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adaptaciones Twilight: Capitulo 4


Era una sensación rara ir sentada junto a Edward en su coche, como si hubieran entrado en un
bucle del tiempo, como si los últimos ocho meses no hubiesen existido. Era el mismo espacioso
Range Rover, y producía el mismo efecto de dominar al resto de los coches, muy por debajo de
ellos, experimentaba la misma sensación de seguridad por hallarse en manos del mismo hombre,
con el que sentía restaurarse una curiosa intimidad, al estar juntos y aislados de los demás.

Para sacudirse esa sensación de unión tan misteriosa, Bella no hacía más que mirar para
asegurarse de que, en efecto, no viajaban solos los dos, sino que Georgina estaba con ellos,
completamente a salvo en su cesta, muy tranquila a pesar del cambio de ambiente. La vida y el
tiempo no se habían detenido, y Georgina era la prueba viviente. Edward se había presentado con
el arnés para el moisés ya instalado en su todoterreno, sorprendiendo una vez más a Bella por su
previsión. Al menos, en ese sentido práctico, sí que había aceptado a Georgina.

—No te preocupes más, Bella, que no hay razón alguna —le dijo con una sonrisa, al verla una vez
más mirando al asiento de atrás—. El único sitio en el que es seguro que los bebés se duermen es
un vehículo en movimiento.

—¿Y eso de dónde lo sacas?

La sonrisa de Edward se volvió un poco irónica.

—Un conocido mío tuvo que pasarse una vez la mayor parte de la noche dando vueltas con su niño.
Su mujer estaba desesperada por dormir, y la única forma de que el crío dejara de llorar era así.

—A lo mejor le pasaba algo.

—Que le dolía la tripita, nada más.

Y nada menos, se dijo Bella, que se daba perfecta cuenta de hasta qué punto podía un problema
banal como ese afectar a la relación entre ellos. Hasta ahora, Edward no había visto a Georgina
más que dormida, como una muñequita, a la que bastaba con hacer un arrumaco. Por eso, debía
de pensar que la situación entre ambos podía continuar casi como era antes. Hasta a ella le había
dado esa sensación, al ir sentada a su lado, como antes. Como antes de Georgina.

Pero ya no estaban saliendo, y tampoco iban a casa a hacer el amor. En ese momento, empezó a
preocuparla lo que Edward estuviera esperando que sucediera esa noche. La verdad era que no
había tratado de besarla todavía. No había tenido más que gestos de cariño y apoyo para con ella.

Se quedó mirando sus manos, apoyadas en el volante. Quizá fuera por su oficio, por el tiempo y el
cuidado puestos en tratar la madera, sacando a la luz toda su belleza, por lo que las manos de
Edward tenían aquella extraordinaria sensibilidad. Pero, por mucho que Bella ansiara volver a
sentir la confirmación física de su amor, era demasiado pronto para pensar en reanudar su
intimidad. Demasiado pronto para todos, y en todos los sentidos. Su cuerpo necesitaba tiempo
para recuperarse del parto, y, aparte de eso, ella necesitaba comprobar la dedicación de Edward
a Georgina antes de permitirse regresar a la intimidad de antes. No podía confiar en él sin más,
por muy buenas que fueran las intenciones de Edward. Ya se sabía de qué estaba empedrado el
camino hacia el infierno.

Estaban ya entrando en el túnel de la bahía. Una vez emergieran del lado norte, llegarían en pocos
minutos a Lane Cove, que era donde se había instalado Alice, con el loable propósito de estar
bien situada para atender a la clientela de las urbanizaciones del norte y el oeste de Sidney. Bella
se estaba preguntando si no debería dejarle claro a Edward antes de que llegasen que las cosas
no estaban ni mucho menos solucionadas entre ellos dos, cuando sintió algo que chocaba contra
sus tacones, al bajar el Range Rover la cuesta abajo del túnel. Se agachó para ver qué era. Una
lata de comida para perros. No había vuelto a acordarse del perrazo de Edward, pero, al
comprobar que seguía teniéndolo, sintió un nuevo desaliento.

—Lo siento —dijo Edward, al verla con la lata en la mano—; debe de haberse salido de una bolsa
del supermercado. Más vale que la guardes en la guantera, para que no esté suelta.

Ella siguió su indicación, sin dejar de lamentar que estuviera tan encariñado con aquel perro que
había sacado de la Protectora de Animales, y que era tan enorme como fiero. Edward había
conseguido un magnífico perro guardián, que era lo que le convenía, puesto que en su vivienda-
taller guardaba con frecuencia piezas muy valiosas, pero a ella le daba miedo. Nunca había podido
decidirse a darle una palmadita, ni mucho menos jugar con él, como hacía su dueño, que insistía
en que era inofensivo si no notaba agresión. A lo mejor todo era debido a que ella no hubiera
tenido ningún contacto con perros de pequeña. Por cierto…

—¿Cómo es que nunca me has contado nada de cuando eras pequeño, Edward?

—Pues porque no tiene ninguna gracia recordar los peores años de la vida de uno, Bella.

No era agradable, pero era justo. Tampoco ella le había dado muchos detalles de su infancia. Solo
le había contado que sus padres se divorciaron y ella se fue a vivir con su abuela hasta que
empezó en la escuela de diseño, y tuvo que ir a Sidney. Como su familia, si así podía llamarla, vivía
a centenares de kilómetros hacia el norte, en Port Macquarie, no fue nada difícil descartar el ir a
verlos.

Por otra parte, al no tener padres ni hermanos, Edward no estaba precisamente obsesionado con
el tema de la familia. Siempre había aceptado su independencia con la misma naturalidad con que
consideraba la suya propia. Así que no se había sentido obligada a contarle que había crecido
sintiéndose una carga. No le gustaba recordarlo, y, a fin de cuentas, él la aceptaba tal cual era, sin
cuestionarse su procedencia o ambiente, que era exactamente lo que ella prefería.

—¿Tenías perro de pequeño? —le preguntó, volviendo al asunto que la preocupaba.

—No. Mis padres no me dejaron. Era una lata —sonrió con amargura—. Ya era bastante lata yo,
para encima cargar con un perro.

Así que a él también lo habían considerado una carga, aunque hubiera sido un hijo deseado.

—El portero del colegio tenía un perro, y me dejaba que jugara con él —siguió Edward, y,
evidentemente, eran recuerdos agradables—. Bueno, con ella. Se llamaba Miel, y era una hembra
de Labrador. Un año tuvo nueve cachorros, nada menos. Yo habría dado cualquier cosa por uno de
esos cachorros.

Bella ahogó un suspiro. Estaba claro que Edward no iba a desprenderse de Spike, así que había
un problema más. ¿Cómo iba a permitir ella que esa fiera se le acercara a Georgina? Había oído y
leído demasiadas historias terroríficas sobre los ataques de perros de presa a niños como para
que se pudiera siquiera plantear el arriesgarse.

Ya habían salido del túnel y rebasado la avenida por la que normalmente se desviaba Edward, en
dirección a su casa. Era preciosa, con vistas al mar, y muy amplia, aunque Edward había dedicado
el garaje, con capacidad para tres coches, y el porche, que normalmente era el área de juegos
para otras familias, a taller. La verdad era que tener que hacer sitio para una criatura no dejaría de
ser un incordio.

Cada vez estaban más cerca de su casa, y Bella se resolvió a dejar las cosas claras. Edward tenía
que comprender que no le bastaba con palabras: tenía que ver pruebas sólidas de su dedicación
antes de plantearse compartir la vida con él. Estaba a punto de decírselo, cuando él se le adelantó:

—Todos los niños deberían tener perro —declaró con convicción, y echó un vistazo hacia ella, para
comprobar que estaba de acuerdo con él—. Bueno, tal vez uno pequeño para empezar. Me han
dicho que los fox terrier enanos son muy buenos compañeros.

Lo de «enanos» le parecía muy bien a Bella.

—Pero me parece que hay unas cuantas cosas que debemos solucionar antes de plantearnos eso
—le advirtió. Edward daba muchas cosas por sentadas, sin saber los numerosos ajustes que iba a
sufrir su forma de vida.

—Claro —dijo, alegremente—, pero no quiero meterte prisa. Alice me ha dicho que por lo menos
le llevará mes y medio organizar una boda bonita. Y quiero que nuestra boda sea para ti un sueño.

—¡Pero Edward! —exclamó, aterrada—. Yo no quiero una boda por obligación.

—Nadie me está apuntando con una pistola para que me case, Bella.

—Pero no se te habría ocurrido casarte de no ser por la niña —contraatacó ella.

—Eso no es verdad. Yo iba a pedirte que vinieras a vivir conmigo esa misma noche que
discutimos. Es lo mismo.

—¡No es lo mismo para nada!

—Lo es para mí —replicó Edward, y sus ojos verdes brillaban al afirmarlo—. Tú eres la única mujer
con la que he querido vivir, Bella.

—Me parece que se te olvida algo. Que vengo con niña incorporada.

—Porque existe la niña es por lo que ahora prefiero el matrimonio —explicó él, esforzándose por
ser paciente—. No hay nadie más conservador que un niño: les gusta tener seguros a mamá y
papá.

—Todo eso es muy bonito —contestó ella—, pero, en la práctica, no sale igual. Más de la tercera
parte de los que se casan terminan divorciándose. ¿Y qué pasa entonces con los niños?

Edward dio un suspiro y le dirigió una tierna mirada.

—Ya sé que hablas por propia experiencia, Bella, y que debió de dolerte mucho que se divorciaran
tus padres…

«Pues no. Lo que dolía era lo de antes de divorciarse».

—Pero eso no es razón para que nosotros no nos casemos. No somos las mismas personas.

—Y yo no estaría sentada a tu lado si no creyera que podemos intentarlo, Edward —le contestó,
muy tensa—, pero, te lo ruego, haz el favor de no seguir dando por supuesto que yo ya estoy
dispuesta a compartir mi vida y la de Georgina contigo. Porque no lo estoy.

Silencio.

Bella sentía a Edward dándole vueltas a la situación, buscando formas de desmontar las
objeciones de ella, de apaciguar sus miedos. Y eso la ponía muy nerviosa. No quería sentirse
presionada. No lo podía soportar en ese momento. La confianza no era algo que se pudiera forzar,
sino que debía ir creciendo poco a poco. Tan absorta estaba, que la sorprendió dejar de oír el
motor del coche. Estaban parados junto al bordillo, delante de la casa de Alice. ¡Ya estaban en
casa! El corazón se le aceleró, en parte de alegría, y en parte por aprensión, temiendo el momento
de pedirle a Edward que se fuera a su casa.

Él se había soltado ya el cinturón de seguridad y se volvía hacia ella, poniéndole una mano
dulcemente contra la mejilla, para captar su atención.

—Bella… —le dijo, con la voz estrangulada por la emoción—. Te amo. Necesito que me creas…

Y se inclinó hacia ella. Antes de que Bella pudiera reaccionar, la boca de Edward estaba
solicitando la suya, tratando de persuadirla, de seducirla con una ternura que anulaba cualquier
resistencia que hubiera podido despertar otro beso más apasionado. La dulzura, la delicadeza de
aquella especie de tanteo despertó en ella la conciencia del vacío de todos esos meses sin él, y
con ella una desesperada necesidad de colmarlo, de borrar las dudas y el miedo, de dejar que el
amor entrara a raudales. Sus labios respondieron instintivamente a los de él, incitantes,
invitadores, respondiendo ciegamente a la memoria de la pasión que habían compartido.

Lentamente, a regañadientes, Edward refrenó el poder de la pasión que los dos empezaban a
reconocer, dejando a Bella aún temblorosa al apartarse. También él jadeaba al respirar, pero le
acarició la mejilla con extremada suavidad. Bella abrió los ojos, sin aliento, ahogando su deseo de
protestar por su separación, de rogar que continuara lo que había comenzado. Edward tenía una
expresión de angustia.

—Podría haber estado junto a ti todo este tiempo…

Pero ella no quería volver sobre el pasado. Lo que quería…

—Yo habría estado junto a ti, Bella, si me lo hubieras dicho.

¿Sería eso cierto?, pensó Bella.

—Te juro que nada habría podido interponerse entre los dos.

Y la mente de Bella, barrida por el deseo, sintió una sacudida de pasión al oírlo, pero, luego, lenta
e inexorablemente, la conclusión lógica de lo que le decía Edward se abrió paso en su cerebro.

No habría permitido a Georgina interponerse entre los dos.

Y, aunque ahora quisiera obligarse a sí mismo a tolerarla, sin duda sentiría resentimiento al
hacerlo. Y qué fácil era olvidarse de que existía, mientras se pasaba el día dormida y no molestaba
en absoluto. Pero eso no duraría.

—Georgina —dijo en un susurro. La voz le salió ahogada, al darse cuenta de que también ella
había dejado de pensar en la niña.

—No le va a pasar nada en dos minutos.

—No —dijo Bella, empezando a buscar el cierre de su cinturón de seguridad, apartándose


bruscamente del peligroso contacto de Edward—. No quiero hablar ahora de estas cosas,
Edward. Quiero meter el equipaje y volver a instalarme cuanto antes en mi casa.

—Pero yo no te estaba culpando por haber tomado esa decisión —repuso él, suavemente—;
simplemente, me lamentaba por el tiempo perdido de estar juntos. Y no me gustaría que
siguiéramos perdiéndolo.

—¡Muy bien! Pues vamos a movernos.

Bella abrió la puerta del coche y saltó, sin dejarse entretener más. Al tocar el suelo, sintió que las
piernas se le doblaban y tuvo que agarrarse a la puerta. Por si fuera poco el desgaste físico de dar
a luz, ahora tenía que ocuparse de reajustar toda su vida emocional.
Se dijo que debía mantener a Edward a una distancia prudencial hasta que estuviera segura de
cómo le iba a afectar la convivencia con un bebé. No deseaba verse desgarrada entre dos amores
en conflicto. Si ahora cedía a los sentimientos que despertaba en ella, más adelante todo sería
mucho más penoso, si finalmente tenía que renunciar a él por Georgina.

—¿Estás bien? —le preguntó él, preocupado al verla así.

—Sí —le contestó, agradeciendo que él probablemente lo atribuiría todo a debilidad física, y no a
su vulnerabilidad ante él.

Tomó su bolso y cerró la puerta del coche. Se recostó contra ella, tratando de reunir sus fuerzas,
mientras él bajaba por su lado y, para su alivio, en lugar de seguir presionándola, empezó a
ocuparse de Georgina. Con el moisés de la niña en una mano y la maleta en la otra, siguió a Bella
hacia la entrada del apartamento que ésta tenía en la casa de Alice. Reanimada, ella consiguió
andar con seguridad hasta la casa, agradeciendo que Alice hubiera dejado todas las luces
encendidas, sin duda como gesto de bienvenida. Abrió la puerta, y se apartó, para dejar pasar a
Edward, en su papel de porteador. Era consciente del riesgo que suponía dejar entrar a Edward en
casa, pero no se sentía con fuerzas para negarse. No podía tratarlo con tal descortesía, y, a
cambio, estaba segura de que él respetaría su deseo de quedarse a solas con Georgina. Lo único
que tenía que hacer era mostrar firmeza, por persuasivo que Edward resultara.

—¿Derechos al dormitorio? —preguntó él, señalando con la barbilla a la niña.

—Sí, muy bien —le contestó Bella, sin poder evitar ruborizarse al pensar en las muchas veces que
habían compartido dormitorio.

Era evidente que, al entrar esa mañana en el piso para dejar la compra, Edward se había
familiarizado con la disposición de las habitaciones. Sin tener que decirle nada, recorrió con los
bultos el vestíbulo y el corredor, pasando de largo ante las puertas del bailo y de la cocina, y
encendiendo la luz del dormitorio al llegar a él. Para Bella era mucho mejor no verse obligada a
acompañarlo.

Por su parte, entró en la pequeña cocina y puso agua a calentar. Después de todas las atenciones
que había tenido con ella Edward ese día, era imposible despedirlo sin ofrecerle al menos una taza
de té. Mientras esperaba a que hirviera el agua, Bella trató de tranquilizarse, de recuperar la
sensación de independencia que el apartamento le daba. Comparado con la casa de él, era
diminuto, pero lo había organizado de forma que podía moverse con comodidad.

El cuarto de estar estaba dividido en tres zonas. Una, junto a la ventana, ocupada por un tersillo de
bambú, con la correspondiente mesita de café. A continuación, estaba su máquina de coser y,
detrás de ella, en la pared, un enorme panel de corcho, en el que estaban colgados todos los útiles
de su oficio, los hilos, las tijeras, la cinta métrica. En el otro extremo de la habitación, estaban la
televisión y la cadena de música.

La tapicería llenaba de vida la habitación y, naturalmente, Bella no había pagado por las fundas y
cojines de su sofá y butacas, ni por sus cortinas, más que el precio de la tela. A juego con la tela,
había ahora un hermoso ramo de dalias amarillas sobre la mesita, un gesto más de bienvenida, sin
duda, de Alice. Las rosas se habían quedado en la habitación del hospital, para que Jessica y
Emily, quienes la ocuparan después, disfrutaran de ellas. No era nada fácil trasladar un jarrón con
tres docenas.

Bella pensó que seguramente a Edward no le habría parecido bien el uso que ella hacía de su
mesa de comedor. No la usaba para comer, sino que la tenía permanentemente calzada con tacos
de madera, hasta una altura cómoda para apoyarse en ella para dibujar y cortar. Sus comidas las
tomaba en la encimera de la cocina. No tenía mucho espacio, pero eso no significaba que no
llevara una vida cómoda y agradable.

Al oír los pasos de Edward, se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. Después abrió la puerta
Al oír los pasos de Edward, se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. Después abrió la puerta
del frigorífico, bloqueando así el estrecho paso de entrada a la cocina. Su intención era tanto la de
sacar la leche como la de que Edward fuera directamente al cuarto de estar, a sentarse, pero se
quedó embobada contemplando el contenido del frigorífico.

—Sin novedad en el frente —dijo él alegremente.

Pero ella apenas lo oyó, absorta ante la cantidad y variedad de carne, pescado, fruta, verdura, y,
por supuesto, todo tipo de fruslerías apetecibles que llenaban su frigorífico.

—Nunca podré comerme todo esto —dijo, muy bajito.

—Ya te ayudaré yo —contestó él animosamente.

Y, al oírlo, sintió un cosquilleo de advertencia en la columna. Cerró la puerta del frigorífico y decidió
hacer frente a la emergencia que se le presentaba. Edward le dirigió una sonrisa deslumbrante, y
Bella sintió ganas de lamentarse por lo difícil que le estaba poniendo las cosas.

—¿Es que piensas comer conmigo, Edward? —le preguntó, con cierta dureza.

—Había pensado que yo podría acercarme, cuando termine de trabajar y preparar las cenas. Así
tendrías un ratito para descansar por las noches.

—Eres muy amable —pero, al decirlo, Bella estaba más bien pensando «Qué manera de hacerse
con el control de todo»—; ¿también piensas prepararme el desayuno?

—Pues, er… —por suerte para él, Edward dudó un momento, y, al percatarse del peligroso brillo
de los ojos de Bella, preguntó, por precaución—. ¿No sería buena idea?

—No, si significa que das por sentado que te puedes quedar a dormir aquí cuando a ti te parezca
bien —le contestó ella con irritación.

—No cuando a mí me parezca bien, Bella. Yo pretendo ayudarte —se apresuró a aclarar—. Pero
de verdad que me preocupa esta noche. Todo el mundo dice que la primera noche que uno pasa a
solas en casa con un recién nacido se pasa miedo. Ya no tiene uno a los expertos a mano…

—¿Y desde cuándo eres tú un experto? —la voz de Bella se elevó, sin querer, una octava.

—Quiero decir que uno se siente muy solo —corrigió Edward—. Me da pena que te quedes sola,
Bella. ¿Y si la cría te da mala noche? No tendrías a nadie con quien hablar…

—Nadie que me abrazara y me consolara y me diera un besito. ¿Es eso, Edward? —estaba claro
que lo que él quería era aprovechar cada minuto para estar con ella, no ocuparse de la niña.

Como Bella no parecía recibir favorablemente sus palabras, Edward hizo una pausa, con el ceño
fruncido.

—Lo único que quiero es que puedas contar conmigo, Bella.

Con qué sinceridad parecía hablar. Ella estuvo a punto de ceder. A fin de cuentas, su propio
corazón deseaba sentir su amor y poder entregarse a él, descansar en él. Pero Edward solo se
ofrecía a venir para estar con ella, y a ella eso no le bastaba. No podía contentarse con eso.

Ojalá sintiera un interés parecido por Georgina. Bella cerró los ojos, trató de ordenar sus
prioridades de nuevo, y comprendió que no podía seguir esforzándose por resolver los dilemas
esa noche. Tenía que descansar.

—Quiero que te marches ya, Edward.

—Pero Bella…
Ella volvió a abrir los ojos y lo miró. Estaba al límite de sus fuerzas.

—Por favor, márchate.

—Pero, ¿por qué? —era evidente que aquello lo sorprendía y le dolía—. ¿Qué es lo que he hecho
mal?

—No quiero seguir discutiendo —gritó ella, exasperada, y, sin paciencia ya para seguir explicando
al motivo de su angustia, fue hasta la puerta y la abrió—. Por favor. Estoy muy cansada. Necesito
tiempo y espacio para estar sola, Edward.

A regañadientes, Edward se acercó a la puerta, sin dejar de mirarla, tratando de adivinar las
causas de un comportamiento tan incomprensible para él. Al llegar junto a ella, levantó las manos,
en un gesto de apaciguamiento.

—¿Y qué me dices de que yo…?

—¡No! —y Bella sacudió ofuscada la cabeza—. Es demasiado pronto. Buenas noches, Edward.
Muchísimas gracias por traernos a casa, pero ahora, de verdad, necesito que te vayas.

—Muy bien —contestó él, suavemente, viendo, que no se podía seguir hablando con ella en el
estado en que se hallaba—. Buenas noches, Bella. Y dile también buenas noches a la cría de mi
parte.

«La cría».

Él salió y Bella, tras cerrar inmediatamente la puerta rompió a llorar.

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