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Fuentes primarias y fuentes secundarias

Si un detective quiere cerciorarse de cómo ha ocurrido un accidente automovilístico, seguramente


no perderá el tiempo escuchando el resumen de los hechos que haga una persona que no fue testigo
presencial de los mismos. El detective tratará de interrogar a las personas que estaban en el lugar
cuando se produjo el accidente, y sólo a ellas. Si hay cinco testigos, muy probablemente el detective
oirá cinco versiones ligeramente distintas entre sí, porque cada uno ve las cosas desde su propio
punto de vista, tanto físico como psicológico. El detective pondrá cuidado en correlacionar,
comparar y sopesar cada uno de esos cinco testimonios y pasará por alto la interpretación de
personas ausentes, que sólo saben del accidente lo que han oído decir. Al hacerlo así, el detective
aplica una regla fundamentalmente de sentido común, que establece una distinción nítida entre
fuentes primarias y fuentes secundarias.

Puesto que muchos de los historiadores del pasado fueron también personas inteligentes y con
sentido común, es de suponer que serían conscientes de una regla de ese tipo. Pero cuando los
historiadores de la Antigüedad y los cronistas de la Edad Media no encontraban fuentes primarias
en las que apoyar la reconstrucción histórica, no le daban demasiadas vueltas al asunto y recurrían a
leyendas, tradiciones orales, fuentes secundarias, y lo metían todo en el mismo saco. Como escribió
M. I. Finley, «infravaloramos constantemente la habilidad de los antiguos para inventar y su
capacidad para creer» (1986, p. 9). Fue en la Europa de finales del siglo XVII cuando se empezó a
distinguir sistemáticamente entre fuentes primarias y fuentes secundarias y a establecer normas
precisas de conducta que el historiador debería cumplir al usar las diversas fuentes. La obra maestra
que inauguró una nueva época historiográfica fue De re diplomática, de Mabillon, publicada en
1681. Como escribió Marc Bloch, «aquel año, 1681, se fundó por fin la crítica de los documentos».
Hoy día, como ha escrito Arnaldo Momigíiano, «el método histórico se basa en la distinción entre
fuentes primarias y fuentes secundarias». Actualmente, hasta el menos experimentado de los
historiadores sabe que tiene que remitirse a las fuentes primarias cuando se puede disponer de ellas
y que, si no están disponibles, puede intentar el uso de fuentes secundarias, pero siempre con la
condición de mantener una gran cautela. A pesar de todo, incluso el campo de las fuentes primarias
es —como veremos con más claridad después— un campo minado.
Como escribieron Langlois y Seignobos, «no conocemos ni un solo testigo contemporáneo que nos
asegure haber visto a Pisístrato; en cambio, millones de “testigos oculares” juran haber visto al
diablo» (1898).

La distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias está clara en la mente de todos los
historiadores y debería estarlo también en la de cualquier persona culta. Creo que el ejemplo
hipotético del accidente automovilístico que hemos formulado antes, distinguiendo entre quienes
estuvieron presentes en el accidente y quienes sólo oyeron hablar de él por persona interpuesta, es
suficiente para aclarar los dos conceptos. Habría que precisar, sin embargo, a este respecto, que una
fuente que en un contexto determinado puede ser definida como secundaria, puede convertirse en
primaria en otro.
Mahomet et Charlemagne, el libro de Henri Pirenne publicado en 1937, es decididamente una
fuente secundaria para el estudio de la economía de la Alta Edad Media. Pero para un estudio
biográfico sobre la figura y la personalidad de Henri Pirenne, el libro en cuestión es una fuente
primaria. Hay que decir también que una fuente dada puede ser al mismo tiempo primaria y
secundaria. La Cronaca de Giovanni Villani es una fuente primaria por lo que se refiere a los
acontecimientos de la Florencia de su tiempo y es una fuente secundaria para todo lo demás.

Las fuentes descritas en la segunda parte de este volumen son casi todas fuentes primarias. Las
fuentes secundarias aparecen en la bibliografía, al final del libro. Entre las fuentes primarias escritas
disponibles para el historiador económico hay que distinguir: /) las fuentes narrativas y en forma de
crónica; y 2) las fuentes documentales.

Ya hemos dicho que el historiador profesional es aquel que, cuando es posible, se remite por norma
a las fuentes primarias. El historiador que se remite sólo a fuentes secundarias es comparable
al cirujano que sólo ha leído libros de cirugía y que nunca se ha acercado a una mesa de operaciones
ni ha manejado jamás un bisturí. Pero hoy vivimos unos tiempos extraños. Hace unos años,
Momigliano escribía: «una bibliografía puede tener los mismos efectos que una droga perniciosa y
estimular el vicio: el vicio de leer estudios modernos en vez de documentos originales cuando
estudiamos el pasado, es decir, de historia» (1974, reimp. 1987, p. 15). La gran cantidad de libros
publicados en los últimos cincuenta años ha estimulado o impuesto ía lectura de un número
creciente de estudios modernos, reduciendo con ello el tiempo disponible para la lectura
de fuentes. Especialmente en los Estados Unidos, la creciente preocupación por el planteamiento de
modelos teóricos de interpretación y por la metodología estadística ha redundado en perjuicio del
estudio de las fuentes primarias de la historia económica. La invasión de la historia económica por
parte de sociólogos y antropólogos ha favorecido también el estudio de la bibliografía en perjuicio
de las fuentes primarias. Todo esto ha tenido consecuencias perniciosas. No se trata sólo del hecho
de que, al recurrir a fuentes de segunda mano, el estudioso corre el riesgo de reproducir errores de
lectura o de interpretación en los que puede haber incurrido el autor de la fuente secundaria. Hay
mucho más. Como veremos en el capítulo 5, cualquier reconstrucción histórica sufre en diversos
grados el defecto de la simplificación, la generalización y la subjetividad. Quien, para escribir sobre
historia económica, confía sólo en las fuentes secundarias inevitablemente añade sus propias
simplificaciones, generalizaciones y subjetividad a las de la fuente secundaria. Por lo general, de ahí
surge un producto reconocible a primera vista por el experto y en el que predominan las
generalizaciones abstractas de escasa profundidad, los esquemas rígidos y al mismo
tiempos simplistas, en el que falta el matiz de las infinitas excepciones individuales que caracterizan
con sus variadas gradaciones al mundo real.

Volviendo al caso hipotético que planteábamos antes, el del detective encargado de reconstruir la
forma en que se ha producido un accidente automovilístico, es evidente que éste albergará
sentimientos de sospecha y de escepticismo frente a las declaraciones de personas que no estuvieron
presentes en la escena. De manera análoga, el historiador debe emplear una cautela especial cuando,
obligado por la ausencia de fuentes primarias, tenga que utilizar fuentes secundarias. Es preciso
añadir, sin embargo, a este respecto, que el hecho de utilizar fuentes primarias no exime al
historiador de su obligación constante de mantenerse siempre en posición de alerta. Porque también
las fuentes primarias pueden mentir; y no sólo las de carácter narrativo, sino también las de
naturaleza documental.

Tomado de: Carlo Cipolla. Entre la Historia y la Economìa. Introducción a la historia


económica. Editorial Crítica. Barcelona. 1991. Pags. 46-49. {primera edición en
italiano: Tra due Culture. Introduzione alla storia económica.}

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