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Teresa de Lisieux
Historia de una misión
http://www.mercaba.org/FICHAS/Santos/TLisieux/historia_de_una_mision.htm
Ofrecemos la introducción del libro que el gran teólogo suizo dedicó a la Santa de Lisieux: Teresita
del Niño Jesús, cuya aparente simplicidad ha sido a menudo explotada desdibujando su recio perfil
espiritual, con mengua evidente de los valores de santidad que su vida y sus enseñanzas nos
transmiten. Un relato puramente biográfico y psicológico, al estilo de algunas hagiografías fáciles,
nos hubiera proporcionado sólo una visión parcial y superficial. Un santo únicamente puede
comprenderse desde la teología, es decir, en función de su vocación y de su misión. El "caminito" de
la santa de Lisieux, la sublime doctrina de la "infancia espiritual" y de "entrega" al Señor, desbordan
la anécdota y, por encima de todo gazmoño sentimentalismo, adquieren auténtico relieve y se
insertan en el plan salvífico de Cristo, como algo que, siendo enteramente nuevo en su formulación,
arranca directamente de la esencia misma del Evangelio.
Así, Teresita ora: «Yo deseo cumplir perfectamente vuestra voluntad y llegar al
grado de gloria que me habéis preparado en vuestro reino: en una palabra, yo
deseo ser santa» [1].
Dios cuenta, al trazar su plan de santidad, con la naturaleza, con las fuerzas y
posibilidades de cada uno. Pero procede en ello tan libremente, como el artista
con los colores de su paleta. No es posible prever de antemano qué colores
preferirá el artista, cuáles tal vez apurará; cuáles, por el contrario, no hará más
que tocar, de qué mezclas gustará más, qué efectos en general pretende
producir.
Todos los que después de Pablo han sido llamados a la santidad representativa,
saben lo mismo de sí mismos: al aceptar su misión diferenciada y realizarla a la
vista de toda la Iglesia, no hacen sino obedecer un estricto mandato del
Espíritu Santo.
Para las misiones peculiares de santidad es sobre todo válida la palabra del
Señor: «No me habéis escogido vosotros a mí, sino que os he escogido yo a
vosotros y os he puesto para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea
permanente» (Ioh 15, 16).
Con esta distinción entre santidad ordinaria y representativa, anda junta otra
que no coincide totalmente con ella. Hay dentro de la Iglesia, que es el cuerpo
de Cristo, misiones y caminos de santidad que van más del cuerpo a la cabeza;
y otras, más de la cabeza al cuerpo. Aun cuando cabeza y miembros forman un
solo cuerpo, aun cuando Cristo y la Iglesia viven de la sola y única gracia y
santidad de Dios; hay, sin embargo, dentro de esta unidad, cierta polaridad. Y
esto justamente dentro de las santidades diferenciadas. Hay misiones que
parecen disparadas como rayos del cielo sobre la Iglesia y que han de presentar
a ésta una voluntad única e inequívoca de Dios. Y hay, por otra parte, misiones
que brotan del seno de la Iglesia y de la comunidad, del seno de las órdenes
religiosas y que, por su pureza y consecuencia, se convierten en modelos para
los demás. Las primeras vienen de Dios y se implantan en la Iglesia; y la Iglesia,
si quiere obedecer al Espíritu Santo, tiene que recibirlas y edificarse en la
plenitud concreta de su santidad. Las otras proceden de la Iglesia, son flores
que su suelo feraz ha producido y son por ella ofrecidas a Dios como primicias
de sus frutos. Ambos tipos de santos viven del mismo espíritu de Dios y ambos
son, a la par, cristianos y eclesiásticos. Ambos, pues, han de demostrar su
espíritu cristiano por su espíritu eclesiástico; pero el primer grupo lleva un cuño
incomparablemente más marcado que el segundo. Ese grupo contiene aquellos
claros tipos y formas de santidad que Dios mismo presenta como piedras
angulares, como notas de reconocimiento, como esquemas definitivos de
exposición del Evangelio para hoy y para siglos. Son irrebatibles, inatacables,
indivisibles como números primos. Expresan lo que el Espíritu de Dios, que
sopla siempre vitalmente donde quiere, y sin cesar descubre nuevos aspectos
de la revelación infinita, quiere decir justamente hoy. En la canonización del
primer grupo de santos es más bien la Iglesia la que obedece a Dios. En la
canonización del segundo grupo es más bien Dios quien accede a un justo
deseo de la Iglesia. Pero, como es más importante que la Iglesia secunde los
deseos de Dios, que no que Dios siga los de la Iglesia, de ahí que tenga más
importancia también para ésta averiguar con toda diligencia aquellos santos
que Dios le envía expresamente y sin sombra de duda y se los propone por
modelo, aceptarlos e incorporarse su mensaje; tiene, finalmente, más
importancia alcanzar y hacer posibles tales mensajeros de Dios por medio de la
general santidad de la Iglesia, que no irse añadiendo, como si dijéramos, por
propio parecer, una gran muchedumbre de santos propios.
Las misiones regaladas inmediatamente por Dios a su Iglesia, poseen todas algo
de lo que es propiedad de Dios, ser a la vez totalmente concretas y totalmente
incomprensibles. Son, cómo la esencia de Dios, lo absolutamente determinado,
inconfundible, concluso y realizado, y son a la vez de una infinitud e ilimitación
de riqueza que desafía toda definitiva fijación y definición. De ahí justamente
viene su eficacia de entusiasmo y atracción sobre la Iglesia, tanto en el
innúmero pueblo fiel, puesto que cada uno halla ahí algo conforme a su gusto y
todos, sin embargo, están de acuerdo sobre la esencia y carácter del santo;
como sobre la investigación de los teólogos y de todos aquellos que quieren
ahondar en el fenómeno de ese santo, y que, con razón, descubren y describen
en él aspectos siempre nuevos. Los santos que no pertenecen a este grupo, no
poseen esta paradoja o, en todo caso, sólo en la medida en que la posee toda
vida cristiana. Son un realce de lo ordinario, ejemplos de perfección de una o de
varias virtudes cristianas, y pueden por ello ser familiares al pueblo cristiano de
otra manera: porque salen de él y le muestran hasta dónde se puede llegar en
parejas condiciones de vida, naturales y sobrenaturales. Sin embargo, los
predilectos del pueblo son los santos del otro grupo. Aun cuando son mucho
menos imitables directamente, el pueblo sabe por instinto que ellos son los
grandes regalos que Dios le hace, no sólo como patronos a quienes se puede
invocar en determinadas necesidades, sino como grandes luminares de
consuelo y de fervor que Dios ha colocado en medio de su Iglesia. Para el
pueblo, ellos son sobre todo una nueva forma de imitación de Cristo en la vida,
dada por el Espíritu Santo, una imagen y ejemplificación del Evangelio en la vida
diaria.
Para el teólogo, esos santos son más bien una nueva exposición de la
revelación, un enriquecimiento de la doctrina, en torno a rasgos poco
observados hasta ahora. Aun cuando ellos mismos no fueran teólogos o sabios,
su existencia, como totalidad, es un fenómeno teológico que encierra en sí una
doctrina viva, fecunda y adaptada a la época, doctrina regalada por el Espíritu
Santo y que debe, por ende, ser muy bien atendida, y junto a la cual, dirigida
como está a toda la Iglesia, nadie puede pasar distraídamente. Cierto que no
está nadie obligado a venerar a un santo, a creer en un milagro o revelación
privada concreta, a admitir una palabra o una doctrina de un santo como
exposición auténtica de la revelación de Dios.
Pero no se trata aquí de esa acotación negativa que pone a salvo lo absoluto y
único de la revelación de Cristo. Se trata del trozo vivo y esencial de tradición
que estos santos representan, de aquella tradición de la Iglesia que nos
muestra a través de todos los siglos la acción vivificante del Espíritu Santo en
la exposición de la revelación de Cristo consignada en la Escritura. Esta
exposición no cabe duda que se cumple, de un lado, por el ministerio de los
apóstoles, es decir, de la jerarquía; pero se realiza también, de modo no menos
penetrante, por medio de los santos, que son el evangelio viviente.
Teresa de Lisieux se nos presenta, sin género de duda, con una misión
otorgada inmediatamente por Dios a la Iglesia. Las primeras palabras de la
alocución de Pío XI en su beatificación aluden inequívocamente a ello: «Es cierto
que la voz de Dios y la voz del pueblo se han como divinamente unido para
exaltar a la Venerable Teresa del Niño Jesús; pero la voz de Dios es la que se
ha dejado oír la primera. No ha sido ella la que se ha armonizado con la voz del
pueblo, sino la voz del pueblo la que ha reconocido y seguido a la voz de Dios
[3]. Puede incluso decirse (si bien tales afirmaciones, por razón de los límites
imprecisos entre la santidad primariamente divina y la primariamente
eclesiástica, tienen siempre algo de atrevido) que Teresa, juntamente con el
cura de Ars, representa el único ejemplo absolutamente evidente de una misión
teológica en amplio sentido dentro del siglo xrx (Catalina Labouré y Bernardita
Soubirous tienen más bien la misión de un mensaje único, Don Bosco y Gemma
Galgani no alcanzan totalmente el volumen de una primaria misión teológica) y
que ella, hasta hoy, ha sido también la última. Así podría también corresponder
a la conciencia general del pueblo creyente. Pío XI la llamaba la gran santa de
los tiempos modernos.
Teresa tiene desde niña una peculiar propensión a meditar y a reflexionar sobre
sí misma. Esta propensión le da, una vez que ha descubierto su misión, una
conciencia, que es rara en los santos. Teresa sabe ahora que está puesta sobre
el candelero, y que su vida, las más pequeñas de sus acciones, han de
convertirse en modelo para muchas «almas pequeñitas». Se sitúa a sí misma en
su relación con otras grandes misiones, compara su misión con la de su amiga
Juana de Arco: «En mi misión, como en la de Juana de Arco, la voluntad de
Dios se cumplirá, a despecho de la envidia de los hombres» [4]. Define cada
vez con más exactitud el contenido de su mensaje, al buscar expresar en
fórmulas más nítidas su doctrina del «caminito». Ve en la publicación de su
manuscrito «una obra importante», sabe que «todo el mundo la amará», que
sus escritos «han de hacer mucho bien» [5]. En sus últimos meses pronuncia
incesantemente como palabras testamentarias: «Hay que decir a las almas...»
Hace muy precisas manifestaciones acerca de su misión ultraterrena en el cielo
que muy pronto iba a comenzar: o Siento que mi misión pronto va a comenzar:
mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar mi caminito a las almas.
Si mis deseos son escuchados, mi cielo se habrá pasado sobre la tierra hasta el
fin del mundo» [6]. Y como su hermana Paulina le preguntara qué caminito era
aquel que había que enseñar a las almas después de su muerte, Teresa
responde con plena conciencia de su responsabilidad: «Es el camino de la
infancia espiritual, el camino de la confianza y de la total entrega. Quiero
enseñarles esos medios chiquitos que tan buen resultado me han dado a mí...»
[7]
Ambas cosas son inseparables. Su doctrina no son tanto sus escritos como su
vida misma, como por otro lado tampoco sus escritos hablan apenas de otra
cosa que de su propia vida. En su existencia ve ella encarnada aquella doctrina
que «tanto bien puede hacer a las almas», y por eso no teme poner a
disposición de la Iglesia esa existencia como un ejemplo. Teresa pertenece al
número de aquellos que «son expropiados para utilidad pública», según la
palabra de María Antonieta de Geuser. Y su existencia es de valor ejemplar para
la Iglesia por cuanto el Espíritu Santo se apoderó de ella y de ella se ha servido
para demostrar por su medio algo a la Iglesia, para abrir un par de perspectivas
nuevas sobre el Evangelio.
Esto y sólo esto debiera interesar a la Iglesia en Teresa. Esto y sólo esto
debieran también observar y retener en ella los que advierten que se levantan
objeciones o por lo menos resistencias totalmente indefinibles contra muchos
rasgos de su culto, y hasta quizá de su mismo carácter. De hecho, pocas veces
quizá ha sido tan urgente separar la misión de un santo de lo accesorio, como
aquí. Aquella peculiaridad de Teresa que todo lo penetra y a que ya se ha
aludido, su espíritu reflexivo, no puede ser contado entre lo esencial. Más bien
habremos de mostrar cómo esa tendencia fue en parte exacerbada por
lamentables accidentes. Teresa semeja a un enfermo en la sala de
experimentación que va siguiendo con el mayor interés y graba en sí cuanto el
profesor cuenta a los alumnos sobre su caso; y se olvida un poco de que en
esta situación, ella hubiera tenido que ser más bien objeto y caso neutral, que
no sujeto y personal destino. Se toma indefectiblemente a sí misma
personalmente allí donde en realidad sólo habría que entenderla objetivamente.
Esto puede también turbar por un momento la mirada objetiva de su
contemplador. Y puede también, como ha sucedido a muchos, excitar una
ligera irritación de nervios. Habrá que mostrar en qué amplia medida es Teresa
misma responsable de su propia canonización, en qué amplia medida sus
hermanas carnales pusieron, ya en vida de ella, en el Carmen, los fundamentos
de su culto. Pero la tarea de verdad importante no es responder a esta
tendencia de Teresa a la propia contemplación con un psicoanálisis extremado,
sino, por el contrario, a consciente distancia de ello, dirigir la atención a la
misión objetiva. Cierto que Teresa, por su propensión a reflexionar, no facilita
esta tarea. Ésta, como ya hemos dicho, no se resuelve tampoco por el intento
de disociar puramente su misión de lo personal y psicológico. Tal empresa no
es posible en santo alguno, y doblemente imposible en Teresa, cuya misión
consistió realmente en la presentación de «su camino». El único procedimiento
posible es dejar que, lenta y cuidadosamente, se vayan dibujando los contentos
de su misión a través de todo lo biográfico.
«La nueva santa Teresa se penetró de esta doctrina evangélica y la hizo pasar
a la práctica cotidiana de su vida. Es más, este camino de la infancia espiritual,
lo enseñó ella por sus palabras y por sus ejemplos a las novicias de su
monasterio y lo ha revelado a todos por sus escritos, que se han divulgado por
toda la tierra y que nadie seguramente ha leído sin quedar encantado de ellos y
sin leerlos y releerlos con gran placer y provecho... [9] Le plugo, pues, a la
divina bondad dotarla y enriquecerla con un don de sabiduría absolutamente
excepcional. En las lecciones del catecismo había bebido abundantemente la
pura doctrina de la fe, la doctrina ascética en el libro de oro de la Imitación de
Cristo, la de la mística en los escritos de su Padre San Juan de la Cruz. Pero,
sobre todo, Teresa nutría su espíritu y su corazón en la meditación asidua de
las santas Escrituras, y el Espíritu de verdad le descubrió y enseñó aquello que
Él ordinariamente oculta a los sabios y prudentes y revela a los humildes.
Teresa adquirió, en efecto, según testimonio de nuestro Predecesor inmediato,
ciencia tal de las cosas sobrenaturales que pudo trazar a los demás un camino
cierto de salvación» [10].
Estas indicaciones de los papas han hallado durante largo tiempo escaso eco.
Las obras más conocidas y más penetrantes que hasta los últimos tiempos se
han ocupado sobre Teresa de Lisieux, se mueven preferentemente dentro de
categorías historicobiográficas y psicologicoascéticas. En esta línea han surgido
una serie de obras conocidas que se proponen ante todo por blanco, frente al
amaneramiento y la empalagosa cursilería con que se ha presentado a la
santita, sacar a la luz la autenticidad de su figura. Lo cual, de acuerdo con sus
medios de trabajo, creyeron los autores de aquellas obras que no podían
realizar de otro modo que por medio del descubrimiento de «la verdad
histórica». Dos rasgos caracterizan esta literatura. Ante todo, su tendencia a la
«revelación». Apodándose en la creencia, no injustificada, que más de un
pormenor doloroso y amargo en la vida religiosa de Teresa había sido, por
razones de miramiento, ocultado por sus hermanas de religión, se desencadenó
una verdadera tempestad contra la «mendacidad» de las biografías oficiales y
se entabló una como porfía en la publicación de trágicos pormenores, en parte
escandalosos y estremecedores. Con esto se enlaza el segundo rasgo de estas
obras: la figura de Teresa pareció ganar así en grandeza y dimensión, pues
detrás del silencioso y sonriente «caminito», se perfilaron los rasgos
sobrehumanos, heroicos y trágicos de su destino y de sus sufrimientos, y todo
lo que ella misma borrara o cubriera de cristiano perdón, se desplegaba,
desnudo y sangrante, ante los ojos del lector [12].
El método para llegar ahí es difícil y todavía hay que encontrarlo: «Para
comprender el alma de los santos habría que mirarlos con la mirada misma de
Dios» (p. 13). Para ello es menester una cierta unidad, difícil de describir, de
amor y crítica, de proximidad y distancia, de sentimiento y abstracción. Y
Philipon percibe bien que «en los santos, como en los grandes maestros, las
más vastas perspectivas se reducen siempre a ciertos elementos sencillos,
pero decisivos, que desempeñan en la síntesis concreta de sus almas, el mismo
papel que los primeros principios directivos de una ciencia. Cuando se los ha
comprendido, se tiene en la mano la clave del todo» (p. 14). Pero mientras los
psicólogos dramatizan la vida de Teresa, exageran los hechos y esparcen
negras sombras sobre su contorno y hasta sobre sus noches oscuras y sus
angustias, en el mundo de los teólogos hasta ahora las cosas seguían no raras
veces inmersas en una luz sin sombras, en una especie de orbe sapiencial y de
teológica perfección, en que la vida aparecía casi exclusivamente como
ilustración de un tratado de virtutibus. Tal vez se pone aquí de manifiesto una
hipótesis previa en ambos bandos [15] cuya aceptación sin reparo impide una
postrera vivificación, que habría de realizarse sin violencia del objeto. Me
refiero al supuesto previo de que con la canonización de un santo, con la
declaración, por ende, de que todas sus virtudes han alcanzado un grado
heroico — no indaguemos de momento qué hubiera dicho Teresa sobre este
criterio a la luz de su doctrina—, a todos sus hechos y pensamientos y, más
aún, a su existencia como totalidad ha de marcárselos con la etiqueta de
«perfectos», una etiqueta que tendría en cada santo el mismo sentido, la
misma plenitud, la misma extensión. Si se concede desde luego que hay
caminos diversos para la santidad, diversos caracteres de los santos, destinos
y cuños varios de la santidad única, se cree también ser un deber afirmar que
toda esa plenitud de posibilidades no afectan para nada el concepto de
santidad; más bien, el que dice santo, dice perfecto, y el que dice perfecto
expresa un non plus ultra que no es posible pasar.
Pero no es así. Para convencerse de ello basta considerar que, entre los
pecadores ordinarios y los santos canonizados, entre las ovejas blancas y
negras, media toda una escala de matices grises que veda una respuesta
precisa sobre el grado de perfección en que un cristiano sea realmente
canonizable. Siendo esto así, la gradación se proseguirá también dentro de la
serie de los canonizados. Dios nos libre del intento de trazar aquí ahora
semejante gradación. Pero ya el mero pensamiento de que también los santos
siguen siendo hombres con sus flaquezas, quizá, ocasionalmente, hasta con
pecados; y, lo que tiene aquí mayor importancia, que entienden, aceptan y
realizan de modo muy diferente su misión, da a su figura un dramatismo
totalmente distinto y proyecta sobre ella sombras y luces bien distintas que las
de un sondeo psicológico, aquí fundamentalmente fuera de lugar. Hay santos
— los mártires— que han sido canonizados por razón de un acto único. Pero
hay asimismo quienes, sin ser mártires, realizaron también en su vida el acto
único de un sí total y fueron luego en su camino más bien empujados por la
inexorabilidad de su sí pronunciado, que no por haber sido ellos dueños libre de
su palabra de afirmación. Hay quienes han mantenido su misión, clara y
sonoramente como un toque de clarín, dentro de un mundo y de una Iglesia
circundante que en cerrada falange la atacaba, como Juana de Arco. Pero hay
también otros, cuya misión era de tal naturaleza que, para su pleno
florecimiento, hubiera necesitado del concurso inteligente de su ambiente, y
hubieron de sufrir daño por el pecado y la obstinación de quienes los rodearon.
Un daño que no podía atentar a la sustancia de su misión, pero que sí
entorpeció su desenvolvimiento, su eficacia y su crecimiento rectilíneo.
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Quizá el más grande teólogo católico del siglo XX. Nació en Lucerna,
Suiza en 1905. Estudió en las Universidades de Zurich, Viena, Berlín,
Munich y Lyon. Jesuita de 1928 a 1948. Fundó con Adrianne von Speyr un
instituto secular. En 1971 fundó con Joseph Ratzinger y Henri De Lubac la
revista “Communio”. Revista católica internacional. Fue miembro de la
Comisión teológica internacional desde su fundación (1968). Murió en
1988, dos días antes de su incorporación al colegio cardenalicio por parte
de Juan Pablo II. Es autor de una amplísima obra que abarca la teología, la
filosofía, la literatura, el arte. Algunos títulos importantes: Sólo el amor
es digno de fe , El complejo antirromano , Teresa de Lisieux. Historia de una
Misión , Estados de vida cristiano , ¿Quién es cristiano? Su obra capital es
la famosa Trilogía: Gloria. Una estética teológica (7 vols.), Teodramática
(5 vols.), y Teológica (3 vols.).
Notas
Fuente: Hans Urs von Balthasar, Teresa de Lisieux. Historia de una misión, Herder, Barcelona, 1989.