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DEMÓCRATA A SUELDO

Crónica Mercenaria de una Campaña Electoral

OSKAR GOETH
DEMÓCRATA A SUELDO

Crónica mercenaria de una campaña electoral

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Al pueblo, por el pueblo, para el pueblo

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“Cuando era joven había decidido ser
pianista en un burdel o político profesional.
A decir verdad, no hay mucha diferencia.”

Harry S. Truman

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NOTA DEL AUTOR

Aunque los nombres de algunas personas, entidades e instituciones han sido

alterados para preservar la poca decencia que atesoraban, todos los

acontecimientos descritos a continuación están basados en hechos reales

ocurridos entre el once de abril de 2003 y el veintiséis de mayo del mismo

año.

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11 DE ABRIL

EL ÚLTIMO TREN

Uno de los signos más evidentes de que una persona no se encuentra bien

tiene lugar cuando a dicha persona le cuesta levantarse de la cama porque

abrir los ojos y erguirse significa dejar de soñar. Aquel día de primavera, mi

subconsciente me había deparado una hermosa historia sobre piroquinesis,

amor, y vuelos rasantes sin motor en el Ponte Vecchio de Florencia, lugar

donde tiempo atrás me había enamorado perdidamente de una muchacha a

la que nunca me había atrevido a besar ni siquiera con alcohol de por medio.

Me encontraba con ella en sueños de vez en cuando, pero en muy pocas

ocasiones sobrevolábamos el puente abrazados el uno contra el otro

mientras destruíamos la ciudad con nuestras miradas llameantes. La iba a

besar cuando sonó el despertador y lo arruinó todo. Lo primero que hice fue

deslizar la mano hacia la mesilla de noche, localizar a ciegas el interruptor de

apagado del inoportuno aparato y pulsarlo rabioso. Luego, me arrebujé de

nuevo entre las sábanas y traté de retomar el sueño. Lo hubiera conseguido

si mi vecino no hubiera tenido, justo en ese instante, la ocurrencia de irrumpir

en mi duermevela a lo Chuck Norris pinchando a todo volumen en su equipo

musical una horrísona canción de La Oreja de Van Gogh. Fue así como al fin

salí de la cama.

Ahora bien, que hubiera conseguido ponerme en pie a la hora previamente

establecida para ello no significaba que tuviera algo que hacer. Tan sólo era

una forma de sentirme más humano, pero, por lo demás, el ritual siempre se

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reducía a lo mismo: me tomaba una fruta y un vaso de leche y me enfrentaba

a la peor de las pesadillas cotidianas: ¿y ahora qué? A veces, me conectaba

a Internet o salía a la Oficina de Ayuda a la Juventud en busca de empleo;

otras, intentaba escribir algo para entretenerme, pero lo más habitual era que

terminase haciéndome una gayola mañanera frente al programa de María

Teresa Campos, que todavía no sé muy bien por qué, ejercía sobre mí un

influjo sicalíptico incontestable. Me repantigué en el sofá, metí la mano por

debajo del pijama y empecé a toquetearme. En la tele, la periodista hablaba

con Isabel San Sebastián y una señora gorda, pequeña y fea acerca de la

invasión de Irak. Se me estaba poniendo morcillona cuando cambiaron de

tema. Tocaba la sección de sucesos. Por lo visto, un joven de mi ciudad y mi

misma edad había desaparecido hacía tres días después de salir de casa

para comprar cuchillas de afeitar. Su madre estaba desesperada e imploraba

a los espectadores que si veían por casualidad a su hijo se pusieran en

contacto con ella porque necesitaba ayuda psicológica con urgencia y podía

cometer una locura. Al ver que la mujer mostraba una foto con la cara de mi

viejo compañero de pupitre, Marcos, impresa en ella, retiré la mano de mis

genitales con el mismo asco que si hubiera confundido mi entrepierna con la

de un travesti desaseado en una noche de borrachera.

Sonó el teléfono. Era Hernán, el tipo que en tiempos flanqueaba a Marcos por

la derecha. Me preguntaba si me había enterado de la noticia y le dije que sí,

horrorizado. No comprendía exactamente qué era lo que buscaba

llamándome hasta que recordé cómo le atizaba capones en el colodrillo

durante nuestra etapa escolar y llegué a la conclusión de que se sentía

culpable, en cierto modo, de su desaparición. Ahora quería enmendar la

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plana patrullando en coche por toda la ciudad en su busca. No pude

negarme. Para una vez que mi existencia podía servir de algo, había que

aprovechar. Además, Marcos se lo merecía. Era uno de los pocos

compañeros de clase de aquel prestigioso colegio de curas donde había

tenido la desgracia de estudiar que había demostrado carecer de todo poso

de maldad en su alma. Nunca había pegado a nadie. Nunca había insultado a

nadie. Nunca había dicho una palabra más alta que otra… En realidad, ni

siquiera hablaba mucho. Se limitaba a pulular entre nosotros como un

fantasma, pero siempre con una sonrisa entre los labios. Tras el instituto,

todos habíamos perdido el contacto con él en mayor o menor medida. Y lo

poco que sabíamos de su vida nos lo comunicaban otros antiguos

compañeros de clase, que sí tenían maldad al asegurar haberlo visto solo y

borracho a las tres de la tarde en los peores tugurios de la ciudad.

Personalmente, nunca me lo había creído del todo, pero ahora no me

quedaba más remedio que admitirlo, ya que su propio hermano, a quien

Hernán llamó por teléfono en un par de ocasiones a medida que crecía su

complejo de culpa, nos lo confirmó.

En este punto he de reconocer que, si bien apreciaba a Marcos, con el que

siempre me había llevado de maravilla a pesar de su actitud abúlica, (o

puede que por ella), me perturbaba más el hecho de poder terminar como él,

en un futuro más o menos próximo, que su propia desaparición. Cobarde y

egoísta como era un servidor en aquella época, lo que había sucedido se me

antojaba un reflejo de lo que podría sucederme a mí mismo si las cosas no

cambiaban pronto, una advertencia del destino, que aunque era un canalla

traicionero, al menos avisaba con antelación. Por eso me interesaba tanto

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localizar a Marcos. Y por eso, Hernán y yo invertimos todo el día tratando de

descubrir dónde demonios se encontraba, aunque el dato de que hubiera

salido de casa precisamente para comprar cuchillas de afeitar, y no el pan o

el periódico, por ejemplo, nos hacía pensar a ambos que probablemente en

una zanja con las muñecas cortadas.

Durante una pausa para comer en un restaurante cutre que servía unos

platos combinados tan grasientos que hacían del desastre del Prestige, por

comparación, un derrame de aguachirle sin importancia, el telediario de

Hilario Pino informó de que nuestro viejo amigo había sido encontrado a más

de trescientos kilómetros de distancia, haciendo vida de anciano con

síndrome de Diógenes en una cueva excavada en la falda de un monte, con

síntomas visibles, según decían, de haber perdido la chaveta. Nuestras

aspiraciones heroicas desaparecieron así de un plumazo y, como ya no

teníamos mucho más de qué hablar, nos despedimos con el plato todavía a

medias y regresamos cada uno a su casa.

En el buzón de la mía, había dos cartas procedentes del extranjero,

concretamente de Reino Unido. Supe inmediatamente de qué se trataba,

pues en un intento desesperado por huir de todo cuanto me rodeaba había

decidido, días antes, presentar mi candidatura por tercera vez consecutiva al

programa de becas de estudios de posgrado en el extranjero de una

conocida fundación cultural. Las dos ocasiones anteriores habían rechazado

mi propuesta por algún motivo, pero esta vez presentía que todo iba a

cambiar. Más que nada, porque había conseguido algo que no había

conseguido con anterioridad y que descubrí con estupefacción al abrir las

misivas: sendas preadmisiones para dos de las mejores universidades de

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Inglaterra. Teniendo en cuenta que era mucho más difícil obtener dichas

aceptaciones que la beca en sí, mi futuro a corto plazo parecía asegurado, lo

cual no impedía que siguiera necesitando el dinero con el que sufragar los

gastos del viaje a Finlandia que mi amigo Pelayo y yo soñábamos hacer

desde hace años (la beca no sería efectiva hasta octubre), ni mucho menos,

que siguiera necesitando el viaje a Finlandia en sí, algo que había pasado de

ser una vía de escape recomendable a una necesidad imperativa, si no

quería acabar sumergido en una depresión. Mi madre, como siempre a pesar

de que ya tenía veinticinco años, fue quien me sacó las castañas del fuego.

¿Te apetece ganar un poco de dinero? dijo con aire displicente mientras

tendía la ropa en un aparato plegable modelo Sánchez y yo me preparaba un

té verde de esos que nunca me habían gustado pero que se suponía que

alargaban la existencia.

¡Por supuesto! exclamé esperanzado.

Entonces me explicó que la campaña electoral para los comicios municipales

estaba a punto de comenzar, y que Pepe, un buen amigo suyo, que trabajaba

como responsable de los grupos de Protección Civil del ayuntamiento, iba a

ser el encargado de coordinar las acciones de uno de los principales partidos

en liza por el poder, por lo que necesitaba gente, preferiblemente joven y

desesperada, que le asistiera en dicho cometido.

Creo que no pagan mucho precisó sonriendo de forma amarga, como si

se hubiera comido una monda de naranja y algunos restos se le hubieran

quedado encartados entre los dientes, pero al menos estarás entretenido

mientras buscas un trabajo mejor y tendrás algo para tus gastos.

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Su actitud era lógica. Estaba harta de ver cómo su retoño, a quien en un

pasado no demasiado remoto todos habían considerado un garante de futuro

para la familia (tal vez sin demasiados motivos para ello), tuviera que pedirle

dinero para comprarse unos pantalones o ir al cine. La pobre se ponía de los

nervios cada vez que veía a alguno de mis compañeros de promoción

retransmitiendo un partido por la tele o firmando una columna de opinión en

el periódico.

Tienes que moverte más me repetía una y otra vez con tanta insistencia

que a veces me entraban ganas de seguir el ritmo y ponerme al bailar. En

esta vida el que no llora no mama. Mira Bustamante, mira…

Habitualmente, sus observaciones eran acertadas. Claro que si fuera tan fácil

cambiar una realidad hostil, los hippies habrían desaparecido de la tierra

hace eones, como los dinosaurios, y no se hubieran convertido ellos mismos

en unos diplodocus atontolinados y fuera de contexto. Al menos, si me

quitaba de en medio por una temporada, mi madre vería que podía servir

para algo más que desternillarme de risa con los contertulios del programa de

José Luís Garci en el debate posterior a la película. Así que haciendo de mi

vida y de mis tripas corazón, acepté. Laponia estaba en juego.

Llamé por teléfono a Pepe y concertamos una cita en uno de los locales del

partido a eso de las seis de la tarde. Antes de colgar, me preguntó si conocía

a alguien que también pudiera estar interesado en ganarse unas perras con

aquel asunto. La imagen de Pelayo, con su mirada ligeramente estrábica, sus

ojos rasgados como los de un varano del Nilo en estado de hipervigilancia, y

su cráneo resplandeciente, se materializó ante mí para recordarme que él

tampoco tenía un duro. Le dije a Pepe que sí conocía a alguien y yo mismo

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me encargué de llamar a mi amigo y proponerle la oferta de empleo. Estaba

seguro de que aceptaría por pura desesperación, como yo. Y así fue.

Ambos quedamos a las cinco y media en la plaza donde solíamos reunirnos

antes de cualquiera de nuestros múltiples y anodinos planes, y nos dirigimos

con pasos firmes hacia el local del partido político de turno, a partir de ahora,

el Partido Alfa. Mi madre me telefoneó durante el trayecto. Su voz sonaba

algo nerviosa, aunque trataba de ocultarlo. Supuse que todo se debía a que

desde mi salida de casa le había dado tiempo a pensar detenidamente

acerca de la pertinencia de que alguien como yo, que era poco sociable por

naturaleza y, además, alérgico a cualquier tipo de ideología, pudiera

colaborar en la campaña electoral de un partido que me daba absolutamente

igual. Lo que me dijo certificó mis sospechas:

No me dejes quedar mal imploró en tono dengoso. Pepe siempre se

ha portado muy bien con nosotros.

¿Qué quieres decir? pregunté a pesar de que ya barruntaba por dónde

iban los tiros

Quiero decir que no sólo está en juego tu reputación, sino también la de tu

padre y la mía propia, que, al fin y al cabo, votamos también al partido. No te

portes como un crío…

Los miedos de mi madre se remontaban a una vez que me había llevado con

seis o siete años a la piscina municipal, cuyo encargado también era amigo

suyo, y yo, en vista de que aquel individuo no me dejaba flotar en paz,

empeñado mediante gritos, aspavientos, y golpes de silbato en que hiciera

largos de un lado a otro de la piscina como si diera instrucciones a una foca

de circo, había terminado por lanzarle las gafas y el gorro de goma a la cara

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para, a continuación, espetarle desafiante que a mí no me daba órdenes

nadie y que esperaba que la horrible braga náutica que lucía le produjera un

tumor del tamaño de una fresa en al menos uno de sus testículos. Cuando el

tipo de marras me preguntó “de qué iba”, yo le respondí lo siguiente:

De Pink Floyd, me la chupas y me voy.

Ese fue el inicio de mis problemas con la autoridad. Y también de los

quebraderos de cabeza de mi madre con respecto a mi comportamiento

público, casi siempre rayano en la impertinencia cuando no en la irreverencia

pura y dura. Algunos de mis grandes hits: expulsión del colegio por, en

palabras del jefe de estudios, “ser un violador en potencia” (amenacé de

forma pueril a una chica de un curso inferior que no paraba de hacerme burla

con agredirla sexualmente en una noche de helada si no cejaba en su

empeño de humillarme); arresto en la comisaría de la policía nacional por

escándalo público y posterior reivindicación irónica, a modo de protesta ante

el gusto de los agentes por endilgarme delitos de destrozo del mobiliario

urbano que no había cometido, de la autoría del crimen de los Marqueses de

Urquijo; abandono de la clase de entrevista televisiva en la facultad de

Ciencias de la Información por, en mis propias palabras, “no haber nacido

para entrevistar sino para ser entrevistado”; rescisión unilateral de mi contrato

como teleoperador en un call-center tras haber despachado a un excitadísimo

cliente con el argumento de que a mí también me sudaba el culo en verano y

que no por ello iba dejando un rastro de sudor infecto allí por donde pasaba;

amotinamiento académico en un máster de documental para televisión contra

cierta profesora cuyo nivel de conocimientos dejaba bastante que desear y a

quien no dudé en tildar repetidas veces de estulta sincronizada, feminista

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demodé, lesbiana heterófoba y abandonada en su higiene personal, y, más

recientemente, desavenencias irreconciliables con un productor de cine que,

aprovechándose de mi buena voluntad, no dudó en convertir un ya de por sí

mediocre guión de mi autoría en un monumento a la seborrea audiovisual.

Entiéndanme bien. Por mucho que algunas de estas anécdotas puedan

resultar graciosas, no justifican en absoluto mi comportamiento. De hecho,

me encuentro bastante avergonzado de haber sido el protagonista de

muchas de ellas. Si las traigo a colación es más para que se hagan a la idea

del estado de asilvestramiento social en el que me encontraba cuando esta

historia comenzó, que para enorgullecerme de él. Siempre he sido un pobre

hombre, un tipo patético al que no le ha quedado más remedio que ocultar su

falta de autoestima mediante fachadas estentóreas y desafiantes. Y mucho

más en aquella época.

Mi amigo Pelayo tampoco me andaba a la zaga a este respecto, con la

diferencia de que sus exabruptos solían ser bastante más impredecibles que

los míos, además de violentos. Acostumbraba, entre otras cosas, a proferir

gritos de afirmación vital en los contextos menos indicados para ello, como

conferencias sesudas o exposiciones culturales, sólo por el placer catártico

de proclamar a los cuatro vientos su malestar existencial, y tenía también la

fijación megalómana de subirse a los bolardos y contenedores de la ciudad

para perorar de manera grandilocuente a los viandantes sobre cualquier tema

que en aquel momento le crispara los nervios. Vamos, que ninguno de los

dos podríamos lucir sobre el pecho una banda con el lema mens sana in

corpore sano. Teníamos tanta rabia acumulada dentro de nosotros que

aprovechábamos cualquier ocasión para montarla parda importunando a

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quien se pusiera por delante. En el fondo, una manera como otra cualquiera

de llamar la atención, de pedir ayuda a gritos.

La única ventaja con la que contábamos era que a primera vista parecíamos

normales… siempre y cuando quien nos observara no se hubiera leído algún

libro de comunicación no verbal, claro, pues nuestra forma arrastrada de

caminar, nuestras muecas faciales rígidas, y nuestros ceños aviesos,

enviaban al interlocutor avezado el mensaje de que nos encontrábamos a

punto de reventar por falta de afecto. Creo que fue precisamente por ello que,

una supuesta vidente, tras mirarme fijamente a los ojos en una fiesta donde

sus sesiones de prognosis constituían el plato estrella, huyó de la habitación

donde nos encontrábamos, con lágrimas en los ojos, berreando frases

inarticuladas sobre la ponzoña que, según ella, se había enredado en mi

alma. Al principio me asusté, pero enseguida comencé a fantasear con la

idea de que tal vez aquella chica no fuera una farsante y yo estuviera

realmente destinado a hacer algo tan malo que su mera presciencia desatara

en ella escalofríos de terror. Pensaba, en concreto, en la posibilidad de que

mi viejo y absurdo proyecto empresarial de crear una escuela internacional

de dictadores, con asignaturas como Teoría y técnica del populismo, o

Purgas sociales I, pudiera tener éxito en un futuro, convirtiéndome así en el

mayor villano de la historia de la humanidad, claro que, si esto fuera así,

supongo que alguien habría mandado ya al pasado un Terminator

sanguinario para eliminarme, otra idea que, en honor a la verdad, tampoco

me desagradaba. Lo importante era que pasaran cosas.

Todas estas tonterías se arremolinaban en mi cabeza mientras avanzábamos

hacia el lugar de la cita. El local en cuestión se encontraba situado en la zona

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más fea del ensanche de la ciudad, ya de por sí feo hasta decir basta gracias

a una gestión urbanística funesta y, sobre todo, a un criterio estético que

haría palidecer a los italianos aficionados a las camisetas de rejilla. Se

trataba de una entreplanta desconchada a través de cuyos cristales

traslúcidos podían apreciarse figuras fantasmagóricas, luces titilantes, y algún

que otro mueble mal barnizado. En la cornisa, alguien había colgado,

probablemente durante los años de la transición, un letrero mohoso con el

nombre y el logo del Partido Alfa inscrito en su superficie. Estaba cubierto de

polvo y deyecciones de paloma, y no transmitía precisamente la sensación de

que pudiera mantenerse en pie allí arriba por mucho tiempo más. Pelayo y

yo, que, además de todas las virtudes antes descritas, también poseíamos la

de ser unos paranoicos de mucho cuidado, nos retiramos al unísono del área

de sombra del cartel y nos refugiamos en el portal del edificio. Uno de los

interruptores del interfono mostraba la enseña del partido. Lo pulsamos. Mi

dedo se quedo como pegado y tuve que hacer fuerza para retirarlo. Un

escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza mientras aguardaba a que

alguien respondiera.

¿Sí? dijo al rato una voz femenina no demasiado afable.

Nos miramos a los ojos, lo cual hizo que nos asaltara un ataque de risa a

todas luces estúpido. Cuando logramos reprimir nuestros diafragmas acerqué

mi boca al interfono, siempre manteniendo la distancia de seguridad, dado

que estaba sucio y amarillento, como enfermo, y dije:

Somos los nuevos.

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La puerta se abrió con un sonido eléctrico de lo más perturbador. Nos volvió

a entrar la risa, esta vez más nerviosa que otra cosa, y nos aventuramos en

el interior del oscuro portal con pasos inseguros. Había cajas de cartón

apiladas por todos lados. Las paredes estaban frías como los faldones de la

muerte y olía a salfumán mezclado con alcanfor y orines, todo ello

encubriendo un aroma a rancio, como a entrepierna de obeso moribundo,

que se enquistaba en nuestras pituitarias con la fuerza de una pezuña de

lagarto gecko.

Frente a nosotros había una escalera mal iluminada, compuesta por

escalones toscamente labrados en una piedra del mismo color cetrino que los

botones del interfono, que conducía hacia una puerta, unos metros más

arriba, de la que procedía un resplandor febril a juego con el ambiente

amojamado del conjunto. En cuanto empezamos a ascender por ella, todo

atisbo de risa desapareció de cuajo. Un lugar tan tétrico como aquel no podía

esconder nada bueno.

Pelayo abrió la puerta. Dentro no había ni rastro de la chica que nos había

hablado por el telefonillo. Reinaba un silencio absoluto, ominoso, sólo

rasgado de vez en cuando por el eco lejano de unas respiraciones

entrecortadas en perfecta sincronía y, todavía más lejos, por el sonido

metálico de una maquina de escribir.

¿Hola? dije para alertar de nuestra presencia a los fantasmas.

Nadie me respondió.

¿Estás seguro de que es aquí? preguntó Pelayo, inquieto.

Asentí. Luego eché un vistazo a mi alrededor hasta que mis ojos se

detuvieron en una pared empapelada con viejos carteles electorales que

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evidenciaban el deterioro físico del candidato, siempre el mismo, así como el

progresivo ensanchamiento de su sonrisa. En las fotos más antiguas, el tipo

desprendía cierta ingenuidad, pero a medida que pasaban los años, esta

ingenuidad se hacía cada vez más impostada (tal vez porque con el tiempo

había dejado de ser ingenuo), hasta tal punto que era el fotógrafo, y no él,

quien se veía obligado a recuperar esa ingenuidad de una manera un tanto

ortopédica. Los esfuerzos por disimular los lógicos efectos del poder y la

edad sobre un rostro antaño angelical eran particularmente notorios en los

carteles de las dos últimas legislaturas, donde no contentos con tratar de

reproducir una candidez perdida para siempre, los responsables de la

campaña habían optado por exagerarla mediante el Photoshop. Eso, unido a

un fondo negro muy poco halagüeño, acentuaba la impresión de que aquel

hombre no era trigo limpio. No pude evitar pensar en la película La invasión

de los ladrones de cuerpos.

Por lo demás, el local contaba con un despacho dotado de varios

ordenadores pleistocénicos y decoración a juego, un vestíbulo enmoquetado

en gris sobre el que descansaba el mostrador estilo prostíbulo en horas bajas

más horrible que jamás hubiera visto, una especie de sala de reuniones

reconvertida en almacén, y una última habitación, muy misteriosa ella,

cerrada a cal y canto. Las respiraciones y el sonido de la máquina de escribir,

procedían de la zona que nuestros ojos no alcanzaban a ver, al fondo de un

pasillo recauchutado con placas añejas de linóleo. El olor a rancio que nos

había asaltado en las escaleras era ahora tan intenso que hasta se podría

cortar en juliana. Procedía de las chaquetas de pana que había colgadas en

un perchero, de los papeles amarillentos que salpicaban las mesas, de los

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teléfonos de los años ochenta, del Ambi Pur de la misma época que nadie se

había atrevido a cambiar, de los ceniceros de pie rebosantes de mugre con

más experiencia democrática que yo, de los cuadros agrietados de antiguos

mártires y dirigentes, de las mesas crepitantes de carcoma, del gotelé, de las

lámparas apolilladas, de los motivos ornamentales del todo a cien, de las

alfombras alopécicas incapaces de realizar una concentración parcelaria en

condiciones con sus múltiples calvas, del cuarto de los productos de limpieza,

de las moscas muertas que anegaban los rebordes de las ventanas, de una

antigua instalación de aire acondicionado que rebosaba tenias informes de

pelusa, de los sofás desvencijados, de la pintura costrosa que se caía como

las postillas de las heridas de un niño sobre el suelo, y sobre todo, del sudor

que tantas y tantas personas habían derramado a lo largo del tiempo en esas

dependencias sólo aireadas cada cuatro años por una razón: conservar el

poder a toda costa.

El baúl de los recuerdos de la vieja de Titanic huele más a nuevo que esto

dije.

Una mano gélida se posó sobre mi hombro, cercenando con su tacto

nuestras sonrisas flojas.

Siempre puedes volver a tu casa, que seguro que huele mejor dijo la

misma voz poco afable del interfono, Gonzalo, ¿no?

La que hablaba era una mujer gorda y rubicunda, de unos veintidós años

pero todavía con graves problemas de acné. Sus ojos intensamente azules

se habían clavado de forma despiadada sobre los míos con la complicidad

inestimable de una sonrisa demasiado ambigua para existir. No tuve más

remedio que inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

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Ya me han hablado de ti…

¿Pepe? pregunté fingiendo interés.

Ella negó y dejó escapar una risilla malévola.

¿No te acuerdas de mí?

Fruncí el ceño como para enmarcar mejor su rostro. Al cabo de unos

segundos, la reconocí: era la chica a la que había amenazado con violar en el

colegio.

¡No puede ser! exclamé, algo ofuscado.

Sí puede ser me contradijo ella. ¡Hay que ver las vueltas que da la

vida! ¿No crees? Tú empeñado en violarme hace ya tantos años y ahora voy

a ser yo quien finalmente te la meta doblada…

Me quedé blanco. No sabía si hablaba en serio o en broma.

Tranquilo me sacó ella de dudas, aunque no del todo, sólo te estaba

tomando el pelo. ¿Cómo coño se te ocurrió decirme algo así?

Tardé en responder. Por un lado me moría de ganas de hacer algún

comentario cruel acerca de sus purulencias faciales, pero por otro sabía que

si lo hacía dejaría en muy mal lugar a mi madre. No podía defraudarla tan

rápido. Batiría demasiados records.

La edad, ya sabes rumié con desgana, los adolescentes tienen esas

cosas…

Pues espero que la edad te haya sentado mejor psíquica que físicamente

se permitió el lujo de mirarme de arriba abajo con desdén. Te espera

mucho trabajo, nene.

¿Empezamos ya o qué? cambié de tema para evitar todo posible

conflicto.

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Primero tengo que tomaros los datos dijo indicándonos que la

siguiéramos hasta uno de los despachos, no vaya a ser que os perdamos

de vista ahora que acabáis de conseguir el trabajo de vuestra vida.

Apreté los puños y miré a Pelayo. Tenía miedo de que fuera él, y no yo, quien

detonara, aunque de momento parecía bastante tranquilo. La chica, que se

llamaba Nazareth, escribió nuestros nombres y datos de contacto en una hoja

cuadriculada manchada de grasa, nos explicó con cierto regodeo que nuestro

salario ascendería a tres euros con cincuenta por hora de trabajo, es decir,

muy por debajo del salario mínimo que su partido defendía como parte de su

sacrosanta cruzada por los trabajadores, y, a continuación, nos sugirió que

atravesáramos el pasillo oscuro y nos uniéramos a los demás mientras no

llegaba Pepe. Durante todo el proceso, no paró ni un segundo de esbozar

sonrisas sarcásticas. Yo me defendí mordiéndome los labios con disimulo.

Tan sólo llevaba cinco minutos en aquella madriguera carpetovetónica y ya

podía intuir que, una vez más, iba a tener serías dificultades para completar

la totalidad del trabajo que me acababan de encomendar: ni más ni menos

que expandir la democracia por el mundo, como Estados Unidos sólo que a

lo cutre. El principal problema era que ni Pelayo ni yo creíamos en la

democracia. Ambos pensábamos que el hombre no era un ser social por

naturaleza, sino un ser apelotonadizo por naturaleza, y, en consecuencia,

creíamos que la democracia suponía la sublimación política de esa molesta

tendencia al hacinamiento de los humanos, o sea, que no tenía ni pies ni

cabeza, como demostraba el hecho de que a mi abuela, una persona que en

los meses previos a su muerte tenía una demencia senil tan acentuada que

reñía con el Carlos Sobera de ¿Quiere usted ser millonario? porque creía que

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le metía mano desde la televisión, nadie le hiciera ni caso dado su debilitado

estado mental, y sin embargo, las urnas sí recibieran su voto con entusiasmo.

Otro miembro de mi familia, cuya identidad mantendré en secreto para

ahorrarle problemas, me hizo reparar en el que tal vez sea el defecto más

flagrante del sistema democrático: los votos paradójicos. Me explico. Este

familiar al que me refiero es un tipo que dice cosas como “no te comas esa

manzana sin lavarla antes que sabe Dios cuantos negros la han tocado” o

bien “cuando un gitano te moleste, échale un poco de agua y ya verás como

escapa con el rabo entre las piernas. Son como los gatos sólo que más

sucios”, y sin embargo se vanagloria cada dos por tres de su filiación

progresista, teóricamente basada en valores tales como la libertad, la

igualdad y la fraternidad. A la inversa también existen fenómenos

semejantes. Por ello, Pelayo y yo dimos en pensar que los resultados de

unas elecciones únicamente podrían ser representativos de las convicciones

políticas de un pueblo siempre y cuando se sometiera a los votantes a una

serie de preguntas computerizadas de cuyas respuestas dependería su voto.

Es decir, que en lugar de ser el propio individuo quien decidiera, como hasta

ahora, a qué partido votar escogiendo su papeleta de entre múltiples

opciones, sería una máquina mucho más lista que él la que se encargaría de

seleccionar el voto más adecuado a su perfil ideológico después de haberle

hecho rellenar un sencillo examen tipo test con preguntas cómo “Jean-Marie

Le Pen es... A) Gordo, B) Facha, C) Viejuno, D) Un señor muy simpático” o

“La economía de libre mercado me gusta porque… A) depende de la ley de la

oferta y la demanda, B) Huele a choto, C) Genera oligopolios D) Es lo que

hay”. Así, si un individuo fuera racista, homófobo y machista, no podría votar

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a un partido de izquierdas, y si otro, además de ser okupa, decidiera tatuarse

en la nalga izquierda un retrato del Che Guevara, no podría, siguiendo la

misma lógica, irse de rositas y votar conservador ni aún tatuándose en la otra

nalga el perfil dentón de Margaret Thatcher.

Ahora bien, no confundamos los términos. Que mi amigo y yo no creyéramos

en la democracia no implicaba necesariamente que nos hubiéramos

convertido en un par de garrapatas sociales protestonas que sólo criticaban y

nunca aportaban nada constructivo. ¡Ni mucho menos! Juntos, habíamos

parido un sistema político alternativo: la “molocracia” o gobierno de los que

molan, pero teníamos dos graves problemas de carácter teórico que nos

impedían desarrollarlo adecuadamente: de un lado, no sabíamos cómo

responder a la pregunta “¿y quién determina quiénes molan y quiénes

apestan?”, sin mencionar nuestros propios nombres, y, de otra, tampoco

teníamos muchas ganas de iniciar un cambio social, pues si la molocracia

llegaba un día a instaurarse definitivamente, todo el mundo querría molar de

un día para otro y el mundo se convertiría en un lugar insostenible, una

especie de Mercado de Fuencarral a gran escala, o peor aún, un Born. Para

solucionar una situación tan apocalíptica, sólo se nos ocurría aplicar el

sistema de nominaciones típico de los reality estilo Gran Hermano sobre la

propia gente, y como eso significaba, de algún modo, un retorno a la

democracia, decidimos que sería mejor pasar directamente de la política y

santas pascuas.

De aquella sabia decisión sólo quedaban ahora las cenizas. Nos habíamos

convertido, a fuerza de necesidad, en un par de aves fénix con muy poca

confianza en su poder regenerador. Y aún con esas, sabíamos que no nos

23
quedaba más remedio que autoinmolarnos hasta el tuétano para comprobar

de una vez por todas si merecíamos un renacimiento. Pelayo, que desde

hacía semanas venía insistiendo en su convicción de que algo malo estaba a

punto de suceder, no las tenía todas consigo. Y a decir verdad, yo tampoco.

Sobre todo cuando Nazareth nos condujo a través del pasillo de placas de

linóleo hasta la única zona del local que aún no habíamos visto: la sala de

trabajo.

Era como si de repente estuviéramos en la piel de dos reporteros de cámara

oculta de un programa sensacionalista y nos hubieran enviado a un taller de

chinos explotados por las mafias internacionales para denunciar la situación,

con la diferencia de que en realidad no éramos reporteros, sino chinos, y muy

posiblemente nadie nos creería si algún día tuviéramos que contar nuestra

historia al resto de la humanidad.

Había dos mesas enormes de madera. Sobre ellas, una cantidad

sorprendente de cajas de zapatos repletas de sobres blancos o bien

etiquetas adhesivas con los nombres de todo el censo de la ciudad impreso

en su superficie. Un grupo de cinco personas, casi invisibles entre las virutas

de papel sobrantes, se encargaba de pegar las etiquetas en los sobres a una

velocidad de vértigo. Ninguna de ellas se levantó para recibirnos. Ni siquiera

nos miraron. Estaban tan absortos en su ridícula tarea que daban la

impresión de haber perdido por completo el sentido de la realidad, algo a lo

que contribuía de manera notable la poca luz que penetraba a través de las

ventanas traslucidas así como una decoración aséptica y blanca como la piel

de un malo albino de película. Únicamente un individuo encorbatado que

paseaba por la estancia mientras hablaba a través de su teléfono móvil,

24
parecía mantener la cordura, si bien era posible que estuviera incluso más

estresado que el resto de los presentes, tal y como demostraba tu histérica

forma de hablar y de moverse. Supuse que se trataba de algún gerifalte del

partido. Nos miró con el rabillo del ojo, forzó una sonrisa acartonada, y luego

desapareció en el interior de un pequeño cubículo, blindado con una gruesa

capa de persianas negras, sobre cuya puerta de acceso había una placa

metálica con la leyenda “tesorería”. Nazareth nos invitó a sentarnos con un

gesto adusto, como de catador de vino moviendo el bigote para hacerse el

interesante, y dijo:

Esos sobres deben estar etiquetados antes de las diez.

La frase tuvo el mismo efecto que un conjuro de teletransportación en un

videojuego para freakies. En cuanto hubo terminado de pronunciarla, se

esfumó y no volvimos a saber nada de ella hasta que se hizo de noche. Nos

quedamos solos con los trabajadores robotizados. Yo sonreí y me presenté,

pero nadie me hizo caso. Pelayo estuvo más listo y pasó de todo

directamente, con lo que se ahorró la indiferencia de ese pesado silencio

estajanovista. Antes de ponerme a etiquetar sobres, recorrí con la mirada

todos los rostros. Había una cría que no tendría más de quince años, de

cejas frondosas, ojos intensamente negros, y expresión agreste. A su lado,

un tipo cuarentón hierático en grado sumo, con el cráneo algo cuadriculado,

la mirada muerta, y un tono de piel macilento que reclamaba sol a gritos, y

también una mujer de larga melena negra, muy delgada, que por alguna

razón del todo desconocida sonreía todo el rato, lo cual la asemejaba un

poco a esos espectros desaliñados de las películas de terror japonesas.

25
Mientras los observaba a todos, noté que una mirada enrojecida y huraña me

vigilaba desde detrás de una caja de sobres. Era un adolescente muy fornido,

con un semblante delineado por la enajenación en sus ratos libres, que, a

primera vista, no tenía marcas visibles en las sienes de haber recibido

tratamiento lobotómico pese a que Hannibal Lecter parecería una

exploradora vendiendo galletitas a su lado. No pude mantenerle la mirada por

más de cinco segundos, y eso que debía de tener al menos siete años menos

que yo. Preferí centrarme en otro de sus compañeros, un joven moreno,

vivaracho y bien vestido, exiliado en la mesa más próxima a la ventana como

si no quisiera saber nada del resto. Su indumentaria y la puntillosa corrección

de sus modales me hicieron pensar que no era español. Tuve que esperar

algo así como dos semanas a que pronunciara su primera palabra para

comprobarlo. Descubrí entonces que era uruguayo. Uno de los periodistas

más importantes de su país, de hecho. Al menos antes de acabar en aquel

lugar olvidado de la mano de dios, donde, por efecto directo de los ideales

democráticos era igual de irrelevante que todos los demás… claro que eso es

otra historia.

Cuando me giré en dirección a Pelayo para leer en su cara qué pensaba de

todo aquello, me lo encontré etiquetando sobres con entusiasmo. No me

ofreció ningún gesto de complicidad. También él daba la impresión de haber

perdido su voluntad a cambio de la seguridad evanescente de un trabajo

repetitivo e irracional. Pegaba adhesivos en las cartas sin rechistar, como si

le hubieran convertido en un zombi. Me había quedado solo. O me unía a

ellos, que eran la mayoría, o me conformaba con ser una molesta minoría

que, como tal, estaba condenada al fracaso político y la inoperancia más

26
absoluta. Me sorprendí de lo poco que había tardado en interiorizar las reglas

del juego político y, cogiendo un grueso manojo de sobres con la mano

izquierda y unas cuantas hojas de etiquetas con la derecha, claudiqué con

docilidad.

De lo que vino a continuación dieron buena fe los callos que me salieron en

las manos de tanto manejar material de oficina. Fueron algo así como cuatro

horas de ausencia absoluta de pensamientos y voluntad. En cierto sentido,

algo relajante, pues al igual que el yoga o la meditación, conseguía que uno

se alejara tanto de su propio yo que, cuando regresaba, apenas lo reconocía.

Si no fuera porque el tipo de la corbata salió a mitad de tarde de su cubículo

para ordenarnos que pegáramos etiquetas con más garbo, ya que, según él,

parecíamos un taller de manualidades para la tercera edad más que un grupo

de trabajo electoral, hubiera alcanzado el nirvana sin problemas. En un

momento determinado, el muy tirano incluso se permitió el lujo de sentarse a

nuestro lado, como uno más, a fin de ilustrarnos como Dios manda en el

noble arte del etiquetado de sobres, redundando, de paso, en la idea de que

nuestro ritmo de trabajo le parecía todavía muy lento. No resistió más de dos

minutos y, sin ánimo revanchista de ningún tipo, he de decir que aunque sus

pegatinas estaban colocadas justo en el centro óptico de cada sobre, sin que

ni una sóla de ellas se inclinara nunca más de uno o dos milímetros hacia la

izquierda o hacia la derecha, yo adherí doscientas trece en el rato que tuvo a

bien unirse a nosotros, y él, en el mismo periodo de tiempo, tan sólo ciento

dos.

Recuerdo que cuando terminamos me fastidió sobremanera que nuestro

mentor se hubiera largado con viento fresco dos horas antes, pues a buen

27
seguro habría estado orgulloso de nuestro rendimiento. No quedó ni un

mísero sobre sin etiquetar. Y pese al esfuerzo, aún nos sentíamos con ganas

de continuar, hasta el punto de que nuestras manos se movían como por

inercia reproduciendo en el aire, con cierta nostalgia, el protocolo de

adhesión de pegatinas. Pelayo consiguió salir del trance antes que yo, y fue

entonces cuando comentó que tal vez lo que nos decían nuestras madres de

pequeños con respecto a una supuesta relación entre los cromos que

repartían a las puertas del colegio y la droga, podría aplicar también sobre los

sobres y la propaganda electoral. De otro modo, no tenía sentido que

hubiéramos disfrutado tanto con aquella estúpida tarea.

Nazareth llegó rápidamente, mientras todos nos estirábamos satisfechos a fin

de desentumecer los músculos, y dijo:

No os relajéis tanto, que el próximo día tendréis que rellenarlos.

Sobre la mesa había al menos diez mil sobres etiquetados. Sólo de pensar

en el trabajo que aún quedaba por hacer, sentí una mezcla de ilusión,

ansiedad, y ganas de fumarme un cigarrillo, vicio que había abandonado dos

meses antes. Por fortuna, no tenía tabaco a mano, así que pude contenerme.

Los trabajadores comenzaron a desfilar por el pasillo de linóleo como un

cortejo fúnebre bajo los efectos de un consumo compulsivo de Prozac. Nos

disponíamos a unirnos a ellos cuando alguien atravesó el corredor en

dirección contraria. Era Pepe. Resoplaba fatigado y tenía la frente cubierta de

sudor. Tuvo que detenerse apoyando las manos sobre sus propios muslos

para recuperar el resuello.

Siento el retraso, chicos habló en cuanto estuvo en disposición de

articular palabra. He tenido un día muy movidito.

28
No hacía falta que nos lo dijera. Su aspecto ojeroso, el desaliño de su

indumentaria, habitualmente impecable, y la rigidez atemorizada de su rostro

daban buena cuenta de ello. Incluso su abdomen parecía haber menguado

en prominencia, lo cual, hablando de Pepe, un tragaldabas irredento, era tan

extraño como ver a José María Aznar compareciendo por la tele sin bigote.

En mi calidad de persona familiarizada con el estrés, me di cuenta de

inmediato de que aquel hombre se encontraba sometido a una tensión

excepcional.

No te preocupes dije con educación, tal y como me había recomendado

mi madre. Hemos comenzado de todas maneras. Nazareth ha sido muy

amable miré a la joven tomando como rehén una sonrisa que se resistió en

salir a flote. Todo el mundo ha sido muy amable volví a mentir a modo de

colofón en una especie de paroxismo del falso testimonio.

Me alegro respondió Pepe, tenía miedo de que no encajarais.

¿Cómo no íbamos a encajar? fingí indignarme.

Bueno… titubeó, la verdad es que no debe ser fácil para unas

personas con vuestra preparación aceptar un trabajo como éste.

Normalmente quienes colaboran con nosotros tienen un perfil académico,

digamos, menos completo. Gente del partido o próxima a él, casi siempre. Es

importante la convicción política para estas cosas, ya sabéis. Sólo trabajamos

con personas afines al ideario para evitar problemas, personas de confianza,

como vosotros, en el fondo, aunque ya os digo que por lo general no tan

preparadas.

Pelayo me miró de una forma muy extraña. Nadie que no fuera yo habría

podido decodificar su mensaje con claridad: le había sorprendido que Pepe

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acabara de asumir como algo incuestionable que nos sentíamos solidarios

con los valores defendidos por el Partido Alfa y que entrábamos dentro de su

cupo de votantes, cuando, en realidad, ninguno de los dos había votado en la

vida y, para ser honestos, si algún día lo hiciéramos tendría que pasar algo

muy gordo para que apoyáramos al Partido Alfa. Pepe se había precipitado

en su calibración de nuestras tendencias políticas sugestionado por la

pertenencia al Partido Alfa de mis padres. Al hacerlo, había pasado por alto

algo tan importante como el denominado “efecto hijo de picoleto”, una ley

universal que determina, con una efectividad de un noventa y nueve por

ciento, que el vástago de un guardia civil o militar tiene todas las papeletas

para convertirse en un porrero hippieflauta o desarrollar la homosexualidad

latente de su padre y, a la inversa, que los hijos de los revolucionarios

sesentayochistas tienden a convertirse en policías antidisturbios, tal vez con

cierta afición a la poesía, pero policías antidisturbios al fin y al cabo. No se

trataba de que la ley nos afectara a nosotros de forma directa, pues ya

estábamos tan pasados de vueltas (por culpa de la posmodernidad, claro),

que ya ni nos motivaba contradecir a nuestros padres, pero si es cierto que

nuestra “molocracia” estaba más próxima a valores reaccionarios, dado

nuestro odio generalizado por el género humano, que a un credo progresista.

En cualquier caso, ambos sabíamos que aquel no era ni el momento ni el

lugar para revelarle a Pepe nuestra naturaleza mercenaria. Nos ceñimos a

asentir de manera tácita con una incómoda sonrisa bamboleándose a duras

penas sobre nuestros labios. Con ello, como quien no quiere la cosa,

certificamos un engaño de consecuencias imprevisibles. Nos acabábamos de

convertir oficialmente, para bien o para mal, en dos de esos animales

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políticos de los que tanto despotricábamos. La situación recordaba a una

comedia de enredo cutre, pero estaba sucediendo de verdad, delante de

nuestros ojos alucinados.

Se hizo el silencio. Pepe nos observó a ambos con orgullo, como si se

acabara de quitar un gran peso de encima. Luego me dio una palmada en la

espalda y dijo:

Eso sí, no os creáis que os voy a tratar mejor que los demás. Aquí se viene

a trabajar. A trabajar duro.

Asentimos religiosamente. Pepe sonrió con satisfacción y yo pensé en lo

orgullosa que estaría mi madre de mí si estuviera viendo aquella escena a

través de un agujerito en el espacio-tiempo. Sin embargo, el único

espectador, además de Nazareth, era otro tipo encorbatado, éste más bajo y

achicado que el anterior, con un moreno artificial que podría rascarse con el

canto de un duro, calvo, feo y provisto de una irrisoria voz de pito, que le

lanzó una mirada asesina al bueno de Pepe.

¿Qué demonios estás haciendo aquí? preguntó. ¡Te están esperando

en la imprenta desde hace dos puñeteras horas!

El interpelado tragó saliva al tiempo que su rostro perdía todo atisbo de color.

Ha habido mucho lío en el ayuntamiento se disculpó en tono

deprecatorio. Además, había quedado con estos muchachos…

La forma en la que Pepe nos introdujo en la conversación tuvo algo de último

recurso. Tal vez esperaba que nuestra presencia ejerciera de bálsamo sobre

la ira de aquel hombre, apelando a su prudencia. En cambio, el tipo se

enfadó todavía más al posar sus ojos sobre nosotros con una mueca de

desprecio.

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¿Y se puede saber quiénes son estos caballeros tan importantes? dijo

irónicamente a menos de cinco centímetros del rostro de Pelayo, motivo por

el cual sentí un escalofrío de terror temiendo que éste fuera a contestarle en

un tono semejante.

Son dos de los nuevos fichajes para la campaña se apresuró a intervenir

Pepe, Gonzalo y…

En vista de que Pepe no se acordaba de cómo se llamaba mi amigo, Pelayo

se tomó la libertad de hablar. Pronunció su propio nombre de forma lenta

pero desafiante, arrostrando con un aplomo ciertamente irrespetuoso los ojos

del encorbatado. Él esperó un par de segundos antes de reaccionar. No

estaba acostumbrado a lidiar con gente capaz de plantarle cara de aquella

manera.

Gonzalo y Pelayo, ¿eh? dijo. Yo soy Belarmino Rana.

Nos quedamos igual que estábamos. Nuestros conocimientos acerca de

política municipal eran tan limitados que, ni aun llamándose Eflorescencio

Gregorio de la Quintanilla y Lejarreta, hubiera logrado impresionarnos.

Toparse frente a frente con la indiferencia total hizo que su rostro se

contrajera en un mohín arisco. Supuse que tampoco estaba acostumbrado.

El concejal de Cultura explicó Pepe, y la apostilla tampoco pareció

gustarle demasiado a su compañero de partido.

¡Ah!, sí dije, disculpe el despiste, pero es que en las fotos parece usted

más… más bajo.

Tuve que luchar con mi propio estómago, además de con la mirada divertida

de Pelayo, a quien columbraba con el rabillo del ojo, para no desternillarme.

El sulfurado concejal ni siquiera me dio la mano.

32
Será mejor que vayas moviendo el culo dijo volviéndose hacia Pepe, el

más vulnerable de los presentes, la imprenta está a punto de cerrar.

Pepe asintió en actitud reverencial. El edil volvió a mirarnos desdeñosamente

y luego entró en la misteriosa habitación sellada.

¡Será mamón! rezongó Pepe una vez su compañero hubo cerrado la

puerta. ¡Lo que hay que aguantar para tener un trozo de pan que llevarse a

la boca!

Hablaba como si no estuviéramos presentes. De ahí que al darse cuenta de

que no nos habíamos volatilizado todavía, añadiera con una sonrisa

trastabillante:

En el fondo es buen tío, pero a veces me saca de quicio.

Algo que en realidad quería decir: “No lo soporto. Si no fuera por que me

quedo sin trabajo si este impresentable y sus amigos no ganan las

elecciones, le metía cuatro zurriagazos que lo iba a dejar mirando a Cuenca”.

Mi madre me lo explicó todo mejor cuando llegué a casa. Resulta que Pepe

había entrado en el ayuntamiento gracias a que pertenecía al partido desde

casi sus orígenes y había sabido ser lo suficientemente servicial y simpático

para obtener a cambio un empleo más o menos estable. Su problema era

que tal vez se había pasado de simpático, y por eso ahora todo el mundo le

trataba como un perro cojo y con pulgas. El abuso que sufría era de tal

gravedad que estaba obligado a trabajar casi veinte horas al día, único modo

que tenía de compaginar sus tareas como protector de la ciudadanía con la

responsabilidad de gestionar la logística de la campaña electoral. Por

supuesto, Belarmino Rana y la mayoría de concejales y cargos públicos

afiliados al partido se encontraban en una situación semejante. Si el partido

33
fracasaba en las elecciones, adiós a sus lucrativos y pomposos cargos, sólo

que ellos estaban por encima de Pepe, y aunque los fundamentos morales

del partido al que representaban estipulaban claramente que había que

plantar cara a los empresarios opresores mediante la revolución como único

medio de progreso ético-social, habían descubierto que lo de oprimir tampoco

estaba tan mal, así que Pepe y otros como él les hacían todo el trabajo sucio

mientras que ellos se limitaban a supervisar. Eso sí, con el ceño

convenientemente fruncido para, de esta forma, dar la impresión de tener mil

cosas importantes en la cabeza. Habían aprendido de carrerilla eso de que

en política todo es cuestión de imagen. Y aplicaban la máxima a cada uno de

sus gestos, a cada una de sus miradas, y a cada uno de sus movimientos,

además de a sus trajes y corbatas. El efecto del conjunto no podía ser más

rotundo: todo el mundo (o casi todo el mundo), pensaba que se encontraban

por encima del bien y del mal, dotados de una erudición política y de un

carisma natural que ningún paria de esos a los que defendían con ardor en

los mítines podría nunca alcanzar, ni aun sometiéndose a un estricto

programa de forja de líderes de masas patrocinado por el mismísimo Silvio

Berlusconi.

Por ello, me resultó francamente curioso descubrir aquella misma noche,

investigando desde mi ordenador sobre los distintos cargos del partido, que

casi ninguno de ellos tuviera estudios superiores o una experiencia previa

considerable en sus respectivos ámbitos de acción política. Muchos, ni

siquiera conocían otro idioma al margen del propio. Estaban en el lugar

adecuado en el momento adecuado, conocían a la gente adecuada, y habían

medrado de manera también adecuada. Sólo eso. Y mientras tanto, a mí me

34
pedían cuatro idiomas para trabajar de teleoperador o experiencia previa para

vender chopped en la plaza de abastos. Por primera vez, sentí la incómoda

sensación de haber estado perdiendo el tiempo durante al menos diez años

de mi vida. No era necesario tener el graduado escolar. No era necesario

aprobar la selectividad, licenciarse, cursar másteres o hacer prácticas en

empresas. Sólo era necesario afiliarse a un partido, ponerse una corbata

alrededor del cuello, sonreír y esperar a la concesión de una concejalía. ¿Por

qué nadie nos había hablado de eso en la escuela? Mi mundo se venía

abajo. Yo, que a pesar de mis conatos de rebeldía siempre había sido un

inocentón, había creído hasta entonces que la democracia, aún con todos

sus defectos, la guiaban personas rancias pero sobradamente preparadas.

Líderes ávidos de poder pero en el fondo poseedores de una inteligencia y

una formación por encima de la media. Ahora comprendía, como un Bruce

Willis con cara de pánfilo al final de una versión de saldo de El Sexto Sentido,

que las cosas no eran como parecían a primera vista, que me habían

engañado, que no hacía falta nada más que una jeta descomedida para

dirigir los destinos de todo un país, que el sueño americano, sustentado

tradicionalmente sobre el trabajo duro, la constancia y el sacrificio, tenía su

reverso tenebroso en su adaptación celtibérica, donde ese mismo sueño

podía alcanzarse perfectamente sin dar un palo al agua desporrondingado en

un sofá.

Aquella era la grandeza de nuestra democracia. Y al fin, después de tantos y

tantos lustros de ignorancia, comenzaba a comprenderlo.

35
14 DE ABRIL

ORGULLO E INSENSIBILIDAD

Mi segundo día de trabajo para el Partido Alfa no comenzó demasiado bien.

Nazareth me llamó a eso de las nueve de la mañana para avisarme de que

requería mis servicios, fastidiándome así mi tradicional cita con el programa

de María Teresa Campos. Según me explicó por teléfono, aunque la

campaña electoral no comenzaba oficialmente hasta el nueve de mayo, había

tanto trabajo que hacer que convenía ponerse manos a la obra cuanto antes.

Llegué al local del partido veinte minutos más tarde de lo debido. Nazareth

me esperaba dentro con cara de muy pocos amigos. Sostenía una libreta

arrugada entre sus manos y, al verme llegar, anotó algo en ella. Luego me la

tendió para que firmara. Se trataba de una especie de parte de asistencia,

como en el colegio. Lo que había anotado, junto a mi nombre y a mi número

de DNI, era mi hora de llegada. Tal y como me explicó en tono mordaz, mi

retraso tendría una repercusión proporcional sobre mi salario. Es decir, que

no cobraría por aquella hora tres con cincuenta euros, sino tres euros

pelados. Le agradecí la información y acto seguido me dirigí hacia la sala de

trabajo. Ella me detuvo. Comentó que no había nadie allí debido a que Pepe

se había llevado a todos los colaboradores a la imprenta, donde, por lo visto,

había mucho trabajo, y me apremió a abandonar el local y unirme a ellos.

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La imprenta estaba situada a tan sólo diez minutos (veinticinco céntimos de

euro menos, en términos retributivos). Pude ver a Pelayo, al tipo enajenado

de la mirada torva, y a todos los demás sacando cajas enormes de su interior

y apilándolas unas sobre otras en la acera. Dentro del negocio, Pepe discutía

a voz en grito con el encargado. Estaba tan enfrascado en la confrontación

que tan sólo me dirigió una mirada esquiva acompañada de un gesto del tipo

“ponte a trabajar y no me marees” antes de golpear el mostrador con

virulencia. Era mejor salir de allí echando virutas. Así que incliné la cabeza

avergonzado, cogí un par de cajas, y me dispuse a transportarlas hasta el

exterior. Pesaban muchísimo. Tuve que dejar una para no destrozarme la

espalda, pues la verdad es que no estaba demasiado acostumbrado a los

esfuerzos físicos. El tipo enajenado, al verme rebufar como un viejo

achacoso, esbozó una sonrisa irónica. Él llevaba tres cajas en su regazo y ni

siquiera pestañeaba. Pensé en Darwin. Concretamente, en que si su teoría

evolutiva estaba en lo cierto, mi existencia tendría incluso menos sentido del

que yo le presumía. Menos mal que Pelayo, con el rostro húmedo y

enrojecido por el esfuerzo, me acompañaba en el ocaso de nuestra especie:

los inadaptados de sofá.

Una vez hubimos amontonado toda la carga, Pepe salió de la imprenta y nos

indicó, forzando amabilidad, que la transportáramos hasta el local electoral.

Lo hicimos en unos siete u ocho viajes, pero ya en el segundo, todos los

músculos de mis brazos se habían desgarrado, y algunas de mis vértebras,

juguetonas ellas, amenazaban con descoyuntarse. Tuve que sentarme para

recuperar fuerzas. Lo hice de forma clandestina, tras dejar que el enajenado

de la mirada torva, sus compañeros y el propio Pepe, pasaran de largo.

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Deposité las cajas en el suelo, me senté en el bordillo de la acera, y respiré

hondo. Entonces escuché a mis espaldas una voz de pito que me resultaba

muy familiar.

¿Qué demonios haces aquí sentado? preguntó iracundo Belarmino

Rana.

Sus ojos pequeños, oscuros y rasgados, como de demonio miope, saltaban

sobre sus cuencas llamando mi atención.

Soy asmático mentí, necesitaba un respiro.

Se rascó la barbilla. No tenía muy claro si creérselo o no. Finalmente sonrío

de forma inquietante y dijo:

El deporte es bueno para el asma. Te lo digo yo, que no en vano he sido

concejal de la materia.

Me puse en pie, cuidándome de darle la espalda, y recogí la carga.

La verdad es que tiene razón repuse entre resoplidos y sudores, ya me

siento mucho mejor…

¿Lo ves? sonrió él dándome una palmadita en el costado, todo es

cuestión de voluntad. En esta vida, sin esfuerzo no hay gloria.

¿No me diga que también ha sido concejal de Superación Personal?

ironicé en un flirteo gratuito con el desastre, no sin antes cubrirme las

espaldas con un guiño de mi ojo izquierdo que buscaba deliberadamente

minimizar su susceptibilidad ante el sarcasmo.

Belarmino tardó de nuevo en reaccionar. Aunque estaba claro que no era

santo de su devoción, había sabido mantener la ambigüedad suficiente como

para no zambullirme de cabeza en su lista de enemigos. Tanto podía ser un

mindundi respondón con delirios de grandeza, como un panoli de tres al

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cuarto que no sabía lo que decía. Mientras fuera capaz de mantener la

incertidumbre, estaría a salvo de un posible despido. Y por el modo en que

me observaba, en plan vaca viendo pasar el tren, de momento todavía no

lograba hacerse una idea de lo que había en el interior de mi cráneo

desgreñado.

El resto del día lo pasé en el interior del local, introduciendo propaganda

electoral en los sobres que habíamos preparado para tal menester dos días

antes. La propaganda en cuestión, que ellos preferían denominar

“información de carácter político”, constaba de dos secciones. Una era una

carta pródiga en faltas de ortografía escrita por el propio alcalde a mayor

gloria de su labor como presidente de la Corporación Municipal a lo largo de

los últimos años, (fotografía de estudio, firma estandarizada y apelación a la

lectura del programa adjunto incluida), y la segunda, un tríptico desplegable

de vivos colores salpicado de promesas para un futuro mejor. La estética era

muy similar a la de los cuadernillos ilustrativos de las utopías de los Testigos

de Jehová, sólo que no había osos pandas bailando con los niños y la figura

del redentor había sido sustituida por un retrato idílico del candidato, quien lo

controlaba todo desde el encabezamiento con la misma expresión devota que

un cocainómano a sus rayas. Nuestro cometido, en esencia, pasaba por abrir

los sobres, rellenar su interior con ambos documentos, debidamente

plegados, retirar la tira adhesiva de la solapa, cerrar el envoltorio, aplanarlo

con los dedos para evitar incómodas arrugas o protuberancias, y luego

acumularlos en unas cajas dispuestas ad hoc. Todo en un entorno de trabajo

casi monacal, donde hasta el sonido del stand by de nuestros cerebros

resultaba atronador. Personalmente, prefería lo de etiquetar. Era una tarea

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mucho menos compleja y, por ello mismo, facilitaba que uno lograra

abstraerse para disfrutar sin complejos de las mieles de alienación, ese

desprestigiado placer. En cambio, un proceso tan largo y complicado como el

que acabo de describir, requería una mayor concentración, y, a nada que uno

fuera exigente con su propio trabajo, podía terminar desquiciándose. Siempre

había alguna tira adhesiva que se rompía en el momento más inoportuno, un

sobre que te cortaba los dedos al abrirlo, un tríptico que se resistía a

plegarse, o una carta con tendencia a mancharse de grasilla humana. Tan

sólo cuando este tipo de percances ocurrían, los trabajadores dejaban lo que

tenían entre manos por un par de segundos para regañar con la mirada al

compañero perjudicado. El clima competitivo en aquella mesa, excedía a toda

ponderación pese a lo absurdo de las circunstancias. Y lo peor era que, a lo

tonto a lo tonto, tanto Pelayo como yo mismo íbamos entrando en el juego.

Ya todo parecía perdido para nuestras respectivas dignidades cuando tuve

una idea: busqué un par de folios en blanco, escribí en ellos la palabra

“programa”, seguida de diez números cardinales que presidían la nada más

absoluta y luego los introduje en sendos sobres en sustitución del tríptico.

Fue la primera vez que Pelayo y yo nos reímos desde que nos habíamos

sentado a trabajar. Y no fuimos los únicos en hacerlo, pues el cuarentón

macilento, y la chica de las cejas frondosas tuvieron serios problemas para

mantener la compostura.

Con todo, aquello se quedó en una mera “pausa que refresca” tras la cual

todo el mundo volvió a sus labores, sobre va, sobre viene, hasta la llegada de

la noche. Si el resto de la campaña iba a ser tan animada como los primeros

dos días más nos valía buscar una forma de introducirnos nosotros mismos

40
en un par de aquellos sobres, con un matasellos en el trasero, y decirle a

alguien que nos enviara a Rovaniemi por correo postal certificado, aunque

por el momento, mucho nos temíamos, nuestro sueldo de tres euros con

cincuenta la hora, en mi caso reducido a tres euros pelados debido a una

inoportuna falta de puntualidad, ni siquiera nos daría para llegar a donde

empieza lo verde en los Pirineos. El tiempo, vil escolopendra escurridiza,

tenía la última palabra. No nos quedaba más remedio que esperar. Y eso

hicimos.

41
29 DE ABRIL

DEMOCRACIA A DOMICILIO

Tardaron más de diez día en volvernos a llamar. En todo ese periodo de

tiempo, lo único que Pelayo y yo hicimos fue preparar meticulosamente

nuestro viaje en tren a Laponia. Consultamos el precio de los billetes por

Internet, organizamos el itinerario por etapas, realizamos las reservas para

algún que otro albergue de juventud (aunque teóricamente, ya no éramos

jóvenes dado que nos habían cambiado el carné joven por el carné más, y

nuestras cartillas de ahorro “cuenta joven” habían perdido el adjetivo

calificativo, e incluso su cubierta multicolor, en favor de un diseño sobrio y

anodino al que sólo le faltaban los agujeros de las polillas para completar la

indirecta), devoramos todas las guías de viaje habidas y por haber, nos

compramos un par de paveras mochilas, con sus correspondientes esterillas,

y aprendimos a presentarnos ante terceros, pedir la hora y decir “te quiero”

tanto en finés como en lapón. El objetivo era tenerlo todo atado y bien atado

para el día de la fuga. Sólo había una cosa que nos inquietaba: la posibilidad

de que el Partido Alfa no estuviera contento con nuestros servicios y hubiera

decidido prescindir de ellos sin avisar. A medida que los días pasaban en el

más perturbador de los silencios telefónicos, la congoja medraba en

intensidad. Pelayo llegó a insinuar que tal vez hubieran descubierto mi

pequeña travesura con los programas y eso hizo que me sintiera

enormemente culpable durante semanas. Desde que un cura del colegio les

había dicho a mis padres en tono profético, cuando yo apenas tenía seis

años de edad, que si no controlaban mi tendencia crónica a llamar la atención

42
iba a tener graves problemas en el futuro, sufría cada vez que mi búsqueda

irredenta del afecto de los demás causaba justo el efecto contrario. Prometí

que si el Partido Alfa volvía a llamarme, pondría todo mi afán en reprimir tales

conductas. Quería con ello aspirar a una cierta redención capaz de hacerme

sentir mejor con esa estúpida personalidad que el azar, la genética y los

capones de los propios curas habían generado con el transcurso de los años,

y sin embargo, me sentía todavía peor porque al hacer acto de contrición

cobraba conciencia de que, por mucho que los organismos oficiales se

empecinaran en envejecerme prematuramente, estaba hecho un infantil de

mucho cuidado.

La culpa la tenían mis cinco dioptrías en cada ojo, puesto que ellas habían

sido las responsables de que me declararan incapacitado para el servicio

militar, y según mi padre se encargaba de recordarme cada vez que

detectaba en mi comportamiento alguna laguna de virilidad, la mili era algo

indispensable para que un niñato pusilánime pudiera dar el salto cualitativo a

hombre de pelo en pecho hecho y derecho. Durante mi adolescencia, solía

reírme de estas apreciaciones tan tópicas y poco elaboradas, pero a medida

que me iba haciendo mayor y el complejo de Peter Pan seguía negándose a

remitir, hube de darle la razón. Nunca me habían pegado una paliza con

toallas mojadas por la noche, nunca me habían levantado de mañana por la

fuerza para arrastrarme por el barro o hacer abdominales, nunca había

disparado un cetme vestido de marinerito en una fragata herrumbrosa bajo el

sol del Mediterráneo, nunca me había emborrachado en una cantina como

prolegómeno para ensalzar la amistad con un grupo de quintos venidos de

todos los rincones del país, y, sobre todo, nunca había tenido el placer de

43
acudir a una casa de putas portuaria para practicar un “placa-placa ploc-ploc”

que era como Pelayo denominaba a los tríos sexuales compuestos de dos

chicos y una chica donde los genitales de los primeros rebotaban los unos

contra los otros durante el proceso de doble penetración, con una cuarentona

despendolada entrada en carnes.

Desde los albores del mundo, eso era más o menos lo que habían hecho

generaciones enteras de jovenzuelos deseosos de emprender un viaje

iniciático sin retorno al reino de la madurez mal entendida. Y, sin embargo,

tanto Pelayo como yo, nos teníamos que consolar con meras elucubraciones

de carácter mitificador sobre lo que hubiera podido ocurrir si un exceso de

consumo televisivo a lo largo de nuestra infancia no nos hubiera privado del

acceso a los cuarteles, esos peliculeros lugares donde se entraba hecho un

marmolillo y se salía hecho un hombre.

Siempre que nos topábamos por los bares con alguien que sí había hecho la

mili, envidiábamos la seguridad con la que expresaban sus despropósitos, el

desparpajo con el que interactuaban con las mujeres, y la sonrisa sempiterna

de sus rostros ajenos a la relación de proporcionalidad existente entre la

inteligencia y la felicidad. Queríamos ser guerreros agrestes, como ellos, pero

habíamos tenido la desgracia de recibir una educación que había amanerado

nuestro ardor belicoso, convirtiéndonos en unos seres débiles e incapaces de

valerse por sí mismos. Supuestamente inteligentes, sí, claro que eso no valía

de nada en un mundo donde primaban los exabruptos de borracho sobre los

argumentos retóricos elaborados. Eso nos consumía por dentro.

44
Necesitábamos que el teléfono volviera a sonar. Y lo necesitábamos con

urgencia. Sobre todo yo. La sensación de haber estropeado nuestro viaje a

Laponia con mis bromas pueriles ya no me dejaba dormir. Me sentía

enormemente culpable, hasta el punto que empecé a soñar que encontraba

dientes ensangrentados de difuntos en los cajones de mi habitación,

momento en el que solía recordar, dentro de la propia ensoñación, que había

cometido innumerables crímenes en el pasado. El sueño acostumbraba a

concluir entre gritos de terror con un viaje a un claro del monte, armado con

pico y pala, que certificaba mis peores temores tras dar un par de paladas y

encontrarme con los rostros putrefactos de varias chiquillas vestidas con el

traje regional lapón. Fue todo un alivio para mi subconsciente que Nazareth,

pese a todo, no se hubiera olvidado de nosotros. Sólo si la voz al otro lado

del hilo me hubiera dicho que Ben Affleck había decidido abandonar la

interpretación, me habría alegrado más que de oír, en boca de aquella

jovenzuela con acné, que todavía seguíamos siendo útiles para la

democracia.

Dejé de inmediato lo que tenía entre manos (si les digo que estaban

emitiendo el programa de María Teresa Campos, ya se pueden imaginar de

qué se trataba), y me dirigí en compañía de Pelayo hacia la sede del Partido

Alfa. Nazareth tomó nota de nuestra hora de llegada y, mientras Pepe

soportaba con estoicismo un nuevo rapapolvo de Belarmino Rana y del otro

tipo encorbatado, nos comunicó que la tarea del día consistiría en repartir

sobres de propaganda por todo el municipio.

45
Pepe nos dio más detalles una vez hubo terminado de ejercer de esparrin

dialéctico para sus superiores, frente a un mapa donde aparecían delimitados

con diferentes colores todos los distritos de la ciudad. El sistema de trabajo

podía resumirse de la siguiente manera: a cada pareja de colaboradores se

les encomendaba una zona y dos carritos de la compra destartalados

rebosantes de “información de carácter político”, mientras uno de ellos se

encargaba de repartir por el lado izquierdo de cada calle, el otro hacía lo

propio por el flanco derecho. Antes de las diez de la noche todas las áreas

tenían que estar cubiertas si queríamos beneficiarnos de un incremento de

cincuenta céntimos por hora en nuestro salario. De otro modo, seguiríamos

cobrando lo mismo que de costumbre. Belarmino Rana, que apareció en

cuanto Pepe concluyó su explicación, nos miró a todos a los ojos, con el ceño

fruncido y las venas de las sienes remarcadas, y apostilló:

Más os vale no pasaros de listillos, porque estaré vigilándoos mientras

decía esto, se volvió hacia Pelayo y hacia mí, si veo folletos por los suelos

o dentro de alguna papelera, rodarán cabezas. Quiero que todas las cartas

lleguen a sus destinatarios. Todas. Un desliz significa un voto menos, así que

no me vale con que depositéis las cartas en los buzones, tenéis que subir

piso por piso e introducirlas una por una por debajo de la puerta sonrió

malévolamente antes de girarse en dirección a su despacho. Sois jóvenes,

no os supondrá mucho esfuerzo.

Asentimos con religiosidad. Pepe estaba cabizbajo, como avergonzado. Traté

de encontrar su mirada, pero no la encontré.

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Vamos musitó desganado sin levantar la cabeza, coged los carros y a

trabajar…

A Pelayo y a mí nos tocó en suerte uno de los distritos de menor tamaño,

sólo que también era el que se encontraba a mayor distancia del local

electoral, y casi con total seguridad, el que contaba con la orografía más

dificultosa. Únicamente en desplazarnos hasta él, empleamos casi hora y

media. En ello influyó lo suyo, además de nuestro pésimo estado de forma, el

hecho de que los carritos de la compra estuvieran cargados hasta los topes y

de que nadie hubiera engrasado sus ruedas en cuatro años. Por el camino,

nos encontramos con varios conocidos. Aquellos más remotos, que sabían

quienes éramos pero preferían no saludarnos precisamente porque sabían

quienes éramos, se limitaban a observarnos con sorpresa, preguntándose en

silencio qué hacían un par vagos declarados como nosotros con dos carritos

de la compra a punto de reventar a la una del mediodía, y aquellos que sí

osaban saludarnos, nos miraban suspicaces tratando de dilucidar qué

demonios transportábamos en esos chirriantes vehículos y, casi siempre,

llegando a la conclusión de que nada bueno.

La primera calle del distrito que apareció ante nuestros ojos era una de las

más deterioradas de toda la ciudad. Sus baches, desconchones, y pintadas,

parecían haber sido diseñados a propósito para rodar allí alguna película de

realismo social descafeinado a lo Fernando León de Aranoa o Achero Mañas.

Hasta los pocos niños que había por la calle, todos con cara de haber hecho

novillos, se parecían a El Bola. La calle en cuestión pertenecía al polígono de

viviendas de protección oficial por excelencia de la ciudad, un conglomerado

elefantiásico de edificios de hormigón que alguien, tal vez después de haber

47
digerido mal la película de Clint Eastwood Infierno de Cobardes, había

decidido pintar de rojo chillón. El resto de los habitantes de la ciudad solían

decir que se trataba de un barrio de gente humilde, cuando no de un lugar

poco seguro, un hervidero de delincuencia o un gueto de maleantes. Todo

dependiendo del grado de corrección política del comentarista. Y es que los

jóvenes de la zona tenían fama de pandilleros hiperviolentos, en tanto que

sus compañeras sentimentales tenían fama de licenciosas, ordinarias y

brutas. Como de costumbre, la verdad se encontraba en el término medio, y,

si bien el vecindario no inspiraría precisamente a un realizador de anuncios

de desodorantes, todavía estaba lejos de ser un suburbio marginal de Río de

Janeiro.

Pelayo escogió el lado derecho. Yo el izquierdo. Tomé aire antes de

desplazarme hasta el primer portal y llamé al telefonillo. Una voz cazallera

surgió de entre la estática con agresividad.

¿Qué? preguntó, ruda.

Correo electoral respondí, imaginándome que la palabra propaganda no

iba a gustarle demasiado a mi interlocutor.

El hombre colgó de inmediato, con lo que no pude entrar en el portal. El resto

de los vecinos se comportaron de igual manera. Comenzaba a desesperarme

cuando un viejecillo entrañable se acercó lentamente hasta el lugar con un

juego de llaves en la mano. No me prestó la más mínima atención. Sólo abrió

la puerta y accedió al interior del edificio arrastrando los zapatos. Yo

aproveché la oportunidad para introducir el pie entre el umbral y la puerta

antes de que ésta se cerrara. A continuación, entré en el portal. El viejo se

48
volvió. En su rostro arrugado ya no había nada que pudiera calificarse de

entrañable.

¡Aquí no queremos propaganda! dijo, señalando con su dedo tembloroso

un cartel que presidía la puerta y reafirmaba sus palabras.

No es propaganda. Es información política traté de calmarlo con una

sonrisa.

¿Para las elecciones? preguntó.

Efectivamente asentí.

A ver… tendió la mano en mi dirección.

Extraje uno de los sobres del carrito y se lo di. Tan pronto como vio el

logotipo del Partido Alfa, su cara se contrajo en un acceso de rabia y sus

manos rompieron la información en ocho trozos.

¡Largo de aquí! exclamó.

Pero, señor, tengo que hacer mi trabajo…

El viejo extrajo su bastón y lo agitó en lo alto, amenazando con arrearme un

castañazo.

¡El trabajo lo teníais que haber hecho antes! ¡Que sólo venís aquí cada

cuatro años para prometer el oro y el moro y luego nada! ¡Mira cómo está el

barrio! ¡Parece Belchite!

No supe qué responder. Los argumentos de aquel hombre me parecían de lo

más razonables. Por un instante, me sentí tentado a condescender y soltarle

esa frase que junto a “lo importante es tener salud” más gusta a los ancianos:

“son todos unos hijos de puta”, pero entonces recordé que Belarmino Rana

había dicho que nos estaría vigilando y me mordí la lengua. Al fin y al cabo,

se suponía que yo también era parte del partido.

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¿Y cree que si ganan los otros las cosas estarán mejor? inquirí

empingorotado. Este es un barrio humilde, y usted, que ya tiene sus años,

y por consiguiente su erudición, sabrá mejor que nadie lo que opinan esos

desalmados de las clases más desfavorecidas.

Ni pestañeó. Di gracias a los debates televisivos por haberme enseñado a

mezclar demagogia, adulación y palabras rimbombantes como recurso

infalible para la conquista de voluntades ajenas, y escruté su rostro

mostrándole la mejor de mis sonrisas.

También es cierto dijo al cabo de un rato, anda, dame otro sobre de

esos.

Había conseguido mi objetivo. No sólo me encontraba en el interior del

edificio, sino que acababa de ganar un voto para la causa que iba a financiar

mi viaje a Escandinavia. Pensé en Hitler, y en cómo se había hecho con el

poder en Alemania a pesar de su apariencia ridícula y de tener un solo

testículo. También pensé en que si yo no fuera tan vago, podría hacerme con

el poder en España fácilmente. Sólo era una cuestión de paciencia.

Cualquiera que con un poco de labia se dedicara durante cuatro años a

recorrer todas las viviendas del país diciendo patochadas, podría hacerlo. Era

mucho más difícil vender productos de Avon o la salvación eterna de los

mormones.

El triunfo me dio ánimos, así que subí las escaleras con orgullo casi marcial.

Al menos, hasta el cuarto piso, pues a partir de ahí el resuello comenzó a

faltarme, las piernas comenzaron a flaquear, y mi visión se empañó

ligeramente. Belarmino Rana confiaba demasiado en el género humano si

pretendía que recorriera todo aquel distrito, donde los ascensores brillaban

50
por su ausencia, deslizando meticulosamente sobres de propaganda por

debajo de la puerta de cada vivienda. Se necesitarían más de quince días,

además de unos riñones de acero, para llevar adelante una empresa como

aquella. No lo dudé ni un segundo a la hora de introducir veinte sobres en un

piso que daba la impresión de estar desocupado, pero tuve tan mala suerte

que la puerta se abrió antes de que pudiera terminar mi cometido. Un

veinteañero musculoso, con tatuajes en sus brazos y un peinado, por llamarlo

de alguna forma, que emulaba la corona de espinas de nuestro señor

Jesucristo, proyectó su sombra ominosa sobre mi cuerpecillo acuclillado.

¿Qué coño te crees que estas haciendo, payaso? preguntó, los ojos

anegados por una mueca de asco.

Reparto correo electoral tragué saliva.

Pues ya puedes ir recogiéndolo, porque en esta casa pasamos de la

política se me acercó dando botecitos sobre el suelo con el pecho

proyectado hacia el exterior, además, sólo vivimos mi novia y yo, con lo

cual creo que te has pasado con los sobrecitos.

¿Quién es? preguntó una voz femenina desde el interior.

Un graciosillo respondió el tarugo, y ya tenía su pecho enquistado entre

mi barbilla y mi tórax, no te preocupes, me encargo yo…

La única salida estaba en mostrar cierta seguridad en mí mismo, pero sin

excederme o llegar a resultar desafiante. Necesitaba que viera en mí algo

que le recordara a su propia personalidad, por pequeño que fuera, algo que

fuera capaz de generar un fogonazo de empatía mediante el cual despertar

su clemencia.

51
¡Hey, tío! me decidí por mostrarle el pecho siguiendo su estilo antes de

rebotar contra él como una pelota de tenis contra un frontón, que yo sólo

trato de ganarme la vida. Soy un trabajador, como tú…

Me observó de arriba abajo, y no precisamente con admiración.

Esto no son manos de trabajador dijo toquetando mis dedos finos,

suaves y apolíneos ¡Esto son manos de trabajador! alzó el puño

izquierdo y me golpeó en plena cara con él ¡Puto gilipollas!

Mientras caía, vi cómo cerraba la puerta del piso con un sonoro portazo.

Tardé un par de segundos en reincorporarme y huir escaleras abajo entre

tambaleos. La nariz me ardía a pesar de que la sangre que manaba de ella

refrescaba todo mi rostro. Recogí mi carrito, utilicé uno de los sobres de

propaganda a modo de torniquete nasal, y salí del edificio. En ese momento,

puse a Dios por testigo de que nunca más volvería a obedecer las

instrucciones de Belarmino Rana en lo referente al reparto de programas

electorales a domicilio. Me aseguré de que nadie me estaba siguiendo, y

comencé a arrojar una caja entera de sobres al interior de un sumidero.

Luego hice lo propio en el tronco de un árbol hueco, en un contenedor de

vidrio (no levantar sospechas era imperativo), y en la zanja de una obra que

un grupo de trabajadores se disponían a rellenar de cemento. Incluso

aproveché que era la hora de salida de los colegios para hacer desaparecer

unos cuantos sobres entre las manos ávidas de los niños, quienes se creían

que repartía algo realmente interesante y ponían una cara de decepción

supina cuando se topaban con los folletos propagandísticos. Tuve mala

conciencia por ello durante unos segundos. A su término, me autoconvencí

52
de que había hecho una gran labor de captación de nuevas generaciones de

votantes y recuperé la indecencia.

Pelayo estaba aguardándome al final de la calle. Él también había tenido

malas experiencias en su primer edificio (concretamente, un majadero le

había arrojado el carrito por el hueco de las escaleras), y al igual que yo,

había decidido aligerar trabajo por la vía rápida. Su método para hacer

desaparecer los sobres, en cambio, había sido bastante más radical.

Los he metido todos en esa papelera señalo una columna de humo que

procedía de una masa borboteante de plástico verde adosado a una farola.

Era la única que seguía entera, a nadie le importará…

Estás como una regadera dije, todavía preocupado por las amenazas de

supervisión omnisciente de Belarmino Rana, si se enteran la llevamos

clara.

¿Y por qué tendrían que enterarse? ¿No te habrás creído esa patraña de

que nos estarían vigilando? Eso es lo mismo que cuando nuestros padres

nos decían de pequeños que si no parábamos de darles la barrila nos

venderían a un gitano. Control a través del miedo…

Aun así no deberíamos arriesgarnos. ¿Te acuerdas de Nicanor?

Nicanor era un vecino con síndrome de Down al que una vez habíamos

fichado como extra de una obra de teatro para hacer de policía nacional

porque se nos habían acabado los amigos. En cuanto le calamos la gorra de

rigor, se perdió en el papel y la emprendió a porrazos con el resto del reparto.

¿A qué viene eso ahora?

Viene a que Rana y sus compinches tal vez no sean Nicanor, pero a

efectos prácticos se comportan de la misma manera que él ante la conciencia

53
de la propia autoridad. Poder y abuso son las dos caras de la misma moneda,

lo sabes perfectamente. Tú fuiste camarero.

Ese ya está cansado de abusar rezongó Pelayo con descreimiento.

Además, Pepe le pone mucho más que nosotros.

Un mercedes negro con los cristales ahumados emergió tras un cambio de

rasante. Redujo la velocidad mientras pasaba a nuestro lado. Ambos

notamos una mirada sojuzgadora flotando en el ambiente. Nos quedamos

paralizados el uno frente al otro, preguntándonos con horror si Rana iba en

ese coche, y a continuación desaparecimos a toda velocidad con los carritos

a rastras.

No podíamos arriesgarnos más. Así que en la siguiente calle decidimos

trabajar un poco para disimular. Tardamos unas dos horas en completarla, y

eso que en lugar de subir piso por piso nos limitábamos a dejar un fajo de

correspondencia en cada portal para que los residentes se abastecieran a su

gusto. Sólo en uno de cada diez edificios hacíamos lo que Rana nos había

dicho, pues, aunque dudábamos de que se dedicara a perder la mañana

revisando los portales de la ciudad, siempre había una pequeña posibilidad

de que estuviera tan desquiciado como parecía. Era triste, pero

empezábamos a tenerle miedo, más que nada, porque al sentirnos

perseguidos y observados, le dábamos algo de emoción a un asunto que no

la tenía por ninguna parte.

A eso de las tres de la tarde nos quedamos sin sobres para repartir. Calles,

en cambio, nos sobraban. Era demasiado temprano para regresar al local

electoral a cargar de nuevo los carros. Si lo hiciéramos, quedaríamos en

evidencia. Pero tampoco nos podían ver pululando por la ciudad con los

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carros vacíos, de modo que entramos en una tasca escondida entre las

columnas de un garaje ruinoso y allí nos quedamos, jugando a la brisca,

tomando cañitas y viendo la tele hasta la llegada del crepúsculo. Entonces

nos tomamos un té bien calentito para despejarnos y un paquete de chicles

de clorofila para disimular el aliento a alcohol. Nos habíamos tomado, en

total, más de seis cervezas, y, si bien estábamos habituados a ingerir

cantidades bastante más elevadas los viernes por las noches, se nos notaba

ligeramente que estábamos contentillos tanto en el brillo de los ojos como en

la manera de trastabillar con el carrito a remolque. Si no hubiera sido porque

la caminata hasta el local electoral tonificó nuestra mente y nuestro espíritu a

tiempo, nos habrían pillado. O tal vez no, porque la verdad es que, con la

excepción de Belarmino Rana, que nos tenía un poco de ojeriza, era una

tarea harto complicada que los gerifaltes del partido posaran sus ojos sobre

nosotros por más de dos segundos. Para ellos, que eran los reyes de la

selva, nosotros no éramos más que un grupúsculo montaraz de porteadores

simiescos. Y siempre y cuando las cosas continuarán así, existirían grandes

posibilidades de que pudiéramos continuar consumiendo alcohol en horas de

trabajo.

La única pega que se le podía poner a esta situación era que restaba

intensidad a nuestro tiempo de ocio, ya que desde que habíamos dejado de

jugar con el castillo de Playmobil, no hacíamos otra cosa en nuestros ratos de

esparcimiento más que beber como locos. Y aquel día no iba a ser la

excepción, por mucho que ya viniéramos tocados del trabajo. Fue Hernán

quien me llamó por teléfono para anunciarme la buena nueva: el

ayuntamiento, a fin de dárselas de enrollado, había organizado una

55
macrofiesta para estudiantes, con Djs, conciertos, bebidas, e incluso gogós,

en el principal pabellón polideportivo de la ciudad. La excusa, por lo visto, era

buscar una alternativa al consumo masivo de alcohol más higiénica que el

botellón, entendiendo la higiene sólo de cuerpo para fuera, claro. En

cualquier caso, teníamos un plan para pasar la noche, y dadas las pavisosas

circunstancias de nuestras vidas, no podíamos desaprovecharlo.

El lugar estaba a rebosar de jóvenes arrebolados indisolublemente unidos a

sus botellas y/o a su conquista de turno. La media de edad era de unos

diecinueve años, con lo cual desentonábamos un poco, no sólo por nuestra

apariencia más sobria y elegante, sino también, por nuestro modoso

comportamiento. Hacía ya bastante tiempo que lo de cimbrearnos desnudos

en público, competir para ver quien vomitaba más, y bailar el trenecito, había

dejado de parecernos divertido.

Era un paisaje realmente apocalíptico, sobre todo si a uno se le daba por

pensar que el futuro de nuestra especie estaba sobre los hombros de aquella

masa enardecida de jóvenes descerebrados. Y sin embargo, a nadie le

parecía un fenómeno tan grave como lo del cambio climático, por ejemplo, a

pesar de que los ecologistas concienciados deberían ser los primeros en

tomar nota de la situación ante la posibilidad, más que predecible, de acuerdo

con las estadísticas del propio Ministerio de Educación, de que ninguna

persona en el futuro llegara a aprehender conceptualmente una noción tan

compleja como la de “cambio climático”.

Puede resultar paradójico que alguien como yo, que pocas líneas antes

declaraba pasar buena parte de su tiempo libre entre botellines de cerveza,

denigre ahora a quienes poseían unas aficiones similares a las mías, pero es

56
que su caso y mi caso no eran ni mucho menos análogos, ya que mientras

ellos utilizaban la bebida como medio de alcanzar una diversión esquiva en

estado sobrio, yo la utilizaba para reafirmarme en mi creencia de que hoy en

día las sociedades ya no son capaces de ofrecer ninguna diversión, esto es,

para narcotizarme y olvidar, como los alcohólicos. Me importaba un bledo

seducir a gachís del sexo contrario, lubrificar mis relaciones sociales, o

encontrarme de golpe con la sorpresa de que podía hacer cosas que nunca

creyera que pudiera hacer, como bailar salsa, por poner un ejemplo. Con el

alcohol sólo buscaba dormir, anular mi conciencia, olvidar mi propia

miserabilidad. Tal vez evadirme, pero no del todo.

La sensación de irrealidad no tardó en llegar. Con cuatro cervezas, fue

suficiente. La música atronadora, las luces, y los movimientos erótico-festivos

de una gogó a la que el deseo ajeno parecía electrizar, hicieron que

comenzara a sentirme como una fina voluta de chocolate semihundida en un

lecho gigantesco de merengue. Y me derretía. Hernán se dio cuenta de que

estaba dándome un vahído y acudió en mi rescate con una botella de agua.

Propuso que nos fuéramos a otro lugar, pues estaba visto que nos habíamos

equivocado de sitio, y así, me daría el aire de paso.

El trayecto hacia el exterior del pabellón fue una auténtica carrera de

obstáculos con adolescentes semicomatosos y vomitonas humeantes

haciendo las veces de vallas y fosos. El olor a bilis mezclada con alcohol era

insoportable. Ya fuera, me apoyé sobre el capó de un coche, respiré hondo, y

comencé a reanimarme mientras Hernán y Pelayo aguardaban

pacientemente a que el cerebro se me oxigenara de nuevo. No estábamos

solos en el parking. Había parejitas dándose el lote por las esquinas, algunos

57
corrillos vociferantes de porreros, y los típicos borrachos solitarios y

desnortados que avanzaban por avanzar, en trémula peregrinación etílica,

tras haberse tomado demasiado en serio eso de que se puede andar sin

cabeza.

Además, en mitad de la explanada había una furgoneta de color verde, con la

foto de un tío engominado estampada en su carrocería. El vehículo lucía

también las siglas de un partido político al que, por su escasa relevancia en el

arco parlamentario, llamaremos a partir de ahora Partido Omega. Alrededor

del vehículo, bullía un grupo bastante nutrido de féminas. Todas sus miradas

se dirigían hacia un tipo vestido de traje que se encontraba reclinado con aire

chulesco junto a la furgoneta. Era el mismo tipo de la foto, ejerciendo de

macho alfa pese a que representaba al Partido Omega.

¿Ese tío no es…? dijo Pelayo.

Asentí antes de que pudiera concluir la frase.

 …Ramón Taboada corroboró Hernán, alucinado.

En todos los colegios hay siempre alguien que toma como modelo de

referencia vital a una persona equivocada. Ramón Taboada, a la sazón

antiguo compañero de clase, habría ganado un campeonato internacional de

existir la idolatría fallida como disciplina deportiva. Era un admirador irredento

de Mario Conde, y ya en los años ochenta, se vestía y se peinaba como él.

Hacía muchísimo que no lo veíamos, pero siempre habíamos creído que

aquello se le curaría con el tiempo, al fin y al cabo, yo mismo solía lucir por

aquella época un peinado agitanado como el de Mel Gibson en Arma Letal,

creyendo que me favorecía. Su caso tenía pinta de ser mucho más grave,

puesto que seguía manteniendo sus costumbres ochenteras aún cuando el

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mundo revisitaba en ese momento los setenta. Llevaba incluso una pulsera

con chinos de la suerte alrededor de su muñeca derecha, y todo ello, junto a

un moreno de solarium de lo más aceitoso así como los efectos beatíficos de

un blanqueamiento de dentadura excesivamente agresivo, le confería una

apariencia a caballo entre el macarra tabernario y el héroe tragicómico en

lucha perpetúa contra el tiempo.

Las chicas que le rodeaban, aun así, no daban la impresión de haber sido

pagadas de su bolsillo. Jóvenes e incautas como eran, se habían dejado

engañar por las apariencias. Nada más que eso. Y la verdad es que tenía su

lógica que lo hubieran hecho, independientemente de que estas apariencias

incluyeran aquel ridículo peinado y su no menos ridículo traje. De acuerdo

con la lógica televisiva, alguien tan hortera como Ramón sólo podía ser un

tipo importante o bien un pardillo, y en caso de tratarse de la segunda opción,

todavía mejor: la propia tele se encargaría de convertirlo en alguien

importante.

Las chiquillas reían histriónicamente cada uno de los gestos, no menos

histriónicos, de Ramón. Lo miraban arrobadas, mordiéndose los labios y

pestañeando nerviosas sin mirarse las unas a las otras a la cara. Él se hacía

el interesante frunciendo el entrecejo a lo Clint Eastwood al tiempo que se

pasaba la mano por sus cabellos apelmazados, sobre los cuales podía

leerse, adherido a la furgoneta verde como un subtítulo de una película de

humor negro, el siguiente eslogan: “Ramón Taboada: el futuro que estabas

esperando”. Una de las chicas le pasó una botella de calimocho y el

candidato deglutió la mitad del contenido de un trago entre los vítores de su

entregadísimo auditorio. Cuando terminó, dejó escapar un eructo

59
sobrecogedor, también recibido con algazara por las chicas, y elevó la mano

para saludarnos.

Pelayo resopló con fastidio al ver que nos había descubierto.

¿Qué hacemos? consulté con la mirada a Hernán. ¿Nos acercamos a

saludarle?

Hernán también resopló. Los aspavientos de Ramón eran cada vez más

grandilocuentes. Ya no se limitaba a saludar, exigía que acudiéramos hasta

él para intercambiar unas palabras. Después de todo, formábamos parte de

su electorado, como los niños y las viejas que los políticos besaban

sonrientes en los mítines. Caminamos hasta él a regañadientes, tratando de

dilucidar si debíamos reírnos de la situación o plañir por ella. Ramón era un

pobre hombre que sin duda movía a la hilaridad, lo había sido desde su más

tierna infancia, pero a diferencia de muchos otros mentecatos con los que

habíamos estudiado, había logrado conservar un halo de ingenuidad

panfilona, casi infantil, que le hacía caer más o menos simpático. No buscaba

hacer mal a nadie, ni siquiera convertido en político y, a su manera, era un

hombre de férreos principios. Los más importantes: pavonearse siempre y en

todo lugar con independencia de que la ocasión lo mereciera o no, no perder

ni la más mínima oportunidad de ligar con una chica, y tener siempre un tarro

de gel fijador a mano por si el viento soplaba con fuerza. A mi modo de ver,

era un programa tan respetable como otro cualquiera.

¿Cómo te va? preguntó. El rielar de sus piños marfileños nos cegó

momentáneamente.

No tan bien como a ti dijo Hernán.

Volvió a sonreír, cada vez con más intensidad.

60
Chicas, estos son Hernán, Gonzalo y Pelayo nos introdujo a su público,

que nos observaba en ese estado indefinido y expectante de quien no sabe

muy bien si alguien es importante o no, unos viejos amigos del colegio…

se acercó a nosotros al tiempo que extraía unos adhesivos y un fajo de

dípticos verdes del bolsillo de su americana, supongo que ya sabéis que

me presento a las elecciones explicó henchido de orgullo, aquí os dejo

unas cosillas para que os hagáis una idea de mi propuesta. ¿Os apetece una

copa?

Que va dije guardando todo el merchandising por donde podía, ya nos

íbamos.

¿Tan temprano? ¡Si la fiesta acaba de empezar!

Es que ya hemos estado bebiendo antes. Estamos un poco cansados.

¿Cansados? ¡Si tuvierais que levantaros todos los días para dar

entrevistas, soltar mítines y atender a fotocalls sí que estaríais cansados de

verdad! ¡Y ya me veis, aquí, dando el callo por el electorado!

Certificó su discurso con un largo trago a su copa. Luego inclinó la cabeza,

frunció los ojos, y nos envió una mirada curiosa.

¿A qué os dedicáis vosotros, por cierto? preguntó, Hernán ya sé que

es abogado, pero de Pelayo y de ti hace un huevo que no tengo noticias…

Digamos que nos dedicamos a nuestras labores intervino Pelayo, en

tono claramente hostil…

O sea, que las cosas no van demasiado bien…

Apreté los dientes con fuerza, incapaz de asentir por culpa de un inoportuno

arranque de orgullo. Pelayo se tuvo que restallar los dedos varias veces para

no perder los estribos.

61
No me entendáis mal prosiguió Ramón, conciliador, aunque ahora me

veáis así, con mi copa, mi cigarro y mis amigas, no soy ajeno a la realidad.

Sé mejor que nadie lo difícil que es encontrar un empleo en condiciones, por

mucho currículo que uno tenga.

Sí, la cosa está fatal rezongué con la esperanza vana de que una

coletilla de aquel calibre pudiera poner fin de una vez a la conversación.

No sé, tal vez os interese trabajar para mí. En la campaña, quiero decir. La

verdad es que todo me lo curro yo solo y es un poco agotador. Me vendría

bien un poco de ayuda…

La propuesta nos cogió absolutamente desprevenidos. Estábamos tan

ensimismados en nuestro desprecio por aquel pimpín devenido en político

peterpanesco que ni siquiera habíamos llegado a considerarlo un posible

patrón. Pelayo me miró desconcertado, y en su mirada pude ver una especie

de esperanza reticente. A ninguno de los dos nos importaría lo más mínimo

trabajar para él siempre y cuando pagara más que el Partido Alfa. Ramón

podría ser un meapilas, pero seguro que nos trataría de una forma más

respetuosa que Rana y los suyos si, en efecto, acabábamos engrosando sus

filas electorales.

A ver, el trabajo no estaría remunerado dinamitó todas nuestras

ilusiones. Lo que sí es que tras las elecciones no me olvidaría de vosotros,

ya sabéis lo que quiero decir…

Sonreí. Una cosa era que se hubieran esfumado todas nuestras posibilidades

de no tener que lidiar nunca jamás con los del Partido Alfa, y otra muy distinta

que no me resultara terriblemente enternecedor que Ramón Taboada, en su

62
ingenuidad, creyera que podía tener oportunidades de hacerse con una

porción de la tarta del poder. Incluso nosotros, que éramos unos ignorantes

como la copa de un pino en lo que a política se refería, sabíamos que el

bipartidismo imperante no dejaba ninguna opción al resto de las candidaturas

de gobierno salvo a los nacionalistas. Y el iluso de Ramón no tenía otra patria

más que su espejo. Ni siquiera bailaba en el festival de danza del colegio

porque decía que el traje regional no hacía justicia a su culo.

Se agradece la oferta dije, pero ya sabes que nunca hemos sido

demasiado políticos.

Ni trabajadores, por lo que veo ironizó.

Pues supongo que tampoco…

Al menos votaréis por mí, ¿no?, recuerdo que te di mi voto cuando te

presentaste a delegado en quinto.

Yo también lo recordaba. La victoria me había convertido en el único alumno

de la clase que tenía acceso a las huchas donde se guardaba el dinero del

Domund, y gracias a este privilegio había podido sufragar durante todo el

curso todos mis gastos de repostería y gominolas.

Fui el único que se presentó puntualicé.

Aun así. Un voto es un voto.

Primero me leeré el programa mentí fingiendo una honestidad que por

aquel tiempo aún no existía, luego ya veremos lo que hago…

Confió en ti me guiñó un ojo. Y en vosotros también, ¿eh? hizo lo

propio con Hernán y con Pelayo. ¿Seguro que no os apetece una copa?

Las camareras son todas amigas mías…

63
Negamos con la cabeza, nos despedimos de él deseándole la mejor de las

suertes en los comicios y emprendimos el regreso a casa. Solos,

cariacontecidos, hastiados, como siempre.

Antes de meterme en cama, me pregunté frente al espejo del cuarto de baño

si un simple viaje a Laponia podría cambiar las tornas o si, por el contrario,

nuestros buenos propósitos caerían en el mismo saco roto que las promesas

de todos aquellos políticos que estábamos conociendo.

Tuve que tomarme dos pastillas de Dormidina para conciliar el sueño.

64
2 DE MAYO

CHICAS NUEVAS EN LA OFICINA

Transcurrido el fin de semana, Lo primero que vimos al entrar en el local del

Partido Alfa con la intención de etiquetar una nueva remesa de sobres fue a

Belarmino Rana abalanzándose sobre Pepe con las garras extendidas a lo

león rampante. Nazareth, desde una esquina, animaba al concejal en su

arrebato de ira. Los papeles volaban por todas partes al tiempo que las

respiraciones se embravecían. Olía a violencia. El fragor de la batalla era tan

enconado que tuvimos que terciar para separar a los combatientes e impedir

que se desollaran mutuamente. Rana desaprobó nuestra intervención con

una mirada furibunda que, por fortuna, no llegó a mayores.

En aquel momento aún desconocíamos el motivo de la disputa (sabríamos

pasados un par de días que había comenzado a raíz de que Rana hubiera

escuchado por boca de Nazareth que Pepe nos trataba demasiado bien),

pero su saldo no pudo perjudicar más nuestros intereses, ya que el

coordinador fue inmediatamente relegado de la organización de la campaña,

siendo sustituido por el propio Rana y por su esbirra-espía, Nazareth.

No hace falta decir que las cosas cambiaron bastante a partir de entonces. Lo

que hasta el momento había sido un trabajo mecánico y aburrido, pasó a ser,

en apenas un par de horas, un trabajo mecánico y aburrido severamente

supervisado, o lo que es lo mismo, un trabajo en el que cada dos o tres

minutos irrumpía alguno de los dos miembros de la pareja basura, echando

fuego por la boca, para llamarnos catetos, forzarnos a acelerar nuestros

65
movimientos o amenazar con reducirnos el sueldo cuando no con sustituirnos

por mano de obra asiática, entre otras muchas lindezas.

Tal vez lo único positivo de la jornada fuera la incorporación al equipo de

trabajo de dos nuevas asalariadas, que, como si de un dúo de niñas prodigio

de los años setenta se tratara, respondían a los nombres de Mari Pili y

Pamela. La primera de ellas tendría unos treinta y cinco años. Era muy alta,

más que Pelayo y que yo. Sus dientes habían amarilleado considerablemente

por efectos del tabaco y tenía una tez tan pálida que parecía diluirse bajo la

luz de los tubos de neón. Hablaba con voz grave, supongo que también a

causa del tabaco, lucía dos enormes ojeras y vestía de acuerdo con la moda

vigente cinco años atrás. Al igual que nosotros, no daba la impresión de estar

pasando un buen momento (por algo estaba allí), pero a diferencia de

nosotros, trataba de sobreponerse al yugo de las circunstancias forzando

sonrisas, conversaciones y afabilidad. Fue el primer trabajador que nos habló

desde el inicio de nuestra colaboración con el Partido Alfa, y de no ser porque

Rana y Nazareth montaban en cólera cada vez que tratábamos de

comunicarnos con ella, le habríamos respondido con idéntica cordialidad,

pues el resto de los empleados seguían empecinados en evitar todo proceso

de interacción social.

Su amiga Pamela no era tan extrovertida, pero la forma en que sonreía y

suscribía en silencio cada una de sus palabras la situaba, pese a todo, muy

por encima de los demás colaboradores en cuanto a capacidad de empatía.

Rondaba los veinticinco, era pequeña y menuda, y tenía un rostro de rasgos

muy armoniosos, enmarcado en una melena morena brillante y sedosa.

Cuando se pasaba las manos por el pelo, toda la estancia olía

66
repentinamente a cerezas. No pude evitar sentirme atraído por ella desde el

primer momento. Me harté de mirarla una y otra vez, como un psicópata en

celo, al tiempo que etiquetaba los sobres. En alguna ocasión, ella me

correspondió, escondiendo acto seguido sus preciosos ojos color almendra

tras las virutas amontonadas de los adhesivos. Llegué a tener una erección

de escándalo por su culpa minutos antes de la conclusión de la jornada

laboral. Al regresar a casa y darme cuenta de que aquel había sido el punto

álgido del día, me sentí tan frustrado como el personaje de Kevin Spacey en

American Beauty, con la diferencia de que yo ni siquiera contaba con el

consuelo de protagonizar una entretenida película antiheroica sobre familias

disfuncionales, sino un producto de vanguardia, insulso y carente de todo

sentido, que no interesaría ni a los seguidores más atildados de Jean Luc

Godard.

67
5 DE MAYO

SIN PERDÓN

Un hombre puede perderlo todo, del orgullo a la esperanza pasando por el

dinero o la fe en el amor verdadero, pero no es hasta que la cosa se pone tan

cuesta arriba que se ve obligado a deshacerse de sus principios morales,

responsables casi siempre del resto de las pérdidas, cuando empieza a

dolerle realmente el alma por la debacle de la propia identidad.

Antes del tres de mayo de 2003 yo jamás había estado en mitad de un

chanchullo o mamoneo que pudiera perjudicar a terceros a cambio de un

beneficio egoísta. El tres de mayo de dos mil tres, en cambio, entré de lleno

en el juego de los nepotismos, que durante tantos años había criticado

duramente, al aceptar que mi madre, enfurecida porque no me hubieran

concedido finalmente la beca a pesar de las cartas de preadmisión de las dos

universidades extranjeras, moviera ciertos hilos a fin de que el destino

volviera a sonreírme. Opuse cierta resistencia al principio, pues no sólo era

que considerase aquellas prácticas algo abominable desde el punto de vista

ético, sino que también estaba convencido de que habían sido justo esas

prácticas las causantes de mi ruina personal (a alguien había que culpar),

pero al final, la capacidad de persuasión de mi progenitora, con argumentos

tan revenidos como “el mundo funciona así” o “si no te aprovechas tú alguien

terminará aprovechándose por ti”, y sobre todo el cansancio que me producía

tener que escucharlos de forma inmisericorde durante horas, me obligaron a

claudicar.

68
Cinco minutos de conversación telefónica más tarde, pasé de estar fuera de

las listas de beneficiarios de la beca, a ser el primer suplente, una auténtica

proeza teniendo en cuenta que la documentación que había aportado para

solicitar la ayuda seguía siendo la misma, salvo por el hecho de que me

había crecido un poco el pelo desde entonces con respecto a la foto del

currículo. No cabía duda de que el mundo funcionaba en los términos que

había expuesto mi madre, como si, debajo de todo el tejido democrático,

igualitario y legal que regía nuestra sociedad, hubiera todo un Ministerio de

Podredumbre rigiendo a dedo los destinos del mundo.

Puede que muchos otros se hubieran alegrado por la noticia, pero yo no. La

mala conciencia por haber cruzado la línea me atormentó durante todo el día.

Y al mismo tiempo, me produjo una gran frustración saber que todos mis

méritos no habían bastado ni para hacerme con el puesto de suplente,

insatisfactorio por su propia naturaleza, y que, pese a ello, estaba obligado a

rendir pleitesía sempiterna al Ministerio de Podredumbre por reubicarme en

un lugar tan privilegiado de la lista, a la espera de que alguien de los que me

precedían decidiera renunciar. Me imaginé a mi madre hablando de nuevo

por teléfono, a fin de que asegurarse de que tal renuncia se produjera, y sentí

que un escalofrío me recorría la espalda al visualizar la escena de un

burócrata frío y calculador degollando en la penumbra a un pobre empollón

con un cuchillo de deshuesar jamones. El mundo funcionaba así. Y, además,

dicho funcionamiento no era estrictamente unidireccional, con lo cual también

era posible que la madre o el padre del segundo suplente pudieran pagar a

aquel mismo hombre para que me borrara del mapa.

69
Me sentía como una película de Woody Allen: mediocre, histérico y

sobrevalorado.

Para más INRI, en cuanto hice acto de presencia en el local electoral del

Partido Alfa, Nazareth se ocupó de colocarme de nuevo entre la espada y la

pared.

¿Quieres ser interventor el día de las elecciones? fue su pregunta.

Yo no tenía ni idea de en qué consistía eso tan raro de “ser interventor”,

aunque no me sonaba demasiado bien. Le pedí que, dentro de lo posible,

pues tenía una pronunciación levemente gangosa, se explicara mejor.

Ahora entiendo por qué has terminado aquí dijo con sarcasmo. Los

interventores son las personas que durante las elecciones garantizan a cada

partido que las votaciones son correctas, una especie de policías de las

urnas.

Recordé que a mi hermana le había tocado en suerte más de una vez ejercer

de presidenta de mesa en los comicios, así como la cara de bibliotecaria

pusilánime que se le había quedado tras pasarse más de doce horas en el

colegio electoral aguantando a todos los ancianos del barrio que, en otras

circunstancias, tendíamos a esquivar porque no sabían decir otra cosa más

que “estáis hechos unos pollitos” o “de la nariz para arriba sois iguales que

vuestro padre, y de la nariz para abajo, en cambio, clavaditos a vuestra

madre”, y negué con la cabeza. Ya me había introducido demasiado en el

cenagal de la política. Si seguía avanzando, corría el riesgo de regurgitar

fango por el resto de mis días.

¿Estás seguro? insistió ella, pagamos setenta euros, además de un

bocata, un refresco y una pera conferencia para la comida.

70
Pronunció “pera conferencia” con el mismo enardecimiento con el que

Joaquín Prat hablaría de un apartamento en Torrevieja en el programa El

Precio Justo. Casi me convence.

Reconozco que lo de la pera resulta tentador dije, pero creo que paso

de todas formas…

Puso las manos en jarras, como ofendida.

Pues tu amigo Pelayo me ha dicho que sí dejó caer.

¿En serio? pregunté muy escéptico, ya que Pelayo e “interventor” no

eran conceptos que hasta entonces hubiera juzgado complementarios.

Te lo prometo. Si quieres puedo ponerte en la misma mesa que él…

Tanta amabilidad comenzaba a resultarme sospechosa. Una persona que me

odiaba insistía con buenas maneras en que realizara un trabajo no del todo

mal remunerado, en compañía de mi mejor amigo, y con el aliciente de recibir

por la cara un menú con pera conferencia incluida para el almuerzo. Era

como meterse en una página pornográfica de Internet y que no comenzaran a

saltar ventanas con links especulares de pago hacia los rincones más

lúbricos del ciberespacio. No me lo creía.

¿Cuál es el truco? inquirí finalmente.

No hay ningún truco. ¿Lo tomas o lo dejas?

Como siempre que no era capaz de tomar una decisión, saqué una moneda

de un euro y me lo jugué a cara o cruz. Salió que sí. Nazareth me tomó los

datos, sonrió con perfidia, y desapareció. En cuanto a mí, me incorporé al

trabajo en la sala de juntas y procedí a introducir más propaganda en la

nueva remesa de sobres etiquetados dos días antes. Ni siquiera pude

preguntarle a Pelayo si realmente él también había aceptado la oferta de

71
Nazareth porque Belarmino Rana estaba especialmente susceptible ante

cualquier sonido no desencadenado por el contacto de nuestras manos

contra los sobres y rugía hecho un basilisco, a modo de protesta, cada vez

que alguien se atrevía a pronunciar cualquier palabra.

Así que me pasé la jornada, una vez más, escudriñando el fascinante rostro

de Pamela mientras trataba de contener mis erecciones para que no

perturbaran la paz espiritual de Rana. La novedad estaba en que no era el

único que parecía interesado en la muchacha, pues el adolescente de la

mirada torva, visiblemente enfurruñado, comenzaba también a observarla

entre mirada amenazante y mirada amenazante a mis tímidos ojos. Esta

tensa situación, aderezada por un silencio plúmbeo y atosigante, hacía que

empezara a echar de menos el paisaje sonoro del resto de la realidad. Me

detuve por un momento, miré a mi alrededor con atención, y descubrí que

sobre una estantería repleta de libros polvorientos había un viejo radiocasete.

Belarmino Rana se dio cuenta al instante de que faltaba un instrumento en su

sinfonía de ensobradores zombificados y se plantó frente a mí con la frente

caramelizada por un montón de arrugas aviesas.

¿Cómo le va a las musarañas? preguntó.

Disculpe que se me haya ido el santo al cielo, señor Rana le respondí en

el tono más diplomático que logré encontrar en mi limitado repertorio de

soniquetes conciliadores, es que se me ha ocurrido que tal vez sería una

buena idea poner algo de música, para hacer más entretenido el trabajo, más

que nada.

Todos los empleados dejaron de ensobrar a la vez. Rana se volvió hacia

ellos, desafiante, y no tuvieron más remedio que reemprender el trabajo,

72
aunque esta vez mirando con el rabillo del ojo cómo discurría la conversación

entre el concejal y yo.

¿Música? dijo con repugnancia Rana. ¿Acaso te parece esto una

discoteca? ¡Menos samba e máis traballar!

No me arredré. Le tenía más miedo al silencio que a aquel mequetrefe con

delirios de grandeza.

Ponga aunque sea la sintonía del partido, por Dios le supliqué. ¿No ve

que esto es inhumano?

Su rostro adquirió un inequívoco matiz ladino al escuchar el adjetivo

“inhumano”. Con esa reacción pretendía dar a entender que, efectivamente,

se daba cuenta de que era una situación inhumana, sólo que no le importaba

lo más mínimo. Iba a explicármelo de manera ya verbal cuando una voz a sus

espaldas le arrebató la palabra. Se trataba del cuarentón del cráneo

cuadriculado, que no vacilaba en mantenerle la mirada, como si entre ambos

existiera algo más que una simple relación de esclavitud.

El muchacho tiene razón me defendió inesperadamente. Un poco de

música nos ayudaría a trabajar mejor.

El silencio entre ambos se prolongó durante unos segundos mientras sus

ceños fruncidos se devoraban mutuamente. Yo me quedé anonadado

observando la situación e intuí de inmediato que aquel cuarentón cabizbajo

escondía más de un secreto. La impresión se vio ratificada por un

asentimiento del propio Rana, el primero de los dos que retiro la mirada del

enemigo.

De acuerdo dijo, pero no muy alta, que además de vosotros hay más

gente trabajando.

73
A continuación cogió el radiocasete, limpió su superficie polvorienta con la

bocamanga de su americana, lo depositó sobre la mesa, lo enchufó y accionó

el interruptor de encendido. De la pletina principal saltaron unas cuantas

chispas. Las luces parpadearon por un breve instante y luego se apagaron

por completo. Olía a cable quemado por toda la estancia. Me di cuenta de

que Rana se había caído de culo al suelo por el percance y me acerqué

hasta él para ofrecerle mi ayuda. A regañadientes, el concejal agarró mi

mano y se puso en pie, sacudiéndose la americana muy enfadado.

¡Que alguien vaya a mirar los fusibles! clamó fuera de sí ¡Aprisa!

Fue el propio cuarentón quien se puso en pie, en mitad de la penumbra, para

acatar la orden. Entonces me fijé en algo que hasta el momento se me había

pasado por alto, y es que aquel hombre arrastraba una cojera considerable

en su pierna derecha, pese a la cual no titubeaba en avanzar a través de la

sala con la misma actitud desafiante de antes. Me recordaba, en cierta

manera, al Clint Eastwood del inicio de Sin Perdón, en tanto que Rana, más

que al sheriff inclemente interpretado por Gene Hackman, me recordaba al

personaje del inglés pretencioso y arrogante al que daba vida Richard Harris,

con la salvedad de que el actor inglés jamás luciría un traje tan horrible como

el del concejal ni siquiera por exigencias de guión.

¡Vosotros, seguid trabajando! ordenó. ¡Para ensobrar no se necesita

luz!

Y así, sumidos en las tinieblas, en compañía de una caricatura de demonio,

consumimos otras diez horas de nuestras vidas que podríamos haber

empleado, por ejemplo, en leer el Ulises de James Joyce en lugar de en

74
servir de correas de transmisión entre centenares de folletos

propagandísticos y sus correspondientes e incautos destinatarios.

Con lo que le habían luchado nuestros mayores por conseguir la democracia

(es un decir, pues, que yo sepa, el tirano murió de viejo en su cama), sólo

faltaba que ahora nosotros no lucháramos para que llegara

convenientemente ensobrada a todos los domicilios. La historia nos había

tomado como rehenes y, hasta que solventáramos todas nuestras deudas

con ella, Finlandia sólo sería un país más de los que nunca votaban a

España en Eurovisión.

75
6 DE MAYO

SAME SHIT, DIFFERENT DAY

La muchacha de la que me había enamorado en Florencia se llamaba

Carolina. Como ya he dicho anteriormente, solía soñar con ella al menos una

vez por semana. Lo que ya no me ocurría con tanta frecuencia era que, en

mitad del sueño, su rostro vestal transmutara en el del egregio político

Manuel Fraga Iribarne y me obligara a jugar con él a la PlayStation,

concretamente a un juego de gimnasia llamado Eye Toy Kinetic, hasta el

amanecer. Mi subconsciente se estaba desmadrando. Ya no respetaba ni los

recuerdos idealizados de un pasado que nunca volvería. Y eso era grave, si

bien no tanto como cuando había soñado que utilizaba el poder de ralentizar

el tiempo a lo “bullet time” para cantar coplas vestido de faralaes en el Liceo

de Barcelona, durante el día de la díada, acompañado por un coro de

aborígenes con elefantiasis genital.

Una amiga psicóloga, que solía desternillarse con el relato de estas

ensoñaciones, me sugirió en su momento que, si mi imaginación perdía el

norte con tanta facilidad y recurrencia por las noches, había una buena razón

para ello: mantener el equilibrio con respecto a la vida real,

desgarradoramente prosaica, anodina y goyesca (no en el sentido clásico del

adjetivo, sino en el sentido de que era tan aburrida que bien podría ganar un

Premio Goya a la mejor película). Daba un poco de pena que esta amiga mía

hubiera tenido que invertir cuatro años de su existencia estudiando psicología

para llegar a una conclusión semejante, claro que siempre era mejor eso que

haber estudiado un máster de más de un millón de pesetas en cinematografía

76
que sólo servía para que te repudiasen aún más en el sector por pijo, como

había hecho yo en uno de mis típicos alardes de inteligencia “memocional”.

En cuanto al trabajo, no hubo grandes novedades. Sólo ensobramos dos

horas y sin Belarmino Rana supervisándonos, puesto que estaba reunido con

el alcalde y el resto de su equipo de gobierno para repartirse el bacalao

postelectoral, o dicho de una manera más eufemística, para determinar el

orden en que aparecerían los candidatos del partido en las listas electorales.

De acuerdo con los sondeos, tenían garantizada su permanencia en el

ayuntamiento por el Partido Alfa entre diez y once concejales, con lo cual los

números once y doce quedaban condenados a una ansiedad equina hasta el

día de las elecciones. Lo comenté con Pelayo y éste manifestó su deseo de

que alguno de esos dos puestos lo ocupara Belarmino Rana para que

sufriera; y aunque yo deseaba con igual vehemencia la desgracia para el

capitoste, temía en mi fuero interno que, de producirse tal situación, nosotros

fuéramos los principales perjudicados; por ello me conformaba con el anhelo

de que lo abdujeran unos selenitas como conejillo de indias a fin de calibrar la

calidad de sus equipamientos quirúrgicos para el prolapso severo de ano. O

algo similar.

Nazareth sí se encontraba en el local, pero estaba tan concentrada en sus

chácharas con incautos a través de Internet que no nos prestaba atención

alguna. Sonreía y babeaba frente a la pantalla mientras trataba de buscar en

sus archivos alguna foto que diera el pego. Nada más que eso. Y nosotros,

claro está, aprovechamos la tesitura para mantener las conversaciones que

el día anterior Belarmino Rana nos había impedido mantener con nuestras

nuevas compañeras de trabajo, Mari Pili y Pamela. No transcribiré nada de

77
ellas porque la verdad es que dejaron bastante que desear. Mari Pili nos

acribilló con chistes de ingleses, franceses y españoles, lo cual animó al

periodista uruguayo a hacer lo propio con chistes de gallegos, el cuarentón se

limitaba a decir de vez en cuando “ese ya me lo sabía”, Pamela asentía o, a

lo sumo, dejaba escapar un monosílabo; la chiquilla de las cejas frondosas, la

mujer con aspecto de espectro de película japonesa y el gorila adolescente

permanecían inalterables ensobrando cartas tal cual tres tristes tigres, Pelayo

se desmarcaba de la tónica habitual con chistes de mal gusto del estilo

“¡mamá, mamá el vecino me ha dicho que si le chupaba la polla me daba

estos pendientes!” y yo, entre chiste y chiste, trataba de impresionar a las

nenas con el relato hiperbólico de alguna correría del pasado de la que

apenas me acordaba, quedando así cada vez peor frente a Pamela, quien ya

ni se molestaba en mirarme al haberme tomado, con razón, por un idiota

altisonante con ganas de dar la nota.

Terminé echando de menos el silencio de día anteriores, ya que éste permitía

la existencia de cierto misterio respecto a nuestras mediocres

personalidades. Uno se sentaba frente a la persona desconocida, la miraba

de reojo, y elucubraba una posible biografía para ella. Y viceversa. Pero del

mismo modo que el enamoramiento enfermizo se desvanece tras escuchar y

oler la primera ventosidad de la persona amada (al menos eso dicen los

expertos en la materia), está comprobado que el interés por otros individuos

aparentemente enigmáticos se resquebraja en cuanto dichos individuos

empiezan a contar chistes para tratar de caer bien. En este sentido, el

cuarentón, el bigardo, la jovencita y el fantasma habían demostrado una

mayor inteligencia o, simplemente, una mayor abulia.

78
Cuando la jornada concluyó y regresé a casa lo primero que hice fue

conectarme a Internet y consultar mi correo electrónico. Presentía que iba a

toparme con otra mala noticia. Y por descontado, acerté. Un mensaje en la

bandeja de entrada me alertaba de que en breve tendría que examinarme del

TOEFL, un examen de inglés para extranjeros (Test of English as a Foreign

Language) que exigían la mayor parte de las universidades británicas como

requisito para acceder a ellas. Yo había tenido la suerte de haber estudiado

un año en Estados Unidos justo después de concluir la licenciatura por medio

de una bolsa de intercambio, y mi inglés era decente, (sobre todo teniendo en

cuenta que los profesores que habíamos tenido en la escuela primaria y

secundaria tenían una pronunciación y un nivel de fluidez en este idioma

similar a la de un somormujo lavanco ebrio), sin embargo, esto no había sido

suficiente para que los severos burócratas británicos me permitieran saltarme

el trámite. Tal vez a causa de las diferencia dietéticas, allí las cosas no

funcionaban como aquí. El caso es que el examen se avecinaba y yo ni

siquiera sabía en qué iba a consistir exactamente, así que me conecté a la

página web oficial del test de marras y me descargué un ejemplo de examen

de otros años. Respondí a todas las preguntas con gran seguridad en mí

mismo, pero cuando consulté los resultados, mi puntuación había estado por

debajo del listón establecido por las universidades como mínimo para el

ingreso en ellas de estudiantes extranjeros. Aturdido por la sorpresa,

sintonicé un canal de televisión inglés a través de mi proveedor de televisión

vía satélite y caí en una especie de trance agónico al constatar que ya no me

enteraba de nada de lo que decían en él. Lo intenté con otros dos canales y

tampoco hubo progresos en la decodificación del idioma. Aquello significaba,

79
a efectos prácticos, que iba a tener que estudiar para aprobar el examen y,

dado que la campaña estaba a punto de comenzar oficialmente, con la lógica

intensificación de los horarios de trabajo, no se me ocurría de dónde iba a

sacar el tiempo para hacerlo.

Por si esto no bastase, uno de los comentarios de texto del examen de

prueba hablaba sobre la esquizofrenia, explicando con todo lujo de detalles

que este trastorno psiquiátrico se podía adquirir fácilmente tras una situación

prolongada de estrés. Yo, que me había convertido en un hipocondríaco de

record Guinness a raíz de una crisis de ansiedad sufrida con veinte años

como consecuencia de la ingesta de un flan sazonado con sustancias

estupefacientes variadas, sentí que se me formaba un nudo en el estómago.

Me acordé de Marcos, de las cuchillas de afeitar que había ido a comprar, y

del programa de sucesos Gente. También de Belarmino Rana, no sé por qué.

Luego me tuve que tender en el sofá y respirar cinco veces seguidas en

profundidad para recomponerme. Una vez conseguí relajarme, encendí la

tele en busca de algo de distracción. Lo que vi me volvió a robar el aliento: un

tren había descarrilado a las afueras de Helsinki, causando la muerte de más

de cincuenta personas, muchos de ellos mochileros de vacaciones

procedentes de diversos países europeos. Era algo absurdo tratar de no

tomárselo como una señal.

Si el insomnio no me hubiera impedido conciliar el sueño durante toda la

noche pese a mi adicción a la Dormidina, seguro que, con Manuel Fraga o sin

él, habría tenido unas pesadillas de lo más interesantes…

80
8 DE MAYO

ENCRUCIJADA

Después de un día de descanso, que empleé en estudiar a conciencia el

TOEFL, consciente de que iba a ser la última oportunidad que tendría para

hacerlo, el Partido Alfa volvió a requerir mis servicios a las siete de la mañana

(sospecho que Nazareth me telefoneaba desde la ducha a esta hora tan

intempestiva sólo para fastidiarme) del día previo del arranque oficial de la

campaña.

Se trataba, de nuevo, de repartir propaganda por las calles de la ciudad, y de

nuevo, nos volvió a tocar en gracia (es un decir, pues Belarmino Rana ejercía

de mano inocente en el reparto de distritos) otro de los sectores menos

prósperos del mapa: también un polígono de hormigón coloreado, de

protección oficial, que se extendía en un radio de aproximadamente dos

kilómetros alrededor de una superficie comercial famosa por su alto índice de

hurtos y sus desfiles de moda con famosos de tres al cuarto como jurado en

el que hordas de quinceañeras ligeras de ropa se disputaban cada estación

variopintos títulos de Miss.

Ésa era la mala noticia. La buena ni siquiera podía asegurar que fuera buena

realmente: Rana se había quedado fuera de los once primeros puestos de la

lista electoral, así que se jugaba su futuro político con aquella campaña. O lo

que es lo mismo: dependía de que nosotros realizáramos correctamente

nuestro trabajo para sobrevivir en la jungla del poder. Al principio, me

congratulé por su fracaso. Alguien de su calaña no se merecía más, pero en

cuanto lo pensé mejor, comencé a temer que su lógico estado de nerviosismo

81
sumiera nuestro, ya de por sí ajetreado periplo democrático, en una zozobra

constante. Y a juzgar por los rudos modales en que se dirigió a nosotros

durante el reparto de tareas, mis miedos no estaban infundados. Parte de su

mal humor lo había causado un murmullo que desde primeras horas de la

mañana circulaba impunemente por los pasillos del local electoral del Partido

Alfa, el cual aseguraba que el alcalde, descontento con el modo en que Rana

acometía la campaña, planeaba rehabilitar a Pepe como coordinador de la

misma.

Otro jugoso rumor me lo proporcionó Mari Pili justo antes de abandonar el

local electoral en dirección a nuestros respectivos distritos. Según ella, el tipo

del cráneo cuadriculado, de nombre real Germán, había sido un miembro

importante del partido, sólo que tras haberse quedado cojo por culpa de un

accidente de circulación, su carácter se había agriado, perdiendo numerosas

simpatías políticas por ello, hasta el punto de que los mandamases

decidieron un buen día relegarlo varios puestos en el orden de prioridad de

las listas electorales. En aquel momento, siempre de acuerdo con la versión

de Mari Pili, ocupaba el puesto numero trece, justo por debajo de Belarmino

Rana, quien, a diferencia de él, se había granjeado en menos de una

legislatura el favor de la cúpula directiva de la organización casi al completo.

La rivalidad entre ambos era encarnizada, y explicaba en cierta medida la

tensión que se respiraba en el ambiente cada vez que se veían obligados a

interactuar, así como el hecho de que Germán estuviera trabajando en la

campaña desde el primer día en las mismas condiciones de precariedad que

nosotros. Lo que nadie sabía decir a ciencia cierta era si perseguía con ello

salvar el propio pellejo o hundir a Belarmino Rana desde dentro. Mis

82
esperanzas estaban depositadas en la segunda opción, ya que, de ser así,

podríamos llegar a contar algún día con un aliado de excepción en nuestros

rifirrafes con el concejal. Sólo había que esperar a que la hostilidad creciera y

luego aprovechar para meter cuanta más cizaña mejor en contra de Rana. Ya

no se trataba únicamente de ganar el dinero necesario para ir a Finlandia en

el menor periodo de tiempo posible, sino de asegurar al mismo tiempo que la

carrera política de nuestro jefe no sobreviviera a la campaña electoral.

Me excitaba sobremanera la idea de acabar con las aspiraciones municipales

de aquel mamarracho trajeado, se me escurría la sonrisa sólo de imaginar su

fin, casi podría decir que había encontrado una razón para vivir en mi odio y

desprecio por él. Lamentablemente, vivíamos en un mundo imperfecto donde

la justicia poética rara vez intercedía a favor de los desvalidos, por lo que

seguíamos siendo nosotros quienes estábamos sometidos a sus órdenes, y

mucho peor todavía, quienes tenían que repartir cientos de folletos

propagandísticos por toda la ciudad a fin de asistirle en su intento

desesperado por conservar el cargo. Nos encontrábamos en un atolladero.

Nuestro interés por viajar a Finlandia era del todo incompatible con nuestro

deseo de defenestrar a Rana. No podíamos obtener el dinero con el que

sufragarnos la huida al país escandinavo si no realizábamos correctamente

nuestro trabajo, y a la inversa, si queríamos vengarnos del concejal, no nos

quedaba otra que tomarnos a chirigota nuestro empleo como asistentes de

campaña. Pelayo, ante la gravedad de la disyuntiva, recurrió a la sabiduría

que le había conferido el visionado, a lo largo de muchos años, de cine para

adolescentes made in Hollywood, y propuso, a modo de carta blanca, dejar

83
de pensar y hacer lo que nos pidieran nuestros corazones. Me pareció una

buena idea.

Y mi corazón, aquel día, me pidió a gritos deshacerme del contenido de los

carritos, pasar olímpicamente de mi trabajo, e invertir la mañana tumbado a la

bartola en el césped mullido de los alrededores del centro comercial. Era

curioso que el corazón de Pelayo hubiera tenido exactamente el mismo

antojo. Así que, avalados por el sistema democrático, en su modalidad

mayoría absoluta, introdujimos toda nuestra carga en varias bolsas de

plástico repletas de piedras y las arrojamos al río, ya tan contaminado

habitualmente que ni el vecino más observador vería en toda aquella basura

sumergida algo fuera de lo común. A continuación, buscamos un recodo de

césped alejado de miradas indiscretas y nos tendimos a dormir en él hasta la

hora de comer. No nos quedó más remedio entonces que erguirnos para ir a

comprar un par de hamburguesas y de refrescos en el McDonalds, aunque

regresamos tan rápido como pudimos a nuestra pequeña porción de paraíso

no fuera a ser que alguien nos la arrebatase. La digestión se prolongó

durante más de cuatro horas. Para cuando llegó el crepúsculo, y con él, el fin

de nuestra jornada laboral, estábamos tan cansados de no hacer nada que

nos permitimos el lujo de sonreír. El trabajo, después de todo, sí que

liberaba…

84
9 DE MAYO

DESASTRE ECOLÓGICO

Nunca llegué a comprender demasiado bien cómo, si la campaña arrancaba

oficialmente la fecha que encabeza estas líneas, nosotros ya llevábamos

unos cuantos días dando el callo por el Partido Alfa. Mi sexto sentido me

decía que había algo antidemocrático, y puede que hasta ilegal, en ello, pero

como necesitábamos trabajar cuantas más horas mejor, independientemente

de que las pagaran a tres euros con cincuenta, no hicimos ningún tipo de

pregunta o comentario al respecto. Lo importante era seguir acumulando

monedas, al igual que había hecho en su momento el primer panadero de la

ciudad que se había atrevido a vender barras de pan los domingos y que, a

estas alturas, ya estaría instaladísimo en Laponia, o donde fuera que

apuntara su sueño, riéndose de todos los negociantes que, en aquellos

tiempos revueltos, solían esperarle a la puerta de su establecimiento los fines

de semana para propinarle capones en la sesera a modo de advertencia. Por

analogía con este caso delirante pero real, nos convenía mantener la boca

cerrada para evitar que el resto de los partidos se tomaran el asunto de los

plazos de trabajo como algo personal y acabáramos pagando mercenarios

por pecadores. Sobre todo en mi situación. Si al final el Ministerio de

Podredumbre conseguía que me concedieran la beca (y según mi madre,

había cerca de un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que me

llevara el gato al agua, algo que seguía sin saber si debía alegrarme o no),

tendría que cuidarme mucho, pero mucho, mucho, de los capones, que,

85
como todo el mundo sabe, son enormemente perjudiciales para el correcto

desarrollo cerebral de los doctorandos.

El pistoletazo de salida de la campaña trajo consigo, además de un mayor

trasiego en la sede del Partido Alfa, la confirmación de los rumores del día

anterior sobre Pepe. El coordinador desdeñado reapareció en el local

electoral con el orgullo propio de quien se sabe imprescindible y una sonrisa

victoriosa en sus labios. Desfiló altanero por el pasillo, saludó a todo el

mundo y se puso a trabajar. Belarmino Rana tragó saliva. La reincorporación

de Pepe suponía una disminución de su volumen de trabajo, así como un

trasvase de responsabilidades a todas luces lenitivo, pero, al mismo tiempo,

minaba su imagen como líder ante los trabajadores y el partido, pues por

mucho que fuera un cargo electo supuestamente dotado de grandes

habilidades organizativas, la realidad acababa de demostrar que necesitaba

los servicios del último mono de la organización, después de haberlo

despedido, para que todo el asunto de la campaña no se le fuera de las

manos. Me imagino que, justo por ello, Rana se vio obligado a recauchutar su

imagen pública recibiendo a Pepe mediante una sonrisa impostada y un

abrazo de diseño.

Ya te encargas tú de éstos, ¿no? le preguntó mientras nos señalaba con

el rabillo del ojo.

Pepe asintió con cierto regodeo. Nos saludó enarcando las cejas

amigablemente. El ceño del concejal describió justo el movimiento contrario,

y cuando hubo considerado que la escena ya había durado demasiado, se

exilió a su despacho. Pepe se dispuso entonces a organizar el plan de

trabajo, por una vez, bastante variado: de mañana nos dedicaríamos a pegar

86
carteles y, ya de tarde, buzonearíamos por las zonas de la ciudad que aún

quedaban pendientes.

Yo nunca había pegado carteles, pero, desde pequeño, me había parecido

un trabajo de lo más interesante. Las sustancias viscosas como el

pegamento de cola me apasionaban, y eso de recorrer las calles de la ciudad

armado con cubos, esponjas y rollos de papel, por tratarse de una misión

solitaria y a menudo nocturna, se me antojaba una suerte de sucedáneo

ramplón de la vida bohemia. Claro que cuando de pequeño me imaginaba a

mí mismo adhiriendo carteles a los muros de la ciudad, éstos nunca tenían a

un alcalde con cara de pánfilo como protagonista, sino a estrellas de la

música, el cine o el circo. La realidad era lo que tenía, que siempre terminaba

pervirtiéndolo todo. La lección la había comprendido a una edad muy

temprana después de verter leche sobre un tazón lleno de Krispies de

Kellogs y comprobar que los duendecillos del anuncio de televisión no salían

por ninguna parte, aunque también ayudó aquella otra ocasión en la que,

embutido en unos horrendos leotardos a imitación de los de Superman, me

había lanzado desde la ventana de mi casa y, en lugar de alzar el vuelo hacia

el infinito y más allá, fui víctima de un traumatismo craneoencefálico grave

muy poco peliculero. Los motivos para decepcionarse cambiaban con los

años. Las decepciones, en cambio, se mantenían inmutables a través del

tiempo, igual que los chupas de Kojak, los pastelitos de la pantera rosa, y la

insistencia de las parejas adulteras en negar por sistema sus pecados incluso

con carácter retroactivo. Poco podía hacer yo para cambiar las leyes del

mundo salvo dejarme llevar. Mientras el Partido Alfa fuera mi pastor, nada me

faltaría…

87
Empezamos a decorar la ciudad en el mismo barrio periférico donde

habíamos repartido la primera partida de propaganda electoral. Pelayo se

encargaba de todo lo referente a la disposición de los carteles en tanto que

yo portaba la cola y la esparcía por las paredes con la ayuda de una esponja

para que él se explayara. Lo primero que me llamó la atención de este nuevo

cometido es que resultaba bastante difícil encontrar lugares donde adherir los

pósters. Había mucha competencia, tanto del partido de Ramón Taboada,

como del Partido Beta, principal rival del Partido Alfa, y del Partido Gamma,

de ideología nacionalista. Por no hablar de la publicidad de conciertos, ciclos

de cine, exposiciones, conferencias, sectas, cursos de idiomas, espectáculos

de striptease y demás. Toda la ciudad era un campo de batalla en el cual

multitud de empresas jugaban al Monopoly de la persuasión visual,

esforzándose por atraer la mirada de unos habitantes ya demasiado

saturados de información como para sentir curiosidad por nada. Y más si se

trataba de asuntos políticos, pues comprobamos a lo largo de la mañana que

las actitudes hostiles de las que habíamos sido víctimas el día de nuestro

debut como repartidores no eran ni mucho menos residuales. La ciudadanía

estaba hasta el gorro de que los políticos los tomaran por el pito del sereno,

de que les prometieran el oro y el moro y de que sólo se acordaran de ellos a

la hora de encarar los comicios. Si no fuera porque la mayoría se

conformaban con expresar su malestar limitándose a poner cara de asco al

vernos pegar carteles del alcalde o, como mucho, pintándole a éste bigotes y

perilla con rotulador, el clamor hubiese sido insoportable. Pensé que la gente

no pasaba de la política, como se empeñaban en proclamar muchos analistas

ante los crecientes índices de abstención en las urnas en las últimas

88
décadas, simplemente, se comportaban con ella como cualquier hijo de

vecino al encontrarse con un amigo borracho y verboso en la barra de un club

de alterne a las siete de la mañana: haciéndose el sueco para evitar el

gorroneo indiscriminado de copas y tabaco así como el posible hurto de la

cartera mediante distracción por perogrullada dialéctica. De ahí la arraigada

creencia popular acerca de que la política no se diferencia demasiado de una

casa de lenocinio.

Si tuviera que decidir qué labor me resultaba más agradable, si repartir

propaganda, ensobrar o pegar carteles, me decantaría por esta última opción,

pese a que el buzoneo me permitía más margen de holgazanería al no

tratarse de un trabajo tan verificable como lo de los pósters. El motivo era el

pegamento, que, como quien no quiere la cosa, me iba embriagando poco a

poco hasta el punto de que en un par de ocasiones me quedé aturullado

frente al retrato del alcalde convencido de que en cualquier momento me iba

a desvelar el tercer misterio de Fátima. En cuanto Pelayo se dio cuenta de

cuál era la situación, nos intercambiamos los roles y yo pasé a ocuparme de

los carteles.

Fue entonces cuando la vi.

Caminaba por la acera de enfrente, con una carpeta debajo del brazo

derecho y un abrigo negro de piel que le llegaba hasta las rodillas. Hablaba

con alguien a través de su teléfono móvil mientras avanzaba, hermosa y

grácil, sobre las baldosas cubiertas de chicles resecos.

Se me cayeron los carteles al suelo del susto. El corazón empezó a latirme

con la fuerza de un martillo pilón y las palmas de las manos se me

89
humedecieron. Hacía tanto tiempo que no la veía nada más que en sueños

que, al notarla tan cerca de mí, a menos de diez metros en línea diagonal y a

la izquierda, se me ocurrió que tal vez estuviera alucinando por efectos de la

inhalación del pegamento.

¿Qué coño te ocurre? me preguntó Pelayo, molesto por la falta de

coordinación.

Es ella respondí, Carolina…

¿La de Florencia? ¿Tu amor platónico?

Incliné lentamente la cabeza, como si temiera que el ruido del movimiento

pudiera alertarla de mi presencia. Pelayo miró en dirección a la chica,

supervisó sus movimientos durante unos cuantos segundos y, por último, se

volvió hacia mí con gesto de desconcierto.

¿Y no deberías decirle algo? propuso. Llevas más de cinco años

dándome la paliza acerca de lo mucho que la cagaste al no besarla cuando

tuviste la oportunidad. No quisiera pasarme otro lustro más aguantando el

mismo rollo cada vez que te emborrachas.

Me bloqueé. Aquella mujer vivía en mis recuerdos más hermosos, que no

suponían más de un cinco por ciento del total. Si me acercaba a ella, le

comunicaba todo lo que me había quedado en el tintero hacía ya tanto

tiempo, y su reacción no era la esperada, me arriesgaba a perder el único

motivo por el que había merecido la pena vivir después de las películas de

John Sturgess y el día en que un ligue escocés me introdujo en el maravilloso

mundo de los “waahums”, una práctica sexual de gran tradición entre las

chicas de las Tierras Altas que consiste en introducirse los testículos de un

hombre en la boca y luego interpretar, mediante una sofisticada técnica vocal,

90
todo tipo de melodías, desde el propio himno escocés hasta el Wish You

Were Here de Pink Floyd.

Pese a que me apasionaban esos momentos de las películas bélicas en los

que alguien llega a la conclusión de que sin riesgo no hay gloria, no me atreví

a saldar mi deuda con el destino. Me asustaba demasiado el NAPALM del

fracaso. Y por otro lado, tenía la incómoda sensación de que mi memoria

había manipulado los recuerdos de una simple amistad para convertirlos en

un romance platónico imperecedero susceptible de dotar de sentido a mi

propia cobardía.

Pelayo, ajeno a mis dilemas, decidió pasar directamente a la acción sin pedir

permiso.

¡Carolina! gritó ¡Aquí!

Ella se detuvo, miró hacia atrás y se llevó la mano a la frente para evitar que

el sol la deslumbrara.

¿Qué coño haces? arreé a mi amigo con un rollo de carteles en la

nuca ¡Me va a ver!

¡Ya va siendo hora de que te comportes como un hombre! ¿No crees?

refunfuñó él, devolviéndome la colleja. ¡Vete allí y dile a esa chica lo que

tienes que decirle! ¡Con un beso!

Volví a quedarme patitieso. Para Carolina, debido a la situación del sol, yo no

era más que una silueta recortada a contraluz, para mí, sin embargo,

aquellos ojos que luchaban por encontrarme entre los rayos de luz directa,

eran la viva mirada de Dios. El juicio final. ¿Y quién, independientemente de

su veleidades nihilistas, no se mostraría temeroso ante los escrutadores ojos

del mismísimo Dios? Yo no, desde luego, así que comencé a sentirme igual

91
de vulnerable e inseguro que si estuviera desfilando en tanga de leopardo

frente a un ejército de críticos de moda neoyorquinos.

Luego eché a correr calle abajo y no me detuve hasta asegurarme, desde

detrás de un par de contenedores mugrientos, de que ni Carolina ni Pelayo

conocían mi nuevo paradero. Yo los podía ver a ambos. Vi cómo ella se

acercaba a mi amigo en actitud poco amistosa, como éste trataba de

explicarle algo señalando en mi dirección, y como finalmente la chica de mis

sueños montaba en cólera, le cruzaba la cara con una bofetada y

desaparecía entre los edificios mientras Pelayo le llamaba “pelantrusca

zampapollas” a voz en grito.

El agredido me explicó poco más tarde que, cuando había tratado de alertarla

de mi presencia en el lugar, Carolina se había sentido turbada por la invasión

de su intimidad y, temiendo que todo se tratara de una broma cruel, había

recurrido a la violencia gratuita para escabullirse. El motivo de su reacción

era que nunca le había confesado que vivía en la ciudad donde he vivido casi

toda mi vida, a unos cien kilómetros de la suya propia, porque temía que, si

algún día llegaba a descubrir lo gris y anodina que era mi rutina diaria,

perdería de inmediato todo interés en mi persona. Así pues, había

improvisado una historia rocambolesca en su honor según la cual yo no me

dedicaba a mendigar un empleo decente entre contrato basura y contrato

basura, sino que trabajaba como Buda del moroso en Amberes al servicio de

una importante agencia de cobros muy bien relacionada con el sector de la

alta joyería. Se trataba, en teoría, de un empleo estable, emocionante y bien

remunerado. Con el pequeño inconveniente de que requería una capacidad

de sacrificio sobrehumana, ya que el volumen de trabajo alcanzaba unos

92
niveles tan altos que rara vez me podía permitir el lujo de salir de Bélgica. La

mentira funcionó bastante bien hasta que un día se le ocurrió pedirme la

dirección de correos, por si en algún momento le daba por mandarme una

carta o visitarme. Tuve que inventar un domicilio postal a marchas forzadas, y

fui tan idiota que ni siquiera me atreví a pedirle el suyo por miedo a sonar

demasiado interesado en no perder el contacto, creando, lógicamente, el

efecto contrario. Dado que por aquel entonces el correo electrónico aún

ocupaba un espacio marginal dentro del sector de las telecomunicaciones, no

tuve oportunidad de saber nada de ella durante años. Y en todo ese tiempo,

consultaba con ansia al menos tres veces al mes el callejero de Amberes con

la esperanza de que se inaugurara una nueva calle con el nombre que yo le

había dado. Al menos así podría viajar hasta dicho domicilio y reclamar mi

correspondencia, si es que realmente había existido en algún momento.

Jamás encontré una calle ni siquiera similar. Los lamentos, los reconcomios y

las poesías de amor escritas en servilletas de papel durante infinidad de

tardes solitarias teñidas de melancolía, se extendieron así a lo largo de los

años sin menguar nunca en intensidad, y ahora que la suerte al fin había

decidido mostrarme su cara, iba yo, desagradecido como pocos, y le

enseñaba el culo. Todo para proteger un pedazo de orgullo enmohecido y

conservar un fetiche no menos rancio de felicidad. Sólo aliviaba mis penas el

hecho, constatable a primera vista, de que las circunstancias no eran las más

adecuadas para lanzarse a la piscina. A la comprensible incertidumbre con

respecto a la evolución de su vida en los últimos años, había que unir mis

mentiras, las inseguridades causadas por la naturaleza quebradiza de la

memoria, y lo poco seductor que resultaba trabajar con veintitantos años

93
como asistente de campaña electoral a tres euros con cincuenta la hora.

Sobre todo en comparación con el empleo de Buda del moroso de alto copete

que me había sacado de la manga aquel verano en la Toscana. Por ello, no

me importó tanto cómo había pensado el defecar sobre la posibilidad de

convertir mis sueños en realidad, tirar de la cisterna y decirle adiós cañerías

abajo. Había perdido a Carolina, sí, pero mis sueños continuaban a buen

recaudo. Y cualquier persona con dos dedos de frente sabe de lo

imprescindible que resulta preservar los sueños de la crisis cuando el resto

del patrimonio personal ya hace tiempo que ha salido a subasta pública.

Nunca hasta entonces había comprendido que para ser feliz bastaba con

convertir la felicidad en una entelequia inaprensible, con castrar las ansias de

alcanzarla algún día antes de que esas mismas ansias se encargaran de

estropearlo todo, como los testículos de un gato asilvestrado y problemático

que luego accede a domesticarse sin problemas. Era el placer de la renuncia,

el alivio del sacrificio, la satisfacción de la insatisfacción. Existía la felicidad,

sí, pero no se encontraba a mi alcance. Únicamente aceptando que la miel no

estaba hecha para el hocico del asno, el asno, que era yo, podía seguir

imaginándose mil sabores excelsos para dicha miel.

A Pelayo todo esto le parecía una excusa barata y pretenciosa. Me acusó de

masoca, de cobarde, de tonto del culo y de pusilánime. Y no contento con

ello, pasó a despotricar de Carolina. “Una golfa prepotente con cara de estar

oliendo mierda”, en sus propias palabras. De lo que se colige que nada de lo

que le había dicho a lo largo de los años acerca de su belleza exterior e

interior había calado con fuerza en su espíritu. Era lógico, claro, pues ella no

94
se había andado con chiquitas y le había dejado una marca roja bastante

visible en mitad de la mejilla derecha. Mis disculpas por los problemas que le

había causado no le convencieron demasiado. Volvió a insultarme dos o tres

veces. A continuación me robó unos cuantos carteles, me dio un sobre con

polvos para fabricar más pegamento de cola y se fue con viento fresco a

pegar carteles él solito.

El resto de la mañana me las vi y me las compuse para realizar un trabajo

pensado para dos, al que, por si fuera poco, no estaba acostumbrado, por los

alrededores del polígono. Acabé de pegamento hasta las cejas. Por no hablar

de que varios críos me robaron el carrito con los carteles en un descuido y

me hicieron correr durante casi media hora cuesta arriba para recuperarlo. La

lluvia apareció a última hora complicando las cosas todavía más. Pegué mi

último cartel a eso de las tres y cuarto de la tarde. Pepe nos había dicho que

regresáramos al local antes de las cuatro, así que aún tenía media horita

para comer. Me decanté por uno de los numerosos comedores para

estudiantes del campus universitario, ya que estos lugares tenían unos

precios tan baratos como los engrudos que empleaban para crear sus menús

de fritangas variadas. Me deprimí un poco recordando mi etapa en la

universidad. Y eso que no había sido lo que se dice paradisíaca, puesto que

mi facultad, al tener una política de números clausus demasiado exigente,

había conseguido crear uno de los ecosistemas académicos más apolillados

conocidos por el hombre. Mientras que en el resto de las carreras convivían

personajes de lo más variopinto ávidos de nuevas experiencias, en la nuestra

se habían arracimado todos los empollones y cerebritos de los que aquellos

se reían por separado en una misma clase, con lo cual el ambiente no se

95
parecía en nada al de las películas norteamericanas de universitarios

pubescentes, sino más bien al armario de un seminarista que se hubiera

quedado sin naftalina. Con todo, aquellos tiempos de aburrimiento supino,

salpicado por alguna que otra fiesta en absoluto desparramada, le sacaban

los colores a los tiempos preelectorales que se me habían venido encima. Al

menos entonces no tenía que colocarme con pegamento de cola, como un

crecidito meninho da rúa, a fin de olvidar mis miserias cotidianas, y, además,

disfrutaba de una pelambrera mucho más frondosa, con lo que tampoco me

veía obligado, como ahora, a someterme a extraños tratamientos capilares

contra la alopecia inhibidores del deseo sexual en los que, pese a todo,

seguía confiando de manera estúpida.

Miré a mi alrededor y sólo vi sonrisas. Todo el mundo en el comedor parecía

feliz excepto yo. A no ser que se tratara de una aparatosa conspiración

orquestada para desquiciarme y llevada a cabo por intérpretes de primera

fila, no daba la impresión de que hubieran logrado llegar hasta aquel estado

renunciando a la felicidad. Mis estúpidas teorías se resquebrajaban. O salía

de allí o el siguiente sería mi cerebro. Un estudiante con aspecto de estar a

punto de terminar la carrera se me acercó cuando me disponía a abandonar

el lugar y me pidió la hora. El detalle no hubiera tenido mayor importancia si

no me hubiera tratado de usted al hacerlo. Me cabreé tanto que le dije que

eran las cuatro y media cuando aún quedaban un cuarto de hora para las

cuatro. Él me echaba años de más, yo le echaba minutos.

Cerca del local electoral volví a encontrarme con Pelayo. Me estaba

esperando en uno de los bares próximos para que llegáramos juntos y así no

levantar ninguna sospecha. Seguía enfadado por lo de Carolina, pero yo lo

96
conocía demasiado bien y barruntaba que el berrinche no iba a durarle

mucho. Me necesitaba. Y yo a él. De la misma forma en que ambos

necesitábamos al Partido Alfa tanto como él a nosotros. Poco antes de que

entráramos en el piso, se disculpó por lo sucedido. Lo hizo justo a tiempo,

pues arriba nos esperaba una dura prueba de la que nunca hubiéramos

salido airosos en solitario.

Todo comenzó con Belarmino Rana lanzándonos un periódico en plena cara.

Yo arrostré la mirada del concejal lo mejor que pude para evitar que nos

desollara con ella mientras Pelayo pasaba las páginas tratando de

comprender qué demonios estaba ocurriendo,

El rostro de mi amigo se descompuso frente a la página treinta y cuatro, que

era donde comenzaba la sección correspondiente a las noticias de carácter

local.

¡Puede que sea bajo, calvo y vista de traje graznó Rana, enojado, pero

eso no me convierte en el payaso listo, a vosotros en los payasos tontos, y a

esta campaña en un puto circo para niños retrasados!

Supe lo que quería decir cuando vi que la imagen de unas aguas fluviales

infestadas de trípticos propagandísticos del Partido Alfa presidía la sección.

El cuerpo de la noticia decía más o menos lo siguiente:

DE PERDIDOS… ¡AL RÍO!

Las aguas del río han amanecido esta mañana cubiertas de cartas electorales con el remite

del Partido Alfa. Según testigos presenciales, las cartas surgieron de un grupo de bolsas de

plástico arrojadas por desconocidos al lecho del río. Las bolsas contenían en su interior

numerosos programas electorales y cartas firmadas por el actual alcalde, Edelmiro Bigardo,

97
donde, entre otras cosas, el político aseguraba a los destinatarios de las misivas que, de

ganar los comicios, haría todo lo que estuviera en su mano por preservar la riqueza natural

de los bosques, montes y ríos de nuestro municipio.

Según Amadeo Perlasca, principal candidato a la alcaldía por el Partido Beta, Edelmiro

Bigardo “está tan obsesionado con cumplir al menos una de sus promesas que no ha dudado

en ensuciar el ecosistema para así tener que limpiarlo por fuerza”. Perlasca añadió que su

principal contrincante político “se encuentra en el ocaso”, y llamó a los votantes a no prestar

su apoyo a “una persona que ha demostrado en demasiadas ocasiones su irresponsabilidad

civil y su incapacidad para mantener el orden, no ya en el ayuntamiento, sino dentro de su

propio partido”. Por su parte, Bigardo manifestó su total desconocimiento de lo sucedido, que

achacó a artimañas de dudosa moralidad procedentes de la oposición, y prometió hacer todo

lo posible para depurar las responsabilidades del incidente. El candidato a las elecciones por

el Partido Gamma, Nélido Pemán, calificó el suceso de “lamentable”, no sin antes asegurar

que “se trata de una prueba más del escaso grado de compromiso político de Bigardo y su

partido con esta tierra”. En términos similares se expresó Ramón Taboada, cabeza visible del

Partido Omega, al referirse a la tragedia ecológica como “una consecuencia lógica del

apoltronamiento político del Partido Alfa”, ya que según él, “Bigardo y su equipo viven de una

imagen y unos méritos ya caducos”.

En otro orden de cosas, un nutrido grupo de trabajadores de los equipos de limpieza del

propio ayuntamiento, así como algunos voluntarios del entorno del Partido Beta, se

encuentran trabajando en el lugar de los hechos desde ayer noche. Se espera que las

labores de rehabilitación del río concluyan esta misma madrugada o bien mañana por la

mañana, aunque de acuerdo con los técnicos en medioambiente consultados por este

periódico, el daño ecológico causado por los componentes tóxicos de las tintas no

biodegradables de los impresos, tardará meses en desaparecer.

Pepe, que también estaba presente mientras Pelayo y yo leíamos

estupefactos la noticia, nos observaba con ojos entre resignados y

escépticos, tal y como lo haría un padre que, después de haberse pasado

media vida advirtiendo a su hijo adolescente de que se empieza fumando un

98
porro y se acaba en la cocaína, se encontrara con que éste es adicto al

crack. Ni Rana, ni Nazareth, ni el resto de trabajadores, ni él mismo confiaban

en nuestra inocencia. Y nosotros mucho menos que todos ellos, pues, de

todos cuantos nos encontrábamos confinados en aquel piso que apestaba a

rancio, éramos los únicos que sabíamos a ciencia cierta que habíamos

pecado. Recordé entonces eso que nos decían en la facultad acerca de que

una mentira convenientemente expuesta enseguida se convierte en una

verdad y, encomendándome a Vincent Price, Steve McQueen, James Coburn

y el resto de viejas glorias de la interpretación que conformaban mi panteón

de inmortales, traté de devolver las aguas a su cauce.

O mucho me equivoco o por aquí nadie ha oído hablar jamás de la

presunción de inocencia dije con gran desparpajo, si quieren bajamos un

momento a comprarnos un par de burkas en la tienda de todo a cien y luego

subimos para que nos lapiden en condiciones.

¡No te pases de listo, Velasco! rugió Rana, con los puños apretados y

casi de puntillas, única forma que tenía de situarse a mi misma altura si yo no

me acuclillaba primero para facilitarle la tarea. ¡Sabemos que habéis sido

vosotros! ¡Era vuestra zona!

¿Y qué si era nuestra zona? repuse desafiante.

¿Cómo que y qué? ¡Sois los únicos que habéis podido hacerlo! El resto se

encontraba trabajando en otros distritos.

Señor Rana hablé con diplomacia tras una breve pausa, buscando así

ridiculizarlo por contraste con su exasperación, no quisiera dudar de sus

habilidades lógico-deductivas, pero… ¿de veras piensa que si quisiéramos

deshacernos de esos sobres lo haríamos dentro del mismo distrito en el que

99
nos correspondía trabajar? Lo lógico, en una situación así, al menos lo que

yo haría, sería desplazarme al distrito de alguien con el que no simpatizara

demasiado y pasarles el marrón arrojando allí el materialgiré ligeramente la

cabeza para mirar al adolescente de los ojos torvos, que se enderezó al

tiempo que un mohín sorprendido le hacía enarcar las cejas. Y por otro

lado… ¿qué razones podríamos tener para hacer algo semejante?

¿No trabajar? preguntó el concejal en actitud claramente sarcástica.

Eso es algo que os apasiona a los jóvenes de hoy en día.

La cosa se ponía cuesta arriba. Temía perder el control de la conversación de

un momento a otro por culpa de la creciente ansiedad. Se me nubló la vista y

empecé a sudar. Una oleada de rubor invadió mis mejillas.

No lo niego intervino Pelayo, al rescate, pero cuando uno lleva tanto

tiempo en paro como nosotros, le aseguro que, por muy joven y ocioso que

sea, lo único que desea es trabajar.

Rana pareció calmarse un poco.

¿Tanto tiempo habéis estado sin empleo?

¡Oh, sí! exclamó Pelayo, sin entrar en más detalles. Ambos pusimos cara

de pena para forzar al máximo la capacidad de conmoción de nuestra

pequeña performance. En el silencio que surgió luego, pude ver cómo todos

los presentes seguían observándonos suspicaces. Había que hacer algo al

respecto.

Además, déjenme que les diga una cosa intervine envalentonado. Si

Pelayo y yo estamos trabajando con ustedes no es por dinero, pues ya

sabrán que el sueldo no da precisamente para comprarse un fueraborda.

¡Estamos aquí por compromiso político, por conciencia de pueblo! ¡Porque

100
creemos a pies juntillas en el ideario de este partido! Como creyeron nuestros

padres. Y los padres de nuestros padres. Y tal vez los padres de los padres

de nuestros padres no recordaba con exactitud la fecha de fundación del

partido, con lo cual corría el riesgo de meter la pata con la exageración.

Ahora bien, si se nos va a retribuir por nuestros servicios con la moneda de la

desconfianza, el recelo y la puesta en duda de nuestras más íntimas

convicciones, mejor será que nos vayamos ahora mismo.

Me giré en dirección a la puerta de salida y le indiqué a Pelayo mediante un

gesto que me siguiera. Dudó por un segundo, pero finalmente lo hizo,

culminando de esta forma el efecto dramático de la soflama. Sabía que antes

de que diéramos dos pasos alguien nos impediría abandonar el piso, igual

que en las malas películas policíacas.

¡Un momento! escuché la voz de Pepe. Creo que ha habido un

malentendido…

Encaré de nuevo al público con aire altivo. Sus rostros habían cambiado.

Salvo Rana y el adolescente de la mirada torva, todos demostraban en mayor

o menor medida su empatía para con aquellos dos pobres diablos acusados

de un crimen que nunca habían cometido.

No tan deprisa se resistió el concejal a aceptar nuestra inocencia.

Todavía hay una cosa que no comprendo muy bien. Suponiendo que digáis la

verdad… ¿por qué ayer ni mi sobrino Abel, ni su amigo Enrique, que viven en

la zona de reparto que os correspondía, han recibido carta alguna del

partido?

101
Me quedé a cuadros, incapaz de improvisar una respuesta en condiciones.

Pelayo, en cambio, se acercó a Rana con gran seguridad en sí mismo y

contempló su ridícula figura desde un ángulo casi cenital que intensificaba

todavía más su grado de ridiculez.

Existen varias explicaciones para eso declaró en tono firme y

convincente. ¿Prefiere la explicación A o la explicación B?

Ambas contestó Rana, con idéntica rotundidad.

En primer lugar, las cartas se nos acabaron antes de que pudiéramos

completar el barrio dijo Pelayo, lo cual quiere decir que deberían ustedes

revisar el censo de vez en cuando o correrán el riesgo de perder más votos

de los que las encuestas les auguran que perderán hizo una breve pausa

para tomar aire. En segundo lugar continúo airado, esos rufianes del

Partido Beta nos van siguiendo los talones y no se andan con

contemplaciones a la hora de recolectar y destruir aquellas cartas que, por

hache o por be, no logramos introducir por debajo de las puertas. Mi consejo

al respecto, si se me permite dárselo, es que habría que formar un comando

similar en nuestras filas que se encargara de reventarles a ellos el trabajo. No

es justo que uno se pase todo el día trabajando como un negro, bueno, como

una persona de color Pelayo conocía bastante bien la afición a los

eufemismos políticamente correctos del Partido Alfa, para que luego

vengan cuatro desalmados y se encarguen de convertir esas horas de trabajo

en nada, o lo que es peor, en pérdida de votos.

Esta vez incluso Rana se tuvo que dar por persuadido. La forma en que miró

a Pepe, sugiriéndole algo así cómo: “el chico tal vez tenga razón”, fue

inequívoca al respecto. Nos habíamos consagrado como oradores

102
maquiavélicos y, para mayor gloria, ante un público cualificado en la materia.

Todos aquellos que se habían reído de nosotros durante los últimos años de

instituto porque habíamos escogido letras puras, estudiando las catilinarias

de Cicerón en detrimento de la ley de Boyle-Mariotte, no sabían hasta qué

punto habían perdido la oportunidad de adquirir unos conocimientos sobre

retórica tan utiles para progresar adecuadamente en el mundo moderno.

Cuando Rana, con la cabeza gacha, nos pidió disculpas por haber

sospechado de nosotros, paladeamos la magnitud de nuestro triunfo. Les

habíamos vencido con sus mismas armas.

El lado negativo de la victoria era que, al menos durante unos cuantas

jornadas de trabajo, tendríamos que cuidarnos bastante de no saltarnos las

reglas del juego, pues al margen de nuestras habilidades innatas para la

manipulación a través de la palabra, no creíamos que pudiéramos salir

airosos de otra situación semejante. En consecuencia, aquella tarde hicimos

una excepción y repartimos los sobres de la discordia con gran meticulosidad

por debajo de cada puerta, subiendo a pie hasta los últimos pisos y

enfrentándonos cara a cara con todos cuantos osaban cruzarse en el

sacrosanto camino de la democracia por correspondencia, que no conducía a

Roma, sino a Rovaniemi, Laponia, Finlandia.

Fue una tarde dura. Tal vez la más dura desde que habíamos empezado a

ejercer de mercenarios políticos. Y además de dura, aburrida. No pasó nada

de interés en casi siete horas de subir y bajar escaleras. A lo sumo, que en

uno de los pasillos de un edificio me encontré con el fontanero de mi barrio,

Luís, quien, influido por el resto del vecindario, siempre había visto en mí una

103
joven promesa, y, al descubrirme repartiendo propaganda por cuatro duros

mientras que él cobraba mil veces mi salario por aflojar un par de tornillos,

(cuando no se beneficiaba a las clientas en plan película porno de las

baratas), se mostró tan sorprendido que daba la impresión de que, en lugar

de haberse topado con un vecino malhadado, se hubiera cruzado con Tom

Cruise introduciéndose ratones envueltos en látex por el recto, tal y como

sostiene la sabiduría popular que tienen por costumbre hacer las estrellas de

Hollywood.

¿Qué haces? me preguntó.

Trabajar le respondí. Hay que ganarse la vida.

A continuación le entregué en mano una de las cartas del Partido Alfa, salí a

la calle y me tiré un pedo. Tal vez no estuviera pasando mi mejor momento,

pero no por ello iba a privarme de disfrutar del enorme placer que siempre me

había proporcionado el peerme sin complejos en la vía pública. Pensé que si

todos los que llevaban meses dando la murga por lo del Prestige y la Guerra

de Irak se dejaran de tonterías e hicieran como yo, al unísono, tal vez

consiguieran realmente cambiar el mundo. Y de no ser así, siempre les

quedaría el consuelo de haber cambiado al menos el color de sus

calzoncillos, una forma de protesta tan digna e inútil como otra cualquiera.

104
10 DE MAYO

BAJO LA HIGUERA

El teléfono móvil me sobresaltó sobre las siete y media de la mañana con un

tono polifónico diferente al habitual y un mensaje en su pantalla que me hizo

tragar saliva horrorizado: 10/05/03 10:00 EXAMEN TOEFL. Yo mismo había

programado el recordatorio días antes en previsión de que se me olvidara la

cita a causa del agotamiento físico y mental acumulado a lo largo de la

campaña. La anticipación resultó ser todo un acierto, de los pocos que había

tenido en los últimos años, pero aun así, seguían siendo escasamente

halagüeñas las perspectivas de puntualidad: en un tiempo inferior a tres

horas estaba obligado a ducharme, desayunar, estudiar el examen, cruzar

toda la ciudad hasta el campus universitario y, dentro de lo posible,

masturbarme religiosamente en algún momento del proceso a fin de alejar a

los malos espíritus, tal y como mandaba la tradición. Iba a tener que ser muy

rápido si quería cumplir con el horario. En mi opinión, lo fui.

Llegué al aula de la facultad de filología donde tenía lugar el examen un

minuto por debajo de la hora estipulada. Estaba tan nervioso debido a que

apenas me había dado tiempo a repasar nada que sentí por un instante el

impulso de gorronear un cigarro. Logré olvidarme de la idea pensando en las

imágenes de la autopsia de un mendigo muerto por cáncer de pulmón que

había tenido el dudoso placer de contemplar durante mi comparecencia como

oyente en una clase de medicina legal, unos años atrás, y haciendo zoom

sobre cada uno de sus alvéolos purulentos, bronquios ennegrecidos y, en

especial, sobre ese liquidillo entre amarillento y descafeinado que brotaba de

105
sus vísceras putrefactas cada vez que el escalpelo se hundía en ellas con

cercenantes intenciones. Al final, el remedio fue peor que la enfermedad y,

como no había desayunado más que una mandarina y un Donut de chocolate

revenido, terminé vomitando casi a los pies de uno de los examinadores. Me

salvó el hecho de que el tipo en cuestión fuera inglés, y no vasco, por poner

un ejemplo, ya que su estricta educación británica no le permitía llamarme

meapilas y pegarme una patada en la entrepierna por salpicarle los zapatos

de tropezones a medio digerir, que era lo que en realidad deseaba. En su

lugar, sonrió amigablemente, me preguntó si me encontraba bien, me ayudó

a acomodarme en uno de los asientos y luego me trajo un botellín de agua

del bar para que me reanimara antes del inicio de la prueba. Si todos

aquellos protocolos filantrópicos formaran parte del examen, toda España y,

en general, todo país mediterráneo, con su gusto por las trapisondas y la

descortesía baturra e indiscriminada, suspendería a la vez. Era lo que Pelayo

solía denominar, en uno de sus nada infrecuentes arrebatos de clarividencia

políticamente incorrecta, “la superioridad de las civilizaciones no soleadas”.

De acuerdo con su percepción del mundo, nuestro planeta se componía de

países donde solía atizar el sol con fuerza durante la mayor parte del año y

países donde, por el contrario, predominaban las lluvias, los nubarrones y el

frío. Los primeros, casi siempre hispanoparlantes, eran pródigos en crímenes,

analfabetismo, rudeza, corrupción, ruido e indisciplina social, como

demostraban ciudades tan caóticas como Madrid o Ciudad de México.

Cualquiera al que se le ocurriera respetar la legalidad vigente en esto lugares

corría el riesgo de acabar internado en un sanatorio mental cuando no en la

cárcel; los segundos, empero, hacían gala de un mayor refinamiento, de una

106
mayor coherencia y, en general, de un mayor saber estar en lo tocante al

comportamiento público (en privado, solían ser bastante más cochinos), lo

cual hacía de sus sociedades entornos tranquilos, organizados, afables y

extremadamente eficaces. A ojos de un individuo viciado por la cultura de

charanga y pandereta de las civilizaciones soleadas, defendía Pelayo, esto

podía resultar aburrido o incluso perturbador, pero según él, para dar

espectáculo ya estaban los performancers gafapastas, los hippies

malabaristas admiradores de Manu Chao, el Circo del Sol y las películas de

Roland Emmerich. Lo demás, ritmos calientes y sones latinos incluidos, no

valía de nada si ni siquiera podías salir de tu casa sin antes cerrar la puerta

con cuatro cerrojos y una tranca o quedarte dormido tras una borrachera en

un parque sin que una panda de maleantes te birlaran hasta los Kleenex.

Personalmente, creo que la teoría no era tan descabellada como las

reacciones soliviantadas de mucha gente ante ella daban a entender, aunque

estas mismas reacciones, al tener lugar en España, (ya saben, paella, sol, y

toros), confirmaban de manera paradójica la tesis de Pelayo: un buen

austrohúngaro se limitaría a escucharla en silencio respetuosamente o, como

mucho, a glosar sus hallazgos y deficiencias mediante la publicación de un

artículo ad hoc en alguna revista científica de prestigio.

Pero por mucho que Pelayo y yo renegáramos de nuestros orígenes, había

una cosa que nos identificaba, lo quisiéramos o no, como miembros de una

civilización soleada: nuestra pronunciación del idioma de Shakespeare era

catastrófica, igual que la de la mayoría de italianos, franceses y españoles.

Algunos estudiosos del fenómeno trataban de excusarlo apelando a las

grandes diferencias estructurales existentes entre lenguas romances y

107
lenguas germánicas, algo que, aseguraban, convertía en una empresa

proporcionalmente más heroica que un español consiguiera hablar con

propiedad inglés antes que un alemán, por ejemplo, hiciera lo propio. La

hipótesis se venía abajo como un castillo de naipes desde el momento en

que España estaba llena de alemanes que hablaban perfectamente tanto

inglés como español, mientras que los españoles que habían emigrado a

Alemania durante los años sesenta, pese a llevar muchísimos años allí,

todavía hablaban el idioma con dificultades. No hacía falta ser sueco ni

noruego para darse cuenta de que el gusto eminentemente ibérico por la

vagancia, así como la falta de aplicación en el aprendizaje y el desprecio por

la cultura, se encontraban en el núcleo del problema. De ahí que fuera tan

importante para mí aprobar aquel examen consiguiera o no la beca más

tarde. Si superaba la prueba con una nota muy alta, habría dado un gran

paso para desmarcarme definitivamente de mi civilización, sería como una

especie de certificado de excepcionalidad, una prueba de que si no me

adaptaba la culpa no era mía, sino de la situación del país con respecto al sol

y, a su vez, de la situación de alguien tan avanzado a su tiempo como yo con

respecto a un país viciado de ranciedad.

Como incentivo, sonaba bastante bien. Pero en cuanto el examen comenzó y

el profesor al que le había manchado los zapatos de vómito pulsó el

interruptor de play de un viejo casete, del cual comenzaron a salir

conversaciones en inglés absolutamente incomprensibles para mí, supe que

no era tan diferente a los demás como me había creído. El pulso se me

aceleró por los nervios, empecé a segregar sudor por todos los poros, en

especial los de la parte superior del tronco, las axilas y las ingles, me

108
ruboricé, las manos comenzaron a temblarme y, a modo de colofón

conmemorativo de los infaustos niveles de ansiedad a los que estaba

llegando, me quedé paralizado durante más de media hora pensando en qué

iba a suspender.

Toda clase de imágenes absurdas pasaron por mi cabeza durante este

intervalo de tiempo, desde Dolly Parton esnifando rayas de cocaína

dispuestas en zig-zag sobre el culo de George Michael, hasta un hombre

desconocido dándole la vuelta a su cuerpo a través del ano como si fuera un

calcetín. Al despertar, respiré hondo, miré el reloj y me obligué a mantener la

calma hasta el final del examen. Iba con retraso, pero todavía podía

sobreponerme a la adversidad y superar con nota aquel maldito trámite. A

medida que rellenaba las casillas correspondientes a las respuestas con mi

lápiz del número dos, fui recuperando la confianza en mí mismo. El broche de

oro tuvo lugar con la prueba de redacción, que tenía como tema “las teorías

conspirativas” y me permitió dar rienda suelta a toda mis paranoias mediante

la escritura de un artículo sobre el crimen de Alcasser que abochornaría, por

su exacerbada poética de la sordidez, al mismísimo Pepe Navarro. En él

apuntaba a antiguos dirigentes políticos, cineastas de medio pelo que no

soportaba, y cantautores del tipo Ismael Serrano, como responsables directos

de la matanza, empleando como argamasa narrativa una trama

rocambolesca sobre snuff movies y apuestas clandestinas. Me lo habían

puesto a huevo.

Cuando abandoné la facultad, supe que aprobaría sin problemas el examen.

Lo que ya no tenía tan claro era si lograría obtener una calificación igual o

superior a la requerida por las universidades para mi ingreso en ellas. Todo

109
dependía de cuantos aciertos hubiera conseguido en la prueba de listening,

que había rellenado prácticamente al azar. Y también, por supuesto, de la

capacidad de seducción de mi relato conspiranoico. Si éste era lo

suficientemente escabroso como para secuestrar la atención del corrector

hasta el punto de hacerle olvidar los deslices de ortografía y sintaxis, la nota

final engordaría de manera considerable. Con lo aficionados que eran los

británicos al periodismo amarillo, confiaba plenamente en que así sucediera.

En caso contrario, ya podía ir preparando otra milonga conspiranoica similar

para explicarle a mis familiares y conocidos un fracaso tan estrepitoso, pues

todos ellos se creían que después de mi estancia en los Estados Unidos, mi

dominio del inglés me capacitaba para arrebatarle el empleo a Muzzy.

Tendría que aguardar un par de semanas antes de conocer el desenlace

final. Y nada mejor para amenizar la espera que ponerme de nuevo al

servicio del Partido Alfa. Llamé a la sede desde un banco del campus,

mientras contemplaba las piernas de un nutrido grupo de universitarias

faldicortas que tonteaban con un par de zangolotinos en el banco de enfrente.

Nadie respondió. Lo intenté hasta tres veces más con el mismo resultado.

Una de las universitarias se dio cuenta de que mi mirada pugnaba por

penetrar entre sus muslos turgentes y cerró las piernas. Luego me miró con

esa sonrisa de recochineo rijoso tan típica de los seres humanos jóvenes,

lozanos y bellos que todavía no se han planteado la posibilidad de terminar

en un futuro haciendo las veces de floreros con pañales en la esquina de un

geriátrico cualquiera, y siguió conversando con sus amigos como si yo no

existiera. Su actitud me puso de tan mal humor que, de no ser porque la

110
erección que me había causado me impedía caminar, me hubiera levantado

para recordarle su condición mortal.

¡Gonzalo! dijo entonces una voz que me resultaba vagamente

conocida. ¿Qué se te ha perdido por aquí?

Antes de girarme para ver de quién se trataba, disimulé mi erección poniendo

ambas manos sobre la entrepierna. El recién llegado dirigió a continuación

sus ojos hacia ellas.

A tu edad y ya estás hecho un viejo verde bromeó, ¡cómo pasa el

tiempo!

Me ruboricé. Al fin y al cabo, quien me estaba hablando en ese tono era todo

un señor profesor titular de la universidad. Se llamaba Miguel Castelló y, años

atrás, me había ilustrado (bueno, había tratado de ilustrarme) en disciplinas

tan dispares como periodismo deportivo, manipulación televisiva o dirección

de documentales. Nunca nos habíamos llevado demasiado bien, pese a que

él se esforzaba en hacerse el simpático conmigo de una forma

sospechosamente machacona, supongo que planeando sacarme la sangre

mediante algún contrato de investigación con su departamento, como había

hecho con tantos y tantos otros.

Le aguanté la barrila por cortesía durante unos cinco minutos, luego consulté

el reloj y le dije que tenía que irme a trabajar, sin desvelarle en ningún

momento la naturaleza del trabajo más allá de que no tenía nada que ver con

mi área de interés, pues me resultaba bastante humillante. Para mi sorpresa,

no opuso más resistencia a mis intenciones de escaqueo que la de prestarse

a llevarme en coche hasta el centro de la ciudad. La verdad es que me venía

bastante bien el ofrecimiento, sobre todo teniendo en cuenta que las agujetas

111
del día anterior me estaban martirizando, así que acepté. El trayecto no

duraría más de cinco minutos, y pensé que nadie iba a morirse por aguantar

a aquel pesado un rato más. Había que ser agradecidos. Mi percepción

cambió cuando, transcurridos casi quince minutos, noté que ni siquiera

estaba cerca del centro. De hecho, nos encontrábamos en las afueras de la

ciudad, a escasos metros del aeropuerto, como si con su soporífera

conversación hubiera conseguido dar un pequeño salto en el continuum

espacio-temporal.

Oye… ¿No nos estamos desviando demasiado? le pregunté.

Él no dijo nada. Al menos no con palabras. Con la sonrisa, en cambio, dio a

entender mucho más de lo que yo hubiera querido.

En serio insistí, ¿a dónde vamos?

Respondió tomando un desvió por una pista rural embarrada al tiempo que se

llevaba el dedo índice a los labios para instarme a que guardara silencio. Mi

imaginación se disparó en ese momento. Y por más que lo intentaba, no

lograba contenerla. Detuvo el coche, se quitó el cinturón de seguridad y, con

similar desparpajo, me mostró su pene, un cilindro carnoso de unos veinte

centímetros, en erección, que estaba surcado por varias venas palpitantes y

olía como a una mezcla de corral y queso francés de supermercado barato.

Si quieres puedo conseguirte un trabajo acorde con tu talento comenzó a

meneársela, sólo que primero tendrás que demostrarme ese talento, claro.

Entre el olor, las estrías blanquecinas que agrietaban el tejido de su glande, y

la mueca de vicioso que hizo de su cara un papo de pavo, sentí de nuevo

ganas de vomitar. Tuvo suerte de que ya no me quedaba nada en el

estómago, pues, de no ser así, le escaldaría gustosamente los genitales con

112
mi bilis. Me conformé con manifestarle mi desagrado mediante un gesto

exagerado de repugnancia y, a continuación, salí del coche como si me

persiguiera el mismísimo diablo, imagen no demasiado distante de la

realidad. Lo más bizarro de todo es que mientras lo hacía, sin pararme

siquiera a pensar en que fuera estaba cayendo el diluvio universal, me

imaginaba a mí mismo cediendo a su propuesta. Y el sabor imaginario de su

miembro estaba a la altura de su olor. Tanto fue así que prometí que nunca

más volvería a comer escalopines con salsa de cabrales.

Castelló me miró con desprecio desde la ventanilla, masculló algo que no

terminé de entender, y dio marcha atrás. Lo último que pude ver antes que

desapareciera entre la lluvia, era que aún llevaba el pene colgándole de la

bragueta como una deposición a punto de desprenderse del culo de un perro.

Me cobijé debajo de un árbol aun a riesgo de que me cayera un rayo y me

dejara frito. Hice balance del día y concluí que, aunque nada había cambiado

para bien, al menos habían pasado cosas. Luego, mis conspicuas tendencias

a la paranoia volvieron a jugármela. ¿Y si lo que acababa de suceder era lo

equivalente, en el mundo del Ministerio de Podredumbre, a firmar una

solicitud de empleo en el mundo de las ideas? ¿Y si lo que yo consideraba

una perversión estaba a la orden del día para el resto de la humanidad, para

los integrados? Me imagine un plano secuencia en zoom out que, partiendo

de donde yo me encontraba, iría desvelando como detrás de cada arbusto,

de cada árbol, dentro de cada casa, de cada vehículo, por las carreteras, por

las aceras, en las isletas de las autopistas, las azoteas de los edificios e

incluso dentro de las antenas parabólicas, había alguien que le estaba

practicando una felación a alguien cuyo miembro olía a esa vomitiva mezcla

113
de corral y queso de supermercado barato. Me estremecí. La escena

culminaba con un primer plano sobre la cara de mi santa madre, quien se

limpiaba la comisura de los labios mientras espetaba sonriente a la cámara:

“el mundo funciona así”. Sentí un terror sobrehumano, seguido de un

comprensible sentimiento de culpa por haber imaginado algo tan terrible. Si el

mundo realmente funcionaba así, entonces mi trabajo para el Partido Alfa era

lo más de lo más. Metí la mano en el bolsillo, ansioso, y marqué de nuevo el

teléfono de la sede. No me respondió Nazareth, sino Pepe. Me emocionó que

demostrara su preocupación por mi ausencia. Siempre era un alivio saber

que, en caso de que algún día cualquier otro profesor de universidad poseído

por el lado oscuro decidiera secuestrarme, violarme y luego arrojar mi

cadáver a una cuneta, al menos habría un responsable de campaña electoral

que me echaría de menos porque no contaba con demasiada mano de obra

para repartir programas electorales. Sonaba raro reconocerlo, pero por

primera vez en bastante tiempo, me sentía querido. La impresión quedó

reforzada cuando Pepe me pidió que le describiera mi situación con objeto de

venir a rescatarme cuanto antes, aunque tengo mis dudas de que se hubiera

ofrecido a algo así de no encontrarse ya en carretera y, por fortuna, no

demasiado lejos. El motivo no era otro que la cobertura propagandística de

las zonas rurales del extrarradio, tarea en la que el resto de los colaboradores

habían estado trabajando toda la mañana a pesar de las lluvias. Le pregunté

cuánto tardaría en llegar y me contestó que unos quince minutos, más o

menos. Con la que estaba cayendo sólo se me ocurrió una cosa para pasar

el rato, pero al ver mi propio pene recordé el de Castelló y me olvidé de la

idea antes de que las arcadas me obligaran a regurgitar mi propio estómago.

114
Decidí entonces intentar por enésima vez reproducir los ejercicios de yoga

que me había enseñado hacía tiempo un ligue hippioso. Me senté bajo el

árbol, cerré los ojos, y adopté la postura del loto. Acto seguido me concentré

en los ruidos de la naturaleza circundante, que si la lluvia, que si el viento,

que si los animalillos buscando refugio, y de ahí pasé a mi propio ser, con

toda la orquesta de latidos, movimientos peristálticos y respiraciones

herrumbrosas que comportaba. Pronto caí, en contra de todo pronóstico, en

una especie de trance amodorrante. No podía creerme que hubiera llegado

hasta un estado de paz tan placentero después de la mañanita que acababa

de vivir. Por ello, cuando el claxon de la furgoneta de Pepe rompió la quietud

de momento creí que se me iban a salir todos los órganos por la boca.

Habían llegado antes de lo previsto. Y con la tontería, a mí se me había

olvidado enfundarme el pene. La escena no tenía desperdicio: diez tíos

metidos con calzador en una furgoneta decorada con el horrible logotipo

multicolor del Partido Alfa y el no menos horrible lema: “El futuro ya está

aquí”, absolutamente discordante con la foto apanfilada del candidato, lluvia

torrencial, un árbol en flor, y bajo él, tal cual una caricatura rupestre del Buda

Sakyamuni, un pobre desgraciado calado hasta las orejas, en postura

supuestamente sagrada, pero con la chorra fuera. Las risas de los

compañeros y del propio Pepe no cesaron en media hora, como la lluvia.

Estaba condenado a llamar la atención quisiera o no. Tal vez, y nunca mejor

dicho, por una cuestión de karma.

En cualquier caso, no todo iban a ser risas. Pepe me dio un chubasquero del

partido, con un bolígrafo y un llavero de idéntica ideología política en el

115
interior de su bolsillo derecho, todo un detalle, y me explicó en qué consistía

el sistema de trabajo que llevaban toda la mañana siguiendo, tan simple y

expeditivo como eficaz: Pepe detenía la furgoneta en un determinado tramo

de carretera, abría la puerta trasera y abandonaba a alguien allí, expuesto a

mil y un peligros e inclemencias climatológicas, para que repartiera

propaganda a todo cuanto se moviera hasta su regreso.

Avanzando solitarios y en silencio entre el orballo, dentro de nuestros

chubasqueros raídos a modo de andrajos fantasmales, parecíamos un

escuadrón de espíritus de la curva, sólo que en lugar de desaparecer

después de entablar contacto con algún incauto, les dábamos la murga para

que votasen al Partido Alfa. Por otro lado, una estrategia tal vez más

aterradora.

Y siguieron pasando cosas. Al menos a Pelayo y mí. Entre ellas cabe

destacar las siguientes:

1. Un perro mordió a Pelayo en la pierna después de que intentara saltar

la verja de un chalet para deslizar propaganda por debajo de la puerta

de acuerdo con las recomendaciones de Rana.

2. Una anciana armada con una hoz reaccionó de manera similar

conmigo, pero sin que hiciera falta siquiera que traspasase los límites

de su propiedad. Me salvaron mis reflejos felinos, ganados a pulso tras

horas y horas de Playstation.

3. Sorprendimos a varias parejas compuestas por cincuentón y

veintañera entregándose al placer oral dentro de coches

convenientemente aparcados para ello en recodos oscuros de la

116
carretera, lo cual terminó dando credibilidad, para mi desgracia, a las

visiones que había tenido debajo de la higuera.

4. Pelayo aseguró que había visto un OVNI, pero como nadie le

acompañaba en ese momento para corroborar si era cierto o no, jamás

logró que le creyéramos. En parte, porque nos encontrábamos

demasiado cerca del aeropuerto y la visibilidad no era buena.

5. Hacia el final de la jornada, me encontré con un coche calado en el

arcén. Se trataba de uno de los vehículos del Partido Beta, y los muy

fanáticos, al verme con el chubasquero del Partido Alfa, rechazaron mi

ayuda pese a que apenas tenían fuerzas suficientes para empujar el

coche.

6. Por último, Pelayo recibió una llamada de su hermana por la cual le

informaban de que su tío, a quien apreciaba sobremanera, acababa de

fallecer víctima de un infarto. Desde que recibió la noticia hasta que

Pepe apareció para recogerle, transcurrió más de media hora, pero al

menos, el coordinador tuvo luego el detalle de llevarlo hasta su casa,

dejándonos al resto, eso sí, abandonados por aquellas ruinosas

carreteras.

Cuando me enteré de lo que había sucedido, telefoneé a Pelayo para darle

mis condolencias. Tuvimos el tipo de conversación que se supone que hay

que tener en esas tesituras hasta que, justo antes de ponerle fin, se me

ocurrió preguntar lo siguiente:

¿Te referías a esto cuando decías que algo malo iba a pasar?

117
Tardó demasiado en contestar. Y yo supe que una reacción así implicaba una

respuesta negativa incluso antes de que me lo dijera.

¿Te acuerdas del slogan de Akira?

Hice un breve ejercicio de memoria, esforzándome por visualizar el cartel de

la película de Katsuhiro Otomo, que durante años había presidido la pared

norte de mi habitación.

¿Neo-Tokio está a punto de explotar? dije.

Esta vez no se demoró en responder.

Pues Neo-Tokio podía ser yo rezongó lapidario.

Y luego colgó.

La estática que puso punto y final a la conversación sonó más fuerte y aciaga

que el ruido de lluvia.

Yo tenía la misma sensación.

118
11 DE MAYO

ASCENSO

Mi abuelo solía decir que existen dos tipos de personas: las que nacen con

una flor en el culo y las que no. Hasta que terminé la licenciatura, yo siempre

había pensado que pertenecía a la primera categoría, luego me di cuenta de

lo que yo creía que era una flor era en realidad un higo chumbo, y cuando el

11 de mayo de 2003 al higo chumbo le dio por florecer, me di cuenta

finalmente de que mi abuelo estaba equivocado: no sólo había dos tipos de

personas, sino tres: las que nacen con una flor en el culo, las que nacen sin

ella, y las que, como yo, tienen la facultad de gozar de buena fortuna dentro

del infortunio. Para este último grupo la suerte era una especie de diagrama

de Venn: había zonas donde campaba a su libre albedrío, y otras, en las que

se encontraba circundada por la desventura más sobrecogedora. En mi caso,

la desventura era el hecho de tener que trabajar para un partido político en el

que no creía (no creía en ninguna asociación de más de una persona, de

hecho) a cambio de cuatro duros, y el tumor de fortuna contenido en ésta,

que estaba a punto de medrar en el escalafón simplemente porque alguien se

había enterado de que había cursado estudios de periodismo en mi pasado

universitario.

Me encontraba etiquetando sobres en la sala de trabajo, junto al resto de mis

compañeros, cuando Pepe, el tesorero y Belarmino Rana entraron en la

estancia con rostro muy serio, como un trío de oficiales de la SS, y me

rodearon. Uno de ellos, no sé exactamente si Pepe o el tesorero, me agarró

119
por el brazo al tiempo que Rana me indicaba con un gesto de su cabeza que

les acompañara al exterior.

Tenemos que hablar contigo un momento declaró en voz baja a fin de

derribar toda resistencia. No pasará nada.

Si no hubiera dicho esto último no me hubiera asustado tanto, pero sabía,

debido a mi larga trayectoria de alumno conflictivo en un colegio confesional,

que cuando alguien perteneciente a la esfera de las autoridades trataba de

tranquilizarte con la cantinela de que no iba a pasar nada, significaba en

realidad que existían al menos un noventa por ciento de posibilidades de que

estuviera a punto de pasar algo malo. Imaginé que habían descubierto el

engaño de lo de la propaganda arrojada al río, o tal vez que alguien se había

ido de la lengua acerca de mis envíos de programas en blanco. Motivos para

someterme a un severo castigo, había de sobra. Pero como ya he dicho, se

trataba de todo lo contrario: iban a recompensarme.

Me trasladaron al almacén y me invitaron tomar asiento sobre una caja de

programas electorales. Ellos hicieron lo propio por donde pudieron. Tanto la

siniestra disposición del lugar como su iluminación, me recordaron a un

película de mafiosos. Los trajes de Rana y el tesorero, así como sus miradas

ásperas, intensificaban la sensación. Si se hubieran materializado en mitad

de la sala unas letras con la leyenda: DIRECTED BY QUENTIN TARANTINO

no me habría extrañado en absoluto, o como diría el propio director

norteamericano: “una jodida mierda”.

De modo que eres licenciado en Ciencias de la Información habló Rana,

con las manos asentadas sobre sus rodillas mientras me observaba en

actitud inquisidora

120
Asentí.

Eso es como periodismo, ¿no?

Volví a asentir. Ni los profesores ni los alumnos habíamos sabido nunca en

qué consistía exactamente aquella carrera con más de veinte asignaturas

inclasificables por curso, en su mayoría, improvisadas por los propios

docentes para pasar el tiempo, justificar ante terceros su trabajo y atraer

estudiantes de facultades ajenas mediante la oferta de absurdos créditos de

libre configuración. Había estudiado tantas cosas y tan variadas, que apenas

recordaba nada al margen de que muy pocas de las materias tenían que ver

con el periodismo en sentido estricto, lo cual daba absolutamente igual en

una sociedad como la nuestra donde lo último que se valoraba eran los

conocimientos, eclipsados por diplomas, chanchullos, sonrisas de postín,

escotes vertiginosos y otras cosas por el estilo.

Es curioso dijo el tesorero, porque la verdad es que nos vendría

bastante bien la ayuda de un periodista por aquí…

Comencé a entender la naturaleza de la situación. Aquellos hombres

aparentemente adustos no se imaginaban que entre los trabajadores a los

que miraban con desprecio y trataban como si fueran la última capa de

excrecencias de una fosa séptica, pudiera haber alguien con una preparación

académica superior a la suya y, como buenas aves de rapiña que eran,

buscaban aprovecharse de la situación. Me dije a mí mismo que ahora que al

fin había logrado sostener la sartén por el mango, no podía soltarla sin

hacerme antes con unas cuantas castañas. Tenía que sacar la mayor tajada

posible de aquella situación. El inconveniente estaba en que a lo largo de los

años había demostrado innumerables veces mi incompetencia como

121
negociante, algo de lo que daba fe que nunca, ni siquiera cuando sabía a

ciencia cierta que me estaban timando, me atreviera a regatear, ni siquiera

por un par calzoncillos descoloridos o unos deportivos Acidas en los

mercadillos ambulantes. Y es que gozar de un sentido hiperdesarrollado de la

justicia podía tener sus ventajas, pero, sin lugar a dudas, la economía no se

beneficiaba de ninguna de ellas.

¿Debo entender que quieren ustedes contratar mis servicios como

periodista? pregunté.

Se produjo un silencio muy significativo, durante el cual los tres

interrogadores se miraron a los ojos como para decidir el próximo paso. A

pesar de que Rana asintió con la cabeza, tuve la sensación de que me

estaban ocultando algo.

Bueno, tal vez la palabra “contrato” no sea la más adecuada para describir

los términos de la colaboración precisó el tesorero, ensanchando todavía

más la brecha de mi desconfianza, digamos que en teoría seguirías siendo

un trabajador más, sólo que en lugar de repartir propaganda, pegar carteles y

etiquetar sobres, te dedicarías a otras labores yo creo que mucho más

gratificantes, como elaborar dosiers informativos y acudir a los mítines de los

rivales políticos, en calidad de espía, para tomar notas con las que redactar

los nuestros.

Me emocioné muchísimo ante las perspectivas reales de formar parte de una

red de espionaje. Desde muy pequeño, esa había sido mi mayor ilusión junto

con la de interpretar el papel de un muerto viviente en una película de terror

postapocalíptico. Sin embargo, sabía que si me dejaba impresionar por las

implicaciones peliculeras de la propuesta, terminaría pagando el pato en

122
términos económicos. Era un consumado especialista en realizar trabajos

que consideraba estimulantes a cambio de cuatro perras. El triángulo dinero-

coches-putas no ejercía sobre mí la misma fascinación que sobre el resto de

los machos ibéricos. En mi top-ten de prioridades, las aventuras

emocionantes ocupaban el primer puesto (seguidas de cerca por el deseo a

duras penas incontenible de hacerme con la espada que Arnold

Schwarzenegger blandía en Conan el Bárbaro para servirme con ella mis

propios kebabs después de instalar en el salón de mi casa un tenderete de

comida turca), y el tejido empresarial de una civilización tan soleada como la

española solía aprovecharse de la tesitura, bien pagándome en sueldo por

debajo de la media, o bien no pagándome directamente, prácticas ambas

muy arraigadas entre los productores audiovisuales.

Todo el mundo me decía que mi problema estaba en que no defendía mis

derechos con la suficiente vehemencia. Y tenían razón. Claro que la culpa no

era mía en absoluto, me habían sometido a un lavado de cerebro tan intenso

desde la escuela primaria que, para mi infortunio, había llegado a creerme lo

de que en una sociedad democrática no hacía falta que reivindicaras tus

derechos porque se suponía que éstos, además de estar recogidos en la

constitución, eran reconocidos y respetados por el resto de la ciudadanía.

Tardé mucho en comprender que precisamente el hecho de que hubiera que

redactar una constitución para garantizar lo anterior, resultaba sintomático de

la maldad inherente al ser humano. Que yo supiera, no se había redactado

jamás ningún documento en respaldo de los derechos de los hijos de mala

madre sin escrúpulos y, sin embargo, éstos sí se respetaban.

123
Tentador, sin duda dije, pero me imagino que no cobraré lo mismo que

el resto de mis compañeros.

Por supuesto que sí se apresuró a contestar Rana. En este partido

defendemos la igualdad entre los trabajadores.

Y es admirable repuse, sólo que entonces les valdría cualquiera para

realizar este trabajo, y no tendrían que recurrir a mí…

Tampoco hace falta ser periodista para llevarlo a cabo intervino el

tesorero, simplemente te lo ofrecemos a ti porque tienes más experiencia.

Creíamos que te alegrarías de no tener que buzonear ni ensobrar más. Ya

veo que nos hemos equivocado…

Tanta preocupación por mi bienestar personal estaba a punto de hacerme

saltar las lágrimas. Los muy maquiavélicos sabían cómo jugar sus cartas

mucho mejor que yo. Habían recuperado el control de la sartén sin que yo

hubiera logrado hacerme siquiera con una castaña. No tenía otra alternativa

más que aceptar la oferta.

Disculpen si he sonado desagradecido dije a regañadientes, activando

con ello las sonrisas protervas de Rana y el tesorero, en realidad me siento

muy honrado de que hayan pensado en mí. ¿Cuándo empiezo?

Me explicaron que hasta el día siguiente no entraría en acción, pero que en

recompensa por haber aceptado la oferta, iban a tener el detalle de alterar mi

plan de trabajo, y el de una persona escogida por mí, para esa tarde. Así que

en lugar de pasarme el resto del día ensobrando propaganda, como pensaba

que ocurriría cuando entré en el local electoral, me dieron las llaves de un

coche equipado con un equipo de megafonía y me encomendaron la tarea de

dar vueltas en él por toda la ciudad proclamando a los cuatro vientos las

124
virtudes inconmensurables del Partido Alfa. Dado que Pelayo se encontraba

ausente por motivos familiares, escogí a Pamela como compañera, pero su

reacción fue muy diferente a la que yo había esperado, y dijo que prefería

quedarse en la sala de trabajo ensobrando, lo cual me sentó como un tiro;

entonces, eché un segundo vistazo al equipo de trabajo y decidí que Diego,

el periodista uruguayo, podía ser una buena opción. Aceptó sin mayor

problema. Los problemas de verdad nos esperaban abajo, cuando nos

metimos en el coche y nos dimos cuenta de que ninguno de los dos

poseíamos el carné de conducir. Él había pensado que yo lo tendría y yo, por

mi parte, había pensado que lo tendría él. Los dos estábamos tan

acostumbrados a que todo el mundo, excepto nosotros, hubiera obtenido el

permiso, que ni siquiera nos habíamos planteado la posibilidad de que algo

así llegara a suceder.

¿Y qué hacemos ahora? me preguntó con ese acento suave y meloso

propio de su país de origen, yo no quiero volver allí arriba.

Ni yo le dije introduciendo la llave en el contacto y girándola para activar

el motor. Será mejor que te pongas el cinturón.

Me sorprendió que no opusiera ninguna resistencia a viajar en coche durante

lo que quedaba de tarde en compañía de un tipo que el día anterior estaba

haciendo ejercicios espirituales con el pene al aire debajo de una higuera en

mitad de una tormenta y que, además, no tenía carné de conducir. Aquello

sólo podía significar dos cosas: o bien era tan irresponsable como yo, o bien

estaba tan harto de ensobrar que no le importaba morir en un accidente de

tráfico si con ello variaba en algo su rutina laboral. Los comentarios que

realizó a lo largo de la jornada, mientras yo trataba de no estrellarme contra

125
vehículos, personas y mobiliario urbano, me inclinaron a creer en la segunda

opción. El pobre, después de haber saboreado las mieles del éxito en su

Uruguay natal, se veía obligado ahora a tragar mierda a paletadas para

llevarse a la boca algo de mejor sabor de cuando en cuando. Si ya era duro

para mí, que nunca había sido nada en la vida más que un panoli con

complejo de Peter Pan y delirios de grandeza, no quería ni imaginarme lo mal

que lo estaría pasando él. Por ello me intrigaba bastante conocer el motivo

que le había llevado a emigrar a España. Y el motivo, como de costumbre, no

era otro que el amor. Había tenido una aventura con una estudiante española

de intercambio en Montevideo y no se le había ocurrido otra cosa mejor que

perder la cabeza por ella (de nuevo dos posibilidades: o la chica en cuestión

se manejaba con soltura descomedida en la cama o bien mi compañero era

de los que no mojaban el churro muy a menudo y se enamoraban de la

primera que pasaba disfrazando su temor a tener que volver a apañárselas

sólo mediante idealizaciones caballerescas de la persona amada como único

modo de subsistencia sexual). Su idea, en principio, era plantarse en España

por sorpresa, aparecer en su casa de buenas a primeras, y proponerle

matrimonio, pero en la práctica, la cosa fue como sigue: se plantó en España

por sorpresa, apareció en su casa de buenas a primeras, y se la encontró

retozando tan ricamente con un argentino. Tal y como pronunció la palabra

“argentino” al contármelo, daba la impresión de que le había molestado más

el hecho de que el tipo fuera bonaerense que el desengaño en sí. Colegí

enseguida que los uruguayos y los argentinos se llevaban tan bien como los

franceses y los españoles, y él ratificó mi deducción al informarme poco

después acerca de que lo único que le daba más asco que un argentino era

126
un argentino limpiándose el trasero después de una defecación diarreica. En

frases como ésas, se notaba que era periodista.

Me vino entonces una pregunta a la cabeza: ¿cómo se explicaba que los

gerifaltes del partido hubieran pensado en mí, que no era precisamente el

ojito derecho de Rana, como encargado de las tareas periodísticas

relacionadas con la campaña, y no en mi copiloto, que además de contar con

una enorme experiencia en el sector de la comunicación, venía respaldado

por un notorio prestigio internacional? Las opciones eran múltiples y variadas:

de un lado, Diego podía estar mintiendo cuando hablaba con nostalgia acerca

de su antaño exitosa carrera profesional; de otro, tal vez el partido no supiera

de quién se trataba o prefiriera contar con los servicios de alguien más

inexperto y, por consiguiente, más manipulable; pero yo, haciendo gala de mi

característica desconfianza, enseguida empalmé el concepto “sudamericano”

con el concepto “prejuicios” a fin de encontrarle algún sentido al despropósito.

Porque al margen de todas las opciones ya mencionadas, sólo quedaba la

posibilidad de que Rana se sintiera atraído por mí, lo cual, aun siendo un

pensamiento descabellado, al tiempo que un motivo más que suficiente para

no volver a pensar nada parecido hasta el día del juicio final (e incluso para

dejar de pensar, en general), explicaría su actitud arisca para conmigo en

clave de sublimación sustitutiva de sus deseos de posesión homoerótica.

En cualquier caso, no le comenté nada. Lo último que me interesaba era

crear rivalidades innecesarias entre el resto de los trabajadores y yo, como si

todo el rollo de la fraternidad entre el proletariado finalmente hubiera llegado

a parecerme algo sensato. Me convenía bastante más seguir escuchando su

ridícula historia de amor transoceánico. Quizás tuviera algún giro de guión al

127
final que la hiciera interesante como posible libreto cinematográfico, aunque

de existir tampoco me hubiera percatado de ello debido a que el tipo se

enredaba tanto en su exposición que al cabo de media hora ya me había

perdido por completo. Eso me hizo pensar en los tópicos, y en cómo al final

siempre acababan teniendo la razón en cierta medida, les pesara o no a las

miríadas de asociaciones que los consideraban ofensivos. Los

sudamericanos hablaban por los codos y presentaban una clara tendencia al

psicoanálisis en sus conversaciones; los franceses tenían boca de pitiminí y,

en general, muy poco sentido del humor; los italianos eran unos marrulleros

ruidosos que confundían el tocino con la elegancia; los ingleses, o bien unos

alcohólicos o bien unos estirados, los alemanes, unos guarretes de estética

casi siempre kitsch con la mente tan cuadriculada como perversa; los

norteamericanos, unos rednecks endogámicos y poco cultivados, devotos de

las armas de fuego o unos progres buenrollistas, comprometidos e

incordiantes; los rusos, unos cabestros belicosos de orgullo exacerbado que

no se andaban con miramientos; los chinos, unos trabajadores incansables

solo interesados en el dinero y la reproducción, igual que los indios y los

pakistaníes sólo que menos amuermados; los catalanes, unos avaros

capaces de tomarle las medidas a un pincho de tortilla para determinar la

conveniencia de cobrarle medio euro más o menos al cliente; los austriacos,

unos ultraderechistas reprimidos; y los españoles, esos catetos de insaciable

afán de protagonismo, unos chapuceros, unos vagos, unos estultos y unos

graciosillos.

Evidentemente, no compartí con Diego mis pensamientos. Ya había notado

desde hacía bastante tiempo que el ser humano, salvo contadas

128
excepciones, se mostraba más bien reacio a criticar cualquier cosa

relacionada con su identidad personal y social. Uno nacía en un lugar

determinado, donde se hablaba una lengua determinada, se tenían unas

costumbres determinadas y se elaboraban unas comidas determinadas, y

parecía que estuviera condenado de por vida a defender todas esas cosas

independientemente de que el lugar determinado fuera un pozo de estiercol

poblado por gente moralmente reprobable, las costumbres determinadas

incluyeran la punción de los testículos como iniciación a la pubertad, la

lengua determinada poseyera un valor estético equivalente al de un concierto

de eructos de marmota con flato, y la gastronomía tomara como ingrediente

base una harina compuesta de boñiga de mono y ortigas. Como

consecuencia de esta mentalidad contraria a toda lógica, el criterio personal

desaparecía por completo ante el mero hecho de haber nacido en unas

coordenadas espacio-temporales concretas. En este sentido, la humanidad

había adoptado una visión del sentimiento de pertenencia no muy diferente a

la de los perros terruñeros, al mismo tiempo que defendía por sistema las

características de su entorno inmediato como si de repente todos nos

hubiéramos convertido en antropólogos fascinados por su trabajo. Ni siquiera

el fútbol, tradicionalmente tan poco propenso a la razón, se regía por una

lógica tan determinista, ya que era posible sentirse del Real Madrid habiendo

nacido en Yokohama o defender los colores del Barça desde el barrio de

Malasaña. El patrioterismo uno, grande y libre tenía ese problema: siempre

acababa reventando en mitad del cerebro como un petardo barato en mitad

de un excremento de perro y, al final, salpicaba a los que menos les

interesaba el asunto. Es decir: a la gente como Pelayo y como yo.

129
Me concentré en conducir, escuchando en silencio lo que Diego tenía que

contarme mientras sonaba de fondo la sintonía del partido. Me imagino que

con tanto alboroto acabamos con la siesta de más de uno, pues el sistema de

megafonía funcionaba a todo volumen. Tanto era así que los transeúntes

daban respingos a nuestro paso con la mano apretada contra el corazón. En

un primer momento, era divertido, pero conforme pasaba el tiempo y la cinta

de casete volvía a soltar el mismo discurso apoyado sobre la misma música,

comenzó a dolerme la cabeza. La sensación era similar a la que me

sobrevenía cuando me pasaba demasiado tiempo frente a la Playstation, sólo

que, esta vez, el videojuego de conducción era real y, si me salía de la pista,

podía terminar cargándome a alguien sin que me dieran puntos extras por

ello. Me hiperventilé. Las manos me resbalaban sobre el volante a causa del

sudor y pronto me quedé sin fuerzas para cambiar de marchas. El recuerdo

de la última vez que había conducido, una tarde en la que había reventado

los bajos del coche de mi padre practicando volantazos en una explanada

libre casi por completo de obstáculos, no hizo más que empeorar la situación,

y al final (no podía ser de otra manera), me puse tan nervioso que terminé

cruzando un paso de cebra en verde. Diego estaba más despierto que yo y

no dudó en abalanzarse sobre mis piernas para activar el freno. De no

haberlo hecho, habría pasado por encima de una adorable ancianita para

mayor indignación de los ya muy indignados ciudadanos que habían sido

testigos del percance. Varios de ellos se abalanzaron sobre el coche,

probablemente espoleados por su animadversión al partido, y comenzaron a

llamarnos de todo menos bonitos. Nos vimos obligados a cerrar las ventanas

y apagar el casete. Luego volví a apretar el acelerador y traté de abrirme

130
camino entre el gentío tocando el claxon como un poseso. Ya se había hecho

un hueco considerable, nuestra ruta hacia la libertad, cuando escuché un

pitido a nuestras espaldas. Miré en un acto reflejo hacia el retrovisor derecho,

y vi cómo se nos aproximaba al trote la figura de un policía que blandía una

porra en su mano derecha. Sus intenciones no parecían nada amigables, así

que sentí el impulso de huir de allí a toda pastilla antes de que nos alcanzara.

Luego experimenté un breve instante de lucidez y pensé que, por mucho que

nos diéramos a la fuga, no le iba a resultar muy difícil dar con un vehículo de

propaganda política del Partido Alfa. Sobre todo, porque sólo había uno. Me

detuve de nuevo, abrí la ventanilla, apagué el coche y ensayé frente al espejo

por unos segundos la sonrisa que iba a dedicarle a aquel hombre.

¿Están ustedes locos? bramó el agente una vez hubo llegado hasta el

hueco de la puerta, por donde asomó la cabeza muy enfadado. ¡Casi se

llevan a esa señora por delante!

Miré hacia atrás, como si hasta el momento no me hubiera dado cuenta de

nada, y me encogí de hombros estúpidamente.

¡Oh! ¡Vaya! exclamé. Le juro que no me había dado cuenta.

El rostro del agente se contrajo en gurruños de suspicacia. Puso la misma

cara que solían poner los policías corruptos en las películas antes de

amenazar al pringado de turno, que era la misma que en la realidad ponían

cuando se encontraban una esquirla de costo en los bolsillos de un porrero

adolescente y vacilón.

¡Carné y papeles! ordenó .

Diego me lanzó una mirada agónica y deduje que su presencia en nuestro

país no era del todo legal. Los latidos de mi corazón se aceleraron. Aquel

131
hombre dependía de mí, de que me las ingeniara de alguna manera para

aplacar los ánimos del policía antes de que le pidiera a él también la

documentación. Por otro lado, yo no me encontraba en una situación mejor

que la suya. Conducía un coche que ni siquiera era mío, sin carné, y había

estado a punto de arramplar con una anciana en un paso de cebra. Si algún

abogado hubiera visto la escena, en menos de un mes tendría que

inyectarme horchata en las venas para seguir viviendo, porque podría

dejarme seco en caso de que se pusiera al servicio de la señora. Le

sobraban testigos de mi temerario estilo de conducción, por no hablar de que

el hecho de que se tratara de un coche al servicio del Partido Alfa sembraba

la simiente del escándalo político, con la publicidad añadida que algo así

reportaría al caso. Diego podía mirarme con ojos de ternero degollado, pero

al menos él tenía alguien de quien depender. Yo estaba en manos del

destino.

¡El carné y los papeles! repitió el policía en vista de que me había

quedado paralizado.

No tuve más remedio que abrir la guantera y fisgar a tientas en su interior

para ver con qué me encontraba. Afortunadamente, además de unas gafas

ochenteras estilo David Hasselhoff en El Coche Fantástico, un paquete de

Mentos revenido, y una postal de San Judas Tadeo, patrón de las causas

perdidas, encontré una carpetilla plastificada con los papeles del coche. Se

los tendí al policía y respiré hondo, mirando de reojo a San Judas con el

deseo imperioso de que intercediera, dentro de lo posible, para que aquel

hombre se olvidase de pedirme el carné. Creí por un instante que la táctica

132
había funcionado, pero al cabo de unos segundos el policía me devolvió los

papeles y dijo secamente:

Ahora el carné, por favor.

Noté de nuevo la mirada aterrada de Diego frente a mí. Sonreí para

tranquilizarle, tamborileé con los dedos sobre el volante, y luego carraspeé

antes de enfrentarme cara a cara con el policía.

La verdad es que no lo llevo encima declaré en tono despreocupado.

El agente reaccionó con una mezcla de incredulidad y rudeza, como si

acabara de confesarle mi pertenencia a un grupúsculo terrorista.

No le estoy pidiendo una limosna que pueda tener o nodijo, le estoy

pidiendo que me enseñe su licencia de conducción. Todo el mundo que se

encuentre al volante de un vehículo debe tener su licencia de conducción, ¡y

en regla!

Tal vez si me deja que le explique por qué no la llevo encima podamos

arreglar este asunto… repuse mientras me limpiaba las babas que me

había arrojado encima sin querer durante el rapapolvo, este coche no es

nuestro. Como puede observar, pertenece al Partido Alfa. Sus dirigentes nos

pagan para trabajar a su servicio en la campaña electoral, ¿no es cierto,

Diego? interpelé a mi compañero a fin de naturalizar al máximo la

conversación. Él asintió. El caso es que hoy el tipo que se encarga

habitualmente de megafonear estaba enfermo, así que Don Belarmino Rana,

nuestro actual concejal de Cultura, que también lo ha sido de deportes, tráfico

y medioambiente, entre otros cargos, me ha pedido personalmente que lo

sustituyera. Yo le comenté inmediatamente que hoy no llevaba el carné

conmigo, más que nada para evitar este tipo de situaciones, pero él insistió y

133
me dijo que si algo ocurría se encargaría de solucionarlo. Debí haberme

negado de todos modos, aunque ya sabe cómo se las gastan los

concejales… ¡Cualquiera les dice nada!

El rostro del policía se distendió. Ya no nos miraba como si fuéramos

terroristas, sino como si fuéramos terroristas de su misma organización y

acabáramos de pronunciar el santo y seña.

Comprendo dijo antes de girarse en dirección a Diego. ¿Y usted

tampoco tiene el carné?

Mi compañero ni siquiera se atrevió a pronunciar la partícula negativa “no”,

limitándose a mover la cabeza lentamente a izquierda y derecha muy

asustado.

Si es que no lo necesita precisé, como es el sobrino del alcalde lo

llevan siempre a todas partes, ¿verdad? le di unas cuantas palmaditas en

el hombro como para sacarle una sonrisa, pues sabía que sin ella la escena

quedaría muy poco creíble. Por suerte, Diego reaccionó a tiempo y bosquejó

algo parecido con sus labios. El policía también sonrió mientras se retiraba de

la ventana.

De acuerdo entonces dijo, sólo les pido que conduzcan con más

cuidado lo que les quedé de jornada. A las viejas de esta ciudad les encanta

dar por culo, si me permiten la expresión.

Asentí y encendí de nuevo el coche. En el último momento, el agente volvió a

introducir la cabeza a través de la ventanilla.

¡Ah! ¡Se me olvidaba! exclamó con una afabilidad que poco antes ni

siquiera nos podíamos haber imaginado que escondiera. Si ven al señor

134
Rana denle saludos de mi parte, ya saben lo que quiero decir, me llamo

Perales, agente José Luís Perales, como el cantante miró hacia Diego. Y

a su tío también, por supuesto. No se olviden.

Tranquilo dije. Los saludaremos a ambos.

Entre nosotros, yo siempre he votado al Partido Alfa apostilló

guiñándonos un ojo. Esta ciudad no sería lo mismo con los otros…

Usted no se preocupe me despedí con un ademán cordial, aunque por

dentro sentía unas ganas enormes de romper a reír. Lo que ha hecho no

caerá en saco roto.

Asintió con tanta intensidad que sus movimientos llegaron a parecerme

reverencias. Cerré la ventanilla, pisé el pedal del acelerador y salimos de allí

a toda máquina.

Cuando miré a través del espejo retrovisor, pasados unos treinta segundos,

aquel pobre empleado municipal seguía asintiendo como un autómata

estropeado. Era la prueba viviente de que lo de la “aldea global” iba mucho

más allá de la mera metáfora sociológica.

135
12 DE MAYO

INFILTRADO

El día de mi desvirgamiento como espía electoral tuve la ocurrencia de

programar en mi reproductor de mp3, para entonarme, diversas bandas

sonoras de largometrajes de espionaje, desde El Tercer Hombre hasta Misión

Imposible. Tenía la esperanza de que mis superiores se contagiaran de la

atmósfera peliculera, quedaran conmigo en el canódromo o algún otro lugar

resultón desde un punto de vista visual, y allí me dieran las instrucciones de

la misión a través de un emisario en gabardina, pero nadie en aquel partido

tenía tanta imaginación. La habían empleado toda en pensar lo que harían

cuando colmaran sus ansias de poder, lo cual los acercaba más al espíritu de

los Némesis de James Bond que al del MI5.

Para mi asombro, ni Rana, ni Pepe, ni el tesorero iban a ser los responsables

de coordinar mis misiones. Los sondeos habían augurado esa misma

mañana resultados menos positivos de lo esperado para el Partido Alfa y la

organización, en un acto reflejo, había enviado a dos de sus principales

estrellas para reforzar el diseño de la campaña. Se trataba de un tándem de

ediles, el de urbanismo y la de promoción económica, que curiosamente eran

pareja y no residentes en la ciudad. Él se llamaba Julio César Montero, tenía

unos cincuenta años, la tez pálida y una complexión física enjuta hasta el

decaimiento. Si le pusieran una boquilla en el trasero y le practicaran unos

cuantos agujeros en la espalda, uno podría tocar la Pastoreta a través de su

cuerpo, a modo de flautín, en el festival de villancicos de algún colegio de

pago. Iba siempre de traje, como el resto de sus compañeros, sólo que sus

136
americanas, sus pantalones, sus camisas, y sus zapatos tenían algo más de

clase. Tal vez demasiada. Se comportaba como una especie de aristócrata

condenado a moverse por unos estratos sociales inferiores para mantener su

posición, sin que su desgracia le hiciera más accesible o humano. Nunca se

dirigía a nadie directamente excepto a su mujer. Era ella quien nos transmitía

sus órdenes, casi siempre mediante gritos histéricos y alharacas

descontroladas. Me puso de los nervios la primera vez que la vi. Su nombre

era Telma Ramírez. Lucía una aparatosa permanente del color que tendría

un bote de mahonesa si alguien vaciara dos o tres cucharadas de ceniza en

él y removiera. Sus dientes jugaban a los castellets aglomerándose los unos

sobre los otros, de tal manera que los incisivos sobresalían entre la melé tal

cual los de un conejo. Rondaba los cincuenta los años, pero había envejecido

bastante mal. Le colgaban hasta tres papos fláccidos de la barbilla, su rostro

estaba ajado por las arrugas y tenía unas cartucheras de gran tamaño que se

bamboleaban a ambos lados de su cuerpo como si portara dos odres de

agua. Pensé que, de haber nacido en la Edad Media, con ese aspecto que

tenía, la habrían colgado por bruja. Y sus modales (esto ya era mucho más

grave), hacían juego con su imagen. Se notaba a la legua que hasta su

matrimonio con Montero había sido una mindundi, pues el síndrome del

camarero autoritario era especialmente intenso en ella, siempre dando

órdenes a voz en grito con ese desagradable tono córvido que revestía cada

una de sus palabras. Al principio creía que su comportamiento podía tener

algo que ver con los rigores de un trastorno menopáusico, pero luego alguien

me dijo que la pareja había perdido un hijo recientemente y eso me hizo ser

más comprensivo e incrementar mi grado de tolerancia hacia sus salidas de

137
tono. Tal vez porque conmigo no las tenía con tanta frecuencia como con los

demás y, si bien tampoco era que me tratara con cordialidad fraternal, rara

vez perdía los papeles. Yo imaginaba que todo se debía a que le

impresionaba un poco que estuviera licenciado en periodismo, ya que ella no

tenía estudios superiores y se sentía un poco acomplejada por ello, como no

dudó en comentarme en más de una ocasión. Cambié de opinión cuando un

día me dijo que me parecía mucho a su hijo, momento en el que comprendí

que solamente se trataba de una cuestión de sentimentalismo.

Aquel día me cedió una mesa de su mismo despacho, dotada de ordenador

con conexión a Internet, asiento giratorio y todo tipo de material de oficina, y

me ordenó que navegara por el ciberespacio en busca de toda la información

que pudiera recopilar sobre los partidos concurrentes a las elecciones. Más

tarde, tendría que hacer lo mismo con la prensa impresa y organizar toda la

información obtenida en cuatro dosieres, uno para el Partido Alfa, otro para el

Partido Beta, otro para el Partido Gamma, y otro para el partido Omega. Esto

último me pareció una concesión enternecedora para con mi viejo amigo

Ramón Taboada. El objetivo de todo aquel trabajo no era otro que tomarle el

pulso a la opinión pública para, de ese modo, facilitarle al alcalde y al resto de

los concejales que le acompañaban en sus mítines, la tarea de replicar a la

oposición. En otras palabras, que aunque yo no escribía los discursos de

estos encuentros de manera directa, detentaba cierto poder de mediación al

estar en mi mano la selección de los temas a tratar. Ni yo mismo podía

creerme cuánto había trepado en apenas un mes de trabajo.

Desde luego, prefería aquello a estar ensobrando o repartiendo propaganda,

aunque he de reconocer que en ocasiones echaba de menos las

138
conversaciones con Pelayo e incluso los sermones de Mari Pili o Diego. En

aquel despacho nadie me hablaba más que para darme órdenes, con lo que

me pasaba las horas repantigado en mi mundo interior, con música de fondo

(se me permitía escuchar discos compactos a través del propio ordenador),

mientras con los dedos cortaba y pegaba documentos en el portapapeles de

manera mecánica. Entre noticia y noticia, me tomaba la libertad de consultar

mi correo electrónico, meterme en blogs de cine, o buscar un trabajo de

verdad en Infojobs. Todos estaban demasiado ocupados como para prestar

atención a aquel arribista silencioso que, poco a poco, se estaba haciendo

con el control del partido sin que nadie se enterase de nada. Sólo había un

problema, y es que las noticias sobre la campaña electoral se limitaban a un

par de breves en la sección de información local. Tardaba, en total, menos de

una hora y media en recopilarlas todas, incluyendo las no digitales, pero no

podía correr el riesgo de comunicárselo a mis jefes porque sabía que me

mandarían de vuelta a la sala de trabajo para realizar alguna tarea mucho

más aburrida, así que les propuse ampliar mi ámbito de acción a las

emisiones radiofónicas. Y aceptaron, yo creo que sólo para que me estuviera

callado y no les molestase. Entonces me puse los cascos, accioné el mp3 y

sintonicé Radio Tres. En el Word escribía de vez en cuando la transcripción

de alguna noticia falsa inspirada en los datos ya recopilados a través de la

prensa y, en paralelo, seguía navegando impunemente por Internet. Así me

pasé toda la mañana. Antes de irme a comer, les imprimí todo el material, se

lo clasifiqué en unas carpetillas muy monas, y me felicitaron por mi trabajo.

Coser y cantar les dije.

139
Y salí del local muerto de risa, mientras pensaba que me estaba convirtiendo

poco a poco en un pícaro de mucho cuidado.

Por las escaleras me encontré con Pelayo. Le habían hecho descargar, junto

al tipo de la mirada torva, un camión enorme lleno de cajas de propaganda

electoral. Estaba baldado. Y eso que ni siquiera habían llegado ni a la mitad

del trabajo. Tanto él como su compañero me miraron con cierto resquemor.

Eres un cabrón rumió, si lo llego a saber también hubiese yo estudiado

periodismo.

Alguna ventaja tenía que tener respondí en tono jocoso pero sincero,

pues hasta el momento aquello era prácticamente todo para lo que me había

servido la licenciatura. Que te sea leve…

No hubo más conversación. Sólo escuché cómo refunfuñaba asqueado antes

de desaparecer escaleras arriba. El chico de la mirada torva no refunfuñó,

pero tampoco era necesario. Dejó bien claro con un gesto de desprecio que

no me tenía en especial estima, cosa que, por otra parte, ya había

comprendido desde el primer día.

Aquel encontronazo con mis compañeros me hizo pensar que tal vez lo de mi

ascenso no fuera algo tan bueno. Cabía la posibilidad de que el resto de los

trabajadores terminaran odiándome, igual que en la escuela y en la

universidad yo mismo había odiado a quienes ejercían de tiralevitas del

profesorado. Fue entonces cuando llegué a la conclusión de que los trepas, a

los que había detestado con ahínco a lo largo de toda mi vida, merecían

cierto respeto, pues si bien su moral maquiavélica podía resultar

cuestionable, eran de las pocas personas que en el seno de una sociedad tan

tendente a la acumulación compulsiva como la nuestra, donde se coleccionan

140
con idéntica frialdad objetos y sentimientos, eran capaces de sacrificar algo

para alcanzar sus objetivos, desde amistades hasta noviazgos y matrimonios.

Su coherencia y su resolución se me antojaron admirables, pero, al mismo

tiempo, no deseaba convertirme en uno. Mi admiración carecía de

componentes idólatras; no veía en ellos un reflejo de lo que me gustaría ser,

un modelo a seguir, como me ocurría por ejemplo con Frank Sinatra, sino la

satisfacción de ver que todavía existía gente por el mundo capaz de darlo

todo por sus creencias, fueran éstas infames o no. Los Testigos de Jehová,

los terroristas del 11-S, Mel Gibson en Braveheart, Hitler o el Santo Job,

desataban este tipo de sentimiento en mí desde hacía bastante tiempo. Que

los trepas se sumaran ahora a la lista era extraño, pero no por ello, menos

admirable. En cualquier caso, no cabía ni la más mínima duda de que ningún

partido político ingresaría nunca en este panteón de la coherencia llevada

hasta el extremo; y el Partido Alfa, mucho menos que los demás, pues era

sobradamente conocida por su darwiniana capacidad de adaptación al viento

que soplara en cada momento, tal y como probaba el trabajo de bricolaje

demagógico que realizaba para ellos.

Al verme pensando en todas estas cosas, me estremecí. Sentí un miedo

súbito y atroz a terminar posicionándome políticamente después de todo lo

que había luchado a lo largo de mi vida porque los asuntos del poder me

importaran un comino. ¿Y si acababa fanatizado, como aquel grupúsculo de

nacionalistas radicales que, durante la universidad, me habían convencido

para que tomara unas cuantas instantáneas de cómo la policía los

avasallaba, sin que esto llegara a suceder realmente, hasta que uno de ellos

le hubiera lanzado un adoquín en los testículos a un agente? ¿Y si acababa

141
cobrando conciencia de pueblo, me convertía en un líder de masas

revolucionario, moría estúpidamente a manos de algún ejército opuesto a mis

ideas, y luego acababa estampado en las carpetas y camisetas de todos los

universitarios protocompometidos del país? O lo que es peor, ¿y si al final se

me ocurría votar? Casi me desmayo sobre la acera sólo de imaginármelo.

Luego tomé aire, recordé lo que me había dicho mi psiquiatra tiempo atrás

acerca de que el mero hecho de que siempre imaginara cosas terribles me

inhabilitaba para llegar a protagonizarlas, precisamente porque yo las

concebía como cosas terribles, y no como posibilidades reales, y me calmé.

El restaurante japonés donde comí, con su decoración minimalista, sus

electrizantes camareras en kimono, y su jarrita de sake caliente, templaron, si

cabe, más mis nervios.

Alrededor de las cuatro, regresé al local del Partido Alfa. No tenía ni idea de

en qué consistiría mi trabajo vespertino hasta que Telma se me acercó y me

dijo al oído:

Necesitamos que vayas al tugurio del Partido Beta y consigas todo el

material propagandístico que puedas.

La cara se me iluminó. Al fin una misión de infiltración, como en esos juegos

de la Playstation que tanto me gustaban, como en las películas setenteras de

espionaje, como en todas las realidades alternativas que creía que nunca iba

a conocer. Le dije a Telma que no se preocupase y salí a la calle con la

promesa de regresar antes del cierre del local con las alforjas llenas de

documentos vitales para el correcto desarrollo de las tareas

contrapropagandísticas del Partido Alfa.

142
Nuestros enemigos políticos tenían varios fortines en la ciudad: uno de ellos

era su sede propiamente dicha, donde los altos cargos de la organización

tenían sus despachos y donde se celebraban las victorias o las derrotas, que

había que vender como victorias, a los medios. Se trataba de un edificio

nuevo, muy cuidado, situado cerca de la estación de tren y dotado de todos

los servicios e infraestructuras que un prohombre pudiera necesitar. Nada

que ver con el piso del Partido Alfa. Su segunda guarida era temporal. Se

encontraba situada en el corazón de la ciudad, tal vez en la calle con mayor

afluencia de personas por metro cuadrado. Era un local amplio y lujoso, con

una decoración y un diseño de luces inspirado en los colores blanquiazules

del partido, lo cual le confería una apariencia híbrida entre barra americana

de extrarradio y tienda de productos ultracongelados. El inmueble había

pertenecido con anterioridad a una empresa de enseñanza de idiomas, con

centros en toda la geografía española, que había quebrado inesperadamente

dejando a multitud de clientes furiosos en la estacada. Todo el mundo en la

ciudad recordaba el escándalo, por otro lado, no muy lejano en el tiempo. Era

realmente increíble que los asesores de imagen del Partido Beta hubieran

consentido el alquiler del local, pues la asociación de ideas resultaba muy

tentadora para el siempre malpensado ciudadano medio.

Desde el exterior vi que había mucha gente pululando por el lugar, todos muy

peripuestos y sonrientes. También pude escuchar, a modo de hilo musical, el

eco insistente de una versión chill out del himno del partido que se te

enquistaba en el cerebro como un tumor en bucle. Sin duda, no habían

escatimado medios para modernizar su imagen, aunque el resultado se

alejaba bastante de lo que podrían haber planeado en un principio, pues, en

143
lugar de ejercer un influjo hipnótico y videoclipero sobre la juventud,

generaban un rechazo visceral bastante generalizado. No pude evitar que mi

memoria se replegara sobre sí misma hasta dar con el recuerdo del hermano

Luís Miguel, un profesor de filosofía que había tenido en tercero de BUP y

que había intentado durante todo el curso, de forma lastimera, desmarcarse

del resto del profesorado, unos carcas postfranquistas que tenían dificultades

para adaptarse a los nuevos tiempos, dándoselas de moderno con

estrategias tan patéticas como salpicar sus frases de palabras tipo “coleguí”,

“mola mazo” o “dabuten”, cuando no recomendándonos la última película de

Almodóvar. Al final, según me habían comentado, se pasó tanto de moderno

que acabó casándose con un guardia civil que resultó ser el primer transexual

de la benemérita. A los del Partido Beta les ocurría algo muy parecido. Creían

que con unos cuantos colorinches, una sintonía electrónica y la inclusión en

sus listas electorales de un par de jovenzuelos tan modernotes como ineptos,

iban a romper la pana entre la juventud. Eso les pasaba por sobrevalorar el

intelecto de los jóvenes, pues se hubieran ahorrado mucho dinero y unos

cuantos quebraderos de cabeza si pusieran en el escaparate un par de

azafatas en tanga de lentejuelas, para los chicos, y un letrero de rebajas

acompañado de un cesto de bisutería barata bien brillante para las chicas,

que siempre son más complejas. Con eso y una mesa llena de pinchos, el

electorado joven no se les escaparía a no ser que el Partido Alfa fichara a

David Bisbal o Beyoncé Knowles, algo harto dudoso dado que sus dirigentes

preferían rodearse de cantautores de tres al cuarto en su creencia

afrancesada en la existencia de una relación directa entre el prestigio cultural

y la capacidad para dar la murga década tras década con la misma cantinela.

144
Crucé la calle, me situé en la entrada de una zapatería y, con el gentío como

escudo visual, procedí a observar todos los movimientos que se producían en

el interior del local. Salvo por el hecho de que un tipo trajeado le tocó el culo

a una chica rubia y ésta, en represalia, le arreó una bofetada, no pasó gran

cosa en cinco minutos. Entonces atravesé la calle de nuevo y asomé la

cabeza por la puerta otra vez más. La pareja seguía discutiendo por lo del

pellizco en el trasero. Tras ellos, un grupo de personas de diferentes sexos,

complexiones, razas y edades (Benetton había influido más en la política que

muchos filósofos de renombre), aporreaban los teclados de sus ordenadores,

rebuscaban en sus cajones, y pululaban erráticas entre las mesas, como si

formaran parte del decorado de unos informativos de televisión. Reconocí al

menos a tres individuos: el primero era el tipo que le había tocado el culo a la

chica rubia, un tonelete de tez harinosa, mirada mórbida y bigote hitleriano,

bastante conocido en la ciudad tras haber hecho sus pinitos como humorista

en un programa de la televisión local interpretando el papel del típico gordo

bonachón, a lo Oliver Hardy, pese a que su aspecto de cacique de pueblo

malencarado, y sus modales para con las jovencitas recordaban mucho más

a la figura de Roscoe Fatty Arbuckle (para los profanos, un orondo actor de

cine mudo que pasaría a la historia del celuloide, más por haber sido acusado

del asesinato y violación de una jovencita con una botella de champagne

durante el transcurso de una supuesta orgía desenfrenada, que por su buen

hacer ante las cámaras); el segundo era uno de los autómatas de fondo,

antiguo estudiante de mi mismo colegio y por tanto conocedor de mi nula

propensión a la política. Su presencia constituía un escollo para el correcto

desarrollo de mi misión, ya que podría llegar a desenmascararme,

145
suponiendo, claro está, que su compromiso con el partido rival fuera

verdadero porque, hasta dónde yo sabía, podía encontrarse en una situación

similar a la mía sólo que en un bando diferente; por último, estaba la chica

rubia víctima de los tocamientos de Roscoe. No la conocía personalmente,

pero era amiga de mi hermana y cabía la posibilidad de que pudiera

reconocerme como el pequeño de los Velasco. Si eso ocurría, la operación

también se iría al garete. Todo el mundo en la ciudad sabía que mi familia

nunca había manifestado, históricamente hablando, la menor simpatía

política por el Partido Beta y lo lógico era que, por inercia, todo el mundo

creyera también que yo seguiría con la tradición. De modo que, aunque me

moría de ganas por iniciar mi misión, no podía infiltrarme todavía. Primero

tenía que garantizar mi anonimato, convertirme en una persona que nadie en

el seno de aquel partido pudiera reconocer ni de lejos. Fue entonces cuando

eché a correr en dirección a mi casa y creé a mi alter ego: Juanjo Calasanz.

Mientras que yo solía usar lentillas, Juanjo usaba gafas de cristal grueso con

montura dorada, mientras que yo acostumbraba a llevar la camisa por fuera,

combinada con unos vaqueros raídos y unas zapatillas deportivas, Juanjo,

que había estudiado en un colegio de pago mucho más exclusivo que el mío,

llevaba camisas de Ralph Lauren siempre metidas por dentro y en

combinación con unos holgados pantalones de pana marrón y zapatos

castellanos a juego, y mientras que yo ni me molestaba en peinarme o

afeitarme por las mañanas después de la ducha, Juanjo procedía al cálculo

de complejas fórmulas matemáticas como preludio para el trazado, con

escuadra y cartabón, de su raya al medio. Además, existían entre nosotros

otro tipo de diferencias al margen de la apariencia física. Desde los

146
movimientos, en Juanjo muchos más suaves, hasta la voz, ligeramente nasal

en su caso. Me veía a mí mismo disfrazándome, gesticulando y declamando

ante el espejo, y me sentía como una especie de Robert de Niro en pequeñito

preparando su papel. Antes de salir de casa, incluso me tomé mi tiempo para

redactar en un post-it una biografía imaginaria de mi personaje, donde

detallaba no sólo sus traumas infantiles, anhelos, miedos y obsesiones, sino

también su currículo laboral, sus preferencias culinarias y sus canciones,

libros y películas favoritas.

Salí de casa convertido en un hombre nuevo al que ningún vecino era capaz

de reconocer. Di un paseo por la ciudad para acomodarme a mi nueva

personalidad, conversando con cualquiera que se me cruzara por el camino a

modo de entrenamiento, me dirigí hacia el local del Partido Beta, y entré sin

más dilación. En cuanto lo hice, todo el movimiento del interior se detuvo en

seco. Noté que las miradas caían sobre mí en chaparrón. El tiempo parecía

haberse congelado. Restallé los dedos de mi mano izquierda para

asegurarme de que no había sucedido así. El crujido desencadenó una

reacción en cadena y poco a poco regresó la normalidad. La chica rubia, que

se llamaba realmente María, tal y como informaba una placa metálica en la

solapa de su blusa, sonrió y se acercó hasta mí.

Buenas tardes dijo, con la manos sobre su abdomen y un gesto de

alegría como criogenizado en mitad del rostro. ¿En qué puedo ayudarle?

Buenas tardes respondí educadamente. Mi nombre es Calasanz,

Juanjo Calasanz. Buscaba información sobre el programa electoral de su

partido. Todavía no tengo muy claro mi voto.

147
En ese caso ha venido usted al lugar adecuado dijo ella. Por favor,

sígame.

Obedecí. Por el momento parecía que mi disfraz estaba surtiendo efecto,

pues ni el gordo, ni mi antiguo compañero de instituto, ni Ana, se

comportaban en absoluto con suspicacia. Tan sólo estaban un poco

sorprendidos porque un ciudadano de a pie se interesara tanto por el partido,

pese a que se encontraban allí precisamente para atender a sujetos con ese

perfil. Me condujo a través de las mesas hasta una especie de reservado

oculto tras unos biombos. Allí había un moderno proyector y varias hileras de

sillas. Tomé asiento. Ella cogió un disco de DVD de entre un montoncito que

había en un rincón y pulso play. Mientras esperábamos al inicio de la sesión,

dijo:

Hemos pensado que los tradicionales programas escritos están algo

demodé, así que en esta legislatura hemos preferido utilizar la tecnología

audiovisual para transmitir nuestro mensaje la terminología sectaria me

sobrecogió. Temí que aquel disco contuviera una sucesión deliberadamente

estudiada de imágenes hipnóticas y sonidos lisérgicos capaces de lavarme el

cerebro en un solo visionado. Ya ve que nuestro partido, a diferencia de

otros, está en sintonía con los tiempos que corren.

Suscribí cada una de sus palabras con asentimientos. Luego me quité las

gafas para limpiarlas con la manga de la camisa y percibí que me estaba

observando con atención. Volví a ponérmelas de inmediato antes de que

pudiera reconocerme.

Su cara me suena dijo con una sonrisa.

148
A mí la suya no repuse, si hubiera visto unos ojos tan bonitos como los

suyos con anterioridad los recordaría. Eso seguro.

Se ruborizó y retiró la mirada. Yo esbocé una sonrisa de satisfacción. Se

había comprobado una vez más que no hay mejor manera de sortear

conversaciones comprometidas que tirarle los tejos al interlocutor. Había

aprendido la lección en Atrápame si puedes, esa simpática película de

Steven Spielberg sobre un estafador de alto copete posteriormente reciclado

como asesor en casos de fraude de los servicios secretos estadounidenses, y

siempre que se me presentaba la oportunidad de ponerla en práctica, lo

hacía gustoso, aunque eso sí, cada vez más asustado por la progresiva

necesidad de afecto del género humano. Estaba seguro de que si algún día

estallaba un holocausto nuclear y, momentos antes de la explosión todo el

mundo se pusiera de acuerdo para decirse los unos a los otros cuán

hermosos eran, nadie se enteraría de que se estaban volatilizando. El

megatón, al lado del ego, dejaba bastante que desear como detonante.

Cuando la proyección comenzó, me quedé atónito al escuchar la sintonía del

Partido Alfa. Sonaba ralentizada y con un ritmo menos sandunguero de lo

habitual, casi fúnebre. A continuación, una voz en off comenzó a narrar el

estado de ruina poco menos que postapocalíptica en que se encontraba

nuestra ciudad tras varios años de gestión municipal a cargo del Partido Alfa.

Imágenes de alcantarillados desbordantes, de carreteras con socavones, de

proyectos urbanísticos bloqueados por falta de presupuesto, de pintadas

obscenas sobre el patrimonio histórico artístico, de contenedores hasta los

topes de bolsas de basura, de atascos matutinos, de jóvenes en pleno

botellón y otras estampas similares. Entre desgracia y desgracia, se colaban

149
de vez en cuando planos del alcalde y su plana mayor poniéndose hasta las

botas de botillo de El Bierzo en algún acto oficial. No pude contener la risa

cuando apareció Belarmino Rana con la comisura de los labios manchada de

grasa al tiempo que se dirigía a cámara algo chispado. Ana percibió mi

reacción y, al dar por sentado que venía a connotar mi desprecio por el

Partido Alfa, en lugar de una simple muestra de sana hilaridad (la imagen de

Rana era descacharrante al margen de toda posible interpretación política),

dijo:

No tienen vergüenza, ¿verdad?

Me molestaba que trataran de manipularme de una manera tan burda, pero

asentí de todas maneras. El video no iba dirigido a mí. Iba dirigido a Juanjo

Calasanz. Y Juanjo Calasanz era tan crédulo e iluso como el público de los

documentales de Michael Moore. Nunca se le pasaría por la cabeza que un

partido político con un logo tan mono se dedicara a lavar el cerebro a la

gente.

Impresionante dije

Usted espere aprovechó un fundido a negro para tratar de incentivar mi

interés, ahora viene lo mejor.

No mentía. El video podía ser tramposo, relativamente falaz y tremendista,

pero había que reconocer que el montador había demostrado ciertas dotes a

la hora de alternar los planos de antiguos mítines de Edelmiro Bigardo, en los

que éste prometía el oro y el moro, con el estado actual de sus promesas

que, o bien no se habían cumplido, o bien sólo lo habían hecho de manera

tangencial, escudándose en vaguedades terminológicas, expresiones

150
ambiguas, imprevistos de última hora y demás procedimientos de clara

inspiración rufianesca.

Una vez la exposición del problema hubo concluido, se produjo una pequeña

pausa en la narración, desapareció la sintonía del Partido Beta, y la voz en off

me pidió que cerrara los ojos e imaginara un futuro diferente.

Adelante me incitó María a que obedeciera. Es sólo un juego.

Pocas veces en mi vida me había sentido tan ridículo. Estuve quieto, con los

ojos cerrados y las manos sobre las rodillas, durante aproximadamente un

minuto. En el momento en que la versión electrónica del himno del Partido

Beta volvió a sonar, la voz en off me ordenó que abriera los ojos. Lo que vi a

continuación fue aproximadamente lo mismo que vio Buck Rogers en su

trayecto hacia el futuro: luces, estrellas y formas fosforescentes sobre un

vórtice psicodélico que giraba sobre sí mismo a la velocidad de la luz. La

sensación de vértigo estaba tan lograda que temí despeinarme. Por suerte,

todo terminó pronto, cuando la cámara atravesó definitivamente el vórtice

para descender con parsimonia sobre una recreación virtual de la ciudad. El

punto de vista se volvía a partir de ahí mucho más pausado. A través de un

recorrido virtual de perfección técnica notable, mostraba una visión idílica de

todos los lugares que en el tramo anterior del show parecían condenados al

deterioro total. Todo combinado con planos sobre fondo azul cielo del

candidato en actitud beatífica de demiurgo comprensivo, rodeado tan sólo al

final por el resto del equipo de gobierno, a modo de corifeo sonriente. El

video terminaba con un breve discurso en el que básicamente se transmitía la

idea de que otro futuro era posible y, con un fundido a negro seguido por la

sobreimpresión del logotipo del partido y los créditos, éstos últimos, reducidos

151
a la mínima expresión, pues los autores habían decidido preservar su

identidad individual incluyendo únicamente el nombre de la empresa, el año y

el copyright en una maniobra bastante comprensible.

¿Le ha gustado? escuché que me preguntaba María.

Me giré hacia ella y al verla allí, con su expresión mojigata, tan emocionada

por la situación, tuve la misma sensación de extrañamiento que cuando había

visitado la iglesia central de los mormones en Salt Lake City, Utah, durante el

invierno del año 1999. Allí, dos amables y hermosas servidoras de Joseph

Smith me habían conducido hasta una capilla abovedada de colores

chillones, con una estatua parlante del profeta en medio, que resumía la

historia de la iglesia mientras sonaba una música celestial y la cúpula

cambiaba de color, y, después de intoxicar mis sentidos con aquella

sobredosis de estética camp, me habían formulado exactamente la misma

pregunta que María. En aquella ocasión, me había quedado sin palabras,

pues temía que cualquier movimiento de mis músculos faciales terminara

desatando una risotada y los mormones se sintieran ofendidos hasta el punto

de expulsarme a gorrazos del templo. Esta vez, sin embargo, era inevitable

no hacer algún comentario, y si quería salir de la sede con aquel tesoro

fílmico, tendría que ser positivo.

¡Me ha encantado! dije fingiendo entusiasmo, el montaje, las

animaciones en tres dimensiones, la música… Realmente más que un video

institucional parece una pieza de arte y ensayo. ¿Podría facilitarme una

copia?

152
En realidad sólo tenemos este DVD por el momento respondió ella,

compungida, hemos encargado una remesa para dentro de unos días, pero

hasta entonces creo que…

Por favor… no vacilé en interrumpir su discurso. Tenía que hacerme con

el clip fuera como fuera.

Si quiere puedo ponérselo otra vez, pero tiene que darse cuenta de que

ésta es la única copia de que disponemos actualmente para mostrar a la

ciudadanía, no podemos prescindir de ella en estos momentos…

Mis padres y mi hermana forman parte de la ciudadanía repuse, si me

lo deja, aunque sólo sea por esta noche, yo me encargaré de mostrárselo y

muy posiblemente ganarán ustedes tres votos.

Se mordió los labios en un gesto dubitativo. Había conseguido que al menos

comenzara a pensárselo. De mi mayor o menor insistencia dependía el éxito

o el fracaso de la operación.

O si quiere, puedo salir un momento y hacerle una copia yo mismo

propuse antes de que pudiera decirme nada, sólo sería media hora, a lo

sumo, nadie va a venir por aquí en ese tiempo.

La forma en que me miró, con ojos de adolescente remilgada a la que su

novio dos años mayor convence para que transija a un breve intercambio de

fluidos, revelaron que sus defensas acababan de ceder.

Tendré que consultarlo con mis superiores dijo poniéndose en pie.

Aguarde aquí un momento.

El sonido de sus tacones contra el suelo resonó por toda la estancia. Me giré

hacia el lugar donde el ruido se detuvo y la vi charlando con Roscoe, que me

miraba con el rabillo del ojo mientras negaba con la cabeza. Transcurridos

153
unos segundos, los tenía a ambos frente a mí. Roscoe me estrechó la mano

y se presentó como el número ocho del Partido Beta. Preferí no hacer ningún

comentario acerca de su carrera televisiva, pues me parecía que era algo

improcedente y de un mal gusto considerable.

Me ha dicho María que está usted bastante interesado en conseguir una

copia de nuestro video declaró con cierto deje de desconfianza bajo cada

una de sus palabras.

Así es respondí tratando de triangular la sonrisa menos avispada de mi

repertorio a fin de que me tomara por idiota y abandonara toda suspicacia,

me ha parecido impresionante tanto desde el punto de vista cinematográfico

como político. Quisiera mostrárselo a mis familiares y conocidos. A todos nos

gusta mucho el mundo del cine.

Comprendo se acomodó sobre la mesa donde descansaba el proyector,

con el ceño fruncido. El DVD es sin duda un trabajo excepcional hizo una

breve pausa que aprovechó para escrutar mi rostro en busca de alguna señal

de titubeo. Sin embargo, todavía se trata de una información de uso

interno. Existen unos plazos, unos procedimientos, una serie de asuntos

legales que no podemos saltarnos a la torera, y menos en época de

elecciones asentí por puro nerviosismo a pesar de que era evidente que

me estaba dando largas. Había en su mirada un brillo ceniciento propio de

alguien que ha visto cosas que los demás sólo podíamos aspirar a ver en las

películas asiáticas de terror. Hagamos una cosa, si le parece, déme sus

datos y tan pronto cómo sea posible le mandaremos una copia para que la

difunda entre sus familiares, amigos, y conocidos.

154
Sus palabras no dejaban margen para el rechazo de la propuesta. Se trataba

de una orden directa. Me puse muy nervioso. No podía dejar de pensar en

que aquella bola de grasa me había descubierto pese a que de momento

carecía de motivos suficientes para asegurarlo a ciencia cierta. Era en estas

situaciones donde los verdaderos espías tenían que demostrar su valía.

Si me alcanza un papel y algo para escribir le daré mis datos encantado

dije con voz templada antes de que me diera tiempo a vacilar. Pero no se

olvide, ¿eh?, que los buenos políticos no hacen esas cosas.

Desconcertado por la naturalidad de mis modos, Roscoe me tendió un post-it

y un bolígrafo. Rellené el papel con datos falsos a toda velocidad, sin

pararme a pensar demasiado en lo que estaba escribiendo, ya que era

consciente de que si lo hacía podía azuzar sus sospechas, y luego pegué la

nota adhesiva a la mesa. El número ocho la recogió, la leyó por encima, y la

introdujo en el bolsillo de su solapa. Volvió a estrecharme la mano y nos

despedimos con un par de sonrisas distantes estilo Guerra Fría. Cuando

desapareció, sentí una breve sensación de triunfo, pero enseguida se me

ocurrió que tal vez fuera precisamente eso lo que Roscoe buscaba que

pensara a fin de pillarme en un renuncio. Lo vi muy claro al sorprenderlo

examinando cada uno de mis movimientos, de forma muy poco disimulada,

desde su nueva localización, cerca de la puerta. Me puse en su pellejo y

llegué a la conclusión de que estaba esperando a que saliera. Era una

especie de prueba final. Si lo hacía de forma rápida y atropellada, certificaría

irremisiblemente mi condición de sospechoso, por el contrario, si en lugar de

buscar un alivio inmediato para la tensión que me atenazaba, continuaba

merodeando por el local y retrasaba un poco más la salida, tal vez

155
consiguiera de una vez por todas ganarme su indiferencia. Siempre y cuando,

por supuesto, no fuera tan inteligente como para interpretar algo así como un

alarde de profesionalidad por mi parte. Opté por la segunda alternativa de

todas maneras. La tensión sexual irresuelta que había generado entre María

y yo, me brindaba la excusa perfecta. Volví a decirle que era muy guapa, en

esta ocasión, a propósito de lo bien que le quedaba el corte de pelo y lo

mucho que me gustaba su forma de mirar. Ella se cohibió como una colegiala

y yo aproveché el hueco para pedirle más información sobre el partido:

pasquines, listas electorales, pegatinas, merchandising, lo que fuera. No

podía regresar ante Ramírez y Montero con las manos vacías. La chica se

perdió detrás de un mostrador y salió al rato con una bolsa de plástico llena

de cosas, incluida su dirección y su número de teléfono escritas en el reverso

de un tríptico propagandístico. Le mostré mi agradecimiento con una especie

de reverencia, le besé la mejilla a modo de despedida, y emprendí el camino

de salida con la agradable sensación de haber estado a la altura de una

película de James Bond. No tendría la presencia de Sean Connery ni la

apostura de Pierce Brosnan pero, desde luego, George Lanzeby y Timothy

Dalton hubieran tenido dificultades para arrebatarme el papel en un hipotético

casting. Justo antes de abandonar el local, saludé a Roscoe con cordialidad.

Éste impostó un gesto igualmente cordial y me dijo adiós con un ademán de

su mano derecha. Mi primera misión había concluido al fin. En líneas

generales, el balance era bastante positivo: tenía una bolsa atiborrada de

propaganda, había seducido a una integrante del partido rival y, aunque no

había logrado hacerme con el DVD, recordaba perfectamente su contenido.

Apreté los puños en señal de victoria y me dirigí al encuentro de mis jefes.

156
De camino, me topé con un grupo de jóvenes que arrastraban carritos llenos

de carteles con el rostro de Amadeo Perlasca. Eran en total siete personas y,

al igual que los trabajadores contratados por el Partido Alfa, no iban dejando

lo que se dice una estela de entusiasmo a su paso. La tentación de

preguntarles cuánto cobraban era demasiado grande como para ignorarla,

así que, ni corto ni perezoso, me planté delante de uno de ellos y les planteé

la cuestión. Esperaba que tras el despliegue de medios al que había asistido

en el local del Partido Beta, con sus DVDS, sus recreaciones virtuales, y su

cuidada puesta en escena a rebufo de la MTV, la organización retribuiría a

sus trabajadores con un sueldo superior al nuestro, pero al parecer habían

dilapidado todo el presupuesto para la campaña en aquellas florituras y les

pagaban tan sólo cinco céntimos de euro más. Que yo recordara, era la

primera vez en mucho tiempo que ambos partidos estaban de acuerdo algo,

lo cual demostraba que el consenso dejaba de ser una utopía existiendo mala

voluntad de por medio.

Me embargaba la esperanza en el futuro político de nuestra nación cuando

hice mi entrada en la sede del Partido Alfa. Tal vez a causa del contraste con

los fastos new age de nuestros enemigos, todo me pareció más cutre que de

costumbre. El olor a ranciedad, inusualmente intenso, me impedía respirar en

condiciones. Caminé hasta el despacho de Ramírez y Montero pensando en

que no podía olvidarme de robarle a mi padre esa misma noche el

ambientador de abeto de su coche (si yo no tomaba medidas al respecto,

nadie en aquel agujero infecto iba gastarse diez euros, que equivalía al

salario de casi tres trabajadores, en poner fin a aquella desagradable

situación aromática) y abrí la puerta.

157
En el despacho no había nadie. Merodeé un rato por el resto del piso pero

tampoco encontré rastro alguno de vida humana, aunque sí de vida animal,

debido a la abundancia de moscas, mosquitos y cagarrutas de rata.

¿Hay alguien aquí? pregunté al vacío.

Al fondo del pasillo, procedente de la puerta del cuarto de baño, escuché un

sonido apagado como el de una piedra cayendo al agua. Le siguió el rumor

de una cisterna y el tintineo de una hebilla de cinturón sobre la cerámica de

las baldosas. Nazareth salió del interior con el rostro morado, la frente

cubierta de sudor, y los ojos enrojecidos. Con ella, lo hizo también una

vaharada pestilente que casi me tumba.

Deberías ir al médico dije.

Muy gracioso respondió ella, cerrando la puerta avergonzada. ¿Qué

coño quieres?

Le expliqué que estaba buscando a la parejita Ramírez-Montero, pero no

supo decirme dónde se encontraban. Tan sólo me comentó que se habían

ido unas tres horas antes, que desde entonces no habían aparecido por el

local, y que dudaba mucho que lo hicieran en lo que quedaba del día.

Son personas muy ocupadas aclaró.

El resto de los trabajadores se encontraban repartiendo propaganda por los

alrededores de la ciudad, supervisados por Pepe, de modo que lo tenía

bastante difícil para unirme a ellos. Nazareth me propuso como alternativa

ensobrar una nueva remesa de correspondencia electoral para cubrir el

tiempo de trabajo que aún me quedaba. Rehusé amablemente con la excusa

de que mis obligaciones como espía me lo impedían. Deposité el botín

propagandístico encima de la mesa de Telma Ramírez y me marché.

158
Aún me quedaba una cosa pendiente en la sede del Partido Beta.

Según se rumoreaba, las afiliadas a las juventudes políticas de la formación,

en teoría recatadas, puritanas, y modositas, eran unas auténticas gorrinas en

la cama. Como nunca hasta el momento había estado metido en política y, la

verdad es que tampoco ligaba mucho por las discotecas a causa de mis

reticencias patológicas a aparearme mediante la danza, no había tenido

muchas oportunidades de comprobar si esa fama era merecida. Sin embargo,

el destino, a quien yo llamaba cariñosamente Marcelino, me había

proporcionado aquella misma tarde una oportunidad única. No estaba

dispuesto a dejarla escapar.

Aguardé pacientemente en el portal de la zapatería que se encontraba frente

al local del partido Beta a que María saliera por la puerta. Cuando lo hizo, me

acerqué a ella por detrás y le di un beso en los labios. Las leyes de las física

decretaron que mi acción tuviera una reacción, sólo que esta no fue, ni

mucho menos, la que yo había previsto, sino un bofetón y una patada en los

testículos.

A veces, los tópicos erraban. Y a veces, las chicas que trabajaban de cara al

público, que te daban el teléfono con una sonrisa y que parecían estar

deseando que las poseyeras a la castrense encima del primer mostrador a

mano, sólo deseaban vender un producto. O ganar un voto.

Jamás iba a olvidar esa dolorosa lección.

159
13 DE MAYO

EL ONANISTA EN EL DESPACHO

A pesar de que la entrepierna todavía me escocía lo suyo, lo primero que

hice cuando me levanté fue masturbarme con ferocidad. Entre los desplantes

de María y Pamela, y el recuerdo idealizado de mi amor imposible por

Carolina, comenzaba a estar bastante salido. Pero sobre todo, rabioso. El

pedazo de carne trémula que tenía entre mis manos estaba pagando el pato

de toda aquella situación, como si se tratara de un combate personal entre

nosotros dos. En cierto modo, era así. Todas las mundanas preocupaciones

que me habían crispado los nervios a lo largo de los últimos años habían

tenido un efecto anestésico sobre mis hormonas sexuales y, ni mi pene se

despabilaba con la misma energía que antaño, ni mis testículos, aquellas dos

hermosas bolas peludas siempre al tope de su capacidad, lucían tan lozanos

como en el pasado. De hecho, habían comenzado a colgarme

peligrosamente. Si tuviera cincuenta años, el asunto no sería nada del otro

mundo, pero con poco más de veinticinco, daba que pensar. O en realidad no

tanto. Si no existiera la publicidad, que ya fuera en las marquesinas de las

paradas de autobús, a través de la televisión, o incluso infiltrándose en mis

sueños, me apabullaban con todo tipo de imágenes y sonidos eróticos, no

habría problema alguno. El mensaje estaba claro: por debajo de la treintena,

había que estar haciendo el amor todo el tiempo quisieras o no, lo

necesitaras o no, tuvieras gonorrea o no. Lo importante era mantenerse

siempre en un estado de fricción constante, como el pedernal y la yesca,

generar energía, convulsionarse. En una palabra: olvidar. El orgasmo se

160
había convertido en la religión panteísta de moda, en la chispa de la vida,

mientras que el resto de las actividades, en especial las no lucrativas, habían

pasado a ser un mero sainete costumbrista entre eyaculación y eyaculación

granguiñolescas. Y en caso de que no pasaras por el aro, la sociedad te

pedía el respeto enseguida si no decidía excretarte directamente, igual que

los bancos ante un cliente arruinado. Había que meterla como fuera, a toda

costa y de manera compulsiva. Al ser posible, en agujeros diferentes. La

mentalidad empresarial había llegado al sexo, e igual que te podías comprar

un PC de sobremesa y combinar sus prestaciones con las de un portátil Mac,

podías combinar a tu pareja de toda la vida con cualquier otro ser humano (o

animal u objeto hinchable) dotado de orificios. Era una cuestión de

conectividad, no de sentimientos. Las nuevas tecnologías permitían estar en

contacto permanente con el mundo y, para ser absolutamente modernos, era

absolutamente necesario convertir la posibilidad en un hecho. Existían mil y

una formas de conseguirlo: desde participar en orgías itinerantes para

cincuentones posteriormente comercializadas en DVD, hasta cantar con la

boca llena “mama quiero ser artista”, recién cumplidos los dieciocho, en un

programa pornográfrico de medianoche inspirado en el formato de Operación

Triunfo, o salir en la sección de sexo de El País de Las Tentaciones

defendiendo las virtudes de introducirse patas de sillas rococó por el ano.

Todo era igual de cool y molón. En especial si luego lo contabas delante de

un par de pobres diablos que se contentaban con el misionero o lo describías

con pelos y señales en un blog. La gente se había metido en esa dinámica,

creyéndose los más transgresores de la ciudad, cuando realmente no hacían

otra cosa más que darles argumentos a cineastas independientes faltos de

161
ideas. Eran como esa escena de American Pie en la que Sean W. Scott se

come una defecación en primer plano: una provocación gratuita y pasada de

moda tratando de aparentar lo que no es.

Por eso me fastidiaba tanto tener que darle a la zambomba como un mono

para empezar el día con buen pie. O me había perdido alguna lección en el

colegio, o bien era tan inadaptado que no valía ni para evadirme mediante el

sexo consentido con otra persona. A mis veintiséis años, todavía seguía

masturbándome como con quince, sólo que además, por puro orgullo, sin

ganas y de forma mecánica. Aquel no era el espíritu. De ahí que no me

sorprendiera en absoluto que mi pene se desplomara sobre su lecho de pelos

púbicos y me dejara en la estacada. Traté de reanimarlo tres o cuatro veces

pero no hubo manera. Ni siquiera Pamela Anderson vestida de vigilante de la

playa (y no se trata de una hipérbole, para mi desgracia), podría solucionar la

papeleta. En lo que a apetito carnal se refería, acababa de entrar en una

especie de coma. Estaba sexualmente muerto. Y eso, tal y como pintaban las

cosas más allá de mi habitación, suponía casi un certificado de defunción

biológica.

Tenía dos alternativas: o bien me lo tomaba por la tremenda, metía la cabeza

en el horno y abría la espita del gas hasta el tope, o bien hacía como si nada

y esperaba tan ricamente un milagro mientras me distraía trabajando para el

Partido Alfa. Con un último estertor, mi propio pene se alzó un par de

centímetros y respondió por mí antes de expirar definitivamente.

En la sede del partido todo seguía igual que el día anterior. Incluso la bolsa

con la información de nuestros rivales políticos que les había conseguido a

Telma Ramírez y su marido. Los muy desagradecidos, ni siquiera la habían

162
abierto y, aunque no podía saberlo a ciencia cierta, también tenía la

impresión de que a mis dosieres tampoco les habían hecho demasiado caso.

Era un espía, sí, y no cabía duda de que el trabajo dejaba cierto margen para

la emoción, pero, en el fondo, sentía que mis misiones tenían menos

importancia que cualquiera de las cartas que había repartido antes de

ascender de puesto. Pensé que el día anterior me había precipitado al creer

que con mi nuevo trabajo podría llegar a hacerme poco a poco con el control

de la organización. Si a nadie le importaba el éxito o el fracaso de mis

misiones, la lógica sugería que no las consideraban importantes en absoluto.

La situación no tenía ningún sentido la mirase por donde la mirase. ¿Para

qué me habían investido espía entonces? ¿Cuál era el motivo por el que

habían decidido prescindir de un repartidor en un momento crucial de la

campaña a cambio de un periodista de investigación? ¿Por qué hiciera lo que

hiciera, trabajara donde trabajara, estaba condenado per sécula seculorum a

la inexistencia?

En el momento en que el alcalde en persona entró por la puerta de la sede

para recoger la bolsa y los dosiers con sus propias manos, supe que me

había puesto nervioso sin motivo.

¿Tú debes de ser el espía? preguntó al joven de la mirada torva, que por

pura casualidad había entrado en el despacho en busca de unas tijeras.

Él negó con la cabeza. El alcalde miró a Montero y éste orientó la cabeza en

mi dirección. Yo asomé los ojos por encima de la pantalla del ordenador y lo

saludé elevando la barbilla en tono amistoso. Parecía mucho menos

inquietante que en las fotos y carteles, incluso cercano, aunque, por otro

lado, se notaba demasiado que tenía la cabeza en otra parte y que todos los

163
que estábamos en aquel despacho, incluidos sus hombres, le importaban un

comino. Su actitud cordial tan sólo era lo que se suele conocer como una

deformación profesional. Habría quien tal vez viera en ella un cierto aire de

científico despistado, pero mi mirada era demasiado avezada como para

dejarme engañar por una primera impresión agradable. Para algo había

devorado al menos dos veces toda la filmografía de Alfred Hitchcok.

Excelente trabajo me dijo alzando los dosieres y la bolsa con expresión

complacida. Si sigues así, algún día llegarás lejos.

No comprendí cómo iba a hacerlo. Ni siquiera me preguntó el nombre o me

dio la mano. En las películas de gángsters, el matón de turno que terminaba

arrastrando a un crío inocente al mundo del hampa, siempre le preguntaba al

menos cómo se llamaba acompañado de un “chico” pronunciado con voz

ronca antes de pervertirlo. En la realidad, en cambio, ni el alcalde se parecía

lo más mínimo a Robert de Niro ni yo a una criatura ingenua y desangelada.

Los nuevos tiempos no se andaban chiquitas, como los hampones de toda la

vida.

En cuanto el alcalde se marchó, eché un vistazo a mi alrededor y percibí un

ambiente más hostil que de costumbre. Todos, desde Ramírez hasta el chico

de la mirada torva, pasando por Nazareth, me observaban como un grupo de

proxenetas a un psicópata con predilección por las chicas de alterne. Tardé

en comprender que estaban celosos. Para ellos, el alcalde desempeñaba el

papel de un padre todopoderoso al que trataban de agradar con todos y cada

uno de sus actos, y yo, sin comerlo ni beberlo, me había convertido en algo

así como su ojito derecho. O al menos eso se pensaban, pues como se

suponía que los padres todopoderosos velan por el beneficio de sus hijos

164
incluso por encima del suyo propio, no se habían parado a pensar, como yo,

que fuera igual de egoísta que el resto de la humanidad. En todo caso, el

encuentro me había devuelto la ilusión de erigirme algún día en el maestro de

marionetas del Partido Alfa, en el cerebro en la sombra que todo lo controla

sin que nadie se de cuenta de nada, en Vincent Price. La naturaleza era

sabia, y ya que había anulado mi apetito sexual, trataba de enmendar la

plana desatando en mi interior un apetito insaciable por el poder político. Allí,

repantigado en mi asiento mientras escuchaba música a través de mi MP3 y

hacía como que escribía cosas importantes cuando en realidad le escribía un

e-mail a la chica escocesa de los waahums, con la esperanza de que me

respondiera alguna guarrada capaz de reactivar mi libido, me di cuenta de

que si un gato se me subiera al regazo, yo comenzara a acariciarlo, y me

tomaran una foto, el retrato sería la viva imagen del lado oscuro. El chiste del

guardia civil que se pone un tricornio y empieza a sentir ganas de pegar a su

compañero se quedaba en eso, en un chiste, al lado de las mutaciones que

se estaban produciendo en el seno de mi alma, apenas diez días antes tan

prístina que daba grima verla.

Debió notárseme mucho la autosatisfacción porque Montero se me acercó

muy alterado y me obligó a abandonar mi puesto. Puso como excusa que su

ordenador se había estropeado y necesitaba repasar unos documentos con

carácter de urgencia, pero yo advertí enseguida un deje revanchista en su

voz. Me quedé de pie, sin saber muy bien si debía echarme a temblar o

romper a reír, y sobre todo, sin saber muy bien qué se suponía que debía

hacer a continuación, si unirme al resto de los trabajadores o buscar una

actividad alternativa más afín a los cometidos de mi nuevo cargo. El concejal

165
me miró con inquina y luego manifestó su preferencia por la primera opción

señalando directamente hacia la sala de trabajo.

¿Y qué hay de los dosieres? protesté.

Tendrán que esperar dijo él, lapidario.

Podía haberle contestado, pero la verdad era que con ello sólo conseguiría

agravar la situación, de modo que eché a andar en dirección a la sala de

trabajo tal y como me había indicado. Antes de enfilar el pasillo vi a Nazareth

detrás del mostrador, con el rostro iluminado por la pantalla de su ordenador

portátil. Estaba chateando, para variar. Se me ocurrió una idea.

Puedo ir a un cíber propuse.

¿Un cíber? replicó Montero desconcertado, como si nunca hubiera

escuchado la palabra.

Sí, un cíber, ya sabe, esos sitios llenos de ordenadores que suelen

regentar inmigrantes sudamericanos expliqué, hay uno aquí al lado. Se

está bastante tranquilo y tienen impresora.

Montero miró a su mujer como para debatir el asunto con ella. Telma, que

seguía sintiendo esa tenue y mórbida debilidad por mí, le expresó con una

leve inclinación de cabeza que tal vez estuviera llevando las cosas

demasiado lejos.

Bueno dijo finalmente, siempre y cuando te lo pagues de tú bolsillo a

mí me da igual.

Su mujer le dio un golpe en el hombro.

¡No seas así! exclamó al tiempo que introducía la mano derecha en un

cajón del escritorio, de donde sacó una llaves ferruginosas al cabo de un

166
rato. Belarmino no está, así que si te parece puedes trabajar en el

ordenador de su despacho.

Montero censuró a su mujer con una mirada ruda, pero ya era demasiado

tarde. Yo me había apresurado a recoger las llaves y ahora descansaban en

mi bolsillo. Realmente, aquello no era lo que esperaba. Mi plan original

consistía en alquilar un ordenador en el cíber por media hora, ya fuera

sufragando los gastos de conexión de mi propio bolsillo o no, seducir desde

allí a Nazareth a través del chat, tal vez con la ayuda de alguna foto del

catálogo de modelos de Zara, y quedar con ella tan rápido como me fuera

posible en la otra punta de la ciudad. De este modo, podría liberar su

ordenador para poder trabajar desde allí en cuanto regresara a la sede del

partido con la excusa de que el cíber estaba cerrado. No se me había

ocurrido en ningún momento que Telma Ramírez pudiera interceder por mí

de la manera en que lo había hecho, lo cual me hizo pensar que tal vez lo de

mi parecido con su hijo no se tratara tan sólo de una paranoia postraumática.

Así que, después de tanto lío, y a pesar de la oposición de Montero, terminé

retrepado en el cómodo asiento de cuero negro del despacho de Belarmino

Rana, mi némesis, mi reverso tenebroso, mi doppelgänger. Tenía a mi

disposición su ordenador, con todos los privilegios de acceso a su disco duro

que eso me otorgaba. Ni siquiera si me hubieran atado las manos, habría

podido resistirme a la tentación de fisgar. Tan pronto como Windows me dio

la bienvenida, con aquel sonido desquiciante que muy poca gente en el

mundo se atrevía sin embargo a desprogramar, fue lo primero que hice. En

mi primer vistazo a sus archivos, no encontré nada fuera de lo común. Sólo

había documentos de trabajo, noticias escaneadas, y alguna que otra foto de

167
familia. Lo normal. Sin embargo, yo sabía que si al panoli de Hugh Grant, con

su cara de santurrón, lo habían pillado montándoselo con una prostituta en un

coche y Joselito había acabado perdiendo su inocencia de ruiseñor a causa

de la edad y las drogas, alguien de la calaña de Rana tenía que guardar más

de uno y más de dos secretos. En ese momento recordé que existía una

función en el Windows mediante la cual ocultar archivos comprometidos. Yo

mismo la usaba en mi casa a fin de que ningún familiar encontrara, por

accidente o no, mi colección de retroerotismo (desde que había abandonado

la adolescencia, y con ella, la capacidad de encontrarme las veinticuatro

horas del día sumido en un estado de inagotable efervescencia sexual, había

notado que ya no era capaz de encontrar en mi tiempo ningún mito erótico

capaz de colmar mis apetencias onanistas, con lo cual decidí un buen día

emular el ciclo de vida de las artes y volver la vista a los clásicos: Natalia

Estrada, Samantha Fox, Las Mama Ciccio, Carmen Russo, Sabrina, Ángela

Cavagna y en general toda mujer que hubiera salido durante la segunda

mitad de los años ochenta y la primera de los noventa bien en la portada de

la revista Interviú bien en los programas de confeti, lentejuelas y música

hortera de Telecinco), por lo que no tenía nada de extraño que Rana pudiera

valerse también de esta prestación, si bien me costaba bastante imaginarme

a alguien tan rupestre como él manejando sistemas operativos con soltura

cuando hasta a mí me costaba pillarles el tranquillo. Al final encontré no una,

sino hasta veintidós carpetas ocultas, todas ellas protegidas con una clave de

acceso.

Me pasé buena parte de la mañana tratando de desvelar el enigma, pero no

había forma de romper la barrera. Todas las contraseñas que se me ocurrían,

168
hacían saltar el mensaje de error y me obligaban a pensar una clave

alternativa. La idea de no ser capaz de burlar un sistema de seguridad ideado

por Belarmino Rana, de que aquel hombre fuera, después de todo, más listo

que yo, comenzó rápidamente a desasosegarme. Como una mosca tratando

en vano de traspasar un cristal, me estrellaba una y otra vez contra la maldita

ventana de error. Hasta que recordé el infalible axioma según el cual la

respuesta más acertada a una incógnita compleja es siempre la más sencilla.

Más aun tratándose de una incógnita planteada por un concejal megalómano

sin demasiadas luces. En lugar de seguir rebotando contra la ventana de

error, penetré en las profundidades de una carpeta que ponía documentos

personales, encontré un currículo, y anoté en un papel la fecha de nacimiento

de Belarmino. Luego la escribí en el campo dinámico inmediatamente por

debajo del texto “por favor, introduzca contraseña”, y la mosca consiguió al fin

atravesar el cristal como un tiro, limpio, seco, de un rifle de precisión.

Dentro de la carpeta a la que accedí había una colección tan pantagruélica

de pornografía que, después de echarle un vistazo por encima, resultaba

inevitable pensar, dada la cantidad de gente implicada en el asunto, que al

menos el cincuenta por ciento de los conocidos de uno se dedicaban al

negocio en la clandestinidad. Me infiltré en el resto de las carpetas y todas

contenían lo mismo, sólo que clasificado por temas. Estaba la sección de

fetichismo, la sección de sexo anal, la sección de sadomaso, la sección de

zoofilia, de bondage, de amateurs, de pelirrojas, de negras, de asiáticas…

vamos, que si aquello fuera un programa electoral en vez de una puntillosa

librería de depravaciones, todo el mundo se sentiría identificado con él de

una manera u otra y Rana terminaría ganando las elecciones. A mí me

169
cautivó con la carpeta titulada Fakes de famosas. En ella, había infinidad de

fotografías y videos de conocidas cantantes, actrices, modelos y bon vivants

(también de alguna que otra celebridad masculina), en toda clase de suertes

sexuales. La mayoría eran trucajes bastante bien logrados, pero también

había videos de fornicaciones reales, desde los clásicos, con Pamela

Anderson beneficiándose a aquel rockero tatuado en la cubierta de un barco,

hasta moderneces tan modernas que ni siquiera conocía a los protagonistas.

Entre el surtido, encontré un álbum de fotos de Gillian Anderson, la actriz

pelirroja que interpretaba a la agente Scully en la conocida serie Expediente

X. Recordé de pronto cuánto me excitaba su indumentaria mojigata, su carita

de niña buena no del todo enemistada con el lado turbio de la vida, y ese

aparente desinterés con el que igual practicaba autopsias a cadáveres de

conocidos como ignoraba las maniobras de acercamiento del agente Mulder.

Mi pene experimentó una especie de convulsión. Al abrir la carpeta, caí en un

estado de excitación sexual si cabe más agudo. Scully aparecía en un

montón de fotografías dejándose sodomizar por un grupo de traviesos

alienígenas cabezones que empleaban para sus juegos toda clase de

instrumentos cilíndricos y/o punzantes. En otras, le mostraba su Expediente X

al hombre que fuma, y en la que hizo que casi se me saltarán los botones de

la bragueta, se cepillaba a Mulder en las oficinas centrales del FBI, ¡la

mosquita muerta!

Aquel era el milagro que estaba esperando.

Me saqué la verga y me puse a cimbrearla bajo la mesa con ahínco. Volvía a

ser el Gonzalo de los viejos tiempos, aquel que no podía montarse en un

170
medio de transporte que produjera vibraciones porque sabía que si lo hacía la

erección estaba garantizada, aquel que cuando había realizado el Camino de

Santiago no dudaba en dar rienda suelta a su frustración sexual en las

habitaciones colectivas de los albergues por mucha gente que hubiera en

ellas, aquel que pensaba con la entrepierna y no con la cabeza, como debe

ser, aquel que, en tiempos, había logrado ser feliz a rachas.

Lo morboso de la situación, dado que no había cerrado la puerta con el

pestillo y cualquier gerifalte del partido podía entrar en cualquier momento al

despacho de Rana, incluido el propio Rana, no hacía sino aportar una dosis

extra de excitación al asunto. Jamás me había imaginado que siguiera

existiendo dentro de mí una vitalidad sexual tan grande, lo cual demostraba la

extendida teoría de que cuanto menos se goza de los placeres carnales

menos se suspira por ellos. No era que yo no me hiciera mis pajillas de vez

en cuando. María Teresa lo sabía muy bien, pero se trataba más de una

obligación, de un rito supersticioso, que otra cosa. Ahora, por el contrario, el

panorama era bien diferente. Me sentía en el pellejo de un sesentón

achacoso que de repente cae en las redes de una femme fatale cubana de

veinte años. Y comprendía perfectamente porque esta clase de tipos

terminaban abandonando a sus mujeres y a sus familias a cambio de los

favores de una nínfula. Yo hubiera hasta participado en una competición de

música salsa con Isabel Coixet, que era la persona de sexo femenino que

peor me caía por aquel entonces después de la cantante de Presuntos

Implicados, de partenaire, luciendo chorreras y pantalones guayaberos, si

con ello me garantizaran que algún día volvería a sentir la catarata de placer

que en esos momentos estremecía todo mi cuerpo.

171
Eyaculé enseguida, con un chorro largo, espeso y caliente. Tuve que

morderme los labios y apretar los puños para no gritar. Apenas se me había

reasentado el corazón sobre la caja torácica cuando Rana entró en la

habitación.

¿Velasco? preguntó confundido al verme usurpando su despacho

.¿Qué haces aquí?

Se encontraba en un ángulo visual en el que, gracias a la mesa, le era

imposible darse cuenta de que yo aún tenía mi pene moqueante y enhiesto

entre las piernas.

El resto de los ordenadores estaban ocupados Me limpié el sudor y

respondí, al mismo tiempo que descubría con pánico que sobre el monitor, y

sobre parte de los documentos de Rana, había caído una densa lluvia de

semen. , la señora concejala de Promoción Económica me dijo que podía

usar su despacho para trabajar en los dosieres informativos del alcalde.

La mención al Santo Padre evitó que montara en cólera y me echara a

patadas de allí. En su defecto, dijo:

Avísame en cuanto termines, y que sea rápido, tengo mucho trabajo que

hacer.

Me permití el lujo de exhalar una bocanada de alivio en vista de que ya se

iba. Rana se volvió antes de que hubiera terminado de vaciar mis pulmones.

Por cierto, abre las ventanas ordenó adoptando una mueca de

desagrado. Huele un poco mal.

Asentí apresuradamente, pero el concejal seguía sin irse. No parecía querer

hacerlo hasta que viera con sus propios ojos que, efectivamente, hacía lo que

172
me había dicho. Introduje como pude mi pene, todavía erecto, dentro de la

bragueta, lo sitúe con disimulo de tal forma que no abultara demasiado, me

puse en pie y abrí las ventanas. Belarmino sonrío, no sin cierta extrañeza en

su rostro, y al fin se marchó. Pude entonces limpiar el esperma, que ya

empezaba a resecarse.

Durante lo que quedaba de jornada laboral no me ocurrió nada reseñable,

pues tras mis coqueteos con la política-fricción, no hubo más escenas de

sexo o violencia, así que toda vez hube concluido con los dosieres, me

enviaron a galeras, esto es, a ensobrar a la sala de trabajo, donde pese a la

adversidad, la sonrisa no desapareció de mi rostro en ningún momento.

Hacía muchos años que no me había sentido tan feliz. Y el hecho de que

hubiera sido precisamente Belarmino Rana el artífice de mi resurrección dio

alas de nuevo a mi defenestrada esperanza en el género humano. Más que

una caja de bombones, como se empeñaba en titubear el gaznápiro de

Forrest Gump, la vida era una carpeta oculta, dentro de un sistema operativo

rutinario y aburrido, en el que un degenerado había guardado subdirectorios

pornográficos de todo tipo. Nunca sabías cual de ellos te podía tocar, sí, pero

en cualquier caso, lo importante no era cuál te tocara, sino tocarse. Nadie

podía negar que los expedientes equis del concejal habían cumplido un

excelente servicio a la ciudadanía en este sentido.

173
14 DE MAYO

AGENTE DOBLE

Mi segunda misión de infiltración en las líneas enemigas comenzó después

de otras cuatro horas recopilando noticias para el alcalde, aunque esta vez,

por desgracia, desde mi ordenador habitual, que si bien me había encargado

de surtir de pornografía en previsión de que algún día pudiera quedarme solo

por allí, no podía competir, ni en calidad ni en calidad, con las exquisiteces

erotómanas que contenía el de Rana.

Telma me hizo llamar y me dijo con una sonrisa cándida en los labios:

¿Estás preparado?

Que yo supiera, no había superado recientemente ningún rito de iniciación,

así que me encogí de hombros.

Depende de para qué respondí.

Ella rió y me pasó el brazo alrededor del cuello, cariñosamente, en un

síntoma claro de que me estaba convirtiendo poco a poco en un sucedáneo

de hijo y de que en cualquier momento la situación podía dar pie al

argumento de un thriller de Hollywood del estilo de Atracción fatal o La mano

que mece la cuna.

Hoy vas a asistir a tu primer mitinme informó. Necesitamos que afines

bien el oído y que nos cuentes todo lo que se cueza en él.

Me dio un recorte de papel con el lugar y la hora del evento, me deseó buena

suerte y me despidió con los mismos modos que una madre dejando a su hijo

a las puertas de la escuela.

174
El mitin estaba programado para las seis de la tarde en el centro sociocultural

de un pequeño barrio cercano a un frenopático. Amadeo Perlasca era el

cabeza de cartel, pero no se sabía a ciencia cierta quiénes de sus escuderos

le asistirían en su charla. Parte de mi cometido, además de tomar notas

mentales y obtener toda la información posible, consistía en identificar a sus

secuaces. A tal fin, Telma me había facilitado una especie de organigrama

con las fotos y las descripciones de todos los integrantes de las listas

electorales del Partido Beta. Debajo de cada uno de los individuos, había un

espacio en blanco para que yo anotara mis comentarios, sugerencias y

apreciaciones. Era un poco como el juego de naipes con las caras de los

componentes de antiguo gobierno de Sadam Hussein que había organizado

la administración Bush para incentivar el arrobo guerrero de sus tropas, sólo

que más de andar por casa y sin recompensa de por medio. Para el caso, a

mi me daba lo mismo. Con sólo la excitación de tener que pasar

desapercibido en territorio enemigo, tenía más que suficiente.

Llegué tarde. No deseaba que se me notara demasiado la impaciencia para

evitar suspicacias. De esa forma, evitaba además posibles charlas previas

con miembros del partido, como Roscoe o María, que pudieran ponerme en

un compromiso. Cuando hice acto de presencia en el local y todo el mundo

se giró al mismo tiempo en mi dirección, supe que la estrategia no había sido

la más adecuada. La acción se detuvo por un par de segundos para ver quién

era ese jovenzuelo remolón que osaba interrumpir con su tardanza un

acontecimiento tan importante, los escasos doce viejos que el partido Beta

había logrado congregar dejaron de rumiar sus dentaduras y hasta el propio

Amadeo Perlasca, molesto, perdió el hilo de sus despotriques en contra del

175
Partido Alfa a fin de echarme el ojo. De todo ello se desprendía que lo de

pasar desapercibido no iba a ser posible. No al menos en aquel mitin, donde

la media edad superaba los ochenta y yo, al margen de haberme convertido

por imprudente en el blanco de todas las miradas, llamaba la atención en un

grado tan supino que haría de King África cantando La Bomba en un velatorio

una estampa sigilosa.

No me desanimé por ello y procedí a tomar asiento. Lo hice en la última fila,

entre un anciano que olía igual que el local del Partido Alfa y un personaje

vestido de traje al que luego identificaría como el número seis de las listas.

Tanto ellos como el resto de los asistentes fingían que escuchaban a

Amadeo con atención. Su discurso fue un auténtico tostón. Sólo brillaba

cuando se dejaba de promesas vanas y pasaba a la descalificación personal

de Edelmiro Bigardo. Por lo demás, todo se limitaba a una especie de

rezongo monocorde salpicado en ocasiones por gestos previamente

ensayados con un asesor de imagen corporal anclado en los ochenta, según

demostraban la corbata y los zapatos escogidos por el político para la

ocasión. Me aburrí tanto que perdí el tiempo creando mentalmente una sopa

de letras con los nombres de las chicas con las que había mantenido

relaciones sexuales hasta el momento y luego resolviéndola. Para entonces,

Amadeo aún seguía con su soflama. Me concentré en su rostro, a modo de

pasatiempo alternativo, y comencé a contar sus arrugas. Desde luego, si algo

podía aportar aquel hombre a la corporación municipal era experiencia,

suponiendo, claro, que los conceptos de senectud y experiencia se

retroalimentaran. Me maravillé de que aquel hombre astroso, desmañado, y

con cara de bulldog hubiera sido escogido por sus compañeros de partido

176
para concurrir a las elecciones en calidad de cabeza de lista, pero aun más

de que él mismo no se diera cuenta de que con su aspecto iba a ser muy

difícil, al margen de todo condicionante ideológico, que el electorado se

decantase por él. Luego pensé en Néstor Kichner, que se parecía a El Dioni y

aún así había logrado hacerse con el poder en Argentina, y concluí que el

electorado, después de todo, tal vez fuera menos superficial que yo. O

simplemente, poseía un sentido de la estética menos desarrollado. No

olvidemos que Operación Triunfo, factoría de sueños de donde habían salido

engendros de la música y de la imagen personal como David Bisbal, con sus

rizos de El lago azul, sus reviravueltas, y sus camisas prietas y aflamencadas

de mafioso albanés, David Bustamante, con esa musculatura hipertrofiada a

duras penas contenida en sus característicos trajes blancos de turista sexual,

o Rosa, catalizadora por excelencia de las frustraciones estéticas de todo un

país, también se regía por un sistema de voto democrático en el que

participaba, si cabe, mucha más gente.

Cuando el discurso terminó, los miembros del Partido Beta comenzaron a

aplaudir como locos, de tal manera que su selecto y senecto auditorio, para

no ser menos, se vio obligado a emularles. Amadeo se deslizó entonces

entre el gentío, como una aparición mariana, y estrechó la mano de todos los

asistentes uno por uno. Yo fui el último. Su mano estaba helada a pesar de

todos los apretones previos.

A usted no le conozco dijo mostrándome unos dientes marfileños, recién

adecentados para la campaña, ¿vive por aquí?

Más o menos le respondí. Quería verle en persona. Mi nombre es

Juanjo Calasanz.

177
Un placer volvió a estrecharme la mano, que tal vez a causa de los

efectos vasodilatadores del halago, parecía ahora más caliente. Espero no

haberle defraudado.

En absoluto sonreí. Ha sido un discurso excelente. Perora usted como

los ángeles.

Amadeo ladeó la cabeza, entrecerró los ojos, y cabeceó en actitud

complacida. O mucho me equivocaba, o le había caído bastante bien.

Aunque no cabía duda de que era la primera vez que había escuchado la

palabra perorar.

¡Ojalá todos los jóvenes fueran como usted! corroboró con sus palabras

mi impresión. Ahora lo único que les interesa a los de su generación es el

botellón y el esparcimiento. El compromiso político está demodé.

No me dio tiempo a responderle. Un viejo vociferante, que había surgido de

entre el público con síntomas claros de agitación nerviosa, se interpuso entre

Amadeo y yo. Le contó, a voz en grito, que la corporación de Edelmiro

Bigardo había bloqueado las obras de ampliación de su casa por no

adecuarse a la normativa urbanística en vigor, y que algo así era una

vergüenza porque violaba el derecho natural de su familia al lebensraum.

Amadeo escuchó la protesta con atención y acto seguido se apresuró a

prometerle que, si salía elegido, su problema quedaría inmediatamente

resuelto, precisando asimismo que, en caso de una nueva victoria de

Edelmiro Bigardo, jamás podría retomar las obras. Si mi desconfianza para

con los políticos no fuera incluso mayor que mi desconfianza para con las

personas nacidas bajo el signo de capricornio (las estadísticas demuestran,

para bien o para mal, que los individuos regidos por la constelación del

178
carnero son unos trepas traicioneros de mucho cuidado. Y mi experiencia

personal con ellos, y en especial con ellas, lo confirmaba), yo mismo me

hubiera animado a arrancarle una promesa clientelista, pero ni me sentía con

ganas de continuar con la conversación, ni me parecía creíble que Juanjo

Calasanz, por pardillo que fuese, llegara a unas cotas de idiocia tan elevadas

como para creerse las baladronadas electorales de un político de tres al

cuarto. Así que me escabullí culebreando entre los presentes y salí al

exterior. Después de una breve caminata, me senté sobre un banco de

piedra, en mitad de un parque donde las monjitas solían llevar a los pacientes

del frenopático a tomar el sol y empecé a tomar notas en mi cuaderno acerca

de todo lo que había visto y oído. Un chalado babeante, de rostro anguloso y

pelo ensortijado, se me acercó y me arrebató uno de los pasquines del

Partido Beta. Traté de recuperarlo un par de veces pero no hubo manera. A

la tercera intentona, el hombre se abalanzó sobre mí, rugiendo como una

hiena en celo, y se puso a golpearme la caja torácica con fuerza mientras

defendía estentóreamente su derecho al voto. No sirvió de nada que le diera

la razón o le jurara y perjurara que podía quedarse con el folleto. Estaba en

mitad de un trance aporreante y no parecía dispuesto a atender a razones

hasta que me hundiera el esternón a puñadas. Ni siquiera sus cuidadoras,

que acudieron enseguida para tratar de poner fin al ataque, lograron

calmarlo. Roscoe, en cambio, sí lo hizo. Apareció de la nada, en plan

pistolero de spaghetti western, agarró al paciente por el pescuezo, izándolo

con una sola mano, y lo arrojó a unos cuantos metros de mí. Luego me ayudó

a ponerme en pie y me devolvió el pasquín del Partido Beta.

179
Hay que andar con más cuidado dijo.

Yo qué sabía que… empecé a decir por pura inercia, aunque interrumpí

la frase al mirarle a los ojos y percatarme de que no se refería al percance

con el loco, sino a que había descubierto a qué me dedicaba.

No te preocupes dijo, yo también he sido espía electoral alguna vez,

sólo que prefiero pensar que no iba dando la nota tanto como tú. Únicamente

te faltan los subtítulos explicativos.

Me sacudí la suciedad de la camisa, endurecí el rostro, y volví a posar mis

ojos sobre los suyos con la esperanza de que un recurso tan evidente

pudiera auxiliarme en la pronunciación de la mentira que estaba a punto de

espetarle.

No sé de qué me habla.

Roscoe rió con sorna y tomó asiento en el banco de piedra, donde mi

cuaderno descansaba al sol abierto de par en par. Le echó un breve vistazo,

cogió varios de los folletos propagandísticos que había entre sus páginas, y

enarcó las cejas mientras esbozaba un rictus de satisfacción.

Tal vez sepas entonces de qué escribes arrojó el cuaderno a mis pies.

Me quedé pálido. La garganta se me secó al instante y tuve que deglutir para

no asfixiarme.

No deberías ir dejando pruebas por ahí continúo Roscoe. Cualquier

espía con un mínimo de formación lo sabría.

Le repito que no sé de qué me habla redundé en mi estúpida estrategia

de negación de la evidencia. Yo sólo soy un ciudadano honrado, que paga

sus impuestos, separa las basuras y recoge la mierda de su perro con una

bolsita aunque en el fondo crea que es una chorrada.

180
Nadie dice que no seas honrado, sólo que eres un espía…

¡Mi nombre es Juanjo Calasanz! Tengo treinta y dos años y trabajo en una

consultoría. ¡Deje de decir estupideces!

Roscoe negó con la cabeza, irónico, al tiempo que chasqueaba la lengua en

señal de desaprobación.

De eso nada repuso. Tu nombre es Gonzalo G. Velasco, tienes

veintiséis años, careces de un trabajo estable y precisamente por ello esos

desalmados del Partido Alfa se están aprovechando de ti para que les hagas

el trabajo sucio.

Negar por tercera vez consecutiva la verdad no tendría un gran efecto

dramático. Sólo convertiría a Roscoe en Jesucristo y a mí en Pedro, con lo

cual él saldría ganando en calidad de ser uno y trino que todo lo sabe

mientras que yo, un mero discípulo pusilánime, quedaría a la altura del betún,

fuera éste de Judea o no. Tenía que aceptarlo: la charada acababa de llegar

a su fin.

¿Cómo…? ¿Cómo ha sabido usted todo eso? me limité a titubear.

Ya te lo he dicho repuso en tono despreocupado, yo también he sido

espía electoral. Y además de nosotros dos, hay muchos otros agentes.

Tantos, que no te podrías hacer una idea. La política, amigo mío me pasó

la mano alrededor de los hombros, es espionaje en un noventa por ciento.

El diez por ciento restante, pura demagogia.

Recogí mis cosas y me puse en pie. Estaba tan nervioso por mi

desenmascaramiento que no sentía que pudiera mantener mi corazón

operativo por mucho tiempo más delante de aquel tipo. Me había pasado de

181
listo creyendo que corría más que el fracaso, pero al final, como de

costumbre, el fracaso había terminado dándome alcance.

En ese caso será mejor que me vaya dije.

Roscoe tiró de la pernera izquierda de mi pantalón y me obligó a sentarme de

nuevo a su lado. En su mirada no había rencor o desconfianza, sino todo lo

contrario, aprecio y quietud, como si fuéramos dos amantes despechados por

la misma mujer que unen fuerzas para vengarse de ella.

No seas tan tremendista me tranquilizó con una voz cálida, amistosa,

además de espionaje y demagogia, esto es también un juego, y como sabes,

existen algunos juegos en los que se puede participar a dos bandas.

Entendí desde el primer momento lo que estaba tratando de comunicarme,

pero aun así, no podía creérmelo del todo. Era demasiado bueno para ser

cierto.

¿Qué quiere decir? pregunté para asegurarme.

Sabes perfectamente lo que quiero decir respondió él, trazando con sus

labios una sonrisa taimada. Quiero que trabajes también para nosotros.

Como espía del Partido Alfa, te encuentras en una posición inmejorable para

ello.

Ya… y en cuanto acepte su oferta sacará una grabadora del bolsillo de su

americana y llevará el caso a la prensa. ¿No es eso?

Creo que has visto demasiadas películas, Velasco.

Eso puede que sea cierto reconocí, nunca he tenido una vida rica en

emociones, por eso las busco en las pantallas de cine.

182
Si aceptas mi oferta eso puede cambiar hoy mismo sus pupilas

centellearon. ¿Existe algo más emocionante que trabajar como agente

doble?

A primera vista parecía que aquel hombre no tenía muchas luces, pero con

cada una de sus intervenciones demostraba que, en el fondo, era de los que

tenía el don de penetrar en los recovecos más ocultos de la gente con

apenas dedicarles un somero vistazo. No podía negar que el muy pícaro

había descubierto de qué pie cojeaba.

La verdad es que salvo ganarse el pan como francotirador profesional no

se me ocurre nada dije. Ahora dígame, aparte de emociones, ¿qué saco

yo de todo esto?

Roscoe introdujo su mano de dedos achorizados en el bolsillo izquierdo de su

pantalón. Extrajo una cartera. La abrió, intensificó su sonrisa, y me acercó

dos billetes de cincuenta euros.

Esto como adelanto habló lapidario, luego, por cada día de trabajo, te

daré diez euros.

Teniendo en cuenta lo que me pagaba el Partido Alfa, la oferta me pareció

poco menos que multimillonaria. Sin embargo, la cartera de Roscoe tenía un

volumen tan grande que, por contraste, el pago se me antojaba poco

satisfactorio, así que pensé en negociar.

No es mucho… rezongué. Tendré que pensármelo.

Diez euros es casi el triple de tu salario actual precisó él. Un sueldo

más que razonable por filtrar un poco de información diaria. Claro que ahora

que has mencionado lo de los francotiradores, tal vez te podríamos conseguir

183
un trabajo relacionado con, digamos, el sector. Eso si ganamos la elecciones,

claro.

Hasta donde me habían explicado, para convertirse en un francotirador

profesional había que hacer carrera en el ejército o en la policía, entrenar

duro, y superar con éxito unas cuantas pruebas de capacitación. Pero, pese a

todo, no pude evitar emocionarme con la promesa de Roscoe e incluso creer

en ella. Entre el viejo que había abordado a Amadeo al final del mitin y yo no

había, después de todo, tanta diferencia. Ambos éramos unos pobres diablos

que, al no disponer por nosotros mismos de los medios, el dinero o las

ilusiones para cumplir nuestros deseos, depositábamos nuestras esperanzas

en el primer mercachifle que afirmaba tener la llave de nuestra felicidad. En

otras palabras, la cosa estaba tan mal que en cuanto aparecía alguien seguro

de sí mismo, con una dicción más o menos clara, y una voz

convenientemente modulada, nos lanzábamos a creer en él con fanatismo

ciego. A la mayoría de votantes les pasaba lo mismo. Lo importante era no

pensar, era confiar en que alguien tomara la iniciativa por nosotros, en la

llegada del mesías con su maletín de bricolaje existencial, era, simple y

llanamente, aceptar nuestra condición de ceporros descarriados y permitir

que un tipo con más luces nos pastoreara. Yo, a diferencia del anciano

protestón, era consciente de todo esto, y aunque no acostumbraba a ir a misa

los domingos, ni siquiera a bisbisear antes de irme a dormir, en la intimidad

de mi casa, el cuatro esquinitas tiene mi cama, sentía una necesidad de creer

en las palabras de Roscoe posiblemente mucho más intensa que la suya de

creer en las promesas de Amadeo.

184
¿Habla en serio? pregunté, embriagado por mi propia imaginación, que

ya me situaba entre matojos y pedruscos apuntando con sigilo para

reventarle la tapa de los sesos a los malos-malísimos

El servicio municipal de limpieza cuenta con un departamento dedicado en

exclusiva a la caza de palomas con rifles de aire comprimido explicó.

Existe un grave problema en la zona monumental por culpa de sus

excrementos, así que se va a proceder en breve a su exterminio. Los

francotiradores tienen acceso a todos los tejados de la ciudad, incluidos los

de la catedral y otros edificios históricos. No se trata de una guerra

propiamente dicha, pero para ir practicando está bastante bien. Serías una

especie de becario del tiro a distancia.

¿Becario? repetí escéptico. ¡Mi palabra favorita!

Ésa es mi oferta se parapetó tras una mueca inflexible. O la tomas o la

dejas, pero si la dejas, has de saber que no te resultará tan fácil como hasta

ahora obtener información de nuestro partido. Puede que a Edelmiro Bigardo

y a sus acólitos eso no les agrade, por lo que tampoco debería extrañarte que

te sustituyeran por otro, o incluso que te quedaras sin trabajo se detuvo por

un momento para deleitarse con el avance implacable de la angustia a lo

largo de mi cara. Tengo entendido que pretendes visitar Finlandia con tu

amigo Pelayo este verano prosiguió en tono sarcástico. No creo que

perder tu única fuente de ingresos te ayude a preparar el viaje.

Una bacteria en el ocaso de su vida, observada a través de la lente de un

microscopio por un luchador de sumo con cara de malo, se hubiera sentido

con más capacidad de respuesta que yo. Estaba absolutamente indefenso. Y

Roscoe lo sabía, igual que sabía, o parecía saber, todo sobre mi vida, e igual

185
que sabía, a ciencia cierta esta vez, que no podía rechazar su oferta. Yo no

es que tuviera problema alguno en aceptarla, era una propuesta sustanciosa,

estimulante y no demasiado exigente, en el sentido de que podía

compaginarla sin problemas con mis obligaciones con el Partido Alfa,

además, me permitiría ampliar mi radio de influencia sobre la campaña

electoral más allá de lo que nunca hubiera soñado. Si me lo montaba bien,

era hasta posible que mis planes de convertirme en el maestro titiritero de los

partidos electorales pudieran llegar a prosperar. Tan sólo me tocaba las

narices una cosa: seguir siendo un cateto en mi faceta de negociador. Estaba

seguro de que cualquier cargo público en mi situación, ya fuera del Partido

Alfa, del Partido Beta, del Partido Gamma o del Partido Omega, habría

sacado mucha más tajada del asunto que yo. A la hora de regatear, nunca he

sido como los demás. La mayoría de la gente ve delante de sus narices (y

decodifica correctamente) el complejo código de programación que rige el

desarrollo de los intercambios comerciales, yo, sin embargo, jamás he

conseguido vislumbrarlo, por lo que en tales situaciones solo soy capaz de

ver a un individúo con una confianza en sí mismo superlativa que devuelve

mis pelotas imperturbable, una y otra vez, ejerciendo de efectivísima pared

de frontón. Ese don del que yo carezco, probablemente sea lo que algunos

denominan “vocación política”, otros, a veces los mismos, “espíritu

empresarial” y, las abuelas, simplemente “desparpajo” o “salero”. En

cualquier caso, para mí sólo era una habilidad tan improbable como la de

mover objetos con la mente o disfrutar de una epidermis efervescente, así

que Roscoe ganó la partida. Acepté su oferta y sellamos el pacto con otro

apretón de manos.

186
Por supuesto, todo esto debe quedar entre nosotros dos apostilló como

si se hubiera asomado a los abismos de mi alma y hubiera descubierto la

clase de tipejo que era. Al menos si quieres seguir entrando en nuestros

mítines.

Siempre y cuando el silencio sea bidireccional no habrá

problemaasentí. Preferiría que nadie en su partido supiera la verdad. Por

la emoción, más que nada.

Roscoe rió. Luego dijo:

Seré una tumba.

Yo guardé los dos billetes de cincuenta euros en el bolsillo trasero de mi

pantalón, recogí mis cosas, pedí disculpas a una de las monjitas por el

altercado de antes y me puse a caminar en dirección a la sede del Partido

Alfa con impaciencia. Me producía un morbo terrible volverme a codear con

Rana, Telma y compañía después de haberles traicionado. Tanto era así que

al entrar en el local electoral no tuve mayor reparo en saludar a todo el

mundo con gran afabilidad y ponerme a despotricar del mitin del Partido Beta

muy asqueado. Todos los presentes rieron a pleno pulmón ante mis

comentarios acerca de Amadeo, Roscoe y el resto de sus enemigos políticos.

Incluso Montero, que estaba comiendo un bocadillo de salchichón, casi se

atraganta por culpa de un chascarrillo relacionado con el grado de carisma

del candidato rival, en mi opinión, tan bajo como el del adoquinado del casco

antiguo de Peñaranda de Bracamonte (pensaba lo mismo de Edelmiro

Bigardo, sólo que no lo podía decir por razones obvias). Mi vida había sido

una farsa durante muchísimo tiempo, y gracias a ello, y también a mi

progresiva falta de memoria, cada vez me costaba menos mentir. En

187
ocasiones, hasta llegaba a creerme mis propios embustes a causa de la

naturalidad con la que los dejaba caer. Me estaba convirtiendo poco a poco

en todo un canalla, pero al mismo tiempo, me preocupaba que ese mismo

virtuosismo llegara a privarme del inmenso placer que siempre he sentido

ante la contemplación del rostro de mis victimas cuando cobran conciencia de

su ingenuidad. Si engañaba, además de para cubrirme las espaldas, era para

disfrutar de dichos instantes y, en el fondo, si disfrutaba de dichos instantes,

era porque también gozaba de ellos cuando yo era la víctima. En tanto que

escritorzuelo, no podía evitarlo. Me sentía atraído de manera enfermiza por

los giros de guión. Esos momentos de placer sádico o masoquista, según uno

desempeñara la función de papanatas alelado o hijo de perra sin escrúpulos,

eran la sal de la vida, lo que nos hacía humanos. Yo disfrutaba por igual en

cualquiera de las situaciones, probablemente porque cuando desempeñaba

el rol de papanatas alelado, me hacía sentir superior el hecho de manipular a

los hijos de perra sin escrúpulos, y en el caso contrario, cuando ejercía de

hijo de perra sin escrúpulos (la bipolaridad siempre es un grado), porque me

reconfortaba el hecho de sufrir de vez en cuando las consecuencias de un

embuste para sentirme mejor persona y justificar, de este modo, una nueva

acción puñetera bajo el pretexto de la venganza o el rencor. Lo que quiero

decir con todo esto es que nunca antes había disfrutado tanto con un trabajo.

Engañar me ponía, y cuanto más profundo era el engaño, más sinceras las

sonrisas de los del Partido Alfa, y más cordiales sus actitudes, más me

tentaba el pensamiento casi suicida de revelarles la verdad para ver que cara

ponían.

188
El ordenador estaba libre. Tomé asiento en el escritorio, abrí el Word, y

comencé a escribir un informe acerca del mitin, que previamente resumí de

manera oral y deliberada a Telma y su marido. Mientras tecleaba, ellos

debatían de fondo las posibles estrategias de respuesta a las acusaciones de

Amadeo. Yo hacía como que la conversación no me importaba en absoluto

aunque, en realidad, iba tomando nota de todo cuanto escuchaba en un

nuevo archivo de texto. Una vez la pareja hubo llegado a un acuerdo,

transcribí el veredicto, entré en mi cuenta de Hotmail y le envíe a Roscoe la

información por correo electrónico. Luego, concluí la crónica sobre el mitin, se

la di a Montero y me despedí de Telma y de él hasta el día siguiente. Hice

ambas cosas con idéntica frialdad, como si me hubieran templado los nervios

con nitrógeno líquido, pero en el fondo, estaba que no me cabía el corazón

en el pecho de tanta excitación. Acababa de convertirme en un doble agente

de facto. Ni siquiera si Roscoe se plantara frente a mí para cambiarme

aquella agradable sensación por cien de los grandes, habría rehusado a

seguir disfrutando de ella por lo que quedaba de campaña electoral: diez

jornadas que harían de Los tres días del cóndor vividos por Robert Redford

en la película homónima de Sydney Pollack, una aventurilla para niños sin

importancia a lo Barco de Vapor.

189
15 DE MAYO

ASALTO A LA IGLESIA DE SAN PANCRACIO

De entre todas las peripecias que me acontecieron a lo largo de mi relación

laboral con el ejecutivo del Partido Alfa, la más peligrosa, belicosa y

espeluznante, tuvo lugar en el segundo mitin de Amadeo Perlasca al que

acudí. Y eso que cuando entré en la iglesia de San Pancracio, donde iba a

tener lugar el encuentro con los parroquianos, se respiraba una quietud

ascética en el aire. Ninguno de los presentes se imaginaba, ni siquiera yo,

que en apenas media hora se iba a liar la de San Quintín en el templo, que

íbamos a salir de allí por patas, y que los responsables del conflicto iban a

ser, irónicamente, un grupúsculo de pacifistas barbados descontentos con la

intervención militar española en Irak.

Todo comenzó alrededor de las siete y media de la tarde, cuando la voz

monocorde de un Amadeo Perlasca menos inspirado que de costumbre, si

cabe (como estábamos en una iglesia, había tenido el detalle de moderar la

intensidad de sus exabruptos contra el alcalde), amenazaba con dormir hasta

al altísimo con el mismo discurso del día anterior sólo que adaptado a la

problemática del nuevo barrio. Es decir, que si la víspera todo iba de culpar a

Edelmiro Bigardo de los problemas que algunos pacientes del frenopático

causaban durante sus paseos matinales, ahora se trataba de culparlo de que

la gente se orinara en la puerta de la iglesia e incluso de que muchos

parroquianos hubieran relajado sus costumbres de tal manera que ni siquiera

se dignaban a acudir a misa los domingos. Lo bueno de estar en la oposición,

pensé, era precisamente eso, que todos los caminos conducían a Roma y no

190
había que exprimirse demasiado la sesera para cautivar al personal. Edelmiro

Bigardo era malvado, crápula e incompetente. Él, por el contrario,

ejemplificaba mejor que nadie la bondad, la honestidad, y la competencia. No

había otro mensaje en las soflamas de Perlasca más que ése. Simple,

directo, eficaz, como un anuncio de detergente. La gente había venido a

escucharlo y el candidato lo reproducía gustoso una y otra vez. Por

desgracia, los anuncios de detergente, y yo diría que también los de

desatascatuberías y productos de higiene íntima contra las pérdidas leves de

orina en la tercera edad, tenían más dominio de los recursos narrativos para

la creación de suspense e interés en el auditorio que quien fuera que fuese el

redactor de los discursos de Amadeo Perlasca e, igualmente, la voz en off de

estos comerciales resultaba mucho seductora que la suya. Lo desconcertante

era que, pese a todo, había logrado reunir a bastante gente en comparación

con el día anterior. Me pregunté si la propia dirección del partido, desolada

por la escasa respuesta del público en el mitin inaugural, habría contratado

los servicios de una agencia de figuración a fin de no desmoralizar a su

candidato, que ya en estado de ánimo normal transmitía una profunda

sensación de desaliento, como si ni siquiera él confiara demasiado en sus

posibilidades de alzarse con la victoria en los comicios (Edelmiro Bigardo le

había derrotado hasta en dos ocasiones, y el efecto déjà vu pesaba lo suyo)

o al menos, como si no le importara demasiado ganar o perder, sino terminar

el discurso cuanto antes y desplazarse al servicio para hacer de vientre

leyendo la prensa del día. Entonces eché un vistazo al paisanaje que había

repartido por los bancos del templo y me dije que ninguna agencia de

figuración española habría podido realizar un trabajo de casting tan

191
espectacular, (los buenos castings se caracterizan por su exhaustividad, los

buenos españoles, en oposición, por no complicarse demasiado la vida), ya

que, además de que los buenos castings se caracterizan por su

exhaustividad y los buenos españoles, en oposición, por no complicarse

demasiado la vida, los ancianos presentes tenían unos rostros tan agrestes, e

incluso rupestres, que echaban por tierra la hipótesis de una autenticidad

impostada. Aquella gente había venido por su propia voluntad, tal vez

movidos por un impulso inconsciente, pero estaban allí porque querían. Uno

los miraba mientras cabeceaban obedientemente al ritmo de las palabras de

Amadeo y no tenía más opción que temer su despertar. Eran personas al

borde de la detonación, células latentes de mala uva, gigantes dormidos. A

diferencia de sus adversarios ideológicos, quienes, como consecuencia de

una gestión más inteligente de su imagen pública, se encontraban

vociferando por todos lados, ellos vivían constreñidos por las circunstancias

políticas en un malsano estado de frustración. El hartazgo, por tanto, era

visible en sus caras. Cualquiera persona con una mínima capacidad de

observación y análisis se daría cuenta al instante de que, si se les pinchaba,

explotarían como globos demasiado inflados generando una onda expansiva

de consecuencias imprevisibles. Lo que ocurrió cuando empezaron a

escucharse cánticos en contra de la guerra de Irak a las puertas de la iglesia

fue precisamente eso. Al principio ignoraba si el pinchazo se había producido

de manera premeditada o accidental, pero los gritos de un jovenzuelo

desgreñado que irrumpió en el templo llamando “fascistas hijos de puta” y

“cipayos nauseabundos” a los presentes mientras ondeaba una bandera

independentista sumergido en su enorme pañoleta palestina enseguida me

192
sacaron de dudas. El de mayor envergadura de todos los seguidores del

Partido Beta se puso en pie y apuntó con su dedo al intruso.

¡Largo de aquí inmediatamente! ordenó muy alterado. ¡Estamos en

una iglesia!

Lejos de amedrentarse, el increpado se subió al altar, agitó su bandera unas

cuantas veces y comenzó berrear proclamas libertarias inconexas y

deslavazadas, desde “¡aborto libre y gratuito! ”, hasta “ETA es amor” pasando

por el clásico “¡OTAN no, bases fuera! ”. El recital sumió a Amadeo y a la

mayor parte de sus seguidores en un estado de total atonía. Yo observaba la

escena desde el último banco, confiando en que el alboroto terminara cuanto

antes y pudiera regresar a casa sano y salvo. En ese instante, vi cómo el

viejo que antes había llamado la atención del revolucionario corría a grandes

zancadas hasta el altar, lo derribaba con un barrido de su codo y, tras

apoderarse de la bandera y arrearle unos cuantos zurriagazos con el palo

que la sostenía, trataba de introducírsela por la boca. Amadeo y un par de

militantes del Partido Beta luchaban por detenerlo, pero hasta que aquel

hombre consiguió que se tragara la tela por completo, no atendió a razones.

El resto de los manifestantes, que hasta entonces se habían limitado a

curiosear desde el exterior, se enervaron al unísono como sacudidos por una

descarga eléctrica y traspasaron también la puerta de la iglesia en busca de

venganza. Se formó una trifulca de cuidado en apenas un minuto. Palos,

insultos, banderas, botellas, y boinas volaban por todos los lados. Los viejos,

aún con el lastre de sus achaques físicos e inferioridad numérica, oponían

una resistencia salvaje a la invasión. Vi cómo uno de ellos hundía los dedos

en los ojos de un enemigo, cómo otro golpeaba con inclemencia la

193
entrepierna de un manifestante enmascarado, y cómo una mujer de

permanente voluminosa utilizaba sus uñas afiladas para lanzar zarpazos en

el rostro de quien se le ponía por delante. Los pacifistas, por su parte,

empleaban sus banderas de “No a la Guerra”, de “Nunca Máis”, y alguna que

otra con el rostro de Ernesto “Che” Guevara como armas arrojadizas y de

proximidad. Los más descontrolados no dudaban en emplear los ornamentos

litúrgicos del templo para sus ataques; así, el cáliz pasó volando junto a mi

oído izquierdo antes de estrellarse contra la figura de un santo, mientras que

las hostias sagradas planeaban por el aire a modo de confeti tratando de

esquivar a las no sagradas. Me asusté bastante. Las peleas johnfordianas

que Pelayo y yo teníamos por costumbre iniciar por los bares de la ciudad

cuando nos aburríamos y que tenían como único objetivo ensalzar el sentido

de la comunidad eran una simple riña de borrachos al lado de todo aquel

desbarajuste. La violencia, cruda, descarnada, no invitaba en absoluto a

participar, pero se extendía poco a poco como un reguero de pólvora y cada

vez había menos rincones donde refugiarse. Terminé parapetado contra el

confesionario mientras se mataban entre ellos. San Pancracio me miraba

desde lo alto como avergonzado de mi comportamiento. Me encogí de

hombros, le expliqué por lo bajini que entre mis prioridades no figuraba liarme

a tortas por motivos políticos y me acuclillé con las manos sobre la cabeza.

La cosa funciono durante un rato… hasta que unos brazos peludos y fornidos

me elevaron dos palmos por encima del suelo.

¿No te da vergüenza ser un cerdo fascista que apoya el asesinato

premeditado de niños inocentes? preguntó el dueño de los brazos con

rudeza. Puedo entenderlo de esos vejestorios, pero un chico joven como

194
tú… me arrojó contra la pared, donde reboté tal cual un fardo de grasa de

camello. ¡Me das asco!

Ni siquiera me había dado tiempo de verle la cara. Cuando al fin lo hice,

todavía aturdido por el golpe, reconocí una silueta vagamente familiar. Se

trataba de un tipo de más de cien kilos de peso, casi dos metros de altura,

complexión maciza y rasgos prominentes. Sus cejas eran tan peludas que no

había separación entre ellas. Tenía el pelo rapado al cero, ojos de loco, y

blandía una especie de cachiporra. Salvo por la cachiporra, todo estaba

exactamente igual que la última vez que lo había visto, más de dos años

atrás. El encuentro se había producido en las postrimerías de una noche de

fiesta, la víspera de un viaje a Londres que Pelayo y yo habíamos planificado

por aquel entonces con el mismo mimo que nuestra escapada a Finlandia

ahora. Nos encontrábamos los dos apurando un cigarrillo en un parque

cercano a mi casa. Entre calada y calada, charlábamos sobre tonterías, como

siempre, sólo que a diferencia de lo que era habitual, lo hacíamos en inglés,

por eso de ir entrenando. De pronto, la misma figura acongojante que ahora

tenía ante mí, emergió de entre las sombras y, al grito de “¡putos imperialistas

de mierda!”, nos propinó sin más explicaciones una brutal paliza. Nunca

comprendimos demasiado bien la naturaleza de lo sucedido aquella noche,

pero todos los indicios apuntaban a que nos había confundido por

norteamericanos (lo cual demostraba que su nivel de inglés no era

demasiado bueno, pues ambos teníamos un fuerte acento español

expresándonos en dicho idioma), y a que, en su locura antiglobalizadora,

había decidido ajusticiarnos por los crímenes cometidos por Estados Unidos

195
a lo largo de su historia. Desde aquel día, hacíamos como José María Aznar

con el catalán y tan sólo hablábamos lenguas extranjeras en la intimidad.

Empecé a sudar con fuerza. Si aquel tipo me había apaleado por utilizar un

idioma diferente al vernáculo tanto tiempo atrás, era bastante probable que

ahora, con la pinta de niño bien que lucía por culpa de Juanjo Calasanz, y

habiéndome sorprendido en mitad de un mitin del Partido Beta, me rompiera

los dientes contra la tarima. El peligro se incrementaba aun más en caso de

que me reconociera. Así que me encomendé de nuevo a San Pancracio y le

prometí, mientras el gigantón se acercaba para olisquearme, que si me

sacaba de aquel apuro nunca jamás le faltarían las velas a sus pies.

Te voy a destrozar dijo el tipo al tiempo que escupía un salivazo contra el

suelo. ¿No es eso lo que os gusta? ¿La mano dura? alzó la cachiporra.

En vista de que San Pancracio estaba demasiado atareado atendiendo las

plegarias del resto de los implicados en la gresca, llegué a la conclusión de

que lo mejor sería que yo mismo tomara la iniciativa. Me aseguré antes de

hacerlo de que nadie, salvo mi agresor, pudiera escuchar lo que estaba a

punto de decir.

¡No! ¡Por favor! exclamé. ¡Yo no soy del Partido Beta!

El gigantón pareció sorprenderse, pero sólo por un par de segundos, tras los

cuales recuperó su actitud hostil inicial.

Ya, claro ironizó. ¡Ni siquiera tienes huevos de defender las ideas en

las que crees hasta el final! ¡Fascista!

¡Que no! ¡Que no! insistí al borde de la desesperación ¡Que soy un

espía del Partido Alfa!

Esta vez la sorpresa duró un poco más.

196
¿El Partido Alfa? repitió al cabo de un rato, con sorna. ¡Otros que tal

bailan!

La cachiporra descendió sobre mis riñones como una exhalación. Grité de

dolor, me contraje sobre mí mismo, y maldije a San Pancracio. Cuando abrí

los ojos, el bigardo ya no se encontraba frente a mí, o si se encontraba, yo no

podía verlo, porque todo se había llenado de repente de un humo blanco,

espeso y dulzón. Salí como pude de la iglesia, a gatas, y, una vez fuera, me

apoyé sobre la fachada para respirar. Los manifestantes se habían

dispersado en su gran mayoría. Sólo quedaban algunos rezagados que se

enfrentaban con altanería a la policía, pero bastaron unos suaves porrazos

para poner fin a su insurrección. El Partido Beta había logrado, contra todo

pronóstico, resistir el ataque. Y yo, con ellos. De entre todos los

supervivientes fui el que salí mejor parado de todos. Mi balance de daños se

limitaba a un simple moretón en los riñones y algún que otro rasguño. Eso, en

un entorno donde abundaban las fracturas de tabique nasal, las brechas en la

cabeza, y los ojos a la virulé, era casi un milagro. San Pancracio no me había

abandonado después de todo. Miré hacia el cielo en señal de gratitud.

Cuando mis ojos regresaron a tierra firme vi al chico de la palestina sostenido

por dos agentes de policía. Protestaba a grito pelado por la detención

alegando que él era la verdadera víctima. Pensé que había algo de razón en

sus palabras, pues el viejo le había atizado bien, pero de todas formas, se

había merecido todo eso y más, por gañán. No se podía ir por la vida

convirtiendo bonitas capillas en campos de batalla. Y mucho menos, en

nombre de la paz. Al girarme hacia la izquierda y descubrir que Amadeo

Perlasca, cubierto de polvo, le decía justo esa frase a uno de los policías que

197
lo habían rescatado, me entró un escalofrío. Acababa de ser político. Tanto o

más que él. Lo achaqué todo a un exceso de celo en la interpretación de mi

personaje, Juanjo Calasanz. Me quité las gafas, me despeiné y dispuse la

camisa por fuera del pantalón a modo de exorcismo. Mis casi cinco dioptrías

me impidieron ver cómo el alborotador que estaba siendo detenido se las

ingenió para escabullirse de la policía. Escuché un par de golpes, un forcejeo,

sonido de cadenas y un trote acelerado. Luego el prófugo gritó:

¡Asesino! ¡Puto asesino de mierda! ¡Acabaré contigo!

Me puse las gafas para no perderme el espectáculo, pero en cuanto recuperé

la visión, me topé de bruces con una imagen de lo más hollywoodiense. El

joven, hecho una fiera, avanzaba a toda velocidad en dirección a Amadeo

Perlasca. Echaba espuma por la boca, gruñía como un jabalí herido y tenía

los ojos inyectados en sangre. Si nadie hacía algo para evitarlo, el candidato

del Partido Beta iba a recibir unos cuantos golpes. Y como el policía más

próximo se encontraba demasiado lejos para intervenir, resolví, de una

manera un tanto irreflexiva, terciar en la confrontación. La culpa la tenían las

películas. En especial, El guardaespaldas, con aquella escena absurda en la

que Kevin Costner vuela a cámara lenta para interponerse entre una bala

mortal y su protegida, Whitney Houston. El cine me había metido en la

mollera con tal fuerza la idea de que convertirse en un héroe era lo más

fascinante que le podía pasar a un ser humano en edad de merecer, que no

me lo pensé dos veces a la hora de frenar a aquel desaprensivo con mi

propio cuerpo. En concreto, con mis riñones. Luego volví a pensar, pero el

único pensamiento que me vino a la cabeza mientras me retorcía sobre el

suelo presa de un dolor indescriptible era que había actuado como un idiota.

198
El propio Amadeo Perlasca me ayudó a levantarme toda vez los agentes

redujeron de nuevo a la oveja descarriada. En su opinión, me había portado

como un hombre de verdad, claro. No lo contradije.

Por usted, lo que sea gruñí.

Él me miró de cabo a rabo con sus ojillos hundidos, como si acabara de ver a

Sharon Stone cruzando las piernas reflejada en mis pupilas, y me espetó:

Creo que ya se lo dije ayer, pero ojalá todos los jóvenes se parecieran a

usted. El planeta sería un lugar mucho mejor. ¡Vaya si lo sería!

Sonreí con desgana. Mi imaginación echó a volar y aterrizó en un mundo

similar al actual sólo que habitado en exclusiva por morralla humana a mi

imagen y semejanza. No había nada de idílico en él, más bien al contrario,

así que suspendí de inmediato la fantasía. La sonrisa forzada se me había

congelado de tal forma entre los labios que apenas pude contestar al

candidato.

Mejor así hablé finalmente, al menos para usted. En un mundo

perfecto, los partidos políticos no tendrían demasiado sentido.

Se rascó la sien, escrutándome con desconcierto, y luego dijo:

Nunca me lo había planteado así…

Lo cual demostraba que si a alguien no le interesaba que su quimérico

programa llegara algún día a cumplirse, era a él mismo.

Su ritmo de promesas por minuto decreció de forma considerable a partir de

aquel día, y yo, un humilde espía electoral, me convertí de la noche a la

mañana en algo así como en su consigliere no oficial o, lo que es lo mismo,

en un Rasputín de baratillo, sin barba ni poderes mágicos, que, pese a todo,

tenía entre sus manos la vara de iridio y platino con la que Amadeo Perlasca

199
medía a su votante ideal: Juanjo Calasanz, una parodia en origen devenida

de pronto en modelo.

Si, como repetía una y otra vez Spiderman, todo gran poder conllevaba una

gran responsabilidad, era evidente que más tarde o más temprano alguien

iba a descubrir que bajo la piel del supuesto héroe habitaba en realidad un

villano traicionero e irresponsable. Hasta que llegara ese momento, no podía

hacer otra cosa más que supervitaminizarme y supermineralizarme.

200
16 DE MAYO

WATERLOO DESDE LA VENTANA

Llevaba tan sólo tres días ejerciendo de espía y ya comenzaba a tener serios

problemas para dirimir cuál de mis identidades era la verdadera y cuál no.

Por las mañanas, iba a la sede del Partido Alfa, compilaba datos sobre el

resto de las formaciones concurrentes a las elecciones, redactaba resúmenes

de los discursos de Amadeo y, al mismo tiempo, me la jugaba de tapadillo

enviando transcripciones de todo cuanto por el local acontecía al correo

electrónico de Roscoe; por la tarde, me desplazaba hasta los mítines del

Partido Beta, fingiendo ser un seguidor inofensivo y, además de recopilar

información útil para sus adversarios electorales, me permitía el lujo de

aconsejar al candidato con respecto a una gran diversidad de temas.

¿Quién era yo realmente? ¿Un traidor al Partido Alfa? ¿Un traidor al Partido

Beta? ¿Un doble traidor? ¿O simplemente un hombre sin escrúpulos

atrapado en mitad de campo de batalla electoral ajeno a mis propios

intereses? La respuesta tenía su miga y variaba de un día para otro, según

mi estado de ánimo. El Partido Alfa me daba, en ocasiones, más asco que el

Partido Beta; luego, era el Partido Beta el que me resultaba más vomitivo, y

entre medias, tanto uno como otro me producían la misma sensación

abotargada mezcla de nausea e indiferencia.

Había leído tiempo atrás, en la sección de noticias ridículas del periódico (ya

saben, “muere un policía tras jactarse de ser inmune a las balas”, “los

pingüinos no se caen de espaldas al ver el vuelo rasante de un avión”, y

titulares por el estilo), que un grupo de historiadores especializados en la

201
batalla de Waterloo habían descubierto en una vivienda cercana al campo de

batalla, el diario de un hombre de la época que se quejaba, en sus páginas,

de que tanto alboroto no le permitía dormir. A mí me pasaba lo mismo. Sólo

deseaba que se mataran entre ellos y que la campaña electoral terminara

cuanto antes, con la diferencia de que había resuelto intervenir, a mi modo,

para acelerar los acontecimientos y darles un poco más de vidilla al mismo

tiempo.

Mi agenda para el día dieciséis de mayo incluía una nueva visita a un mitin.

Todavía me dolían los riñones del anterior, así que esta vez decidí ir armado

con un cúter por si las moscas. Se me ocurrió también que sería una buena

idea llevarme un acompañante. Más que nada, porque si se producía otro

ataque, el hipotético agresor tendría que escoger entre atizarle a él o a mí,

con lo que gozaría de un cincuenta por ciento de posibilidades de salvarme.

La idea parecía bastante buena sobre el papel, pero había un grave escollo

para llevarla a cabo: nadie en mi entorno estaba dispuesto a aguantar un

mitin de Amadeo Perlasca. Aquello era lo malo de que tus amigos, familiares

y conocidos tuvieran estudios superiores, que sus egos estaban tan

desarrollados que ni siquiera se planteaban la posibilidad de prestar atención

a los vendedores de humo, ¡con lo mucho que tenían que aprender de ellos!

Lo intenté con mi hermana, con mi madre, con mi vecino trekkie, con un

travesti llamado Deborah Pollas que me debía un favor (no diré cuál), con

antiguos compañeros de universidad venidos a menos, con gente a la que no

había llamado en cinco años que montaba en cólera al conocer el verdadero

motivo de la llamada, con mi primo, con el primo de Pelayo, e incluso con el

hijo del kioskero de la esquina, quien se resistió a todos mis intentos de

202
soborno con videojuegos de una manera harto heroica. Cuando ya apenas

me quedaban opciones, llamé a Hernán. En un principio me dijo que no, que

estaba muy ocupado cocinando una tarta de queso para el cumpleaños de su

novia, pero luego parece ser que la tarta no cuajó (como tampoco terminaba

nunca de cuajar la relación con su novia, sujeta a continúas discusiones y

desavenencias) y fue él mismo quien me devolvió la llamada para aceptar mi

invitación, a cambio, eso sí, de que luego me fuera a tomar unas cañas con

él, algo que en realidad significaba que quería emborracharse y despotricar

en la barra de un bar hasta altas horas de la madrugada acerca de lo brujas

que eran las mujeres.

El mitin del Partido Beta estaba programado para las ocho y media de la

tarde en la plaza más importante de uno de los barrios periféricos de la

ciudad. Había que ir en coche. Quedé con Hernán por teléfono a fin de que

me viniera a recoger a eso de las ocho. Una airada conversación telefónica

con su novia lo rezagó y no pudo venir finalmente hasta las nueve menos

cuarto. Entre el tráfico, que tenía una densidad bastante alta debido a que

comenzaba el fin de semana, y su obnubilado estado mental, que le hacía

liarse cada dos por tres con las rotondas, los cruces, y los desvíos, llegamos

al lugar del mitin cuando éste ya había concluido. No quedaba ni un alma en

la plaza. Todo era silencio y desolación salvo por el rumor de los pasquines

sin vida que revoloteaban por el suelo. En los quince minutos siguientes,

Hernán y yo recorrimos los alrededores tratando de encontrar a alguien que

hubiera asistido al encuentro, pero encontramos únicamente a un viejo que,

ante la mención del Partido Beta, se puso a cantar la internacional con voz

desaforada. Lo dejamos con su música y continuamos con la búsqueda, sin

203
éxito. Entonces Hernán me recomendó que consultara más tarde los

noticiarios de la emisora de televisión local para informarme sobre lo que

habían dicho Perlasca y sus adláteres en el mitin. Me pareció una buena

idea, así que regresamos a mi casa, serví un par de cervezas, preparé algo

de comer, y encendí la televisión. No hubo ni una noticia relacionada con los

comicios municipales. Me entró el pánico. Si al día siguiente no había un

informe encima de la mesa de Montero, probablemente perdería aquel

trabajo. Cuando se lo comenté a Hernán, que ya iba un poco piripi, sonrió y

dijo:

¡Que les den! ¡Pásame una birra!

A lo que yo respondí con un asentimiento irresponsable y una sonrisa ladina

para luego brindar con él por el inicio de una larga noche de alcohol,

despreocupación y misoginia autodefensiva. Concretamente, la número

trescientos doce.

204
17 DE MAYO

CIZAÑA

Cuando me desperté todavía estaba borracho. No en vano, había llegado a

casa a las seis de la mañana después de pasarme toda la noche de jarana

con Hernán por los antros más infectos de la ciudad. Mi habitación olía a

destilería de whisky barato mezclada con sudor. Me dolía la cabeza, el

estómago, y notaba una sensación entre rasposa y amarga a lo largo de todo

mi sistema digestivo. Las legañas que se me habían formado alrededor de

los ojos eran del tamaño de almendras garrapiñadas, además de compartir

su textura terrosa. Tenía la piel áspera como piedra pómez, hasta el punto de

que necesité casi media pastilla de jabón de algas del mar muerto, y una

ducha de más de veinte minutos, para devolverle su tersura natural. El

contacto con el agua me sentó bien, pero ni con esas logré que mi sentido del

equilibrio se restableciera. Iba tambaleándome por los pasillos, como un

boxeador sonado, mientras que el hígado protestaba por la dureza de la

prueba a la que le había sometido por medio de una serie de punzadas en

sincronía perfecta con toda una partitura de contracciones musculares,

crujidos de huesos, y migrañas. Mi cuerpo había amanecido convertido en mi

enemigo más mortal, era un conjunto de piezas mal ensambladas dispuestas

a fallar en cualquier momento. Órganos frágiles, corruptibles, interconectados

a su vez por una cadena de nervios con flojera en absoluto leales a su amo.

Los músculos que revestían mi caja torácica me dolían tanto que tenía miedo

a que el corazón se me parase de un momento a otro. Me acongojaba incluso

andar, pues en mi estado, el movimiento era una provocación. Y sin

205
embargo, aquel cuerpecillo inestable y débil, tenía que transportarme en

cuestión de minutos a la sede del Partido Alfa, donde ya podía ocurrírseme

algo convincente para explicarles a mis jefes los motivos por los cuales no

había redactado ningún informe sobre el mitin de sus rivales el día anterior o

iba a pasarlo bastante mal.

Ni Telma Ramírez ni su marido se encontraban en el local cuando llegué.

Rana era el único jefazo presente, aunque parecía tener la cabeza en otra

parte, pues se paseaba por el piso abstraído y circunspecto. Me habló

simplemente porque tenía que hacerlo, sin prestar demasiada atención a lo

que yo tenía que decirle. Por ello, cuando me preguntó si había escrito ya el

informe del mitin y yo le respondí que todavía no, pero que estaría listo en un

periquete, no dijo nada más que un seco “bien”. Siempre y cuando el cuerpo

no me diera la espalda, era posible que lograra salirme con la mía después

de todo. Me puse a trabajar en el ordenador de inmediato, inventándome

sobre la marcha las declaraciones de los miembros del Partido Beta, insultos

incluidos. Tardé menos de lo esperado en poner el punto y aparte, de tal

manera que en el preciso momento en que los concejales ausentes

aparecieron por la puerta, el informe ya se encontraba sobre sus mesas.

Así que el Partido Alfa tiene un gabinete de gobierno más inoperante que

las pelotillas de grasa que se forman en la boca de un pollino cuando tiene

sed, ¿eh? leyó Telma en voz alta parte de mi trabajo, este Amadeo esta

cada vez más ocurrente. Tendremos que responder con la artillería pesada.

¿Se te ocurre algo Velasco?

Me sobresalté al escuchar mi propio apellido, pues empezaba a quedarme

dormido frente a la pantalla del ordenador.

206
Velasco… ¿Te encuentras bien?

Sí, no es nada reaccioné a tiempo, es que no he dormido mucho.

Tengo un insomnio galopante.

Te comentaba si se te ocurre algún insulto con el que atacar al

impresentable de Amadeo Perlasca…

Bueno… improvisé, en mi opinión no deberían ustedes entrar al trapo.

Cuando uno responde a los insultos de una verdulera, se convierte también

en una verdulera, con todo el respeto para las verduleras, claro. Una

ausencia de réplica a sus improperios le daría al Partido Alfa cierto poso de

superioridad moral, de clase…

¿Clase? ¡A la mierda con la clase! exclamó Telma con virulencia

¡Después de todo lo que ha dicho de nosotros ese soplagaitas se ha ganado

una respuesta!

En ese caso les aconsejo que ataquen por dos flancos dije para evitar

que perdiera los estribos y eso redundara en mi perjuicio, por un lado,

pueden cebarse con su avanzada edad, acusándolo de senil, de viejo verde,

o de haber apoyado en el pasado el régimen franquista, por otro, tal vez les

convenga utilizar lo ocurrido en la iglesia de San Pancracio como una

metáfora política de la incapacidad de su partido para escuchar la voz del

pueblo. Su indumentaria y su aspecto físico también podrían dar juego, pero

entonces, y no me lo tomen a mal, ellos lo tendrían bastante fácil para

responder.

Telma tomó nota de todas mis propuestas y, al rato, se puso a escribir un

discurso al alimón con su marido. El alcalde apareció poco más tarde, leyó mi

207
texto, y montó en cólera. Su enfado fue de tal calibre que la réplica

pergeñada por Ramírez y Montero, donde se descalificaba al candidato rival

de una forma inclemente, de acuerdo con mis instrucciones, le pareció

demasiado moderada, por lo que se me encomendó la misión de enriquecer

aquellas páginas con ofensas de mi propia cosecha. El trabajo me resultó

bastante agradable, aunque reconozco que no desplegué todo mi potencial

cizañero en la revisión del texto porque, en el fondo, Amadeo Perlasca no me

había hecho nada. Telma y el alcalde se quedaron encantados con el

resultado final. Montero no se pronunció al respecto a causa de su celos,

pero estaba claro que tampoco le desagradaba. En recompensa, decidieron

darme el día libre.

Vete a casa, duerme un poco y recupérate me dijo la concejala abriendo

la puerta del despacho con una sonrisa despampanante. Te necesitamos

fresco para mañana.

Asentí tímidamente, todavía sin creerme del todo mi propia suerte, y salí a la

calle. Me caí tres veces al suelo antes de llegar al bar más cercano. Allí pedí

una horchata y llamé a un taxi para que viniera a rescatarme. El taxímetro

marcaba tres euros con cincuenta cuando llegué a casa. Aquella cantidad,

que antaño me hubiera parecido ridícula, me parecía ahora demasiado

grande para pagarla de mi propio bolsillo. Le dije al conductor que esperara,

llamé a la puerta de casa con los nudillos, y le pedí a mi padre que abonara el

importe. La cama me recibió con los brazos abiertos. En ellos me perdí por lo

que quedaba de día mientras la discordia que había sembrado se extendía

lenta, implacablemente, por la ciudad.

208
18 DE MAYO

EL FACTOR LAPÓN

A raíz del éxito de mis improvisaciones tomé la decisión de reducir al máximo

mi asistencia a los mítines del Partido Beta. De este modo, limité el trabajo

propiamente dicho (recopilación de dosiers informativos, escritura de crónicas

falsas, asesoría política) a las primeras horas de la mañana y pude

dedicarme por las tardes a lo que realmente me interesaba: escribir tonterías

que no iban a ningún sitio, jugar a videojuegos, e ir al cine. Tan sólo de vez

en cuando tenía que interrumpir mi rutina para cumplir con mis obligaciones

como topo del Partido Beta, aunque a decir verdad, tampoco es que me

robaran mucho tiempo.

Aquel día no habría habido ninguna novedad digna de mención de no ser

porque Telma me presentó a una mujer enjuta, de pelo rojizo y carrillos

sonrosados, a la que introdujo como “Anuska la finlandesa”. Aunque la tal

Anuska tenía un marcado acento escandinavo, ya llevaba más de veinte años

viviendo en España. Había entrado en contacto con los dirigentes del Partido

Alfa al poco de llegar al país, uno de ellos había conseguido camelársela

para que se casara con él y, a partir de entonces, siempre que se avecinaban

comicios, acudía al local de la formación para echar un cable en las

campañas electorales. Le daba igual redactar textos que pegar carteles,

repartir propaganda o etiquetar sobres. Estaba demasiado enamorada como

para poner pegas, de modo que no le importó en absoluto que Montero le

indicara el camino de la sala de trabajo, donde se unió a todos mis

209
compañeros en la tediosa tarea de preparar correspondencia electoral para

su envío.

Desde el primer momento en que la vi supe que tenía que hablar con ella. Su

presencia en aquel piso no podía ser fortuita, sino que, por fuerza, tenía que

responder a un deseo expreso del destino, del viejo Marcelino, que en su

ingente sabiduría, se había dignado a enviar un emisario para que nos

ilustrase a Pelayo y a mí sobre los usos y costumbres fineses justo antes de

emprender nuestro anhelado viaje a Laponia. La principal consecuencia de

esta fe ciega en los hados fue que terminé mi trabajo de oficina mucho más

rápido que de costumbre. Con la excusa de que casi no había noticias que

compilar, le dije a Montero que yo también me iba a la sala de trabajo. El

concejal no opuso demasiada resistencia, pues seguía sin ser santo de su

devoción. Su mujer, por el contrario, trató de buscarme más tareas a fin de

evitarme el mal trago de tener que ejercer un trabajo por debajo de mis

posibilidades. Yo le dije que no se preocupara, que no se me caían los anillos

por ayudar a las bases, y me incorporé a galeras con pasos heroicos y

grandilocuentes. Había un sitio libre justo al lado de Anuska, así que allí me

senté. El listo de Pelayo había hecho lo mismo en el otro costado. A tenor de

la expresión de hastío que ensombrecía el rostro de la finlandesa, debía de

llevar ya un buen rato dándole la murga. Mi irrupción no hizo sino intensificar

su hartazgo. Le inquirimos de todo, desde las típicas preguntas sobre el sol

de medianoche, hasta cosas absurdas de las que ni ella misma tenía la más

remota idea, como el número de trofeos obtenidos por el atleta finés Paavo

Nurmi a lo largo de su carrera deportiva o el procedimiento de supervivencia

210
a seguir en caso de quedarse atrapado por accidente en una sauna.

Transcurridas más de dos horas de interrogatorio, nos dijo que ya estaba

bien, que Finlandia no era el lugar idílico que nos pensábamos, que se

parecía más a las películas de estética feísta de Aki Kaurismäki que a las

estampas navideñas de las películas norteamericanas, (por algo se había ido

de allí), y que Santa Claus no existía. Su soflama nos lleno de desazón,

sumiéndonos en un silencio doloroso y atroz. Apenas podíamos levantar los

ojos de los sobres, que se deslizaban entre nuestros dedos entristecidos con

renuencia. Pelayo incluso tuvo problemas para contener las lágrimas. Y creo

que fue precisamente ese detalle el que conmovió a Anuska hasta el punto

de hacer que se replanteara la situación.

Escuchad, si tanto os interesa Finlandia puedo daros la dirección de mi

hija, Maya, que vive allí y os podrá aclarar cualquier duda in situ dijo

mientras garabateaba palabras con muchas diéresis en un pedazo de

papel. Le caen muy bien los españoles, así que os recibirá sin problemas.

Pelayo y yo levantamos la cabeza a la vez. Ambos nos habíamos hecho un

más que agradable retrato mental de Maya a partir de nuestros recuerdos de

las rubias despampanantes que pululaban por las películas del destape y de

los entrañables dibujos animados de Noeli, una suma de carnalidad y candor

que daba como resultado, inevitablemente, el sueño de todo hombre hecho

realidad. La veíamos correteando con inocencia entre la nieve, con su

pañoleta roja, su vestido regional, sus carrillos sonrosados y su cestito repleto

de panecillos blancos, pero también en la sauna, con su cuerpo turgente

cubierto de sudor y de aceites naturales, cocinándose poco a poco al vapor.

Creo que Anuska se dio cuenta de lo que estábamos pensando, por lo que

211
titubeó antes de darnos el papel, en medio de un silencio sepulcral. Nosotros

inclinamos la cabeza sobre una nueva remesa de sobres para disimular y no

le preguntamos nada más en lo que quedaba de jornada. Ahora que

teníamos a su hija Maya para que respondiera con su dulce voz a todas

nuestras cuestiones, ya no la necesitábamos.

212
19 DE MAYO

DEUS EX MACHINA

La excitación por nuestro inminente viaje a Escandinavia y por el ángel de

carrillos sonrosados que allí nos aguardaba me impidió conciliar el sueño por

la noche. No podía dejar de pensar, agazapado en la oscuridad de mi

habitación, en campos nevados, pompones, trineos y musas rubicundas

entonando cánticos populares fineses. Anhelaba tanto un cambio que ya

podía presentirlo, paladearlo, como un enfermo terminal a la muerte. Mi

mente sobrecalentada imaginaba todo tipo de estampas esperanzadoras a

partir de la poca información que tenía acerca de Finlandia. Me veía a mí

mismo atravesando en tren las zonas lacustres del país con música de

Sibelius como banda sonora, llegando a la estación de Rovaniemi en mitad

de la noche soleada para regalarles toros en miniatura, muñecas de faralaes,

y recetas de paella a los oriundos del lugar, tomando un baño de vapor en

una sauna de uso individual al estilo de las que aparecían en los cómics de

Zipi y Zape, hincándole el diente a un sándwich de Reno bien aliñado con

mahonesa y salsa tártara, agarrándome una buena curda de vodka con los

marineros del puerto de Helsinki, diciéndole te quiero a Maya en su propio

idioma (rakastan sinua) durante un viaje en barco por el báltico, viviendo, en

fin, experiencias que en España sólo serían sueños inaprensibles. Allí nadie

me conocería y, con suerte, ni yo mismo me acordaría de quién era, de la

identidad groseramente prosaica que me había ganado a pulso tras años y

años de inanidad existencial. Podría, incluso, quedarme a vivir en el país,

buscar un trabajo como profesor de español o bailador de flamenco y

213
empezar de cero. Si le echaba valor al asunto, también tendría la oportunidad

de plantarme en las oficinas centrales de la productora de Aki Kaurismäki y

venderle los derechos sobre mi vida para que hiciera una de esas películas

sobre perdedores que tanto le gustan. A cada segundo, se me ocurría una

nueva idea. Las ilusiones centrifugaban en mi cabeza a toda velocidad.

Ardían las neuronas a causa del exceso de flujo sináptico. Los pensamientos

crecían por doquier como una invasión de flores primaverales irrumpiendo

por la fuerza en un vertedero. El corazón se me desbocaba. Si fuera un

ordenador, me hubiera colgado. En mi cerebro había un icono de reloj de

arena que nunca llegaba a su fin. Y entonces, me sorprendió la mañana y

volví a la vida real, monopolizada por mis compromisos con el Partido Alfa.

Tras una ducha, un vaso de leche, una caminata más rápida que de

costumbre, y algún que otro traspié, llegué hasta la puerta del local electoral.

Todavía no había llegado ninguno de los jefes, de modo que todos los

colaboradores esperábamos fuera a que comenzara la jornada de trabajo,

desperdigados sobre la acera. Pelayo llegó un poco más tarde. Lo noté

preocupado y taciturno. Cuando le pregunté qué le ocurría trató de escurrir el

bulto, pero yo insistí tanto que no le quedó más remedio que confesarme el

motivo de sus desvelos: una de las concejalas del Partido Alfa le había

estado acosando sexualmente los dos últimos días, mientras trabajaba

descamisado preparando el escenario para varios mítines. La mujer en

cuestión se llamaba Marimar Riera, tenía cincuenta y dos años, dos hijos y

estaba casada con un importante empresario de la ciudad. Según Pelayo, a

pesar de su edad estaba todavía de bastante buen ver. Yo no la conocía. Ni

siquiera había visto nunca su foto en los periódicos, pero como me fiaba

214
bastante del gusto de mi amigo y, además sabía de buena tinta que era un

vicioso tamaño XXL, (significando las equis lo mismo que en los sex shops),

no terminaba de comprender dónde residía el problema. Había escuchado de

su propia boca, en más de una ocasión, lamentos desgarrados por no haber

yacido nunca en su vida con la madre de ningún amigo, y todavía tenía

bastante frescos sus apasionados comentarios sobre la musa del porno

ochentero Nina Hartley, quién, a sus cuarenta y pico años de edad, seguía

ocupando un puesto de excepción en su ranking de musas zorripuercas

particular. Sencillamente, su preocupación no tenía mucho sentido.

La tía me gusta explicó. Tiene dónde agarrar y se la ve bastante

rodada. El problema es que…

No le salían las palabras. O no quería que le saliesen. Me miró cara a cara

por un momento, como para asegurarse de que no iba a reírme de lo que

estaba a punto de decir y continuó.

… no me hace sentir especial.

Traté de evitarlo, lo juro, pero no pude reprimir una carcajada.

¿Te has enamorado de ella?pregunté.

¡No! ¡Ni mucho menos! exclamó indignado. Es una mera cuestión de

morbo.

¿Entonces por qué quieres que te haga sentir especial?

Tío, es que es muy golfa. Le entra a todo lo que se mueve. Incluso a Rana.

Yo así no puedo concentrarme. Me gustan guarras, sí, pero que al menos

tengan la decencia de venderme la moto de que sólo se comportan así

conmigo. Ayer me tocó el paquete, le dije que no, y a los cinco minutos me la

215
encuentro magreando con el Diego detrás de unos forillos. ¡Me hace sentir

como un obrero comunista despersonalizado!

Lo que te ocurre es que pretendes ser un romántico sin dejar de ser un

degenerado, y eso difícilmente puede cuajar.

¡Ya lo sé, listo! Si te cuento esto es para que me des algún consejo, no

para que me psicoanalices.

De acuerdo. Mi consejo es el siguiente: donde tengas la olla no metas la

polla.

Viva la originalidad…

No, en serio, olvidas que aunque se trate de una golfa, esa tía es también

una profesional de la política. Si entras en ella, terminarás entrando también

en el juego democrático. Sería una pena que a estas alturas te ocurriera algo

así…

¿Acaso no estamos metidos ya hasta el cuello en el juego democrático?

Lo estamos, pero no en espíritu. Con las medidas profilácticas adecuadas,

uno puede entrar en el corazón mismo de la sífilis y no contagiarse.

Tiene que existir otra alternativa. No quiero pasarme el resto de la

campaña con los pantalones a punto de reventar…

Yo creo que no, sinceramente. Si te la cepillas, correrás el riesgo de perder

tu virginidad política.

Apliquemos el pensamiento inverso. Igual que yo corro el riesgo de

politizarme en caso de que haya fricción entre nosotros, ella también puede

correr el riesgo de despolitizarse.

Tu argumento tendría sentido si lo de la erótica del poder no jugase a su

favor.

216
Pelayo frunció el entrecejo y se rascó la perilla a fin de estimular al máximo

su actividad intelectual. Finalmente, llegó a una conclusión alborozada.

¡Puedo venderle el voto a cambio de sus favores! exclamó. Así,

aunque participe en las elecciones, seguiré siendo un mercenario hijo de

puta, como de costumbre.

La idea me gustaba. Cuando quería, Pelayo podía pensar con la misma

energía y eficacia que cinco comités de sabios trabajando juntos en pro de la

excelencia filosófica.

Sobre todo si a la hora de la verdad te haces el avión y no votas aporté

mi propio granito de arena. Ella no podría echarte en cara el desplante, de

lo contrario, se descubriría.

Mi amigo irradió una sonrisa mastodóntica. Luego elevó una de sus manos y

la entrechocó en el aire con otra de las mías en señal de alegría.

¡Somos unos cracks! dijo ¡Hoy mismo me la paso por la piedra!

No, hoy no ejercí de contrapunto racional. Primero has de esperar a

que ella se pase por la piedra a todos los que pueda. Debes ser el último y

hacerte de rogar para ser especial. ¿Podrás resistir?

Lo intentaré respondió con un deje amargo, aunque no puedo

garantizarte nada.

La conversación me animó bastante. Siempre había tenido un don natural

para aconsejar a la gente, una especie de talento innato, a duras penas

comprensible dado lo mal que me había ido en la vida siguiendo mis propias

intuiciones, que saciaba de alguna manera mi lado más humanitario y me

evitaba el engorro de tener que afiliarme a ONGs o asistir a conciertos

multitudinarios de viejas glorias de la música venidas a menos en éxtasis

217
buenrollista. A veces me preguntaba dónde radicaba mi éxito, si en los

consejos propiamente dichos, o en la seguridad con los que los pronunciaba.

A fin de cuentas, sólo decía obviedades o frases lapidarias pero huecas del

estilo “si dudas de tu poder, le darás poder a tus dudas”. Lo que no se podía

negar en cualquier caso era que a Pelayo mis palabras le habían sentado

igual de bien que un baño de leche de burra seguido de un desayuno

continental y una proyección en pantalla de plasma de The Rocky Horror

Picture Show, pues tan pronto como Nazareth abrió la puerta del local, subió

las escaleras a toda prisa y se puso a cargar entarimados, atriles y demás

parafernalia mitinera en la furgoneta del partido.

En cuanto a mí, tomé asiento en el despacho, me conecté a Internet, y

empecé a organizar el dosier del día a la espera de que llegaran los

concejales, que tenían por costumbre retrasarse como mínimo media hora a

fin de remarcar públicamente la diferencia de estatus entre ellos y nosotros.

No había ni recolectado una sola noticia cuando noté que alguien me estaba

observando desde la puerta. Di un respingo. La mujer con aspecto de

espectro japonés sonreía bajo el umbral de una forma muy extraña.

Hola dijo. ¿Quieres que te lea la mano?

Su voz era menos fantasmagórica de lo esperado, pero aun así, aquel rostro

pálido, huesudo y ojeroso, cubierto de pelos negros en estado de

conservación más bien precario, seguía provocándome escalofríos.

¿Y a qué viene eso ahora? le pregunté algo rudo, ya que, a decir verdad,

no tenía mucho sentido que se plantara en el despacho, de buenas a

primeras, para someterme a una sesión de quiromancia cuando apenas

habíamos cruzado dos palabras en toda la campaña.

218
No sé, por hacer algo contestó encogiéndose de hombros.

Como tampoco tenía demasiada prisa, acepté. Ella se acercó hasta la mesa

sin que yo pudiera apreciar ningún tipo de movimiento bajo su falda, tomó mi

mano entre las suyas, que estaban gélidas, y al cabo de un rato dijo:

Has sido bendecido con un gran talento para la creación, pero eres muy

vago y dependiente, por lo que nunca llegarás a ganarte la vida con ello, sino

que sobrevivirás gracias a trabajos cutres que acabarán minando tu moral

hizo una pausa para entrecerrar los ojos. Es posible que en algún

momento caigas en una fuerte depresión y tengas tus coqueteos con la idea

del suicidio. En general, tu vida está marcada por el signo de la inestabilidad.

No tendrás ni un empleo estable, ni una pareja estable, ni hijos. El amor te

tratará mal. La salud, también. Tendrás graves problemas, sobre todo

digestivos y respiratorios. Si no te cuidas, morirás joven.

Soltó mi mano, que se desplomó sobre la mesa con un sonido sordo, enarcó

las cejas de manera antinatural, y sonrió como si todo lo que acabara de

decirme fuera en realidad algo positivo. Luego dio media vuelta y

desapareció, dejándome a solas con la sensación de estar viviendo una

contrarreloj por etapas hacia la ruina total. Tuve que visitar una página web

llamada www.laculpaesdelospadresquelasvistencomoputas.com para

relajarme.

Mi matrimonio de concejales favoritos, en compañía del cada vez más

ausente Belarmino Rana y de Pepe, entraron en el local pasados unos veinte

minutos. Los saludé a todos afablemente y abrí la ventana del Word presto

para cortar y pegar noticias digitales. Rana se limitó a dedicarme una cara de

malas pulgas y luego se dirigió a la sala de trabajo escoltado por Pepe.

219
Telma y su marido me comentaron que, gracias a mis ideas, el discurso de

Edelmiro Bigardo había gustado mucho al público (lo cual no me sorprendió

demasiado teniendo en cuenta los índices de audiencia que, por aquel

entonces, tenían los programas del corazón poblados por hordas de famosos

de medio pelo que se despellejaban a lo bestia entre ellos), hicieron unas

cuantas llamadas y, a su término, empezaron a debatir acerca de las distintas

maneras en que el partido podía abordar la captación de votantes jóvenes.

Enseguida se quedaron bloqueados, pues no podía decirse que estuvieran

muy al día de lo que ocurría más allá de sus despachos, en esos sórdidos

microuniversos botelloneros que no sabían cómo erradicar y que ellos

mismos, con su sosería pertinaz a la hora de generar alternativas de ocio

mínimamente seductoras, habían contribuido a crear (los jóvenes también

tenían su parte de responsabilidad en el asunto porque gozaban todavía de

menos imaginación que ellos justo en el momento en el que más imaginación

deberían poseer, pero al fin y al cabo eran zombis sin voluntad, y, como tales,

no se les podía culpar de nada), así que recurrieron a mí, la voz de los

supertacañones oficial del partido.

Velasco, tenemos un problema dijo Telma, sonriente, como si no le

preocupara lo más mínimo que tanta pregunta pudiera trascender el ámbito

de la mera consulta laboral para convertirse en una dependencia casi

absoluta que ponía en serios apuros su capacitación para el puesto de edil.

Necesitamos calar en los votantes jóvenes, pero no sabemos cómo hacerlo.

En los últimos años lo hemos intentado de todas las formas posibles, con

conciertos, con obras de teatro, con mítines combinados con apariciones de

famosos mediáticos, y no hay manera. No les interesa lo más mínimo lo que

220
tenemos que decirles. En nuestra época eso no pasaba, la gente acudía a los

mítines sin que se les dijera nada, era una parte esencial de la vida

universitaria. Protestábamos, nos manifestábamos… ¡luchábamos por

nuestras libertades! el flashback la dejó agotada, con una mueca entre

orgullosa y amarga en los labios. Ahora huyen de nosotros como de la

peste. Tú, que eres joven, ¿cómo crees que podemos solucionarlo?

Bueno, tal vez si se produjera un golpe de estado militar y un nuevo

dictador se hiciera con el poder a los chavales volvería a interesarles la

política me permití el lujo de bromear. Lo clandestino nunca pasa de

moda, como bien saben. el chascarrillo no pareció divertirles demasiado,

así que adopté una actitud más circunspecta. No, en serio, si de verdad

quieren lavarles el coco a los jóvenes la expresión me salió del alma. Ni

siquiera me di cuenta de lo mal que había sonado, pero ellos la digirieron sin

mayor problema, sólo tienen una opción: fiesta con barra libre y pinchos sin

publicidad directa, sólo subliminal, y, a ser posible, que no cierre hasta las

siete de la mañana.

Los concejales se miraron el uno al otro, no demasiado convencidos.

En estos momentos no creo que podamos permitirnos un gasto de esa

envergadura dijo Montero, respetuoso.

Pues en mi modesta opinión cualquier otra iniciativa está condenada al

fracaso repuse. Se lo garantizo.

Mi rotundidad los descolocó. Se miraron una vez más y al término del

encuentro visual ambos destilaban al menos el triple de convicción.

Habrá que ver lo que dice el alcalde dijo Montero. En cualquier caso,

tendría que ser una fiesta sin alcohol.

221
¿Sin alcohol? protesté. Creía que lo que querían ustedes era captar al

público joven, no al público vigoréxico y metrosexual.

¿Vigo qué? repitió Telma, que a juzgar por la expresión de extrañeza de

su rostro jamás había leído Cosmopolitan.

¡Ni soñarlo! apuntó Montero inquieto. Si ofrecemos barra libre de

alcohol le estaremos dando barra libre a Perlasca también para que nos

despelleje.

Es cierto, como también lo es que ustedes podrían entonces atacar al

Partido Beta por donde más les duele: su falta de sintonía con la juventud.

Después de todo lo que han despilfarrado para modernizar su imagen,

acusarán el golpe.

El concejal estaba a punto de decir algo, pero se contuvo en el último

momento porque mi último argumento era inapelable.

Tiene razón rezongó su mujer.

Él la miro algo enfadado. Luego anotó un par de frases en un cuaderno y dijo:

Lo estudiaremos.

Aquel día, mientras preparaba los dosieres de prensa e improvisaba el

informe del mitin al que no había asistido el día anterior, me di cuenta de que

comenzaba a estar cómodo en aquel local hediondo. Mi tradicional torpeza

para desenvolverme en espacios sociales amplios había derivado, de pronto,

en una habilidad casi sobrehumana para catalizar todo cuanto tenía lugar, o

podría llegar a tener lugar, en espacios sociales de tamaño más reducido. Me

había convertido en alguien imprescindible tanto para el Partido Alfa como

para el Partido Beta. Y lo más simpático del asunto era que, de entre todas

las personas de la faz de la tierra, no había otra a la que le importara tan

222
poco como a mí ambos partidos. Me había erigido en el rey de una patria que

me la refanfinflaba, en una especie de Conan de la política sólo que más frío

y calculador, en un tuerto entre los ciegos, en un pequeño dios. Sin embargo,

no me sentía en absoluto satisfecho por mi triunfo. Aquello no era lo que

realmente quería, ni mucho menos, por lo que había luchado tanto tiempo.

Resultaba francamente frustrante que en menos de un mes hubiera

conseguido en el terreno de la política mucho más que todo lo que había

conseguido en más de diez años estudiando y enviando currículos a

empresas. La rabia me consumía por dentro, me desollaba por fuera, me

hacía sentir como un guiñapo repleto de goma dos. Por suerte para el

mundo, mi vocación estaba tan marcada que deseché enseguida la

posibilidad de dedicarme profesionalmente a la política. Así fue como en un

acto de abnegación sin precedentes en mi vida, sacrifiqué unas perspectivas

más que suculentas de ascender en la pirámide del poder y forrarme a costa

del erario público, a fin de prolongar mi agonía como creador frustrado hasta

el infinito y más allá. Si en aquel momento no hubiera tomado aquella

decisión, este libro no habría llegado jamás a existir, lo cual, me imagino,

complacería a gran parte de sus personajes, y lo cual, en cuanto a mi

respecta, me hubiera ahorrado bastante trabajo. Para bien o para mal, no fue

así. De modo que, en cuanto vi que Telma y su marido estaban lo

suficientemente distraídos, comencé a escribir el primer capítulo de

Demócrata a sueldo. Crónica mercenaria de una Campaña Electoral.

Por aquel tiempo aún desconocía el desenlace de la historia, pero algo, una

sensación como de ahogo atragantada en mis entrañas, una especie de

223
corazonada flatulenta muy, muy, dentro de mí, me sugería que, con

independencia de lo que Marcelino fuera a depararme en los últimos días de

campaña, el final de todo aquel espectáculo no iba a desmerecer, en lo que a

potencial surrealista se refería, a la rocambolesca cadena de acontecimientos

que, poco a poco, me había llevado a convertirme en lo que ahora era: una

parodia de escritor maldito que, al igual que Conchita Velasco, se había

emocionado en exceso con lo de ser artista y ser protagonista y no dudaba

en menstruar su ego herido sobre un viejo ordenador de dudosa memoria.

Puse punto y aparte, guardé el archivo en el disco duro, y me fui a casa. En

el espejo de mi habitación, no me aguardaba ninguna chica en camisón.

224
20 DE MAYO

NOCHE DE FIESTA

Tantos días ausentándome de los mítines del Partido Beta terminaron por

crearme mala conciencia, así que decidí, excepcionalmente, reencontrarme

con los responsables de la formación en un encuentro más multitudinario que

de costumbre, celebrado en centro sociocultural del distrito donde el gañán

de la corona de espinas me había golpeado. A priori, no parecía el barrio más

adecuado para recibir con ardor los discursos de un partido con fama de

defender únicamente los intereses de la gente con dinero, pero para mi

sorpresa, llenaron hasta la bandera. El éxito de convocatoria beneficiaba sin

duda mis intereses como mercenario, pues hacía más fácil la tarea de pasar

inadvertido y, al mismo tiempo, contribuía a evitar que Amadeo y sus

hombres me reconocieran y me dieran la barrila. Estaba un poco saturado de

interactuar con políticos después de los sucesos de los últimos días. Sólo

quería fundirme con la gente, tomar notas y desaparecer. Y lo hubiera

logrado si Amadeo, en mitad de la ovación final, no me hubiera indicado con

un gesto de su mano derecha que me acercara para hablar con él un rato. Lo

hice más que nada por educación, aunque en mi rostro tal vez se adivinaba

fácilmente que la situación no me seducía demasiado. El candidato,

enardecido por el éxito, no se dio cuenta de ello, con lo que, tras abrazarme

con gran alegría, empezó a presentarme al resto de los miembros del partido,

a varios empresarios locales y autonómicos, e incluso a su familia. Se refería

a mí como “el chico que me salvó la vida”, subrayando cada palabra de la

expresión con una gran sonrisa, y todo lo que dijo a continuación para

225
introducirme en sociedad, mantuvo ese mismo tono laudatorio. El momento

cumbre llegó cuando me presentó a Roscoe, quien se limitó a adoptar un

rictus adusto pero tuvo el detalle de no ponerme en evidencia. Aun así, se

notaba que la buena relación existente entre su jefe y yo, no le agradaba en

exceso. Pasaron unos cuantos minutos antes de que me atreviera a decir que

tenía un compromiso y debía ausentarme. En realidad, no era una excusa. El

Partido Alfa había organizado una cena para sus afiliados en el Palacio de

Congresos, y como sabían que, de no invitar a sus colaboradores electorales,

la publicidad no sería nada buena para ellos, habían optado por echar la casa

por la ventana e incluirnos en la lista de comensales. En nuestra convicción

de que sería una buena oportunidad para manducar buenas viandas por la

cara, tanto Pelayo como yo habíamos confirmado nuestra asistencia. Desde

el principio, sabía que mi decisión de acudir al mitin de Amadeo me retrasaría

unos minutos, pero, tal y como pintaban las cosas, con la plana mayor del

Partido Beta prácticamente implorándome que me quedase con ellos para

tomar unas copas, era probable que tardara bastante más tiempo en salir de

allí. Tuve que disipar la vaguedad de mi supuesto “compromiso” alegando

que tenía una importante cita romántica con una catequista polaca de buena

familia para lograr escabullirme finalmente. Pusieron, con todo, una condición

no negociable antes de dejarme ir: que el propio chofer de Amadeo me

llevara hasta mi destino. Acepté porque de lo contrario corría el riesgo de

enfadarlos. De este modo, terminé dentro de un Mercedes Benz Clase A

negro, con los cristales ahumados y tapicería de cuero, sin saber muy bien

qué destino indicarle al conductor. Decidí que lo mejor sería facilitarle una

dirección próxima al Palacio de Congresos, pero no demasiado. Me decanté

226
por un asador castellano de alto copete, donde sólo iban los nuevos ricos, los

viejos ricos venidos a menos o los pobres que querían impresionar a sus

novias aun más pobres, a escaso medio kilómetro del sarao organizado por

el Partido Alfa. En cuanto salí del vehículo, hice como que entraba en el

restaurante para luego escaparme a toda velocidad y echar a correr en

dirección al Palacio de Congresos. Llegué al cabo de cuatro o cinco minutos.

El ambiente era impresionante, sobre todo teniendo en cuenta la pátina de

cutrez desacomplejada que, desde mi primer contacto con el Partido Alfa

impregnaba, como una marca de agua, todo cuanto entraba dentro de su

área de influencia, ya fueran personas, bienes inmuebles o eventos. En la

puerta había multitud de coches aparcados, casi todos de alta gama, y

también alguna que otra moto de esas de coleccionista (no olvidemos que la

mayoría eran progres revenidos de la generación de Easy Rider). Hasta

cuatro hombres vestidos con traje, corbata y gafas de sol, controlaban el

acceso al recinto, de donde salía un barullo considerable de voces, música y

vajillas entrechocando. Uno de ellos me dijo, sin darme siquiera la

oportunidad de pronunciar una palabra monosilábica, que me largara, que

aquello era una fiesta privada. Le respondí que aunque pudiera parecer un

mindundi, me encontraba en la lista de invitados. Él chasqueó los dedos para

indicarle a un compañero que le acercara esa misma lista y buscó mi nombre.

Cuando lo encontró, me hizo enseñarle el carné de identidad, ya que seguía

sin fiarse demasiado de mi apariencia. Yo metí la mano en el bolsillo y

comprobé con fastidio que lo había olvidado. Luego le transmití a

regañadientes la noticia y él decidió denegarme la entrada al recinto.

227
Consúltelo con algún concejal, si no me cree dije.

Giró la cabeza hacia otro lado e hizo cómo si no hubiera escuchado nada en

absoluto.

¡Esto es un ultraje! exclamé entonces henchido de cólera. ¡Usted no

tiene ni idea de quien soy!

Su imperturbabilidad se resintió un poco al escuchar esto último, pero seguía

sin ceder, algo realmente extraño en los de su oficio, que normalmente

perdían el control de sus esfínteres ante la mención de frases similares. Me

puse de muy mal humor. Ya no era sólo que careciera de la importancia que

me había arrogado dentro del Partido Alfa, sino que tampoco valía para

pavonearme de ella sin tenerla, ¡con lo bien que se me habían dado hasta

entonces ese tipo de cosas!

Alguien salió del edificio en estado de embriaguez incipiente. Reconocí al

momento el cuerpecillo achaparrado del concejal de Cultura, Belarmino

Rana. Él, en cambio, no pareció percatarse de mi presencia.

Voy a echar una meada le dijo a uno de los custodios. ¡Que nadie me

moleste!

El hombre se quedó a cuadros, como si no tuviera claro si bromeaba o no.

Pero, señor Rana, tiene usted servicios dentro del recinto se atrevió a

decirle.

Belarmino se volvió hacia él muy enfadado y berreó:

¡Ya lo sé, pedazo de inútil!

Luego caminó hasta la primera esquina y se dispuso a cambiarle el agua al

canario. Me imaginé que todo se debía a que padecía el síndrome de la

meada tímida, por el cual algunos hombres de pene no especialmente talludo

228
desarrollan una aversión patológica a orinar en mingitorios de pared cuando

hay otros hombres delante. En ocasiones, según había leído en algún artículo

psicoanalítico especializado, el síndrome podía estar asociado a la latencia

de una homosexualidad fuertemente reprimida, lo cual explicaba hasta cierto

punto la existencia de aquellas fotos de porno gay en sus expedientes equis.

Se lo comenté a los vigilantes, para dármelas de gracioso, y se rieron tanto

que al final me dejaron pasar. Si algo tenemos los españoles es que, con un

buen chiste o un chascarrillo más o menos elaborado, hacen de nosotros un

pandero. Un tipo puede ser el psicópata más sanguinario sobre la superficie

del planeta Tierra que, siempre y cuando tenga un buen repertorio de chistes

de leprosos o facilidad para proferir sandeces por vía oral, se le abren sin

problemas hasta las puertas del despacho del presidente, donde

probablemente, tendría que cambiar esos mismos chistes de leprosos por

chistes menos incorrectos como los del perro “Mistetas”, por ejemplo, lo cual,

pese a todo, no restaría mérito al asunto.

Nada más entrar en el palacio, me topé casi de frente con el concejal de

Ciudadanía y Disciplina Urbanística, que charlaba animadamente con una

mujer de aspecto pavisoso. Estuve a punto de decirle que saliera fuera sólo

para ver si aplicaba la misma sanción a su colega por orinar en la vía pública

que a los borrachos y desarrapados con problemas de incontinencia urinaria

tan habituales de la zona monumental. Como supuse que no, dejé correr el

asunto y me adentré en las profundidades del edificio. No tardé en llegar a un

enorme comedor. Había tanta gente que por un momento tuve miedo y pensé

en huir. Sin embargo, me armé de valor, respiré hondo, y me convertí en una

hormiga más de aquel hervidero bullicioso. No encontré ningún rostro familiar

229
entre la marabunta en más de cinco minutos de prospección. Comprendí, así,

que aquella gente sólo eran las bases del partido, los votantes, la masa

anónima e ilusa que soportaba estoicamente el peso de las alforjas políticas

de ese gigantesco semoviente llamado Partido Alfa, pero que únicamente

alcanzaba la zanahoria cada cuatro años en las cenas preelectorales de

confraternidad. Los que gestionaban el stock de hortalizas debían estar en

alguna otra parte, y, probablemente, beneficiándose de un menú más

suculento que las tapas de embutidos, queso y pulpo a la gallega presentes

en todas las mesas del comedor. Para encontrarlos, aguardé en una esquina

el regreso de Belarmino Rana y lo seguí en silencio, sin que llegara a advertir

en ningún momento mi presencia, a lo largo de un pasillo en apariencia

interminable que desembocaba en una sala de suntuosa donde los

mandamases del Partido Alfa disfrutaban de una cena pródiga en marisco.

Discretamente, me acerqué hasta el asiento de Telma. La concejala me

saludó con amabilidad, me preguntó cómo estaba y, con mayor amabilidad

aún, me indicó la dirección a seguir para reunirme con mis compañeros.

Nadie más pareció advertir mi presencia. Estaban muy ocupados poniéndose

a parir los unos a los otros en grupos de dos, apurando botellas de champán,

y tratando de predecir lo que ocurriría el día veinticuatro. En el fondo, era

mejor así. No me apetecía nada de nada que a alguien se le diera por

hacerme un hueco en la mesa y pudiera terminar emulando al Leonardo Di

Caprio en Titanic cuando visita la cubierta de primera clase, aunque todo hay

que decirlo: el estómago me rugía con fuerza ante la mera visión de los

crustáceos.

230
Siguiendo un nuevo pasillo, todavía más largo que el anterior, llegué hasta

los fogones. No sabía por dónde continuar, así que le pregunté a una

camarera por mis compañeros. Ella puso de cara de pocos amigos y señaló

hacia el interior de la propia cocina. En un rincón, sentados alrededor de una

mesa redonda de plástico con mantel de papel, se encontraban todos mis

colegas de trabajo a excepción de Germán, quien, como miembro de las

listas, seguía teniendo sus privilegios. No hubo una recepción demasiado

cordial en líneas generales. Incluso Pelayo se mostró un poco hosco, por lo

que deduje que se había vuelto a obsesionar con Marimar Riera, como más

tarde me confirmaría. El muchacho de la mirada torva despachaba botellas

de vino de mesa sin cuartel para impresionar a las chicas. Mari Pili no le

hacía mucho caso, pues eran demasiado joven y demasiado asilvestrado

para ella, la muchacha de las cejas frondosas, ídem de ídem, (daba la

impresión de que fuera su primera cena lejos de casa y de que estuviera

asustada por el ambiente etílico que se respiraba en la mesa); el espectro

japonés se limitaba a mordisquear pinchos de tortilla en los intervalos de

tiempo en que no sonreía de forma inquietante o ponía caras extrañas, sin

enterarse de nada, pero Pamela, increíblemente, reía todas las gracias de

aquel jenízaro y se acercaba cada vez más a él, llegándolo a mirar con

devoción. Era un golpe demasiado duro para mi orgullo, de modo que tuve

que improvisar una patética estrategia de defensa consistente en

autoconvencerme de que trataba de darme celos. El problema era que Diego,

por un lado, estaba empeñado en introducir alguna conversación articulada, y

Mari Pili, por otro, no tenía problema para introducir dos o tres en el mismo

minuto, con lo que ambos me distraían de mi cometido con tal fuerza que

231
acabé sufriendo un ataque de celos insoportable. Traté de refugiarme en la

comida, como tenía por costumbre siempre que me ponía nervioso, pero ya

apenas quedaba nada, y lo que quedaba, dejaba bastante que desear:

pinchos de tortilla, trozos revenidos de chorizo, un bistec de lomo tan flexible

como las tapas de la enciclopedia británica, patatas fritas aceitosas, dos

salchichas bratwurst ya frías, y un cuenco lleno de pistachos. La única opción

que me quedaba era la borrachera. Por fortuna, un simple sorbo a mi copa de

vino bastó para darme cuenta de que tenía un importante poso peleón.

Aquello me hizo recordar la terrible resaca del día diecinueve, todavía muy

reciente, y decidí con acierto no transitar aquella noche por la senda del

etanol. El acierto estaba en que no cabía duda de que, sí lo hacía, terminaría

obsesionándome todavía más con el tema de Pamela. En ese tipo de

situaciones, podía convertirme en un tipo impredecible y, dado que tanto el

chico de la mirada torva como su amigo me sacaban dos cabezas cada uno,

convenía ser precavido. La falta de alternativas, unido al miedo cada vez más

intenso a volver a fumar si seguía allí, me condujeron finalmente al servicio,

donde me bajé los pantalones y procedí a hacer de vientre con religiosidad.

Me tomé mi tiempo, aprovechando el ínterin para actualizar el tono y el

salvapantallas de mi móvil vía SMS. Para cuando empecé a limpiarme el

trasero ya había transcurrido, como quien no quiere la cosa, más de media

hora. Tiré de la cadena y al ver cómo mis heces desaparecían cañería abajo,

pensé que sería una buena idea emularlas y desaparecer también. Mari Pili lo

impidió arrojándose sobre mí en el preciso momento en que salí del retrete.

232
¿Qué coño haces? protesté mientras pugnaba por expulsar su lengua de

mi traquea.

¡Cállate! volvió a besarme. ¡Te voy a poner a vivir!

Su declaración de intenciones culminó con un empujón que dio con mis

huesos en el excusado, donde el aire no era precisamente primaveral. A ella,

sin embargo, no le importaba lo más mínimo. Echó el cerrojo, se quitó la

camisa y el sujetador y empezó a meterme mano de forma compulsiva. No

supe qué me estaba dando más grima, si su lengua rasposa, sus dientes

amarillos, sus pechos con pelos en los pezones o el olor acre de sus axilas.

Traté de zafarme.

No seas tonto se resistió ella, retomando sus toqueteos. Sólo quiero

hacerte bien.

¡Pues este no es el tipo de bien que recomienda mi manual de karma!

protesté yo.

Se detuvo, pero no porque hubiera atendido a razones, sino porque alguien

entró en el baño. Me indicó con un gesto de su mano que me mantuviera

quieto y en silencio.

¡Me pones a mil! escuché la voz de Pelayo al otro lado de la puerta.

¿Ah sí? respondió una voz rijosa de mujer.

Me incliné ligeramente, tratando de que los pechos y las mollas de Mari Pili

no se entrometieran en mi campo de visión, y pude apreciar unas piernas de

mujer y otras de hombre que avanzaban entremezcladas sobre las baldosas

en dirección al cubículo de nuestro lado izquierdo. Se escuchó un portazo, el

sonido de una tapa de retrete al cerrarse, y un golpe sordo de cuerpos en

celo contra la pared. Al cabo de unos segundos empezaron los jadeos.

233
¡Joder si me pones! insistió Pelayo. ¡Me van a reventar los huevos!

La mujer se rió y a continuación dijo:

¡No! ¡Todavía no! Hasta que me digas a quién vas a votar no dejaré que

me poseas.

Di un respingo sobre el retrete. Mari Pili estuvo a punto de caerse. Si la mujer

que retozaba con Pelayo en el excusado contiguo era Marimar Riera, (y tenía

toda la pinta de que así era), Pelayo se encontraba en una situación muy

delicada. Había dejado de pensar con la cabeza para pensar con la

entrepierna. Eso, ponía en jaque mate el plan que habíamos diseñado el día

anterior, ya en jaque, a secas, desde el mismo momento en que había

entrado en el cuarto de baño junto a la concejala incapaz de resistirse a sus

encantos.

Dime… ¿Me votarás?

Pelayo tardó en responder, lo cual significaba que todavía había esperanza.

De lo que estaba a punto de salir de su boca dependería su condena o su

salvación. Confiaba en que fuera lo segundo.

Te votaría, nena… dijo con voz de actor porno recién salido de la fiesta

de la espuma de un after-hours húngaro , lo que pasa es que a mí lo que

me va es el pucherazo…

El fin de su sensacional respuesta coincidió con un gemido de placer casi

agónico por parte de la edil. Me entró un ataque de risa tan grande que, esta

vez sí, Mari Pili perdió el equilibrio y se cayó de la taza. Pese a lo absurdo de

la situación, yo seguía siendo un caballero, así que le ofrecí mi mano para

levantarse. En ese momento entró más gente en el cuarto de baño. Por

debajo de la puerta, vi unos tobillos de mujer y unas zapatillas deportivas muy

234
horteras. El corazón se me aceleró cuando los recién llegados entraron en el

cubículo de nuestra izquierda, pero todavía más cuando corrieron el cerrojo y

se unieron a la fiesta. Le pregunté a Mari Pili, en voz baja, si creía que se

trataba de Pamela y del chico de la mirada torva. Se encogió de hombros.

¡Que más da! me susurró al oído antes de sorberme el pabellón auditivo

izquierdo y meter su mano huesuda en mi bragueta.

La dejé hacer. Si nos poníamos a discutir era posible que me quedará sin

conocer la identidad de los amantes. Además, tenía claro que, por mucho

que maniobrara por allí abajo, no conseguiría escamotearme una erección,

como así ocurrió. Ése fue el instante que aproveché para subirme a la taza

del váter a fin de columbrar algo en el excusado contiguo. Desde una

perspectiva cenital, parecían efectivamente Pamela y el chico de la mirada

torva, claro que yo había tenido varias asignaturas sobre percepción visual y

sabía cómo se las gastaba el cerebro para ver lo que quería (o no quería)

ver. Era imperativo contrastar la información, de modo que silbé. Cuando los

amantes elevaron la cabeza, sorprendidos, hicieron saltar por los aires toda

posible duda. Aparté a Mari Pili de un manotazo y salí del cuarto de baño a

toda prisa en previsión de que el chico de la mirada torva pudiera habérselo

tomado a mal. Fuera, me encontré con Diego, que se preguntaba, algo

enojado, dónde se había metido todo el mundo. Le dije que no tenía ni idea,

me despedí con un ademán, y puse pies en polvorosa.

Poco más tarde me encontraba caminando a solas, en mitad de la noche, a lo

largo del arcén de la carretera. Estaba realmente abatido, tanto por la terrible

revelación de que había sobreestimado mi poder dentro del Partido Alfa,

según demostraba mi altercado con los porteros y el vacío que me había

235
hecho la plana mayor de la formación durante la cena, como por el duro

golpe que había supuesto para mi autoestima el descubrir que la única

compañera que me gustaba había visto más sex-appeal en un completo

gañán, salido de las entrañas de lo pedestre, que en un individuo de mi

apostura. Por si fuera poco, me temblaban las piernas y empezaba a

arrepentirme de no haber cenado prácticamente nada. Era una sensación

muy desagradable. Me asaltaban las ganas de llorar, de gritar, de destrozar

algo. Llegué incluso a sopesar la posibilidad de lanzarme de cabeza a la

carretera, pero, a pesar de los pesares, logré contener todas mis ansias,

concentrándome, única y exclusivamente, en avanzar en paralelo a la línea

de la carretera hasta que ésta me condujo, como si Marcelino así lo hubiera

previsto, a las puertas de un puticlub llamado San Pancracio. Todas las

señales encajaban. Tenía que entrar.

Mi curiosidad por los bares del alterne se remontaba a mi adolescencia,

época en la que algunos de mis compañeros de instituto habían empezado a

comentar con toda la naturalidad del mundo que sus padres los llevaban de

putas para hacer de ellos unos hombres de provecho. Yo esperé durante

años a que mi padre se decidiera también a hacerlo, pero nunca lo hizo. A

partir de entonces, las barras americanas se convirtieron para mí en el

epítome de lo prohibido, de lo oscuro, de lo inaccesible. Las veía como unos

lugares llenos de camioneros donde no podías entrar sin que alguien

ejerciera de maestro de ceremonias en tu honor, y puesto que a lo largo de

toda mi vida lo más parecido a un mentor del lenocinio que pude encontrar

fue el kioskero que me vendía el Playboy, el Penthouse y, cuando nadie

miraba, la desmadrada revista Gozo, me quedé con las ganas. Esas ganas,

236
con el tiempo, se convirtieron en temor y, en cuanto abrí la puerta del San

Pancracio y vi el percal, ese temor era ya canguelo del crónico. Parecía como

si alguien hubiera clonado al chico de la mirada torva y lo hubiera distribuido

de manera estratégica a lo largo de todo el espacio. Las señoras prostitutas,

por su parte, no tenían nada que ver ni con las meretrices fellinianas ni con la

inocentona Alabama Worley que enamoraba a Christian Slater en Amor a

quemarropa. Rudas, desmañadas y con una mirada en sus ojos como de

testigo de un asesinato múltiple de vuelta de todo, daban incluso más miedo

que los camioneros. No me arredré por nada de ello. Le dije al camarero que

me pusiera una copa y tomé asiento en un extremo de la barra, el más

cercano a la puerta, por si las moscas. Como no sabía exactamente el

procedimiento para hacerse con los servicios de una de aquellas chicas, me

quedé quieto a la espera de que alguna de ellas viniera hasta mí. Lo hizo una

mujer alta y desgarbada de aspecto ruso, con una media melena rubia que le

sentaría estupendamente si se la cuidara. Aun así, tenía un cuerpo muy

apetitoso: caderas anchas, grandes pechos y un buen culo. Lo aceptara o no,

la genética me había programado para que esas tres cosas me gustaran. Le

pregunté cuánto cobraba. Ella me dijo que sesenta euros la hora, pero que si

quería sexo anal la tarifa subiría setenta y cinco. Antes de asentir, revolví en

mis bolsillos a fin de comprobar de cuanto presupuesto disponía. Encontré en

uno de ellos los dos billetes de cincuenta que Roscoe me había adelantado

días antes. Perfecto. Además de que tenía dinero de sobra, me resultaba

muy estimulante la idea de irme de putas con el dinero del Partido Beta,

aunque no era tan iluso como para creer que me encontraba inaugurando

nada.

237
La chica me llevó a una especie de habitación donde había una cama con

sabanas de imitación de seda de color rosa, se lavó la vagina en el bidé sin

cerrar la puerta, y me dijo en perfecto español (la superioridad de las

civilizaciones no soleadas se dejaba notar en todos los sectores de la

economía) que me pusiera un condón. Lo intenté, sólo que no había manera

de conseguir la turgencia necesaria para llevar a cabo la maniobra. Cuando

ella hubo terminado de higienizarse los bajos, acudió completamente

desnuda a echarme una mano, en el sentido más literal del termino. No pude

evitar fijarme en que tenía un par de cicatrices como de arma blanca en su

espalda. En esas condiciones, era difícil pensar en sexo. Le pregunte cuántos

años tenía y me dijo que dieciocho, pero algo me sugería que no estaba

siendo del todo sincera, tal vez su manera de eludirme la mirada. Las

probabilidades de que mi pene entrara en erección menguaban en paralelo a

mi deseo de desaparecer de allí cuanto antes. Ya a la desesperada, lo intentó

con la boca. Los resultados fueron igualmente fláccidos. Pensé que no

comprendía las razones por las qué se me había ocurrido una idea tan

absurda como la de irme de putas cuando en realidad no me apetecía lo más

mínimo, también, que no había nada de litúrgico, mágico o heroico entre

aquellas cuatro paredes de colores cárdenos y, ya por último, mientras la

muchacha ponía su dedo índice debajo de mi miembro desinflado, cuya

terminación se balanceaba en el aire como un exceso de pasta de dientes de

la comisura de un tubo de Colgate, y decía con su perfecto español: “a tu

edad, y ya no se le levanta. Debes ser un chico inteligente”, que en el fondo

todo me daba igual.

238
Déjalo musité acariciándole el pelo con ternura impostada, ya me voy.

Fuera, había comenzado a llover.

239
21 DE MAYO

TONGO PARA DOS

Faltaban exactamente cinco días para el final de la campaña (suponiendo

que lograra conservar mi puesto hasta ese bendito instante), y ya estaba más

que harto de tener que ganarme el pan con un trabajo tan absurdo y poco

fruitivo. El hartazgo me condujo al pasotismo, el pasotismo al descuido de

mis responsabilidades, y el descuido de mis responsabilidades, en un

movimiento pendular imprevisible, al miedo a perder el control de la situación.

Era posible que el Partido Alfa encontrara en cualquier momento alguno de

los hilos que había tejido durante el ejercicio de mi trabajo, tirase de él, y

todos sus miembros se enfadaran mucho conmigo. Resistir no iba a ser tarea

sencilla atrapado como estaba en un emparedado electoral que, si ya había

apestado a podrido desde el principio, en aquellos últimos días de trabajo

empezaba a descomponerse a mi alrededor, impregnándome de su mugre.

Ahora bien, yo mismo me había metido en aquel lío, y de si algo podía

jactarme, además de poseer el don de escupir un gargajo hacia el cielo y

volver a cogerlo con la boca sin que se me cayera al suelo, era de terminar

todo cuanto empezaba. Lo más inteligente, así las cosas, era pasar de todo,

echarme a un lado (siempre y cuando mi natural tendencia a dar la nota me

lo permitiera), y esperar sentado el fin de la pesadilla.

Aquella mañana los dirigentes del Partido Alfa me lo pusieron fácil, ya que

prácticamente me encontraba solo en el local. Ninguno de los concejales

apareció por allí, ya fuera por desidia, por resaca, o por chulería. Lo dejaron

todo en manos de Nazareth, que lucía unas espantosas ojeras violáceas y

240
despedía un olor a alcohol mezclado con tabaco bastante intenso pese a que

había tratado de disimularlo con un exceso de desodorante barato, y de

Pepe, que también tocado por las secuelas de la jarana, organizó como pudo

a los trabajadores para llevárselos a repartir CD-ROMs promocionales del

partido por las aldeas de los alrededores. El único que seguía por allí era

Germán, supuse que a causa de su cojera. Lo pude divisar a lo lejos

ensobrando propaganda con parsimonia. El clima monástico me llevó a poner

un disco de cantos gregorianos en el ordenador. Antes de la segunda

canción, Nazareth se había caído redonda sobre el teclado de su portátil. Era

libre para hacer lo que me diera la real gana, sólo que no tenía ganas de

hacer nada en absoluto. Compilé los dosiers del día por pura rutina y redacté

el informe del mitin del día anterior, que nadie vino a recoger y

probablemente nadie leería jamás. Luego me retrepé sobre el asiento, pensé

en mis cosas durante un rato y me quedé dormido. Tuve pesadillas con

Pamela y el chico de la mirada torva, así que el sueño no duró demasiado.

Entonces, consumido por el aburrimiento, me acerqué a la sala de trabajo

para ayudar a Germán en sus labores. Lo único que nos dijimos durante más

de tres horas fue “hola”, pero supe, tan pronto como me senté frente a él y

observé el mohín malévolo que había encallado en su semblante, que algo

raro estaba pasando. Creció en mí la sospecha de que aquel hombre

ocultaba algo. Y me daba en la nariz que no se trataba de una sospecha

caprichosa. Al fin y al cabo, yo también ocultaba muchas cosas. La gente

como nosotros, que ocultaba cosas, se reconocía fácilmente, no era

necesario que nos oliéramos el culo, al igual que los perros, para detectar

nuestra propia condición de maquinadores. A lo sumo, bastaban un par de

241
miradas y unas cuantas frases cargadas de subtexto. Esperé de todos modos

hasta la tarde antes de entrar en materia.

¿Es verdad que estás en las listas? le pregunté entonces, tratando de

que mis palabras sonaran lo más inocentonas posible.

Él retiro sus ojos de los sobres por un instante, los hendió en los míos,

escrutador, y repuso secamente:

Sí, es verdad.

Su laconismo me hizo plantearme el abandono de la conversación, cosa que

hubiera hecho de inmediato si no me corroyera una curiosidad indómita.

Después de Rana, dicen.

A-ha…

Entonces lo tienes bastante difícil, ¿no? cimenté mi impertinencia en un

exceso de seguridad despreocupada, a fin de forzar cierta fluidez

Germán alargó el brazo, cogió un papel azul de los que se encontraba

introduciendo en los sobres y me lo tendió. Era una papeleta electoral con el

nombre de todos los miembros del Partido Alfa concurrentes a las comicios.

Efectivamente, su nombre se encontraba justo debajo del de Rana, en el

número doce de la lista, claro que eso yo ya lo sabía desde hace tiempo.

Sólo estaba calentando.

Bueno, siempre podría pasarle algo a Rana dije sin mirarle directamente

a los ojos, en un tono a mitad de camino entre el comentario jocoso y la

proposición indecente. De ese modo tú pasarías a ocupar su lugar…

Él se demoró en reaccionar. Interpreté su tardanza como un signo de

inquietud. En cierta manera, como un triunfo personal. Nunca me hubiera

242
imaginado que, en realidad, hubiera estado esperando desde hace tiempo la

pregunta, y, menos aun, que fuera a sincerarse tanto conmigo como lo hizo a

continuación.

No seas burdo me espetó. Existen otras formas más sutiles de hundir

a ese bastardo.

La referencia despectiva a Rana me sorprendió muchísimo pese a que

conocía de antemano su animadversión mutua. Era como si de repente,

aprovechando la ausencia del resto de la gente, se hubiera quitado la

máscara para prender la mecha del barreno de farsa en el que él mismo

estaba embutido.

¿Como cuáles? inquirí.

Germán deslizó otra de las papeletas azules sobre la mesa. La recogí y me

puse a leerla. Era exactamente igual que la anterior. Por mi gesto de

desconcierto, supo que no había captado el mensaje, así que dijo:

Observa bien.

Volví a repasar el contenido de aquel trozo de papel concienzudamente dos o

tres veces más. Cuando ya estaba a punto de tirar la toalla y recriminarle su

cripticismo, percibí que el nombre de Rana ya no ocupaba el puesto

undécimo de la lista, sino el décimo segundo. El nombre que había en su

lugar era el del propio Germán.

¡Muy bueno, sí señor! exclamé entre carcajadas. ¿Las has hecho tú?

Este tipo de papeletas son bastante fáciles de falsificar. Sólo se necesita

una impresora y un buen taco del mismo papel cutre que utilizan ellos

cogió un sobre, retiró la papeleta original que había en él, e introdujo la

suya. ¿Me ayudas a joder a ese cabrón?

243
Comprendí de este modo que el cambiazo que acababa de presenciar

constituía tan sólo una parte infinitesimal del trabajo que el muy conspirador

había estado realizando toda la mañana y, casi con total probabilidad, buena

parte de los días anteriores.

Por descontado dije haciéndome con un montoncito de sobres y

papeletas. Los camaradas estamos para ayudarnos.

Él sonrió.

244
22 DE MAYO

HERALDOS DE LA MODERNIDAD

Al quedarme junto a Germán hasta la una de la madrugada del día anterior

para ayudarle a ensobrar conseguí un golpe de efecto tan demoledor que los

gerifaltes del partido me recibieron, en cuanto entré por la puerta del local

electoral, casi con aplausos. La suerte volvía a estar de mi lado. Ni siquiera

Belarmino Rana veía ya en mí una amenaza inquietante, sino un poderoso y

noble aliado, un poco mostrenco en mi abnegación, tal vez, pero digno de

confianza en cualquier caso. Tanto sacrificio desprendido les llegó,

inevitablemente, al corazón, con lo que no osaron oponer resistencia a la

petición de que alguien me sustituyera aquella tarde en mis labores de

espionaje, ya que me sentía un tanto anquilosado después de tantos días

atrapado en el despacho, según les dije, y prefería irme con Pepe a repartir

propaganda por las aldeas limítrofes, donde podría respirar aire fresco, estirar

las piernas y comulgar un rato con esa verde naturaleza de la que en realidad

nunca me había sentido parte. El día, con un sol radiante presidiendo el más

hermoso de los horizontes, acompañaba bastante para ello, pero lo que ya

colmó todos mis deseos fue que ninguno de mis compañeros, a excepción de

Pelayo, nos acompañara en el viaje. Pepe se había visto obligado a subdividir

las tropas en cuatro batallones por motivos logísticos: el primero, formado por

el chico de la mirada torva y Diego, se encontraba preparando la

escenografía del último mitin, que el Partido Alfa había programado para el

día siguiente en la plaza mayor de la ciudad como colofón espectacular de su

campaña y, por tanto, necesitaba de mucha mano de obra, el segundo,

245
donde militaban todas las chicas, estaba encargado de repartir una especie

de periódico tendencioso a todos los viandantes desde detrás de unos

mostradores situados en enclaves estratégicos de la ciudad, y el tercero, no

por estar formado por un solo hombre, Germán, menos letal, tenía como

cometido preparar miles de votos para su envío inmediato por correo postal al

mayor número posible de domicilios.

Nuestro trabajo como cuarto comando era probablemente el más agradable

de todos. Pepe nos llevaba en furgoneta hasta un núcleo urbano de no más

de cuatro casas, en su mayoría abandonadas, y nos soltaba por entre perros

y boñigos para que repartiéramos nuestra mercancía: un precioso kit

compuesto por el mismo periódico que las chicas difundían por la ciudad, un

bolígrafo, una pegatina, el sobre con el voto y el plato fuerte del surtido: un

CD-ROM multimedia envasado en un trozo de plástico con la cara de

Edelmiro Bigardo estampada en su superficie.

Ya en nuestra primera parada advertimos que los lugareños reaccionaban

con desconfianza ante el periódico, con agrado receloso ante la pegatina y el

bolígrafo, con indiferencia ante el sobre con el voto, pero con un pánico casi

cerval ante el CD-ROM. Muchos, ni se atrevían a tocarlo cuando se lo

dábamos amablemente en la misma cuadra donde estaban ordeñando las

vacas o capando cerdos, y los que se atrevían a hacerlo lo arrojaban al suelo

en menos de un segundo, como si fuera cosa del diablo. Así, lo que en un

principio me había parecido algo absurdo, pues era evidente que en aquellas

zonas regidas todavía por la economía de subsistencia, donde la media de

edad rondaba los setenta años y el aparato más sofisticado que conocían sus

habitantes era el tractor, nadie había visto un ordenador en toda su vida,

246
pasó a parecerme de pronto una soberbia campaña de marketing agresivo. Si

tal y como decían los manuales de persuasión, la eficacia de un mensaje

publicitario se mide de acuerdo con la nitidez e intensidad del recuerdo que

dicho mensaje deja en el cerebro del destinatario potencial, el Partido Alfa

había triunfado por todo lo alto: aquellas pobres gentes jamás olvidarían el

día en que dos tipos de la ciudad habían llegado al pueblo y les habían dado,

completamente gratis, un disco que brillaba con un agujero en el medio, del

mismo modo que los protagonistas de la película Los dioses deben estar

locos, jamás olvidarían el día en que una botella de Coca Cola les había

llovido del cielo. Algunos nos lo hicieron saber velando la reliquia durante

horas, otros, soltándonos a los perros en represalia y, los más ingeniosos,

buscándole usos alternativos al CD-ROM, como por ejemplo, complemento

fashion para espantapájaros, juguete para perros o tope de cancela. De

manera nada metafórica, todo aquello quería decir que la distancia práctica

entre lo que el Partido Alfa ofrecía a su pueblo, y las necesidades reales de

éste, habían crecido demasiado. Edelmiro Bigardo y los suyos buscaban ser

modernos con tanta impaciencia que se habían saltado el proceso

modernizador propiamente dicho. Y lo peor no era eso, sino que bajo un

disparate como aquel subyacía un error conceptual todavía más grave: el de

considerar que la modernidad, como si fuera un archivo de video, podía

contenerse en un CD-ROM multimedia, o en otras palabras, el de no

considerarla, tal y como hasta entonces la habían considerado todos los

avanzados a su tiempo, un estado mental. En aquel aspecto, las cabezas

pensantes del Partido Alfa (y también las del Partido Beta, pues lo bueno de

la democracia es que todos los partidos que la defienden terminan, por

247
deformación profesional, siendo fraternalmente iguales), habían sido unos

destripaterrones filosóficos de mucho cuidado, aunque también, unos

performancers dadaístas de gran proyección. Pelayo y yo, que gozábamos

como enanos del humor absurdo, preferimos centrarnos en esta última

apreciación y, gracias a ello, disfrutamos de lo lindo con nuestro trabajo. El

lado negativo de este lado positivo estaba en que siempre nos había costado

horrores, una vez nos metíamos en este tipo de dinámicas estrambóticas,

salir del trance surreal, de ahí que termináramos comunicándonos única y

exclusivamente con citas latinas, incluso con Pepe, o que se nos diera por

jugar al zapatito inglés, sin mover las manos ni los pies, en mitad de un

campo de remolachas.

Fue un día relajante, divertido, feliz, pero también un día descorazonador en

el sentido de que transcurrieron otras veinticuatro horas y no maduramos ni

un ápice. Cuando nos marchamos, vi cómo una vaca pastaba en un prado al

tiempo que dejaba escapar una deposición gigantesca y espantaba moscas

con el rabo. Me pregunté si en aquella escena no estaría oculto el significado

de la vida, que tantas y tantas personas habían intentado encontrar,

infructuosamente, durante siglos. Al lado de las complicadas y utópicas

propuestas de la mayoría de movimientos políticos de la historia, reivindicar

el derecho a comer, a defecar y a estar tranquilo, que era lo que acababa de

hacer esa vaca, no parecía una demanda demasiado exigente o una fórmula

de la felicidad demasiado compleja. ¿Por qué a los rumiantes le estaba

permitido el paraíso en la tierra y a nosotros, los humanos, no? Vegetarianos,

ecologistas y defensores acérrimos de los derechos de cualquier materia

orgánica viva que, en el momento de responder, no tuvieran una pizpireta

248
solitaria abriéndose paso entre sus intestinos, contestarían, sin dudarlo, que

por compensación kármica por el amargo destino que solía aguardarles a las

reses en el matadero municipal, pero en el fondo, hasta unos botarates new-

age como ellos estaban capacitados para entender que, tanto las vacas como

los humanos, tenemos el mismo destino, con la diferencia de que a ellas se

las mata de manera limpia y respetuosa, mediante un tiro en la cabeza, y no

minando sus autoestimas poco a poco, mediante la privación sistemática de

todo por lo que merece la vida vivir, a través de contratos basura. Aquellos

bóvidos del diablo, se pusieran como se pusieran las actrices bienpensantes

de Hollywood, gozaban de una suerte envidiable y, en consecuencia, su

muerte tenía mucho más sentido que nuestras vidas.

¿Me estás hablando a mí, eh? ¿Me estás hablando a mí? le dije a la

vaca apuntándole a los sesos con mi dedo índice a modo de pistola.

Pepe ladeó la cabeza en mi dirección y me preguntó si me encontraba bien.

Entonces, ¿a quién demonios le estás hablando? proseguí ajeno a

todo ¿Me estás hablando a mí? Bien, yo soy el único que está aquí ahora

mismo ¿A quién coño te piensas que estás hablando?

Por supuesto, la vaca ni se inmutó. Hasta ella sabía que a la gente como yo

había que tratarla con indiferencia.

Mientras la furgoneta se perdía en el horizonte y los últimos rayos de sol

bañaban el cielo de la ciudad de un lánguido color rosáceo, pensé que

aquella maldita campaña electoral estaba comenzando a volverme loco. Si

me equivocaba en mi apreciación o no, sólo el cielo lo sabía, aunque en caso

de que alguien le preguntara a la vaca acerca de mi estado mental, no me

cabía la menor duda de que respondería algo más que “mu”.

249
22 DE MAYO

RELACIONES PÚBLICAS

Mi capricho bucólico-campestre tuvo como principal consecuencia la pérdida

de mis privilegios como periodista y espía durante el último día oficial de la

campaña. Diego tenía que usar el ordenador para redactar el informe del

mitin al que había acudido la tarde anterior y, para agilizarlo todo un poco, le

habían encomendado también a él la compilación de los dosieres

informativos. Eso suponía el fin de mi trabajo de oficina para el Partido Alfa

(no de todo el trabajo, pues todavía nos quedaba pendiente ejercer de

interventores el día de los comicios), lo cual me importaba un pimiento a

menos de veinticuatro horas del cierre de la campaña. El único inconveniente

de verme relegado a las labores de campo era que lo tenía bastante difícil

para acceder a un ordenador y enviarle información fresca a Roscoe, por no

hablar de que tampoco tenía acceso a dicha información, ya que toda

procedía, en su mayor parte, del despacho de Montero y su esposa.

Afortunadamente, encontré una solución cuando Pepe me dio un carrito lleno

de sobres con votos a fin de que los repartiera por la ciudad, o lo que es lo

mismo, cierta independencia. Salí del local electoral con Pelayo, nos

alejamos unas cuantas manzanas, y entré en el primer ciber-café que

encontré. Desde allí abrí mi cuenta de correo, me puse a escribirle a Roscoe

un e-mail improvisado sobre los últimos movimientos del Partido Alfa y se lo

envié. Luego regresé al exterior y nos pusimos al trabajo. Esta vez no

llevamos a cabo ningún plan artero para aligerar peso o trabajo. Era

absolutamente necesario que todos los votos llegaran a su destino si

250
queríamos expulsar a Rana de su poltrona municipal, de modo que

seguimos, irónicamente, las instrucciones de reparto que él mismo nos había

transmitido en tono marcial al inicio de la campaña.

Para cuando terminamos, unas siete horas más tarde, estábamos

extenuados, pero aún nos quedaba mucho trabajo, buena parte del mismo

físico. En primer lugar, Pepe nos encargó que vaciáramos el local de toda la

propaganda sobrante, con lo que nos pasamos las tres horas siguientes en

compañía del chico de la mirada torva, (más torva que nunca) y de Diego,

porteando cajas repletas de “información de carácter político”, CD-ROMS y

demás sandeces al exterior. Había tanta basura en la calle al término del

proceso que, lo que solía ser una vía de comunicación de doble carril, se

convirtió en una de sentido único, víctima de un exceso de colesterol

propagandístico. Me pregunté cuántos árboles se habrían talado para

imprimir toda aquella basura que probablemente nadie leería y, sobre todo,

cuánto dinero habría invertido el Partido Alfa en su diseño, redacción y

producción editorial. Sentí escalofríos. Con un cinco por cierto de la

respuesta en ambos casos, habría bastado para taponar de celulosa el

agujero de ozono, y con el noventa y cinco por ciento sobrante, podrían

erigirse al menos un millón de bustos de Tom Jones en cartón piedra para

regocijo de todos sus fans. Recordé lo que solía decirme mi abuela durante

mi infancia acerca de que tirar el pan era pecado y tuve un ataque se sentido

común, nada común en mí, teñido de rabia.

En segundo lugar, Telma me encomendó la tarea de publicitar la fiesta para

jóvenes con barra libre de pinchos y alcohol que yo mismo le había sugerido

días atrás. Según parecía, al alcalde le había gustado la propuesta, así que el

251
partido se había rascado finalmente el bolsillo para alquilar la mayor

discoteca de la ciudad por una noche. Sin embargo, la entrada al sarao no

era del todo libre, sino que se necesitaba una invitación. A cada miembro del

Partido Alfa se le proporcionaron unas veinte, a los colaboradores en la

campaña, diez, y yo, que a fin de cuentas era el cerebro de la operación,

recibí de manos de la concejal de Promoción Económica, más de ciento

cincuenta.

Tienes pinta de conocer bastante bien esta ciudad me dijo, repártelas

y asegúrate de que venga el mayor grupo de gente posible.

Cumplí con creces mi objetivo en menos de dos horas, sólo que de una

manera un tanto particular. En lugar de echar mano de mis familiares, amigos

y conocidos, o de ponerme en la calle de los vinos a predicar la buena nueva,

se me ocurrió la malévola idea de darle las entradas a quienes más la

necesitaban, estrato social que incluía a todos los yonkis de la ciudad, a un

notable grupo de mendigos alcohólicos, y a los descerebrados residentes de

una casa okupa. Estos últimos opusieron algo de resistencia al principio, ya

que estaban en contra de todos los partidos políticos, pero luego yo les

expliqué que asistirían periodistas, que si eran inteligentes y aprovechaban

para montar un buen escándalo, se asegurarían de que su voz fuera

escuchada de una vez por todas en los medios de comunicación y cayeron

sin problemas en la trampa. Como para entonces todavía me sobraban unas

cincuenta entradas, me acerqué hasta uno de los pubs más pijos de la

ciudad, que acababa de abrir, y se las di al camarero para que la repartiera

entre su clientela. Me dijo que sin problema, que él estaba de parte del

Partido Alfa. Miel sobre hojuelas. La fiesta podría resultar un fiasco o un éxito

252
rotundo. De lo que no tenía ni la más mínima duda era de que se llenaría, de

que habría conflicto en ella, y de que iban a pasar multitud de cosas.

Eran aproximadamente las once de la noche cuando decidí regresar a la

sede del partido. Pepe nos informó, una vez dentro, de que todavía quedaba

una última tarea por hacer antes de echar el cierre a la campaña: la pegada

de carteles final. Se trataba de una práctica tradicional en democracia según

la cual se aprovechaban los últimos segundos de la campaña, antes de la

jornada de reflexión, para estampar por las paredes de la ciudad el mayor

número de carteles del candidato. El motivo de tanta prisa era que durante la

jornada de reflexión estaba prohibido hacer publicidad política, (por eso era

una jornada de reflexión, y no de lavado de cerebro, como el resto), y por

tanto, todos los partidos salían a la calle la víspera, armados con pósters y

cubos de pegamento de cola, para luchar con uñas y dientes por cada

esquina, cada muro y cada panel. A Pelayo, a Diego y a mí nos tocó defender

uno de los enclaves más céntricos de toda la ciudad, situado a las puertas de

la alameda, entre el ensanche y la calle de los vinos, lo cual, junto al hecho

de que allí se habían instalado unas grandes vallas de madera ex profeso,

convertía aquel sitio en el preferido de las formaciones políticas para

desplegar su maquinaría publicitaria. Pepe nos facilitó el material necesario

para nuestra misión y luego nos advirtió en actitud muy seria:

Tened cuidado, chicos, no sabéis cómo se excita la gente con esto de la

pegada de carteles. Si veis que se puede montar algún lío, dejadlo correr. Al

fin y al cabo, cuatro carteles no van a darle el triunfo a nadie, pero por

supuesto, tampoco dejéis que os avasallen. ¡El pabellón del Partido Alfa debe

quedar bien alto!

253
Hablaba como si aquello fuera una guerra, o al menos, una partida de Risk,

en lugar de una práctica ridícula de última hora. ¿Quién podría haber tan

cuadriculado como para tomarse aquello en serio? ¿Quién iba a excitarse por

una chorrada de tamaño calibre? Pues más gente de la que pensaba, como

no iba a tardar en descubrir.

Abandonamos el local a las doce menos veinte. Cuando llegamos a nuestro

destino, el reloj marcaba las once y cuarenta y ocho minutos. Al contrario de

lo que había dicho Pepe, en el lugar se respiraba una gran tranquilidad. No

había rastro de ningún partido rival por los alrededores, tan sólo viandantes

medio borrachos y perros haciendo sus necesidades a la vera de los árboles,

más o menos lo de siempre. De hecho, hasta el panel estaba inmaculado

todavía, como si lo hubieran dejado allí para que hiciéramos lo que

deseáramos con él. Diego propuso que dividiéramos el panel, de unos doce

metros de largo, en tantas secciones como partidos concurrían a las

elecciones, y que luego empapeláramos la nuestra. Según él, de este modo

evitaríamos problemas con los demás y acabaríamos antes. Me pareció una

buena idea, así que nos pusimos manos a la obra de inmediato, concluyendo

nuestra labor a eso de las once y cincuenta y cinco minutos. Mientras

trabajábamos, habían llegado los del Partido Beta, que en absoluto parecían

excitados por la situación. Nos saludaron amablemente, les explicamos lo de

la subdivisión del panel, y aceptaron la propuesta sin mayor problema. Daba

gusto trabajar así, aunque, por otro lado, sentía algo de decepción dado que

la advertencia de Pepe me había puesto ávido de emociones fuertes. ¿Cómo

se podía ser tan exagerado? Cuando regresase al local electoral, pensaba

254
decirle cuatro cosas al respecto. Y tanto Pelayo como Diego parecían pensar

exactamente lo mismo.

Todo cambió con un agudo chirrido de ruedas a nuestras espaldas. Nos

giramos sobresaltados y vimos que un Ford Fiesta blanco en pésimo estado

de conservación había casi alunizado en mitad de la acera. Una densa

humareda alrededor del vehículo impedía discernir a sus ocupantes, pero

estos salieron rápidamente del interior, avanzando en formación de zigzag

con el rodillo a modo de fusil, hasta plantarse justo frente a nosotros. Uno de

ellos, que llevaba un jersey de pico con estampados de cervatillos y ocultaba

su rostro tras una frondosa barba negra, nos apartó de un manotazo.

Ayudado por su compañero, de aspecto igualmente desmañado, se puso a

pegar carteles del Partido Delta (de importancia tan sólo un poco mayor que

el Omega y sesgo ideológico entre progresista y revolucionario), justo encima

de los nuestros a pesar de que todavía estaba libre más del setenta por

ciento del panel. Yo me quedé boquiabierto, incapaz de reaccionar ante lo

que estaba viendo. En parte, porque aquellos tipos parecían peligrosos, dado

que se ajustaban bastante al prototipo de maleante que las comisarías y los

programas sensacionalistas se habían encargado de grabar a fuego en mi

inconsciente; en parte, por su fanatismo a todas luces desproporcionado,

pues actuaban como si en pegar aquellos carteles encima de los nuestros se

les fuera la vida. Pelayo gruñó. A diferencia de un servidor, no tuvo a bien

tolerar un atropello como aquel, por lo que no se lo pensó dos veces y le

arreó con el palo de su rodillo al que pegaba los carteles, mientras que con

su propio pie, golpeó al otro en la canilla izquierda.

255
¡Nos preocupamos por reservaros un espacio y nos pagáis tocándonos los

cojones! exclamó fuera de sus casillas, ¿pero se puede saber de qué

pocilga habéis salido?

Los del Partido Delta se recompusieron y contraatacaron. Eran dos contra

uno, así que tuve que intervenir para sujetar a uno de ellos. Con todo, se me

escapó un par de veces, por lo que necesité la ayuda de Diego y de uno de

los trabajadores del Partido Beta para reducirlo. Pelayo y el otro energúmeno

estaban enzarzados, entretanto, en un duelo de rodillos espectacular,

entrechocándolos para bloquearse mutuamente como si se tratara de un

remake de medio pelo de una película de Errol Flynn. El pegamento de cola

que llovía sobre sus cabezas después de cada envite, reforzaba de manera

considerable el tono épico de la situación.

¡Tu partido sí que es una pocilga! exclamó el recién llegado. ¡Y los de

esos fachas de mierda también! señaló con su mano izquierda a los del

Partido Beta. ¡No pasarán!

¿Crees que me importa en algo el Partido Alfa, el Partido Beta, o la madre

que los parió a todos? rugió Pelayo contraatacando con brío. ¡Yo sólo

quiero reunir dinero para irme a Finlandia, y tú, mamarracho, no podrás

impedírmelo!

¿Necesitas que te paguen para luchar por tus ideales? ironizó el barbudo

antes de intentar una estocada tendida a la altura del pescuezo. ¡Yo he

trabajado por esta campaña sin cobrar ni un duro! ¡Incluso he tenido que

poner dinero de mi bolsillo!

¡Por mí cómo si te autoinmolas introduciéndote por el ojete barrenos

envueltos en papel de regalo con estampados de la cara de Mao! cercenó

256
el ataque Pelayo. ¡Lo que has hecho no está bien! ¡Ser un borrego

fanatizado no implica necesariamente ser un hijo de puta! ¡Mira los

mormones qué majos son! ¡Ellos nunca pegarían sus carteles encima de los

míos!

Sonó la sirena de un coche de policía antes de que pudiera producirse una

replica. Los dos militantes del Partido Delta abandonaron las hostilidades, se

escabulleron hacia el coche como dos ratas espantadas por un petardo, y

huyeron en él tan rápido como habían llegado. Pelayo arrojó el rodillo al

suelo, frustrado.

¡Ya casi lo tenía! protestó. ¡No es justo!

Al rato llegó un policía. Le contamos lo que había pasado, tomó nota de todo

ello en un cuaderno, nos recomendó que la próxima vez tuviéramos más

cuidado y también desapareció. Pese a que ya eran más de las doce, Pelayo

pegó los carteles que nos habían sobrado por encima de los del Partido Delta

a modo de venganza personal. Luego regresamos al local, donde Pepe, que

parecía que le hubieran extirpado un tumor de ocho kilos de tan aliviado que

estaba por el fin de la campaña, nos invitó a brindar con champán de

supermercado barato.

Estábamos todos: Pamela, Mari Pili, Diego, el chico de la mirada torva, el

espectro japonés, la joven de las cejas frondosas, Germán, Pelayo y yo.

Cuando entrechocamos nuestras copas para brindar por el futuro, a todos

nos dio un poco la risa tonta. Incluso a Pepe.

Para muchos, la película había llegado a su fin, pero yo sabía que quedaban

todavía dos escenas importantes: el anticlímax, y la anagnórisis o sorpresa

257
final. Sólo había que tener un poco más de paciencia, lo único que nos

separaba de Laponia, de Maya, y de esa felicidad bovina que tanto envidiaba.

258
24 DE MAYO

REFLEXIONANDO

Los fundamentos de la democracia estipulan que, una vez concluida la

campaña electoral, todo ciudadano tiene derecho a un día de reposo en

teoría diseñado para que piense con detenimiento a qué partido votar. La

realidad, en cambio, estipula que si ese día existe es más bien para que los

políticos puedan descansar antes del gran día de los comicios, pues todo el

mundo sabe que los políticos se cansan con gran facilidad, y también que, si

los resultados electorales de una determinada jurisdicción varían cada cuatro

años, el motivo no acostumbra a ser que a un porcentaje de votantes se les

haya dado por cambiar de partido tras un acalorado debate ideológico

consigo mismos, sino que todo depende de una simple relación de

proporcionalidad entre el número de votantes muertos y el número de nuevos

votantes con respecto a legislatura anterior. Basta con haber tomado parte al

menos una vez en una discusión, para darse cuenta de que el ser humano

raras veces cambia de su perspectiva sobre la realidad a no ser que haya un

libro de autoayuda de por medio u otro tipo de manipulación sibilina. Nada

cambia, nada evoluciona. Uno puede bañarse en un río durante la jornada de

reflexión y el agua que rodeará su cuerpo siempre será misma. Por ello, a lo

largo de las veinticuatro horas previas a las elecciones no dejé de sentirme

igual que un niño poco observador tratando de resolver un pasatiempo de

“busque las diez diferencias” en el periódico: me costaba discernir alguna

particularidad entre aquel día y el resto de los que integraban el calendario de

la campaña. Salvo por el hecho de que ya no estaba obligado a realizar

259
tareas absurdas, era igual de vulgar, ramplón y anodino. Únicamente tenía

conocimiento de que se trataba de un sábado especial gracias a que me lo

habían recordado de antemano los medios de comunicación. Por las calles, si

bien se percibía mucha reflexividad, (la gente no dejaba de pensar más que

en sí misma, como siempre) no era posible vislumbrar ni el menor atisbo de

reflexión. Más bien al contrario, los votantes potenciales parecían estar

especialmente contentos de que los partidos remolonearan a su alrededor

mareándoles la perdiz, y por ende, se dedicaban a toda clase de placeres en

absoluto relacionados con la meditación o el razonamiento: que si meterle

mano a la novia, que si robar en los grandes almacenes, que si liarse a

bocinazos en los atascos… el pan de cada día.

Nosotros no íbamos a ser menos, de modo que decidimos refugiarnos en el

cine para asistir a la proyección de la película menos sesuda que

encontramos en la cartelera: Matrix Reloaded, de los hermanos Wachowsky.

Todo lo que queríamos era ver tiros, explosiones y efectos especiales de

última generación, pero al final, ¡hay que ver cómo son las cosas!,

terminamos arrepintiéndonos de nuestra elección y reflexionando de lo lindo,

en contra de nuestra voluntad, acerca de si los discursos de un aparatoso

personaje llamado “el arquitecto” eran más soporíferos que los de Amadeo

Perlasca o viceversa. No llegamos a una conclusión clara porque tampoco

llegamos a terminar la película. Como patán que era y aún soy, me había

olvidado de apagar el móvil antes de entrar en la sala, con lo que la

musiquilla de la lambada que me había descargado como tono de llamada,

interrumpió al arquitecto justo en el momento en que llegaba al clímax de sus

260
despropósitos retóricos. Era Nazareth, nuestra bat-señal. El Partido Alfa nos

necesitaba. Matrix podía esperar.

Pelayo y yo salimos del cine a toda prisa, abucheados por la masa (que para

cuando se conocieron los resultados finales de las elecciones, dos días más

tarde, seguían poniendo cara de haber entendido algo a fin de evitar que sus

acompañantes los tomaran por retrasados mentales), y acudimos a la

llamada. La sede del partido estaba llena de gente, en su mayoría,

desconocida. Eran, junto a nosotros, los que iban a garantizar que la jornada

electoral del día siguiente no sufriera alteración alguna en su desarrollo,

(siempre y cuando tales alteraciones no beneficiaran al Partido Alfa, claro).

Tomamos asiento en la zona de la sala de trabajo con menor densidad de

futuros interventores por metro cuadrado, aguardamos durante unos

segundos a que apareciera Nazareth con su proyector, su Power Point, y un

discurso ensayado mil veces el día anterior frente al espejo, (tal y como

indicaban los chistes de manual que soltaba cada dos párrafos y medio para

seducir a la audiencia), e hicimos como que tomábamos notas de sus

palabras. La finalidad de una puesta en escena tan elaborada era explicarnos

punto por punto en qué consistía el trabajo de interventor y que, al ser

posible, lo comprendiéramos, pero para ser honestos, a medida que Nazareth

iba profundizando en el tema, tanto Pelayo como yo llegamos a la conclusión

de que resultaba mucho más sencillo comprender por qué la mayor parte de

la gente muerde el extremo del cucurucho de los helados aun a sabiendas de

que por ahí les va a chorrear que todo aquello, de ahí que desconectáramos

por completo para echar un par de cabezadas. Cuando nos despertamos no

había nadie más en la sala a excepción de la ponente, quien nos miraba

261
como si hubiéramos quedado por Internet para comernos nuestros penes en

el sótano de una oscura casa de Rotemburgo.

Si mañana os pasa cualquier cosa no quiero saber nada de vosotros dijo

muy malhumorada, ya os apañaréis como mejor podáis.

Luego se marchó y nunca volvimos a saber nada más de ella, pero su

advertencia ni nos afectó lo más mínimo ni nos hizo reflexionar más de lo que

ya había hecho el visionado de Matrix Reloaded. Hasta donde habíamos

comprendido, lo de ser interventor consistía, esencialmente, en impedir que

la perfidia del resto de partidos lograra adulterar las elecciones. Eso era todo

lo que unos justicieros como nosotros, que habían visto todas las películas de

Charles Bronson, Steven Seagal, Chuck Norris y Jean Claude Van Damme

(de Dolph Lundgren se nos habían quedado un par en el tintero), necesitaban

saber para impartir la ley, con lo que para hacer como que estábamos

dispuestos a impartirla hasta las últimas consecuencias, que era lo que

íbamos a hacer el día siguiente, teníamos información de sobra.

262
25 DE MAYO

EL DÍA EN EL QUE INTERVINIMOS PELIGROSAMENTE

Nazareth nos había mentido al inicio de la campaña: sí que había truco en lo

de los setenta euros que pagaba el Partido Alfa por trabajar como interventor

a sur servicio. Y más de uno. El primero de ellos era que había que

levantarse a las siete de la mañana; el segundo, que nos correspondía una

de las mesas electorales de nuestro barrio, de tal manera que todos nuestros

amigos, familiares y conocidos nos tomarían por seres políticos sin que

nosotros pudiéramos precisar, por razones obvias, que en realidad no

estábamos allí por gusto o fanatismo, sino por necesidad; y el tercero y tal

vez más grave de todos, que nadie en aquel lugar tenía el más mínimo

sentido del humor. El presidente, porque estaba que trinaba dado que le

habían fastidiado el fin de semana con la novia; los vocales, porque además

de que les habían fastidiado el fin de semana con sus respectivas parejas, ni

siquiera detentaban responsabilidad alguna, condenados irremisiblemente al

hastío durante toda la jornada; los interventores del resto de los partidos,

porque se tomaban demasiado en serio su papel de custodios de la

democracia; el guardia de seguridad, porque tenía una resaca como un piano

y lo único que quería era que la tercera edad dejara de preguntarle dónde se

votaba cuando tenían las urnas en frente de sus mismas narices; y los

votantes, porque tenían la impresión, independientemente de su ideología, de

que todos quienes les rodeaban podían ser en realidad enemigos políticos.

La principal consecuencia de este clima de rudeza y desconfianza era que

allí hasta las papeletas tenían los nervios a flor de piel. El ritual democrático

263
se había sacralizado tanto que, lejos de transmitir la idea de una celebración

colectiva de los derechos individuales, lo que flotaba en el ambiente era una

mezcla de miedo y agitación similar a la que a uno se le atraviesa en la

garganta al contemplar la decoración inquietante de ciertas iglesias. El

elevado número de monjas que acudían a las urnas cada dos por tres, las

cabinas para votar de aspecto confesional, y las colas de demócratas

temerosos de lo que dictaminase el dios de los escrutinios que se formaban

delante de las mesas, como si se tratara de una hilera de comulgantes,

avalaban mi teoría. En un entorno así de litúrgico, nadie era incapaz de

encontrarle la gracia al hecho de que una anciana acudiera a la mesa para

preguntar a qué partido debía votar (de hecho, cuándo me lo inquirió, todos

se me echaron encima para supervisar mi respuesta, que no fue otra que

“échelo a cara cruz”, lo cual desató la ira del interventor del Partido Gamma,

claramente ofendido por el bipartidismo inherente a la propuesta), o de que

una pareja de adolescentes, bajo los efectos de las drogas, casi con total

seguridad procedentes de la fiesta de la juventud organizada por el Partido

Alfa la noche anterior, entraran en el colegio electoral para leer en alto los

pies de foto de una revista pornográfica. Y eso que en todo el tiempo que

duraron las votaciones no se produjeron más anécdotas. A excepción, por

supuesto, de las que protagonizamos Pelayo y yo, tan sonadas que sería

injusto e inexacto considerarlas meras anécdotas, pues aún hoy, después de

casi seis años, circulan por la ciudad de boca en boca bajo la fórmula

“conozco un amigo de un amigo que…” propia de las leyendas urbanas más

inverosímiles.

264
La primera tuvo lugar más o menos a media mañana, cuando Amadeo

Perlasca, a quien le correspondía votar precisamente en mi distrito por

mediación de Marcelino, se plantó delante de mi mesa, muy sonriente entre

una bandada de fotógrafos, para quedarse de piedra a continuación al verme

allí detrás con una enseña del Partido Alfa en la solapa. Todos los reporteros

gráficos de la región captaron el momento en que su mueca de alegría se le

congeló en pleno rostro, aunque ninguno de ellos comprendía realmente el

motivo. Tuve que echar mano de toda mi capacidad de autocontrol para no

descuajeringarme de risa allí mismo, sobre todo cuando, por protocolo, el

candidato del Partido Beta se vio obligado a estrechar la mano de todos los

integrantes de la mesa, incluido yo. Su mirada rencorosa me recordó a la que

solía ponerme mi perro Michael Donovan cuando le acercaba un mechero al

hocico y apretaba el interruptor del gas. El apoderado del Partido Alfa, un

amigo de Montero, asistió a la escena desde unos cuantos metros de

distancia. Era la única persona de todo el colegio, junto con Pelayo, que

sabía lo que estaba ocurriendo. Me guiñó el ojo de forma cómplice mientras

Amadeo se debatía entre echarme en cara mi desvergüenza (aunque esto

supusiera reconocer su propia idiocia), o deglutir la sorpresa poco a poco y

en silencio como un mal bocadillo de tortilla. Finalmente, optó por esto último,

pero no por ello se me ocurrió en ningún momento devolverle al apoderado

del Partido Alfa gesto de complicidad alguno. Le tenía reservado algo mejor

que todo eso.

La segunda anécdota la protagonizó Pelayo en solitario, durante la pausa

para la comida, atragantándose torpemente con la famosa pera conferencia

incluida en el kit de supervivencia para interventores del partido y perdiendo

265
por unos segundos el conocimiento debido la falta de aire. De no ser porque

uno de los vocales había sido socorrista en la piscina de un geriátrico, con lo

que dominaba a la perfección la aplicación práctica de la maniobra de

Heimlich, tal vez hubiera muerto allí mismo. En agradecimiento, Pelayo

emitió, nada más recuperar la consciencia, un estentóreo, largo y descarnado

grito de afirmación vital que causó más de un sobresalto entre el electorado.

Era su particular manera de proclamar a los cuatro vientos que no había

pasado nada.

La tercera y última anécdota, en absoluto hilarante a ojos del Partido Alfa,

tuvo lugar en las postrimerías de la jornada, cuando el presidente de la mesa

electoral se puso en pie después de que las puertas del colegio se cerraran y

dijo:

Ahora es nuestro turno para votar.

Se refería a todos los integrantes de la mesa: vocales, interventores y él

mismo. Todos procedieron religiosamente a emitir su voto, sin preocuparse

en absoluto por ocultarlo, hasta que sólo quedamos nosotros dos por

pronunciarnos.

Vamos, cuanto antes terminemos antes podremos salir de aquí insistió,

ajeno a que nuestros intereses no iban por ahí. Tuvimos que explicárselo.

Nosotros no votamos dijo Pelayo, impertérrito.

Toda la mesa frunció el entrecejo con asombro. Se hizo un silencio sepulcral

hasta que el presidente dijo:

Dejaos de tonterías, tenéis que votar.

Pelayo y yo nos miramos a los ojos. Ambos temíamos que existiera, algún

tipo de normativa o cláusula electoral que nos obligara, efectivamente, a

266
depositar un voto en la urna. Ni siquiera nos habíamos tomado la molestia de

consultarlo.

Eso ni lo sueñe dije con rotundidad a pesar del miedo que comenzaba a

agarrotarme. A nosotros nadie nos ha dicho que tuviéramos que votar.

Somos interventores, pero nada más que eso… ¡no se confundan!

¡Los interventores representan a un partido! exclamó el presidente,

nervioso, pues era evidente que él tampoco tenía ganas de líos. ¡Tenéis

que votar! ¿Cómo no vais a votar?

En realidad no tienen por qué hacerlo habló el interventor del Partido

Beta, velando complacido por sus propios intereses.

En efecto ratificó el representante del Partido Gamma.

El presidente se rascó la sien. Era el único, además de nosotros mismos, a

quien el resultado electoral le importaba un comino, sólo que a diferencia de

nosotros, tenía un sentido de la responsabilidad civil más desarrollado, lo cual

le impedía tomarse las cosas a la ligera.

Será mejor que llame a vuestro apoderado propuso.

El susodicho hizo acto de presencia segundos más tarde. Cuando le

explicaron la naturaleza de la situación, puso la misma cara que poco antes

había puesto Amadeo Perlasca. Le guiñé un ojo en plan socarrón. No le

sentó muy bien.

Tenéis que votar ordenó en tono censor. No podéis trabajar para un

partido durante todo un mes y luego no votarlo. No tiene sentido. Es una

cafrada propia de cavernícolas.

267
Que yo sepa vivimos en una democracia donde uno puede reservarse su

derecho a votar si no le satisfacen las fuerzas políticas a concurso alegó

Pelayo sin importarle lo más mínimo las posibles represalias. La

constitución nos avala.

Los interventores de los dos partidos rivales suscribieron sus palabras con

asentimientos divertidos.

¡Sois unos mercenarios! dijo el apoderado mientras marcaba un número

de teléfono en su teléfono móvil. ¡Os prometo que pagaréis por esto!

Al cabo de unos minutos, Pepe, Belarmino Rana, Telma y Montero

franquearon la puerta de entrada en un estado de gran excitación nerviosa.

Todos trataron, por turnos, de persuadirnos acerca de la amoralidad de

nuestros actos. A continuación, en cuanto vieron que sus amenazas no

podían con nosotros, pasaron a apelar a nuestra sensibilidad, tratando por

todos los medios de que nos sintiéramos unos hijos de perra desalmados por

haberle dado la espalda al partido, cuyo emblema teníamos la desfachatez

de seguir luciendo en la solapa y, de ahí, pronto se llegó a la súplica (caso de

Telma y Pepe) o al insulto personal (caso de Montero, Rana y el apoderado).

En el momento de mayor agitación, al presidente se le agotó la paciencia y

bramó:

¡Ya está bien! ¡Si estos dos no quieren votar, que no voten! ¡Allá ellos con

su problema! Todavía queda mucho trabajo por hacer en esta mesa, y no

pienso postergarlo más.

De modo que, aunque nadie de los presentes tenía muy claro si aquello era

legal o no, terminamos saliéndonos con la nuestra por desgaste. El enojo de

los miembros del Partido Alfa discurrió paralelo al orgullo que sentimos por la

268
firmeza inquebrantable de nuestros principios, algo de lo que no todos por allí

podían presumir, pero en especial, discurrió paralelo al goloso placer de

anuncio de Mágnum que ambos experimentamos al contemplar sus rostros a

caballo entre la estupefacción y la cólera, la humillación y la sed de

venganza, el odio y el reconocimiento de nuestra maestría traicionera. Vi en

sus miradas cómo todas las piezas empezaban a encajar al fin para ellos: la

falta de entusiasmo en el trabajo, los problemas con el reparto de

propaganda, la fiesta reventada esa misma noche por okupas, los informes

sobre mítines que no se correspondían con las noticias de los periódicos

etc… Creían que nos estaban dando bien por atrás, pero en realidad, éramos

nosotros quienes los habíamos sodomizado hasta el tuétano. Habían tardado

demasiado en comprenderlo. Keyser Söze ya no estaba a su alcance, y lo

único que podían hacer era contar la historia a sus allegados para luego

quedarse a gusto despotricando sobre nosotros. La tortilla no sólo se había

volteado por completo, sino que había dos huevos podridos en ella. Nunca

antes en la historia democrática de la ciudad había sucedido un

acontecimiento semejante. Éramos al fin los pioneros en algo. Los primeros

exploradores del descaro electoral, los oxiuros de la democracia, el prurito en

el ano del Partido Alfa. Y nos sentíamos enormemente ufanos de nuestra

proeza.

Ahora bien, el presidente estaba en lo cierto: aún quedaba mucho trabajo por

delante. Hasta que todos los miembros de la mesa electoral llegáramos a un

consenso respecto al número y reparto de votos emitidos, de ahí no saldría

nadie. En el primer recuento los resultados no complacieron a ninguno de los

interventores, salvo a nosotros, que todo nos daba exactamente lo mismo. En

269
el segundo, el resultado cambió, pero tampoco hubo consenso, y en el

tercero, gracias a que yo hice desaparecer un par de votos por arte de

birlibirloque, las cosas encajaron finalmente. El Partido Alfa obtuvo la mayoría

de votos en la mesa (después de todo, nuestras opiniones tampoco eran tan

importantes), le siguió de cerca el Partido Beta, con una remontada

espectacular gracias a los votos de las monjas, (como eran las más

madrugadoras, sus papeletas se habían quedado en el fondo), a una

distancia ya más considerable, venía el Partido Gamma, y detrás de éste, el

Partido Delta, el Partido Epsilon y las demás minorías. Ramón Taboada, con

su partido Omega, obtuvo dos votos. Me aposté las glándulas suprarrenales

con Pelayo a que los habían emitido la pareja de pornófilos drogados, pues

sólo alguien bajo los efectos de los estupefacientes podría gozar de una

preclaridad política tan exacerbada como para ver en nuestro viejo

compañero, y en su lema, “el futuro que estabas esperando”, una verdadera

garantía de futuro.

Con el cierre del recuento, concluyó de una vez por todas nuestro atribulado

periplo por los intestinos de la democracia. Llevábamos mucho tiempo

anhelando nuestra propia excreción, cierto, pero no sería justo dejar de

reconocer que en el preciso momento en que los esfínteres del poder nos

expulsaron finalmente de su seno y atravesamos la puerta de salida, mientras

notábamos en el cogote las miradas reconcomidas de Rana y compañía, con

un suave viento azotándonos suavemente esas caras tan grandes que

teníamos, sentimos como si una llamita se apagara dentro de nuestros

corazones. Aquella era la mejor prueba de que, en el fondo, y al igual que

270
otros mercenarios con solera como Conan el Bárbaro, el Equipo A, o el

gremio de abogados, éramos unos sentimentales.

271
EPÍLOGO

El escrutinio de la mesa electoral donde trabajamos como interventores no

fue muy diferente del escrutinio global del municipio. Todo lo que habíamos

hecho en calidad de colaboradores electorales durante los meses anteriores,

en beneficio o perjuicio del Partido Alfa, demostró a la postre ser de una

irrelevancia abrumadora. Los carteles pegados, los folletos y CD-ROMs

repartidos, los informes redactados y el resto de la parafernalia política

desplegada por la formación, sólo había servido para esquilmar un poco más

los recursos naturales del planeta tierra, molestar a la gente, y justificar el

pago de tres euros con cincuenta céntimos a la hora a un grupo heterogéneo

de inadaptados sociales sin nada mejor que hacer. Si no hubiéramos movido

ni un dedo, el resultado hubiera sido el mismo, lo cual demostraba mi teoría

sobre la relación de proporcionalidad entre nuevos votantes y votantes

muertos, pues como entre los cuatro años que mediaban entre la legislatura

recién finalizada y la que estaba a punto de comenzar, no había pasado a

mejor vida tanta gente como en las anteriores, y la mayoría de los jóvenes

preferían quedarse en casa durmiendo la mona a depositar su voto en el

colegio electoral, el único porcentaje que había variado era el de la

abstención, siempre a la alza. Así, se producía cada cuatro años una

divertida paradoja: mientras que la democracia se vanagloriaba de ser un

sistema político igualitario en el que todos los ciudadanos detentaban el

mismo grado de importancia, el destino de esos mismos ciudadanos, en gran

medida abstinentes políticos, estaba en manos de una minoría que, por el

272
contrario, sí votaba, o, lo que es lo mismo, de una elite, en el sentido menos

exigente de la palabra.

Ésa era la coartada moralista mediante la cual todos aquellos que poseían

algún interés político trataban de extorsionar a la gente como Pelayo y como

yo para que votáramos. Sin embargo, a nosotros nos importaba un comino

que un batiburrillo de panolis gestionase la sociedad en la que

supuestamente estábamos integrados porque, a efectos prácticos siempre

habíamos sido, éramos y seguiríamos siendo de por vida, unos individuos

instalados en sus márgenes por decisión en principio unilateral y

posteriormente biunívoca. Que Belarmino Rana hubiera conservado

finalmente su puesto a pesar de nuestros esfuerzos nos hacía sentir cierto

malestar, pero tampoco más que cuando un telediario se hacía eco de alguna

alucinante veleidad del sistema judicial. Por otro lado, el mero hecho de que

aquel tipo se hubiera enquistado en el poder, nos evitaba cualquier tipo de

remordimientos con respecto a nuestro comportamiento durante la campaña,

o nuestra irresponsabilidad civil, al tiempo que respaldaba todas nuestras

teorías sobre lo mal que funcionaba la democracia. Nos sentó bastante peor

que Germán se quedara sin su porción de la tarta electoral. Aunque sólo

fuera por su paciencia y meticulosidad a la hora de planear el derribo de

Rana, que demostraba una capacidad de trabajo muy superior a la de

cualquier edil en activo, habría merecido asentar sus posaderas en el pleno

municipal, pero por desgracia, el partido consideró un mero error de imprenta

el intercambio de nombres en las papeletas y hubo de conformarse con

olisquear de cerca el churrigueresco aroma de la gloria. De nada le valieron

los abogados o las continúas cartas al director en un diario local: la

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maquinaría de su propio partido, mucho más poderosa que él, terminó por

silenciar su voz. Ahora se dedica a despachar en la mercería de su madre.

Las malas lenguas dicen que entre venta y venta de kits de costura, planea

milimétricamente una sonora venganza.

Edelmiro Bigardo, con el apoyo del Partido Gamma, fue reelegido alcalde de

un gobierno de coalición prácticamente idéntico al anterior. Todos los cargos

públicos que habían trabajado en la campaña, a excepción de Pepe,

obtuvieron sustanciosas retribuciones a su esfuerzo en forma de concejalías.

Las escasas alteraciones que se produjeron en la estructura de la

corporación municipal, tuvieron más que ver con cambios de poltrona que de

personas, como si el alcalde hubiera llenado un bombo con una bola por

cada departamento y hubiera organizado un sorteo en un bingo para

repartirlas entre los presentes. En aquel proceso con tantos puntos en común

con el primer día de colegio, la preparación de los cargos electos era lo de

menos. Se podía entrar en la terna sin haber leído un libro en la vida y acabar

trabajando de concejal de Cultura, o no tener ni el carné de conducir y

erigirse en el mandamás de tráfico. Y en caso de que el asunto resultara

demasiado flagrante, hasta cabía la posibilidad de que se inaugurara una

nueva concejalía de nombre rimbombante a medida del interesado, como si

los creadores de Pin y Pon hubieran dejado las granjas y las casitas para

dedicarse a organizar ayuntamientos.

Amadeo Perlasca, por su parte, no tuvo más remedio que retirarse de la vida

política tras su enésimo fracaso consecutivo. Lo último que supe de él lo leí

en el suplemento dominical de un periódico regional, en la sección ¿qué fue

de…?, donde confesaba a un periodista que hacía preguntas tan elaboradas

274
cómo “¿cúal es su comida favorita?”, o “¿qué es lo que le gusta más de la

mujer española?”. que su vida se circunscribía a conferenciar allí donde le

dejaran, a jugar al paddle con otras viejas glorias de su partido y a la caza de

tórtolas con horca, una tradición, todo hay que decirlo, que se perdería de no

ser por gente como él. Su compañero Roscoe, por el contrario, inició una

carrera política de gran proyección al conseguir hacerse con una concejalía

residual. Su gracejo, su don de gentes, y su soterrada habilidad para la

maquinación, lo convirtió enseguida en uno de esos tipos que cae bien a todo

el mundo, incluso a la oposición (se rumorea que mantiene un tórrido

romance con Marimar Riera, vecina de despacho). Su rostro también aparece

con bastante asiduidad en los suplementos dominicales. Le gusta la lengua

de ternera asada con guarnición de patatas y pimientos, y en la mujer

española valora, ante todo, su sonrisa.

En cuanto a nuestro viaje a Finlandia, las cosas no salieron exactamente

como las habíamos planeado. En primer lugar, porque el país que teníamos

en mente no existía en realidad (tal y como nos había advertido Anuska, tenía

más puntos en común con las sórdidas y suburbanas películas de Aki

Kaurismäki, que con el edén), en segundo lugar, porque ni Maya tenía los

carrillos sonrosados ni nos abrió la puerta cuando nos plantamos con

nuestros mochilones delante de su casa, y, en tercer lugar, porque el dinero

que habíamos acumulado tras tantos días de explotación no nos llegó ni para

pipas, por lo que terminamos gorroneándole comida y alcohol a los indigentes

de la estación de tren de Rovaniemi, quienes no veían con muy buenos ojos

nuestra competencia.

275
Lo único que no defraudó fue el sol de medianoche, pero lejos de ser algo

que reconfortara nuestros espíritus, nos convirtió en un par de guiñapos

insomnes que iban dando tumbos por las horribles barriadas de estética

postcomunista de la ciudad.

La decepción general alcanzó unas cotas tan elevadas que al final acabamos

culpándonos mutuamente del fiasco. Nunca dijimos nada hasta regresar a

España, por eso de que en nuestra situación no nos convenía demasiado

quedarnos sin nadie con quien hablar, aunque los tensos silencios, las

miradas recelosas y los suspiros de hartazgo resultaron en todo momento

muy elocuentes. Como consecuencia, nuestra amistad se deterioró en un

mes mucho más de lo que lo había hecho en los años anteriores, pasando de

ser compañeros inseparables a apenas intercambiar un par de palabras por

los bares donde nos encontrábamos. Ninguno de los dos podía perdonarle al

otro que la mayor aventura de nuestras vidas hubiera sido una mera

concatenación de días en los que nunca pasaba nada, lo cual dolía, si cabe

más, al tener tan cerca una campaña electoral donde, sin que apenas nos

hubiéramos dado cuenta, habíamos vivido toda clase de experiencias. Era

frustrante saber que, si nuestras vidas fueran un juego de rol, habríamos

ganado más puntos de experiencia por la colaboración con el Partido Alfa

que con un viaje de más de un mes por Escandinavia. Frustrante a la par que

innegable: mientras que por Laponia adelante tan sólo había aprendido que a

veces es mejor no refugiarse en las idealizaciones de lugares o personas, y

que el escapismo no soluciona los problemas de nadie, con Edelmiro Bigardo

y los suyos había aprendido tantas cosas que necesitaría un bolso como el

de Doraemon para guardarlas todas. Ellos habían hecho un hombre de mí.

276
Ellos eran mi mili. Gracias a su providencial irrupción, había pasado de ser un

recluta patoso zampabollos a una máquina de matar en toda regla. Mi visión

de la realidad se agudizó, se ensanchó, se volvió fría y penetrante como el

acero. Experimenté un cambio radical con respecto a mi relación con el

mundo. Pasé de la teoría a la práctica. Maduré. Ahora ya no me escandalizo

porque nada funcione como Dios manda, o porque el Ministerio de

Podredumbre beneficie a todo el mundo menos a mi (después de casi cinco

meses a la espera de una resolución sobre la beca, sus responsables me

comunicaron que ninguno de los candidatos había renunciado, quedándome

así a las puertas del triunfo, como Germán), sólo tiro basura por doquier, sin

separarla, y gasto cuantos más litros de agua mejor para acelerar el fin de los

días. Si en el ínterin que nos separa del apocalipsis, algún día me aburro

demasiado, tal vez forme un partido político en consonancia con estas ideas.

Blackwar sería un buen nombre, más que nada por fastidiar a Greenpeace,

que ya está bien de que siempre sean ellos los que den la lata. Y sí, lo sé,

mis rivales probablemente me odiarían por proponer algo nuevo, polémico y

espectacular, pero ni el más enconado de sus líderes podría echarme jamás

en cara que no tuviera programa (la autodestrucción la llevamos impresa en

nuestros genes), que éste no fuera factible (disponemos de la tecnología

necesaria para llevarla a cabo a gran escala) o que ni yo mismo creyera en él

(pulsaría el botón rojo sin dudarlo en caso de que me lo propusieran). Hasta

entonces, creo que haré mejor retirándome del mundanal ruido. Aunque ya

se sabe: basta con que uno tome la determinación de hacerse anacoreta

para que al día siguiente lo convoquen por correo certificado como presidente

de mesa electoral, pues como dijo alguna vez algún sabio, “en un mundo

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donde la política ni duerme ni deja dormir, ni siquiera quienes duermen con

un ojo abierto y otro cerrado pueden escurrir el bulto”. Palabra.

278
ÍNDICE

Nota del autor ………………………………………………………………….. 7

El último tren …………………………………………………………………… 9

Orgullo e insensibilidad ………………………………………………………40

Democracia a domicilio ……………………………………………………...46

Chicas nuevas en la oficina …………………………………………………69

Sin perdón …………………………………………………………………… 72

Same shit, different day ……………………………………………………..80

Encrucijada ……………………………………………………………………85

Desastre ecológico ………………………………………………………….89

Bajo la higuera ……………………………………………………………..109

Ascenso ……………………………………………………………………..123

Infiltrado ……………………………………………………………………..140

El onanista en el despacho …………………………………………..…...165

Agente doble ……………………………………………………………..…179

Asalto a la iglesia de San Pancracio ……………………………………..197

Waterloo desde la ventana ………………………………………………..208

Cizaña ……………………………………………………………………..…212

El factor lapón ………………………………………………………….……217

Deus ex Machina ……………………………………………………………221

Noche de fiesta …………………………………………………………..…233

Tongo para dos ……………………………………………………………..248

Heraldos de la modernidad ………………………………………………..253

Relaciones públicas ………………………………………………………..258

279
Reflexionando ……………………………………………………………… 267

El día en que intervinimos peligrosamente ………………………………271

Epílogo ……………………………………………………………………… 280

280

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