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PRÓLOGO

Se había pronosticado que ese día un brillante cometa pasaría por una parte del territorio de
Maine. La madre de Saskia, que era una devota al horoscopo, se pasaría toda la mañana viendo
al hombre de cabello entrecano, de piel trigueña y sonrisa fácil que leía las cartas del tarot cada
sábado, mientras jugaba una partida de ajedréz con su hermana Teresa. El padre, por otro
lado, había decidido que no se levantaría del sofá de la sala hasta que su jugador favorito se
decidiera a hacer un gol.
Con dos de los televisores de la casa ocupados, Saskia y su hermano menor Mikah, se habían
trasladado a la parte más recóndita de la casa de los Demetrio; el sótano. Era un lugar oscuro,
lleno de objetos viejos, acumulados a través del tiempo por el alma coleccionadora que era su
madre. Allí abajo, oculto tras una sábana blanca, se encontraba un pequeño aparto que
transmitía caricaturas de épocas pasadas.
Lo que Mikah y Saskia no sabían, es que aquella inésperada aventura infantil, les salvaría la
vida.
El día era soleado, caluroso y húmedo. Los Demetrio vivían en un pequeño conjunto de
casas en lo profundo del bosque. La ciudad más cercana se encontraba a unos veinte
kilómetros, pero los habitantes de esa pequeña zona se mantenían a la perfección gracias a
unos pequeños negocios de víveres y un supermercado que se abastecía cada semana.
Como era fin de semana, ninguno de los residentes se extrañó ante la llegada de un par de
camiones de ventanas oscuras y motores fuertes que se estacionaron a un par de calles de una
de las casas. De uno de ellos, salieron diez hombres. Saltaron desde la parte trasera del camión
— Donde debería estar la mercancía. —Y avanzaron con tranquilidad hasta la casa de los
Demetrio. Portaban uniformes idénticos, uniformes parecidos a los que atendían en el
supermercado de la residencia. Pero había algo mal en ellos, y era que nunca iba más de un
camión a la zona. Nunca. Y tampoco se aparecía otro que no fuera el Viejo Nick con su sobrino
adolescente adicto a la goma de mascar.
En el interior del sótano, Saskia estaba sentada en la alfombra de lana que una de sus
abuelas había tejido en su juventud. Tenía los ojos clavados en la pequeña pantalla del televisor
mientras se llevaba los dedos a la boca, embadurnándose los labios de mantequilla de maní.
Había un pequeño tragaluz en la parte superior de una de las paredes, donde decenas de
pisadas envueltas en botas militares comenzaban a pasar. Bajo el tragaluz había un pequeño
sofá enpolvado en el que Mikah estaba sentado.
Saskia se quedó dormida en algún punto de la mañana, cuando el sol había comenzado a
ocultarse tras los nubarrones que anunciaban una fuerte tormenta. En medio de la neblina del
sueño, vio entre sus pestañas la silueta de la madre, que estaba inclinada frente al aparato para
apagarlo. La mujer se apartó la gruesa cabellera pelirroja de los ojos, y en medio de un apacible
sueño, Saskia subió la mano para hacer lo mismo con su pelo color zanahoria. Al tocarlo con
los dedos, una sonrisa bobalicona se expandió en su pequeño rostro. Una vez, su padre le había
dicho que aunque fuera igualita a su madre, el espíritu travieso de los Demetrio vivía en ella.
Luego la había alzado y le había llenado la cara de besos mientras la madre los observaba
negando con la cabeza.
El incesante ruido del televisor se detuvo, y tuvo ganas de volver a acurrucarse en el sofá y
dormir, pero algo le hizo seguir viendo a su madre, que ahora se dirigía al mueble en el que
Mikah estaba durmiendo con el pulgar en la boca.

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