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Cuando eres niña, no hay nada más especial que el primer amor.

Es decir,
vivimos en un mundo lleno de princesas, piratas, y brujas malvadas. Admito que
más de una vez soñé con el héroe que me sacaría de la casa para apartarme de mi
madre gruñona. No hay nada como soñar en quien te dará el primer beso, o con
quién te casarás. Lo cierto es que cuando creces, la fantasía se diluye como tinta
en un vaso de agua.
La verdad es que cuando me enteré de que todo ello era una farsa, me
enojé. Mucho.
Tommy Andrews fue el chico que me dio el primer beso. ¿Era un
príncipe? No. ¿Con él me casaría? En lo absoluto. ¿Al menos me gustó? Ni en
broma.
Nunca fui una niña normal. Mi madre me contó que cuando tenía tres años
me comí una cucaracha, y que a partir de ahí, nunca pudo quitarme el gusto. A
los nueve, ya tenía el profundo temor a los insectos, y a los once comencé a
obsesionarme por los mundos que contenían las páginas de los libros. ¿Qué
tenían en común esas tres cosas de mi? Que por alguna razón, me hacían más
rara de lo que ya era.
Tommy Andrews había estado enamorado de mi desde que teníamos diez
años. Para mi él solo era el niño adorable, regordete, y amable que me
acompañaba en los recreos, y aunque sabía que yo a él le gustaba, nunca quise
darle falsas esperanzas. No sabía exactamente qué estaba buscando cuando veía
a mis amigas tener a sus novios, o qué esperaba al rechazar a los pocos que se
atrevían a declararse. La verdad es que esperaba la chispa; ese sentimiento que se
crea entre dos personas; esa mirada. La cosa es que nunca sucedió. Con nadie.
A los trece, en mi cumpleaños, decidimos jugar verdad o reto y pasó. Le di
un beso a Tommy Andrews. Un beso soso y torpe que no duró más de un
segundo.
Ese día fue el que decidí nunca ser novia de nadie hasta sentir la chispa.
Hasta que cada parte de mi quisiera estar con esa persona que llegara. Mientras
tanto, me dediqué a ser la chica rara que se escondía detrás de los libros, borde y
sarcástica que no hablaba.
El día de la mudanza, mientras subía mis cosas al auto de mamá, escuché a
mi abuela decirle algo que nunca olvidaría.
―Me he enterado de algo, Zirah ―susurró en voz baja―. Tommy
Andrews y la niña se han besado.
Mamá giró la cabeza como la niña del exorcista, mirándome como si me
fuera a fundir la cabeza con los ojos. Por suerte yo tenía los audífonos puestos, y
se me daba bien fingir. Comencé a silbar, subiendo las cajas a la parte de atrás
del auto, pretendiendo que no escuchaba nada.
―¿Cómo que la niña ha besado a esponjosito? ―preguntó, indignada―.
Ella no me ha contado nada.
―Pues claro que no lo va a hacer, Zirah. Es tu hija, no tu amiga ―la riñó
la abuela, poniendo los ojos en blanco―. Pero me han contado que se besaron en
la parte de atrás de la casa, y que le ha devastado la noticia al pobre muchacho
porque ya eran novios.
―¿NOVIOS? ―gritó mamá.
―¿NOVIOS? ―chillé yo al mismo tiempo.
Ambas nos miramos al mismo tiempo. Ella buscando una explicación, y
yo indignada por lo que había pasado. En mi fiesta éramos muy pocos los que
sabíamos de mi beso, y la mayoría ni siquiera estudiaban en mi escuela. Si
alguien dijo lo que había pasado, ese era Andrews.
El trayecto a la nueva ciudad se resumió en regaños y prohibiciones de
parte de mamá. Mi hermano menor, Mikah, se divertía a mi costa, burlándose de
mi cada tanto. Definitivamente no fue el mejor viaje en carretera de mi vida. Y
mientras ella hablaba como cotorra, riñéndome y jalándome la oreja cada vez
que recordaba lo que había pasado, yo miraba el panorama por la ventana,
jurándome a mi misma que nunca más sería burla de alguien más. Ni siquiera
alguien tan tonto e inofensivo como Tommy Andrews.
La nueva ciudad se trataba de Fitchberg, Massachusetts. Era un pueblo en
medio de la nada, con muy poca gente y helado hasta morir. Mamá había
conseguido un nuevo empleo, y había decidido mudarse allí con nosotros. La
abuela y el abuelo se mostraron renuentes en un principio, alegando que no nos
verían crecer, pero su argumento se fue deteriorando cuando mamá nos señalaba
como si tuviera algo que demostrar. Mikah con sus diez recién cumplidos y yo
con mis trece. La verdad era que los apartaba de nuestras futuras versiones
adolescentes, y en parte, eso hizo que se quedaran más a gusto con la idea.
Efectivamente, la relación con los abuelos mejoró mucho una vez que
empezamos a verlos en las vacaciones. La abuela me hacía mis comidas
favoritas, y ya no me regañaba tanto.

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