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La revolución de octubre: antes y después

Ariel Petruccelli

Rusia, fines del siglo XIX. Contemporáneos a Marx y Engels, varios grupos de hombres y
mujeres se lanzan al asalto del poder zarista –incluyendo un buen número de espectaculares
acciones “terroristas”–, mientras discuten apasionadamente sobre las posibilidades de desarrollar el
socialismo en Rusia sin pasar por una etapa capitalista, aprovechando las propiedades comunitarias
de las aldeas campesinas. Muchos de estos revolucionarios se llamaban a sí mismos narodniki
(populistas).

El rasgo distintivo de los “populistas” es que creían en la posibilidad de evitar o detener el


desarrollo capitalista en Rusia, empleando los cimientos colectivistas de las comunas campesinas
(obschina) para un desarrollo socialista. Se trataría de la posibilidad, pues, de un socialismo
campesino. En una carta ya legendaria, la Vera Zasulich interrogó a Marx sobre las posibilidades de
supervivencia de la comuna y sus potencialidades para “la regeneración social de Rusia”, que era la
manera de referirse a la revolución socialista para evitar la censura zarista. La respuesta de Marx
fue clara pero condicional:

“El análisis de El Capital ...no aporta razones ni en pro ni en contra de la vitalidad de la


comuna rusa. Sin embargo, el estudio especial que he hecho sobre ella, que incluye una
búsqueda de material original, me ha convencido de que la comuna es el punto de apoyo para
la regeneración social de Rusia. Pero, para que pueda funcionar como tal, las influencias
dañinas que la asaltan por todos lados deben ser primero eliminadas y luego se le deben
garantizar las condiciones normales para su desarrollo espontáneo”.

Marx, de hecho, manifestaría su apoyo y su admiración a los revolucionarios populistas de


Narodnaia Volia, la organización que tuvo en vilo al zar. A finales del siglo XIX.

Sin embargo, por esas paradojas de la historia, el “marxismo” ruso codificado por Plejanov se
desarrolló cuestionando la perspectiva populista. Plejanov y el resto de los socialdemócratas
(incluyendo a Lenin) entendían que en Rusia sólo era posible una revolución burguesa. En modo
alguno estaban planteadas tareas socialistas. Se trataría, claro, de una revolución burguesa peculiar,
con una burguesía débil y un proletariado fuerte que ejercería la hegemonía en la lucha contra el
absolutismo. Pero una revolución burguesa después de todo.

Sólo un intelectual auto-proclamado marxista y miembro de las organizaciones marxistas rusas


consideró que la revolución rusa podría evolucionar rápidamente para convertirse en una revolución
socialista: naturalmente, se trata de Trotsky. Pero el sustento de la trotskysta teoría de la
“revolución permanente” no era la potencialidad de la comuna rural, sino la situación del sistema
capitalista mundial, que había entrado en la etapa de transición al socialismo. Esta posición (o una
posición prácticamente equivalente aunque con ciertas diferencias teóricas) sería a la postre
adoptada por Lenin poco después de la revolución de febrero de 1917 (más precisamente en abril),
y tras varios lustros de defender una perspectiva estratégica semejante a la de Plejanov. Por
intermedio de Lenin y de sus “Tesis de abril” la perspectiva de una revolución permanente o
ininterrumpida se convertiría en la orientación política del partido Bolchevique, que fundado en ella
se encaminó a tomar el poder en octubre de 1917, en lugar de brindar un apoyo crítico al gobierno
“burgués” surgido de la revolución de febrero (como habían hecho los bolcheviques antes del
retorno de Lenin del exilio).

Sin embargo, el socialismo en cuestión no se erigió apoyándose en el campesinado y sus


tradiciones comunitarias (que entre tanto habían disminuido enormemente), sino aplastando a los
campesinos e imponiéndoles por la fuerza una agricultura mecanizada y colectivista, cuando los
campesinos defendían la pequeña propiedad privada. El triunfo bolchevique fue posible por el
abandono de la perspectiva de una revolución burguesa –que había sido un punto en común de
bolcheviques y mencheviques–, lo cual vindicó la perspectiva de la “revolución permanente”
esbozada por Trotsky, pero también, al menos en parte, la vieja tesis populista sobre la posibilidad
de evitar la fase capitalista.

El estallido de la URSS y de las democracias populares europeas, junto al creciente desarrollo de


formas capitalistas en China, vuelven a plantear la pregunta de cuáles pueden ser las bases, las vías
y los apoyos de un orden socialista. El modelo de socialismo “desarrollista”, autoritario y
burocrático está definitivamente acabado. Pero los sueños de una sociedad justa, solidaria,
igualitaria y cooperativa conservan plena vigencia. Las respuestas intelectuales y prácticas
ensayadas durante el siglo XX para alcanzarla han sido indudablemente insuficientes. Estudiarlas y
conocerlas, sin embargo, es indispensable para construir en el futuro lo que nuestros ancestros no
pudieron alcanzar en el pasado.

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