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APÉNDICE: Premisas de una Teoría Crítica del derecho.

El derecho es siempre el producto de un determinado orden de relaciones sociales,


el cual, una vez validado institucionalmente, condiciona y regula el acceso a los bienes
desde el punto de vista de quien detenta el poder. En este sentido, el derecho es siempre un
proceso de creación y reproducción de objetos: normas, reglas y procedimientos que está en
estrecha relación con la división social en clases sociales hegemónicas y subordinadas. En
ese sentido, el derecho –cuando reconoce y garantiza los resultados de las luchas sociales—
no puede sostenerse por sí mismo; necesita del apoyo (y de la crítica) de grupos de interés o
de movimientos y organizaciones sociales que defienden cada uno por su lado diferentes
formas de regulación de las relaciones sociales. Puede haber sociedades sin un derecho
formalizado en códigos e institucionalizado en un Estado (lo cual queda claro por la
emergencia de los pueblos indígenas en la arena internacional). Pero no puede haber
derecho sin sociedad. Las relaciones sociales –sean de sesgo emancipador o conservador—
constituyen el motor que impulsa tanto a la creación como a la transformación del orden
jurídico. Por estas razones, se necesita una metodología relacional que contemple lo
jurídico en su contexto social, económico y cultural.
Son estas mismas razones, las que nos impulsan a defender que el Derecho en
general y los Derechos Humanos en particular, no pueden tratarse teóricamente desde el
punto de vista esencialista o formalista. Si el derecho es un proceso de reconocimiento y
garantía de expectativas sociales en función de una determinada configuración del poder,
los derechos humanos no pueden entenderse al margen de los procesos hegemónicos en los
que –y para los que— surgen. En ese sentido, los derechos humanos pueden servir de
legitimación del orden hegemónico (sobretodo, cuando son entendidos desde una
perspectiva abstracta), o, por el contrario, (si es que los contextualizamos y los
relacionamos con las prácticas sociales que están en su base) pueden convertirse en
procesos de apertura y consolidación de espacios que permiten a los oprimidos,
subordinados y marginados por las relaciones de poder dominantes abrir espacios para
luchar por su dignidad humana.
Construir una visión crítica, dinámica y contextualizada del derecho, del
pensamiento y de la práctica jurídica contemporánea constituye el principal reto para la
humanidad en los inicios del siglo XXI. Sin embargo, los límites que a lo largo de la
historia han impuesto a la “crítica jurídica” tanto el liberalismo político como el económico,
exigen una reformulación general que la acerquen a la problemática por la que atravesamos
hoy en día. La globalización de la racionalidad de mercado, con todas las secuelas de
situaciones de injusticias y desigualdades que conlleva, nos coloca ante la necesidad de
contraponer otro tipo de racionalidad más atenta a los deseos y necesidades humanas que a
los del capital. El derecho, el pensamiento y la práctica jurídica comprometida con los
derechos humanos de todas y todos, pueden convertirse en la pauta política, ética y social
que sirva de guía a la construcción de esa nueva racionalidad, siempre y cuando los
saquemos de la jaula de hierro en la que los tiene encerrados la ideología de mercado y su
correlato jurídico formalista.
Lo que hace universales a los derechos no radica, pues, en la adaptación a una
ideología determinada que los coloque como ideales más allá de los contextos sociales,
económicos y culturales, sino el ser ese marco que permita a todos ir creando las
condiciones que hagan factibles sus particulares concepciones de la dignidad.
Por esa razón, el derecho, el pensamiento y la práctica jurídicos no deben
considerarse como categorías previas ni a la acción política ni a las prácticas económicas.
Las plurales y diferenciadas luchas por la dignidad humana constituyen la razón y la
consecuencia de la lucha por la democracia y por la justicia. No estamos ante privilegios,
meras declaraciones de buenas intenciones o postulados metafísicos de una naturaleza
humana aislada de las situaciones vitales. Por el contrario, el derecho, visto de los
presupuestos de la “crítica jurídica” debe constituirse en la afirmación de la lucha del ser
humano por ver cumplimentados sus deseos y necesidades en los contextos vitales en que
está situado.
Para tener una visión más clara de esta teoría crítica de los derechos, situemos el
análisis en las siguientes 16 premisas:

1ª.- Reflexionar sobre los Derechos humanos en el mundo contemporáneo, nos


obliga a dedicar un importante esfuerzo a proponer y clarificar lo que entendemos
críticamente por “derecho”: es decir, por el rol que pueden jugar las garantías jurídicas a la
hora de regular las acciones y las conquistas de los individuos, movimientos y grupos
sociales en sus respectivos procesos de lucha en aras de la obtención del mayor grado de
dignidad. El derecho, a partir de la modernidad, puede considerarse como uno de los
mecanismos más importantes a la hora de la “racionalización” de las prácticas sociales.
Dicha racionalización nunca es neutral en tanto que –dada su estrecha relación con la
política y con los intereses hegemónicos— “otorga un determinado sentido y una
determinada dirección” a la acción social. De ahí, que debamos hablar del derecho como
una técnica que debe servir para algo que está fuera de sí misma. El derecho, como cuerpo
normativo, no debe entenderse como un fin en sí mismo absolutamente separado de dichas
prácticas. Y, mucho menos, como un sistema que se reproduce formalmente sin necesidad
de impulsos externos. El derecho es, pues, una técnica de regulación y de garantía que está
siempre condicionada por el ambiente y el contexto del que surge y para el que surge.

2ª.- Para nosotros, los derechos humanos constituyen el resultado, siempre


provisional, de la puesta en práctica de procesos de lucha por la dignidad humana. En ese
sentido, es una tarea importantísima encontrar formas plurales de garantizar dichos
resultados, si es que queremos consolidarlos –y en su caso, institucionalizarlos—,
bloqueando con ello la posibilidad de una vuelta atrás de las luchas. De ahí que estos
sistemas de garantías deban ser de muy diverso tipo: políticos, económicos, culturales,
sociales y, lo que nos debe preocupar en estos momentos, jurídicos. De este modo,
reforzamos lo expresado en la primera premisa en tanto que las normas jurídicas no son el
fin a conseguir por parte de las prácticas sociales, sino una de las técnicas que podemos
usar tanto para construir fines como para garantizar la efectividad de los mismos (siempre
en contacto con las prácticas sociales que están en su base)
3ª.- Una nueva cultura de derechos humanos requiere, pues, detenernos en cómo
garantizar los resultados, siempre provisionales, de tales luchas. Si no reflexionamos sobre
esta cuestión, corremos, por lo menos, tres tipos de riesgos.

3.1) El primer riesgo que corremos es el de la difuminación y/o pérdida de sentido


de los resultados de las luchas, con el consecuente peligro de retrocesos sociales
provocados por el desencanto o el cansancio a la hora de llegar a ver implementadas y
garantizadas las reivindicaciones sociales en cuanto al acceso a los bienes materiales e
inmateriales.
3.2) El segundo riesgo que corremos es el de separar de un modo total las luchas
sociales (llevadas a cabo utilizando medios políticos), y las normas jurídicas (las cuales,
como todos sabemos, son positivizadas siguiendo procedimientos jurídicos legitimados,
asimismo, políticamente). Con ello, terminamos justificando el formalismo en el campo del
derecho; entendiendo por formalismo la puesta entre paréntesis de las “formas” del derecho
con respecto a los contextos de los que –y para los que— necesariamente surgen. El
imperio del formalismo nos puede inducir a abandonar el derecho a los juristas, entendidos
estos como especialistas dotados institucionalmente de la capacidad de decir y de aplicar
las normas sin tener que contar con las acciones sociales que están en el origen de las
mismas. Este formalismo jurídico –producto de la separación establecida entre lo normativo
y las luchas—, no es unívoco. Puede adoptar diferentes modalidades. Citemos dos: a) el
carácter jerárquico y “puro” de la pirámide kelseniana; b) el carácter de “textura abierta” de
las normas dejadas al siempre incierto e ideológico proceso de “decisión” judicial (tal y
como defiende Hart). Nosotros debemos huir de dichas formas de “formalismo” pues, al
final, dejamos en manos de especialistas lo que nos corresponde a todos como productores
de garantías de nuestras luchas. Ahora bien, ello no quiere decir en absoluto denigrar o
abandonar la lucha jurídica, sino como venimos defendiendo, hay que considerarla como lo
que es: una técnica, un instrumento de garantía que, entre otros, pretenden asegurar la
efectividad de los resultados provisionales de las luchas por la dignidad.
3.3) Y, en tercer lugar, corremos el riesgo de aceptar pasivamente concepciones
“abstractas” de los derechos humanos, al estilo de los principios morales de Dworkin (que
deben ser tomados en cuenta por los jueces como si fueran principios que surgen por sí
mismos del propio ordenamiento, pero que en realidad no son más que las propias
formulaciones ideológicas de la forma hegemónica de producir y aplicar las normas
vigentes), o los derechos morales de Robert Alexy (dedicados a resolver internamente los
conflictos entre derechos, sin alguna referencia a los contextos reales en los que dichos
derechos se dan y para los cuales han sido reconocidos). Estas concepciones formalistas
(Kelsen/Hart) o abstractas (Dworkin/Alexy) no han servido para mucho a la hora de
disminuir el sufrimiento humano. Esto es así, dado el enorme grado de funcionalidad que
las posiciones formalistas o abstractas mantienen con respecto a las necesidades de
fragmentación, individualización y abstracción de la acción social por parte del sistema de
relaciones basado en la continua acumulación de capital.

4ª.- Una nueva cultura de “derechos”, pues, nos exige reflexionar, entre otras
cuestiones, sobre lo jurídico; es decir, sobre el marco en el que se sitúan las normas
positivas y, especialmente, sobre el papel que podemos cumplir los juristas (o las personas
comprometidas con el derecho) a la hora de afrontar el sufrimiento humano (cuya
reproducción se debe, sobre todo, a la “cosificación” del sistema de posiciones que
ocupamos en el acceso a los bienes exigibles para satisfacer las necesidades humanas
materiales e inmateriales)

5ª.- Tanto los autores formalistas como los positivistas abstractos que hemos citado
con anterioridad, lo que pretenden, con toda su buena voluntad, es otorgar el máximo grado
de certidumbre a las decisiones judiciales. Constituyen un magnífico ejemplo de buenas
intenciones a la hora de presentarnos el “estado de derecho” como algo dado de una vez por
todas. Pero, tales “buenas intenciones” les induce a postular la “creencia” de que existen
mecanismos (formales o abstractos) internos a los ordenamientos jurídicos –y
completamente autonomizados de las prácticas sociales que están en su base— que
permiten satisfacer las demandas de certeza y seguridad interpretativas que exigen los
conflictos entre derechos (o, como afirma Hart, las “zonas de penumbra” de las normas
jurídicas).

6ª.- A estas interpretaciones del derecho deberíamos aplicarles el famoso aforismo


de Ludwig Wittgenstein, según el cual imaginar un lenguaje es imaginar una forma de
vida. Es decir, construir un lenguaje, o, en otros términos poner nombres a las cosas y
dotarlas de significados, significa que estamos trabajando “desde” y “para” una forma de
vida ya establecida “o que queremos establecer”. Las preguntas que debemos hacerle a tales
posiciones –formalistas y positivistas abstractas— serían las siguientes: 1ª) cuando se habla
desde el interior de un ordenamiento jurídico (sea jugando con los criterios de validez
kelseniana, de textura abierta hartiana, de principios jurídicos internos a los ordenamientos
dworkinianos o de principios morales alexyanos) ¿se puede decir que se está hablando de
los entornos de relaciones en los que necesariamente se sitúan las normas? 2ª) ¿Se están
buscando soluciones reales y contextuales a los problemas de adaptación de las normas a
los hechos? 3ª) ¿o lo que se hace es crear gramáticas internas que sólo sirven para hablar
sobre su grado interno de certeza y coherencia sintáctica y semántica? 4ª) ¿No se está
dando por supuesto un marco de referencia que se considera legítimo a priori sean cuales
sean sus consecuencias sociales, económicas, políticas y culturales a la hora de su
aplicación a la forma de vida a la que se apliquen? 5ª) ¿No se está “olvidando/ocultando”
tal marco de referencia y se lo está “naturalizando”, es decir, sacándolo –o abstrayéndolo—
de las prácticas sociales en su incesante tarea de transformación de los entornos de
relaciones en los viven los actores y actrices de las mismas?

7ª.- Para nosotros, el derecho, o lo que es lo mismo, el conjunto de normas que


garantizan una determinada forma de acceder a los bienes que satisfacen necesidades, no se
sitúa en el vacío que supone una concepción formalista o positivista/abstracta del mundo.
Más bien, se concreta y se realiza en contextos materiales. Para lo que nos interesa en estos
momentos (es decir, para reflexionar sobre lo jurídico en su aspecto normativo y sobre los
juristas en su tarea interpretativa) estos contextos se conforman de dos maneras: a) a través
de la creación, imposición y/o reproducción de sistemas hegemónicos de valores
(entendidos como el conjunto de preferencias sociales y éticas que tienden a ser propuestas
ideológicamente como universales); y b) a través de la imposición y reproducción de las
posiciones que ocupamos en los sistemas de división del trabajo (que tienden a ser
presentados como “naturales” y, por tanto, inmodificables).
8ª.- A pesar de la invisibilidad material que supone toda posición formalista o
idealista, en dichos “contextos materiales” ocupamos posiciones diversas y/o desiguales
con respecto al acceso a los bienes, a partir de los cuales satisfacemos nuestras necesidades
(lo cual es obviado –o considerado como algo natural—por los juristas conservadores,
proponiendo con ello una aceptación ciega de tales sistemas de valores y tales sistemas de
posiciones). Asimismo, los conjuntos de valores que legitiman este o aquel conjunto
normativo no surgen de la nada, sino que son la expresión de la dialéctica entre conjuntos
de intereses concretos que intentan generalizarse como principios rectores de la acción
social. De este modo, los valores que legitiman un proceso de división del trabajo basado
en los privilegios de unos y en la subordinación de otros, darán lugar a normas jurídicas y a
subjetividades políticas que lo legitimen. Por el contrario, los valores que se opongan a tal
proceso de división del hacer humano desigual en aras de una mayor igualdad en el acceso
a los bienes, darán lugar a normas jurídicas y subjetividades antagonistas y rebeldes. La
cuestión no reside, pues, en si el derecho sirve o no sirve para la transformación social. La
cuestión reside en si como actores y actrices sociales generamos disposiciones alternativas
a los valores y a las posiciones hegemónicas que hacen de la mayoría de las normas
jurídicas algo funcional a los intereses de los privilegiados.

9ª.- Es relativamente fácil determinar si una acción social es funcional a dichos


sistemas de valores y tales procesos dominantes de división del trabajo humano. El criterio
más útil consiste en hacerle preguntas a las teorías formalistas e idealistas en el sentido de
si visibilizan u ocultan la gramática hegemónica en la que se sustenta el ordenamiento
jurídico: 1ª) ¿se visibiliza el marco de referencia –es decir, los contextos materiales—para
el cual (y desde el cual) las normas surgen? 2ª) ¿O, más bien, se oculta el contexto del que
surge el ordenamiento jurídico y se lo propone como algo neutro y dado de una vez por
todas? Usando un ejemplo conocido por todas y todos, la 3ª cuestión sería ¿se parte de la
aceptación de la división jerárquica y desigual entre las garantías de acceso individual a los
bienes inmateriales (expresión, religión…), y las garantías de acceso colectivo a los bienes
económicos, sociales o culturales, en beneficio de las primeras? Una praxis jurídica
“funcional” al orden hegemónico, siempre ocultará sus marcos de referencia y apostará por
la absolutaza separación entre las garantías jurídicas individuales y las garantías jurídicas
sociales, económicas y culturales. De un modo u otro intentarán refugiarse en
procedimientos lógicos o analíticos, siempre reacios a “impurezas” que contaminen el
trabajo “gramatical” del intérprete.

10ª.- Ahora bien, es mucho más complicado concretar, desde el derecho


“reconocido” en un ordenamiento jurídico, una acción antagonista y rebelde. Y ello por dos
razones: 1ª) Porque dicha acción antagonista no se queda en la mera formulación de una
“gramática” interpretativa interna, sino que tiende a incidir en los contextos materiales
externos; y 2ª) Porque no puede quedarse en el mero análisis lógico/jurídico de la situación
e introduce una vez y otra las “impurezas” rechazadas por las visiones funcionales al orden
hegemónico. Una acción antagonista que trabaje para que sus contenidos o sus fines sean
reconocidos jurídicamente se puede encontrar con tres obstáculos:

10.1) En primer lugar, el obstáculo de la traducción. Hay que saber (y poder)


presentar las reivindicaciones siguiendo las formas jurídicas aceptadas por los funcionarios
(administrativos o judiciales). Es decir, hay que saber/poder “traducir” las luchas a
derechos, con el consiguiente peligro de invisibilizar que algo que ha comenzado siendo
producto de una praxis política colectiva, se convierta en una norma que considera lo social
como una suma de individuos.

10.2) En segundo lugar, el obstáculo procedimental. Una vez conseguida tal


traducción, los funcionarios (administrativos o judiciales) intentarán “acoplar” las
reivindicaciones normativas –antes formuladas “políticamente”— al conjunto de derechos
reconocidos globalmente en el ordenamiento jurídico de que se trate y a los procedimientos
reconocidos por éste como los únicos legítimos para tal fin (de este modo, una norma que
contradiga a otra ya establecida y que pretenda el mismo rango o validez no podrá nunca
entrar en vigor –sean cuales sean los fines perseguidos por la misma— dados los
mecanismos de pura técnica jurídica).

10.3) Y, en tercer lugar, el obstáculo institucional. Los funcionarios


(administrativos o judiciales) intentarán, como final del proceso, adaptar las
reivindicaciones –ya traducidas a derechos e integradas en el ordenamiento jurídico
(instituido antes del surgimiento de la reivindicación política)— a las formas institucionales
establecidas a la hora de resolver conflictos entre derechos. De ese modo, una
reivindicación ya traducida e institucionalizada jurídicamente deberá someterse a los
procesos de decisión institucionalizados. Si en dichos procesos –nunca lo olvidemos:
legitimados previamente a la traducción jurídica de la reivindicación— se decide en contra
de la misma, los que la defienden deberán asumir tal decisión como legítima (aunque se
vaya contra las intenciones expresadas social y políticamente por los movimientos o las
acciones sociales desplegadas en su favor). Una tarea importante en este punto consistiría
en encontrar ejemplos de tales “obstáculos” y reflexionar sobre ellos.

11ª.- ¿La cuestión reside entonces en abandonar la lucha por el reconocimiento


jurídico? En absoluto. Luchar por los derechos humanos, implica en sí mismo la lucha por
las garantías de su cumplimiento. Garantías que, como decimos, son plurales y variadas:
políticas, económicas, sociales, culturales y, por supuesto, jurídicas. Ahora bien, como
juristas, si lo que pretendemos es “conocer” en qué lugar material nos encontramos a la
hora de luchar por los derechos humanos, no tenemos más remedio que reconocer, primero,
que toda norma jurídica positiva (y, del mismo modo, toda “declaración” de derechos)
surgen en un marco ya dado; y, segundo, que dicho marco tiende a imponer socialmente un
conjunto de mecanismos (axiológicos y de división del trabajo) a partir de los cuales se
concreta –y se legitima— la forma hegemónica a partir de la cual los individuos y grupos
sociales de una formación social dada acceden a los bienes que satisfacen sus necesidades
humanas. Es lo que llamamos el “contexto material hegemónico”.

12ª.- Por estas razones, cuando hablamos de “derechos” (o, más concretamente, de
normas jurídicas), lo hacemos de formas de acceso a los bienes que están condicionadas por
los contextos materiales (sistemas de valores y sistemas de posiciones con respecto a los
bienes) de los que –y para los que— surgen. Y, asimismo, si queremos “traducir” nuestra
reivindicación de derechos humanos al lenguaje del derecho, nunca debemos olvidar el
hecho según el cual las normas jurídicas no son neutrales, ni están divorciadas, de un marco
de referencia material concreto.
De este modo, la labor de “traducción” jurídica de los resultados de los procesos de lucha
debe estar atenta a tres cuestiones (relacionadas con los tres obstáculos arriba
mencionados): a) cómo se integran/traducen tales resultados en el ordenamiento jurídico; b)
si se acomodan o no a los principios y formas procedimentales hegemónicas, o fuerzan los
procedimientos a favor de las luchas sociales; y c) si, a la hora de su aplicación, el
tratamiento individualizado que otorga el derecho no difumina el carácter colectivo de la
reivindicación. Es decir, el jurista debe admitir que no es un lingüista ni un psicólogo, sino
un “trabajador” que, en el sentido marxista del término, a la vez que transforma los medios
e instrumentos que usa, tiende a transformar el marco de referencia para el cual tales
medios e instrumentos (en nuestro caso, las normas y las decisiones judiciales y
administrativas) han sido creados.

13ª.- Partimos, pues, de que la labor jurídica se da en determinados contextos


materiales. Asimismo, que tales contextos se conforman por los sistemas de valores y los
procesos de división del trabajo “hegemónicos” –o “dominantes”— en un momento
espacio/temporal concreto. Y, como consecuencia de las dos premisas anteriores, las
normas jurídicas –y el trabajo jurídico de “traducción” legal— no pueden comprenderse en
toda su complejidad y en toda su amplitud sin hacer referencia a los condicionamientos
concretos e ideológicos que sufren al surgir de tales contextos materiales axiológicos y de
división del trabajo. En otros términos, no podremos comprender la complejidad de una
norma (o las complejas consecuencias del reconocimiento jurídico de una forma
determinada de acceder a un bien), sin conocer que “lo jurídico” tiene que ver con la
construcción, imposición y/o reproducción de ese marco material.

14ª.- Por tanto, cuando reflexionamos sobre las garantías jurídicas de los resultados
de las luchas por la dignidad percibimos que no existe ni indeterminación global, ni
determinación esencial. Tanto una opción como la otra acaban esencializando algo: la
“indeterminación”, esencializa la función del poder judicial a la hora de admitir demandas y
de construir jurisprudencia; la “determinación”, el derecho positivo, como si éste fuera algo
al cual hay que llegar a través de un proceso cognitivo absolutamente determinado
internamente por los procedimientos internos del ordenamiento jurídico.

15ª.- Lo que sí existe es un “condicionamiento” de la lucha jurídica (o del “trabajo”


del jurista) por el “marco” axiológico y de división del trabajo que subyace a todo
ordenamiento jurídico. Es ese marco el que condiciona (no determina) al juez a la hora de
identificar si un determinado supuesto de hecho entra o no en consideración a la hora de su
admisión a trámite. Asimismo, dicho marco es el que (condiciona) al jurista a la hora de
aceptar un caso e iniciar los procedimientos establecidos. Del mismo modo, ese marco
(condiciona) la labor del funcionario público en el cumplimiento de sus funciones. Y, en
último lugar, pero no menos importante, ese marco condiciona el que un grupo de personas
o un individuo acudan a un operador del derecho con el objetivo de ejercer una facultad,
exigir una prohibición, etc…Es decir, cuando el juez, el abogado, el funcionario o el
ciudadano afirman que estamos ante un conflicto jurídicamente resoluble, actúan
condicionados por el marco axiológico y de división del trabajo que subyacen a los
ordenamientos.
16ª.- Por tanto, para nosotros, lo realmente importante, no reside en cómo un
conflicto se resuelve poniendo en práctica los procedimientos establecidos –aunque no
podemos abandonar su conocimiento y el saber que nos permita trabajar con el derecho—.
Lo importante es conocer como la situación de que se trate es “moldeada” en el marco que
subyace al ordenamiento jurídico concreto en el que nos movemos. El intérprete, pues, en
su consideración de “trabajador” jurídico debe conocer que con sus acciones “moldea” el
marco, permitiendo con ello nuevas aproximaciones normativas a los casos que se
pretendan resolver o a las reivindicaciones que se pretendan reconocer jurídicamente; y,
asimismo, en su labor de “moldeador” puede facilitar la traducción a derechos de los
reivindicaciones y resultados de las luchas sociales.

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