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pensamiento latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Zea subscribe la
afirmación de José M artí de que “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras”
(“Nuestra América”). Por ello, en sus primeros libros, como el citado Positivismo en México
(1943) y en Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica (1949), Zea se ocupa en
recuperar el legado intelectual latinoamericano. Descubre así las dimensiones de la realidad
colonial de Latinoamérica e inicia un proceso de toma de conciencia, de problematizar los
diversos esquemas coloniales, a través de ensayos recogidos luego en obras seminales como
Conciencia y posibilidad del mexicano (1952), América como conciencia (1953), América
Latina y el mundo (1960). El proceso de globalización política, económica y cultural que tiene
lugar en los sesenta, le hace reflexionar sobre los esquemas de diálogo intercultural que
parecen estratificar a nivel global las relaciones entre los hombres: los términos de “primer y
tercer mundo”, de pueblos “desarrollados y subdesarrollados”, de “centro y periferia”, tienen
como resultado, según Zea, una división en los seres humanos en “hombres y subhombres”.
Zea reconoce en estas estructuras culturales renovadas formas de colonialismo que él se
compromete desenmascarar. Publica por estos años reflexiones que darían lugar a la
formulación de un pensamiento de la liberación y que Zea articula en obras como La filosofía
americana como filosofía sin más (1969), La esencia de lo americano (1971), Dependencia y
liberación de la cultura americana (1974), Dialéctica de la conciencia americana (1976).
Este periodo coincide con fuertes movimientos culturales latinoamericanos de repercusión
global. Así la apertura que supone la novela latinoamericana al reintegrar a las letras europeas
a su contexto regional y dar entrada dentro del mundo occidental a las letras de otras regiones
-África, Asia- que hasta entonces habían permanecido marginadas. Así también la repercusión
de la Teología de la Liberación al contextualizar la misión de las instituciones religiosas a las
necesidades regionales. En este contexto, los ensayos de Leopoldo Zea, recogidos en libros
como Discurso desde la marginación y la barbarie (1988) y Filosofar a la altura del hombre
(1993), cuestionan la pretensión de universalidad de la reflexión filosófica europea para
problematizar su discurso excluyente. Zea encuentra que en el “saberse igual por ser distinto
está, precisamente, el meollo de la relación social entre individuos y pueblos [... y lo que]
permite que un hombre, o un pueblo, se reconozca en otro como su semejante y, por ello,
como su igual” (Filosofar a la altura del hombre).
No es este el momento ni lugar para reseñar las múltiples facetas de la obra de
Leopoldo Zea, pero sí me gustaría concluir esta semblanza deteniéndome en una reflexión
precisa.
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humanidad profundizando en su contexto mexicano y latinoamericano. Pero se mantiene,
como hemos ya dicho, dentro del marco referencial occidental. Y en la polémica
Sepúlveda/Las Casas, encuentra la primera formulación de la problemática en el contexto
latinoamericano. M as lo que en la España del siglo XVI se formula dentro del orbe cristiano,
se transforma pronto, nos dice Zea, en una discriminación planetaria. Tal es la aporía que
presenta el pensamiento occidental: ha sido una filosofía de la liberación, pero que ha
necesitado para exteriorizarse una cultura de la dominación.
La problemática, pues, surge del contexto latinoamericano, pero una vez identificada,
problematiza igualmente la legitimidad del mismo discurso occidental que la hace posible.
Zea descubre además que del mismo modo que la crisis europea de los años cuarenta propició
la interiorización en lo latinoamericano, también motivó la autoreflexión en el europeo. En
Toynbee, en Sartre, entre otros filósofos europeos, encuentra un pensamiento afín. El hombre
de occidente, nos dice ahora Zea, toma igualmente conciencia de las limitaciones de sus
puntos de vista, y se ve en la necesidad, por primera vez en su historia, de justificarse: “La
filosofía occidental tropieza con el hombre, y al reconocerlo reconoce también su humanidad”
(La filosofía americana como filosofía sin más).
Zea coloca el contexto latinoamericano en posición pivotal. De una problemática
particular, cómo ordenar la convivencia del latinoamericano, puede surgir al resolverse, nos
dice, una “solución parcialmente generalizada a toda la Humanidad” (“Autopercepción
intelectual de un proceso histórico”). El latinoamericano, de puertas para afuera, se encuentra
en una situación de dependencia donde las deudas externas de los países se acumulan y pasan
de generación en generación, de modo semejante a como sucedía en la estructura latifundista
a través de la “tienda de raya,” donde el terrateniente controlaba los productos y los precios, y
las deudas pasaban de padres a hijos.
La estructura interna latinoamericana, denunciaba Zea en 1952 en La filosofía com o
compromiso, sigue igualmente estructuras de opresión que necesitan ser confrontadas: “Aun
tenemos el problema indígena y con él un tipo de explotación primitivo en comparación con
el realizado por la burguesía sobre el proletariado (. . .) Al lado de los grandes capitanes de
empresa del imperialismo mundial y los pequeños de nuestras burguesías coloniales, se
encuentran nuestros típicos dictadores: caudillos, caciques y ‘hombres fuertes’.”
Este dar y negar humanidad que marca también la estructura interna latinoamericana
pone igualmente en entredicho su propia humanidad. Y esta es la posición pivotal a que nos
referíamos antes y que Zea confronta y asume: “En Latinoamérica se plantea no sólo la
relación que en esa historia guarda con el mundo occidental, sino también la relación que
guarda consigo misma. En algunos lugares del continente el criollismo guarda una relación [. .
.] que se asemeja a la del hombre occidental con el no occidental. La relación que guarda el
criollo, el que se siente heredero del metropolitano, con el indígena” (La filosofía americana
como filosofía sin más). Al confrontar la problemática latinoamericana a través de un discurso
liberador, Zea transciende su circunstancia y repercute en el proceso problematizador del
discurso occidental.
No son, pues, los valores occidentales los que problematiza Zea, sino la apropiación de
los mismos que asume Europa y hoy día también Estados Unidos. El discurso
latinoamericanista de Zea coincide ahora -y de ahí su repercusión global- con la aceptación de
los valores occidentales en las otras partes marginadas del mundo; pero igualmente coincide
con la toma de conciencia de la estructura opresora con que occidente enarbola y niega a la
vez sus valores. Es decir, Zea plantea su problematización de la cultura occidental en la forma
de una lucha dialéctica entre el reconocer y exigir reconocimiento.
Una vez que se ha identificado el círculo opresor que se constituía al basar la
liberación en nuevas formas de dominación, Zea puede ahora articular los objetivos de un
discurso liberador. El primer paso es el de superar el modelo de trascendencia tradicional de
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la filosofía. La universalización no se va a conseguir en el discurso liberador a través de la
imposición del propio centro; se universaliza al hacer del referente humano el centro de la
reflexión: “No podemos ya hablar de una filosofía americana a la manera como ayer los
filósofos europeos hablaban de una filosofía universal... francesa, inglesa o alemana. Esto es,
no se trata ya de formar nuevos estancos con la doble pretensión de originalidad y
universalidad. No se trata de hacer otra filosofía que, al igual que otras en el pasado, haga de
sus problemas y soluciones los únicos problemas y soluciones del hombre, de todos los
hombres. Esto es, no se trata de elevar al hombre de América y sus experiencias a la categoría
de paradigma de lo humano” (La esencia de lo americano).
Precisamente el discurso liberador parte de la toma de conciencia de que no puede ser
ni dominador ni dominado. Se necesita, nos dice Zea, partir de un principio dialógico que se
reconozca en la diferencia. Es decir, ante la diferencia no se sigue la negación —punto de
arranque distintivo de la filosofía tradicional—, sino un concepto de lo humano que reconoce
lo diferente como la esencialidad misma de lo humano. La posición de Zea es radical al
establecer la igualdad en la diferencia. Es también una superación del dilema posmoderno que
al descubrir la diferencia se pierde en ella incapaz de articular un discurso dialógico. Zea hace
de la diferencia el punto de partida que le permite identificarse como ser humano: “Ningún
hombre es igual a otro y este ser distinto es precisamente lo que lo hace igual a otro, ya que
como él posee su propia e indiscutible personalidad” (“Autopercepción intelectual de un
proceso histórico”).