los del Concepción. Sin
embargo, considerando los objetivos y el nuevo potencial que adquiriría
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cidos para todos nosotros y los profesionales de esa área eran escasísimos
en el país.
El presidente del directorio del Banco Francés e Italiano era el ex presi-
dente de la república Gabriel González Videla, a quien vi solamente en muy
contadas ocasiones. Su cargo era más bien honorífico, y, por supuesto, no
sentía ninguna simpatía por nosotros ni por lo que representábamos. Más
aún, no dejaba pasar oportunidad para manifestarnos su desprecio por
nuestra calidad de «upelientos» y «provincianos». Me anticiparé un tanto
en el relato para narrar cómo y bajo qué circunstancias me entregó el Banco,
una vez que todas las negociaciones estuvieron realizadas.
A través del gerente saliente, el ex Presidente de la República nos forma-
lizó una invitación para almorzar en el comedor del directorio, junto con los
ya renunciados directivos del Francés e Italiano y la plana mayor del Banco
de Concepción. El día del almuerzo, acompañado por Otto Bennewitz y
algunos gerentes del Concepción, además del vicepresidente Viveros, nos
dirigimos a la cita. Antes de ingresar al edificio, pedí a mis acompañantes
que pasáramos un instante al Bar «El Nacional», ubicado en esos tiempos
en Huérfanos al llegar a Bandera, justo enfrente del Francés. Solicité nos
sirvieran a cada uno un vaso grande con miel de palma. Extrañados, los
de mi comitiva me preguntaron la razón. –Es que me temo una jugarreta,
especialmente de González Videla. Verán que intentará ridiculizarnos. Nos
hará beber en exceso aperitivos y vino. La miel de palma es un excelente
protector estomacal. Dificulta la absorción del alcohol en las paredes del
aparato digestivo, hecho que desconocían quienes iban conmigo. Ni brujo
que hubiera sido.
Al ingresar al antecomedor, González Videla hizo una intervención
brindando por el buen fin de las negociaciones y el éxito de las actividades
del nuevo banco. Mozos de guante blanco nos sirvieron unos desproporcio-
nados vasos de pisco sour. ¡Justamente lo que yo había sospechado! Y... ¡al
seco el primero! Prontamente nos fueron rellenadas las copas, y en varias
ocasiones. Evidente que era de mal tono no responder a los brindis del an-
fitrión. También tuve que decir algunas palabras sobre la ocasión... nuevos
brindis. González Videla, hombre ya de avanzada edad, fue el primero en
sentir los efectos del alcohol. Yo lo observaba con seriedad, pero riéndome
para mis adentros. Su lengua ya se notaba un tanto estropajosa, al igual que
sus compañeros de directiva. Los míos y yo, ¡impecables!
Pasamos al comedor, lujosamente amoblado. El banco tenía una bien
provista bodega de viejísimos vinos franceses y nacionales. Los «brindis»
eran ininterrumpidos. No cabe duda de que nuestros anfitriones se habían
puesto de acuerdo para obligarnos, en pro de la cortesía, a beber en exceso.
Quien más hablaba era precisamente González Videla. Sin venir a cuento,
nos relató su reciente operación de próstata... y a cada instante sus palabras
eran más y más ininteligibles a causa de su propia medicina... el trago. Cayó
en un profundo sopor. El resto de sus directores se veían también afecta-
dos por el alcohol, aunque en menor grado. Uno de ellos trató de excusar
la conducta del anfitrión, atribuyendo su estado a la reciente operación.
Recuerdo haber mirado con lástima a ese hombre que 23 años antes había
dirigido nuestro país con la perversidad conocida de todos y que en esta
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cito. Al día siguiente del Golpe fue nombrado interventor del banco. Guler
fue detenido, recluido en el Estadio Regional de Concepción y brutalmen-
te tratado por carabineros y militares. Se le formularon acusaciones de
toda índole –por cierto, ninguna probada–, y finalmente se lo despidió sin
derecho a reclamo alguno. Valió más la palabra de un vengativo miembro
de la familia militar que todas las adhesiones recibidas de quienes fueron
sus subordinados. Ni siquiera le hicieron efectivo el desahucio a que tenía
legítimo derecho, conforme a las normas vigentes tanto en el gobierno del
presidente Allende como en administraciones anteriores.
Así procedió la dictadura con personas cuya única «falta» fue haber sido
consecuentes con su responsabilidad funcionaria y víctima de un soplonaje
irracional y vengativo. Fui testigo de las vejaciones a que fue sometido. Fue
humillado y sujeto a largos interrogatorios sobre una supuesta operación de
financiamiento para la compra de la sede del PS en la ciudad de Concepción.
Se le acusó de haber contribuido a financiar inventadas importaciones de
armas y haber otorgado créditos para «la mantención de grupos guerrille-
ros en la cordillera de Nahuelbuta», en colaboración conmigo. Las mismas
acusaciones infundadas recayeron en todos los miembros del directorio, con
excepción del vicepresidente Viveros. Su caso me parece curioso, por decir
lo menos, tanto por las palabras que oí de sus labios el día en que fuimos
nombrados, como por su persistente actitud radical, que tantos problemas
nos acarreó en ese período.
Producida la unión de ambos bancos, era vital e imprescindible re-
unirse con todos los empleados del Francés de Santiago, Valparaíso, Viña,
Rancagua y otros lugares, del mismo modo y bajo las mismas caracterís-
ticas de garantías de estabilidad que había ofrecido y mantenido con los
del Banco de Concepción. Con gran expectación y asistencia de los canales
de la televisión, radios y medios escritos, hice mi presentación con plan-
teamientos similares a los relatados anteriormente. Todos los empleados
estaban confirmados, y su estabilidad laboral, garantizada. Detalles más,
detalles menos, fue una reiteración de las reglas del juego. Del mismo modo,
un viejo conocido mío, militante del PS, y conocido en el Banco como «El
Comandante», había proferido amenazas de despidos y confeccionado una
lista negra –la que curiosamente escribió en una libreta de ese color–, lista
que se encargó de hacerme llegar con anterioridad a la asamblea.
Adujo su calidad de ser mi amigo personal para fundamentar las ame-
nazas. Con mucha pena, pero siempre teniendo presente la relevancia de
garantizar la tranquilidad de todo el personal, hice referencia a este hecho
inaceptable. Exhibí la famosa libreta ordenando en ese acto al mayordomo
del banco que quemara el documento frente a los presentes. La reacción fue
de entusiasmo, y recibida con una delirante ovación. Creo que eso lo vio
medio país en los noticiarios de la televisión.
Expliqué las razones que se habían tenido para nominar a Víctor
Neumann en la función de gerente zonal y a Mario Argomedo a cargo de
la gerencia administrativa. Informé que para los siguientes días habíamos
programado un seminario de trabajo en las instalaciones del balneario El
Morro, localidad de Tomé. Cada departamento y sección debía nominar
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despachar todos los días gruesas cantidades de dinero a Santiago, por vía
aérea, con todos los riesgos, costos y molestias para dar cumplimiento a la
ley. Del mismo modo, y por la dinámica de la economía, en las ocasiones en
que las circunstancias lo aconsejaban, se requería de mayores cantidades de
dinero en la zona. Esta inconsecuencia –o absurdo legal– obligaba al Banco
Central a enviar dinero en efectivo a los bancos de Arica, cruzándose muchas
veces los aviones que transportaban fondos desde el norte a Santiago. Todo
porque no había ni edificio ni instalaciones que facilitaran al instituto emisor
instalarse en Arica. Pese a los intentos del gobierno, esas poco racionales
normas legales nunca pudieron ser aprobadas por el Parlamento de la época.
Sin embargo, como dice el refrán, «a siete males, siete virtudes». Era cosa
de buscar un «ajuste legal», malamente denominados «los resquicios...».
Propuse al Comité Ejecutivo del Banco Central venderles el edificio del
ex Francés e Italiano, con el propósito de que el organismo regulador de la
economía monetaria del país abriera una sede o sucursal en Arica. Se puso,
como única condición para concretar la operación, que el Central integrara, a
la planta funcionaria de la sucursal que se abriría, a los empleados ariqueños
que manifestaran su expresa voluntad de ser traspasados al Banco Central,
obviamente de acuerdo al número de personas necesarias para la operación
de la nueva oficina en el norte y respetando sus contratos de trabajo y años
de servicio. Me parece importante destacar que tanto antaño como hoy,
la máxima aspiración de un empleado de banco era ser contratado por el
Banco Central de Chile.
Firmamos los correspondientes acuerdos, y con esa solución en la
mano me trasladé a la ciudad de Arica, plenamente convencido de haber
encontrado un procedimiento justo y adecuado para todos. En ese viaje
nuevamente me acompañó Bennewitz, junto con el gerente administrativo
don Reinaldo Campos y el contralor del Concepción, Agustín Raig. Era
urgente poner en conocimiento de los intranquilos empleados ariqueños la
solución encontrada, arreglo que a la vez daba a varios la posibilidad de
mejorar notablemente sus actuales empleos.
Reunidos con la gente, la acogida a la propuesta fue mejor a la esperada.
Pocos manifestaron sus deseos de continuar en el Banco de Concepción,
lo que por cierto no era ningún problema. Además, habíamos conversado
con el segundo del Concepción-Arica, Arnaldo Rojas, para trasladarlo a la
casa matriz, bajo la dependencia directa del contralor, con mejora salarial y
asignación de casa, de la que carecía en Arica. Se acordó una reunión de con-
fraternidad en el valle de Azapa, con un asado campestre el día sábado.
Nunca faltan los desubicados... Al comienzo del asado, un individuo
cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordar, ejecutivo del ex Francés e
Italiano y que había aceptado su incorporación al Banco Central, hizo
una torpe y malintencionada demostración del desagrado por la Unidad
Popular, la estatización de la banca y su representante, que en este caso
era yo. En cuanto tuvo la posibilidad de concitar la atención de todos, se
acercó sonriendo y me ofreció un pequeño producto de color rojo tomate,
diciéndome: –Pruebe esta fruta, presidente. Es un delicioso y dulce producto
de Azapa, desconocido en el sur del país; tiene que masticarlo entero y verá
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había ocurrido en Cuba y en los países de la Europa del Este. Chile no sería
la excepción una vez que la UP se entronizara en el poder». El infundio ya
se había utilizado en las campañas presidenciales anteriores, es decir, los
años 1958 y 1964.
Quienes retornaban, miembros de estratos sociales altos, se enteraron
de que nada de lo pronosticado era cierto. No había pobladas asentadas
en propiedades ajenas... No se había raptado un solo niño a Cuba ni a la
Unión Soviética como se había profetizado. La gente vivía en una situación
de bienestar económico nunca antes conocido... En resumen, reflexionaron
y decidieron regresar a Chile. Producido el retorno, comprobaron in situ
que existía una irrestricta libertad de prensa, de comercio y de todo tipo
de actividades. Con la preparación académica de esa gente, su experiencia
empresarial y fuertes medios económicos a su alcance, cayeron en cuenta
de que en Chile era fácil reposicionarse y hacer buenos negocios para in-
cremento de sus bienes, aun cuando los métodos no fueran éticos ni lícitos.
El dinero no tiene moral ni principios...
Las personas regresadas al país se constituyeron en un factor importante
para crear el desabastecimiento y desatar la especulación. Adquirieron bienes
de consumo a precios que en la época eran baratísimos; los escondieron
y, en el momento que se verificaba escasez, los revendían con un sistema
montado ingeniosa y masivamente. La mano externa estuvo tras de ellos,
con ideólogos elaborando ese siniestro plan de acción. La publicidad interna,
crítica acerba del aumento en el poder de compra de las masas, también fue
factor preponderante para que las familias adquirieran productos más allá
de sus necesidades reales y prudentes. Las consecuencias de la psicosis por
comprar tuvo rápidos efectos, avivados por El Mercurio, que editorializaba
como se muestra:
«...Las ventajas transitorias que tuvo la congelación de precios tienden
a esfumarse y a las alzas que resurgen se agregan la escasez, originada por
la desorganización de industrias de carácter esencial para el consumo, y el
desmantelamiento de los stocks por compradores de países vecinos y turistas
en general que aprovechan ampliamente el precio inverosímil de nuestros
productos...».
Más adelante agregaba: «...Tendremos que agradecer al presidente Allen-
de que persevere en la decisión de mantener nuestra democracia abierta,
porque ello permite a los medios informativos que no dependen de la Unidad
Popular advertir a tiempo que el socialismo en vez de corregir las injusticias
está ocasionando otras mayores y en vez de provocar la abundancia está
creando la escasez. Esto no es resultante de la vía chilena, ya que la expe-
riencia universal enseña que el marxismo-leninismo hace pagar a los pueblos
un alto costo en sacrificios sociales...». Confío que una objetiva lectura de la
editorial aclare la verdad de lo ocurrido. Atribuir a que «oleadas de turistas
y compradores» de países vecinos provocaran escasez o alzas de precios es
un absurdo que solo el tiempo permite analizar.
Una versión diferente difundió el opositor diario La Tercera –al cele-
brarse el primer año de la elección, el 4 de septiembre de 1971– con una
editorial que causó urticarias a la oposición y a El Mercurio:
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Libertad o libertinaje
Según la oposición, sus medios, con el aval de la Sociedad Interamericana
de Prensa (SIP) no había libertad de prensa en el Chile de la Unidad Popular.
Para quien no haya vivido esa época, con seguridad le parecerá increíble
imponerse que, en los mismos periódicos que injuriaban al Presidente de la
República, también se indicara que la prensa estaba amordazada por una
inexistente censura. Lo mismo ocurría con las radioemisoras.
Basta releer las publicaciones ofensivas de aquellos años para com-
probar tal falacia y se imponga la verdad. Aún en la época actual existen
obcecados que repiten tal majadería. Tal vez, en aquellos tiempos, esperaban
una reacción drástica de las autoridades o del propio presidente Allende
ante los permanentes improperios hacia las autoridades, para luego tener
fundamentos de reclamo ante el país y el mundo entero.
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dantes con el capital y los depósitos de los clientes. Pasarse de los límites
implicaba drásticas e inmediatas sanciones de la Superintendencia, tanto a la
institución como a los directores. Le conté confidencialmente mi bien guar-
dada argucia. Con humor me dijo que «bastante me había enseñado, pero
no a torcer la nariz a la ley...». Sin embargo, aprobó lo que hacíamos.
¿Cuál era el secreto? En aquellos años existía un ente jurídico llamado
«Caja de Amortización de la Deuda Pública». Movía cantidades siderales
de dinero, con la obligación legal de canalizar los fondos exclusivamente
a través del Banco del Estado. El presidente, designado personalmente por
Salvador Allende, era don René Cornejo, mi gran amigo y «compinche»
en estos menesteres. Lo visitaba en Santiago y pedía que hiciera depósitos
transitorios de muchos millones de escudos en el Banco Concepción para
cubrir los déficit de encaje. Siempre accedió a mis peticiones. Nunca fallamos
en las devoluciones, y, gracias a ese «resquicio legal», el Banco de Concep-
ción ganaba la batalla por la producción sin exponernos a sanciones de la
Superintendencia de Bancos... Me pregunto si con esa torcida a la nariz de
la ley dañamos a alguien. Me respondo a mí mismo que no. Que, sin caer
en la ilegalidad y acudiendo a uno de los resquicios posibles, hicimos mucho
bien y ningún daño.
En contra de cuanto se piense o diga, los más cumplidores en el servicio
de los créditos fueron los modestos campesinos, muchos analfabetos inclu-
sive, pero conscientes de que el dinero devuelto sería reutilizado por otros,
igualmente necesitados. El porcentaje de atrasos o de créditos impagos era
casi cero. Recordemos el «clavo» de Vicosur y Rucan generado en la época en
que todo era mirado como «beneficio o ganancia para los bancos». En todas
las zonas que accionaba el Banco de Concepción se benefició al productor,
al consumidor, al propio banco y, por supuesto, la imagen del gobierno.
A propósito de imagen, es dable recordar que para las elecciones par-
lamentarias de marzo de 1973, las estadísticas mostraban que la CODE
(PN y DC), en la provincia de Concepción, acorde a los registros históri-
cos, sacaba holgadamente tres diputados, en tanto que la UP uno seguro,
peleando un segundo. Aprecie el lector cómo el poder económico ejercido
criteriosamente por un banco estatal, con créditos canalizados en beneficio
de la comunidad, influyó en la posición de la gente. Para sorpresa de Chile
entero, Concepción dio tres diputados a la Unidad Popular, y solo dos a
la CODE. Sería presuntuoso decir que tal hecho se produjo solamente por
nuestra labor. Sin embargo, pusimos nuestro grano de arena al éxito de esa
elección... La ciudadanía reconoció la tarea de un organismo gubernamental
tan importante para el desarrollo de la región.
Objetivamente, nadie podría sostener con lógica que los chilenos fu-
maban más a fines del año 1971, que antes de la elección de Allende. Sería
descabellado e irreal. Sin embargo, y como un clásico ejemplo del acapa-
ramiento, los cigarrillos desaparecieron de los locales de expendio. Solo se
podían adquirir en el mercado negro y a precios increíblemente elevados.
El modesto cigarrillo de los pobres, la marca Hilton, tenía fijado un precio
oficial de 10 escudos... La Compañía Chilena de Tabacos trabajaba a plena
producción. ¡Hilton y las otras marcas desaparecieron del mercado! Los
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dió firmar el escrito judicial para proceder a los trámites legales de nulidad
matrimonial, paso trascendente para nuestro grupo familiar y especialmente
para cautelar por un crecimiento integral y sin trabas psicológicas para las
niñas. Es duro llegar a tal extremo, pero necesario cuando una convivencia
forzada causa más daño que efectos positivos, especialmente en la descen-
dencia. Tal paso no es de ninguna manera una decisión fácil, pero necesa-
ria. Creo que la determinación fue acertada, tanto por la tranquilidad que
significaba el haber entregado a mi cónyuge el producto material de todo
cuanto había ganado a lo largo de mi vida, asegurando la subsistencia de
ella y mis hijas, como por el hecho de que era mejor las niñas continuaran
su instrucción en el mismo colegio de Santiago, el Lyceé Antoine du Saint
Exupéry, integrante de la conocida Alianza Francesa.
La ausencia de mi entorno solo se medía los días domingo y festivos,
fechas en las que realmente el ser humano tiene la posibilidad de captar
exactamente el significado de la soledad, la falta de compañía, el compartir
con los hijos y –en el fondo– sentirse bastante marginado de los amigos
comunes. En los días hábiles, afortunadamente el ritmo de trabajo impedía
estar con el pensamiento puesto permanentemente en las hijas y no poder
apoyarlas como todo padre debería.
En febrero de 1972, para cumplir la decisión de conocer más pro-
fundamente las realidades regionales del país en el curso de su manda-
to, el presidente Allende instaló en la ciudad de Concepción la sede de
gobierno por una quincena, al igual que lo había hecho el año anterior
en Valparaíso. El arribo del mandatario y los principales funcionarios
era esperado con expectación por la ciudadanía. El país sería dirigido
desde la Intendencia Regional de la provincia, distante una cuadra de la
casa matriz del banco.
Todos los funcionarios estatales de categoría se hicieron presentes en el
aeropuerto Carriel Sur para recibir al Presidente, ministros, subsecretarios
y directores de los principales ministerios. Por alguna razón específica que
no recuerdo, me abstuve de ir, pensando que entre tanta multitud mi ausen-
cia pasaría inadvertida. Me había hecho el propósito de presentarme en la
Intendencia al día siguiente. Sin embargo, tuve una mañana recargadísima
de trabajo... las horas transcurrieron y no me di cuenta de que ya pasaban
las tres y media de la tarde. Alrededor de las 16:00 horas, apareció por mi
oficina Osvaldo Puccio, con cara de circunstancias. –Hola –me dijo–, vengo
con el encargo del Chicho de pedirte la renuncia inmediata por desacato, por
mal educado y por faltarle el respeto al Presidente de la República. Tengo
que llevarme de regreso tu dimisión escrita... Si no lo haces, tengo órdenes
de hacer que un par de encargados de seguridad –que me esperan en las
afueras del banco– te lleven de las orejas y en calidad de detenido a su pre-
sencia... «la ca…» y no tienes perdón alguno por tu fea actitud... El patrón
está indignadísimo contigo, así es que o escribes o te llevo...
Nos reímos un tanto, pero Osvaldo dijo que Allende estaba sinceramente
molesto conmigo. Cruzamos la plaza y nos fuimos a la Intendencia. Esta vez
no hubo abrazos cordiales. Con una bien simulada cara de enojo, Salvador
Allende me espetó: –¿Qué significa esta falta de respeto? ¿Acaso no sabe
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compañera con un niño enfermo desde las poblaciones marginales, que tiene
que venir seguramente a pie, dejando las obligaciones familiares, y a quien
le dicen; vuelva mañana, o vuelva pasado mañana...
El presidente Allende continuó su extensa respuesta sobre los vicios bu-
rocráticos, mal crónico en el país, expresando más o menos lo siguiente:
–¿...Cuánto le cuesta a Chile el medio litro de leche que estamos entre-
gando a todos los niños chilenos, y cuántos son los funcionarios que no
entienden que es una tarea, no solo del Servicio de Salud, no solo de la Junta
de Auxilio Escolar, sino del resto de los funcionarios? Este es un serio y grave
problema. Se dificulta más aún porque hay muchos funcionarios heredados
de gobiernos anteriores que no tienen el pensamiento nuestro.
La inamovilidad, por ejemplo, significó que quedaran muchos jefes,
funcionarios eficientes, sin discusión; pero también muchos que no tienen
vocación de servicio ni el mismo espíritu nuestro. Decía hoy, conversando
con los jefes de la administración pública de esta ciudad, que hay en algunas
partes, por ejemplo, hospitales donde, por diversas razones, la ambulancia
está mala o no tienen ambulancia; sin embargo, hay otros servicios que
tienen jeep o que tienen automóviles, y llega el momento en que hay que
trasladar un enfermo o hay que ir hacer una atención domiciliaria. Jamás
se les ocurre facilitar el automóvil, facilitar el jeep, como si el vehículo fuera
parcela de ese servicio, sin pensar que es un bien de todos. Lógicamente
debe estar destinado a ese servicio, pero frente a un problema de la vida,
no cabe la postergación. Ese es el problema, es la realidad que tenemos que
confrontar y eso ya entra en aspectos humanos que no se pueden modificar
de la noche a la mañana, sobre todo cuando a algunos funcionarios les ha
costado tan poco llegar a ser lo que son...
Un gran tirón de orejas a los dirigentes de los partidos políticos fueron
estas expresiones: –...Los partidos tienen que tener conciencia de que no les
pertenecen los cargos. Yo no voy a admitir que así lo crean los partidos, si
es que han pensado que su cargo pertenece al Partido. No, el funcionario
que destacó el Partido es funcionario de administración pública y me res-
ponde a mí, y no a su Partido; si el funcionario es eliminado de un cargo,
no se imagine el Partido que tiene que llenarlo otro militante. No. Sobre
eso, también, hay una distorsión que tiene que terminar.
El pensamiento de Salvador Allende y su actitud ante la mujer, género en
el que curiosamente nunca tuvo una gran aceptación política pese a cuanto
hizo por ellas, se sintetiza en la respuesta que dio a una periodista venezolana.
Ella, según recuerdo, preguntó al Presidente cómo valoraba su gobierno a la
mujer como madre, como profesional, en general, como mujer...
Aproximadamente en los siguientes términos respondió Allende: –Voy
a plantearlo desde el punto de vista de una preocupación permanente, no
sólo de ahora, sino desde que actúo en la vida política. Me he preocupado,
esencialmente, de lo que llamé el binomio madre y niño. La mayoría de las
leyes que benefician a la mujer chilena, dictadas en los últimos treinta años,
llevan mi firma. Y, a pesar de lo hecho, pienso que todavía es poco y que
resta mucho por hacer. Este año será dedicado a la juventud y a la mujer.
Cuando digo la mujer, pienso en la mujer-madre, preocupada de su niño.
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Conversamos sobre varios temas. Entre ellos, mis excusas a Allende por
mi inasistencia al aeropuerto y a la reunión que tuvo con los jefes de servicios
al día siguiente por la mañana. El Presidente estaba de muy buen humor. Me
perdonó la irreverencia, y resaltó las cosas positivas que había apreciado en
la región. Allí me reiteró la proposición de trasladarme a Zurich para dirigir
los asuntos del Banco Central en Europa. Él, pese a su optimismo, era un
hombre extraordinariamente realista, y no me cabe duda de que su oferta
no tenía más objetivo que ponerme lejos de los duros meses que preveía
para adelante, como lo hizo en varias oportunidades.
Sin imaginar que aceptaría, en esa ocasión le hice una invitación para
almorzar y conocer las oficinas del Banco en Santiago, ocasión para presen-
tarle a parte del directorio y la plana mayor de la institución, de tal manera
que él personalmente palpara la actitud lealmente funcionaria de la inmensa
mayoría de los encargados de poner en práctica parte de su programa. Dijo
que encantado iría, y pidió a Osvaldo Puccio hiciera un lugar en su agenda
para concretar el almuerzo. En ese momento también pensé que una visita
del presidente al Banco de Concepción sería un galardón para mí.
Cercana la medianoche, Allende pidió al intendente Chávez le propor-
cionara un lugar donde pudiera conversar privadamente conmigo. Chávez
sugirió que el mejor lugar era el mismo comedor, de tal modo que se retiraron
todos a descansar. Quedamos solos, y allí sufrí el bombardeo de preguntas
y reproches por la nulidad matrimonial, de la que se había enterado no por
mí, sino por comentarios de Osvaldo Puccio. En la medida que fui contán-
dole las razones que tuve en cuenta para ese poco feliz de-senlace, Allende
finalmente me entendió y aceptó que, de ser cierto todo lo que le dije en mi
desahogo, era la mejor decisión. Recuerdo que volvió a evocar el año 1961,
época en la que reprochó muy dolido la irreflexiva motivación que tuve para
casarme. Sin embargo, no hurgó en la que él sabía era una dolorosa herida
para mí. Nos despedimos bastante avanzada la noche.
Reencontrando la alegría
Diariamente en el quehacer del presidente Allende aparecían nuevos e in-
esperados conflictos, generados por la oposición o al interior de nuestras
propias filas, y que requerían su inmediata intervención. Su estado físico y
emocional, sin embargo, seguían espléndidos. El sentido del humor jamás
le abandonó, ni siquiera en los peores momentos. Tal es así, que me jugó
una broma de la que me costó una barbaridad poder zafarme. En efecto, a
los pocos días de volver con sus ministros y acompañantes a la capital, mi
secretaria en el banco, Dolly Paredes, me comunicó que el alcalde de Con-
cepción, don Enrique Van Rysselberghe, solicitaba una entrevista urgente
a petición del presidente Allende. Lo recibí de inmediato. Don Enrique
era todo un personaje en la comuna de Concepción. Era el típico dirigente
derechista a la antigua, sano y sin malicia. Un hombre corpulento, bien
intencionado y pintoresco.
Durante la permanencia del gobierno en la región, Enrique Van Rysse-
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lberghe tuvo una entrevista con Allende expresándole que, por el bien del
país, le ofrecía una solución integral y de bajo costo para resolver la totalidad
de los problemas financieros de Chile. Ignoro cómo le contó su cuento en
detalle, pero sí que le dijo que su secreto lo entregaba al Primer Mandatario,
sin importar las diferencias políticas que les separaban. Allende escuchó
atentamente a Van Rysselberghe, le agradeció los antecedentes recibidos y le
sugirió hablar directamente conmigo. Escribió unas líneas dirigidas a mí y lo
despidió cordialmente, con la recomendación de entrevistarse conmigo una
vez que regresara con todos sus acompañantes de gobierno a Santiago.
Don Enrique me entregó la misiva de Allende. En ella «muy seriamente»
me ordenaba ponerme a disposición plena del señor Alcalde para «el asunto
que me plantearía personal y confidencialmente». Sorprendido, le solicité
que me explicara qué requería de mí...
¡Simplemente catastrófico! Al señor alcalde se le había metido entre
ceja y ceja que había inventado un método infalible para extraer varios
kilos de oro diarios de las aguas del río Bío Bío. Su sistema, según él, debía
ser guardado en el más estricto secreto, lo que sólo era posible –según Van
Rysselberghe– con el concurso de cualquiera de los tres regimientos militares
de la ciudad de Concepción. Una de las guarniciones militares debía ponerse
bajo sus órdenes para resguardar la extracción, cautelar por el secreto del
sistema e impedir robos del metal extraído, con el compromiso de entregar
diariamente el oro a las bóvedas del Banco Central... Según pedía el alcalde
y acorde a lo «convenido» con Allende, yo debía «ordenar» de inmediato
al comandante del regimiento «Rosita Renard» poner a disposición de don
Enrique los efectivos de oficiales y tropa de esa unidad acantonada en la
ciudad.
Realmente no tengo claro cómo logré convencer a Van Rysselberghe
de que debía entrevistarse nuevamente con Allende para que este emitiera
una expresa orden escrita al comandante del regimiento, ya que «tal de-
cisión escapaba a mis atribuciones ante los militares, y sólo el Presidente,
en su calidad de generalísimo de las Fuerzas Armadas podía hacerlo».
Nuevamente me baja la nostalgia y el pesar por mis papeles incinerados.
¡Habría insertado, en estas páginas, una fotocopia de la simpática nota!
En todo caso, le devolví la pelota (es decir, el alcalde) al iniciador de la
broma. Nunca me dijo cómo se zafó de él en Santiago. Cada vez que le
pregunté, sólo reía enigmáticamente y decía que yo me comporté en forma
irreverente porque no «obedecí sus órdenes...». Desde mis tiempos en el
Senado me tenía acostumbrado a este tipo de bromas. Una vez me envió a
un chiflado que decía ser «el rey de la Antártida»; en otra ocasión dejó en
mis manos a un inventor de un aparato eléctrico para electrocutar ratas.
También a un «cirujano que operaba en el astral y no en un quirófano», a
fin de que le organizara una conferencia internacional de prensa. En general,
cuanto orate llegaba a tomar contacto con él, indefectiblemente terminaba
enviándolo a mí. Yo ya tenía olvidadas estas bromitas...
En la época conté esta broma a ciertos amigos comunes del alcalde y
míos. Quedé algo desconcertado, ya que había quienes aseguraban creer
plenamente en el método y otros decían que, desde las montañas, el río
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La necesidad de cacarear
Pese a los esfuerzos del gobierno para detener a grupos exaltados, las tomas
de empresas y predios agrícolas se acentuaron. Cierta gente no quería en-
tender el daño que causaban al país, al gobierno y en el fondo a sí mismos.
Otro de los casos emblemáticos acerca de lo que afirmo fue la usurpación
de una diminuta empresa en Chillán, con apenas cinco trabajadores. Se
trataba de Clorinda, propiedad del mayor accionista del Banco Regional
de Chillán. Fue tomada por elementos del MIR. La expoliación, además de
insensata, no tenía incidencia económica para la provincia de Ñuble. Solo
causó perjuicios a la región y a la imagen del Gobierno.
El Banco Central y Corfo no avanzaban en las negociaciones para
incorporar el Banco de Chillán al área social. El programa de estatización
bancaria contemplaba fusionar esa pequeña entidad financiera con el Banco
de Talca. Solicité autorización para negociar directamente con los accionistas
de Ñuble, siempre y cuando nos dieran seguridades de que, de tener éxito, el
Chillán se fusionaría con el Concepción, lo que era mucho más conveniente
para toda la región. Se nos autorizó hacer las gestiones necesarias. En caso
de ser positiva la negociación de parte nuestra, el Banco de Concepción
podría fusionarse con el de Chillán. En la eventualidad de prosperar las
conversaciones del Central, el Banco de Chillán sería absorbido por el Banco
de Talca, institución que ya se había fusionado con el First National City
Bank, banco norteamericano comprado por el gobierno de Chile.
Conversé con el presidente del Banco de Chillán, solicitándole hiciéra-
mos una pronta reunión entre las directivas de ambas instituciones. Ellos
estaban por la posición de vender, pero condicionado a un desalojo previo
de la fábrica Clorinda. Era condición sine qua non para cualquier arreglo.
No fue tan fácil el acuerdo. Tenían una posición dura con el Banco Central
y organismos gubernamentales. Culpaban de negligencia al Intendente y
autoridades policiales por no haber procedido al desalojo de Clorinda.
Ya en Concepción, nos reunimos con dirigentes regionales del MIR, en un
vano intento de hacerles razonar sobre los perjuicios que causaba su actitud
intransigente. No llegamos a ningún acuerdo.
Con la anuencia del Regional Concepción del PS, fuimos nuevamente a
Chillán para reunirnos con los socialistas de Ñuble. Esa misma noche, un
grupo numeroso de socialistas desalojó al MIR de las insignificantes insta-
laciones de Clorinda. Entregamos esa microempresa a su propietario, y en
pocas horas el Concepción extendió su ámbito de operaciones a Chillán
y San Carlos, con beneplácito de la ciudadanía ñublense. En Santiago la
noticia se recibió con sorpresa y satisfacción por el Comité Ejecutivo del
Banco Central. Cumplieron el compromiso contraído.
Ese banco era pequeño. Tenía solamente dos oficinas en Chillán y una
en la ciudad de San Carlos. Su margen de crédito individual estaba limitado
por su exiguo tamaño y capital, el que se vería sustancialmente incrementado
con la fusión. Los funcionarios de ese banco ya conocían del respeto a las
carreras funcionarias, a las personas y el trato igualitario para todos. Al
margen de cualquier pensamiento o posición política que tuvieren, queda-
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ron felices por el nuevo horizonte que se abría a sus carreras. Además, era
lógico nivelar sus rentas con las de responsabilidades similares del resto.
Hubo una gran celebración en Chillán el día anterior al cambio de nombre,
con amplia cobertura de prensa. La ciudadanía chillaneja tenía clarísimos
los beneficios para la zona.
En el acto de apertura, tuve la oportunidad de conversar con uno de
los agroindustriales invitados a la ceremonia de fusión, gerente y socio de
un plantel porcino en las afueras de la ciudad. Nos invitó a conocer las ins-
talaciones que habían creado laboriosamente. Tenían todos los elementos
técnicos para incrementar la producción de carne de cerdo, pero carecían
de recursos líquidos, que el Banco de Chillán no había podido otorgarles
dada la limitación impuesta por su bajo capital y acorde a las normas de la
Ley General de Bancos.
Al día siguiente fuimos a conocer la actividad. El criadero más seme-
jaba una sala cuna que criadero de cerdos. Las condiciones sanitarias eran
excelentes y cumplían con todos los requisitos del Servicio Nacional de
Salud. Criaban, faenaban y procesaban los animales, entregando carne y
sub productos de primera calidad. Proyectaban incrementar en un 50% la
producción, pero les era imposible por falta de financiamiento adecuado.
Al momento, tenían machos sementales y 300 vientres reproductores. Una
vez conocidas las impecables instalaciones, decidimos que se hicieran de
inmediato los estudios técnicos y financieros para aumentar la producción
en un 300% y no en el 50% programado por ellos. El banco otorgaría los
recursos necesarios, ya que nuestra obligación era apoyar todas las iniciativas
que implicaran el incremento de productos alimenticios. Se trataba de una
actividad estrictamente privada...
Sujeto a los controles habituales, se concedió el crédito. El año 1973
el plantel entregaba normalmente carne de cerdo a la provincia de Ñuble
y parte de Concepción. ¡Qué importante labor puede desarrollar una ins-
titución financiera cuyo fin no sea el lucro sino el apoyo a las actividades
productivas! Cuánto se perdió por la tozudez de «avanzar sin transar…».
Recordar y narrar estos hechos no constituye una crítica a lo que fue el
gobierno de Salvador Allende, por el contrario. Escribo sobre hechos y situa-
ciones que viví, la mayoría muy positivas y negativas otras, como producto
del clima de tensiones y confrontación en la época. No sería objetivo de mi
parte soslayar u ocultar las malas actitudes que tuvieron algunos elementos
de la Unidad Popular, afortunadamente los menos. Sin pasión, hay que re-
cordar hechos importantes que conspiraron para conducir al fracaso de la
llamada vía chilena al socialismo: desde el implacable cerco internacional
que se impuso al país, la descarada intervención de organismos oficiales de
los Estados Unidos, complacencia y ayuda de los partidos opositores y cola-
boración indirecta de vertientes internas que «atornillaron al revés», según
el lenguaje de la época. Se culminó con el golpe militar de 1973, anhelado
por sectores heridos en sus intereses económicos.
El presidente Allende, en su primer discurso indicó con claridad su concep-
ción de la experiencia chilena al socialismo al expresar que los monopolios
serían expropiados, y por la misma razón se aseguraría totales garantías
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para las empresas medianas y pequeñas, que contarían con la íntegra co-
laboración del Estado para el buen desarrollo de sus actividades. En aquel
discurso, reiteró que el Gobierno Popular tenía elaborados los proyectos
de leyes que permitirán el cumplimiento del programa. Finalizó expresando
que los trabajadores, obreros, empleados, técnicos, profesionales tendrían
la dirección técnica del país y también la dirección política.
Lo indicado por Allende se cumplió –con salvedades como las descritas–
en un buen porcentaje, pese al corto período que alcanzó a gobernar. Sin
embargo, la CODE hizo cuanto le fue posible para impedir y descalificar las
transformaciones realizadas por Allende y la Unidad Popular.
Recuerdo que, en la universidad, nuestro profesor de Mercadotecnia,
Luzio Luzzatto, nos preguntaba en su cátedra, y valga como ejemplo:
–¿...Por qué la gente consume huevos de gallina y no de pata…? Las irre-
flexivas respuestas de mis condiscípulos abarcaban una amplia gama: desde
el mejor sabor, calidades proteicas del huevo de gallina, precios, etc., etc.
Ninguno de nosotros dio la respuesta simple y correcta: la gente consume
huevo de gallina porque esta ave publicita con alharaca su producto cada
vez que pone un huevo. El estridente cacareo hace que todos se impongan
que hay huevos disponibles. En tanto, la pobre pata pone silenciosamente
sus huevos, y prácticamente nadie se entera... Ergo, pocos consumen hue-
vos de pata, y la inmensa mayoría consume el tradicional huevo de gallina.
Con este ejemplo, nos graficó la tremenda importancia de la publicidad
correctamente manejada y dirigida.
Fallamos lamentablemente en la manera de publicitar las conquistas y
avances en materias económicas y sociales. Los hechos transformaron al
gobierno de la Unidad Popular en un ente defensivo ante los ataques de una
articulada prensa opositora. La imagen de ineficiencia, despilfarro, sovietiza-
ción de la economía, desabastecimiento por incapacidad de los gobernantes,
en suma, el fracaso de la UP, es la que aún perdura, transcurridas más de
tres décadas, inclusive entre quienes que ni siquiera habían nacido en esa
época de cambios profundos y significativos.
Rasgando vestiduras
Para aquellos que basan sus juicios de manera irreflexiva, documentados en
informaciones interesadamente manipuladas, o que tuvieron participación
expresa en su condición de opositores, el gobierno de Allende y la Unidad
Popular carga hasta el día de hoy con el estigma de una mala gestión, inca-
pacidad de dirigir, fracaso en todas las áreas, caos, incertidumbre, etc... Es
cierto que se cometieron errores, producto de los tantos factores indicados
en estas páginas. Algunos, voluntarios y de responsabilidad netamente
atribuible a aquellos que tuvieron equívocos o que actuaron de mala fe,
arrastrados por algunos dirigentes y partidos radicalizados de la época de
los setenta. También hubo balances extraordinariamente positivos y que
son deliberadamente ocultados o deformados.
Actores de antaño como Andrés Zaldívar, por ejemplo, que fue ministro,
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Durante los 1.041 días del gobierno de Salvador Allende, cada niño chileno
recibió religiosa y diariamente medio litro de leche.
Se nacionalizaron las minas de cobre en manos de empresas extranjeras.
Se estatizó la banca en el contexto de desarrollar armónicamente la
economía nacional. El crédito se destinó a fines productivos, y no para lucro
de accionistas y directivos bancarios.
Se cumplió el programa de la Reforma Agraria, pagando a los terrate-
nientes los valores pactados en certificados de ahorro reajustables del Banco
Central de Chile.
Se nacionalizó algo más de setenta empresas monopólicas dentro de un
total de treinta y seis mil privadas existentes en Chile.
Se erradicó el analfabetismo en el país, tanto por la decidida acción
del gobierno, como por la colaboración de miles de jóvenes estudiantes
voluntarios.
El acceso a la educación estatal gratuita era un derecho legítimo. Es-
cuelas, colegios y universidades recibieron a miles de niños y jóvenes por
sus capacidades.
Se establecieron relaciones diplomáticas y comerciales con todos los
países del mundo, sin diferenciarlos ideológica o políticamente.
Existió la más amplia garantía de respeto a todos los derechos humanos
y las libertades públicas, y jamás nadie fue detenido sin orden judicial por
mero capricho de la autoridad.
Se democratizó el concepto de seguridad nacional; se mejoraron las
condiciones socioeconómicas y profesionales de las FF.AA. y se las incorporó
al desarrollo social del país.
El poder político se ejerció dentro del Estado de Derecho.
El trabajo era considerado un derecho legítimo de la masa laboral. La
tasa de desempleo llegó a ser apenas un 3,6.
Los trabajadores y pueblo en general tuvieron acceso al consumo de
artículos de toda índole.
En el campo cultural, se dio un gigantesco paso adelante, con la creación
de la Editorial Quimantú, empresa estatal que publicaba entre ochenta mil
y ciento veinte mil ejemplares de literatura universal y centenares de miles
de libros de literatura infantil, pedagógicos y de toda índole.
Se congelaron los precios de artículos de primera necesidad y los cánones
de arrendamiento, de tal manera que los trabajadores no vieran lesionados sus
ingresos a causa de la crónica inflación nacional e internacional de la época.
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camente las condenas impuestas a los asesinos del general René Schneider.
Se produjo un caos institucionalizado desde el Parlamento, desde el Poder
Judicial y los partidos políticos de la oposición, que prepararon el peor
escenario para las elecciones del mes de marzo.
Los partidos opositores recibieron un millón cuatrocientos veintisiete
mil seiscientos sesenta dólares del Comité 40 para afrontar esas elecciones
legislativas. El mismo Comité adicionó US$ 200.000 el 12 de febrero de
1973, a fin de que la oposición consiguiera los dos tercios constitucionales
para destituir al Presidente.
El 1 de marzo, Eduardo Frei Montalva, reiteraba que «esta elección
constituye –aunque no lo quieran– un plebiscito ante la historia y ante el
futuro de Chile. Los que quieran que esta situación termine, dennos el poder
necesario para exigir un cambio profundo y definitivo».
En el contexto indicado se realizaron las elecciones generales ordinarias
de parlamentarios. Debía renovarse la totalidad de la Cámara de Diputados
(150 en la época) y la mitad del Senado. El marco era poco favorable para
la Unidad Popular: millonario financiamiento a la oposición, la mayoría de
los medios de comunicación, en contra del gobierno; alta inflación interna,
desabastecimiento, mercado negro y abierta campaña de desprestigio al Poder
Ejecutivo. Mantener la base electoral de septiembre de 1970, –entre 36% y
37%– habría podido considerarse un buen resultado.
El domingo 4 de marzo el pueblo dio su veredicto. Los candidatos de los
partidos de la Unidad Popular, pese a los negros augurios, obtuvieron una
más que satisfactoria votación: el 44 por ciento de los chilenos aprobó al
gobierno, entregando sus preferencias a los candidatos de la Unidad Popular.
El anunciado plebiscito no fue tal. El gobierno no se había desgastado y
pese a todos los vaticinios incrementó su base de apoyo. Con ese resultado,
la UP se acercaba peligrosamente al cincuenta por ciento.
La coalición del gobierno había aumentado de 18 a 20 sus senadores,
y de 54 diputados subió a 63. Continuábamos siendo minoría, pero se
sobrepasaba holgadamente el tercio.
Los opositores coligieron que era necesario cambiar la estrategia, ya que
la Unidad Popular iba derecha e inexorablemente a la conquista total del
poder por la vía electoral, lo que también consideraron como una «agresión
sin armas». Concluyeron que la única salida era por la vía militar, a través
de un golpe de Estado.
Esta elección pudo ser la oportunidad de la DC para promover un acerca-
miento al gobierno y buscar en conjunto una salida para detener el clima de
odiosidades y enfrentamientos dramáticos que caracterizaron el período.
El Golpe en el aire
A mediados o fines de abril, me vi obligado a concurrir nuevamente a La
Moneda. Necesitaba el apoyo de Allende para solventar un problema con el
Superintendente de Bancos, que me afectaba directamente. Un par de horas
antes de la visita, había concurrido a una citación de carácter perentorio
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con ese funcionario. Recibí una «orden directa» que estimé irracional, sin
lógica ni fundamento y de peligrosas consecuencias. Obedecerla ponía en
peligro la estabilidad del Banco de Concepción y mi seguridad personal.
Derechamente me negué a obedecer la insensata instrucción recibida. El
funcionario planteó la disyuntiva entre aceptación y obediencia, o ser sus-
pendido en el acto de mis funciones. Naturalmente opté por lo segundo,
previa advertencia que hablaría con el Presidente de la República acerca de
la determinación que me estaba comunicando.
Impuse a Allende del contenido de la reunión y la injusta suspensión
que se me había impuesto. No le fue fácil asimilar las insólitas instrucciones
emanadas de un funcionario de su exclusiva confianza. Escuchándome,
estimó que mi reacción había sido la correcta. Luego de imponerse a ca-
balidad del problema, relacionado con el retiro de armamentos propiedad
del Banco (utilizado para proteger transportes de dineros) y ocultamiento
en lugar absolutamente inseguro de la moneda dura resguardada en las
bóvedas de la institución, ordenó a uno de sus edecanes hacer comparecer
de inmediato al Superintendente a su despacho. El trayecto entre ambos
edificios a lo sumo demoraba cinco minutos, de tal modo que en un breve
lapso se presentó.
Recuerdo que el Presidente le increpó con dureza la actitud. Enojadísimo
–como pocas veces le vi–, le reprochó su falta de lealtad y el descriterio con
que había actuado en relación a las «instrucciones», que nada tenían que
ver con las actividades propias de su manejo. El funcionario se escudó en
acuerdos de la Comisión Política del Partido y arguyó que él simplemente
era el ejecutor de dicho acuerdo. Allende, sumamente indignado, le dijo
algo así como:
–...Mire compañero. Lo que se me acaba de informar es gravísimo e
inaceptable. De ser cierto el origen de sus órdenes, tendría que citar a los
integrantes de la comisión política de la UP para aclarar esta situación ab-
surda que, de ser conocida por los presidentes de los partidos, provocaría
un terremoto interno... En cuanto a la suspensión del compañero Ozren,
dese por notificado que él cuenta con mi total confianza, lo que no puedo
decir de usted... Quiero tener en mi escritorio su renuncia en el curso de esta
tarde. ¿Quién se cree usted que es para enmendar la plana al Presidente de
la República…? Aquí el que manda soy yo. Retírese, redacte su dimisión
y hágamela llegar antes de las cuatro de la tarde... La petición de renuncia
derivó en el nombramiento de un nuevo superintendente, cargo para el
que fue designado de inmediato el abogado Héctor Behm, yerno de Miguel
Labarca y persona muy mesurada.
Solos nuevamente, nos explayamos un tanto sobre lo generado por un
grupo de «afiebrados mentales» (palabras de Allende). Aprovechó la opor-
tunidad para reiterarme que le sería muy grato a la vez que conveniente
para mí que me casara pronto con Elizabeth y aceptara su ofrecimiento para
irme a Zürich. En confidencia, comentó que los servicios de inteligencia
de la Policía Civil estaban investigando antecedentes de un plan golpista,
planificado por la CIA para el día 19 de septiembre. A los golpistas se les
conocía como «Los Tres B», por las iniciales de los apellidos de los gene-
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El día «D»
El final del gobierno era previsible: el Golpe se respiraba densamente.
El martes 11 de septiembre arribé a Santiago alrededor de las cinco de
la mañana. Salí de Concepción en automóvil el día anterior, alrededor de las
11 horas. Tenía el propósito de entrevistarme con el presidente Allende, con
quien pude comunicarme el sábado 8. Me citó para el martes a las 11.30 en
La Moneda. Fui la última vez que oí su cálida voz por teléfono...
El trayecto de unos 514 kilómetros duraba, normalmente, entre siete y
siete y media horas. Luciano Torres era un excelente conductor, hábil e inteli-
gente en todo el sentido de la palabra. Sin embargo, ese día, 10 de septiembre,
demoramos dieciocho horas en llegar a la capital. La Carretera Panamericana
estaba cortada en muchos tramos con barreras de neumáticos incendiados,
extraños movimientos de vehículos militares acarreando soldados... continuos
pinchazos de neumáticos a causa de los «miguelitos», apedreamiento de
vehículos, en fin... una odisea. Tuvimos que bordear por caminos secunda-
rios y dar una tremenda vuelta por las termas de Panimávida, y sin ninguna
posibilidad de ingerir alimentos. Todo estaba cerrado...
Llegamos a las cinco de la madrugada, directo al departamento del
Banco en calle París. La intención era estar en La Moneda a las 11 horas.
Aproximadamente a las nueve de la mañana, Luciano me despertó exci-
tadísimo: –Jefe... jefe... ¡despierte! ¡La revolución…! Casi calcado al día
del tanquetazo de junio. Pero esta vez era más grave. Encendí una radio.
Transmitían la primera proclama golpista, que llamaron «Bando Número
Uno», a nombre de los tres Comandantes en Jefe y Director General de
Carabineros, sin indicar quiénes eran. Por supuesto, no sabía aún de la
maniobra de César Mendoza.
Conocía personalmente al Director General, José María Sepúlveda
Galindo. Sabía de su leal adhesión al Presidente y al gobierno. Pese a no
conocer particularmente a todo el escalafón mayor de carabineros (ocho
generales), tenía claro que ellos eran reconocidamente constitucionalistas.
Tal conocimiento me hacía suponer que la policía uniformada constituía, de
hecho, la fuerza de equilibrio ante las Fuerzas Armadas. El propio Salvador
Allende tenía claro que, con el apoyo irrestricto de carabineros, se dificul-
taba un golpe militar, ya que los golpistas corrían el riesgo de provocar una
cruenta guerra civil. De allí que en el primer momento no creí demasiado lo
que se decía por algunas radios en cadena. Se transmitían marchas militares
y comunicaciones, llamando al presidente Allende a abdicar y abandonar
La Moneda. Me vestí apresuradamente y partimos a pie hasta Huérfanos
con Bandera, oficinas del Banco de Concepción.
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En el trayecto y con una radio a pilas en las manos, me impuse que las
comunicaciones telefónicas con Valparaíso estaban interrumpidas por la
marinería alzada. Se informaba de la sublevación de la Armada en el puerto.
Pronto caí en cuenta de que la situación era más seria. Grandes tiroteos en el
centro de Santiago. Tanques del Ejército y tanquetas de Carabineros circu-
lando por la Alameda y calle Moneda. Soldados disparando hacía edificios,
y carabineros tratando de impedir la circulación de vehículos y transeúntes
por el centro de la capital. Con el corazón en la mano logramos llegar a las
oficinas de Huérfanos y Bandera. Las puertas del Banco estaban entornadas.
El personal asustado, sin saber qué ocurría en las calles, y principalmente
en los alrededores de La Moneda. Las radioemisoras proclives al Gobierno
fueron gradualmente silenciadas. Se oían cañonazos de tanques. Informes
señalaban, entre bandos y marchas militares, que se asaltaba el Palacio de
Gobierno.
Adoptamos medidas similares al día del tanquetazo. En esa crítica situa-
ción entendí que mi responsabilidad inmediata era la seguridad del personal.
Las radios transmitían instrucciones de desalojar el centro de Santiago; se
anunciaba el inminente bombardeo de la sede del gobierno por la Fuerza
Aérea... No fue tarea fácil desalojar al personal, atendida la convulsión en
las calles. Teníamos que esperar una disminución de la balacera para hacerles
salir en grupos de diez personas, con una total inseguridad de lo que les
ocurriera fuera del Banco. Todos anhelaban irse para estar con los suyos.
Ignorantes de lo que pudiera ocurrir, se cambiaron las claves y relojería de
las bóvedas, junto con los gerentes a cargo del procedimiento. Estábamos
a escasas tres cuadras de La Moneda...
Casi últimos en salir fuimos Luciano Torres y yo. Al interior del banco
quedó solamente el personal de guardia habitual, bajo las órdenes del ge-
rente administrativo, Mario Argomedo. No podíamos dejar la institución
desprotegida de eventuales pillajes o saqueos, como es de ocurrencia ante
hechos similares.
Pegados a las murallas, caminando entre portales y pasajes para evitar
las balas, llegamos a la calle París, donde se ubicaba el departamento del
banco. El anunciado bombardeo de La Moneda se inició a mediodía. Desde
un balcón de la vivienda, pude observar cómo picaban los aviones Hawker
Hunter, a la altura de la Estación Mapocho, para descargar las bombas sobre
La Moneda. A pesar de estar a unas siete cuadras del escenario, el estruendo
de los rockets era claramente audible. Un sentimiento de angustia, dolor e
impotencia no me permitía pensar con claridad. Sólo sabía que al interior
del palacio el presidente Allende, con un puñado de guardias personales,
defendía la constitucionalidad de su gobierno.
Encerrado en el departamento de calle París e imposibilitado de salir
a causa del toque de queda decretado, veía a los cuatro generales por la
televisión. Se mostraban complacidos. ¿Quiénes, además del puñado de
valientes en La Moneda y contados defensores del régimen en los edificios
aledaños fueron capaces de combatirles? ¿Dónde estuvieron los «quince mil
soldados cubanos»? ¿Dónde los grupos fuertemente armados denunciados
tan insistemente por Frei, Pinochet y otros? El tiempo se ha encargado de
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Allende: el hombre y el político
Cristales rotos
Alrededor de las 17:00 del día del Golpe, la Junta Militar de Gobierno de-
cretó toque de queda en Santiago y el país. Sumido en infinita tristeza, con
lágrimas viriles de pena y dolor por la muerte del hombre que tanto quise,
me mantuve como zombie mirando la televisión. Muchas horas sin probar
bocado; no había nada. No sentía hambre. Solo negros pensamientos, re-
cordando los momentos junto a quien fue para mí un maestro en el sentido
integral de la palabra. Fue como perder a un padre.
Sonó el teléfono. Me llamaban de Concepción para comunicarme que,
por bando militar de la III División, se requería mi presencia inmediata ante
las nuevas autoridades castrenses. Me sentí en una ratonera. Toque de queda
hasta el jueves, y ya se veían desde las ventanas los primeros allanamientos
de militares y carabineros. No tenía dudas de que en cualquier momento
aparecerían por el departamento a buscarme. No fue así. Todavía no estaban
muy coordinados.
También llamó Elizabeth, aterrada por mi suerte, ya que ella tenía co-
nocimiento de mi cita con Allende en La Moneda a las once de la mañana.
Al oír mi voz contestando el teléfono, se desató en llanto de alivio, pese a
compartir mi tristeza. Ella, al igual que muchos, creyó que yo estaría en la
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El rostro de la violencia
Viajando por una carretera solitaria, el trayecto fue rápido. Nos llamó la
atención no ver los habituales controles policiales camineros. Llegamos a
Concepción alrededor de las 17:00. Me contacté de inmediato con Julio
Ramos, y fuimos a la III División. Curiosamente, el militar a cargo de la
guardia que nos recibió, manifestó no saber nada de los bandos que conmi-
naban mi presentación. El oficial a cargo sugirió me fuera a presentar a la
Prefectura de Investigaciones, ya que en su libro de novedades no aparecía
mi nombre como convocado. Julio Ramos vestía uniforme de mayor de
Ejército y me llevó a esa dependencia policial. Era extraño ver a mi amigo
con vestidura de milico en campaña.
En Investigaciones, lugar donde fui tan diligentemente atendido cuan-
do ocurrió el robo en mi apartamento, quedé detenido. Tuve que entregar
cordones de zapatos, reloj, corbata, cinturón y llaves... Me llevaron a un
calabozo con capacidad normal para cuatro personas, pero en la ocasión
repleto con catorce detenidos. Conmigo, éramos quince. Transcurrieron
unas diecisiete horas en las que nadie se acercó al calabozo. Se produjeron
conversaciones entre los detenidos, cada cual comentando las causas de su
detención. No había ningún delincuente común. Todos éramos retenidos
por razones políticas.
Uno de ellos lloraba desconsoladamente. Se trataba de un ingeniero de
Petro Dow, de filiación demócrata cristiano. Según nos comentaba entre
sollozos, era casado con una linda mujer. Su vecino, ávido por conquistarla,
lo acusó de «comunista» a las nuevas autoridades. Ya había recompensas
por delaciones. En este caso, la recompensa esperada por el avivado delator
era la mujer del vecino...
Transcurridas 17 horas, sofocado por falta de aire y la angustia por no
saber qué pudiera ocurrirme, me llevaron a la sala de guardia. Un inspector
redactó una breve declaración acerca de mis actos entre «el pronunciamiento
militar» y mi presentación al cuartel. Hice un relato, lo firmé y me indi-
caron que me fuera tranquilo. Se me informó que no había cargo alguno
en mi contra. Recibí la recomendación de no exhibirme por las calles, no
reunirme con más de dos personas y «hacer mi vida normal», como si ello
fuera posible...
El domingo por la tarde, una vez liberado, caminé largas cuadras hasta
la calle Diagonal. No sé cuántas eran. Para mí, interminables... Llegué sin
inconvenientes mayores a mi domicilio. Me sentía sucio y con la sensación
de tener piojos. Abrí la puerta, y antes de entrar, me despojé de toda vesti-
menta, botándola en el pasillo. Tomé una larguísima ducha hasta que me
sentí limpio. Llamé por teléfono a Elizabeth. No demoró ni tres minutos en
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Allende: el hombre y el político
guardia del recinto policial. Allí, honrando el rango que había detentado,
fui recibido con «paso de parada». A puntapiés y culatazos me botaron en
un calabozo maloliente, repleto de gente. Es increíble la capacidad del ser
humano para adaptarse a las más adversas circunstancias... No sentí hambre
ni angustia, pero sí mucha sed.
La puerta de la celda tenía una pequeñísima ventanilla enrejada. Sin
ponernos de acuerdo, rotábamos para tomar un poco de aire. Daba a un
amplio patio de tierra. Pudimos ver gran cantidad de carabineros alimen-
tando una hoguera. Quemaban cientos o miles de libros requisados en
allanamientos a domicilios particulares. También en Concepción se había
iniciado la caza de brujas. La incertidumbre era mi mayor preocupación.
¿Qué vendría...?
Al amanecer, nos sacaron a otro patio. Todos de cara a una muralla,
brazos extendidos y piernas abiertas. ¡Insoportable! Ni siquiera un sorbo
de agua... Pronto llegó la orden de arrodillarse, con las manos tras la nuca.
Horas en esa posición torturante. Promediando la tarde, un sargento y dos
carabineros comenzaron a elaborar fichas con los datos de los detenidos.
Lenguaje por cierto irreproducible en el trato personal. Fui incapaz de contar
o calcular cuántos éramos los retenidos. El patio, atiborrado de gente. Tal
vez había entre ochenta y cien personas. Ningún conocido, excepto Federico
Goldsmidt, un funcionario del Banco Sudamericano, con quien no pude
cruzar una sola palabra. Estaba prohibido hablar.
El sargento, sarcásticamente, notificó que éramos «prisioneros de guerra»
del Gobierno Militar y que, atendida nuestra condición de comunistas y mar-
xistas desgraciados, íbamos a responder por las barbaridades que habíamos
hecho al país... Así estuvimos hasta el anochecer. Sin alimentos, sin agua,
adoloridos por los culatazos y puntapiés y las inhumanas posiciones en el
patio. Mucho después supe que Elizabeth no se movía de las puertas de la
comisaría, sin que la dejaran verme. Ya había averiguado que la «diligencia»
no era más que mi detención. A ambos, separadamente, nos consumía la
incertidumbre y angustia. ¡Era el día programado para casarnos!
La ferocidad que mostró Carabineros para con los detenidos fue pro-
ducto de un lamentable hecho ocurrido un par de meses antes del Golpe.
Alguien –nunca se supo quién fue– asesinó a sangre fría a un cabo de apellido
Aroca, mientras dirigía el tránsito vehicular en la ciudad. Ese hecho, unido
al adoctrinamiento impuesto por los oficiales, les transformó en los agentes
de la represión en la zona. El disparo fatal fue consumado desde un techo
vecino al local del PS de Concepción. Oficiales, suboficiales y tropa juraron
venganza y todo aquel identificado con el PS, PC o MIR fue objeto de una
tremenda odiosidad. La policía uniformada de Concepción rompió todos
los récord en cuanto a torturas y crueldad.
De noche me embarcaron en un bus, junto a un grupo de prisioneros,
con destino desconocido. Nos trasladaron al estadio regional de Concep-
ción, recinto deportivo convertido en campo de concentración. Militares
registraron nuestro ingreso y luego nos metieron a diferentes camerinos
del establecimiento. Los tradicionales vestidores del estadio fueron conver-
tidos en calabozos. Una delgada capa de aserrín cubría el piso de heladas
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Ozren Agnic
baldosas. Sin cobertores, ni nada que nos protegiera del frío sureño, tuvi-
mos que dormir en el suelo. Se escuchaban gemidos y también alaridos de
dolor por todo el estadio. La luz eléctrica, cortada. Acurrucado en el suelo,
me sumí en un sopor, del que desperté al amanecer. Algunos conscriptos
del Ejército entraron al camarín con un fondo de café aguado (le dimos el
jocoso nombre de «agua de calcetín de milico») y una cesta de pan. Devoré
ese primer alimento. Al poco tiempo, custodiados por militares con fusiles
ametralladoras, fuimos llevados al campo de fútbol. Formamos en filas,
según el camarín/celda que nos fue asignado por la noche.
Un soldado de rango, con un uniforme casi idéntico al utilizado por las
SS de Hitler, nos dirigió una «patriótica alocución» sobre el Golpe militar.
Comunicó a los detenidos que, en virtud del estado de guerra con el marxis-
mo, éramos prisioneros de las Fuerzas Armadas y que, previo interrogatorio
a cada uno de los detenidos, se determinaría su destino. Los «inocentes» o
equivocadamente prisioneros en el recinto, pronto se dejarían en libertad.
Todos quedábamos sujetos a un estricto régimen militar, con prohibición
de hablar entre nosotros. Quien fuera sorprendido intentando comunicarse
con otros, sería severamente castigado.
Terminado ese discurso y recibidas las instrucciones, nos ordenaron
sentarnos en un sector de las graderías del estadio hasta nueva disposición.
Aprecié las características del recinto deportivo al que había ido tantas veces
por distracción. En la altura de las murallas, cinco grandes ametralladoras
apuntaban al interior. Soldados con armas en posición, nos custodiaban.
Pese a la severa prohibición de movernos y hablar, poco a poco fuimos
trasladándonos para ubicar a gente conocida. Ese, mi primer día, calculé
unos setecientos prisioneros en el recinto.
Ubiqué a mis compañeros del directorio del Banco, Samuel Fuentes,
Sergio Arredondo y el director laboral, Luis Troncoso; a mi secretario,
Guillermo Cartés; al abogado, Julio Sau; al gerente zonal, Harlan Guler; al
ex intendente, Luis Contreras; al vicerrector de la Universidad, Galo Gómez
Oyarzún; al último intendente, Fernando Álvarez Castillo; al doctor Jorge
Peña Delgado, director provincial del Servicio Nacional de Salud; Juan An-
tonio Garrido, jefe zonal de Corfo; Hernán Gallardo, de Vicosur y Rucán;
Eugenio Miranda y tantos otros que ya no recuerdo, detenidos y recluidos
desde el primer día del Golpe.
Con disimulo nos fuimos desplazando para estar cerca y cambiar
impresiones. Nadie sabía nada de nada, excepto que el jefe del campo de
concentración era un capitán de Ejército llamado Osvaldo Sánchez, que
había un sargento de Carabineros con cara de chino, apellidado Gutiérrez
(nunca supimos si los nombres de ambos personajes eran sus verdaderos
apellidos o una «chapa»), de fama adquirida por la crueldad que mostró
con los prisioneros, personalmente interrogados por él.
El capitán Sánchez también ostentaba el cargo de Jefe de Inteligencia
Militar (SIM) de Concepción. El sargento Gutiérrez, de la SICAR (Servicio
de Inteligencia de Carabineros), coordinador de los servicios de inteligencia.
Pronto me enteré de lo desalmado que era este individuo.
Samuel Fuentes me comentó que el día del Golpe fue detenido en el
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Banco, junto con Harlan Guler, el abogado Sau y otros funcionarios, por
una patrulla militar comandada por un teniente. Se trataba de un individuo
que cortaba el pelo gratis a los militantes del PS en la sede de calle Caste-
llón. Era nada menos que un infiltrado SIM al interior del Partido... Sergio
Arredondo fue detenido mientras dictaba clases en la universidad, al igual
que Galo Gómez, el vicerrector, y otros profesores y funcionarios de esa
casa de estudios.
Continuamente se escuchaban nombres por los parlantes del estadio,
llamándoles a presentarse en una esquina del recinto. Desde allí se les llevaba
a lo alto de la torre de control, habilitado como centro de interrogatorios
y torturas. Pronto supe cómo y de qué se trataba. Algunos, los menos,
quedaban en libertad. Generalmente eran personas detenidas por infringir
el toque de queda.
El campo de concentración carecía de médicos, paramédicos o auxiliares.
Personalmente sufría fuertes dolores de estómago, producto de una grave
úlcera estomacal, tratada por un especialista desde hacía un par de semanas.
Debía observar una rigurosa dieta y estricta ingesta de alimentos en horarios
predeterminados. Desde el día mismo del Golpe, fue imposible seguir las
instrucciones médicas. Días sin comer, sin los medicamentos prescritos ni
atención profesional...
Una tarde cualquiera fui llamado por los parlantes. Conocí de la torre
la parte más suave. Única oportunidad en que me sometieron a un inte-
rrogatorio a cara descubierta, sin vendajes, torturas ni máscaras. Había
cinco individuos, de los cuales solo reconocí a dos: el capitán del campo y
el sargento Gutiérrez.
Se limitaron a preguntar por supuestos acopios de armas, el manejo
del banco y la manera cómo se había financiado la compra del local del PS.
Respecto a armas, por cierto no tenía la menor idea. Sobre el banco, pude
entregar una apretada síntesis. En cuanto al local del Partido, nada podía
informar, por no ser asunto de mi incumbencia. Suponía que el Partido
tenía recursos propios, pero nada sabía al respecto. Yo no era parte de la
dirección. Me conminaron a decir la verdad y ahorrarme malos ratos para
luego poder irme tranquilo a casa. Fue un largo interrogatorio, pero no
pasó de allí.
Vuelto al campo, la gente se mostró ansiosa por saber qué había pasa-
do. Conté mi experiencia. Entre los que mostraban mayor preocupación y
nerviosismo, por lo que pude haber declarado en el interrogatorio, estaban
Luis Troncoso y Julio Sau. Ya narraré a qué se debía... Varios se tranqui-
lizaron y pensaron que una vez que tuvieran su propio turno, podrían irse
tranquilamente a sus domicilios. Gran error.
Mientras tanto, ignoraba lo que ocurría en el exterior. La incomunicación
era total. No teníamos noticia alguna, excepto cuando ingresaban nuevos
prisioneros. Así pude enterarme que había una desatada campaña periodís-
tica en mi contra. En la prensa y radios se decía de todo... me calificaban
de ser el «cerebro financiero del Plan Zeta», «importador de armamento
para grupos paramilitares», financista de guerrillas, etc., etc. Por cierto las
noticias me intranquilizaron. Costaba creer tanta imaginativa invención.
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El diario El Sur, que meses atrás me había distinguido como «el hombre
del año en la cuenca del Bío Bío», era mi más encarnizado detractor. Casi
a diario propalaban que había sido detenido por las Fuerzas Armadas el
personaje que, junto con transformar al Banco de Concepción en un feudo
de la Unidad Popular, era el banquero del siniestro complot para asesinar
militares y civiles el día de «los cuchillos largos», como también llamaban
al inexistente Plan Zeta.
Poco tiempo después, de noche, fui sacado del camerino-celda, esposado
en la sala de guardia del estadio, vendada la vista y con capucha en la ca-
beza para impedir la visión. Por lo largo de la travesía y subida de escalas,
evidentemente fui llevado a la torre de control.
Se acabaron las contemplaciones. Lluvia de golpes, fundamentalmente en
el estómago. Las preguntas clásicas sobre armas, financiamiento a partidos
de la UP, etc. Curiosamente, preguntaron insistentemente por una metra-
lleta del ex Banco Francés, arma que efectivamente habíamos heredado de
esa institución, en Santiago. Ese elemento, inapropiado para una entidad
bancaria, había sido oportunamente entregado al Ejército en Santiago,
bajo acta de recepción en virtud de la ley vigente sobre control de armas,
la mencionada Ley Carmona.
Aturdido por la golpiza, escuché una voz conocida entre los que
me torturaban. Esa voz decía: –Hable, señor Agnic. Los militares son
buenos. Solo quieren saber la verdad y no le harán más daño... La voz
correspondía a un gordito que por años oficiaba de mocito en el PS.
Agradezco el mecanismo que todos tenemos, el subconsciente. Gracias a
él, se tiende un manto de olvido, es posible conservar la cordura y llevar
una vida mental normal. De tarde en tarde hay chispazos y afloran los
recuerdos. El nombre de ese gordito, a quien había tratado en muchas
oportunidades, me ha sido imposible recordar. Lo destacable es saber
que las organizaciones de izquierda estaban absolutamente infiltradas,
quién sabe desde cuándo...
Semi inconsciente y adolorido, me botaron en el camarín. La escena se
repitió muchas veces en días sucesivos. Es impresionante la adaptabilidad
del cuerpo a cualquier circunstancia adversa. Una vez recibido el tercer o
cuarto golpe, el cuerpo se va «calentando» y ya no se siente tanto el tor-
mento. Se produce una desconexión entre el cuerpo y su cerebro. El dolor
viene después... La humillación que se siente por el vejamen a la dignidad
es peor que el suplicio corporal.
Creo que a inicios de octubre –la noción del tiempo se pierde en tales
circunstancias– fui sacado de noche a la guardia. ¡Otra vez, pensé! Era el
capitán Sánchez que había ordenado mi comparecencia. En un gesto extre-
madamente amable, me convidó café y cigarrillos. En tono de confidencia
(se había innovado la táctica), me dijo: –Ciertos milicos son muy brutos y si
de mí dependiera, me habría instalado en la torre de control para cooperar
en los interrogatorios y no me tendría prisionero, sujeto a vejaciones fuera
de su control. Según sus palabras, yo era una persona valiosa que nada tenía
que hacer en medio del «lumpen político» encerrado en el estadio. Fue una
variación en la estrategia para sacar información. Se procuraba cultivar el
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La hospitalidad de la Marina
En el transcurso de los días dejaron en libertad al jefe zonal de Corfo,
Juan Antonio Garrido, y a casi todos los funcionarios del Banco de
Concepción, con excepción de Guler, mi secretario Guillermo Cartes,
Miranda y Hernán Gallardo. Me extrañó sobremanera no saber nada
sobre la situación de quien fuera mi vicepresidente, Mario Viveros Jara.
Alguien dijo que no tuviera más inquietud por él, ya que se le contaba
entre los colaboradores y delatores de los militares. Con esa actitud
quedaba demostrada su «pose de revolucionario», para profitar de
un cargo y luego pasarse a las filas de quienes nos traicionaron. No lo
tocaron para nada. En honor a la verdad, no tengo constancia de nada
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con respecto a Viveros, pero el hecho de no verle entre los retenidos era
motivo de reflexión y sospechas.
Confié en muchísimas personas, como ha sido habitual en mí. Me siento
orgulloso de la mayoritaria reciprocidad que recibí. Es duro recibir desilusio-
nes, particularmente cuando los hechos están consumados. Me refiero a que,
en el curso de esos duros acontecimientos, supe, de boca del capitán Sánchez,
que quien había sido Director Laboral, Luis Troncoso, y el abogado Julio
Sau, al ser interrogados por el SIM, deslindaron cualquier responsabilidad,
inculpándome de irregularidades que jamás llegaron siquiera a mi conoci-
miento. Ellos sostuvieron que en mi poder había quedado una metralleta
del ex Banco Francés, cuya entrega constaba en registros y documentos del
banco. Cuando los seres humanos nos encontramos en tan difícil situación
e ignoramos qué nos puede ocurrir al siguiente minuto, hora o día, aflora
la verdadera personalidad de cada uno, lo negativo o lo positivo.
Algunas semanas antes del Golpe militar, Troncoso, conjuntamente con
el secretario regional del PS de Concepción, y el abogado Julio Sau estaban
de acuerdo en dar un «golpe de estado interno en el banco» para sacarme
del cargo. Desubicado el trío. A Troncoso se le subieron los humos y se creyó
con el más legítimo derecho a reemplazarme en la presidencia del banco. Al
parecer ignoraban que mi reemplazo dependía exclusivamente del presidente
Allende, debido a que era de confianza exclusiva suya. Pretendían que Sau
asumiera como vicepresidente, y Troncoso el cargo de presidente. Fue una
maniobra malintencionada, a la vez que ingenua, que me produjo algún
daño emocional, máxime tratándose de militantes de mi propio Partido,
que actuaron a espaldas mías.
Como he narrado, los sectores menos consecuentes del Partido no com-
partían mi posición, totalmente ajena a mal entendidos sectarismos. Inútil-
mente me «ordenaban» despedir gente opositora. Lo que nunca imaginé fue
la carencia de calidad humana y la cobardía que tuvieron para no reconocer
–o al menos callar– lo que ellos habían promovido, responsabilizando a un
tercero de sus actos. Días antes del Golpe tuve un duro enfrentamiento con
la dirección regional socialista, y fue a causa de ello que viajé a Santiago el
10 de septiembre. Mi propósito era informar a Allende sobre lo que tejían
los intrigantes. Siempre tuve el respaldo del presidente Allende, y mi cargo
era sólido en tanto contara con su beneplácito.
Como se aprecia, no sólo se debía tener cautela con los carceleros.
También de la gente propia...
Una mañana cualquiera, nos percatamos de extraños movimientos en
la parte superior de las murallas. Desde allí se dirigían los cañones de las
ametralladoras hacia el arco norte de la cancha de fútbol, según instruc-
ciones y movimientos hechos desde abajo por un soldado. Observamos, sin
mayor interés, que dos conscriptos salieron del túnel cargando un fardo
de pasto. A paso cansino, lo llevaron detrás del arco de fútbol, justo en el
punto donde apuntaban las ametralladoras. Regresaron al túnel por otro
fardo. Misma maniobra, repetida incontables veces. Lentamente se levantó
una muralla de fardos de pasto en el sitio indicado. Consiguieron, de hecho,
nuestra mayor atención.
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se leería una lista. Los nominados, debían bajar a la cancha y formar una
fila en la mitad. No dijeron para qué. Comenzaron los llamados: Fernando
Álvarez Castillo, ex intendente de Concepción, comunista; Luis Contreras, ex
intendente, comunista; Galo Gómez Oyarzún, Universidad de Concepción,
socialista; Jorge Peña Delgado, Servicio Nacional de Salud, socialista; Eliecer
Carrasco, Inacap, socialista; Ozren Agnic, Banco de Concepción, socialista;
Alejandro Romo, GAP, MIR; Sergio Arredondo Manns, director Banco de
Concepción y profesor universitario, socialista; Patricio Cid, médico, ex
director del hospital de Coronel, mirista; Alfonso Darricarrere, ex director
de la Escuela de Medicina de la Universidad de Concepción, independiente
y una persona más que no he logrado recordar, pero que debe haber desem-
peñado un alto cargo regional en el gobierno de Salvador Allende.
Formada la fila, se acercó el capitán Sánchez, acompañado del sargen-
to Gutiérrez del SICAR para informarnos que seríamos trasladados a otro
recinto, que no era del Ejército. Nos ordenaron dirigirnos a los respectivos
camarines para retirar nuestras escasas pertenencias y dirigirnos a la sala de
guardia del estadio, donde se nos haría entrega de otras especies personales
que habían sido retenidas el día de nuestros respectivos ingresos.
Supe después la inquietud despertada entre los presos políticos por
nuestro incierto destino. Nos daban el apelativo de «pesos pesados». Se nos
embarcó en un bus, con rumbo desconocido. Silencio absoluto. Cada cual
meditaba acerca de su situación; además teníamos prohibición de hablar
entre nosotros. Lo curioso es que en esta ocasión no fuimos esposados ni
se nos puso grilletes.
El bus llegó a la puerta de la base naval de Talcahuano, conocida como
El Pórtico de los Leones. Registro de rigor y nuevo requisamiento de es-
pecies. Allí me quitaron un valioso reloj que había escapado a todas las
revisiones previas. Fuimos llevados a unas instalaciones correspondientes a
suboficiales de la Marina. Ingresamos a un dormitorio colectivo. Se nos dijo
que podríamos ducharnos con agua caliente. Nos proporcionaron jabón,
toallas limpias y una máquina de afeitar eléctrica... Hacía más de un mes
que no sabíamos de un exquisito baño caliente. Afeitarme con una máquina
eléctrica para una barba crecida, fue una odisea. Fue difícil, pero finalmente
pude hacerlo, al igual que mis compañeros de reclusión. Momentáneamente
volví a sentirme de nuevo un ser humano... limpio y rasurado.
Nos pasaron al comedor de suboficiales. ¡Otra gran sorpresa! Grumetes
correctamente uniformados y con impecables guantes blancos, nos invitaron a
sentarnos ante una mesa servida. Previo a darnos el almuerzo, un oficial nos dijo
que, a partir de nuestra llegada «éramos huéspedes de la Armada chilena». Que,
luego de almorzar, disponíamos de tres horas para dormir, si así lo deseábamos,
para luego ser trasladados a la Isla Quiriquina, Escuela de Grumetes.
El ex Intendente, Luis Contreras, se manifestó extremadamente contento
por lo que ocurría, Tanto fue así, que dijo algo como: –...Tenemos la fortu-
na que nos hayan traído aquí. Estos marinos nuestros son bien educados y
saben conservar las tradiciones británicas de hospitalidad y buena atención.
Brindo por ellos, dijo, alzando la copa de vino que nos habían servido...
Todos –menos yo– repitieron conceptos similares.
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Hice un comentario, tal vez desatinado, que dejó mudos a los comen-
sales: –...No te alegres tanto, Cachencho (apodo cariñoso que se daba al
ex intendente), recuerda la última cena de Cristo... presiento que la isla va
a ser peor que el estadio. Quizás sea esta realmente nuestra última cena...
El comentario dejó mudos a mis compañeros de cautiverio. No me falló el
presentimiento.
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entusiasmo aquella parte que dice «...cuando los hombres volverán a ser
hermanos...». Los oficiales y tropas del campo de concentración nunca
entendieron el sentido de La Coral...
Conocí en carne propia lo que es la «parrilla eléctrica», lo que llamaban
«el submarino», los golpes con toallas o trapos mojados, «el teléfono» y
tantas brutales golpizas inventadas por mentes sádicas. Los interrogatorios
eran invariablemente acerca de supuestos acopios de armas, mi participación
personal en el nada creíble «Plan Zeta», la lista de civiles y uniformados
que «se pretendía liquidar el día de los cuchillos largos…», etc.,
Una noche, ignoro el día y la hora, me retiraron del gimnasio. Tras la
puerta, me vendaron la vista y pusieron la tradicional capucha. Como el
procedimiento era de rutina, creí que sería sometido nuevamente a interro-
gatorios con apremios físicos. El vendaje de la vista era una precaución para
que no hubiera posibilidad de reconocer a los torturadores; sin embargo,
esta vez me esposaron con las manos adelante. No di mayor importancia al
hecho. Tomado por ambos brazos, caminamos un largo trecho. No íbamos
al lugar habitual de interrogatorios... Eso lo deduje por el tiempo del reco-
rrido. Finalmente, soltaron las esposas y me ataron a un palo. Una voz me
decía en tono grave: –...Confiesa tus pecados, hijo mío... hoy comparecerás
ante Dios... tu vida llega hasta aquí... se ha decidido que vas a ser fusilado...
Confiesa y limpia tu conciencia para que Dios te reciba en paz...
Creí que era un cura. Sin embargo, como no era religioso, me negué a
«confesar pecados». Solo recuerdo, pese a mi conmoción interna, que dije
algo como: –¡Mátenme de una vez! Mi sangre caerá sobre ustedes y sus hijos
por siete generaciones. Algún día rendirán cuenta de sus crímenes.
–Bien, dijo «el cura». Es tu voluntad. Oficial, proceda con la ejecución.
En el silencio nocturno oí las voces de mando: –Preparen... apunten... Fue-
go... Sentí la fuerte detonación. Mis esfínteres, obviamente, se aflojaron.
Era la vida que se iba en manos injustas y asesinas. No entendía qué era
morir. Fui fusilado, pero al parecer continuaba vivo. Una sonora carcajada
a continuación. ¡Se cagó el upeliento...! Soltaron las ataduras y, nuevamente
tomado de los brazos, reiniciamos el caminar. Sentí que llegamos a alguna
edificación. En efecto, me condujeron a los baños, de uso exclusivo de ma-
rinos. Se me ordenó sacarme capucha y vendaje solo cuando estuviera en el
interior. Uno de ellos me dijo: –¡Báñate, cabrón! Ya conoces el camino de
vuelta al «dormitorio». Efectivamente, pude ducharme con agua caliente.
No había jabón, toalla ni espejo, de tal manera que me lavé lo mejor que
pude, hurté un rollo de papel higiénico para secarme algo. Desnudo y con
la ropa pestilente en la mano, regresé a las dependencias del gimnasio...
Al toque de diana, despertamos todos. Fernando Álvarez, el ex intendente
y vecino de yacija, me preguntó extrañado: –¿Qué te pasó en la cabeza? –No
sé, respondí. ¿Por qué? –¡Tienes el pelo blanco! En un espejito que tenía
alguien, comprobé que era cierto. El miedo afecta de diferentes formas,
principalmente en la coloración del cabello cuando se sufre una situación
de pánico. Tenía escasos 38 años y el pelo de un anciano...
Los simulacros de fusilamiento se repitieron por dos veces más. La
segunda, sinceramente ya no me importaba tanto. No sabía si la ejecución
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artes marciales, para combatir con este pobre remedo de «GAP». Por cierto
que Romo no sabía esquivar siquiera un simple cachete; menos atacar a un
adiestrado infante de Marina... Diariamente recibía tremendas palizas, con
las consiguientes burlas y carcajadas de Luna y sus subordinados.
La carencia de un sistema básico de higiene y el hacinamiento al interior
del gimnasio, rápidamente derivó en que la inmensa mayoría contrajera
sarna. Dolorosa peste. No existía en la isla ningún elemento sanitario con
qué curarla, y ninguna preocupación de nuestros custodios por darnos ele-
mentos mínimos para combatirla. Dentro de lo negativo del hecho, y a modo
de consuelo, poco se acercaban los custodios hacia nosotros, temiendo el
contagio. Al menos en el estadio regional los militares nos «pulverizaban» de
tanto en tanto con un chorro de polvo blanco, sustancia que al parecer era
un efectivo desinfectante, precisamente para evitar la propagación de sarna,
pulgas, piojos y otra clase de bichos que proliferan en tales condiciones de
infrahumanidad y hacinamiento.
Perdido el sentido del tiempo –los días parecían meses– en una ocasión
los marinos nos sorprendieron. En reemplazo de los tradicionales porotos
diarios nos dieron una muy grande, sabrosa y olvidada empanada de horno
y ¡de carne!, además de una suculenta cazuela de ave. Nos causó asombro,
pensando que algo grande iba a ocurrir. Así fue. ¡Visitaba la isla Quiri-
quina una delegación de la Cruz Roja Internacional! Nuestros carceleros
tenían que demostrar el «humanitario tratamiento» que daba la Armada
de Chile a sus «forzados huéspedes». Terminado el inesperado almuerzo,
nos condujeron –como era habitual– a la piscina vacía. El teniente Luna
presentó a dos ciudadanos suizos, que escasamente hablaban o entendían
el idioma español. Dijo que podríamos dialogar libre y francamente con
ellos, representantes de la Cruz Roja Internacional. Expresó que nos dejaría
solos para que pudiéramos explayarnos con toda libertad; inclusive hizo
retirarse varios metros a los grumetes que nos custodiaban...
El suizo que mejor hablaba castellano repitió varias veces el concepto
de «prisioneros de guerra», hecho que nos tenía retenidos en ese lugar.
Ante tamaño absurdo, impulsivamente levanté la mano. Quería hacer
una pregunta. –Señores –dije– ustedes hablan de guerra y de prisioneros
por un conflicto bélico que desconocemos y del que no somos parte. Por
favor, díganos quién es nuestro enemigo... queremos firmar la paz e irnos
a nuestros hogares. Nuestras familias sufren angustias y nos necesitan... El
suizo no respondió la pregunta. Dijo un par de cosas ininteligibles, como
intentando tranquilizarnos, y se retiró con su acompañante. Comentarios
variados entre los presos...
De noche, ya encerrados, me sacaron del gimnasio, a la presencia del
teniente Luna. Le acompañaban otros individuos, entre ellos el tristemente
famoso sargento Gutiérrez del SICAR. Los términos en que se dirigieron a
mí son irreproducibles. La paliza que me dieron, a cara descubierta y sin
inhibiciones, también inenarrable... Pagué cara la osadía, y aprendí en car-
ne propia que en boca cerrada no entran moscas. Según aprendí, la lógica
militar indica que hay que ser del montón. Jamás primero o último. Sólo
anónimo.
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nilo González (o tal vez Wladimir Araneda, no recuerdo bien), había sido
condenado a veinte años de prisión por un consejo de guerra sumario en
la ciudad de Lota. La mala noticia nos sumió en una profunda depresión.
Personalmente conocía a los cuatro, desde años atrás. Se trataba de exce-
lentes hombres, que de violentistas nada tenían.
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Cual más, cual menos, todos sabíamos que la tortura era el pan nuestro
de cada día y que muchos habían muerto a causa de la brutalidad imperan-
te. Pese al calificativo de «prisioneros de guerra», nunca se nos trató como
tales. Para ellos, los detenidos éramos elementos subversivos, enemigos del
Estado, y por tanto, carentes de cualquier derecho. Todo el que tuvo una
pequeña cuota de poder, por insignificante que fuera, se sintió dueño de
determinar quién vivía y quién moría...
El correo de los presos funcionaba impecablemente. Cada persona
trasladada de un campo a otro cualquiera era un portavoz de noticias.
Inclusive, gracias a la eficiencia de ese correo o fuente de informaciones,
se pudo identificar a los delatores y a elementos infiltrados entre nosotros
con la misión de escuchar conversaciones, comentarios, extraer información
para luego transmitirla a los mandos superiores.
Terminado el aislamiento, no volvieron a tocarme ni interrogarme. Daba
la impresión que había dejado de existir para los militares. Sin embargo,
todo cuanto se había escrito en los periódicos y radios de la zona sindi-
cándome como «cerebro financiero» del «Plan Zeta» y las inculpaciones
que ya he narrado, no dejaban de producirme una tremenda inquietud. La
incertidumbre me consumía tanto o más que el hecho de ser un prisionero.
La incógnita se develó una de esas noches.
Por orden del capitán Osvaldo Sánchez, el jefe del campo de concen-
tración, fui llevado nuevamente a su presencia. Me hizo una revelación
sorprendente, bajo juramento de no decir una sola palabra de lo que iba a
contar. Así lo hice, hasta el momento que escribo estos recuerdos.
–Mira muchachín, dijo, te tengo una excelente noticia. El Auditor Militar
de Concepción, a quien tú conoces, te presentará al juicio de un consejo de
guerra en los próximos días. Solamente se te acusará del robo de un arma
del banco y te aplicarán una pena de cárcel. No tengo muy claros los de-
talles, pero lo importante es que vas a quedar vivo... Lamento muchísimo
los sinsabores y angustias que has pasado, pero tienes que entender que las
Fuerzas Armadas no tenían más alternativa que proceder como lo hemos
hecho. Espero lo entiendas y guardes silencio sobre la confidencia que acabo
de hacerte...
En el intervalo entre el levantamiento de la incomunicación y la sorpren-
dente revelación del capitán Sánchez, volví a tener noticias de Elizabeth.
Supo, el mismo día que fui sacado de la Isla Quiriquina, mi nuevo destino.
Diariamente, y con cierta complicidad del personal de Gendarmería o algu-
nos inocentes conscriptos, me hacía llegar ropa limpia, misivas, cigarrillos, y
se llevaba mis prendas sucias para lavarlas, una vez que terminó el período
de incomunicación.
Una mañana fui llevado a la presencia del fiscal militar de Concepción,
un abogado de Carabineros apellidado Villagrán. Un verdadero resentido
social el tal Villagrán. Con tono de «alta superioridad» me hizo conocer
los cargos que enfrentaría en el mentado consejo de guerra: «autorrobo de
un revólver marca Getado, calibre 22, propiedad del Banco de Concepción,
para ser utilizado en la proyectada masacre a militares y civiles el día del
Plan Zeta».
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tuado a dormir en el duro suelo, y tuve que echarme al piso para descansar
y dormir. La cama era demasiado blanda...
Un día de febrero de 1974 recibí la visita de uno de los más acérrimos
adversarios del gobierno de la Unidad Popular. Se trataba del abogado Ger-
mán Domínguez, contratado por los dueños de una empresa maderera de
la zona para asumir mi defensa ante el Consejo de Guerra, que se realizaría
en los próximos días. Otro de los hechos sorprendentes en mi vida. Yo sa-
bía que el abogado Domínguez había sido uno de los padrinos de Patria y
Libertad en Concepción, junto con su colega Juan Eduardo King, de quien
tengo el peor de los recuerdos. Tener a Domínguez como abogado defensor
era un hecho increíble e insospechado. Le entregué verbalmente todos los
antecedentes que pidió para mi defensa y que fui capaz de recordar en ese
momento.
Pocos días después de la visita, se me llevó a un recinto que he olvidado.
¡Era el Consejo de Guerra! El grupo de «jueces» militares se componía de
siete mayores de ejército, el fiscal Villagrán, el abogado Domínguez y yo,
engrillado en una incómoda silla.
El fiscal Villagrán leyó los cargos que se me imputaban, además de otros
que dijo no haber sido probados, pero que constituían antecedentes justi-
ficatorios a mi hipotética actuación en el «Plan Zeta» propiciado desde la
Presidencia de la República. En lo sustantivo, las inculpaciones de Villagrán
eran coincidentes con lo que me había confidenciado el capitán Sánchez en
el Estadio Regional.
Al abogado Domínguez le cedieron el derecho a réplica –o defensa– por
un corto lapso. Prácticamente lo único que pudo hacer fue entregar a cada
uno de los siete integrantes de ese Consejo de Guerra unas fotocopias de la
denuncia hecha por mí en el Servicio de Investigaciones en enero de 1973
por el robo a mi domicilio, la orden de investigar determinada por el juez
Hernán Olate Melo, la comunicación del Banco a la Tercera División y
alguna otra consideración jurídica imposible de recordar. Los antecedentes
aportados por el abogado Domínguez, gracias a la información que le pro-
porcioné desde la cárcel, habrían sido suficientes para echar por tierra las
acusaciones de autorrobo de armamento ante cualquier tribunal legítimo y
dependiente del Poder Judicial, en tiempos normales.
El Consejo deliberó algunos minutos, sin mi presencia. Se me reintrodujo
a la sala para escuchar la lectura de la sentencia. Por fallo dividido, se me
condenaba a cinco años y un día de prisión por «tenencia ilegal de armas
en tiempo de guerra» y otros cinco años por «portar armas sin permiso en
tiempos de guerra». Dije fallo dividido, puesto que uno de los miembros del
consejo, un mayor de apellido Paravic, abogó y votó por el fusilamiento.
Según me expresó el abogado Domínguez, fue su primera desilusión con la
justicia militar y esa parodia de un Consejo de Guerra. Escasamente tuvo
acceso a la documentación acusatoria que presentaba el fiscal, solamente
una media hora antes del juicio. ¿Cómo interiorizarse de las acusaciones y
preparar una adecuada defensa?
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El nacimiento de un fantasma
Muchísimos años después, hice intentos para acceder al expediente. No sé
por obra de quién, el expediente del juicio fue alterado y la condena a que
fui sometido fue alterada, mostrando un castigo menor. Aparezco con una
pena de solamente 180 días de reclusión. No hay coincidencia alguna con
la realidad. El Consejo de Guerra se realizó en febrero de 1974. La condena
que se me impuso fue conmutada en junio de 1975; realmente en la cárcel
estuve unos 490 días. ¡Nada coincide! Entre campos de concentración y
presidio, estuve preso por un total de 22 meses. Casi dos años de mi vida
perdidos.
Nuestros custodios inicialmente no sentían simpatía alguna hacia no-
sotros, situación que fue variando en la medida que nos fueron conociendo
mejor. Al poco tiempo constatamos cómo fue variando la posición del
Alcaide del penal hacia los presos políticos. Se notaba más comprensión
en la mayoría de los funcionarios de Gendarmería, aun cuando el rigor
carcelario no les permitía ningún tipo de licencias que atenuaran nuestra
situación de reclusos…
La cárcel pública de Concepción, al igual que otros establecimientos pe-
nales del país, estaba abarrotada de presos comunes, a los que nos sumamos
los presos políticos. El Alcaide, señor Sanhueza, nos asignó un sector con
dos pisos de galerías de dormitorios comunes, además de 24 celdas para dos
presos políticos cada una. Decir celdas no es tan terrible como suena la pa-
labra. Teóricamente, se nos mantenía aislados de los delincuentes comunes,
mas no en lo práctico. Los malandras, presos por delitos de variada índole,
nos odiaban, ya que según ellos y a causa de lo que fue el régimen de la
Unidad Popular, los militares les habían coartado la «libertad de trabajo». El
Alcaide tuvo la prudencia de separarnos. En nuestra galería-celda ubicaron a
17 marinos presos y condenados por su participación en un supuesto motín
en los buques de la Armada anclados en el puerto militar de Talcahuano.
Entre todos, marinos incluidos, nos preocupamos por dotar a nuestro sector
de algunas mejoras que aliviaran algo nuestra condición.
Cada uno de nosotros colaboró en higienizar las inmundas instalaciones
del penal. Dejamos en condiciones de uso decente las deficientes instalacio-
nes sanitarias, construimos duchas, arreglamos los calderos para tener agua
caliente en ciertas horas, desratizamos, despiojamos y eliminamos chinches
y otros insectos.
Se permitió el ingreso de una cocina a gas licuado y un televisor. Nos
daban largas en el corte nocturno de energía eléctrica, por lo menos hasta
que terminaban los programas del canal nacional de televisión, y otras
granjerías que algo alivianaban nuestra penuria.
En retribución, ayudé al Alcaide para mejorar procedimientos y con-
troles administrativos. A cambio de nuestra colaboración interna en esos
menesteres, el trato era compasivo y comprensivo. Se autorizaban visitas
más extendidas de las que normalmente permitía el régimen penitenciario.
Poco faltaba para que el Alcaide o el Teniente de Prisiones Nelson Vallejos,
a cargo de la guardia armada, nos proporcionaran las llaves...
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llenara las fichas de rigor y llevara los más pronto fotografías de mis peque-
ñas, ya que también y desde ese instante ambas adquirían la nacionalidad
yugoslava, por derecho de Jius Sanguinis. Los pasaportes se les entregarían
en cuanto estuvieran las fotos. También me entregó un documento dirigido
al señor Stjepan Bojc, Embajador de Yugoslavia en Caracas, de tal manera
que me extendiera su protección en ese país y me socorriera ante cualquier
eventualidad que escapara a mi manejo.
Solucionado lo fundamental, me dirigí a la Facultad de Economía de
la Universidad de Chile. Ignoraba que mi vieja Escuela de la calle Repú-
blica se había convertido en la sede central de la DINA. Poco faltó para
que me dejaran adentro... Carecía de cédula de identificación, documento
que pedían hasta en la calle y en cualquier momento. Fue grande el susto,
pero afortunadamente no pasó nada. Logré ubicar la nueva sede de la
Facultad. Curiosamente, el señor Agnic no existía en los registros, de tal
manera que mi «capital personal» se desvaneció de golpe. Meses después,
no sé cómo, mis familiares lograron que el Secretario de la Facultad se
apiadara y emitiera una certificación que hicieron llegar a Caracas. En
el intertanto, la angustia me consumía. Sin dinero, sin papeles que acre-
ditaran mis estudios, con una nacionalidad fortuitamente cambiada e
ignorando lo que me depararía el destino en país desconocido y extraño,
ciertamente no podía estar tranquilo. No lograba ubicar a Elizabeth. Las
comunicaciones telefónicas fuera de Santiago eran horribles, agravadas
por las circunstancias que vivía el país.
A propósito de inexistencia o «cuasi muerte civil» –como le llamo–, años
después de retornar del exilio, específicamente el año 2003, me impuse de
la dictación de una tercera ley, promulgada por el Gobierno del Presidente
Lagos, que en algo podría ayudarme para sobrevivir en mi propia patria,
tan cambiada desde el año 1973; la Ley número 19.582, reparatoria de
la injusta situación previsional de quienes fuimos exonerados de nuestros
cargos por la Junta Militar. Me inscribí para optar a los beneficios. ¡Oh,
sorpresa! Tampoco el señor Agnic existía en los registros del Instituto de
Normalización Previsional. No hay rastro alguno mío en el sistema. No se
encuentran las aportaciones previsionales que ya he señalado. ¡Nada de
nada! Borraron toda huella de mi existencia... La persecución fue total y
completa. Ignoro a cuántos compatriotas les ocurre lo mismo, pero no me
cabe duda, por experiencia personal, que son muchísimos.
Las condiciones para dejar el país no eran las mejores, por cierto. El
pasaporte yugoslavo no registraba ingreso alguno al país. Por consiguiente,
temía tropiezos con la Policía Internacional del aeropuerto de Pudahuel.
Sin papeles, sin certificados y sin dinero. Todo mi capital para afrontar una
nueva vida consistía en escasos treinta y siete dólares, unos veintitrés mil
pesos de hoy. No me angustié demasiado por ello. El primer obstáculo era
Policía Internacional, y luego se vería. Una vez más apliqué el principio que
aprendí de Allende: «la Ley de la Alcachofa», que siempre me repetía cuando
me apreciaba abrumado por muchos problemas. Tal ley indica simplemente
que nadie puede echarse al coleto una alcachofa entera para comerla. Debe
comer hoja por hoja, hasta llegar al corazón, lo más sabroso del alcaucil; así
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E stas memorias constituyen un nota-
ble ejercicio por reconstruir aspectos
biográficos de una de las personalidades
más importantes de la historia contem-
poránea de Chile: Salvador Allende Gos-
sens.
Ozren Agnic, quien trabajó durante
mucho tiempo como secretario privado
de Allende, realiza a lo largo de estas pá-
ginas una descripción íntima, coloquial y
humana del hombre y el político con el cual
compartió varios años de su vida.
A través de este ejercicio de la memoria
es posible también conocer diversos aspec-
tos de la vida en Chile: la evolución social,
cultural y política de una sociedad que se
modificaba vertiginosamente a partir de la
segunda mitad del siglo XX.
El lector accede entonces a un relato
vibrante, ameno y conmovedor acerca
de «los trabajos y los días» de Salvador
Chicho Allende.