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El discurso obligado, tan oxidado de João Havelange.

Una declaración que se convirtió en su firma,


pero que carga también las sombras de los pormenores de cómo se convirtió en el chef del horno
de corrupción de la FIFA. Cuando el brasileño fue elegido el 11 de julio de 1974 como el primer
presidente no europeo del ente rector del fútbol mundial, cargo que ejerció por 24 años hasta
1998, la FIFA, dice él, tenía poco más de 30 dólares en su cuenta bancaria. No llegaba ni a diez
empleados a tiempo completo. Y los recursos que había llegaban provenientes de aquellos hinchas
que pagaban por entradas para ver a sus equipos. Nada más.

Los excesos, lujos y excentricidades que se vislumbran en la actualidad eran un espejismo. Los
dirigentes no les habían vendido el alma a las concupiscencias. Havelange, viejo zorro, megáfono
de los países menos desarrollados que querían participar en una Copa del Mundo, pero que tenían
el mismo voto que las potencias, se trepó al poder con una promesa: aumentar el número de
países que participaban en el torneo de selecciones más importante del planeta. Cuando sucedió
en el cargo a Stanley Rous, un inglés de maneras arcaicas, románticas y obsoletas para ese terreno
fértil del mercadeo al que pronto iba sucumbir la FIFA, solo le hacía falta una cosa para trabajar:
dinero, mucho dinero.

Havelange había crecido sin problemas en las playas de Rio de Janeiro. Faustin, su padre,
inmigrante belga, tejió su fortuna a través del tráfico de armas. No era alérgico al estudio: entró a
estudiar derecho en la prestigiosa Universidad Federal Fluminense y en 1940 ya se jactaba de ser
abogado. También de ser un deportista de alto rendimiento, pues representó a Brasil en la
natación en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Y para 1952, cuando en su hoja de vida ya
figuraba su cargo como expresidente del Fluminense, integró el equipo de waterpolo de su país en
las olimpiadas de Helsinki 1952. Mezcló sus dos conocimientos y fue presidente de la
Confederación Brasileña de Deportes, además de miembro del Comité Olímpico Brasileño y del
Comité Olímpico Internacional.

Cuando Havelange se quedó con el cargo más importante del fútbol mundial encontró la fórmula
para cumplir sus cometidos: el marketing. Un par de jóvenes le alumbraron el camino. Horst
Dassler, hijo de Adi Dassler, fundador de Adidas, y sobrino de Rudolf Dassler, creador de Puma; y
Patrick Nally, un publicista con pensamientos frescos. Querían que grandes marcas invirtieran
grandes capitales a cambio de patrocinios exclusivos en los eventos de la FIFA. Una idea
revolucionaria por esos días. “Dassler y Nally se dieron cuenta de que, en el fondo, la FIFA y todas
las organizaciones de fútbol que esta controlaba eran las verdaderas entidades con el activo y no
los propietarios del estadio; ese activo era el fútbol. El fútbol era el motivo por lo que la gente iba
al estadio; el fútbol era la gallina de los huevos de oro”, apunta Ken Bensinger en su libro Tarjeta
Roja, que describe los hechos de corrupción del FIFA Gate.

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en el cargo.

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Ambos crearon un nuevo modelo de negocio llamado mercadotecnia deportiva, que consistía en
comprar los derechos comerciales de la FIFA al por mayor para luego revenderlos por partes a los
patrocinadores con ganancias astronómicas. Y así llegó la inversión de $8 millones de dólares de
Coca Cola para convertirse en la primera marca que se convertía en socio de la FIFA y en el primer
patrocinador mundial exclusivo en la historia del deporte. Nada volvería a ser lo mismo: un tiquete
sin regreso.

Pero la compañía de gaseosas, ante el riesgo de un negocio sin precedentes, pidieron un


funcionario que velara por sus intereses al interior de la FIFA. El elegido fue un administrador y
experto en relaciones públicas que quiso ser jugador de hockey sobre hielo, pero que por su corta
estatura no pudo: Joseph Blatter.

El suizo, perro guardián de Havelange, se convirtió en el primer funcionario de desarrollo de la


FIFA. La inyección de capital de Coca Cola fue el pasaporte para por fin hacer un mundial con
equipos de Asia, África y Oceanía. También para esos “bonos de desarrollo” que le entregaban, sin
falta, sin burocracia, a las asociaciones miembro de la FIFA. Billetes que se traducían en votos que
perpetuaban al brasileño en el poder cada cuatro años hasta 1998, cuando su ahijado lo
reemplazó en su cargo.

El Espectador en video:

Yolanda Ruiz: “Que las mujeres puedan decidir y que la ley las proteja”
Aunque Blatter no era el favorito para quedarse con la presidencia, pues el sueco Lennart
Johansson, mandamás de la UEFA, tenía, barato, un favoritismo de 20 votos, quien ante la mirada
de sorpresa del mundo fue derrotado en París a vísperas del Mundial de Francia 1998. La noche
anterior a las elecciones, en el prestigioso hotel Le Méridien, el equipo de trabajo de Blatter le
ofreció $100.000 dólares, la mitad en efectivo, a los países africanos para votar en bloque por el
suizo, 18 aceptaron el soborno, según reveló Farra Ado, presidente de la Federación Somalí de
Fútbol, cuatro años después.

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