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El País Ofimática

La
educación
afgana, en
el precipicio:

El veto talibán a la enseñanza femenina es solo la punta del iceberg del


retroceso de muchos otros derechos en su vida diaria

Se atribuye a Fray Luis de León el célebre “como decíamos ayer” con


que saludó a sus alumnos al regresar a clase tras varios años
encarcelado. El espíritu del fraile español sigue sin aparecer por
Afganistán, donde los talibanes mantienen, de momento, el veto a la
educación de la mujer salvo en los cursos de infantil. De la Universidad
de Salamanca a la de Kabul hay 8.100 kilómetros por carretera y una
distancia académica mucho mayor tras el hachazo dado por el régimen
de la guerrilla yihadista. El nuevo rector, Mohammad Ashraf Ghairat, es
un antiguo portavoz talibán que no cuenta ni con experiencia ni con

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preparación suficiente, según algunos profesores de la institución. Las


redes sociales han ardido en críticas en los últimos días tras el
nombramiento.

“Todo lo que les preocupa es la separación por géneros, el burka…”,


denuncia Talwasa, una profesora de 30 años que imparte en esa
institución Lengua y Literatura Pastún, la lengua mayoritaria entre los
talibanes. El nuevo rector “es alguien de mentalidad muy cerrada” y
“siempre en contra de las mujeres”, confirma Najibullah Afghan, de 26
años y profesor del Departamento de Español. A los 300 profesores que
calcula que se marcharon con el ascenso de los fundamentalistas puede
unirse un importante boicot por parte de otros muchos si Ghairat no se
sale de la senda que todos sospechan que va a seguir.

La negativa del régimen talibán a permitir la vuelta a las clases a las


mujeres y la ausencia de cualquier tipo de plan al respecto no hace más
que incrementar la incertidumbre sobre el futuro de la mitad de la
población de un país de 40 millones de habitantes. El portavoz del
Gobierno, Zabihullah Mujahid, dijo la semana pasada que andan
perfilando lo necesario para que puedan regresar a las aulas. Eso
ocurrirá “lo antes posible”. Fue todo lo que concretó. Pero el cerco a la
educación es solo la punta del iceberg del cambio sufrido por la mujer
en Afganistán en las últimas semanas.

“Ser mujer o niña en Afganistán te convierte en pecadora”. Esta es la


primera frase que suelta Dewa, de 17 años, antes incluso de que el

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reportero la interpele. “En algunas situaciones mi vida cambiaría mucho


si fuera un chico”, añade refiriéndose a la liberación que supondría el
poder equiparar su vida, a la sombra de su padre —una especie de
“guardaespaldas”—, a la de sus hermanos. Todo pese a que su entorno
familiar es liberal comparado con la media del país. “Mi padre quiere que
sea médica”, una profesión con mejor encaje en la mentalidad
conservadora del país, pero “mi sueño es ser astronauta”. Lo ve
complicado en todo caso “bajo la mentalidad estúpida talibán”. “No
podemos mostrar nuestra valía”, comenta con soltura en inglés al
tiempo que asegura ser la número uno de su clase. Con los pies en la
tierra más que en la luna, se conformaría con estudiar Económicas.

“¿Qué será de mí, me quedaré aquí convertida en un ama de casa?”, se


pregunta convencida de que nunca va a rendirse mientras se sube una y
otra vez las gafas, que se le resbalan nariz abajo. Pero la presión en la
calle impone su ritmo y el amor de esta joven por la moda occidental ha
quedado de momento aparcado. No luce ni faldas, ni pantalones
vaqueros, ni colores vivos.

El número de escuelas se triplicó en Afganistán en los 20 años


transcurridos desde que en 2001 fuera descabezado el anterior Gobierno
talibán. Los menores escolarizados, además, pasaron de un millón a 9,5
millones, según cifras de Unicef. Pese a los avances, en zonas rurales la
escolarización presentaba importantes problemas.

Mariam, de 16 años, y Yousuf, de 12, son hermanos. Él volvió a clase el


pasado 18 de septiembre, como el resto de alumnos y alumnas de
primaria. Ella sigue esperando. Cuando la guerrilla se hizo con el poder
en Kabul, las clases se interrumpieron. Estaba en plenos exámenes y
dejó sin hacer los de Historia y Pastún. “Hasta el momento todo son

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promesas, planes y anuncios”, lamenta Mariam en el salón de su casa


en la capital junto a su hermano. Se queja también de la desaparición
en el nuevo gabinete del Ministerio de la Mujer, que ha sido sustituido
por otro para preservar la moral y contra el vicio. La chica teme que el
cerrojazo a la educación vaya más allá y acaben por impedirles trabajar
y hasta salir a la calle sin la compañía de un hombre. “La existencia de
mujeres en el Gobierno y en la vida laboral es muy importante”,
reflexiona.

Ninguno de los dos había nacido cuando entre 1996 y 2001 los talibanes
ya impidieron a las mujeres acceder a la educación y cercenaron otros
importantes derechos. “Mis compañeras y yo estamos preocupadas,
nerviosas y temerosas” ante la llegada de los “extremistas”. Todas las
asignaturas se las imparten profesoras salvo una, Sharía (el equivalente
a religión), de la que se encarga un profesor.

Ni estudia ni trabaja

“¿Cuál es nuestro futuro si la mitad del país nos quedamos en un


espacio ambiguo, sin educación ni trabajo?”. Shahnaza, profesora de
Geografía e Historia de 25 años en un colegio privado, vive en un
permanente estado de “depresión” porque el cerco a los derechos de las
mujeres va mucho más allá del sector de la Educación. Cuenta que la
semana pasada un talibán que vigilaba el jardín Babur de la capital la
apuntó con su rifle porque consideraba que no iba correctamente
vestida. Todo pese a que iba cubierta hasta los pies con un chapán [una
vestimenta típica de la zona que se lleva por encima de la ropa] negro y
sobre la cabeza, un pañuelo verde que dejaba entrever parte de su
cabello, como muestra en la foto que guarda de ese día en el teléfono.

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“Si nos apuntan solo por no vestir como quieren, ¿cómo nos van a dejar
volver a clase?”, se pregunta.

Sara Qamoos, de 26 años, ha estudiado Administración de Empresas y


en los últimos años ha compaginado las clases con su trabajo en un
proyecto vinculado a Naciones Unidas para el desarrollo de Kabul. Ahora
no puede defender su trabajo de fin de carrera y el proyecto donde
estaba empleada está congelado. Tampoco puede acudir al gimnasio,
pues solo está habilitado para uso masculino, ni salir con sus amigos a
cenar de la misma forma que lo hacía antes. Las limitaciones al vestir,
que antes no se imponía ella ni su familia, llevan en la entrevista forma
de prenda larga de color negro. “Todas tenemos miedo”, concluye. Sara
acude a la entrevista con su hermana Sahar, de 22 años y estudiante de
Lengua y Literatura, que reconoce que es el primer día que pisa la calle
desde que los talibanes se hicieron con las riendas de todo el país.

En cuanto se lo permitan, Shahnaza retomará su magisterio sin una


pizca de autocensura, asegura. “Tengo que tener coraje por mis
alumnos y por mi trabajo”, se revuelve en la silla de una cafetería
mientras acaricia el vaso de un zumo de naranja sin apenas probarlo.
“No pienso aceptar que los talibanes nos dominen ni física ni
mentalmente”.

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