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Opinión
La violencia hacia las mujeres no es nada nuevo en el mundo, ni en el país. La historia está
escrita por hombres y ellos son los protagonistas mientras que nosotras tenemos, apenas,
papeles secundarios. Es verdad que cada vez más se abren espacios de lucha y presencia
para que podamos desarrollarnos, desde la primera ola feminista en el siglo XVIII hasta
hora que se habla de la cuarta ola, con el activismo presencial y digital.
¿Pero cuánto nos ha costado cada espacio ganado por las mujeres? ¿Cuánta violencia
hemos tenido que soportar para obtener algún reconocimiento y respeto? La respuesta es
dura: la vida misma.
Los casos de Antonia Barra, Fernanda Maciel y Ámbar Cornejo, entre muchos otros, no
han dejado a nadie indiferente. Quizás la pandemia no sólo ha mostrado la fragilidad
humana, sino que también ha evidenciado de manera más directa la crueldad de
la violencia hacia las mujeres. El desamparo en el que vivimos hasta que morimos. El
miedo con el que caminamos desde pequeñas hasta el colegio o cuando venimos de
regreso a nuestras casas después de un evento.
Ser mujer es sentir la orfandad en carne propia desde que se nace en un mundo hecho por
hombres y para hombres. Con reglas machistas que son el sostén del estado patriarcal y,
lo que es peor, con muchas y muchos cómplices pasivos que los ayudan a sostenerlo.
Pero las cosas lentamente han ido cambiando, las luchas feministas no han sido en vano y
ya no estamos tan solas como antes, nos tenemos a nosotras, para luchar por las que no
están y por las que vendrán. Gracias al movimiento político feminista que ha levantado
LasTesis -el que no sólo ayudó a que el plebiscito de abril pasado fuera paritario, con
cupos para independientes y pueblos originarios-, ha presionado al mundo entero a
escuchar sobre las prácticas machistas.