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EL ÁNIMA DE DOÑA PETA

El lamento de Petronila, como cada noche llamó la atención de Andrés, su hijo de veinte
años. Ambos dormían en una habitación, constituida de adobes adheridos con lodo y un
techo de tejas marrones bien colocadas, que los protegía del incesante frío serrano.

― ¡Mama, ma!, gritaba Andrés, mientras sacudía el cuerpo de Petronila.

Doña Peta ―como la llamaban― despertaba sudorosa y pálida, como si aquel delirio
fuera cuestión de vida o muerte. Agitada, tomaba fuertemente el brazo de Andrés, quien
trataba de calmarla.

― ¡Tranquila mama, aquí estoy!

Petronila, se levantaba, casi sin respiración y sin dejar el brazo de su hijo. Sus ojos eran
el reflejo del pavor, su mirada perdida, buscaba algo o alguien, que le de sosiego.

― ¿Nuevamente, la misma pesadilla?, preguntó Andrés.

― Si hijo. El mismo mal sueño, en el mismo lugar.

Doña Peta vivía en Sarín, una zona elevada por montañas verdes y árboles frondosos.
Donde la principal actividad económica era la agricultura. La siembra y cosecha de
tubérculos y verduras, era lo que sostenía a las familias que habitaban la zona;
asimismo, la crianza de cuyes, patos y ovejas, eran un subsidio para el invierno,
temporada en la que era improbable cosechar ―aunque sea― unos granos de maíz.

No había pasado ni un mes, desde que aquellos sueños, que siempre terminaban en una
transpiración desmesurada e intensos lamentos, habían iniciado. Al principio, no le
dieron importancia. Doña Peta, creía que era un simple sueño, nunca creyó que fuese
motivo de preocupación. Sin embargo, la continuidad y el estado de salud de la anciana,
preocupaba a su hijo.

Precisamente, semanas atrás, habían celebrado la fiesta patronal de Cauday, en honor a


la Santísima Virgen del Carmen. Aquella, era la principal festividad para los
caudayinos. Una semana llena de fuegos artificiales, comida típica, pasacalles ―de
diablos y pallas― y la tradicional corrida de toros, eran algunas de las actividades que
se desarrollaban en la plaza principal del pueblo.
Desde Sarín, doña Peta y Andrés, descendían emocionados, por observar ―sobre
todo― la corrida de toros. Esta actividad, era la que más gente atraía a la fiesta; sin
embargo, la comida, era otro de los motivos principales por los que ambos bajaban.
Durante la festividad, cada día, se formaban grupos de mujeres que cocinaban diversos
platos: patazca, caldo de cabeza, picante de cuy y el suculento, preferido y reconfortante
shambar. Platillos que eran distribuidos gratuitamente a todos los asistentes.

La fiesta nunca se detenía. Por las noches, hombres y mujeres se divertían zapateando al
son de los huaynos cajabambinos y bebiendo la tradicional chicha de jora. Una bebida,
que también se proveía de manera gratuita, tal vez por eso, más gente era feliz en
aquella celebración.

Al promediar las diez de la noche, muchos retornaban a sus hogares. Unos debían
ascender y otros bajar. En el caso de Petronila y Andrés, caminaban por trochas
empinadas y oscuras, solo la luz de la luna, iluminaba su trayecto. «Mama, ¿te
encuentras bien?», el joven se lo preguntaba, porque veía a su mamá tambalearse.
Petronila, asintió con un movimiento de cabeza; sin embargo, Andrés decidió tomarla
del brazo por si las dudas.

Doña Peta, había bebido una jarra de chicha, suficiente para estar vacilando en su andar.
Doña Peta, era una mujer de un metro cincuenta, ojos pequeños, cabello blanco y de una
fortaleza increíble, propia de esa estirpe férrea de los andes. A pesar de sus sesenta años,
ella nunca dejó de velar por su familia, su esposo había fallecido, y eso nunca fue
impedimento para salir adelante junto a sus hijos.

El recorrido hacía Sarín, los colocaba frente al río “Quebradonda”. Los lugareños, lo
llamaban así por costumbre, sobre todo. Verdaderamente, este se llamaba “Quebrada
Honda”; por su inmensa altura, ya que sus aguas, transitaban por debajo de las montañas
en las que ellos vivían. Andrés y su mamá, debían bordear el río hasta llegar al puente;
solo así, podrían llegar a su hogar.

«Ya estamos cerca, aguanta un poco más mama». Mientras hablaba para sus adentros, el
joven, divisó el puente y respiró aliviado. Una vez que lo cruzaran, sabía que el camino
era menos agreste y que la distancia a su humilde casa, era más corta.

― «Quiero orinar, hijo», se oyó la voz ronca de Petronila.

― Pero mama, ya estamos cerca de casa.


― He dicho que quiero orinar. ¡Suéltame!, se molestó doña Peta.

Andrés tuvo que soltar a su mamá y girar el cuerpo para no verla. Lentamente, por el
miedo a tropezarse, Petronila, levantó su pollera y se sentó bajo unos chilcos que
estaban cerca a la orilla del precipicio. La anciana, aún se sentía mareada, y es que las
bocanadas de chicha que había bebido, calaron en su estabilidad profundamente. Tras
terminar, doña Peta se puso de pie, acomodó su pollera y cogió una rama de chilco para
impulsarse; sin embargo, ―como cual traición que sufre aquel que depositó su
confianza en alguien― la rama que Petronila había escogido para tomar impulso, se
quebró. Doña Peta, entró en desesperación, con sus manos, trató de encontrar otra rama
que le permita, ya no impulsarse, sino tan solo, mantenerse bajo los chilcos. No
obstante, fue un esfuerzo inútil. Mientras trataba de hallar algo de que sujetarse, el
cuerpo de la anciana empezaba a echarse y la expresión en su rostro reflejaba pánico.

― ¡Hijoooo! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!, gritaba agobiaba Petronila.

Andrés escuchó los gritos, volteó la mirada raudamente y divisó con cierta
inconveniencia, las manos de su mamá rasguñando la tierra, buscando no caer hacía la
profundidad del río Quebradonda. El joven corrió, trató de alcanzar las manos de doña
Peta; pero fue demasiado tarde, solo llegó a divisar el semblante lleno de terror y oír los
gritos despavoridos, mientras su mamá caía.

II

Nuevamente, estaban a punto de acostarse. La tarde de aquel día, Andrés envió una
carta a su hermana. Ella se hallaba en Huarmey, en aquella ciudad vivía con su esposo y
su hija. En la carta, Andrés le contaba lo que sucedía con doña Peta:

« Nuestra mama no puede dormir. Desde hace unas semanas, cada


madrugada tiene la misma pesadilla. Ella no está bien. Sus heridas ya han
cicatrizado; pero cada día está más flaca. Parece que se estuviera secando,
Paulina».

Paulina, era muy parecida a su mamá. A pesar de sus diez años viviendo en la costa,
extrañaba mucho los paisajes de Sarín. Se comprometió con su esposo, muy joven.
Cuando apenas tenía diecisiete años, tuvo a su primera hija y ello, fue motivo para que
Asencio, su esposo ―un hombre osado, de mirada desafiante, espigado; pero
inteligente― la llevase a vivir a Huarmey, una ciudad tranquila y dedicada a la
agricultura.

En aquella ciudad, ambos se establecieron y pudieron construir su hogar. Asencio


dedicado de lleno a la agricultura y Paulina, recorriendo las principales calles junto a su
triciclo, en el que ofrecía leche y las verduras que su marido cosechaba.

Después de una larga semana, Paulina pudo conocer lo que su hermano y mamá,
estaban sobrellevando en Cauday. Se lo contó a Asencio, quien de inmediato, supuso
que lo que doña Peta padecía, no era un problema que la medicina tradicional pudiese
solucionar, para él, era una mal espiritual. «Debemos viajar mañana, a primera hora. Si
tu mamá se está “secando”, debemos irnos pronto», le expresó Asencio, con cierta
preocupación en su mirada.

Andrés, estaba angustiado. Su mamá, había caído varios metros; sin embargo, mientras
rodaba, logró aterrizar en tierra plana, eso le permitió no seguir descendiendo y seguir
con vida. De aquella caída, Petronila había sufrido, golpes en la cabeza, rasguños y
moretones en gran parte de su cuerpo; que no tardaron mucho en desaparecer, gracias a
unas cremas que el médico le recetó. El joven, pensó que su mamá ya estaba mejor. La
anciana, durante el día realizaba sus quehaceres sin ningún impedimento: cocinaba,
lavaba y alimentaba a sus animales, sin ninguna dificultad y eso tranquilizaba a Andrés.
No obstante, las pesadillas llegaron y nunca se fueron. Andrés, empezó a observar
cambios físicos en el cuerpo de su mamá, cada día, bajaba de peso, su rostro, sus piernas
y brazos estaban escuálidos. Doña Peta, tomaba las medicinas que el médico le había
recetado; pero no surtían efecto, por el contrario sentía que aquellas, le producían más
daño. Doña Peta no quería preocupar a sus hijos, le pidió a Andrés que no dijera nada;
pero el joven estaba descorazonado, sufría en silencio con los cambios físicos y
constantes pesadillas de su anciana madre. Solo, no podía seguir tolerando lo que le
sucedía a su mamá, fue entonces que decidió comunicarle a su hermana mayor.

Paulina y su familia llegaron a Cajabamba, tomaron un auto y en treinta minutos ya


estaban en Cauday. Para llegar a Sarín, no había carretera, así que desde allí, debían
caminar un buen trecho. Asencio cargaba a su pequeña hija y Paulina llevaba la maleta,
copada de ropa. La pareja estaba feliz, ambos extrañaban aquellas montañas que fueron
parte de su niñez.

― Mira mujer, nuestro colegio. Le señalaba a Paulina con cierta nostalgia.


― Sí, sigue igualito, solo le cambiaron de color, le respondió a Asencio.

Ambos se miraron y sintieron que el tiempo nunca había pasado, que su niñez y parte de
su adolescencia aún estaban en las aulas de aquella escuela en la que se conocieron.
«Mira hijita, aquí estudiamos junto a tu mamá, ¿es bonito, verdad?», acariciando su
cabello, Asencio le quiso enseñar la escuela en la que estudiaron; pero la pequeña estaba
bien dormida, fue la que menos disfrutó del viaje y la que más nauseas tuvo en el
trayecto.

Paulina advirtió la casa de su mamá y a un hombre pequeño, de un metro cincuenta


aproximadamente, que estaba coqueando y bebiendo un líquido transparente en una
botella de plástico.

― ¿Quién es usted y qué hace en la casa de mi mamá?, con cierta desconfianza,


preguntó Paulina.

― ¿Paulina? ¿Eres tú Paulinasha?, dijo el hombre, mientras se llevaba la botella a la


boca.

Paulina estaba confundida, no conocía al sujeto que estaba coqueando al pie de la casa
de su mamá y eso le generaba incertidumbre. «Debo conocerlo, de lo contrario, no
sabría mi nombre, mucho menos mi apodo», pensaba la mujer, que para ese momento
ya había dejado la maleta y tenía en brazos a su pequeña. Asencio, por si las dudas,
tenía las manos libres.

Cuando la situación se empezaba a tornar incómoda, Andrés apareció desde el interior


de la casa y con rostro compungido, vio a su hermana.

― Hermanita, si viniste. Nuestra mama está que se muere, no sabemos qué tiene, cada
día está más flaca. Le dijo Andrés, mientras lloraba y la abrazaba fuertemente.

― Tranquilo hermanito, ya estoy aquí. ¿Dónde está nuestra mamita?, preguntó, entre
lágrimas, Paulina.

Andrés la llevó adentro, doña Peta estaba acostada y tal como Andrés lo indicaba, muy
delgada. Verdaderamente, como cual árbol sin regar, la anciana se estaba secando.
Tenía un rostro de tez amarillento, su cabello seco, se comparaba con las hojas del árbol
marchitándose, sus brazos y piernas lánguidos, se veían débiles y del mismo color que
su rostro.
― Mamita, Petita, ya estoy aquí. Entre sollozos Paulina la abrazó y besó su frente
tiernamente.

― Hijita, ¿qué haces aquí?, de seguro este Andrés te avisó.

― Si mamita, me envió una carta y vine rapidito junto a Asencio y nuestra hija.

Doña Peta trató de ponerse de pie, pero lo único que consiguió fue sentarse. Paulina no
dejó que se parará. La pequeña hija de Paulina, se había quedado quieta junto a Andrés.
Doña Peta, con las pocas fuerzas que tenía, hizo el ademán de llamarla, y ella se acercó
temerosa a saludarla. En ese instante, Asencio entró sorprendido y sonriente.

― ¡Mujer!, este hombre es el chato Emiliano, el sobrino de tu tío Aranibar.

― ¿El Emiliasho?, preguntó Paulina, con cierta incredulidad.

― Si mujer, él mismo es, sino que el alcohol y la coca lo tienen arrugado.

Todos rieron en el cuarto de doña Peta. Emiliano era primo de Paulina, un pariente no
muy cercano, pero parte de la familia al fin. Mientras Paulina se acercó a saludar al
chato, Asencio hizo lo propia con doña Peta.

― ¿Y qué haces aquí Emiliasho?, preguntó, ya con más confianza, Paulina.

― Andrés me llamó, me dijo que la abuela estaba enferma, que se estaba secando y vine
a ver si podía ayudar.

― ¿Y puedes ayudarnos? ¿Sabes qué tiene mi Petita?

El chato Emiliano, miró a su alrededor, vio a la pequeña hija de Asencio y Paulina, e


hizo un gesto que los invitaba a salir de la habitación.

― ¿Qué sucede chato?, preguntó Asencio, mientras observaba el rostro turbado de


Paulina.

Emiliano, era un hombre dedicado al campo, como la mayoría de Sarín. Le gustaba


beber y coquear, para mantenerse caliente por las noches, sobre todo, aquellas en las
que salía a trabajar como espiritista. Emiliano aprendió esta actividad, viendo a su papá.
De joven, veía como la gente llegaba a su casa mal anímicamente o con alguna
dolencia, y se retiraban felices, como si su padre tuviera el don de mejorarles su
situación.
― El ánima de la abuela, no está con ella. Miren, hace un mes se cayó por Quebradonda
y precisamente desde aquel momento, empezaron las pesadillas en ese mismo lugar.
Además, como ven, cada día enflaquece y eso es porque su ánima no está dentro de ella.

Paulina, que ya se había enterado de la caída días atrás, le pareció extraño y


descabellado; no podía comprender que lo que le dijo Emiliano, pudiera ser el motivo
del estado de su mamá. Por el contrario, Asencio entendió y confirmó lo que
sospechaba.

― ¿Y qué debemos hacer ahora?, esto que dices, ¿tiene cura?, preguntó Paulina.

― Si la tiene, respondió de inmediato Emiliano. Debemos ir a recuperar el ánima de la


abuela a Quebradonda.

― ¿Debemos?, interrogó Asencio.

― Sí, debemos. No puedo ir yo solo, el diablo me ganaría. Me tiene que acompañar un


hombre valiente, que pueda soportar la ira del diablo y que no ceda al miedo cuando
vea, sienta o escuche algo sobrenatural.

Asencio, era un hombre desafiante y valeroso. No dudó en decirle a Emiliano que él lo


acompañaría y que juntos sanarían a doña Peta.

― Bien, entonces, debemos salir hoy mismo. Paulina, coloca en un palo la ropa de tu
mamá. Arriba su chompa y debajo la pollera que uso la noche que cayó a Quebradonda.
Si tienen animales, llévenlos de aquí, no debemos permitir ruidos cuando traigamos el
ánima de la abuela, de lo contrario puede asustarse y desaparecer para siempre.
También, coloquen una cama al costado de la de doña Petita, esta servirá para acostar el
ánima. ¿Quedó claro?

Tanto Paulina como Asencio, asintieron con un movimiento de cabeza. «Perfecto,


regreso a las once para irnos al río», dijo Emiliano, mientras se perdía por los sembríos
tiernos de maíz.

Paulina, con cierta incredulidad, hizo todo lo que Emiliano había ordenado. Le pidió a
Andrés que llevase a todos los animales a casa de su tío Aranibar y que pasara la noche
allá junto a su hija. Asencio, encontró un poncho, de esos pesados pero que mantenían a
uno caliente a pesar del intenso frío y se lo colocó. No pasó mucho tiempo para que la
noche llegase. Paulina se quedó a lado de su mamá, velando su sueño y Asencio afuera
esperaba a Emiliano, junto al palo que vestía la ropa de la anciana.

― Ya cholazo, vámonos. Se escuchó la voz del chato Emiliano, que traía consigo una
botella llena de ese líquido transparente y dos potos, probablemente llenos de coca.

Asencio se puso de pie, entregó el palo con la ropa a Emiliano y bordearon las plantas
de maíz para llegar al camino que los dirigía hacía Quebradona.

― Y cholazo, veo que la costa te está tratando muy bien, expresó con una sonrisa,
Emiliano.

― Ahí estamos chato. La vida allá es costosa y complicada, no te llegas a acostumbrar


fácilmente, yo lo tuve que hacer, sobre todo, por necesidad, respondió Asencio, Con
cierta melancolía.

― Pero ya tienes años. Ya te veo, teniendo otros hijos y no queriendo regresar jamás a
Cauday.

― Ja, ja, ja. No chato, eso sí que no. Siempre voy a querer retornar a Cauday, este
pueblo será pequeño, pero es hermoso; además, todos volvemos al pueblo en el que
nacimos, ¿no?

Ambos iban riendo y recordando anécdotas en el camino. A la medianoche, ya habían


llegado al puente, Emiliano, le señaló a Asencio el lugar por donde la abuela cayó y con
ayuda de las piedras que estaban adheridas a la rivera, fueron descendiendo. «Carajo, la
viejita se sacó la chochoca», dijo Asencio, en tanto apoyaba sus pies sobre la tierra.
Cuando ambos llegaron a la zona exacta donde terminó desmayada doña Peta, Emiliano
sacó la botella de su alforja y empezó a beber, luego le pasó el poto de coca a Asencio y
le dijo que coqueara para ganar más valor.

― ¿Y ahora, qué hacemos?, preguntó Asencio con cierta extrañeza.

― Nada, debemos esperar el momento. Recuerda que si escuchas o sientes algo, no


vayas a salir corriendo, no voltees ni grites. ¿Entendido?

― Si chato, a mí no me asustan estas cosas, contestó Asencio confiado en su gallardía.


Al promediar la una de la mañana, el chato Emiliano, sintió algo que le hizo ponerse de
pie. Con una mano, le señalo a Asencio que haga lo mismo. Quebradonda era silencio
absoluto en ese instante, el chato, tomó un gran sorbo de su alcohol y empezó a gritar:

― ¡Señora Petronila! ¡Señora Petronila! ¡Vámonos!

Emiliano repitió lo mismo durante varios minutos. Tenía sujetado el palo vestido con la
ropa de doña Peta y gritaba y no paraba de hacerlo. Asencio, por su parte, ya quería irse,
este ritual le estaba generando escalofríos que no podía manifestar. Los gritos no
pararon, hasta que se sintió un fuerte viento que venía en dirección a ellos. Emiliano
empezó a bajar la voz, pero siempre mencionando el nombre de Petronila. El chato,
tomó la mano de Asencio, para tener más fortaleza; sin embargo, este tenía una
expresión de pavor intenso, por momentos cerraba los ojos y se tapaba la boca, para
evitar gritar si en caso viera algo.

― ¿Nada aún, chato?, preguntó tembloroso Asencio.

― ¡Silencio!, el ánima ya viene, ya está cerca. No hagas ruido. Contestó fastidiado


Emiliano.

De pronto, aquel viento se intensificó y pasó raudo frente a Asencio, quien de inmediato
cerró los ojos.

― ¡Bien!, ya tenemos el ánima. Ahora, debemos salir veloces de aquí, si escuchas algo,
no grites por favor. Seguramente el diablo vendrá a recuperar lo que cree que es suyo.

Asencio, que pensaba que lo peor ya había pasado, tuvo que aceptar que aún tenía que
lidiar con el miedo que aquel ritual le había producido. Emiliano arrastraba el palo
vestido, lentamente subieron y ahora debían pasar el puente, cuando llegaron,
repentinamente, Asencio empezó a sentir como el viento soplaba y las piedritas del
camino se levantaban. «Es el diablo, trata de recuperar el ánima. No voltees, no tengas
miedo», expresó Emiliano. Aquella valentía del principio, ya no estaba más con
Asencio, quería salir corriendo y fue más su pavor, cuando sintió que esas piedritas
empezaron a caerle por el cuello. «Diosito, perdóname si te he faltado. Padre nuestro
que estás…», Asencio empezó a orar, ya no quería seguir, en algún momento pensó que
prefería ver morir a su suegra antes de seguir viviendo aquello que le atormentaba. «No
vas poder conmigo, demonio. No me vas ganar», pensaba por su parte Emiliano, quien
le dijo a Asencio que no gritase, que ya faltaba poco.
Finalmente cruzaron el puente, conforme caminaban, aquellas piedritas iban
desapareciendo y el viento empezó a calmarse.

― ¿Y eso es todo?, y yo que creía que iba a hablar con el diablo, manifestó con
sarcasmo, Asencio.

― Aún no. Tienes que hacer silencio. Falta lo más importante, llevar el ánima de la
abuela hasta su casa, indicó Emiliano con seriedad.

Caminaron por medio de la maleza, siempre Emiliano arrastrando el palo con la ropa de
doña Peta. Cuando llegaron, le pidió a Asencio y Paulina que esperaran afuera, mientras
menos gente halla en la habitación más certero será el ritual, indicó. Una vez a solas con
la anciana, este colocó el palo vestido en la cama que había preparado Paulina, lo dejó
allí y salió.

― Debemos esperar. Cuando escuchemos que la abuela suspire, el ánima ya habrá


entrado, nuevamente en ella.

Esperaron en silencio, cerca de la puerta de la habitación de doña Peta. Paulina estaba


angustiada y Asencio aún tembloroso por todo lo que había vivido en Quebradonda. De
repente: «Ahhh». Se escuchó el suspiro de doña Peta. El ánima había vuelto a su cuerpo.

― Al amanecer, veremos si verdaderamente funcionó el ritual, dijo confiado Emiliano.

Paulina se durmió sobre unos ponchos a lado de su mamá. Un hilo de luz, le


comunicaba que ya era de día, con la mirada buscó a su mamá, quien ya no estaba.
Paulina salió de la casa presurosa a buscarla y gritó: ¡Mamá, dónde estás! ¡Mamá!

― ¿Qué pasa hija?, deja de gritar como loca y ayúdame a traer mis animalitos.

Doña Peta estaba trabajando y su semblante era otro, había desaparecido el color
amarillento de su rostro y se movilizaba como una joven veinteañera. «Paulina, apúrate
pues, debemos traer todos los animales de mi suegrita», le dijo Asencio, mientras dejaba
unos patos en el corral.

Paulina, muy feliz se dirigió hacía su mamá, la abrazo y rápidamente fue a traer los
animalitos. Tal parece, Emiliano aprendió muy bien de su padre, venció al diablo y trajo
de vuelta el ánima de la anciana, de doña Peta.
DATOS DEL AUTOR

NOMBRE Y APELLIDO: EMILIO ENRIQUE RONCAL CARO

EDAD: 25 AÑOS

NÚMERO DE DNI: 48068696

DOMICILIO: JR. DOS DE MAYO MZ. I LT. 8 – HUARMEY-ANCASH

NÚMERO DE CELULAR: 983326604

CORRERO: roncalcaro.enrique@gmail.com

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