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Octubre 28, 1905

Chanzas en el Tribunal

Toda nación tiene un alma y el alma tiene un secreto: por consiguiente hay algunas
cosas incomunicables en cada persona; algunas virtudes nacionales pueden parecer
vicios a un extranjero. De este modo, es realmente verdadero que ningún pensador
continental comprende la idea inglesa de libertad; aúnque la admire. Pero hay otros
malentendidos internacionales que surgen del error opuesto. Ellos aparecen porque no
nos damos cuenta lo diferentes que son las naciones, pero,en realidad, esto ocurre
porque no nos damos cuenta lo parecidas que son las naciones. Podemos perdonar el
punto muerto al que llegan los pueblos que pelean porque sus sentimientos son
diferentes, pero no tenemos paciencia con el punto muerto de los que pelean porque sus
sentimientos son iguales. Por lo tanto (para tomar un ejemplo de los dos errores)
podemos entender a un inglés patriota asombrado por la ausencia de patriotismo en
China. Pero, lamentablemente, él se asombra, generalmente, por la presencia de
patriotismo en Francia. En muchos casos un inglés puede entender fácilmente a Francia
por la simple operación de suponer que es Inglaterra. Por ejemplo, a cualquier inglés
normal le da asco el duelo francés, pero nunca piensa si el duelo le asquea porque es
peligroso o porque no es peligroso. Pero si simplemente recordara que los ingleses
pelean con los puños, lo mismo que hacían sus padres y continúan haciendo los ingleses
pobres, se darían cuenta que, malo o bueno, es algo muy parecido al duelo,
generalmente inofensivo y ocasionalmente mortal.
De la misma manera los ingleses que deambulan por el extranjero ven las violentas
caricaturas en las páginas cómicas de los diarios del continente en las que siempre los
atacan por su anticlericalismo - por el hecho de que a los sacerdotes se los presenta
permanentemente con semblantes monstruosos, en posiciones degradantes, torturados
por el pincel demoníaco del artista; un infierno lleno de clérigos. Y los viajeros ingleses
siempre vuelven a Inglaterra diciendo que toda Francia e Italia brama por el ateismo y
que la iglesia se está derrumbando. Sin embargo, nunca se les ocurre mirar lás paginas
cómicas de nuestros diarios y ver lo que pasaría aquí si se aplicaran los mismos
principios. Un hombre inteligente de Marte, ojeando montones o volúmenes de nuestras
páginas cómicas (pobre diablo!), de la misma manera, se formaría una opinión firme y
clara. Creería que todos los ingleses están a punto de alzarse contra la institución del
matrimonio y destrozarla para siempre. Encontraría a todos los diarios llenos de
comentarios despectivos hacia el hombre suficientemente deleznable como para atarse a
una esposa y a un cochecito de bebé. Encontraría al hombre casado representado
invariablemente como un hombre, probablemente, de baja estatura y una deficiencia
mental manifiesta. Encontraría que estos millones de chistes eran todos variaciones de
dos chistes: el regocijo del hombre casado cuando se escapa de su vida conyugal y la
aflicción del hombre casado cuando está atado a él. Y descubriendo que nuestro humor
popular es un largo grito contra el estado matrimonial, el Marciano naturalmente, en su
inocencia intelectual, supondría que el país está realmente bramando con esta pasión
revolucionaria. Supondría que las turbas estaban aporreando las pueratas de la Corte de
Divorcios, pidiendo en masa, que se les permitiera entrar y los divorciaran. Imaginaría
que las alianzas estaban siendo fundidas públicamente en una gran cacerola en la plaza
Trafalgar. Supondría que cualquier pareja que se atreviera a casarse sería asaltada en el
atrio por el populacho furioso y que les tirarían ladrillos en lugar de confites. Supondría
que estos infatigables escritores satíricos y entusiastas, los editores de Snaps y Wheezes,
acometerían en todas las bodas y prohibirían sus amonestaciones. “Por qué otra cosa”,
diría, “qué otra cosa excepto el propósito más apasionadamente moral y la más
implacable política intelectual, qué otra cosa excepto un fervor de cruzada un
inquebrantable sentido del deber podría inducir a los hombres, por lo tanto, a llenar
catorce volúmenes mortales de Snippy Bits con el mismo chiste sobre el mismo tema?
Bueno, sabemos que éste no es el caso. Sabemos que no hay una probabilidad inmediata
de que los ingleses tiren abajo St. George, Hanover Square, o que llenen las calles con
una repentina masacre de suegras. Resumiendo, sabemos que se ataca al matrimonio, no
porque sea una institución en desaparición, sino porque es una institución perdurable.
La gente la abuchea porque no la cambiarían; la apalean porque no caerá. Y una
pequeña reflexión nos permitiría darnos cuenta de que lo que es verdadero sobre la
relación entre Snaps y la fuerza del matrimonio, es verdadero también sobre la relación
entre las caricaturas anticlericales y la iglesia católica en Europa. Si un hombre está
resuelto a a desprenderse de algo o alguien, generalmente, puede hacerlo con dignidad y
delicadeza y aún, con arrepentimiento. Por eso, las personas que rompen un
compromiso son, a menudo, comprensivos y siempre serios. Una cosa que se abandona
es, necesariamente, solemne, pero si un hombre va a vivir con ella, debe aprender a
reírse de ella.
Por esta razón, yo, por ejemplo, no puedo condecorar con la censura a menudo dirigida
a la burla contra los jueces, al Sr. Justicia querida, por ejemplo, o para tomar un tipo
mucho mejor, el Sr. Plowden. Es perfectamente verdadero, como dicen los periodistas,
que cuando un juez hace chistes, siempre ocurre que no nos parecen buenos. Pero el
error yace en la suposición de que el juez imagina por un momento que son chistes
buenos. Recuerdo a un profesor mío, un hombre malhumorado y excéntrico, que cuando
se paraba con un puntero largo para explicar algo en el pizarrón, decía alguna ligereza
que era, por supuesto, seguida por una anarquía de risas escolares. En un abrir y cerrar
de ojos, había virado en sus talones y apuntando el palo de tres metros directamente a
mí, decía meneando su cabeza con un indescriptible énfasis de aseveración, “no creo
que sea gracioso. Casi nunca en mi vida he escuchado comentario más imbécil, sólo lo
digo para aliviar y el aburrimiento intolerable de dos horas de clase”. Era un hombre de
una gran sagacidad y erudición, y sabía la diferencia entre chistes buenos y malos tan
bien como los periodistas. Pero también sabía algo más. Sabía que si no se hubiera
permitido visiones de una locura humana, y aún un desprecio humano por su propio
trabajo, habría corrido alredeor del aula gritando y blandiendo el bastón. Sabía que si
hubiera tomado su posición seriamente por dos horaas, el piso habría terminado
decorado con cadáveres juveniles. Y por eso, probablemente, los jueces concocen esta
necesidad psicológica y nunca son más sabios que cuando son más tontos. El profesor
sabe que es mejor perder su reputación de persona ingeniosa que perder su compostura
y quedarse sin trabajo como profesor. Sabe que es mejor contar chistes tontos, que
romper cabezas. Y el juez sabe que el trabajo que tiene que hacer es tan atroz y con
tanta responsabilidad, que el no pensar en nada más que en la atrocidad y
responsabilidad , paralizaría su intelecto y voluntad. Su negocio es, literalmente,
demasiado serio para pensarlo seriamente. Pero siente, como sentía el profeosr, que es
mejor convertirse en un bufón barato que volverse un ensombrecido y distorsionado
fanático de la ley, firmando decretos inhumanos en una atmósfera inhumana. Es mejor
para el juez ser un payaso, si esa es la única manera de permanecer hombre: que el juez
sea un payaso es menos chocante que sea sólo un juez. Por eso si él también dice
tonterías, no llegues a la conclusión de que tienen a un tonto en el estrado. Si no las
dice, podrías tener a un loco allí.
La falta, por supuesto, yace realmente en los periodistas mismos, quienes siempre
informan fervientemente cualquier declaración superficial que es seguida por “risa
general”. Esta es una injusticia monstruosa. Supongan que cualquier chanza vulgar,
dicha en otros campos, fuera informada; cualquier cosa que un minero dijera a otro
antes de bajar al pozo, cualquier cosa que dijera un soldado a o tro antes de avanzar a la
línea de fuego, todos los chistes que se dicen para pasar el tiempo en los faros o botes
pesqueros. Cada vez que un cabo le dijera a un soldado “ahora no tardaremos mucho”,
su chiste sería examinado y declarado como un nuevo libro. Cada vez que el policía le
dijera a otro que pusiera su cabeza en una bolsa, se le preguntaría si él consideró lo
mismo de las réplicas de Talleyrand o Whistler. Por eso, seamos más misericordiosos en
esta materia. No juzguez, aún si puedes juzgar al juez. Tú estás en un horrible salón de
justicia, sin duda, pero él está solamente en su taller. Y, alégrate si él puede cantar en su
trabajo como el payaso de Shakespeare podía cantar en el suyo, aunque estaba cavando
tumbas.
Todo esta disquisiciones empezaron en mi mente con una admirable pizca de sarcasmo
del Sr. Plowden, a quien se le han reprochado, muy injustamente pienso, sus chanzas.
Fue ese incidente que todos los lectores deben haber notado, probablemente, en el cual
el Sr.Plowden tuvo que vérselas con un muchacho que había hecho ruido en una calle de
“gente de primera clase”, según llamó el inimitable policía a esa arteria. Al primer rubor
uno siente que el magistrado debería haber revolcado al policía en el barro con correcta
indignación, le debería haber explicado indignantemente el alfabeto de la fraternidad
humana y preguntado con furia santa si era el lacayo de unas pocas casas ricas o el
sirviente de los grandes señores. Pero nada pudo haber sido mejor que la plácida
explicación que el Sr. Plowden le dio al muchacho mientras lo liberaba, “La gente de
primera clase requiere sueño de primera clase.” La base de la democracia verdadera se
reveló apelando a la primera experiencia física. Era como si fuéramos a decir que las
personas refinadas tienen reservada una clase de muerte particular.
Y este es un buen ejemplo de los usos excelentes que un hombre en esa posición puede
hacer de la sonrisa. Se había cometido un crimen, pero era uno que no podía resolverse
adecuadamente de otra forma que no fuera la sátira; y se hizo a la sátira el castigo del
crimen, el Sr. Plowden blandiendo una vara de rosas. Cuando hablo del crimen, por
supuesto no me refiero al del muchachito: él no había cometido ninguno. Me refiero al
del policía.

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