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MORENO
i
Esta novela se publicó por primera vez en la ciudad de México, en 1985, en la
editorial de Joan Boldó i Climent y gracias a la generosa contribución de la
Fundación Enrique Gutman.
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A Salvador Mendiola
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Y el conocimiento que la tragedia traía era simplemente el conocimiento del
hombre. La reabsorción de cualquier destino, de cualquier falla también, por
monstruosa que sea, en la condición humana. Y así la conclusión será siempre
la misma, como si dijera: “con todo eso que ha ocurrido, por monstruoso que
haya sido su crimen, es un hombre”. Exorcismo piadoso que reintegra el
culpable a la humana condición; que hace entrar “lo otro” en lo uno, que
muestra también la extensión de lo uno —el género humano—, en sus
entrañas.
María Zambrano
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CAPÍTULO I
Debería irse a la cama; en el sofá no podrá conciliar el sueño. Aunque no es el
sofá lo que le impide dormir: tampoco dormiría en otra parte. No, hasta que él
allí a pesar del frío. Además, quiere ser lo primero que él vea al abrir la
puerta. No se explica cómo no se le ha ocurrido echar un telefonazo. ¿Y si de
veras le hubiese ocurrido algo? Pero no es cierto; Luis debió estar de vuelta
posibilidad de su muerte? De pronto sería rica: es una enorme tentación hacer
la cuenta: heredaría el condominio, y además tendría lo de los seguros: el del
menos, para que una viuda muy joven rehiciera su vida, no obstante el
explicarle que no se trata más que de un juego, pura imaginación, y que el no
debería tomárselo en serio. ¿Hasta dónde se lo toma en serio ella? Tal vez por
eso ni siquiera piensa comentarlo nunca con él; porque no desea su muerte y,
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sin embargo, cuando regrese, no podrá evitar sentir cierta decepción al verlo.
Decepción que se irá desvaneciendo para dar lugar a otras emociones cuando
desde ese momento que lo está esperando. Quién sabe cuántas ventanas de esa
misma calle dejan ver luz a esta horas. Cuántas ventanas en toda la colonia,
viernes. Pero Gabriela no pude ver más allá de su propia espera porque
esperando se ha descubierto insatisfecha: hay un enorme malestar en esto de
vivir aquí, en este departamento que no ha logrado hacer suyo, donde cada
objeto y cada rincón le son ajenos. Está tensa, alerta: en cualquier momento
posible las cosas: aquí todo es de Luis. Ella se sabe torpe en medio de su
colección de discos “todos como nuevos, hasta que llegaste tú”, diría Luis. Y
nunca le ha dicho que no los toque; “sólo quiero que tengas cuidado, ¿es eso
dedos, en maltratarles las fundas; en cambiarlos de lugar, en dejarlos sobre la
insatisfacción tiene que ver con ellos, sí; Gabriela es una intrusa en el orden de
Luis; prefiere prohibírselo que tocarlo. Pero no es nada más el extrañamiento y
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discusiones siempre acaban al revés: la culpa la tiene Gabriela. Gabriela que
no se adapta; ella es la histérica, la celosa; asume a la perfección su papel de
madre chantajista y terminará por echarlo todo a perder. Es preferible no decir
nada. Fingirá dormir, que se quedó dormida con un libro entre las manos. El
cara, encoge las piernas, un brazo debajo del cuerpo y el otro colgando hacia
adelante, la mano suelta, los dedos rozan la alfombra. Luis abrirá la puerta y
la verá dormida, verá su bata, sus muslos descubiertos debajo de una mancha
de luz suave. Gabriela se imagina vista desde la entrada: tal vez la bata más
abierta, la mano más lánguida, tal vez el cabello más revuelto; pero que todo
simula una calma que bien podría llamarse silencio, interrumpida tan sólo por
el paso de algún vehículo y un ladrido lejano; el ruido de un motor llega por
Luis? No, ese coche tampoco se detuvo; hay que seguir esperando.
madrugada; brilla una nubecita de vaho junto a su nariz. Sus pasos resuenan
en el pavimento, hacia el final de la calle, con inquietante precisión. Su sombra
recordara una actitud típicamente materna: ella tiene que saber a qué hora
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gran costumbre, ¿dónde había leído eso? Gabriela quisiera convertir su vida
en una estúpida sucesión de costumbres. Preferiría no enfrascarse de nuevo en
desnudarse y un buen descanso; andar todo el día fuera es agotador. Mañana
exasperante. Atraviesa la calle. Para subir a la banqueta tiene que saltar por
cerveza que rueda con gran estrépito hasta detenerse debajo de una camioneta
grandes letras. Podría haberle avisado que llegaría tarde, podría haberle dicho
que iba a cenar con unos amigos, o algo por el estilo; hubiera sido una buena
manera de quitársela de encima, de tranquilizarla. Pero, aunque no se explica
el motivo con suficiente claridad, por lo pronto no está dispuesto a mentirle.
Tal vez sea porque pretende ser honesto; tal vez porque está dispuesto a
afrontar las consecuencias o porque, precisamente, lo que quiere es provocar
un enfrentamiento. Su única certeza es que no se sentía como hoy desde hace
mucho tiempo; o mejor: nunca se había sentido así; incluso había dudado de
que algo semejante pudiera ocurrir, pero ahora tiene pruebas de lo contrario y
esto no hace sino recordarle que lleva un año de buen marido, un año
viviendo con la misma mujer, durmiendo con la misma mujer, tal y como
nunca deseó que fuera la vida. Pero ¿cómo lo habían pescado? Sin embargo,
en este momento sólo existe una cosa —y Luis puede olerla aún en el perfume
de Marcela que impregnó sus manos—, a pesar de que ya todo está decidido.
Un gato cruza la calle: dos ojos corren amarillos y profundos sobre el os curo
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telón de fondo de un lote baldío. Todavía durante esa tarde parecía controlar
situación. Marcela y él decidieron ser razonables, hablaron el día entero como
involucrándose en una relación sin sentido ni futuro: Luis está casado y quiere
tengan algo en común; y sin embargo, en este momento lo único cierto es esa
desde la indudable seguridad de que estuvo, no hace ni media hora, con ella, a
dos buenos amigos. ¿Qué estará pensando ahora? Se habrá metido a la cama;
restaurante, cuando se trataba de aclarar cuánto les estaba afectando todo esto
dejar de buscarse, dejar de escribirse cartitas cursis y dedicarse cada quien a lo
suyo. La banqueta parece manchada de azul, como si un balde de pintura se
árbol: es luna llena, ha habido mucho viento, el cielo ha estado limpio desde
temprano. Por la mañana se podían ver los volcanes, se veían las nubes
tenido días de ese color. Actualmente cualquiera habla de contaminación: nos
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hemos quedado sin árboles, sin paisaje; toneladas de humo y polvo flotan
pronto no tendremos agua, ya nunca vemos las estrellas. Pero hoy ha sido un
cuenta.
Antes de abrir la puerta, Luis había decidido ser otro: él mismo. Gabriela
levanta la cabeza y lo mira entrar, atravesar la sala y quitarse la chamarra para
colgarla en una silla del comedor; ¿presiente la tormenta? La actitud de Luis
Se levanta del sillón, se acerca a Luis, lo besa. Él responde con un gesto que
pretende ser inexpresivo: no da lugar a preguntas o explicaciones. Musita algo
entre dientes. Frases rápidas: está muy cansado, le fastidia manejar todo el
encender el bóiler. Sí, un baño puede venirle bien. Ella lo llama desde la
acomoda en un sillón mientras empieza a sonar la música. Gabriela viene con
—¿Quieres café? Hay un poco hecho; lo puedo calentar, ¿o hago nuevo?
Es la voz de siempre, un poco chillona, un poco inoportuna; debe creer que los
demás están sordos: habla a gritos y enfatiza con muchos ademanes. Luis la
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observa, de pie frente a él, esperando la respuesta. No entiende cómo es que
lo que en otra mujer se vería sexy, en Gabriela se ve francamente vulgar: sigue
engordando.
—¿No quieres? ¿O quieres otra cosa? Si tienes hambre te puedo preparar
algo. Hay jamón ¿Unos huevos con jamón? ¿Una torta? —insiste Gabriela.
afán de complacerlo. Responde con voz muy queda que no sabe; él no tiene
—Mejor avísame cuando esté el agua lista. Voy a leer un rato —dice Luis
No sabe si seguirlo; escucha el golpe de la puerta al cerrarse; se acerca y
trata de adivinar a Luis adentro. Él está de mal humor, claro, y ese mal humor
tiende a dirigirse contra ella; aunque ¿no es ella quien tiene motivos para
enojarse? Todavía le sorprende esa habilidad de Luis: en lugar de haberse ella
enojado, ahora está asustada; después de todo, Luis ha llegado tan sólo un
poco más tarde de lo habitual. Podría entrar y preguntarle por qué está
preferible no hablar con él; la acusaría de paranoica. Luis dice que ella se
inventa historias para estar celosa, que produce infiernos para amargarse y
dejara pensar que lo vigila, y así iba a desviar la discusión hacia terrenos al
margen de las cartas; como cuando Gabriela le hizo notar que hablaba
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demasiado tiempo por teléfono con su amiguita. Él dijo enfurecido: “¿Qué no
puedo ni siquiera tener amigas?” Gabriela se sintió amenazada y culpable: no
quería reprimirlo, pero al mismo tiempo estaba loca de celos, sin comprender
por qué le afectaba tanto una llamada telefónica, y tal vez hubiera querido
hablar precisamente de eso, como antes, cuando las pasiones eran motivo de
propusieron no caer en las mismas estupideces que caían todas las otras
parejas. Ellos iban a ser distintos: libres. Todo eso sonaba clarísimo en las
conversaciones por los pasillos de la facultad, debajo de las jacarandas o en la
aniquilado; el matrimonio termina por fastidiar cualquier intento de vida en
común; hay que buscar nuevas alternativas. Mas todo indica que ella no
puede. Además él es tan intolerante, tan irascible; si al menos le diera un poco
de tiempo para hacerse a la idea, si formulara las reglas que hay que seguir
para vivir acorde con lo que pensaban. Pero, en cambio, la descontrola, no le
Cuando pelean, ella cree inminente el derrumbe: los últimos pleitos han sido
especialmente violentos y grotescos. De día en día el ambiente se vuelve más
y más pesado en torno a ellos. Fueron primero escenas que no se sabía cómo
atrevía a hablar con Luis y temía que él le reprochara la escena.
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Se recarga contra la pared del pasillo: Luis tendrá que salir a voltear el
disco; tal vez más tarde le dé hambre y cenarán juntos como todas las noches.
Mientras tanto, deja la cafetera en la mesa del comedor y va a la recámara a
ponerse otra cosa porque hace frío. Mira, en un rincón del cuarto, un montón
de ropa sucia; hace falta llevarla a la lavandería. “Tal vez mañana.” Se quita la
tiene la piel de la cara reseca, ¿empieza a notarse mi edad en las comisuras de
los labios, en la celulitis, en el sobrepeso? Se toca las mejillas, cierra los ojos y
se toca los párpados. Es mejor ponerse el camisón de franela y encima la bata
roja, que es más gruesa. Se sienta en la cama, entre las sábanas desordenadas.
poco; pasar el cepillo de cerda cien veces sobre el cuero cabelludo, siguiendo
el consejo materno. Se demora a propósito, deja pasar todo el tiempo posible,
La puerta del estudio se abre. Luis mira a Gabriela asomar la cabeza por la
abertura:
interesa hablar. Gabriela sigue plantada allí, frente a él, en actitud inquisitiva.
—Por nada. Ya está el baño —dice ella, sale y cierra la puerta. Luis deja
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La toalla está aún húmeda; olvidó tenderla en la terraza y Gabriela
nunca se ocupa de eso. Abre la llave de la regadera: el agua corre mientras se
desnuda; el cristal del espejo se empaña: a Luis le gusta bañarse con agua muy
caliente. Ah, un lugar como éste es lo menos propicio para ser sublime, piensa
mientras observa el cielo raso: la pintura se ha desprendido, se cae a pedazos
junto con una capa de yeso pesada de humedad: hay yeso en el lavabo, en la
alfombra, en la tina. Si pudiera dejar de preocuparse por ello. Cierra los ojos,
se mete de bajo del chorro, permanece allí largo rato: le gustaría hacer un viaje
largo, solo; ausentarse por varias semanas de los horarios y las obligaciones.
ser muy divertido. pero de un viaje se regresa; se regresa a lo mismo, a casa, al
modificar eso; pero ¿cómo cambiar?, ¿qué clase de vida sería mejor? Tal vez,
los encuentros clandestinos se había vuelto un triste acuerdo de obligaciones
cuando tenía veinte años, el cabello muy largo, siempre suelto. La recuerda
desnuda, jugando en la tina, echándole agua fría; ahora nunca jugaban. ¿Cuál
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Cuando deja de correr el agua de la regadera, Gabriela toca la puerta:
—¿Sabes? —le dice—, Adriana me dijo que leyó en un libro que a los
hombres no les gusta que los vean desnudos cuando no tienen una erección.
sigue hasta la habitación donde él busca, entre el desorden de las sábanas, su
pijama.
—Oye, ¿y qué libros anda leyendo Adriana? —dice Luis. Ella se tiende
boca abajo, a través de la cama, sin dejar de observarlo cada momento. Ríe
responsabilidad sobre sus propios actos, ese puente que comunica con un
interior desconocido, con una parte de sí misma que le es ajena, donde se ha
llevar por la emoción, pero no encuentra nada: visto desde aquí, todo eso llega
furia y desesperación llegan al límite de un riguroso sentido del ridículo.
—En nada.
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Tampoco es auténtica, entonces, la forma en que se expresa
clima de intensidad sentimental con Luis que ninguno de los dos estaría
su idea de “la felicidad de una joven pareja”, aunque está lejos de creer en ella,
porque espera que la representación puntual del rito consiga crear la armonía
dilema se habría dado fatalmente, con el solo paso del tiempo. Una semana
bastó para hacerle ver que se había precipitado: en siete días el encanto estaba
roto. Ahora Luis tenía la completa seguridad de que deseaba seguir viviendo
con su esposa y, aunque existían suficientes motivos como para sospechar que
deterioro de su vida conyugal; o que su aventura extramarital nada más tenía
sentido en el seno del matrimonio; o mejor aún: que sólo podía amar a otra
mujer a partir de la presencia de Gabriela; aunque hubiera podido pensar eso,
Luis prefirió concluir que aquella larga conversación, a pesar de la crisis y la
principio.
—¿No te das cuenta de que me lastimas? —había dicho Gabriela.
—Sí, pero no puedo hacer nada para evitarlo —dijo él y, en efecto, no se
sintió capaz de una palabra, de un gesto que aliviara la tensión. Estaba junto a
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ella, muy cerca, al pie de la cama. Hubiera podido abrazarla, decir: “no te
virtud del cual la debilidad de ella lo hacía más fuerte; había una curiosidad
perversa que lo obligaba a continuar en busca de sus límites. Dijo:
Ella trató de ser irónica, quiso saber detalles; detalles que Luis no iba a
—Me imagino que ella sí te entiende, que es más bonita que yo, que coge
mejor —dijo. Se sabía haciendo comedia, quizá el peor papel de su vida, y al
preparándose desde siempre para esa noche. Luis era el espectador, el crítico
que, sin involucrarse, tenía derecho de hacer un juicio sobre su actuación.
necesitaban discutir un poco. Le pidió que la llevara fuera, a respirar, a tomar
un café. El aire frío los despejó; la luz, la música de la cafetería nocturna los
hacía sentir diferentes: nunca andaban por la calle de madrugada. Era fácil
engañarse pensándose los únicos capaces de cuestionar su vida en común, los
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frente a frente, y conversaron como buenos amigos. Posiblemente podrían
llegar a establecer una relación abierta, sin afanes posesivos, sin celos, como se
lo habían propuesto al principio. Tal vez éste era el momento de intentarlo.
tranquila.
—Creo que no me importa —dijo—. Voy a tratar de aceptarlo.
Quería hacer las paces, quería encontrar una salida conveniente para
metieron a la cama con miedo, sin saber cómo abordarse, cómo deslizar las
desconociendo el sabor que probaban. Él se descubrió fantaseando: tenía entre
cuerpo de otra, la ausente. Gabriela participaba de aquella imagen interpuesta:
la idea de que Luis se hubiera acostado con Marcela era fuente de una extraña
Gabriela comprendió que Luis enredaría el conflicto hasta el infinito con
tal de no tomar una decisión; todo indicaba que su intención era librarse de
inocente.
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—Ya te dije que voy a aceptarlo todo, que no me importa.
—No, no puedo elegir; tal vez si nos separásemos tú y yo un tiempo, qué
maleta del clóset y empezó a guardar lo que encontró más a la mano. Creía
que así iba a presionar a Luis. No sabía a dónde ir, esperaba no tener que irse.
parecerle atrayente si irse a vivir con Luis había sido, casi, una estrategia para
escapar de allí. Vivir de nuevo en la casa paterna hubiera significado confesar
el fracaso del intento que por romper con la familia había ya costado muchos
rogó su perdón, se disculpó: “perdí la cabeza, no supe lo que hacía”. Aseguró
que ella era la única, la más maravillosa de las mujeres; lloró, explicó,
prometió. Y para los padres de Gabriela, ella estaba haciendo una tormenta en
un vaso de agua; desde luego, no tenía ninguna experiencia y se había dejado
justificaba el divorcio. Sobre todo ahora que Luis había reconocido su error y
estaba dispuesto a salvar su matrimonio. La hizo sentirse halagada, cortejada,
importante.
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Pero Gabriela no había abandonado la casa de Luis por su infidelidad.
Antes de hacer su maleta calculó que sólo una actitud extremista iba a
resolver una situación extrema; y, aunque nunca descartó la posibilidad de se
estado de postración que la había alejado de todo contacto con los problemas
materiales y no sabía si comer o bañarse o salir a la calle y parecía que nunca
iba a volver a la normalidad—, se arriesgó a irse para recuperar el control: no
reglas. A pesar de que todo terminó como sólo habría podido suponerse en el
trampa en el juego de Luis, una trampa sutil que ella apenas sospechó sin
incómoda sensación de que, en esta trama, era un personaje prescindible.
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CAPÍTULO II
fraguado. En las casas vacías entra el sol de una manera distinta. En ésta, las
paredes recién cubiertas de yeso reciben las sombras de ambas amigas con
—No quería casarse —dice Gabriela, de pie en el centro de la habitación;
aunque lo dice muy quedito, el sitio vacío se llena de su voz y el eco las
sorprende, por que violenta el tono de esa conversación tan íntima, tan
esa historia suficientes veces —aunque ésta es la primera vez que Gabriela se
la plantea de esta manera— y porque no puede hacer nada para ayudar a su
amiga. Por el momento, le interesa mucho más su nueva casa que el candente
tema de los fracasos conyugales. Prefiere mirar, por la ventana sin cristales, el
encontrado este departamento tan barato, tan cerca de la universidad. Está a
punto de mudarse; sólo faltan algunos detalles, pero ya ves que los detalles
son los que tardan más. Ha comprado todos los muebles que necesita y sólo
espera que le entreguen la casa para instalarse. Lo malo es que Gabriela tiene
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la cabeza en otra parte, y no han hablado de otra cosa durante el camino,
Gabriela explicó que se habían tenido que casar para complacer a sus padres.
También ella quería casarse, pero estaba dispuesta a seguir viviendo con Luis
en unión libre, a pesar de lo que sus padres opinaran, con tal de evitarse
complicaciones. Pero había sido él quien, en un arranque de sentimentalismo,
insípida no significaría nada, más tarde Luis empezó a lamentar la pérdida de
su libertad; pensaba que era demasiado joven como para verse atado a las
perdido a todas las otras mujeres del mundo. Además, la convivencia se les
iba volviendo otra cosa: estaban descontentos, discutían mucho, por cualquier
motivo; ella se sentía hostilizada: Luis se negaba a ver a la familia de Gabriela;
según él ya había hecho demasiadas concesiones como para todavía prestarse
a esos teatritos que eran las fiestas familiares. Ella trataba de no insistir, hasta
cuando empezó a sospechar que Luis le reprochaba cualquier cosa con tal de
discutir. Para Adriana todo aquello resultaba de lo más aburrido —como una
fugaz infidelidad de Luis, la reconciliación con sus juramentos de amor eterno
y la manera en que Gabriela se enteró de que, en cuanto dejó de verla, Marcela
se había vuelto una obsesión para Luis y ahora la seguía viendo y acostándose
con ella. Le aburre la reseña detallada de sus cartas, el relato de las llamadas
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imagina revisando toda la casa, esculcando las cosas de Luis a ver si
los muebles: junto a la ventana, un sillón grande para leer; aquí la lámpara,
una repisa para poner la vajilla; aquí una mesa redonda y cuatro sillas. La
gustan los espacios reducidos, los lugares cerrados, y piensa que alguien
pequeñas que pueden ser atravesadas de cuatro o cinco pasos; para ella, la
estancia es excesiva: Adriana tardará mucho tiempo en llenarla. En realidad,
ocupado sólo en parte, y luego dispuesto, en forma convencional, con jardín
largo de varios corredores de cemento. Al fondo del jardín, el departamento
propiedad— seguramente había servido como bodega y ahora los dueños lo
tienen puerta al jardín. Después de la estancia hay una recámara con su baño
recorrer toda la casa para ir del comedor a la cocina; pero Adriana no parece
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—Es que te tienes que acostumbrar a que éste no se va a llamar “el
comedor” y esto tampoco va a ser “la cocina”; vamos a utilizar el espacio de
Consiguió alquilarlo, sin que haya importado que se trata de una mujer
sola, gracias a la recomendación de su jefa, Marta, quien vive con su familia en
una de las casitas del frente. Aunque le cuesta trabajo reconocerlo, Gabriela se
da cuenta de lo envidiable que es la situación de su amiga. Hace tiempo que
no puede evitar hacer comparaciones entre las dos formas de vida. Se conocen
desde la facultad, pero hasta hacía unos meses —tal vez desde que Gabriela se
casó— las diferencias entre las dos no se habían hecho tan visibles. Adriana ha
departamento— que la quiere mucho y le exige poco; puede dedicarse a hacer
puede mover a cualquier hora del día o de la noche por cualquier sitio, sin
ningún problema. Vive con varios de sus hermanos en un condominio que su
padre compró para que vinieran a estudiar a la capital, así es que ni siquiera
tendría que pagar renta para poder hacer lo que quisiera, pero se ha
Gabriela; alguna vez también soñó con vivir por su cuenta; también piensa
ponerse a trabajar, pues para eso estudió una carrera, y la naturalidad con que
Adriana va y viene de un lado para otro sin preocuparse por avisarle a nadie,
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le parece de lo más cómoda: Gabriela ni siquiera sabe manejar y depende del
humor de Luis cuando quiere ir en auto a alguna parte. Si se preguntaran por
viviendo con Luis, tener un hijo, seguir engordando, volverse cada día más
normal, leer cada vez menos; Luis, entretanto, la hará responsable de sus
existencia mediocre de la que nunca será capaz de salir; vivirán juntos hasta el
mudará a su departamento, vivirá sola, seguirá trabajando en la universidad,
viajará en las vacaciones; tal vez tendrá amantes, pero se negará a perder su
negativa a reflexionar sobre su propia existencia, su conformismo, su decisión
porque el futuro de Adriana ofrece posibilidades que aun Gabriela tiene que
ver: tal vez algún día se case, pero puede también decidir tener un hijo y
seguir soltera, así como puede cambiar de trabajo y elegir entre múltiples
opciones; en cambio, el futuro de Gabriela parece que ya se ha escrito.
junto a la ventana, buscando un paréntesis donde introducir de nuevo su tema
de conversación en la euforia de Adriana. Adriana la ve allí, afligida, y siente
una extraña simpatía por ella, un aprecio que la obliga a escuchar sus quejas,
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sabiendo de antemano que hablar de sus problemas no le sirve a Gabriela
siempre; se imagina lo que debe de haber sucedido a su padre o al mío cuando
decidieron quedarse con su mujer: como que llega el momento en que los
hombres se enteran de que no pueden seguir buscando y se conforman con la
mujer que les tocó en suerte, y entonces se apaciguan y se resignan.
—No lo dijo así precisamente; lo dijo en son de paz y como para que yo
ya me tranquilizara. Pero eso era lo que quería decir, creo. Yo no le dije nada.
Me sentí mal. No lo había entendido bien, hasta ahora, pero me sentí mal. No
entre Luis y Gabriela si llevan apenas un año de casados, y le enoja ver a su
imaginables sin oponerse; supone que esa actitud es el motivo principal de la
prepotencia de Luis; si no fuera demasiado violento, le haría saber a Gabriela
perdonar a Luis tan fácilmente y al regresar con él tan pronto. Está segura de
que ella nunca hubiera hecho algo parecido: si Gabriela no hubiera sido tan
crueldad, una prueba de que Gabriela no era un juguete con el cual se juega
un rato y luego se desecha ante la posibilidad de obtener una muñeca nueva,
para recogerlo después como si nada y encontrarlo dispuesto, esperando a su
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dueño. Pero si no era ella quien le hiciera comprender eso, él nunca
siente a menudo traicionada por su propia debilidad, Adriana desconoce una
por un intenso afecto, por la convicción de que ella era “la mujer de su vida”,
por un miedo atroz a perderla; y en ese momento, no era un niño caprichoso,
sino que estaba viviendo la contradicción de necesitar como nunca a Gabriela
y de saber al mismo tiempo que, sin embargo, su pasión por ella amainaría
otra vez, irremediablemente, hasta convertirse en esa mezcla de costumbre y
cansancio en la cual terminan por vivir la mayoría de las parejas. Al buscar a
ella: eso había sido suficiente para Gabriela, quien ahora se pregunta si de
veras alguna vez se habían querido tanto, pero entonces no quiso desperdiciar
la oportunidad de entregarse, sin reservas, a la única emoción a propósito de
Adriana tiende a considerar las relaciones de la pareja como una serie de
trampas en la cual es mucho más fácil que caigan las mujeres; sólo las mujeres
se toman en serio el matrimonio y la fidelidad; sólo ellas pretenden establecer
resulta atractivo de ninguna manera, y se siente impulsada a rebelarse contra
todo esto sin ver, por el momento, nada tan claro como la urgencia de
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recuperar la dignidad. Su vida ha estado señalada por la presencia de mujeres
que no estuviera intermediada por sus hijos o sus esposos. Le horroriza la sola
irritan sus amigas, siempre dispuestas a ceder sus espacios vitales con tal de
garantizar la comodidad —física y mental— de sus compañeros. No logra ver
matices: le parecen lo mismo todas las parejas —las jóvenes, las ancianas, las
mundo se le revela como un sitio de espantosa crueldad.
circunstancial; pero si seguían frecuentándose después de haber terminado la
aceptaban sin discutir; en el fondo había cierta admiración mutua, un enorme
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respeto entre las dos; tal vez porque cada una encontraba en la otra la misma
incertidumbre, las mismas dudas, los mismos conflictos que temía ser incapaz
de resolver. Pero ahora, Adriana empieza a tener muy claro que Gabriela se ha
equivocado: se está acercando cada vez más al tipo de mujer que ambas
aprendieron a despreciar juntas y eso le resulta incomprensible: ¿cómo no se
da cuenta? Para Adriana no hay matrimonio que valga tanto como para
renunciar a la dignidad —ni siquiera a la comodidad. Y además, el de Gabriela
es tan vulgar, tan aburrido: hay más inercia que fatalidad en sus problemas;
pero ella no encuentra otra que el extraordinario egoísmo de Luis combinado
con la extraordinaria apatía de su esposa. Los conocía desde que andaban de
novios en la facultad, desde que se escapaban de clases para ir a descubrir la
acompañaba a su casa, todavía hablaban media hora por teléfono antes de irse
alguna mañana haciendo el amor en el departamento en que vivía Luis con su
madre viuda; el temor de un embarazo y la necesidad de que a Gabriela sus
padres le dieran un poquito más de libertad para llegar tarde, para ir con Luis
de vacaciones y para disponer un poquito más ampliamente de su cuerpo y de
su vida. Los vio planear cuidadosamente la forma en que se irían a vivir juntos
para superar la represión familiar. Él consiguió un empleo en cuanto tuvo su
carta de pasante; pero Gabriela debía aún muchas materias y tuvo que seguir
yendo a la escuela. Cuando murió la madre de Luis, le heredó el condominio y
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una importante cantidad de dinero; con esa muerte, Luis cayó en una
profunda crisis que creyó solucionar viajando. Pronto le planteó a Gabriela la
después de un año de vivir en la misma casa, quedaba muy poco de lo que se
—¿Por qué no lo mandas a la chingada? —dice Adriana y se levanta. Gabriela
Anochece: todavía no han puesto la luz eléctrica: dentro de algunos minutos
enfrentándola, esperando una respuesta. Gabriela se repite la pregunta en un
murmullo: “¿Por qué no lo mando a la chingada?” Y no puede con testar que
tiene miedo de quedarse sola, que le horroriza la idea de divorciarse, que no
ahora ha surgido otra interrogante: ¿por qué necesita un hombre, por qué
depende de él, por qué no puede darle sentido a su vida ella sola? De alguna
manera, Gabriela goza con su papel de víctima. Su pasividad es su fuerza: su
obligado a depender de su debilidad, de su incondicional asentimiento. Pero
humillada, que su matrimonio se está destruyendo. Y ella se había imaginado
una vida distinta. Le parece absurdo encontrarse aquí hablando de esto con
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Adriana que sigue mirándola. Para las dos es evidente que Gabriela está en
Adriana, en un tono grave, pausadamente, como si no fuera ella quien estaba
—No tengo trabajo ni casa. No regresaría a vivir con mi familia. Además,
no sé si me atrevería a enfrentarme con mis padres. Me da miedo vivir sola.
Creo que ya me acostumbré a Luis, o tal vez no a Luis; creo que me costaría
entiendo cómo le haces tú. Yo creo que no podría. Creí que iba a vivir con Luis
para siempre.
permitiera continuar igual, que compusiera las cosas aunque no fuera sino un
poquito, pero que las dejara en su lugar. Hubiera querido escuchar una
fórmula mágica para recuperar su confianza en la relación con Luis.
tarea de tomar decisiones. Ya no se valía quejarse de las torpezas de Luis en
sus pláticas con Adriana; tal vez por eso empezó a tomar forma, desde
entonces, una amistad mucho menos simple entre las dos; un compromiso
tácito que las obligaba a discutir mucho más seriamente sobre cuestiones
verla como una necesidad cuando antes le hubiera parecido que sólo obligada
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por las circunstancias aceptaría tener que vivir sola. Ahora buscaba
hablar con el dueño o simplemente a visitar el departamento que progresaba
formulando planes para que Gabriela se fuera a vivir por su cuenta. Los
obstáculos más visibles eran los materiales, pero no creían difícil que
encontrara pronto un buen empleo; y cada una por su lado buscaba —sin
Gabriela pasó una temporada con tan buen humor que hasta Luis lo
notó, pero no hizo ningún comentario; ni ella misma hubiera podido decir
cuánto se creía de toda aquella historia, y sin embargo, el solo hecho de hablar
de eso, imaginar tan sólo un cambio tan radical en su vida era ya comenzar a
cambiar. Si estaba de tan buen humor era, en parte, porque se le ofrecía una
limpia y honrosa posibilidad de revancha. Pero la modificación que sufriría la
Mas el entusiasmo de Gabriela requería de un ininterrumpido alimento;
había comenzado a tejer su plan de escape casi por ganarse la aprobación de
Adriana. Cuando ella se ocupaba de su trabajo más que de sus planes, caía en
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inventado. Se impuso la obligación de leer todos los días, para no dejarse abatir
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CAPÍTULO III
evidente su gusto afectado por el rock and roll, por la moda, por las palabras
cálculo en la descarada afirmación de su descuido. Ahora descubría que a Mar
cela no le interesaba vestirse bien, que no le preocupaba una manga del suéter
rota por el codo, los zapatos sucios, los colores mal combinados: eso estaba en
segundo plano.
—Cómo puedes preocuparte por eso. ¡Desde cuándo ya no se vale nada
de eso!
forma de ser, ingenuamente —incapacidad para perseverar en la disciplina de
vestirse, del maquillaje, del peinado. Marcela no conocía la constancia. A veces
se dedicaba toda una tarde a la depilación y al barniz de las uñas, a la pistola
de aire y al cepillo redondo. Luego volvía a ser la misma, sin ocuparse de que
la ropa hiciese algo diferente de caerle encima, a pesar de que hubiera querido
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También le atrajo el encanto de la improvisación: nunca respetar un horario,
Una tarde apetecía ir al cine, la siguiente miraba sin parar la televisión,
una novela cuyo interés declinaba antes de haber llegado siquiera a la mitad.
Quería aprender algo constantemente: hoy era indispensable tocar la guitarra,
mañana tenía que pintar al óleo, ayer había sido la mecanografía o un idioma.
Ningún entusiasmo duraba lo suficiente como para completar un aprendizaje.
Ese caos era atractivo; sin embargo, Luis empezaba a desconfiar de las
reía absolutamente divertida ante la inconformidad de Luis con la sugerencia
desafinado que le sonó a Luis como aullidos, golpes y botellas rotas. Marcela
—¿Lo ves? Tienes oídos de papá —dijo Marcela burlonamente y trató de
—Tengo otro, uno que sí te va a gustar. Uno para gente fresa, para
viejitos.
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Luis volvió a arrancar y dejó a Marcela manipular el aparato. Ella puso el
otro caset, que era igual de ruidoso que el primero, pero esta vez dejó el
—Es que eres mucho mayor que yo, ¿no? ¿Cuántos años tienes?
—Sin embargo, me simpatizas, a pesar de lo miserable que eres.
Tal vez empezaba a pasarse de la raya. Ella misma lo notó en la actitud
serena de Luis. Quería hacerlo reír. O ponerlo a discutir, como otras veces.
—No.
—¿No te dejan? ¡No te dejan ir conmigo a una fiesta!
nunca. Porque no hay forma de hacerte salir. Porque te emborrachas; porque
estoy casada con ninguno. Eso es algo que no toda la gente puede decir,
vida privada.
presenciarla.
—Yo, en cambio, si me tengo que enterar de la vida y los milagros de tu
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ella y no me vas a poder ver, que si es una histérica, que si ya no está tan
histérica...
—Estás celosa.
cortina polvorienta de hotel de paso. La miró sentada ahí, con las piernas
cruzadas; miró la piel delicada de sus muslos y las pequeñas uñas de sus pies.
pensado que sería más inteligente, que entendería lo que él había tratado de
explicarle durante largas pláticas en las que ella escuchaba y asentía: sí, la
entre personas civilizadas. Pero, al parecer, todas las mujeres requerían del
independiente, reclamaba lo que había vivido antes, como si se hubiera vuelto
obligatorio para siempre: “antes me llamabas por teléfono todos los días,
comer mucho más seguido, antes, antes”. Luis no se atrevió a comentar que
antes todo había sido diferente; algo se estaba perdiendo, tal vez la emoción
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convirtiendo en otras ataduras. Porque las exigencias del mundo de afuera
hombros descubiertos.
—Siento que ya no me quieres —dijo ella. Había dejado de llorar y no se
Luis pensó: “entonces no sé qué hacemos juntos”; ese abrazo era una
señal más de la indiferencia con que escuchaba las quejas de Marcela. Negó
sistemáticamente, a pesar de que todo lo que ella decía era cierto y volvió a
sorprenderle la inefable clarividencia de las mujeres. Negó por incertidumbre
—Habíamos dicho que ya no íbamos a hablar de eso —dijo.
—Tú eres el que no quiere hablar de esto. Yo todavía no he terminado de
Él le acarició el cabello con la mayor ternura que pudo y creyó sentir un
—Creo que no me amas a mí, sino que amas algo a través de mí —dijo
ella.
—Te voy a decir una cosa que no he leído en ninguna parte: la elegiste a
Era una idea que él nunca hubiera pensado con tanta crudeza; pero era
otra vez cierto. Lo cual, en lugar de conmoverlo le hizo volverse hacia la ropa
puesta sobre una silla, hacia el espejo. Se levantó para iniciar el ritual de la
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partida; ahí estaban esas prendas femeninas tan blancas; las tomó para
dárselas. Ella se las puso mientras él la miraba vestirse.
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CAPÍTULO IV
La oficina es muy amplia, con un ventanal de pared a pared a través de la cual
pueden verse, desde esta altura de sexto piso, las copas de los árboles y la
de dos en dos, unos enfrente de los otros, que hacen mínimo el espacio para
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rápidamente; de ahora en adelante tendrá que levantarse temprano todos los
ahora es que nadie le haya explicado en qué consiste exactamente su trabajo y
por qué es necesario todo ese personal para realizarlo: ella, como jefa; una
asistente, una secretaria y una mecanógrafa bajo sus inexpertas órdenes, y un
dicho cómo resolver su primer encuentro con el trabajo, pero la circunstancia
de ser egresada de la universidad y su supuesto título —puesto que no se ha
recibido aún, pero aquí fungirá con el título de licenciada— le han permitido
por temor de que su desconocimiento sea visible, una confesión involuntaria
encargado de su trabajo a lo largo de los meses que su puesto estuvo vacante;
venir a hacer ella ahora? Por lo pronto, sólo le queda inclinar la cabeza
la expresión de los rostros de estas tres mujeres le atemoriza; las tres parecen
mayores que ella y sospecha que tampoco les es simpática: tiene la sensación
escuela.
—Bueno, ahora que ya se conocen, las dejo. Almita, por favor entréguele
el archivo a la licenciada y póngala al tanto del funcionamiento de esta sección
puerta y la deja sola, debajo de esas tres miradas, con su falso título, su
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inseguridad, el extraño malestar de no poder acordarse de los tres nombres
que acaba de escuchar, sin saber cómo enfrentarse a ese instante interminable;
reloj que le parece detenido; todavía faltan cinco horas para su salida y no se
imagina cómo las llenará; se acerca a su sillón y se sienta.
Las primeras semanas transcurrieron para Gabriela en el aburrimiento. Pronto
supo de las actividades que habían de sustituir aquello con lo que identificaba
experta en el manejo de papelería, en la redacción de cartas y memoranda, en
el lenguaje de los acuerdos y los informes. Poco a poco se fue acostumbrando
a interrumpir el peso de las horas con café y galletas y a ver los días hábiles
como intermedios entre un fin de semana y el siguiente. Se sentía afortunada
porque salía a las cuatro de la tarde, lo cual significaba que le quedaría tiempo
todas las tardes, como para empezar a trabajar en su tesis o ir al cine o leer o
familiarizaba con una forma de vida que siempre había visto desde afuera; y
primer sueldo; desde entonces sobrevivió las quincenas en función de los días
de pago: nunca había ganado tanto dinero ella sola. Su salario le producía una
gran satisfacción; era más alto que el de Luis y esto, que a ella
—aparentemente— no le interesaba de manera vital, comenzó a convertirse en
un problema inquietante para él. Para ella, el interés se había concentrado en
las modificaciones que su empleo traía a su vida y, aunque no quería darles
42
importancia, en la relación que empezaba a sostener con las mujeres que
había sido iniciada en la pequeña asociación de las otras empleadas, en poco
enterado de sus manías y de sus historias. Al menos no eran burócratas de las
que guardan una torta en el escritorio ni de las que se pasan el día tejiendo, y
aparentaban apreciar que Gabriela insistiera en ser tuteada. En eso procuraba
ser radical: nunca oponía grandes distancias entre las empleadas y la jefa,
nunca daba órdenes en forma autoritaria, nunca confundía el trabajo de una
secretaria con el de una sirvienta y ella misma se preparaba y se servía el café;
debilidad, por incapacidad para mandar; en parte porque no se podía tomar
en serio, si era honesta, su papel de jefa; y en parte por que así era más
divertido.
virtud de la rivalidad que se había generado entre todos y cada uno de los
éstos a su vez aborrecían a todos los demás, como era la regla; era una
competencia en la que había que participar y Gabriela se sumergió fácilmente
ineficiencia, la estupidez y la mala educación de los empleados que laboraban
fuera de sus dominios. Así empezó a platicar con ellas, pero los chismes
acerca de cómo se vestían de ridículas las muchachas de la biblioteca, o de lo
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subdirección, se fueron transformando en informes acerca de la vida privada
penetrar el mundo que los rostros y los nombres dejan cerrado.
Sin embargo, le parecía una violencia que la obligaran a vivir durante ocho
horas seguidas y cinco días a la semana con gente a la que no quería ni había
elegido. Si se ponía a hacer cuentas, resultaba que compartía con ellas el aire,
el espacio y la conversación durante más tiempo del que pasaba despierta con
Luis. Era violenta la relación que se establecía con la mínima oficina y los
enormes escritorios porque había muy poca libertad para moverse, para
movía a una velocidad inadecuada para los interiores; sin darse cuenta, daba
largos pasos y a veces corría por los pasillos y bajaba saltando las escaleras.
Quienes la veían —a veces con franca reprobación, pero a veces con intensa
durante tanto tiempo. A veces no había mucho qué hacer; entonces trataba de
leer algún libro o de redactar sus inevitablemente fallidos intentos poco serios
como si la vida se les repitiera siempre idéntica: ayer, anoche, la otra tarde, el
inesperadas; ahora era que conocían a un muchacho; más tarde iban a contar
cómo se tardaba en pedir que se casaran con él, o cómo ese muchacho decidía
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casarse con otra mujer y las dejaba esperando. Gabriela las miraba
desconcertada, sorprendida de que hubiera aún mujeres para quienes el único
donde vivir; para ellas el trabajo era sólo un episodio, un intermedio, una
Ahora, ella miraba el trabajo de una manera diferente: como una forma de
realización, como una posibilidad de ser independiente, de decidir por cuenta
propia sobre su propia vida; y lo pensaba como una necesidad, como una
forma de ser que habría de marcarla para siempre. Había decidido seguir
trabajando durante toda su vida; ya no podría nadie convencerla de abandonar
la autosuficiencia: de esta manera se sentía libre, capaz de enfrentarse al mundo
con toda seguridad; sobre todo, se sentía segura. Podía hacer exactamente lo
que se le antojara sin tener que pedirle permiso a nadie. Ahora podía decidir
estaba su casa, en los kilos de polvo que había que aspirar, en las miles de cosas
sentirse importante. Pensaba establecer con Luis un acuerdo: mientras vivieran
juntos, mientras ella estuviera trabajando más tiempo que él, él tendría que
echarle una mano en la casa. Finalmente, ella estaba ganando más que él.
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CAPÍTULO V
Carlos lleva más de dos horas esperando, sentado en el rellano de la escalera;
saca de su mochila una libreta de pastas rojas (no obstante haber comprobado
ya varias veces que no se ha equivocado) y verifica de nuevo la dirección que
casa, cuando su primo lo invitó a pasar unas vacaciones en la ciudad. Piensa
consideró que era mucho más fácil explicarles todo personalmente. Con
seguridad se alegrarán de verlo, sobre todo Luis; cuenta con él como con su
Había salido en el autobús de las doce, sin despedirse de nadie, después
de acomodar en su mochila de lona sus tres mejores camisas, dos pantalones
comenzar una nueva vida. No volverá nunca más a su casa: la pelea de anoche
con su padre lo ha decidido todo, y en especial, la absoluta falta de apoyo de
su madre; habían discutido otra vez acerca de su decisión de estudiar teatro y
su padre le dijo a gritos que no estaba dispuesto a mantener a ningún maricón
en su casa, y que si no quería terminar su carrera de leyes, ya podía irse yendo
46
de allí. Carlos se lo tomó al pie de la letra; casi no durmió y al levantarse
sobrevivir por cuatro o cinco días; el dinero no le preocupaba: llegaría a casa
de Luis y él sí comprende sus inquietudes, es más: había sido precisamente él
buena escuela de teatro y se olvidará para siempre de las leyes. Es la primera
vez en su vida que podrá hacer lo que realmente desea; está a punto de dejar
de ser el primo provinciano, sometido y dependiente que Luis tanto desprecia.
Además se imagina la cara de su mamá cuando encuentre la breve carta
Madre:
Mejor olvídense de mí porque ya nunca más me volverán
a ver. Ni me busquen porque ya soy mayor de edad. Que
Carlos
ambos a tiempo, pero ya no podrán hacer nada para remediarlo. ¿Se habrán
dado cuenta ya de su ausencia? Ojalá estén preocupados. Tal vez algún día,
cuando haya triunfado y ellos deban lamentar sus graves errores, tal vez
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entonces se dignará a verlos. Pero lo mejor de todo es haber abandonado su
trabajo.
Ese miserable empleo —ideal para estudiantes de derecho, pues les deja
tiempo para ir a la escuela por las tardes— que le había conseguido su tía
burócrata en el juzgado. Y pensar que casi se había conformado con esa vida
que concluiría, sin duda, en aquella misma oficina polvorienta, entre actas y
desde el primer semestre supo que nunca terminaría la carrera; que podía
pasársela aparentando que estudiaba mientras su padre no se enterara de su
total fracaso en el intento de aprender códigos de memoria.
Empezó a conectarse con el grupo de teatro porque quería ligarse a una
llamaba la atención ni el teatro ni la actuación, pero al poco tiempo ya andaba
maestro joven y animoso, aunque sin trabajo por el momento, quería poner en
ensayos, Carlos descubrió su verdadera vocación: se haría actor. Los primeros
mímica, imitaba la voz impostada de su profesor, hacía gestos y daba grandes
gritos con todos los demás; nunca se hubiera sospechado capaz de tanta
disciplina y resistencia. Pronto olvidó por completo el derecho y se dedicó en
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cuerpo y alma al baile y al canto, a la expresión corporal, a la dicción, a los
movimientos escénicos. Se sentía en su elemento, como si hubiese nacido para
actuar, como si en él fuera espontáneo lo que para otros era el resultado de un
gran esfuerzo; y cuando se trató de repartir los papeles para la pastorela —el
maestro decía auto sacramental—, Carlos pidió y rogó e insistió tanto que
terminaron cediéndole el papel que más deseaba su talento: el del diablo. En
su casa no tardaron en enterarse de que se traía algo muy raro entre manos,
acabose fue cuando le pidió a Patricia, una de sus hermanas, que le ayudara a
punta y un gorrito con dos cuernos de papel de estaño, pues el grupo no tenía
cuenta. Su padre montó en cólera y hubo de convencerlo de que el teatro no
era para él sino un pasa tiempo inofensivo, no sin antes haber intentado
final consintió en que su hijo representara su parte en la pastorela porque se
distracción menos nociva que el alcoholismo; pero quiso dejar muy claro que
Carlos se llevaba muy bien con Luis, a pesar de ser siete años menor que él. Le
había enviado una carta para invitarlo al triunfal estreno de la obra donde
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paterna. Luis respondió pronto, emocionado; le envió una carta en la cual
acababa de leer las Cartas a un joven poeta, afirmaba que Carlos había sido un
sin importarle lo que los demás opinaran, y que se preguntara una noche si
podría seguir viviendo sin hacer teatro; si la respuesta era sí, eso quería decir
que para él el teatro no significaba gran cosa; pero si la respuesta era no,
de su vocación teatral. Sin embargo, no le sorprendió que Luis, después de ver
la pastorela, prefiriera no hacer demasiados comentarios acerca de su futuro.
Lo cierto es que la obra era bastante mala; su autor diría que el inculto público
sus valiosas aportaciones al teatro, pero los únicos momentos divertidos del
larguísimo único acto habían sido aquellos en que alguna actriz perdía pie, o
cosa; Carlos le había escrito entusiasmado que, después de arduos trámites, el
grupo había conseguido un local de la universidad para poner la pastorela; lo
que habían conseguido era que les prestaran por una noche el patio de una
vieja casona en reparación, donde tuvieron que improvisar unas gradas para
50
darle cierto aspecto de teatro al lugar. El escenario era un espacio
indeterminado aun para el propio director, no tenían suficientes luces, había
ruido, el vestuario era irregular y endeble; pero el público —los parientes más
camerino con la cara todavía enrojecida por el maquillaje; radiante. Luis se vio
Gabriela sube las escaleras y busca, al mismo tiempo, su llavero; siempre se le
—Pero ¿qué haces aquí? Nos debiste avistar, hubiéramos ido por ti a la
hecha un asco, un tiradero —dice mientras recoge un suéter y una chamarra
del sofá—. Pero trae tus cosas; ¿te vas a quedar hoy aquí? —continúa
diciendo. Carlos la sigue hasta la habitación que había sido de Luis cuando su
derrocha actividad sin parar de hacer preguntas—: ¿Y a qué horas llegaste? ¿Y
cómo están todos allá? ¿Y sigues con lo del teatro? ¿Y estás ahorita de
vacaciones?
Carlos se contenta con emitir monosílabos y la ve sacar del clóset un par
51
encender la lámpara de la sala y sentarse al fin. Él se sienta junto a ella;
debería preguntarle dónde está Luis, o explicarle de una vez todo, pero se
—Luis no debe tardar —dice ella, que tampoco sabe cómo sostener una
plática con Carlos—. En realidad, no lo he visto en todo el día porque de mi
trabajo me fui a comer con unas amigas y apenas vengo llegando.
prefiere ser él mismo el que les dé la noticia de su escapatoria. Al poco rato,
acerca de lo imposible que está el tráfico en la ciudad, se agotan los posibles
tiene nada que decirle al otro; Gabriela está cansada, quiere irse a la cama,
pero la presencia de Carlos la invade; siente cierta simpatía por él, pero no lo
primo, pero no le terminaba de gustar esta llegada imprevista ni la obligada
52
explicación, la había estado pensando durante el rato en que se había quedado
solo. Luis lo escuchó pacientemente recitar, en su mejor estilo, un discurso que
lugar dónde vivir —cualquier cuarto de azotea sería suficiente para él— y su
inscripción en una buena escuela de teatro. Si la argumentación de Carlos tuvo
algunas ideas de las que él le había metido en la cabeza: como aquella sobre la
había cansado aún de adoptar su papel de primo mayor y de autoridad en la
menor sabía la lección como nadie: aseguró estar a punto de enloquecer entre
dieciocho años y no podía comprender el afán de ascenso social de su madre,
sus deseos de alternar con las familias bien, su necesidad de gastar en trapos
lo que no ganaba su marido, su desesperación al reconocerse insignificante; ni
menos; ni su convencionalismo siempre predecible ni su chata idea de la vida.
porvenir que le esperaba ahí era el de convertirse en un pobre hombre, igual
53
Al llegar a este punto, Luis prefirió posponer la discusión para el día
siguiente:
—Ahora vamos a dormir, porque mañana yo trabajo —dijo. A pesar de
enredo, de la obligación que, de antemano, se le había impuesto de ayudar a
54
CAPÍTULO VI
Adriana levanta la cabeza, mira por tercera vez en esta mañana la acusadora
carátula del reloj y decide no ir a trabajar. Disfruta todavía un rato más de su
pereza, antes de abandonar la cama para ir descalza a la cocina a servirse una
taza de café. Sobre la mesa del comedor quedan los restos del desayuno de sus
reiterada certeza de que no se puede contar con ellos para nada.
¿Cómo será vivir sola? Bebe su café lentamente, mientras se deja invadir
por el desgano con que suelen empezar la mayoría de sus mañanas desde
hace unos meses. Repasa mentalmente lo que tiene que hacer hoy: ir al súper,
checar de pasada el precio de un refrigerador —el más pequeño que
dicho departamento, que se supone deberá estar listo para fin de mes, pero
rechazo de la idea de tomar un baño. Adriana deja la taza sobre la mesa y se
55
recuesta en el sofá, donde manosea un libro, pero tampoco tiene ánimos para
leer. Lleva meses enfrascada en una investigación cuyo interés al principio era
muy claro para ella, pero que ahora se ha vuelto una tarea de donde obtiene
Antes era un plan perfecto: con ese trabajo justificaba su tiempo completo
como ayudante de investigador y a la vez recopilaba la información que luego
investigador de tiempo completo en cuanto se titulara. Había calculado que en
escribir, y la conclusión del texto le parece cada día más improbable. Ahora no
sólo no encuentra la forma de zafarse de la labor que se autoimpuso, sino que
título y la independencia económica. De pronto se pregunta por su prisa, por
su urgencia de vivir sola. En realidad no sabe de qué se está independizando:
en pugna con sus padres desde los catorce años. Hace más de cuatro que vive
en la capital. Por lo tanto, hace cuatro años que no tiene que rendir cuentas a
nadie acerca de lo que hace, ni que pedir permiso ni que regresar antes de las
56
Entonces, ¿por qué apresurarse en poner un departamento en vez de
preocuparse por instalar un teléfono? Tal vez por pura inercia. Por inercia ha
por inercia sigue yendo todos los días a la universidad y finge que trabaja; por
inercia, puesto que ya ninguno de los motivos que antes la animaban consigue
convencerla: ni la seguridad de una plaza de tiempo completo, ni la indolencia
incapacidades domésticas— ni sus ideas de emancipación y su feminismo ni el
soledad; y cierta nostalgia por la casa de su infancia, por esa calidez llena de
aromas que la remiten a una niñez transcurrida entre un montón de hermanos
corriendo por los baldíos, trepada en los árboles. Nunca regresará, pero no
deja de añorar su infancia, ese peculiar estigma que aún la hace objeto de la
malevolencia de los capitalinos. Para integrarse a su grupo en la escuela había
tenido que prescindir de una parte —la más familiar— de su vocabulario, y en
cambio había aprendido en poco tiempo a pronunciar Visconti y Pink Floyd,
Herman Hesse y Grotowsky; sabía que hablar de surrealismo era, en su caso,
autores jóvenes de novela nacional eran para ella un misterio. Pero actuaba
una conversación se arma con noticias del periódico, qué películas has visto,
57
plástica se refiere y ahora están dando en la universidad los mismos talleres
Era una lástima no conocer todavía a nadie que hubiese leído lo mismo
baratas. Era una lástima que no se hablara de las andanzas de Athos, Porthos y
pasados de moda. Era una lástima que nadie conociera a Perrault y a los
hermanos Grimm más que en versiones de Disney y que el Siglo de Oro fuera
despreciable.
Así, hablaba poco —casi nada— de lo que había leído, y mucho, todo el
hacían como ella: se contentaba con pertenecer; y con desconcertarse cuando
Sin embargo, la escuela la había enriquecido. Antes no había ni siquiera
oído hablar de Thomas Mann o de Salinger, de los hermanos Marx o de Orson
Welles, y ahora se la pasaba leyendo novelas o en el cine club. Su iniciación al
aunque fuera a costa de las clases, en el espectáculo del siglo xx. Era preferible
—pues fácilmente se enteró de la manera en que se podía ir bien en la escuela
sin necesidad de asistir siempre y puntualmente; se felicitó por haber elegido,
58
tenía muy presente el 68 y se cuestionaba en las mis mas aulas la posición del
maestro ante la pasividad de los alumnos, la validez de unos programas que
actos humanos y todo lo demás— se dedicó, como decíamos, a leer novelas y
Se dirigió al teléfono y sin pensarlo demasiado marcó el número del trabajo de
Gabriela. No sabía a ciencia cierta por qué eran amigas; una serie de
accidentes, sin duda; pero también cierta común vocación por el aislamiento o
algo qué decirse. Luego habían empezado a verse muy seguido, a salir juntas,
a conversar largamente, sobre todo desde que habían planteado, aunque fuera
Lo que más le gusta de Gabriela es su visible incapacidad para el trabajo
doméstico: por más que se esfuerza en conservar el orden y en ofrecer cierta
apariencia de limpieza, su casa está hecha un verdadero desastre; ella hace lo
posible por imaginar que todo marcha bien porque a veces se mata limpiando,
pero no consigue nada: en el clóset nunca cabe la ropa, en la sala siempre hay
demasiada importancia, y además le gusta cocinar, su casa tiene un ambiente
está. Por eso le gusta que Gabriela la invite a comer.
magia: es un juego, un juego excitante. Una oportunidad de platicar con Silvia
59
acerca de lo que a las dos amigas les preocupa: bruja, maga, hechicera,
entrégame un encantamiento. Dinos bruja por qué las relaciones entre los
sexos no se limitan a ser simplemente relaciones sexuales. Por qué duele. Por
volar. Quiero un manto que me vuelva invisible. Pero el lenguaje de las cartas
respondía a preguntas inmediatas: cuál es la edad, la edad de casarse, la edad
del adulterio, la edad de retener, de sostener, la edad de la preñez, la edad del
divorcio. Por qué algunas mujeres pueden hacer sufrir a los hombres y otras
solamente lloramos por su causa. Nunca creerían en las predicciones. Ambas
bonita, excepto que las divertiría mucho esa tarde, doncella, cuando Gabriela
—Vamos a casa de Silvia —dijo—. Me prometió que nos leería las cartas.
pronósticos vanos acerca de la vida en el remoto, mediato y cercano futuro.
—Ah, ya sé —contestó Adriana—: has de conocer a un hombre sensato,
Silvia era una mujer en la década de los cuarenta y veía el ejercicio de la
Pero nunca lo proponía como algo serio. Había aprendido el valor de los
60
colores y las figuras gracias al apego que una criada había sentido por ella en
dónde terminaban. La nana era gorda, morena, el cabello anudado en listones
siempre de su casa, encontró una caja de zapatos donde había guardado los
secretos y tesoros de sus ocho años; allí había un mazo de cartas, anotado con
veinte años. Ahora vivía con sus cuatro hijos en un departamento modesto,
igualmente destructivo.
acuerdas?
—Sí, la que creció en un latifundio, la que se divorció, la que tiene cuatro
hijos.
—¿La que llama por teléfono a su casa tres o cuatro veces cada día, para
—Exactamente.
61
Racionalista. No puedes creer en la magia. No crees en premoniciones ni
—No me han leído nunca nada. Ni las cartas ni la mano ni el agua ni el
café. Ni el horóscopo ni el biorritmo. Soy perfectamente virgen en ese aspecto.
Y si no crees que haya algo mejor que hacer, vayamos a que nos lean las
cartas.
La casa de Silvia era un apartamiento muy amplio, con ventanas hacia la
calle, cuarto piso. A Gabriela se le antojaba que fuera un lugar lleno de labores
Algunas personas saben cómo hacer para que las cosas confluyan, para que
disfrutar: cada color, cada mueble, cada pequeño detalle, cada objeto,
—Ella es Adriana, mi amiga. Ya te he contado de ella —dijo Gabriela al
—Sí, ya me acuerdo —dijo Silvia y se instalaron las tres en la sala.
ampliamente desde que había escuchado su presentación—, ¿y qué es lo que
—Que eres su mejor amiga, que eres muy inteligente —dijo Silvia con
seriedad.
62
Silvia sugirió café, té, galletas, ir a la mesa del comedor para estar más
cómodas. El comedor estaba arrinconado en un ángulo de la estancia, junto a
la ventana: una mesa redonda que se veía muy grande porque apenas dejaba
espacio entre las sillas y la pared. Al fondo, un mueble de madera, sin vitrina;
al centro de la mesa, un florero con un ramo de claveles frescos. Silvia instaló
a las dos amigas ante la mesa y fue a la cocina a preparar el café. Adriana
—¿Los conoces?
Niña bonita doncella casada. Silvia apareció con una charola donde
humeaba una cafetera; la puso sobre la mesa y sirvió tres tazas. Luego dijo en
—No, mamá; tengo que estudiar —dijo una voz desde alguna de las
recámaras.
universidad.
motivo de la visita. Al fin Silvia buscó en uno de los cajones de la cómoda y
sacó de ahí una cajita del tamaño de una cajetilla de cigarros.
63
Era una baraja española, niña bonita doncella casada, muy maltratada y
enamorada vieja apachurrada, habían hecho anotaciones en tinta con una letra
muy pequeña, casi ilegible. Niña bonita, doncella, casada, viuda enamorada,
viejita aplastada.
—¿Y tú sí crees en esto verdaderamente? —preguntó Adriana que ya no
—No hace falta creer —dijo Silvia y puso las barajas sobre la mesa—.
—Yo no creo, no creo nada de eso, nada en absoluto —dijo Adriana.
—No hace falta creer, es como un juego. Pero necesitamos creer —dijo
Silvia.
—Creer en que se puede leer, porque eso significa que hay un orden, que
hay un sentido. Creer que ese sentido se puede adivinar, prevenir, esperar.
dejaran una pregunta sin contestar—. ¿Qué ves en las cartas?
destino? A veces las cartas dicen la fortuna, a veces dicen las separaciones. A
veces dicen la muerte. Eso es lo único que no le digo nunca a nadie: “aquí dice
que te vas a morir”. La muerte siempre da miedo, hasta en las cartas.
64
Pero Silvia, si tú eres una mujer inteligente, culta, autosuficiente; si
Gabriela—. Así ves, Adriana, si te gusta, si vale la pena tomárselo tan a pecho.
—Entonces, Adriana, te tienes que ir al sofá. Allí hay algunas revistas.
Adriana tuvo un gesto contrariado. ¿No podía quedarse y presenciar la
magia? ¿Por qué a mí nunca me ocurren milagros? ¿Por qué todo es lineal y se
restringe a las leyes de la naturaleza? ¿Por qué no puedo ser nunca testigo de
amiga. De todos modos, cuando salgamos de aquí tendré que contárselo todo.
que se diga aquí para después confrontarlo con lo que realmente ocurra.
Lo que ocurre, señora bruja, es que usted especula con los deseos y se
palabra para demostrar que, a no ser por las generalidades, nada ocurriría de
Adriana no supo cómo hacer las paces; se acomodó en su lugar un poco
avergonzada, un poco retadora. Gabriela procuró, otra vez, conciliar, pues le
65
preocupaba que Silvia pudiese sentirse ofendida por los comentarios
sobrenatural. Pero se conformaba con atender a esas proyecciones del pasado
que hablaban por el deseo: si había algo que adivinar, eran los deseos de
espadas. La habilidad de Silvia para decir el deseo con elocuencia, ésos eran
los buenos augurios. También yo quiero que me digan con palabras mi deseo.
ofrecía una visión que podía ser hermosa y placentera, pero que también
podía ser terrible. ¿Me dirás todo lo que leas en las cartas, incluso aquello que
no quiero escuchar? ¿Me dirás aquello de lo que quiero deshacerme, lo que me
Silvia barajó las cartas y las dispuso sobre la mesa en orden geométrico
regular: un triángulo, una cruz, una estrella, mascullando palabras que las dos
—Nadie debe tocar las cartas más que yo —dijo Silvia—. Ahora dime lo
66
Gabriela se quedó callada. Había creído que Silvia le diría todo, sin ella
intervenir, sin comprometerse. De esta manera, le parecía que la lectura tenía
dicen nada. Son mudas. Son un juego. Quien habla eres tú y me dices lo que
pregunta. Antes de que la hagas, déjame que la ponga aquí ante tus ojos. La
—El caballo de bastos, de cabeza, quiere decir querella. Luis y tú tienen
problemas, pero toda la gente tiene esos problemas. Todos los hombres se
—El seis de bastos, de cabeza, significa confiar y esperar. Sobre sus pies
mujeres son hermosas. Tienes tiempo para obtener lo que necesitas siempre y
flexibilidad, pierdes lozanía. La piel se agrieta, se vuelve quebradiza. Pierdes
brillo, pierdes frescura. Nadie lo ve, sino tú. Tú descubres ante el espejo cada
puedes hacer nada para retenerla. Nada te abandona tan cruelmente. Nada te
67
—No tengo miedo de envejecer.
obtenido. Lo que obtienes a los veinte años debes saber conservarlo.
—¿Cómo?
—Me engaña.
—La sota de copas: casamiento feliz. Todos engañan; ése no es un motivo
para sufrir. Ninguno puede ser fiel. Aprende esto: el matrimonio implica una
serie de acuerdos tácitos. El principal, el más importante, es que debe fundarse
en algo distinto del amor. El amor es un ejercicio solitario.
cabeza quiere decir: el deseo. El amor se termina cuando lo has tocado: sólo
unen a una pareja en forma permanente son de otra naturaleza.
—El cinco de oros, de pie, significa amores. De cabeza es el desorden. El
amor hace peligrar tu matrimonio. El matrimonio debe ser más sólido, más
duradero que el amor. El amor no existe: es el desorden. Es la incapacidad de
pensar consecuentemente. Es el aquí y el ahora, es la destrucción, lo inestable.
Lo que no va a perdurar. Lo que te destruye, lo que te niega.
—El cuatro de espadas es la soledad y el dos de bastos es el sufrimiento.
Sólo en otro lugar que no sea el matrimonio, y con esos riesgos, vas a
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encontrar el amor. El matrimonio lo destruye tanto como es destruido por el
amor. Son enemigos mortales. Nadie se hace tanto daño como los que se
aman. Nadie sufre dolor ni soledad más grandes. No vivas con aquel de quien
estás enamorada. No dejes que el amor te invada. Que nunca decida por ti.
—¿Y Luis?
—El dos de espadas: amistad. Mutua conveniencia. Es un buen marido.
Un magnífico esposo. Un compañero. Se tolerarán. Puedes tolerarlo mejor que
a ningún otro, porque te ayuda la costumbre. Pero tienes que construir otra
—¿Un amante?
—El as de espadas: preñez. Un hijo. Es lo único que te va a durar. Es lo
termina antes de haber empezado. Todo lo demás está fuera de tu control.
—Seis copas de cabeza son el porvenir. Aquí hay un siete de oros: temor,
cría a tu hijo, cuida a tu marido. Tienes todo lo que se puede tener.
que tienes, que es mucho, por no tener nada. Nada te va a compensar. No hay
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ninguna forma de vida que supere lo que tienes. Déjame que te adivine una
vejez tranquila.
—El tres de bastos: consuelo; el cuatro, prosperidad; el tres de copas es el
éxito. Una vejez sin riesgos, sin angustia. A los treinta una mujer ya sabe lo que
quiere, cómo obtenerlo y cómo conservarlo. El primer paso es decir que sí.
Acepta a Luis tal como es. No quieras cambiarlo. Acéptalo infiel, egoísta,
malhumorado, inmaduro, y ahí va a estar para siempre. Él también sabe que la
abandonar. Ya no. Ahora él tiene miedo. Los varones tienen más miedo que las
mujeres. Hay que aprender sus pequeñeces, hay que saber sus debilidades. Y
bueno.
cambiando de dueño, no te estás volviendo más libre. Y es mejor estar en casa.
estar encerrada.
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—Siete de espadas: esperanzas, buenos consejos. Serás una magnífica
nada mejor.
Caballo de copas: engaños. Cinco de bastos: pleitos. Ni una sola carta buena
—Aburrida.
oportunidades de vivir con seguridad. Nada te permitirá concentrarte, nunca
encontrarás lo que estás buscando porque todavía no existe. En cambio, lo que
tienes es real. Puedes tocarlo con las manos: tienes una casa, un marido y un
Manejó entre las luces reflejadas en los charcos de una lluvia persistente. El
limpiaparabrisas del lado derecho no funcionaba y tenía a Gabriela sumida en
sorprende. Te voy a decir una cosa que me ocurrió hace dos o tres semanas.
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estábamos dormidos. Me levanté a contestar; era Silvia. No me acuerdo qué
me preguntó. Cuando colgué, me di cuenta de que la puerta de la casa estaba
con tanta seguridad que el matrimonio es lo máximo alguien que se divorció
del matrimonio.
—Bueno, pero habla de vivir como toda la demás gente. Yo creo que no
se puede aplicar las mismas reglas a todo el mundo. Cada quien tiene que ver
cómo le hace para decidir cuál es la forma en que se debe vivir.
—¿Una hamburguesa?
—Ándale pues: una hamburguesa, doble, con queso, papas fritas y una
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CAPÍTULO VII
Terminó de enjuagarse el pelo. Mauricio le dijo que él se quedaría otro buen rato
bajo la ducha. Hasta que se termine el agua caliente. En cuanto Adriana salió de
toalla y se metió a la habitación de Mauricio. Su ropa había quedado derramada
en una silla, como un animal exánime. Era muy bonita la casa de Mauricio. La
luz de la mañana entraba a través de los cristales como en un templo. El piso de
mosaico rojo se iba impregnando de agua y las huellas de los pies de Adriana
quedaban marcadas a todo su paso a través de los corredores y recámaras. Era
magnífico, sin duda, que Mauricio cantara en la ducha. Su voz se deslizaba por
las habitaciones impúdica. Tal vez no se daba cuenta de que tenía auditorio; tal
vez ni siquiera sabía (mira que mi pecho amante) que estaba cantando (está
chaqueta estaba colgada dentro del clóset; la reconoció por el color claro que le
gustaba tanto. Es cuestión de tiempo: tengo muy poco tiempo. Sin descolgarla,
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allí. La ducha todavía tenía agua caliente. Ah, ya sé, en el escritorio. Dejó la
había instalado un pequeño estudio bien iluminado y con mucha ventilación.
castaño, forrada en piel y con un escudo de la universidad grabado al frente.
efectuarlos. Lo imaginó cada noche, ante la lámpara de leer, consultando las
para el día siguiente. Mira que mi pecho amante (le temblaron las piernas)
está rebosante (porque era ¿poco ético?) de felicidad (andar revisando los
Pero hacía falta claridad. ¿No era curioso que de un tiempo a esta parte
Mauricio ya no tuviera ni un momento para ella durante la semana? Además,
el próximo fin de semana habría un congreso o una reunión fuera de la ciudad
o quién sabe qué pero no te voy a poder ver porque voy a estar muy ocupado.
consentida. No, no tanto como antes, negra de mi vida. Era difícil aceptar que
coordinadores, negra de mi amor. Era asombroso. Pero, ¿por qué eres tan
gente desafinada es la que canta con más entusiasmo, mira que mi pecho
ingenuidades.
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Ningún amante (está rebosante) te dice: estoy saliendo con otra persona.
Había visto varias veces la agenda. La primera, cuando conoció a Mauricio.
Él sacó la agenda, la abrió y anotó cuidadosamente. Adriana nunca había
volvía a anotar nada en ella. Por eso le parecía admirable cualquiera capaz de
organizar el curso de sus días con juicio y sistema. Además, una agenda es un
testimonio, es como un diario para los que sabe leer, en las breves notas, el
cena ligera en Alden. Mauricio pagó y ese gesto fue tan novedoso para
Adriana que, desde ese momento, consideró a todos los amigos con quienes
aventón a casa. Aquí, la sucesión de los hechos se atropella. ¿Qué ocurrió?
¿Cómo fue que llegaron a decirse sus deseos? Él la invitó a dormir a su
casa, así, de manera directa, sin disimular su interés por ella:
—Mañana es domingo. Te va a encantar. Vivo en el sur, en una casa vieja
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Ella dijo que prefería dormir en la suya. También directamente.
¿Forcejearon? No. Probablemente hubo un forcejeo verbal. Adriana se sonrojó
colores.
¿Cómo se le propone a una mujer ir a la cama? ¿Y cómo ella lo acepta o
tendría ella de aceptar. Todo se había dicho a medias palabras, a pesar de la
franqueza. pero había sido muy claro para Adriana que no quería acostarse
con él. Al menos no esa noche. ¿Por qué no? Porque para ella no era un asunto
negra consentida, como para tomar una decisión. Tal vez para conocerse
mejor. Pensarlo. Eso a ella le sonaba muy razonable: antes de ir a la cama con
alguien, uno debe estar seguro de que desea hacerlo. Y esa noche, Adriana no
En cambio, para Mauricio no había dubitaciones. No se lo tomaba tan a
natural de esa tarde, de esa salida. No le preocupaban otras consideraciones.
Él, ¿se molestó? Era un riesgo que había que correr. La posibilidad de
hubiera estado toda la semana esperando su llamado junto al teléfono. Le caía
bien, pero aún tendía a la indiferencia. Pero todo ocurrió exactamente al revés.
Él se mostró hasta cierto punto comprensivo. Tal vez entendió las reservas de
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Adriana lo había hecho encapricharse; una respuesta inocente que podía
Adriana no sabía manejar ninguna clase de estrategia en ese terreno; era
—Te estás precipitando. Déjalo en que hoy no estoy de humor.
—¿Y hay días en que sí estás de humor? Dime cuáles, ¿los jueves? ¿Los
primeros de mes? ¿Los días de quincena, cuando pagan? ¿O cuando te toca tu
mes?
Ella rió de buena gana con esos chistes, porque estaban aliviando la
tensión, porque su vulgaridad le pareció enternecedora; porque Mauricio los
dijo muy quedito, en un tono de voz casi infantil, casi indefenso, casi confuso.
fuera con tal de no quitar el dedo del renglón. Le acarició el cabello, le dio un
beso en la boca —un beso suave, un beso donde respiraron un poco el aliento
del otro, un beso que a ella le supo a pipa de la paz— y le dijo:
¿entonces cuándo nos volveremos a ver? Digo, para ir al cine.
A ella le estaba cayendo muy bien. ¿Cómo decirle que ella también tenía
la intención, el proyecto, la necesidad, el firme propósito de acostarse, tarde o
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—¿Hasta el sábado? De veras, ¿no me quieres ver sino hasta el sábado?
Estás hiriendo mi vanidad, muchacha. ¿Acaso no me encuentras irresistible?
Esto último lo dijo con tal énfasis que quedó muy claro que estaba
tratando de decir una broma, y no te quepa, por favor, la menor duda de que
Mauricio sacó la agenda y le dio varias vueltas. Hizo como que contaba
mañana?
—Cuatro y media.
—¡No!
—Okey. A las doce del día. ¿Vamos a remar o prefieres conocer mi casa
del sur? Podemos comprar una botella de vino, queso, salami, jamón serrano.
—Bueno, a las doce. Y mejor yo te llevo a conocer mi casa.
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—No ésta, mi casa, la mía. La que voy a alquilar. Están a punto de
—Ah, te vas a cambiar. Bueno, muy bien, domingo 4 de abril a las doce,
a-‐‑d-‐‑r-‐‑i-‐‑a-‐‑n-‐‑a —dijo él mientras anotaba en la agenda—, a las doce paso por ti.
puedo desvelar.
ninguna clase de consecuencias indeseables. Adriana lo veía fresco, simpático,
arreglado. Sin ninguna prisa, sin presiones. Estaba fascinada en ese encuentro
de los cuerpos. Podían pasar todo el tiempo juntos y seguir sintiendo cada
importaba llegar o no a dormir a casa. Ni las indirectas, ni los regaños, ni las
Se relataron una y otra vez sus vidas, sus proyectos, sus expectativas; sus
miedos, sus rencores, sus fantasías; cada cita era sagrada; Adriana corría a su
casa a cambiarse de ropa. Sus hermanos la recibían con cara de pocos amigos:
Que se cayera el mundo. ¿Qué importaba el trabajo y Marta y la tesis y
iban con el chisme de su depravación a toda la familia? Lo único real, lo vital,
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interrumpían tan solo para retomar el hilo de la excitación. Los cuerpos
enlazados, los labios, las manos. Las miradas. Las palabras. Las noches
bellísima, eres perfecta, eres una alucinación. Por favor, no te vayas. No se te
Nada sonaba fuera de lugar, como en los sueños. Eres un sueño. Ni en mis
salir en los periódicos. Ya hemos de haber roto todos los récords. Inclusive los
que impusimos ayer. El encuentro estaba lleno de sorpresas. Todo era nuevo,
nada había sido dicho antes. Nadie había escuchado ni visto ni sentido antes
que ellos lo que ahora estaba ocurriendo. El encuentro. ¿Por qué son tan
fugaces? Porque si siguiéramos así, moriríamos de hambre. Nos encontrarían
un día tirados en la cama, exánimes; un día encontrarían de nosotros tan solo
Despierta. Te llamó quince veces Gabriela. Marta, tres. ¿Ahora sí vas a venir a
además, toda una mañana para contárselo a Marta. Y toda una tarde para
Gabriela.
Abril 13, martes: 13:00 horas. Adriana. No eres supersticiosa. Ese día te
sentiste mal: algo comenzaba a fallar. Una discusión. Una discusión leve,
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trivial. Sobre un asunto que a ti te interesa. Verdaderamente te interesa.
hablando de vivir juntos? Vamos a ver: Mauricio llevaba unos meses de vivir
solo. Se estaba divorciando de una esposa con la que había vivido durante
cinco años. ¡Cinco años!, en la casa del sur. Si a Adriana le había parecido muy
amplia, muy espaciosa, era simplemente porque carecía de muebles. ¿Dónde
Sólo había quedado la cama, el clóset y la cocina porque era integral.
—El estudio siempre fue mío. Ahí están mi escritorio, mis libreros, mis
libros.
está en el suelo. Sólo una pequeña silla en la recámara. No hay refrigerador.
—Creo que algunas cosas se las llevó por pura maldad.
Pero en general podía decirse que todo se había arreglado pacíficamente.
Somos muy modernos. Ella prefirió dejarme la casa. De todos modos, apenas
llevábamos pagada la mitad. Además, para ella era caro. Trabaja muy lejos.
una viva curiosidad, sino porque los detalles de una ruptura tenían que
conservarse en el límite del pudor de quien los contaba. Cinco años. Creyó
tontería (el color va con los muebles de mi cocina, o algo así). Entonces ella se
había visto en la obligación de explicarle que lo de vivir sola era en serio. Si
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—Pero eso era antes de conocerme a mí.
cambiar.
inevitablemente.
independencia.
empezaba a reconocer ciertos gestos suyos—; eso te parece lo más importante
del mundo.
—Hay otras cosas igual de importantes, como mi trabajo, por ejemplo, mi
—Pero no tanto como para hacerte desistir de vivir sola.
—No entiendo para qué quieres que desista. ¿No podemos ser amantes y
—Tienes razón —dijo Mauricio y se acercó a ella, la estrechó, la besó en la
boca. Ser amantes. Sonaba extraño en esa boca. podía ser muy atractivo,
Jueves 15, 13:00 horas: Adriana. Pero no dejaron de discutir. ¿Ése fue el
día cuando compraron el mueble? Era un perchero. Un perchero con un espejo
y un cajón para bastones y paraguas. Una antigüedad, pero ninguno de los dos
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negocio de su vida. Sólo sabían que el mueble los había cautivado. Mauricio
regateo. Sacó la cartera y pagó. ¿Ahora qué hacemos con él? No cabe en el
coche. Hay que mandar una camioneta por él. Mauricio se encargó de los
Trató de llamar a Mauricio esa misma noche, pero no lo encontró. Al día
profesores, pero tal parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Luego, un par
sobre el mueble, pero Mauricio se mostraba bastante susceptible ante el tema
y contestaba:
—Es igual; a ti te encanta, ¿no? Pues helo ahí, te lo regalo, para tu casa.
Las cosas se habían distendido hasta la calma. La noche anterior habían
ido al cine y él se había portado como todo un caballero. Parecían regresar a la
euforia del primer abrazo, pero Adriana no se tragaba aquello de que “estoy
muy ocupado”.
Negra de mi amor. Abril 25: eso es mañana. En blanco. Abril 27: 16:00
horas, Restaurante del Lago. ¿con quién iba a comer el martes? La ducha se
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cerró y Adriana todavía estaba con la agenda en la mano, desnuda, en el
estudio, con el cabello chorreando. Buscó un día, un par de días más. Sábado
1, 13 horas. Irene. Confirmar sus sospechas fue mucho menos agradable que
haber seguido con la duda. Aunque todavía podía ocurrir que Irene fuera su
inofensivo. Dejó la agenda sobre el escritorio y oyó a Mauricio salir del baño.
¿Qué hacer, decírselo, reclamarle? ¿O hacerle preguntas para ver hasta dónde
tenía mucho trabajo y salir con otra mujer. Pero ¿era verdaderamente un
engaño? ¿Por qué no le había dicho que estaba saliendo con otra mujer y se la
pasaba dando excusas? ¿Hubiera sido todo mucho más simple? ¿Cómo habría
ocurre es que quiere tener ambas posibilidades abiertas; empezar a salir con
una chava tiene sus riesgos: pudiera ser que no le gustase, o que ella lo
rechazara. Pero si nunca hemos dicho que nos debemos guardar ninguna
habría él de sentirse obligado a contarme sus ligues o sus truenes? Además, se
sentía avergonzada. ¿Cómo confesar su falta de respeto? Era preferible seguir
relación podría trascender. Cuando entró en la habitación encontró a Mauricio
especialmente jovial:
tomó por los hombros y la besó—. ¿Acaso te gusta pasearte desnuda por toda
la casa?
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Rodaron por la cama y, a pesar del montón de ideas que estaban
circulando a toda velocidad por su mente, Adriana se deslizó en esa profunda
oscuridad que es el cuerpo de otro, un poco en sueños; era curioso que él no
sospechara ni siquiera remotamente que Adriana había estado revisando sus
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CAPÍTULO VIII
El plan de salir de la ciudad tuvo que ser olvidado: Gabriela acababa de entrar
a trabajar y aún no le correspondía salir de vacaciones. Decidieron guardar el
tanto, Luis consideraba que para él era suficiente con no tener que ir a su
ciudad, como si fueran visitantes; reconocer la ciudad como turistas: ver los
centro histórico, las ruinas arqueológicas de las afueras, los conventos de los
siglos xvi y xvii en las poblaciones más cercanas, organizar un día de campo,
vagar por los barrios populares, visitar los mercados; la ciudad es gigantesca y
Luis no podía decir que la conociera completa. Hacía tiempo que quería
dedicarse a conocerla; pero vivir aquí casi le vedaba las atracciones que eran el
concertado para el día siguiente; al final del cuento, Luis pensaba vivir
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Además había otras cosas qué hacer. Luis se había propuesto darle una buena
todos los días en casa, pues la comida barata que tenía que consumir
recoger la ropa de la lavandería, aspirar la alfombra, lavar el baño, cocinar y
sustanciosa comida.
A Gabriela le gustó el trato. Siempre le gustaban los intentos de Luis por
ser justo, porque tendía a ser, las más de las veces, comodino y egoísta.
Difícilmente preguntaba: “¿qué hay que hacer?”, y había que estarle rogando
para que la llevara al súper en coche. A ver cuánto te dura este entusiasmo. Es
privilegio y, durante las vacaciones de Luis, no levantaría un dedo.
mismo tiempo que Gabriela y, mientras ella se preparaba para irse al trabajo,
él buscó en el fondo del clóset un short y una camiseta viejísimos para ponerse
en traje de carácter y comenzar con la tarea de limpiar la casa. Gabriela salió
corriendo, como siempre. Luis se vio en medio de la habitación, rodeado por
el desorden. Hay que empezar por la cocina: lavar el refrigerador y hacer una
lista de lo que hace falta para comer durante la semana.
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Entró al cuarto donde dormía plácidamente Carlos. Lo sacudió con cierta
violencia:
decidir cuándo bañarse, desayunar, vestirse o peinarse. Ahora tenía que, por
—Ya son las siete y media. Apenas nos va a alcanzar el tiempo.
museos; cuando se dio cuenta de que se iban a quedar esa mañana a limpiar la
cocina, quiso protestar; pero se contuvo para no provocar que saliera a cuento
su propia situación, para que Luis no empezara otra vez con las preguntas:
¿ya encontraste chamba?, ¿dónde has buscado? ¿Fuiste a todos los lugares que
más atractiva que la de andar por las calles de la gigantesca ciudad, por sitios
militar, el certificado de preparatoria, el acta de nacimiento, el registro federal
de causantes. ¿Por qué eran necesarios tantos papeles para laborar en algo que
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difícilmente requería saber leer y escribir? Además le daba horror la idea de
meterse, de veras, en alguno de esos trabajos. Se le ofrecía dedicarse a caminar
por esas calles interminables cargando una maleta pesadísima para vender
Comparado con éstos, su trabajo en el juzgado le parecía un paraíso. Al menos
allá, en el juzgado, el trabajo duraba cuatro horas, cuatro horas en que tenía
que estar encerrado, sí, pero que bien podía utilizar en otro tipo de actividades
trabaja en el escritorio de junto, un pobre diablo que llevaba treinta años en el
más.
especie de ilegal en que se había convertido Carlos de un tiempo a esta parte.
que viajar diariamente durante dos, tres y hasta cuatro horas en autobuses
infames o en peseros carísimos, para poder ir de la casa de Luis a su trabajo y
de regreso. Eso sumaba, con las ocho de labor, diez, once y doce horas diarias
dedicadas exclusivamente a la fea obligación de ganarse el pan. Podía dormir
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teatro. Cuatro horas de las que había que descontar el tiempo que tardara en
más fea de la ciudad, la que estaba más lejos de cualquiera de las escuelas de
En cambio, de su casa al juzgado hacía cinco minutos a pie. Del juzgado
a la universidad, diez minutos también caminando. Si tenía que ir a un lugar
duraría más de veinte minutos. Le parecía incomprensible la ciudad. Pero ya
estaba aquí. Alguna solución habría de existir para su problema.
Había empezado a buscar una buena escuela de teatro, pero los cursos en las
dentro de seis meses. Estaba planeando muy seriamente darse una escapada
medianamente limpios y se puso, con Luis, a sacar todas las cosas que había
en el refrigerador: decenas de recipientes de plástico con restos de comida que
cajitas de cartón. Al poco rato de haber empezado, Luis renunció a recuperar
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lo que aún hubiera podido servir y se dio a la tarea de tirar todo lo que
—Lo bueno es que este refrigerador es chico. ¿Te imaginas si fuera como
—Gabriela nunca ha sabido lo que significa la economía doméstica —dijo
Luis—. Hay gente que está dotada y hay gente que está negada. Te voy a
contar una cosa: un día vinieron dos amigas de Gabriela a visitarla, Carol y
Ana Luisa. Son dos mujeres que tienen sus casas impecables. Cuando entraron
estaba hecha un asco. Ese día Gabriela limpió la estufa hasta que quedó como
nueva. Creo que desde entonces no le ha vuelto a meter mano.
sabrosa”, dijeron. Y el plan de vacacionar se pospuso para un día en que no se
—De eso no cabe la menor duda —dijo Luis—; los mejores cocineros
siempre son hombres. ¿Cuándo has oído hablar de un buen chef que sea
mujer?
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—Y los mejores mucamos también son hombres. Y los mayordomos, ¿no
te has fijado?
pero sopa—, ensalada, papas fritas y carne asada. Luego pusieron música y se
Buscaba una forma de afirmar su individualidad. Le sorprendía la actitud de
alguna necesidad inefable que lo obligara, desde su más recóndito interior, a
modificar su vida para siempre, que le permitiera prescindir de la comodidad
una mujer. No quería convertirse en un mediocre; no quería que lo aplastara
inmediatas gratificaciones de lo que siempre se repite idéntico. Sus amigos de
toda la vida parecían adaptarse muy bien a las escasas perspectivas que les
de fin de año en el sureste; se deprimía nada más de pensar en lo poco que le
faltaba para ser exactamente como ellos: su única ilusión era ver llegar el
sábado en la noche para jugar al pókar y emborracharse. Todo se organizaba
en función de esos fines de semana que terminaban con todos ellos dormidos
vencida por la evidencia, simplemente ocupada en arroparlos con cobertores,
acomodarles una almohada debajo de la cabeza o quitarles los pies de encima
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de sus macetas. Nada más desalentador que verlos envejecer, engordar,
desprecio hacia sus mujeres; educar a sus hijos a gritos y golpes y anestesiarse
contra toda aspiración que no fuese la de ganar más dinero.
veces, con Gabriela, a la casa de Pedro; ella se había aburrido mucho más que
él y se negaba —igual que las otras tres esposas— a volverlo a acompañar. Tal
respectivas esposas para disfrutar, al menos una vez a la semana, de compañía
y conversación exclusivamente masculinas. A las mujeres no les gusta el box
—¡y no nos vamos a poner, por favor, a jugar canasta!—; en cambio, les
molesta el humo de tabaco y les angustia que sus maridos beban hasta quedar
fuera de combate. Las esposas de los amigos de Luis no simpatizaban entre sí
concederles los sábados en la noche; pero ya sabían que una vez cada tres
sábado de cada tres tenían que proveer la cantina con suficientes cervezas
frías, refrescos, hielo, ron; tenían que preparar alguna cosa de comer
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atenderlos un rato, sólo el tiempo suficiente para entrar en calor. A partir de
anfitriona se iba a dormir y sólo esperaba que al día siguiente quedara algo en
andaban sus maridos, haciendo qué y con quién. Pronto aun ellas mismas
cantidad de veces posible, y ese trato sería roto. Luis prefería zafarse de ese
casa a sus amigos en la peor circunstancia que podía imaginarlos. Los visitaba
una cena para invitar los, con todo y esposas, a pasar una velada divertida y
que auguraba a sus amigos. Ser diferente. A los dieciocho años quería ser
que haber conseguido algo: una aventura, una actividad, una relación, algo
que modificara su existencia sin brillo. ¿Se podía elegir? Necesitaba creer que
notable. Nada que no vaya también a ocurrirle a cualquier otra persona. A tu
Napoleón. ¿Cuáles son mis acontecimientos, los que me pertenecen solamente
a mí, los que me distinguen, los que me marcan como un ser excepcional,
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admirable? Qué pocas aventuras, qué simple y sosa es mi historia. Idéntica a la
Algunas veces discutía sobre ello con Gabriela. Ella lo veía sumirse en
medios, si no me hubiera tocado una época tan miserable. Si hablara alemán, si
fortuna, accedería a la notoriedad. Para Gabriela las cosas eran mucho más
quienes hemos de permanecer anónimos? ¿Por qué no le tomas gusto a lo que
emocionarse bebiendo un vaso de agua. Nunca lo iba a comprender.
—Tal vez hubo una época heroica —dijo Luis—, un mundo donde era
posible irse a vender esclavos. Imagínate hombres empeñados en la acción de
—Yo creo que lo único verdaderamente emocionante que nos va a ocurrir
es la guerra nuclear. El gran, el histórico acontecimiento de la extinción de la
en su oficina y que no podría llegar a comer a casa. Le recomendó a Luis que
preparado.
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Luis trató de contarle, apresuradamente, todo lo que había hecho ese día,
pero ella lo interrumpió: ahorita no tenía tiempo. Ya luego me cuentas, tengo
que colgar, nos vemos, hasta luego. Luis se sintió como si le hubieran vaciado
Al menos le quedaba la seducción. Si no podía ser un político importante, ni
vedados, lo mismo que las grandes hazañas deportivas, si nunca iba a acceder
a la riqueza ni obtendría la fama de los artistas geniales o de los más crueles
asesinos, si era evidente que ya no podría ser una estrella del rock and roll, al
mujeres lo amaban. Aunque estaba consciente de que no sería ni Don Juan ni
Casanova; aunque sabía que tener de amante a una muchacha más joven que
él no significaba ninguna transgresión de lo establecido, que sus amigos salían
engañaba a su mujer, y que la mayoría engañaba muy relativamente, porque
la mayor parte de las esposas conocían muy bien los affaires de sus maridos y
los aceptaban como una cláusula más dentro del reglamento del matrimonio;
aunque su relación con Marcela estaba sostenida mucho más en los esfuerzos
que ella hacía por convencerlo de que tenían que verse y salir y hablar, que en
seducción. Era el lado de su vida que lo rejuvenecía, que lo dejaba olvidarse
un poco de su empleo, donde cada vez tenía más evidencias de que lo que
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Marcela significaba para Luis una forma de no ser cualquiera, de correr riesgos,
mujeres como sobre una cuerda floja. Quería descubrir la posibilidad de amarlas a
sostenerlo: era un desafío personal que se había originado en una pregunta y en la
necesidad de rebelarse contra una restricción: ¿por qué una sola mujer? Ambas lo
última oportunidad de imponerle a la rutina un sabor intenso. Si dejaba de verla,
si clausuraba toda opción de autonomía, sería negarse como identidad. No iba a
sacrificar esto.
No entendía matices y estaba dispuesto a tomar el partido de su primo en la
que había hecho presa de Luis por su impotencia para rebasar las condiciones
Había conocido a Marcela una tarde en que Luis lo llevó con ellos al cine. Le
verde; incluso estuvo a punto de decidir inscribirse a la escuela de antropología,
toda América. Sobre todo, admiraba la capacidad de Luis para controlar aquella
situación: había que oponerse a las formas gastadas de ser, había que inventar
deshacerse de sus prejuicios. Nunca volvería a aceptar un orden impuesto desde
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fuera de su propia intuición. Se dejaría llevar por las reacciones espontáneas,
porque el interior, lo irracional, era más verdadero que lo externo y racional.
Lo que no entendía era cómo Luis se dejaba ganar por el lado del orden.
A Carlos le atraía mucho más el espacio informal, siempre predispuesto a lo
inesperado, de Marcela. En cambio la casa, el trabajo y las obligaciones podían
muy bien identificarse con la legítima esposa. Era ella quien imponía su ley,
quien se dejaba dominar por los imperativos gastados; quien no dejaba a Luis
Gabriela llegó de noche; Carlos y Luis se habían puesto a ver una película en
de fastidio por lo tarde que era ya, la forma como se quitó los zapatos, dejó su
bolsa sobre la mesa y colgó del respaldo de una silla su suéter.
—Creí que me ibas a llamar para que fuera a recogerte —dijo Luis.
—¿Y terminaron?
—Ah, no. Creo que nunca vamos a poder terminar. Cada día salen
nuevos problemas.
Temía su censura. Temía que se notara su falta de conocimientos y de claridad
—Me estoy muriendo de hambre —dijo Gabriela y se metió a la cocina.
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Allí vio los esfuerzos de Luis y de Carlos por organizar lo doméstico.
encontrar nada, pensó. Tenemos dos ideas del orden completamente distintas
Luis y yo. Para vivir juntos, una idea del orden debe prevalecer sobre la otra.
Que predomine la idea del más fuerte, la idea de quien sea capaz de
eternamente entre platos sucios, polvo, objetos sin lugar fijo de pertenencia y
un suelo que pasara días enteros sin ser barrido. Si Luis era capaz de
mantener la casa como imaginaba que debía permanecer, si le encontraba un
ella no se opondría a vivir en la idea que del orden él construyera.
Lo malo es que la idea del orden que Luis tenía en mente incluía el
lugar. Estaba agotado por la labor del día: hacía unas horas que habían
podido decir, por fin: ahora sí, ya está limpia la cocina. Ver entrar a Gabriela a
moverse allí dentro, el trabajo de todo un día quedará nulificado! Y no tenían,
Luis ni Carlos, ninguna intención de repetir la hazaña. Luis entró a la cocina
cuando Gabriela se estaba sirviendo los restos de la ensalada.
¿Desde cuándo no quieres engordar, Gabriela? El trabajo te sienta bien:
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—¿Y qué te parece? —dijo Luis—; ¿ya te asomaste al refrigerador?
—Quedó muy bien. Ustedes sí que saben cómo manejar una cocina.
—Es cierto; creo que de todos los trabajos que existen, lavar el
refrigerador es el peor. Yo por eso procuraré hacerlo la menor cantidad posible
Carlos se agregó a la plática. Acercó una silla a la mesa de la cocina, se
sirvió un vaso de leche y se puso a comer pan con mantequilla. Se agregó a la
—Y eso que nada más hicieron la cocina —dijo Gabriela—. Todavía les
hastío que les daba un mundo donde ya no había aventuras. Gabriela objetó
aventuras porque les daba miedo buscarlas. Carlos protestó: no era verdad
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que les diesen miedo las aventuras; lo que ocurría era que siempre estaban
pensando en el daño que les podían causar a las mujeres si se lanzaran sin
—La culpa la tienen las mujeres como tú. Tú has convertido la vida de
Esa acusación le molestó, pero no quiso discutirla. Vio a los dos primos
levemente la proposición de Carlos. ¿De veras sentía que su vida era como la
de un dentista? Si no le gusta esto, ¿qué es lo que quiere? Pero ya le aburría el
empezado a desconfiar de esa idea que hablaba de modificar la vida, pero se
la pasaba nada más añorando las modificaciones. Llevó su plato y su vaso al
—No —dijo Gabriela—, estoy muy cansada. Ya lo lavaré otro día.
101
CAPÍTULO IX
ocho horas diarias que tenía que compartir forzosamente con sus compañeros
de oficina, sin importar si le eran simpáticos o antipáticos. Además, tenía que
participar en sus celebraciones: por lo menos una vez al mes organizaban una
reunión en la casa de alguno de ellos para festejar su cumpleaños.
voluntad, de la decisión o de la disposición de las personas para encontrarse;
no intervenían ni las aptitudes ni las inclinaciones: todo estaba al arbitrio de la
espacio.
—Y puede ser que tus verdaderos amigos, aquellos con quienes podrías
sólo porque nunca estuvieron en el mismo lugar que tú, porque tú perdiste el
tiempo con gente que no te interesa. ¿No te da mucho coraje? —dijo Gabriela.
siempre ocupada, siempre absorta en las exigencias de su labor. En la oficina,
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la veía todos los días porque entre los dos diseñaban la revista que era el
centro de ambos empleos. A Gabriela, Fernando le llamaba la atención por su
parecemos unos cretinos y que hubieras preferido conocer a otros. Si pudieras
elegir a las personas con las que vas a compartir tu vida, ¿con cuántas de las
Le hubiera dicho que precisamente él era uno de los pocos motivos para
seguirse animando a trabajar. Y pensó que haberlo encontrado era una gran
suerte. “Si hubiera conseguido otro trabajo antes que éste, nunca te hubiera
aprendiendo. Era el único de toda la oficina que parecía saber con certeza y
claridad cuál era el paso siguiente, qué hacía falta, por dónde había que actuar
donde te definías y definías lo que esperabas. Tu cuestionario se reunía, en las
entrañas de la máquina, con el de tu otra mitad, con el de la única persona en
amaría tus defectos; sería, desde luego, tu perfecto complemento y la amarías
detalle a detalle.
103
Gabriela empezó a sentirse muy bien. Se alegró de que Luis se hubiera
rato y ella se había empeñado en convencerlo; pero al final él dijo que no.
Luego ella había dudado de ir sola, con toda la gente de la oficina, a celebrar
el cumpleaños de Alma Lilia en la casa de Silvia. Ahora estaba disfrutando de
esa reunión y había dejado de mirar el reloj cada cinco minutos.
Tampoco escribí nunca a Confidencias. El azar ha sido generoso conmigo y me
cantidad de azar que la vida real. Sólo funcionaría si todos los seres humanos
—Podría ocurrir entonces que tu pareja ideal viviese en Tailandia.
con Fernando; porque llevaba mucho tiempo sin acordarse de lo que vale una
simple conversación; porque esa conversación se le daba sin compromisos, sin
descubrirse afín.
104
—Un personaje, hombre o mujer, harto de sus relaciones vacías, de
fracasos amorosos, de soledad, decide buscar a su pareja mediante el recurso
decir cuanto sabe de sí mismo y de su deseo. El cuestionario es perfecto. ¿Cuál
es el desenlace?
—Si el cuento fuera humorístico, la computadora le daría los datos de su
mamá, o de una persona de su propio sexo, ¿no crees?
nuestra otra mitad: sólo el andrógino es perfecto. Pero pensaban que nuestra
otra mitad podría ser del otro o de nuestro mismo sexo.
—Si fuera trágico, la computadora le informaría de que la única persona
en el mundo con quien podría vivir era aquella a la que había abandonado
—¿Y si en lugar de una ficha, la computadora deja caer doscientas o dos
mil? Y todas son igualmente válidas: tiene usted varios miles de almas
—Sí, porque sólo tiene efecto si te permite pensar que eres único, escaso,
alguien muy especial. Y si tú eres escaso, tiene que ser también escasa la gente
verdaderamente bien.
—¿No somos muy especiales? Me da angustia pensar que tenemos muy
105
relaciones que nunca van a ser algo que supere decir: “¿cómo estás, bien?, yo
—Tal vez no somos tan especiales. Tal vez sea bastante más fácil de lo
que parece encontrar amistades entrañables. Y tal vez no sea tan erróneo
Esa noche, Gabriela le confió a Fernando sus planes de vivir sola y todos
sus problemas con Luis. Le inspiraba una extraña sensación de confianza.
106
CAPÍTULO X
insomnio que era tan sólo ausencia de sueño, sin malestares físicos: respiraba
bien, sin ninguna incomodidad; y no era como esas noches en que despertaba
muelas. La cama estaba fresca, las sábanas limpias, la almohada hundida en el
mundo debe estar dormido en su habitación, cada quien en su solitario sueño.
Abrazó la almohada; un tam-‐‑tam empezó a retumbar en el fondo de la cama;
pensó que nadie podía escuchar durante mucho tiempo los latidos de su
propio corazón sin volverse loca. Estaba tumbada sobre el costado izquierdo:
luminosidad que se filtraba a través de las cortinas, luminosidad vaga que no
deja saber qué hora es; tampoco buscó el reloj. Sólo supo que la noche estaba
limpia y que era magnífico estar despierta a esa hora, porque se sentía lúcida y
aquellos temas que evitaba durante el día, como si las ideas bajo la luz del sol
fueran penosas, pero ahora adquiriesen una nueva dimensión y pudieran ser
observadas desde fuera, fríamente, como si fueran tan sólo ideas y no formas
107
de vida que la implicaban y la configuraban como cuerpo, como un manojo de
emociones sentidas en ese cuerpo, como una serie de expectativas tan sólo
materializables en las relaciones que ese cuerpo establecía con los demás
cuerpos.
todos sus intentos por entablar relaciones con los demás. Estamos metidos en
una enorme equivocación. La noche daba al equívoco un sentido diferente: no
soy yo quien comete errores, sino que el error me precede y me determina: soy
Sin embargo, prevalecía la sensación de que era necesario superar el defecto;
obtener, de manera única, algo que parecía haber sido negado a todos.
duradera, estable? El problema tal vez sea precisamente que hay que
tomárselo con más calma: dejar que llegue, no pretender provocarlo, sino
conformarse a lo que el hado, la suerte, la casualidad, dispongan. Recordó que
eso le habían dicho la tarde anterior: hay que tener paciencia, confianza. Todo
Ay, la vida era tan breve y tenía tan poco sentido sin los demás. ¿Cómo
Siempre había querido participar intensamente en la constitución de los
afectos y siempre había visto que esa participación era fallida: hay algo en los
demás que se niega a ser controlado. ¿Control? Sí; quería tener control sobre
108
los otros cuerpos; quería intervenir en otras voluntades y obligarlas a realizar
sus deseos. De todas maneras, todo era tan contradictorio: el amor sólo tenía
chiste cuando se entregaba gratuitamente. Y sin embargo, pugnaba por forzar
las cosas, por convertirse en una persona plenamente amable. Pensó que
había gente a la que todo se le daba sin el menor esfuerzo. ¿Cómo eran esas
vidas que parecían tan sencillas? Hubiera querido ser una de esas mujeres que
destilan encanto, que sólo verlas y cualquiera rueda a sus pies: el mundo está
a tu disposición, daríamos la vida por ti, tú sólo tienes que elegir. En cambio,
El conocimiento de los mecanismos del afecto le estaba vedado. De nada
servía esforzarse: al final, la gente ama caprichosamente. No hay objetividad.
¿Podía haberla?
hacer trampa, siempre he querido llevar alguna ventaja. La competencia. Era
compraban también a las otras. Porque en esta casa a todos los queremos
igual, no hay preferencias, no hay distinciones. Esto debería considerarse una
excepción: había allí unos zapatos tan lindos, le quedaban tan bien, no habían
ignorando por completo al resto de la humanidad, porque las excepciones te
109
¿Y yo qué hice? La miré subir triunfal, con los zapatos en la mano, y me
quedé muda; mamá vio correr mis lágrimas, que no eran lágrimas de envidia
ni de cólera; eran sólo una voluntaria manifestación de protesta, una llamada
ustedes están vulnerando sus propios preceptos y eso no se vale.
En fin: era un simple chantaje. Luego te vamos a comprar unos zapatos a
ti. No había ninguna necesidad de transformar ese episodio en un asunto de
estado. Luego todo se olvidó; no se olvidó nunca: no se olvidó nada. ¿Cuántos
pares de zapatos le compran a un niño entre los ocho y los doce años? Nunca
No era justo. Pero, ¿para qué discutirlo? Tú eres mayor que tu hermana,
tú entiendes mejor las cosas, tú eres más flexible y puedes ser comprensiva.
¿De dónde había sacado la idea de que podía controlar los afectos de los
sea, aunque no pueda serlo sino de una manera artificial. Los demás se dejan
Hay mitos de la infancia con los que cargamos encima toda la vida: para
conservar, provocar, intensificar los afectos de los demás, hay que sacar muy
ocupada la mayor parte del tiempo y no había forma de detenerse a ver cuáles
eran los resultados obtenidos. Pésimos resultados. Una niña aplicada era un
110
espantoso. Mamá te mira preocupada, rigurosa: ¿Qué pasó, por qué ese ocho?
Algo anda mal, tus calificaciones están bajando. No te has esforzado suficiente.
¡¿No me he esforzado!? Ahora sí que no entiendo nada: lo que antes era una
gracia que yo generosa otorgaba, se ha convertido en una solemne obligación:
calificaciones son geniales: nadie en mi salón tiene un promedio como el mío,
soy la más inteligente. Nadie sacó más de ocho; pero para mí ese ocho fue un
descuido, un tropiezo. Además, ¿quién me ha felicitado cuando la boleta viene
llena de dieces? Entonces nadie dice nada. Una niña aplicada sólo se nota
matemáticas. Todo eso ocurre con mis hermanos, pero aquí sí: el amor
Algo no funciona porque, evidentemente, cada padre y cada madre tiene,
factores, entre los que no cuentan las calificaciones. La tarea de su vida había
sido, desde la infancia, descubrir los motivos de las preferencias. Descubrir el
coincidencias. En la capacidad para volvernos necesarios. En la tensión. En la
pasividad.
me tienen que querer más. Tensión. Todo lo haces para los demás. No hay
nada que hayas hecho para tu simple y personal satisfacción. Todo lo medias,
111
todo lo destinas a convertirte en una persona absolutamente amable. Pero no
siempre del lado de la autoridad, siempre queriendo agradar a la maestra. ¿Y
gestiones para ser la preferida, provocas las más diversas antipatías entre el
personal infantil. No hay nada más odioso que una hermana aplicada,
¿Qué ocurre? Nos han educado con ideas muy simples: ideas que no
tienen vuelta de hoja. Y todo es tan complicado a la hora de intentar vivir en
interesado realmente aprender las tablas de multiplicar y tiendo a ser dispersa,
olvidadiza, irresponsable. ¿A quién con diez años de edad le puede gustar más
ayudar a su mamá en la cocina que tratar de subir a un árbol o tirarse por el
preocupada. La respuesta debe estar en otra parte, y no en tu ofrecimiento de
volverte útil. Pero ser útil parecía, al principio, un buen intento. Resuelve
propósitos se convierten en hábitos. Si ayudo a que esta casa se vea limpia, si
me las arreglo para cocinar, lavar ropa, ir al mercado; si les quito de encima
esa carga, me van a tener que querer más que a nadie.
112
Esta casa me tiene completamente decepcionada. No encuentro la fibra
que hay que mover. De nada sirve ser, objetivamente hablando, la mejor de
Y ahora pasaba ¿lo mismo? Un intenso afán por obtener el control sobre
los afectos de los otros. Afán sin resultados. ¿Nunca acabarás por convencerte
nada. Tienes veintitrés años de buenas calificaciones y estás sola en tu cama.
Todavía no sabes cómo provocar un enamoramiento; más bien sospechas que
el amor se mueve a contracorriente: para que alguien se interese por ti, tienes
que relajarte, ser indiferente. Déjate querer. Claro que el asunto nunca termina
ahí. Luego tienes que ver cómo conseguir que el interés sea profundo,
duradero, fiel. Si el amor es caprichoso, las relaciones entre los cuerpos tienen
que fundarse en otro tipo de necesidades; si es que las relaciones entre los
La competencia. Para que me quieras a mí más que a nadie, voy a darte
cosas que no puedas conseguir en otra parte. Pero ¿qué poseo que sea único,
indispensable, insustituible?
educaron firmemente; el rigor de pensamiento se ha convertido en un hábito:
no se puede pensar que uno llegó a este sitio gracias al encadenamiento de un
increíble número de coincidencias. Que nos rige el azar. Que da lo mismo.
113
Para que me quieras a mí más que a nadie, durante toda la vida, para
que no mires nunca a ninguna otra mujer. Precisaba un interlocutor. Alguien
que pudiese responder a las preguntas formuladas por esa instancia cuerda e
veras crees que sea necesaria esa exclusividad? ¿Esa intensidad? ¿Esa
durabilidad?
Las mujeres piensan que una relación amorosa se mide en tiempo: entre
más días, meses, años, duremos juntos, es mejor. Así es como las mujeres
juntos siete meses, fue mi amante durante un año, tres meses, quince días,
Un interlocutor que dijera: hay que buscar otras formas de entender esto.
perplejidades: cuando dejé de preocuparme por que mi madre me quisiera, se
volvió loca por mí. Cuando exigí mi independencia, opuso su enorme amor
atención, todo su tiempo, toda su angustia estaban centrados en mí. Es la vieja
historia del hijo pródigo: si quieres que tu perro sea fiel, que no se harte de
afecto se me volvió una carga y sólo deseaba irme lo más lejos posible de su
114
calificaciones. Para que te enamores perdidamente de mí, las excepciones se
115
CAPÍTULO XI
La culpa la tenía Violeta. Era demasiado inquietante recibir cada tres o cuatro
daba pánico hasta pensar en vivir viajando por países desconocidos, sin saber
con quién habría uno de toparse en el siguiente tren, sin una casa dónde vivir
Violeta se las arreglaba. No era una niña rica ni gozaba de ninguna clase
cantidad posible de lugares del planeta Tierra antes de decidirse a permanecer
en alguno de ellos durante más tiempo del estrictamente necesario como para
pertenecer a ningún sitio. Nunca encontrar arraigo, porque las cosas y las
personas te detienen, son ataduras y te pesan: no te dejan moverte.
miedo, porque a ella el miedo era el mal que más frecuentemente le atacaba.
116
Después de unos meses de trabajo, su labor comenzaba a dar resultados.
Y los resultados no eran del todo satisfactorios: no había respondido a lo que
de ella se esperaba. Había empezado a trabajar con gran entusiasmo; pero al
comenzar, desconocía el proceso por medio del cual una serie de manuscritos
ocupado la obligaba a dedicarse a ese proceso sin darle tiempo de dominarlo.
encontrado un empleo tan pronto y tan bien— y procuró ir aprendiendo sobre
la marcha, entregada a la suerte, convencida de que, al final del cuento, podría
precio del aprendizaje sobre la marcha era mucho más alto del que había
calculado. Pronto Gabriela vio que todo el equipo con que contaba para
Fernando— estaban improvisando igual que ella: nadie había hecho antes una
revista y empezaban desde cero, con sólo la guía de un asesor con mucha
pormenorizadamente los detalles del asunto. En los detalles era donde iban a
empezar a fallar.
Cuando supo eso, ya era demasiado tarde como para confesarse incapaz.
El trabajo de todos los días le iba entregando cada vez más información acerca
de cuáles eran los detalles clave, las medidas que había que tomar para evitar
errores en lo sucesivo. La escuela nunca le había advertido de ese aprendizaje
echando a perder; el puesto no daba mucho margen para arriesgar y arriesgar
117
equivocaciones, ni admitía la posibilidad de que quien lo ocupara estuviera
Buscó apoyo en sus compañeros, pero nunca supo explicar con claridad
supo cómo plantear sus preguntas ni de dónde sacar respuestas.
Las respuestas siempre llegaban. Tarde, solas. Y todo parecía cuestión de
aplicar lo aprendido a las siguientes oportunidades; así se le iba volviendo el
esperaba de ella —y empezaba a exigirle ya— los mejores frutos. Por primera
vez en su vida, la confianza de los demás era una carga que no podía levantar.
evasivas. Sólo esperaba que el resultado de tantos errores no fuese tan malo
Cuando Adriana comenzó a hablar de Violeta y de sus largos viajes, y de
las ganas que le daban de irse a probar fortuna a otro lado, lejos de su tesis,
lejos de la investigación, el cubículo y las fichas de trabajo, Gabriela fantaseó
con ella en voz alta, porque esos viajes imaginarios la llevaban muy lejos de su
no requiriesen de carta de pasante ni de experiencia demostrable. Moverse sin
118
trabas, sin lastres, en lugares donde nadie te conoce. Pronto fue claro que
Adriana hablaba mucho más en serio que Gabriela. Para Gabriela era un tema
de conversación: viajaba mientras platicaba y durante esos ratos no existían ni
había nada que la atara ni a su casa ni a su trabajo ni a su país. Irse era un plan
—Me parece bien —decía Gabriela—; pero ¿de veras te atrae trabajar de
—Bueno, ¿y que harías cuando regresaras y ya no tuvieses ni empleo ni
—Tú piensas al revés: ves el viaje nada más por el lado del regreso. Eso a
mí no me preocupa: cuando vuelva veré qué hago. ¿Desde cuándo estás tú tan
garantizar su situación, cómo conseguir que cualquier paso tuviese un firme
apoyo asegurado aún antes de darlo. Así se había ido construyendo una
forma de vida a la que cada día le tenía más apego; aunque su trabajo no le
satisfacía y le daba pavor la perspectiva del fracaso, ya no estaba dispuesta a
prescindir del dinero que estaba ganando ni de las libertades que tanto el
había dedicado a guardar dinero, la mayor parte de su sueldo, en una cuenta
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de banco; ese ahorro se configuraba a su antojo en la posibilidad de poner en
práctica cualquiera de sus planes: un departamento para ella sola, un viaje a
Europa.
120
CAPÍTULO XII
salpicada con unas cuantas gotitas de orina —Luis era muy cuidadoso y
nunca dejaba rastros suyos materiales por donde pasaba—; ni le hacía sufrir
su actitud agresiva, su necedad de personificar en ella las causas de la vida sin
—desorden que cabe completo en una mochila de lona— ni su ropa sucia ni
sus hábitos absurdos de alimentación. Había dejado de indignarle encontrarse
había vuelto parte de la casa, era divertido y a veces hasta era amable con ella.
Pero se tenía que ir. Gabriela había vivido siempre en casas habitadas
ventajas de la convivencia. Era a Luis a quien ya le estaba cansando su primo.
121
Luis y Gabriela mecenas. Adóptenme: no se arrepentirán. Seré un gran artista
origen sin provocar una ruptura irreparable. Alguien tenía que convencerlo de
emprender otra ruta; alguien habría de decirle que era mejor de otra manera.
Mejor para él. Luis no quería verse egoísta y desconsiderado; no quería dejar
traslucir su cada vez más definido malestar por la estancia de Carlos en sus
dominios.
—Es una invasión. Desde que está Carlos, no podemos ni hacer el amor.
Gabriela.
alojamiento —dijo Luis y siguieron pensando cómo decirle que se fuera.
—Tal vez la expulsión sea menos violenta si soy yo quien se la anuncia
—dijo Gabriela.
contundente y preciso, que no le quede a Carlos sino emprender el regreso a
convenza a sus padres de que lo mantengan tal como es.
122
—Yo tengo un pretexto perfecto para mandarlo de vuelta —dijo
Gabriela—. Podemos decirle que me voy a quedar sin trabajo. Con tu sueldo
Gabriela percibió cierto desasosiego en la reacción de Luis y ya no quiso
De todos modos, no hubo necesidad de utilizar ese pretexto porque antes de
llamó por teléfono para informar de que ya era tiempo de que su hijo
regresara a casa. Luis habló con ella por espacio de treinta minutos y colgó el
cinco hermanas: la madre de Luis era la primera. María Eugenia había tomado
a Luis como su juguete predilecto; lo había visto crecer, había sufrido en carne
propia su orfandad y había querido compensarlo con su cariño por la ausencia
del padre. María Eugenia se había casado muy joven y se había ido a vivir a la
123
transcurrían en la casa de María Eugenia, a pesar de la antipatía que su
Luis, por su parte, había adoptado a los dos primeros hijos de María
Eugenia: Carlos y Patricia. Con Carlos podía haber diferencias; las vacaciones
En cambio, Patricia era su protegida. Luis había presenciado el segundo
embarazo de María Eugenia como su primer enfrentamiento a lo dulce y a lo
siniestro de la maternidad. María Eugenia había tenido que pasar muy largas
siempre bajo vigilancia médica: desde los primeros meses se había visto
amenazada por el aborto. Luis le cedió su habitación durante todo ese tiempo
y dormía gustoso en el sofá con tal de compartir el secreto que adivinaba en
Ella encontró en Luis una complicidad generosa. Le explicó, hasta donde
enviarla sola a que se las arreglara como pudiese, sin importar lo grave que
pudiera ponerse. Ella trataba, de vez en cuando, de disculparlo ante la mirada
124
implacable de ese niño de diez años; pero las más de las veces se quejaba con
—Para él da lo mismo si este niño se salva o se malogra —decía—. No le
que estaba en peligro. Desde entonces había pronosticado que sería una niñita
madre?
como yo, entonces va a tener que llamarse como su abuela.
—Se llama Patricia —decía Luis y hablaba de su fantasía, antes de nacer,
como si ya ocupara autónoma su lugar en el mundo.
María Eugenia se las arregló para que su primera hija recibiera, además de los
nombres que tenía comprometidos, el de Patricia. Fue un gesto conmovedor.
enfermiza: cuántos obstáculos hace falta superar para pasar de los cuatro
Para Patricia, la existencia de Luis comenzó a tomar cuerpo cuando ella
cumplió diez años. Luis, su primo grande. Su primo muy serio en agria
capital y la llevaba a dar una vuelta, a tomar un helado, a ver una película,
125
como si ella también fuese grande. Su primo le hablaba de una época lejana en
un bebé.
Su primo grande la distinguía, la volvía la más importante, el centro del
universo.
Las breves semanas de vacaciones eran los tiempos más memorables: lo
que ocurría entonces le duraba a Patricia durante las épocas de escuela para
Cada año, al volver a verla, la encontraba un poco más alta, un poco más
maciza. Cada nueva visita significaba reconocerla: cada vez pesas más, cada
vez me cuesta más trabajo levantarte en vilo. Cada vez es menos propio
alguien que no se deja adivinar, que niega a la niña mimada con quien estuve
verla convertida en una joven mujer; de un año al siguiente su cuerpo había
adquirido esta forma inquietante. Luis miró los brazos de Patricia y descubrió
en ellos algo que se negaba a aceptar: no tan pronto. Miró sus piernas, sus
126
caderas, sus pechos. Patricia orgullosa te viene a saludar, primo grande. Un
avergüenza. Patricia llena de curiosidad quiere saber si te has fijado, si te diste
Deseabas para Patricia algo distinto. Si no hubieran sido primos, tal vez
te hubieras casado con ella. Pero María Eugenia había envejecido. Te miraba
con desconfianza: mucho cuidado con mi hija. Tú tienes ideas muy raras, Luis.
No se te vaya a ocurrir alguna mala pasada. No toques a mi hija.
Luis la había besado, la había acariciado; era tan frágil. Tan ingenua y al
mismo tiempo tan maliciosa. Le escribía largas cartas donde le contaba sus
afanes con la geografía y las ciencias sociales. Luis temblaba de sólo ver su
Cuando Luis se casó, ella dejó de escribirle; ahora las vacaciones eran un
poco tensas: Patricia buscaba la mejor oportunidad para encontrarse con él a
solas y platicarle de un muchacho que andaba detrás de ella, pero a ella no le
gustaba. El que le gustaba andaba con otra, una amiga suya que le contaba de
ese novio y de cómo se escondían en los parques para darse abrazos y besos
perturbadores.
127
—Está embarazada —dijo Luis.
forma de presentar el panorama de una manera menos ruda?
responsabilidad.
alguna cosa para cenar. Entonces él la llamó. ¿Sabes cómo la llama? ¡Le chifla!
Gabriela pensó que las perspectivas que se le presentaban a esa niña en
pesadumbre, sin exageraciones. No podía querer a Patricia porque desde que
la había conocido sospechó los lazos que la unían con Luis. Muchas veces se
consideraciones. Carlos despertó. Hubo que sacudirlo para ponerlo al tanto de
128
Carlos empezó a integrarse al mundo de la vigilia deslumbrado por el
foco inclemente que colgaba del techo. Se cubrió los ojos con las manos y
—¿Llamó? ¿Por teléfono? ¿Por larga distancia? ¿Y cómo supo que estaba
yo aquí? —dijo Carlos. Cada pregunta quería refrendar la satisfacción de sus
esperanzas—. Pero yo ya se lo advertí. Dile que no quiero hablar con ella. No
Carlos volvió a abrazar su almohada y volvió a acomodarse en la cama
como diciendo: ya déjenme dormir, no interrumpan mis sueños con tonterías.
—No te vuelvas a dormir, Carlos —dijo Luis—; necesito hablar contigo.
confiesa: ¿qué sabes tú de un tal Miguel Ángel Godínez?
ingeniería y juega futbol americano. Andaba como de novio con Patricia.
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—No, porque el sábado se casa con ella. Tu padre dice que tú tienes la
culpa, tu madre no ha salido en tu defensa y yo me inclino a pensar que tienen
razón.
había hecho ninguna gracia y aún esperaba que se tratase de una broma
inocua, tras de la cual le permitirían reconciliarse con su sueño.
—¿De veras se van a casar? —dijo—. No puede ser, porque son menores
de edad. Que yo sepa, ese cuate no trabaja ni tiene forma de mantener a una
mujer.
—Pues ahora tiene que buscarse la forma de mantener a una mujer y a
un niño.
reflexionar un rato sobre el significado de mantener a una mujer y a un
niño—. ¿Está embarazada? ¡Qué bruta! Pero así es como se acostumbra. Mis
amigas, las que se han casado, todas llegan a la boda panzonas.
—Pero Patricia no es igual que ellas. Tenían que haberla protegido —dijo
Luis.
hizo lo que se le pegó la gana. No creas que yo tenía mucha autoridad sobre
ella. En serio que no había manera de cuidarla. Y no creas que no me agarré a
130
Lo dijo con plena convicción, porque esa boda también le dolía. Gabriela
los miró conjeturar y quejarse de la suerte, maldecir a Godínez, lamentarse de
lo tonta, lo ignorante que había sido Patricia. Luego hablaron del regreso; la
—Tu papá dice que ya dejes de hacer el idiota. Si regresas cuanto antes,
tu tía puede arreglar que te re instalen como si nada hubiera pasado.
—Claro, luego se pasará la vida recordándome su buena acción. Ahora
universidad. Tu padre dice que elijas la carrera que más te guste entre las que
—Sí, regrésate. Quédate allá este semestre. Ahorita te necesitan. Quieren
—Sí, regresa —dijo Luis—. Tal vez tu padre haya comprendido que tiene
que ser más flexible; ya vio que la mano dura no deja buenos resultados. De
todos modos, por el momento no te puedes inscribir a la escuela de teatro.
—Tal vez tengan razón —dijo Carlos—. Pero lo dudo mucho. No creas
que no he pensado en lo iluso que me vi al venirme así nada más, sin tener
nada preparado. Pero siempre estuve aquí mejor de lo que hubiera estado en
Gabriela pensó que esas acciones sólo se realizan cuando son repentinas,
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casa y seguramente dejaría el teatro, dejaría todas las confusas ilusiones de esa
Patricia; todo era cosa de que María Eugenia se dejara convencer. Estaba
que ganar la razón. No podían hacerle eso a una niña: era un crimen. Tenía tan
solo quince años. Había que dejarla estudiar, dejarla ver otras posibilidades de
mucho que le hubiera gustado hacer otras cosas: viajar, estudiar, conocer
aspiraciones.
plan para que tenga lista una maleta con lo indispensable. Nos la traemos para
acá y antes de que se den cuenta, ya estará todo arreglado. Aquí es muy fácil
Gabriela no quiso intervenir. No le advertiría a Luis que la mitad de su
plan era ilegal y la otra mitad, irrealizable. Lo dejaría acudir en auxilio de su
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verlo regresar desalentado, convencido de que la propia víctima era quien,
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CAPÍTULO XIII
Después de unas cuantas semanas sin verlo, Adriana comenzó a preguntarse
por qué había terminado así con él, si el tiempo que estuvieron juntos la había
pasado tan bien. Era una lástima perder su conversación, su sentido del
humor, su ternura, su afecto. Lo recordaba con gran simpatía, a pesar de que
que cada día era más patente, en su proyecto de tesis. La misma Marta
molestado mucho; después, Adriana había tratado de suavizar la tensión, pero
quedaba ese antecedente en su contra y, sobre todo, quedaba su incapacidad
—No te preocupes; en menos de una semana te repongo lo que falté. Me
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Pero esa seguridad desaparecía en el momento en que se sentaba ante el
escritorio y pretendía ponerse a leer. Entonces se le ocurrían mil distracciones:
desde preparase una taza de café hasta descubrir que su pluma no tenía tinta
violenta sería contraproducente y que los resultados de una investigación no
pueden obtenerse sino después de mucho trabajo. Pero no veía dónde estaba
el trabajo de Adriana: cada día era más evidente que llevaba meses sin hacer
nada.
animarlo doblemente puesto que no esperaba verla ahí, pero iba pensando en
ella y en que tenía que llamarla. Adriana respondió con sequedad que ella
—Bueno, entonces mejor ya ni te invito a cenar, como tenía pensado
—dijo Mauricio con la visible intención de hacer las paces.
135
Se despidieron. Adriana esperó que Mauricio la llamara después; pero
extrañarlo, decidió ser sensata y hablar con él de manera civilizada y con toda
la honestidad posible para resolver, entre los dos, el problema (si lo había);
Dejó los papeles sobre la mesa, tal y como los había encontrado al llegar,
chiste. O hacer como si la última vez que lo había visto hubiera sido el día
anterior; o decirle: “ya me puse al corriente con mi trabajo, ¿qué tal te va a ti?”
estaba cerrada; tocó dos o tres veces hasta convencerse de que Mauricio no
estaba allí. Habrá ido a dar una clase, pensó. Se puso a redactar un recado; un
Mauricio:
Adriana
Pero no decía nada acerca de su intención conciliatoria, ni de su simpatía por
ritmo con que se inició la investigación y que, ahora sí, todo era cuestión de no
detenerse, de ahí en adelante, sino hasta concluir. Estaba de magnífico humor,
136
porque empezaba a sentirse satisfecha de su trabajo, cuando regresó al
pocos amigos. Vaciló. ¿Qué cara tendría, detrás de la puerta? Unos segundos
más y él insistió (en un tono de voz que reflejaba irritación):
—¡Entre!
Abrió la puerta. Iba a ser mucho más difícil de lo que había supuesto.
Estaba verdaderamente enojado. Su saco colgaba del respaldo de una silla; no
llevaba corbata en la camisa a rayas finísimas de color café. No emitió ningún
sonido y ella temió abrir la boca. Sobre el escritorio, ante el cual él estaba
apresurada el recado donde lo citaba para hablar de algo muy urgente. Logró
balbucir:
consideró ese gesto una respuesta y lo interpretó como que Mauricio no tenía
ningún interés en hablar con ella sobre ningún asunto, ni urgente ni trivial.
Él siguió allí clavado en su asiento, sin mover ni un músculo. Ella sintió
la tensión y pensó que lo mejor sería salir corriendo por donde había llegado;
lo vio y se dio cuenta —hasta ese momento— de que Mauricio era bastante
mayor que ella. Su edad lo hacía temible sin saber por qué. Era su actitud, que
—A ver, ¿qué es lo que te pasa? Estás embarazada, ¿verdad?
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La sorpresa, el temor, la tensión; todo junto te hace estremecer: una punzada
contiene un grave reproche? Acaso él creía que Adriana había venido a sacarle
como ése. ¿Es lo único que pudo imaginar en la palabra “urgente”? Ahora
¿qué responder? Pero, ¿cómo se pudo atrever a tomar esa actitud? ¿Cuándo se
preocupó siquiera por preguntar si Adriana se estaba cuidando? ¿Cuándo se
Mauricio, comenzaron a convertirse en un profundo desprecio. No se merece
ni siquiera una respuesta; pero aún necesitó hacerle ver su pequeñez. Dijo en
para contárselo, que la consolara y la entendiera y fuera capaz de convencerla
Gabriela leyó en su rostro, en su voz, en sus ojos enrojecidos, la urgencia
—Ahi voy —dijo—. Nada más déjame que acomode esto. No me tardo.
138
Decidieron bajar al café más cercano; a pesar de que Adriana estaba muy
alterada y las meseras la miraban y las veía la gente de las otras mesas. Pero
todo aquello no existía. Había una sensación de desánimo y desesperanza que
Gabriela nunca hubiera imaginado capaz de apoderarse de su amiga: Adriana
podía comprender por qué la respuesta de Mauricio la había afectado de esa
manera.
De una manera distinta de como las estaba viendo Adriana. Para ella, su
encuentro con Mauricio había significado una forma nueva de comprender las
una relación amorosa sin chantajes, sin trampas, sin falsas ilusiones. Estuvo
explicándole eso a Gabriela y se preguntaba qué era lo que había fallado esta
Podemos comprar alguna cosa y comer allá. El único problema es ver cómo
Utilizó un pretexto que empezaba a gastarse y terminaría por no servir
en absoluto. Pero la ocasión ameritaba el gasto. Subió a la oficina, recogió sus
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cosas lo más rápido que pudo y dejó dicho que había tenido que ir a la
Fueron al súper. Adriana estaba mucho más serena. Gabriela podía, inclusive,
rato recorriendo la tienda de cabo a rabo, sin prisas. Era un placer comprarse
lo que más les gustaba; Gabriela empezaba a disfrutar esto como una de las
ridículo que era, finalmente buscar soluciones a ese tipo de conflictos, donde
todo era contradictorio y todo tenía un camino de ida y otro de regreso; cada
—¿Sabes por qué quiero vivir sola? —dijo—, porque siempre he tratado
de establecer con los seres humanos del sexo opuesto relaciones igualitarias.
Relaciones donde ninguno de los dos términos predomine, donde cada quien
sepa que no lleva ventaja, que nadie tiene privilegios; no hay trato especial ni
opuesto.
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—Porque los varones te aniquilan. Tú te niegas. Te colocas en una
situación de desventaja y te sacrificas por ellos. Haces lo que te piden. Y ellos
simplemente piden, cada vez más. Que no les quites el tiempo, que no les
hagas sombra, que les prepares un café, que no pienses ideas claras y
—¿Y no puede haber una relación con alguien del sexo opuesto donde
cosa. Ahí tú puedes decidir: nos vemos cuando ambos queramos, no cuando a
ti se te antoje. Ay, pero ese plan no les gusta. Porque pierden todas sus
ventajas.
—¿Sabes cuál es el lío que yo veo? Que se vuelve un relajo tener hijos.
Hablaron de la forma en que organizarían su vida cuando vivieran solas:
radio a la hora que gustes. Tejer una bufanda, leer a Corín Tellado o a Proust,
usarla. Comer comida de lata o guisar toda una tarde platillos exquisitos que
te queden mal y tengas que comértelos igual. Cantar. Bailar desde Janis Joplin
llorando, dormir en el despatarramiento total y ocupar toda la cama y toda la
cobija. Ver la tele desde la cama hasta horas inconvenientes. Comer en la cama
sin que importe si dejaste migas y hasta gotear las sábanas de chocolate
caliente. Llegar con toda clase de cuates, a toda clase de horas, para toda clase
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veces el mismo pedazo del mismo disco y las mil veces cantarlo o
Rayuela.
—¿Un amante?
—Bueno, así se dice, ¿no? Es un cuate que conocí en mi trabajo.
No, Luis no sabía nada. Gabriela había aprendido a cubrir todos los
signos que podían delatarla. Había aprendido esa elemental virtud burguesa
de conservar el secreto. Muchas veces hubiera querido decírselo, pero no era
causa.
Marcela: ahora no quería que Luis la dejara de ver.
Gabriela—; excepto por el detalle de que yo sí sé todo cuanto se refiere a
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Ése era un detalle lleno de ambigüedades. Ahora se preguntaba por qué
Luis no podía ser discreto. Era tan sencillo disimular que los descuidos de
—¿Por qué tendría yo que saberlo todo si me lastima? ¿Por qué es Luis
tan honesto, tan claro? ¿Por qué no se tomó la molestia de engañarme? Aún
qué no me engaña bien? ¿Cómo se las arregla para hacerme saber siempre y
de la manera más indudable cuándo la ve, cuándo hacen el amor, cuándo se
Era tan fácil destruir todo vestigio, toda prueba. Era tan simple como
establecer fronteras, como regular efusiones, como definir hasta dónde iba a
llegar una relación. Con Fernando las cosas eran tan claras, tan bien
casa. No necesitaban ni hacerse regalos ni enviarse mensajes por escrito.
más frecuente. Luis incluso bromea diciendo que está un poco celoso de ti.
Así es que si algún día te lo encuentras y te pregunta por mí, procura no ser
demasiado evidente.
amiga con cierta displicencia. Sin embargo, le gustaba esa mínima revancha.
confesarse con él. ¿Sabes cómo éramos Luis y yo? De esas parejas que se
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preguntan a cada momento: “¿en qué estás pensando?”, y que se contestan
fielmente el contenido de sus pensamientos. Es asfixiante no tener ni siquiera
distancia con Luis y cuido bien de que ya no vuelva a cerrarse.
—Es alguien muy raro; a veces pienso que nada más me está estudiando.
están en los libros. Dice que leemos de una manera muy especial. Cuando
empezamos a andar juntos, yo quería separarme cuanto antes de Luis, irme de
aquí, irme a vivir con él. Pero no es lo que él quiere. Me dijo: “Quiero hacer
otras cosas”. Me sentí rechazada, lloré, traté de convencerlo, de chantajearlo.
económica. Gabriela era su amiga, le gustaba, platicaban mucho, pero de ahí
no iba a pasar.
después de que dejes de querer a tu marido. Te va a aburrir, lo vas a aborrecer,
y al mismo tiempo, a mí me vas a estar viendo con mucho gusto”.
—Me lo encontré junto al elevador, a la salida del trabajo. Me preguntó si
traía coche. Ya llevábamos como dos meses de platicar bastante en la oficina.
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Como él sí traía coche, se ofreció a darme un aventón. Preguntó que por
dónde vivía yo, y como mi dirección queda por sus rumbos, me llevó a mi
casa. Dice que si hubiéramos vivido en dos sitios muy apartados de la ciudad,
Un ataque sutil, pero ataque al fin y al cabo. En cuanto estuvieron los dos
como lo acostumbraban hacer desde hacía varias semanas. ¿Qué era lo que
volvía diferente esa situación: ellos dos solos en un coche?
—¿Alguna vez has pensado en serle infiel a tu marido? —dijo Fernando,
en tono casual, sonriente, como si estuviera haciendo una encuesta, sin asomo
ella. Porque cabía la posibilidad de que, en efecto, se tratara tan solo de una
pregunta tan extraña? Tal vez diciendo: “No, nunca se me había ocurrido”.
Pero el silencio de Fernando le hizo pensar que él esperaba una respuesta.
Porque si es una broma, no sabes el lío en que te estás metiendo. ¿Qué tal si tú
nada más preguntas para obtener más datos para tu colección de opiniones
humanas y yo te malentiendo y luego no puedes deshacerte de mí?
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—Sí, eres un ejemplar de mi colección; pero yo te lo decía para advertirte
que, si respondieras en forma afirmativa, yo me ofrezco de candidato.
Durmieron las dos en la misma cama porque ya era muy tarde y ambas tenían
una flojera gigantesca. A la mañana siguiente, tuvieron que irse cada una a
sus deberes. Y se quedaron pensando, sí, ambas, esta vez las dos exactamente
coincidentes, que tener una amiga era una de las cosas espléndidas de la vida.
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CAPÍTULO XIV
Fernando tampoco te va a ayudar a decidir. Nadie se va a hacer cargo de tu
dilema. Tú eres la única responsable y tienes que decidir ya. ¿Cómo le hace
Adriana para arriesgarse a tomar decisiones en forma tan apresurada? Había
empaque en cajas de cartón de todos sus libros, el acomodo de tales cajas en
el cuarto de la azotea del condominio; la despedida de su empleo, a pesar de
las advertencias, los ruegos y los buenos consejos de Marta; el contacto con
decenas de personas con quienes habría de encontrarse y que le ayudarían a
acumular a lo largo de años de trabajo, y que difícilmente recuperaría. Ahora
estaba flotando en el aire. ¿Cómo podía saber si ese viaje habría de darle
respuestas? Un viaje indeterminado, riesgoso; no sabía cuándo iba a regresar,
pero cuando regresara —de eso no cabía la menor duda— se encontraría en
las condiciones más adversas de toda su vida: sin trabajo, sin coche, sin casa,
empacados; ¿era esa una buena solución? Buena o mala, ya estaba en marcha:
Adriana se va, dentro de cinco días, fuera del país.
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Gabriela no tenía esa capacidad para deshacerse de las cosas. Le daba
pánico nada más de pensar que una decisión así podía modificar el curso
completo de toda su vida y que no había manera de conocer el resultado último
interesados. La decisión de Gabriela le afectaba a él casi tanto como a ella. Si me
dice que me quede, me quedo con él para siempre. Pero, ¿no era desleal
haciéndole creer que ella solo pensaba en vivir con él? De todos modos, la
actitud de Luis en los últimos meses tenía que ser uno de los elementos más
Todo había sido mucho más cómodo mientras se trataba nada más de una
serie de planes que se sostenían en una conversación íntima; mientras se trataba
tan solo de especulaciones, de sueños. En tanto había podido mantener la idea
aire, todo sonaba muy bien. Le ayudaba, incluso, a soportar los inconvenientes
de su rutina, los roces y las asperezas de la vida en pareja, porque podía muy
bien fantasear y verse fuera de todos esos problemas con solo suponer que
práctica. Ahora ya no tenía ningún pretexto para seguir aplazando su partida:
suficiente como para poner una casa pequeña. Y, por fin, tenía ahora el
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departamento. Por mucho tiempo, ése fue el obstáculo principal: ella y
encontraban anunciados en el periódico, hasta que se convencieron de que era
muy difícil conseguir que le alquilaran uno a una mujer sola. El siguiente paso
Algún amigo podría prestarse a fungir como el marido de Gabriela y, una vez
llevar a cabo ese plan, porque ahora Adriana se iba. Adriana se va y me deja a
tiempo en estar listo para habitarse? Un mes antes, lo habría tomado Adriana y
¿Por qué no me dan un par de meses para ponerme de acuerdo conmigo
misma, para juntar todos los datos, al menos los suficientes, que necesito para
elegir?
hoy fui a verlo y ya está listo. Hablé con el dueño. Quiere alquilarlo a partir del
día primero.
dicho? Quiero ver, primero, cómo te las arreglas, antes de tomar yo el riesgo. Si
me das tiempo, sé que terminaré por decidirme, pero de esta manera... ¿Por
qué tenías que irte precisamente ahora? ¿Por qué hemos de tomar decisiones
irrevocables?
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—Voy a dar una vuelta —dijo Gabriela y Luis la vio salir del
departamento sin bolsa, sin llaves, sin suéter. Algo trae; debe ser el viaje de
Adriana.
Caminó por la calle y se dio cuenta de lo mucho que le gustaba caminar
por ese lado de la ciudad. Esa tarde cayó el primer gran aguacero de la
temporada y Gabriela no usaba paraguas porque siempre los perdía. La lluvia
oscurece el cielo y hace sentir como si ya fuera mucho más tarde. Cuando era
una adolescente se mojaba bajo la lluvia. Miraba a la gente detenida debajo de
alguna cornisa que más o menos servía como refugio mientras la lluvia
arreciaba. Nunca se refugió del agua. Llegaba a casa empapada y su madre la
mandaba a secarse el cabello con una toalla, a cambiarse de ropa, a meterse en
Arruinaba los zapatos, las blusas se le pintaban con el color de los suéteres, los
parecía haberse caído a una alberca. No quedaba nada que no chorreara.
hora, sin preocuparse más por el sitio donde metía los zapatos: toda la calle
era un gran charco, una corriente de agua que bajaba a toda velocidad por las
los semáforos descompuestos. Tal vez con esta lluvia el seto arraigue y prenda
y no se seque. Gabriela sintió cómo la salpicaba el líquido denso. Ojalá no se
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Adriana estaba pensando que más valía quedarse en casa esa tarde húmeda y
ropa y se secara la cabeza. No, no hace falta. Solo estaré un ratito. Ya le había
—Es que tengo que hablar contigo. Algo rápido. Sobre lo del
ésa.
—Más de lo que te imaginas. ¿Sabes qué pensé? Que para vivir sola hace
falta tener talento. Talento para la vida. Si no tienes marido, tienes que ser
excepcional para no sentirte completamente sola. Y yo soy un fracaso: me mata
profesionalmente. La revista fue un desastre. He estado pensando seriamente
en renunciar.
¿Qué es eso del talento y realizarse profesionalmente? Adriana pensó que
las excusas que encontraba su amiga eran cada vez más sofisticadas. Talento.
Nadie tenía talento si renunciaba a él de antemano. No se podía empezar por
el talento: había que arriesgarse. Había que intentarlo a costa de la propia vida,
—No, Gabriela, no te conformes si ya sabes que no va a funcionar.
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—¿Y para eso no se necesita talento?
propios errores. Ambas estaban cometiendo un error, pero era inútil pretender
que se podían tomar decisiones acertadas. Al menos, sus errores eran errores
Luis llegó muy pronto. Gabriela bajó corriendo y, en cuanto estuvo en el
cosas. Era increíble la forma en que se había mojado. Parecía una niña de ocho
¿Un hijo? Bueno, al menos había que empezar a pensarlo. Sí, ¿por qué no
ahora? La gente tiene hijos a edades mucho más tempranas que la nuestra.
Gabriela pensó que, desde ese día, había elegido a Luis y ya no habría
mañana en que al despertar no supiera que lo estaba eligiendo.
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Ediciones Chorcha Chillys Willys
México, D.F.
2014
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