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Ansiedad como máquina

de guerra

Roberto López Roque


A decir de klossowski, los estados valetudinarios detienen al yo racional en
su loca carrera por intentar ser, entenderse y mantenerse como humano racional.
Aquellos momentos en que las afecciones, el dolor, la tristeza severa, incluso la
intoxicación, imposibilitan pararse, caminar, cocinar, pensar, trabajar… son los
momentos, dice el autor, en que la corporeidad recupera el control, y se expresa al
costo de anular la razón. En esos momentos, el dolor, el padecimiento, no deja
pensar. Expropia el yo agente. “No está en sus cabales”, suelen decir los demás;
“no puede pensar bien ahorita”.

Un buen día, no quiero hacer nada. No quiero leer, no quiero ejercitarme, no


quiero ir a trabajar. No quiero cocinar no quiero atender a los niños, ni siquiera quiero
lavar mis dientes o limpiar mi cara. En esos días, en dónde la tristeza inunda la
alcoba, la casa, la calle, el mundo, y no quiero ni levantar las pestañas, mucho
menos las manos, mi yo racional inicia una negociación: “es importante que acabes
tal o cual cosa” dice. “Necesitamos (porque habla desdoblado en segunda persona,
realizando la separación entre cuerpo que duele y cerebro que manda) acabar tal
proyecto, tal documento”. “Mira- le dice al cuerpo- termina la rutina y nos volvemos
a acostar. Te lo mereces”.

Si la negociación funciona, el cuerpo parece obedecer y con enormes


esfuerzos, termina el documento, trota unos 20 minutos o lava los trastes. Pero hay
otros días en que la operación de negociación no resulta tan exitosa. Ese día es el
día de la depresión, según me he acostumbrado a llamarle, y según la terminología
de los terapeutas que me han escuchado, pero, sobre todo, porque el yo racional
necesita darle un nombre que el mismo entienda, desde la lógica de la enfermedad
y le llama así, depresión. Y al enunciarla, parece que encuentra el sentido del
porqué el cuerpo no quiere trabajar ni ejercitarse, ni hablar con nadie ni ver a nadie.

Y al entenderlo como cuerpo deprimido, el yo racional se vuelve piadoso y


considerado. Como alegoría marxista, el yo racional y burgués permite al cuerpo
deprimido, al proletario de carne que descanse un tiempo, unas horas o unos días.
O bien, permite la descarga de trabajo: “no entrenes esta semana, siéntate a acabar
tus documentos pendientes porque eso te está agobiando”.

Astutamente, el yo racional pretende ser empático con el cuerpo “deprimido”


y no solo solidifica la separación dicotómica de ambos, entre cuerpo y mente, sino
que el segundo asume su posición de enfermo y recibe con gozo las venias del yo
dueño de los medios de producción.

Pero Silvestri dice, que la depresión es más bien una huelga. Siguiendo esta
lógica alegórica economista, es el cuerpo que se reapropia de los medios de
producción, los brazos caídos, el cuerpo que se pierde en el pensamiento
corporante, y se restituye en esas fuerzas que toman el control. La depresión como
esa huelga que le dice al yo racional: “no más...para!”, una pausa en la carrera
capitalista por ser productivo, eficiente, eficaz

Me gusta lo que dice la autora. Porque me permite pensarme más que como
un cuerpo enfermo de depresión, como un cuerpo que rezonga, un cuerpo que se
alebresta, un cuerpo que se pone en huelga. Esto lo saca de entenderse como
alguien flojo o inútil o perezoso o incapaz. Es más bien un cuerpo que puede decir:
alto.
Pero hay otros días más, en que contrariamente, no puedo descansar. Días
en que me levanto de la cama abrazado por el miedo y el pánico. Cómo si las
sábanas estuvieran envueltas en llamas. El cuerpo se instala en una serie de
movimientos repetitivos e incesantes. El yo racional le llama ansiedad. No es el
término que actualmente, la gente se ha apropiado a modo de burla para definir lo
que otrora llamaban simplemente incomodidad.

La ansiedad, el nombre que desde la clínica lo ha hace inteligible, no me deja


hacer nada, al igual que la depresión, pero contraria a ésta, lo que no puedo aquí
es detenerme.

La última vez que la viví, una terapeuta me recomendó escribir un cuadro,


donde describiera las sensaciones y emociones que circulaban cuando estaba en
medio de un episodio grave de ansiedad. Me cito a mismo:

“Un calor salió de mi pecho y se fue hacia mis manos,


corrió de mi pecho a mis manos, siento bloqueos y no me deja
dormir. Sube el calor de repente, y tuve que ir al baño (eran la
1:51 am) me acelero y mi reacción es pararme de la cama. Me
falta el aire. El corazón me brinca como si fueran a matarme.
No concilio dormir profundamente. Voy a aplicar mis técnicas
(para dormir) entre ellas la de pensar que quiero descansar o
la de inventar alguna historia fantástica en mi mente o
repetirme que mañana tendré la pastilla (el ansiolítico)”.

Esa noche, no descansé. Perdí la conciencia solo repitiéndome una y otra


vez: “mañana estaré mejor, mañana estaré mejor”. Despertaba y seguía repitiendo
–me la misa frase permanentemente como un añejo y podrido mantra que busca
con desesperación que el universo lo escuche.

Si la depresión es la huelga valetudinaria proletaria ante el yo burgués ¿Qué


es la ansiedad entonces? No lo sé. Cuando la vivo, el cuerpo toma absolutamente
el control de todo. No puedo razonar. Me inunda la angustia como un mar que me
ahoga. Los clínicos lo llaman pensamientos catastróficos: la mente solo percibe y
materializa las peores situaciones posibles. Muerte, dolor, abandono, desgarro,
imposibilidad. Y no para. No para ni un segundo. No puede escuchar el consejo del
otrx, pero necesita desgarradoramente ser escuchado por otrx. Tampoco puede
detener el habla que fluye como un torrente de agua en una fuga de cañería. No se
detiene, repite lo mismo una y otra y otra y otra vez de manera infinita. Repite ese
miedo sin detenerse. No es un pensamiento obsesivo, como también lo enuncian
los biomédicos, porque no transcurre sentado en un sillón a manera catatónica. En
la llamada ansiedad, el cuerpo no logra sosiego. Se mueve, se para, camina, da
vueltas en una misma área durante horas, mueve la pierna de manera constante,
sacude los dedos, habla habla habla.
Haciendo un poco de memoria, las ocasiones en que he vivido la ansiedad,
ha ido de la mano con la anunciación de padecimientos crónico degenerativos. El
primero fue la presencia de hernias de disco en mi columna, la segunda con la
llegada del VIH al cuerpo y la tercera y más reciente con la infección por COVID-
19. Las tres significaban algo en común: la posibilidad de muerte y/o la imposibilidad
de continuar haciendo las mismas rutinas que venía haciendo. Significaban de
alguna manera, la disminución de mis potencias. Portadoras cadavéricas de un
mensaje que anunciaba que la enfermedad había llegado a cambiar mi vida. A dejar
afuera mi funcionalidad y mi productividad. Anunciar el fin del ser independiente.
Entender la enfermedad y la salud como estados opuestos a donde uno entra y sale,
gracias a los medicamentos y la terapia y la inevitable responsabilidad individual de
llevar una vida acorde a mis limitaciones. Aquí es donde los ansiolíticos y los
antidepresivos entran como actores principales. Donde se hace necesario crear una
relación con los químicos, desde el miedo, la esperanza, la desesperación.
Medicamentos y terapias dirigidas a aceptar mi nueva realidad. Mis nuevos límites.

Antes de sentarme a escribir (porque cabe decir que no estoy viviendo la


ansiedad en este momento, por lo menos no a un nivel en que la percibo, pues de
lo contrario no podría escribir nada) había pensádola bajo una analogía de mi
computadora. El cuerpo como una máquina a la que se le han dado muchas, miles
de órdenes y que se bloquea, se cicla. Lo pensé porque el cuerpo, como máquina
ciclada, no puede parar, no se detiene, no puede dormir, no puede descansar, pero
tampoco produce. Ahí tal vez hay una clave. El cuerpo máquina que se sobrecarga
de órdenes, de deberes del yo racional. Es demasiado, no puede con todo. Se
agobia, me agobio, dudo de mis potencias como cuerpo, me instala en un yo
enfermo que se enferma y gira en círculos de angustia y desesperanza. Pienso
(catastróficamente) que no podré cumplir con todo lo que debo cumplir. Las ordenes
son demasiadas, saturan el sistema, lo bloquean. Pero no se sosiega, muy por el
contrario, su imposibilidad radica en no poder parar. No poder dormir, no poder
detenerse a escuchar o ver una serie de Netflix. Quizás ese calor es la máquina
fundiendo sus circuitos. A punto de arder. Llora, grita con desesperación. Parece
arder en las llamas

Pero esta noción, aunque captura todo lo que siento en esos escenarios,
sigue sosteniendo la ficción de que el cuerpo es la propiedad del yo racional. Quizás
ahí está el detalle.

Porque pareciera que, cuando la máquina se cicla, le urge recuperar la


realidad y el control a través de la reiteración del movimiento rutinario y repetitivo.
O más bien, es al yo racional al que le urge recuperar el control que ahora tiene el
cuerpo. Porque no es una huelga. No son brazos caídos.
Cito entonces uno de mis textos favoritos:
“Cuando las fábricas se empezaban a dejar ver dentro
del escenario urbano como un proyecto de control social y
subjetivación de los cuerpos, y de construcción de las
subjetividades obreras heterosexuantes, lxs ludditas
saquearon mercados, quemaron fábricas (en vez de tomarlas
y recuperarlas y subjetivarse como obreros) hicieron correr el
fuego de la insurrección como reguero de pólvora mediante el
sabotaje, el pillaje, las canciones, las rimas, el espionaje y la
mentira a los poderes. Máquina de guerra alegre, una
modalidad de lucha contra el capital, un intento de destruir la
nueva sociedad (…) moderna y racional”

Quizás entonces, la ansiedad se distancia de la depresión, no solo por no ser


huelga. Quizás la corporeidad, deviene en Ludditas, y no solo piensa que se debe
ir a huelga, sino quemar, destruir todo. Porque no está de acuerdo con las órdenes
del yo racional que ansía ser y mantenerse como humano normal, productivo y
aceptado (que teme a lo que entiende como enfermedad, porque lo aleja de aquello
que anhela ser). Tampoco está de acuerdo con ser el obrero explotado para generar
ganancias, ni mucho menos la máquina que produce hasta el cansancio para tales
ganancias.

El cuerpo en ansiedad, es más bien una máquina de guerra. No le interesa


tomar las ideas y aspiraciones del yo racional: las destruye. Aborrece que ahora se
le llame maquina limitada, porque nunca estuvo de acuerdo con ser ni máquina, ni
con las limitaciones que le fueron impuestas desde la razón. No le interesa la
producción ni mucho menos las ganancias. El cuerpo en estado valetudinario por
ansiedad, no es un síntoma de que algo está mal como me lo dicen en las terapias.
Es más bien respuesta y contrataque a un sistema contra el que el cuerpo se
insurrecta.

El nombre de Ludditas, viene de una leyenda, un personaje de fantasía


llamado Ned Ludd, “un muchacho hilandero que rompió su telar porque no le salía
bien el tejido”. El cuerpo al mando entonces, encuentra como solución, la locura
alegre, la destrucción de todo el orden, del yo racional, de sus deberes, de sus
aspiraciones, de su vivencia y de su producción. De la manera de entender a la
enfermedad como opuesto a lo sano, de su forma de relacionarse con el
medicamento, y de la dicotomía cuerpo vs. mente.

Quizás ya no la llamaré más ansiedad, sino eso, máquina de guerra contra


la razón. Que destruye todo, que hace todo mierda, que está dispuesta a hacerse
arder a si misma, si con eso se destruye el conjunto productivo en el que no está
dispuesta a trabajar. Como máquina de guerra, de destrucción, su propuesta está
en quemar todo ello, y luego re pensarlo desde otras ficciones, repensarse desde
otros papeles.

No sé si todo esto me ayude. No sé si la próxima vez que vida la ansiedad,


este escrito me ayude. No sé qué nueva relación debo establecer desde esta
reflexión, por ejemplo, con el medicamento. Quizás la anote con letras grandes en
letreros que estén a la vista, para cuando viva la ansiedad con mucha potencia una
vez más. O quizás esto no funcione como algo emergente, sino como la base para
ir pensando nuevas formas de vivir sin la auto explotación y auto exigencia. Quizás
no deba esperar a que la máquina queme. Quizás, ahora que la máquina está
tranquila, empezar a construir otras cosas.

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