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AFECTOS

Y COMIDA

“Y el arroz y una copa o dos copas


nos fueron sacando alguna palabra
de más contra el silencio, nos
fueron reconstituyendo el color y
la presencia de espíritu, para,
terminar la comida, ser devueltos
por fin al arte mayor de las siestas
de verano. Ya resueltas en la mesa,
las cosas, al poco, también
mejorarían en el campo. La alegría,
sin darnos cuenta, se había
restaurado”. Ignacio Peyró
SELECCIÓN
El manejo del fuego y La
despensa eterna, de Ignacio
Peyró, Comimos y bebimos,
Libros del asteroide.

Capítulo de Los sorrentinos,


Virginia Higa, Editorial Sigilo

Cena de Navidad, Nora Ephron,


No me acuerdo de nada, Libros
del asteroide.

Cenas con amigos y Comida de


parvulario, Lawrie Colwin, Una
escritora en la cocina, Libros
del asteroide
Comimos y Bebimos
Ignacio Peyró
El manejo del fuego

En el verano del año 2003, un fuego estuvo a punto de arrasar la finca de mi padre y
cambiar hacia la tragedia el destino de una familia hasta entonces normal y feliz.
Fueron días de mucha congoja. El incendio había saltado el río desde la orilla de
Portugal —donde cada año parecía arder medio país— hasta la de Extremadura. Un
viento muy caliente llevaba por el aire las pavesas; el cielo tenía ese color desolación
que nunca olvida quien ha visto el cielo de un incendio.
Los hombres de la comarca nos reuníamos —aunque uno ahí solo figurase a título
turístico— en un alto desde el que se dominaban los contornos. En ese cerro se
sorteaban los puestos para las monterías en invierno y, con la misma cantidad de
todoterrenos y coches machotes, se intentaba definir la estrategia de ataque contra el
incendio ese verano. Para la lucha contra el fuego se habían presentado, como suele
ocurrir, menos soldados que coroneles. Y quienes sentían que en el grupo de mando
no se hacía caso a su criterio pasaban pronto a engrosar esas tertulias, entre
cariacontecidas y chuscas, que tienen lugar entre nosotros hasta, o sobre todo, en las
circunstancias de tristeza más solemne, de un accidente a un tanatorio. Al final, la
autoridad —Guardia Civil, bomberos de la Junta, Ministerio— terminó por hacerse con
la situación, no sin el escepticismo por lo bajo de esos mismos comentaristas, entre
quienes había una muy democrática mezcla de amos, jornaleros y mirones. Pero,
apartada de su discurrir habitual, la vida —lo recuerdo— paraba en días extraños:
lejos del horario de trabajo de siempre, en la práctica, no teníamos otra tarea que
esperar. Bajo un cielo enrarecido de humo, mareados de calor, el fuego seguía
quemando, y lo que podíamos perder —esas barreras de encinas y carrascas y
alcornoques y animales— aparecía ante los ojos con una luz y una belleza más
potentes que nunca: con la urgencia de amor que da el peligro.
Así estuvimos dos, tres días, sin convertir el susto en rutina pero —de alguna
manera— amoldándonos a él. Al mediodía, cuando volvíamos a comer, la casa tenía —
como siempre— esa sombra y ese frescor azulado que le daban las ventanas cerradas
para protegerla de la luz de julio-agosto. El silencio, sin embargo, era más grave de lo
habitual: era como ese parón súbito, por ejemplo tras una discusión, en que hasta las
mismas cosas parecen quedarse tensas y calladas y, si alguien da en hablar, se le
hacen gestos para que baje la voz y se le dice en susurros que «no está el horno para
bollos». Un sigilo de siesta trasplantado a la hora rara de antes de comer. Sentado a la
mesa, mi padre —de por sí hombre de silencios poderosos— miraba en torno con un
gesto escasísimo de ver: los ojos desangelados, el labio fruncido, la nariz replegada —
su gesto de los momentos muy malos. No era para menos: ese campo —esa finca— era
y es su vida, aunque él sin duda hubiera desaprobado ponerlo en términos tan
dramáticos.
Quizá por la amenaza antigua del fuego, una fuerza todavía más primitiva que la
guerra, en la casa se dio lo que solo puedo explicarme como un repliegue ancestral:
puede ser que uno solo fuera a hacer bulto ahí fuera, pero la sensación al salir del
cortijo era que las mujeres nos despedían como si fuésemos a luchar contra los
amalecitas o tuviésemos que traer de vuelta, tras riesgos y tormentas, la humeante
canal de un jabalí. Tal vez eso explicara, al final de todo, el silencio de la casa: era el
silencio de quienes velan, de quienes guardan una ausencia. Algo muy antropológico.
Pero el hecho de que nos despidieran casi agitando pañuelos también iba a explicar lo
que ocurrió un mediodía a nuestra vuelta, cuando nos sentamos a comer —eran días
de excepción— sin ni siquiera ducharnos. Mi madre se había hecho a los fogones. Mi
madre, cocinera capaz de un aristocrático desdén a su propio talento, con la
desenvoltura en la cocina de un Wellington en el campo de batalla, había decidido, sin
decir nada a nadie, que nos merecíamos un gran recibimiento y una gran comida.
No sé de dónde se sacó el milagro del pescado fresco —salmonete, almeja, gamba
— esos días, cómo lo negoció, a quién mandó a por él; tampoco sé de dónde sacó los
ánimos para la trabajera de un arroz para pocos, ni por qué todo se dispuso sobre la
mesa sin ningún énfasis, como para que hablara por sí mismo y la sorpresa tuviera
que cundir sola en todo lo que va del jamón a los postres. Al verlo, mi padre no dijo
nada —no podía ser de otra manera—, pero él mismo se levantó, como un rito
propiciatorio, a por una botella de vino blanco. Y el arroz y una copa y dos copas nos
fueron sacando alguna palabra de más contra el silencio, nos fueron reconstituyendo
el color y la presencia de espíritu, para, terminada la comida, ser devueltos por fin al
arte mayor de las siestas de verano. Ya resueltas en la mesa, las cosas, al poco,
también mejorarían en el campo. La alegría, sin darnos cuenta, se había restaurado.
Y no hay duda de que la memoria saca brillo a la vida, y quizá esa comida que se
me antojó palaciega a mi madre le resultara normal o fuera hija del cálculo —«hoy
toca pescado»— propio de la cocina. Pero con ese incidente me pareció que algo
cuadraba de modo profundo. Que se hacía justicia a la mujer —mi madre— a la que
recordaba en las mañanas de verano, cuando que encargarse de la comida, con arte
de cocinera premiada y contabilidad de intendente. Que todo transparentaba esa
acepción del amor que es el cuidado y que algo tiene que ver, en última instancia, con
la comida y la familia, con el bendito mecanismo tribal del comer juntos. Y también
me pareció que, por una afinidad misteriosa, el santo manejo del fuego en el hogar —
la civilización— había podido contra la crudeza del fuego como amenaza fuera de la
casa.
No me entretendré más: este libro está dedicado a mis padres.

Nacido en un momento en que los niños aún no soñaban con ser cocineros y los
cocineros no eran maestros de moral, es posible que mi generación —hijos de la UCD y
del primer González— haya sido la última en conocer algo parecido a la cocina
familiar. Un país sin estrellas Michelin, sin pizzas a domicilio y con vino a la hora de
comer; en el que la quinoa real esperaba turno para salir del altiplano y las buenas
gentes se tomaban con gran gusto pasteles adquiridos, según quiere el tópico, tras la
misa de domingo. Un país, en fin, en el que el estirón económico de la mitad del siglo
había borrado la memoria del hambre para enfrentarnos a problemas propios de las
sociedades de la abundancia. No creo que el abandono de la cocina en las casas sea
una catástrofe: para la humanidad en su conjunto, por decirlo de modo rimbombante,
será mejor cocinar por gusto una vez a la semana que guisar por necesidad todos los
días. En un mundo que nunca deja de dar pie a consideraciones melancólicas, en la
cocina podemos —al menos— ponernos un poco optimistas. A la vez, tampoco vamos a
poder reclamar el aprecio de la comida, el conocimiento demorado y el paladar
agradecido de las generaciones que se vieron obligadas a cocinar —a dar de comer—
a los otros cada día. Más en España, donde las cocinas regionales —y una cierta
cocina nacional— brillaban en las casas lo que no lucían en restaurantes. Ejemplo
drástico: cuando se muera Pepita, un portento de cocinera sevillana que conocí, se
habrá quedado sin heredero una manera de freír a la andaluza. Y una manera de
enredar al pescadero para llevarse las mejores pijotas.
Por mucho que amemos la memoria, sin embargo, la inventiva de la cocina es una
alegría capaz de reprimir toda nostalgia: echo mucho de menos algunos restaurantes,
y este libro tiene no pocas salvas de homenaje, pero no podemos decir que los que
abren son peores. Del mismo modo, la crítica —más venal o más informada— puede
cansarnos, y aquí espero no haber hablado nunca de «propuestas» ni de «conceptos»,
ni haber escrito «producto» o «caldo» donde pueden ir «género» o «vino»; del mismo
modo, tampoco espero haber alabado a cocineros por tener «una aproximación
honesta» a su oficio —¡solo faltaría!— o por emprender «un diálogo entre tradición y
vanguardia». Una de las cosas que hemos de agradecer a la cocina es que el afán por
intelectualizarla suele caer en el ridículo: aprecia mucho más el acercamiento de la
sensualidad. Aun así, la crítica es básica para distinguir lo bueno de lo malo, para que
haya conversación, para que la industria prospere y —por supuesto— por el puro
placer de leer al que sabe. Me voy a olvidar de algunos, pero cómo no acordarse de
Bellver y de la Serna, de Sostres y Terrés, de Varona y de Maribona o de Alberto
«Asturianos», también mesonero de pro. Yo mismo, con la estricta irregularidad que
impone la pereza, he hecho algo parecido a crítica en Época o Tapas, en El
Confidencial Digital o The Luxonomist. Mi agradecimiento a ellos. En el mejor de los
casos, la escritura sobre cocina ha sabido encarnar no solo una retórica para
especialistas o un mundanismo dichoso, sino —por decirlo al modo de Perucho— una
estética del gusto y una belleza de vivir que va mucho más allá de la crudeza del
comer. Temo que algo de eso se está perdiendo ahora —y este libro lo quiere
reivindicar.
Dejaré clara mi posición. Culinariamente, soy un tradicionalista curioso o un
conservador abierto. Detesto la cocina trampantojo y la nueva moda cuquicursi, y más
que el barroco tecnológico o la fusión me interesan los cocineros que rebuscan en una
tradición dada y la refinan. Me desalienta el restaurante como parque temático y me
fastidia —como si sirviera de algo— toda comida que se lo ponga difícil a la
conversación o al vino. Prefiero el hedonismo lento y no creo que nunca transija en el
deshonor de guardar cola bajo la lluvia para un ramen. Llevo a las malas la obligación
contemporánea de ser gourmet y huyo del cocinillas cargante. No desaprovecho una
ocasión —también aquí— para dejar pasar de largo las polémicas y las modas del día.
Echo de menos una cocina pegada a los ritmos del año y capaz de distinguir el tiempo
ordinario de la fiesta, y aunque me gusten las almejas grandes como el puño de un
niño, creo que un genio de la cocina popular fue arreglárselas para ennoblecer una
materia prima solo corriente o hacer primores con alimentos considerados mediocres.
Admiro los restaurantes que son más conocidos que su chef y, si desconfío del artista
en el taller del pintor, aún más desconfío del artistazo en la cocina. En general, un
gran higienizante es pagar por lo que uno come.
Más. Me gustan los riojas muy viejos y delgados y los muy jóvenes y juguetones.
Los ródanos frescos y bien cubiertos, syrah o garnacha, norte o sur. La gloria
jerezana, más de aperitivo que de sobremesa. El oporto y el invierno. El champán,
pocas veces: cuando no es muy bueno, bien puede ocurrir que sea malo. Perderse en
la Borgoña, que vale por todo un orbe del vino. Y reencontrarse allá en la margen
izquierda de Burdeos, entre añadas de serena madurez y pompa otoñal. Confieso que
no miro con disgusto a los nuevos viñadores radicales. Amamos lo que amó todo el
mundo: el jamón recién cortado, las ostras más frescas, el otoño-invierno con sus aves
y vivir en un país donde cada playa da nombre a un amor de verano y a una gamba.
En la tradición, más los asados —comemos lo que podemos comer— que los guisos. Y
si los años quitan la golosura que teníamos de niños y adolescentes, nos hacen
admirar el lenguaje, la química, el milagro del arroz tal y como se cocina en la franja
del Levante peninsular. Algo parecido ocurre con la verdura, del desdén infantil a la
inquietud con que hoy esperamos los primeros espárragos. Lejos de España solo he
echado de menos las cosas más inmediatas: marmita de bonito, sardinas del norte o
del sur, una bocanada de pimentón picante, la alegría y la mordiente de las cocinas
que tienen aceite de oliva frente a las que no. La hermana ñora, la hermana piparra.
Una buena chuleta. La morcilla, Dios mío, la morcilla.

Hay libros difíciles de explicar que resultan muy gratos de leer: este libro pertenece a
los primeros y ojalá pueda estar entre los segundos. Consciente del pie de página que
ha representado la literatura gastronómica, como escritor, la cocina me interesa para
hablar de la vida y de los afectos. También, como pretexto para lo que dijo Bernard
Frank: no es una misión menor de la literatura guardar para una generación posterior
la vida de nuestras calles, y estas páginas son las calles —y las mesas— de mi vida.
Como también son memoria y vida las ocasionales erudiciones festivas en que
incurren estas notas.
Terminar un libro lleva consigo una melancolía muy propia: no saber si volveremos
a terminar otro. Terminar Comimos y bebimos añade una nueva: con estas páginas,
agoto ese crédito de juventud que se nos da al nacer y rescato algún pecio de una
educación sentimental entre los bares y las novias y los amigos y los restaurantes de
Madrid. Es tiempo —cerca ya de los cuarenta años— de enterrarlo ahora. Cada vez
más familiarizados con los triglicéridos que con los chuletones, ya lo que toca es
agradecer esas compañías con las que alguna noche nos quisimos creer reyes del
tiempo. A todos les debo algo: una inmersión en Sechuán o clubland, el sabor
canónico del pesto, el secreto para que te tumbe y te levante un dry martini. Eduardo
Barrachina, Carlos Fernández-Arias, Pepe Bernardo, Carlos Hernández Garay, Jesús
Sánchez Guillén, Andrés Rojo: no reneguemos, hermanos, de la alegría que fue
nuestra.

Londres, verano de 2018


La despensa eterna

La cocina es una de las mejores maneras que los hombres hemos encontrado para
cortejar la felicidad y —por eso mismo— la cocina es también una de las mejores
maneras de bendecir la vida y celebrar el acto gratuito de existir. No hacen faltas
largas cogitaciones para comprobarlo: en el apremio de cada mañana, un desayuno
bien fundamentado viene a restaurar el orden del mundo como una acotación dichosa,
del mismo modo que el resopón del borracho —una pasta, un bocadillo con lo que
haya aquí y allá— nos mandará a la cama con el confort del abrazo de una abuela. Hay
un automatismo según el cual nuestra biología agradece un chuletón y media botella
de vino hasta darnos su equivalente en términos de alegría. Así se instaura una
mirada benigna, indulgente, sobre las cosas.
Órgano conservador, el estómago siempre se alimenta del pasado. Los hombres
vivimos la cocina como una hijuela de la memoria, ese depósito de sensualidades por
el cual alcanzan trascendencia personal el rugor de la corteza de un queso, el jaleo de
la cocina en días de fiesta, las moras del final del verano o esas bandejas de dulces —
buñuelos o rosquillas pringosas de azúcar— que no se podían tocar hasta la hora de la
merienda. Por algo se ha dicho que la nostalgia es una mermelada de frambuesa. Al
probar, mil años después, una copa de Yquem, recuerdo el comentario de una amiga:
«Es el olor de mi infancia». En realidad, poco importa si en los desvanes del gusto
guardamos un helado de limón en pantalones cortos o aquella botella de vino de
cuando aprendíamos a ser adultos. Comemos —escribe Léo Moulin— lo que nuestra
madre nos enseñó a comer. Y en esos corredores que unen la memoria y el gusto
redescubrimos otra felicidad de la cocina: la conformidad con el pasado, una
sabiduría para la vida. A algunas almas, los pormenores culinarios siempre les han
parecido una lírica de bajo vuelo, pero cabe preguntarse —como Baruzi a otros
efectos— si sus gestos no nos ayudarán «a identificar los signos de un amor más
sublime».
Desde luego, no todo es el recuerdo remoto del niño que se encarama a una silla
para meter el dedo en el pastel. Con el tiempo, la comida será también esa liturgia
que nos permite señalar unos días entre otros, como una prelación de la alegría. A
poco que pensemos, en nuestros mejores momentos siempre o casi siempre ha
mediado esa instancia de civilización que la cocina aporta a todo. Cada uno tendrá los
suyos, de los arroces en mediodías de playa a esas fiestas familiares acompañadas de
un guiso con más sustancia que la metafísica de Aristóteles. Cuántos primeros besos,
en fin, no habrán encontrado su rumbo tras una copa de blanco. Ese es otro
sedimento de luz en la memoria.
No volveremos nunca a las primeras fresas; en vano buscaremos, mientras caen
con solemnidad las lascas de la trufa, el deslumbramiento de la trufa original. La
cocina, sin embargo, tiene sus misericordias, y el gusto nos seguirá acompañando
cuando ya empiecen a fallarnos el oído o la cadera. Es un aprendizaje interminable,
que quizá comenzó el día que pasamos del colacao al café o tuvimos paladar para
apreciar las alcachofas, y finalmente nos hace dignos para admirar las complejidades
de un viejo Burdeos y sabios para reconocer cuándo un tomate es un tomate. Por eso,
si la cocina es memoria, también es anticipación.
Y al comenzar el año, la vista es espléndida. Para quienes tenemos la sensualidad
de las verduras, los primeros guisantes del Maresme son un instante de exaltación, en
una estación que después irá culebreando por las huertas del Duero hasta trepar al
norte con los guisantes de Guetaria, momento estelar de la creación. Después, todo se
acumula: la costera de la anchoa, unos espárragos que —como la primavera— saben
hacerse esperar, esa mañana en que por fin volvemos a desayunar cerezas. Año
adentro, el bonito del norte inaugura las terrazas, y los espetos de sardina confirman
las premoniciones de un verano que vamos a prolongar con el tomate en conserva y
esos melones orondos, graves, capaces de ganar dulzura hasta la Navidad. Después,
el otoño o el arte mayor de la cocina, con su séquito de pelo y pluma y las hermanas
setas que hacen su cameo por los mercados. Mientras, el vino cosechero —la purée
septembrale— rebosa de las cubas como una primicia. Sí, de un extremo a otro del
año, todos los paisajes van a ir volcándose en la mesa igual que una despensa eterna.
Es otra de las clemencias que la cocina aporta a la vida: si el mundo puede ser
ingrato, en la cocina siempre hay algo bueno que esperar.
Los sorrentinos (capítulo)
Virginia Higa
El momento que la familia amaba más que ningún otro era el de sentarse a la mesa,
justo antes de que se sirviera la comida. Disfrutaban de la comida en sí, pero les
gustaba sobre todo la anticipación, y por eso en general no eran muy dados a las
sorpresas. Preferían saber de antemano lo que les iban a servir, imaginarse el sabor y
la abundancia de los alimentos, cultivar en su interior el espacio para disfrutar de la
comida que estaba por llegar. Consideraban las sorpresas algo burdo, un mero golpe
de efecto. Era mucho mejor saber, frotarse las manos y esperar.
Durante las comidas en la trattoria, mientras los parientes se servían sorrentinos
de las fuentes plateadas y hablaban animadamente, el Chiche siempre le preguntaba
al sobrino que tuviera más cerca:
—¿Te acordás de cuando éramos pobres?
Cuando el sobrino respondía que sí, él agregaba:
—¡No como ahora!
Más que el sufrimiento, o el dolor, el gran enemigo de la familia era la mishadura.
Le temían casi tanto como a la muerte. Siempre que los parientes de Buenos Aires
llamaban por teléfono para saludar en las fiestas, el Chiche les preguntaba: «¿Qué
están comiendo? ¿Hay mishadura?», y la persona del otro lado de la línea tenía que
describirle con gran detalle todas las cosas que estaban servidas en la mesa. Cuando
el Chiche mismo organizaba una fiesta, por el aniversario del restaurante o por su
cumpleaños, que coincidía con el festejo de Año Nuevo, recorría la larga mesa de
familiares preguntando: «¿Hay mishadura?, ¿hay mishadura?». Y todos respondían a
coro:
—¡No, tío!
Y si estaba a dieta o ya había comido y le pedía a alguno de los mozos: «traeme un
pedacito de queso» o «traeme un poquito de helado, pero muy poco», al ver el plato
con el pedacito de queso o la copa con el poquito de helado que le traían, el Chiche
decía: «¡Te dije un poco, no mishadura!».
Mishadura no era una medida exacta sino una percepción de la abundancia y de la
buena voluntad con la que se sirviera la comida. Una cena en la que no llegaran
constantemente a la mesa platos nuevos y variados era mishadura. Cuando había
comida abundante pero de una sola clase, y no dos platos o alguna entrada:
mishadura. Una persona mishadura era la que recibía gente en su casa sin haber
dispuesto nada para ir comiendo antes del plato principal, o aquellos que no se
preocupaban de que hubiera cantidad de comida suficiente para poder repetir. Los
restaurantes en los que no había panera eran mishadura, lo mismo que las casas en
las que no se hacía sobremesa con café y se levantaban los platos no bien se
terminaba de comer.
Pero la mishadura no tenía nada que ver con la pobreza o la riqueza. Había gente
de plata que servía comida mishadura, en especial los franceses y los italianos del
norte, en cuyas mesas se veía más el plato que la comida. Y también existía gente
pobre que se esmeraba en la preparación de los alimentos porque sabía que la
abundancia en la mesa era signo y presagio de cualquier otra fortuna.
El momento más triste era cuando terminaban de comer, y por eso las sobremesas
en la trattoria se alargaban, a veces por horas, como si cada comida fuera una vida y
nadie quisiera despedirse de ella. En el restaurante no se servía café para los clientes,
porque la gente que toma café tarda mucho más tiempo en dejar la mesa. Pero a la
familia sí le estaba permitido tomar café. Era común que, al enterarse de que no
servían café, un cliente señalara la larga mesa frente a la cocina en la que varias
personas daban sorbitos a sus tacitas blancas y, molesto, le dijera al mozo:
—En esa mesa están tomando.
Y el mozo respondía:
—Ah, pero esa es la mesa de la familia.

En la época en que la familia empezó a cocinar los primeros sorrentinos todavía no


existían el edificio del Casino ni el Hotel Provincial, que más tarde se convirtió en la
postal más famosa de la ciudad. Cuando los Vespolini llegaron a Mar del Plata, la
rambla era de madera, y por eso la frase que el Chiche había elegido para
promocionar la trattoria en las publicidades de la radio decía: «Cuando la rambla era
de madera, la Trattoria Napolitana ya cocinaba los famosos sorrentinos Vespolini».
El origen del sorrentino era un momento mítico en la familia, y un gran tema de
discusión en la mesa del restaurante. Algunos parientes dados a las reflexiones
sostenían que su creación guardaba estrecha relación con el miedo a la mishadura.
Se decía que los había inventado Umberto, el hermano mayor del Chiche, que
había muerto joven y bautizado la receta original con su nombre: Sorrentinos Don
Umberto®. Umberto tenía muchos amigos y siempre invitaba gente a comer. Usaba
bigote anchoíta y tenía un éxito fenomenal con las mujeres, que lo perseguían y le
mandaban cartas de amor perfumadas. Era todo lo contrario de un catrosho: le
gustaba el fútbol y sentarse en un café del boulevard a ver pasar los autos último
modelo.
Cuando Umberto quería saber si una mujer le convenía, la invitaba al restaurante y
le preparaba un festín con antipasto, primer plato, plato principal y postre. Si ella
cruzaba las manos sobre el pecho y hacía gesto de «estoy llena» antes de llegar al
final u olía los alimentos antes de llevárselos a la boca, quería decir que no tenía
espíritu para formar parte de la familia. Varias de sus novias se habían encariñado con
los hermanos de Umberto y con el personal, e incluso después de separarse se
aparecían cada tanto a comer en la trattoria y eran recibidas calurosamente en la
mesa familiar.
La mujer ideal de Umberto era Sophia Loren. La adoraba sobre todo en una
película en la que ella es una campesina napolitana de carácter fuerte que se enamora
de un príncipe español, que es Ornar Sharif. Ella va siempre con unos vestidos bien
apretados, de escotes profundísimos, tiene el pelo suelto y unos gestos muy altaneros
a pesar de ser pobre, como si su orgullo fuera muy antiguo. Al principio, los dos se
detestan, aunque la tensión entre ellos es evidente. Pero después se enamoran gracias
a la ayuda de una bruja y de un monje que puede volar. Para casarse con él, ella tiene
que competir contra varias princesas en un concurso de lavar los platos. Esa escena,
en la que ella lava enérgicamente la vajilla del banquete, era la favorita de Umberto.
«Si pudiera ver las tetas de Sophia Loren —decía—, aunque sea atrás de un vidrio,
sería el hombre más feliz del mundo».
Muchas veces Umberto cocinaba para cincuenta personas, él solo, con un delantal
y un cigarrillo colgando de la boca. Como temía que alguien se quedara con hambre y
dijera que en casa de los Vespolini había mishadura, cocinaba siempre de más. Las
planchas de masa especial de los sorrentinos eran ideales para esas reuniones: se
rellenaban con jamón, queso y perejil, un relleno que no había que cocinar
previamente, se cubrían con otra masa, fina y extensa como una sábana. El agua de la
cocción tenía que ser de Mar del Plata. Todas las veces que Umberto cocinó los
sorrentinos en Buenos Aires o en alguna otra ciudad, la opinión fue unánime: el
resultado era de menor calidad. Había algo en el agua de Mar del Plata que les daba a
los sorrentinos su sabor inconfundible.
Además de cocinar, Umberto disfrutaba de dar largos paseos por la costa, y
muchas veces se llevaba con él a sus sobrinos, los nietos de Carmela. Antes de salir a
pasear, les preguntaba:
—¿Qué quieren comprar en el kiosco?
Ellos, entusiasmados, gritaban:
—¡Alfajor! ¡Helado! ¡Manzanita con caramelo!
Él asentía y emprendían la marcha charlando de todo un poco mientras los chicos
discutían en voz alta qué clase de helado o de alfajor elegirían. Pero cuando llegaban
a destino, que generalmente era Punta Mogotes, porque los chicos se cansaban de
caminar, Umberto se paraba frente al kiosco y le decía al kiosquero:
—Marmelita con Cindor para todos.
Y todos terminaban tomando Cindor y comiendo Marmelita, que era un alfajor
marplatense cubierto de chocolate, relleno de un dulce blanco y espumoso.
Cuando Umberto se casó, todos se sorprendieron. Primero, porque parecía el
eterno picaflor que nunca iba a dejarse atrapar, y segundo, porque la chica no se
parecía en nada a Sophia Loren y tenía aspecto de no poder terminarse un plato de
fideos sin ayuda. Era muy joven. Se llamaba Luisina pero le decían Mari. Umberto se
iba a trabajar al restaurante y Mari se quedaba en la casa jugando al solitario y
escuchando radionovelas. «Me aburro», le decía cuando volvían a verse a la noche, y
él le ofrecía enseñarle las recetas familiares para que pudiera trabajar supervisando
el restaurante, pero ella no quería. Comía poquito y no encontraba placer en ningún
plato, ni dulce ni salado. Pero Umberto se había enamorado de ella como de ninguna
otra y la llevaba orgulloso a las reuniones familiares y a las cenas con amigos. Sus
hermanas, Carmela y Electra, cuando hablaban de Mari, que era tan flaca, decían:
«Tiene la anemia europea».
Un día, al volver del trabajo, Umberto encontró que Mari se había ido. Sus cosas
no estaban y faltaba una valija. Él la buscó desesperado en casa de sus padres y por
toda la ciudad, pero ella no estaba, lo había dejado. Decían que después de eso él
nunca había vuelto a ser el mismo. Perdió el interés en cocinar y en hacer reuniones,
y fue dejando de a poco el control del restaurante en manos del Chiche, su hermano
menor, que hasta ese momento había vivido con su madre y solo trabajaba algunas
horas por semana dando clases de italiano e inglés a conocidos. Los sorrentinos
conservaron su nombre en el menú, pero con el tiempo se fueron independizando de
él hasta que llegó un momento en que solo la familia sabía quién había sido el
inventor de la famosa pasta circular.
Unos años después Mari se le apareció un día a Umberto en la puerta de la casa.
Estaba más madura y ya no tenía aspecto de sufrir de anemia. Le contó que se había
juntado con otro hombre y que había tenido un hijo. Lo había llevado con ella, para
que Umberto lo conociera, un nene regordete de pelo enrulado. Umberto los hizo
pasar y preparó rápido un antipasto con quesos, salames, aceitunas y un matambre
frío que tenía en la heladera. Abrió una botella de vino y le hizo a Mari muchas
preguntas: cómo estaba, dónde vivía, si el nene era sano y si era de Boca, porque no
se podía ser de otro cuadro que no fuera de Boca. Los tres se rieron y Umberto le
sirvió al nene un poco de vino.
—¡Para que se acostumbre! —dijo, y chocó su copa con la del nene, y el nene
también se rio y tomó solo un sorbo porque el vino le pareció desagradable.
Cuando estaban por irse, Umberto les dio un gran abrazo a los dos. Le agradeció a
Mari por la visita y por haberlo dejado conocer a su hijo. Le pidió que volvieran otro
día a verlo y le sugirió que podrían llevar al nene a pasear por la rambla y comer
Marmelita con Cindor.
Esa noche, después de llamar por teléfono a sus hermanas para contarles lo que
había pasado, Umberto murió en su casa de un ataque al corazón.
A su funeral, unos días después, asistieron todas sus exnovias y enamoradas y más
de una vez se escuchó a alguna exclamar, entre sollozos: «¿Por qué no me casé con él,
me querés decir?».
La trattoria estuvo cerrada por luto durante una semana y una foto de Umberto
pasó a formar parte de la decoración del local, en un lugar de privilegio entre la mesa
principal y la caja.
El día que el local volvió a abrir sus puertas al público, el Chiche estaba parado
detrás de la caja, saludando a los clientes y ocupándose de todo.
No me acuerdo de nada
Nora Ephron
Cena de Navidad

En casa celebramos una cena tradicional de Navidad. Lo hacemos


desde hace veintidós años. Nos reunimos catorce personas —ocho
padres y seis hijos— la semana de Navidad, en casa de Jim y
Phoebe. Por una noche al año somos una familia, una familia
alegre, improvisada, una familia de amigos. Nos hacemos regalos
sencillos, pronosticamos los acontecimientos del próximo año y
comemos.
Cada uno aporta una parte de la cena. Maggie lleva los
entrantes. Como toda la gente a quien se le asigna llevar los
entrantes, a Maggie no le gusta demasiado cocinar, pero resulta que
es una magnífica compradora de entrantes. Jim y Phoebe preparan
el plato principal, porque la cena es en su casa. Este año van a
hacer un pavo. Ruthie y yo siempre somos las encargadas de los
postres. La especialidad de Ruthie es un pudin de pan delicioso. Yo
nunca consigo decidirme por un solo postre, así que a veces hago
tres: algo de chocolate (como una tarta con crema de chocolate);
una tarta de fruta (como la tarta Tatin) y un pudin de ciruelas que
solo como yo. Me encanta hacer postres para la cena de Navidad, y
siempre he creído que hago unos postres excelentes. Pero ahora
que todo se ha ido a la porra y me he visto obligada a repasar las
veintidós últimas cenas de Navidad, me he dado cuenta de que el
único postre que todo el mundo tomaba con verdaderas ganas era
el pudin de pan de Ruthie; nadie elogió nunca mis postres. Que
haya podido pasar veintidós cenas sin darme cuenta de una verdad
tan sencilla es uno de los aspectos más desconcertantes de esta
historia.
Ruthie murió hace poco más de un año. Ruthie era mi mejor
amiga. También era la mejor amiga de Maggie y de Phoebe.
Estábamos destrozadas. Un mes después de su muerte celebramos
nuestra cena tradicional de Navidad, pero no fue lo mismo sin
Ruthie: la vida no era lo mismo, la cena de Navidad no era lo mismo,
y el pudin de pan de Ruthie (que hice siguiendo su receta) tampoco
fue lo mismo. Este año, cuando empezamos a debatir cuándo
haríamos la cena de Navidad, le dije a Phoebe que había decidido
no hacer el pudin de pan de Ruthie, porque me daba mucha pena
que hubiera muerto, y eso me haría sentir peor todavía.
El caso es que fijamos la fecha de la cena. Y entonces, Stanley,
el marido de Ruthie, anunció que no quería ir. Dijo que estaba
demasiado triste. Así que Phoebe decidió invitar a otros familiares
en su lugar. Invitó a Walter y Priscilla y a sus hijos a la cena. Walter
y Priscilla eran buenos amigos nuestros, pero cuatro años antes
Priscilla decidió que ya no le gustaba vivir en Nueva York y anunció
que se mudaba, con los niños, a Inglaterra. Priscilla es inglesa y por
tanto tiene derecho a preferir Inglaterra a Nueva York; de todos
modos, costaba no tomárselo como algo personal. El caso es que
Priscilla vendría a Manhattan con los niños, para pasar las
Navidades con Walter, y aceptaron la invitación a nuestra cena. Un
par de días más tarde Phoebe me llamó para decirme que le había
pedido a Priscilla que hiciera uno de los postres. Me quedé de
piedra. Los postres los hago yo. Me encanta hacer los postres. Hago
unos postres excelentes. Priscilla odia hacer postres. El único postre
que ha hecho Priscilla alguna vez es el bizcocho borracho con frutas
y crema, y cuando lo sirve siempre dice que odia ese bizcocho, y
nunca lo prueba.
—Pero hará su bizcocho borracho con frutas y crema —dije.
—No, no hará ese —contestó Phoebe.
—¿Cómo lo sabes?
—Le voy a pedir que no lo haga —dijo Phoebe—. Y, cambiando
de tema, ¿se te da bien el puré de patatas?
—Claro.
—Pues trae puré de patatas, porque a Jim y a mí nunca nos
sale bien.
—Muy bien.
Pasaron varios días mientras yo iba pensando en qué postres
llevar a la cena de Navidad. Leí el nuevo libro de repostería de
Martha Stewart y encontré una receta de tarta de cereza. Encargué
por Internet cerezas para tarta y me las trajeron desde Wisconsin.
Compré los ingredientes de la tarta de ciruelas que solo tomo yo.
Pensé en hacer una tarta de menta. Y entonces ocurrió algo
tremendo: Phoebe me envió un correo electrónico para decirme que,
como yo iba a hacer el puré de patatas, le había pedido a Priscilla
que hiciera todos los postres. No me lo podía creer. ¿Me quitaban
los postres y me degradaban al puré de patatas? Yo era una
cocinera legendaria: ¿cómo era posible? Se me pasó por la cabeza
que Phoebe estaba usando la muerte de Ruthie como excusa para
que yo dejara de hacer postres. Probablemente llevaba años
intentándolo; solo era cuestión de tiempo que me adjudicaran los
entrantes, desplazando a Maggie, que sin duda quedaría relegada a
los frutos secos.
Me di un baño para analizar este golpe a mi autoestima.
Salí de la bañera y contesté al correo de Phoebe con un simple:
«¿QUÉ?». Me pareció sutil y brillante, y pensé que llamaría su
atención.
Minutos después sonó el teléfono. Era Phoebe. No llamaba por
mi correo electrónico.
—No me lo puedo creer —dijo—. Acabo de recibir un correo
electrónico de Priscilla, que sigue en Inglaterra y dice que no hace el
postre. Que Walter ha ido a Londres y ha comprado tartaletas de
frutas. Que las trae a Nueva York. Yo odio las tartaletas de frutas.
Las odio a muerte. ¿No hiciste tú una vez tartaletas de frutas y nadie
las probó?
—Era una tarta de ciruelas —dije—. Y a mí me gustó.
—¡Tartaletas de fruta! —insistió Phoebe—. ¿Quién va a comer
tartaletas de fruta?
—¿Qué vas a hacer?
—Ya está hecho. Le he dicho que ni hablar de tartaletas de
fruta, que encargue un tronco de chocolate y un bizcocho de coco
en Eli’s y que me los envíen a casa. ¡Tartaletas de fruta! ¡Hay que
ver!
—No me lo puedo creer —le dije—. Debemos de estar
hablando de la mujer más cruel del planeta.
—¿Quién? —preguntó Phoebe.
—Tú. ¿Por qué no hago yo los postres? Me gustaba hacer los
postres. Mi tarta de menta del año pasado tuvo mucho éxito.
—Me acuerdo de esa tarta.
—Este año he encargado cerezas de Wisconsin —dije—. Solo
los gastos de envío me han costado cincuenta y dos dólares.
—Si quieres traer postre, trae postre.
—Pero no necesitamos postre porque ya hay tartaletas de fruta
y tronco de chocolate y…
—Bizcocho de coco —remató Phoebe—. El bizcocho de coco
no puede faltar. Pero tú puedes traer lo que quieras.
Colgué el teléfono. Todo me daba vueltas. Para colmo, ya había
salido a comprar dos litros de helado de menta para la tarta de
menta que ya no iba a hacer, a menos que quisiera demostrar que
soy la campeona mundial de todos los tiempos en la categoría de
nosabe-pillar-la-indirecta. Cuánto echaba de menos a Ruthie. Si ella
estuviera viva nada de esto habría pasado. Ruthie era el
pegamento, era quien nos creaba la ilusión de ser una familia, la
madre que nos quería tanto que nos hacía querernos unos a otros,
era el espíritu de la Navidad. Ahora éramos un grupo de hermanas
enfrentadas; su muerte nos daba libertad para sacar lo peor de
nosotras mismas.
Fui a mi ordenador y busqué las fotos de las últimas Navidades
que pasamos todos juntos: tan felices, amontonados, tapándonos
unos a otros. Ahí estaba Ruthie. Tenía una sonrisa preciosísima.
Al día siguiente llamó Walter. Acababa de llegar a Nueva York
con catorce tartaletas de fruta y las llevaría a la cena de Navidad,
contra viento y marea. «Me encanta la tartaleta de frutas —dijo—.
Sin tartaleta de futas no sería Navidad.»
Entiendo cómo se siente.
Pudin de pan con mantequilla de Ruthie

5 huevos grandes
4 yemas de huevo
220 g de azúcar
1 g de sal
1 litro de leche entera
250 g de nata espesa, y otro tanto para servir
4,5 g de extracto de vainilla
Doce rebanadas de brioche de 1,25 cm de grosor, sin corteza,
untadas por un lado con una generosa capa de mantequilla
70 g de azúcar de repostería

Precalentar el horno a 190 ºC. Untar con mantequilla una fuente


de horno de dos litros.
Batir despacio los huevos, las yemas, el azúcar granulado y la
sal, hasta que esté todo bien mezclado.
Calentar la leche y la nata en una cazuela a fuego fuerte sin
que llegue a hervir. Retirar del fuego cuando borbotee o chisporrotee
al inclinar la cazuela, y añadir el extracto de vainilla. Añadir a la
mezcla y REMOVER CON CUIDADO, sin batir, hasta que se mezcle con el
huevo.
Colocar en la fuente de horno las rebanadas de pan
superpuestas, con la parte untada de mantequilla hacia arriba, y
cubrirlas con la mezcla de huevo. Poner la fuente al baño maría.
Meter al horno unos 45 minutos, o hasta que el pan cobre un tono
entre dorado y tostado y al pincharlo con un cuchillo, este salga
limpio. El pan tiene que estar dorado y el pudin inflado. Se puede
hacer con unas horas de antelación. No hay que meterlo en el
frigorífico.
Antes de servir, rociar con azúcar de repostería y gratinar.
Quédense cerca del horno: estará listo en cosa de un minuto.
También se puede tostar el azúcar con uno de esos cacharros para
hacer crème brûlée.
Servir con una fuente de nata espesa.
Una escritora en la cocina
Lawrie Colwin
Cenas con amigos

Es un hecho incontrovertible que la gente da cenas para sus


amistades, como también lo es que cuando recibes una
invitación debes corresponder. A menudo, los amigos
contraatacan invitándote de nuevo, en cuyo caso no te queda
más remedio que extender otra invitación. Y así
sucesivamente, cual pelotas de pimpón, acabamos teniendo
eso que se denomina vida social.
Naturalmente, la gran cena de unos es la reunión informal
de otros en la que cada cual aporta un plato. Esas fotos de
revista satinada en la que aparecen mujeres ataviadas con
vestidos de ocho mil dólares encendiendo una cantidad
absurda de velas clavadas en una cantidad absurda de
candelabros georgianos de plata sobre una mesa para cuarenta
comensales pueden resultar bastante deprimentes cuando tú
solo tienes un jersey cochambroso y un lavavajillas viejo. En
esas mismas fotos, un mayordomo de librea merodea en
segundo plano, insinuando un batallón de cocineras y
doncellas. Para el ciudadano de a pie, el lavavajillas cumple la
función de los sirvientes. Por supuesto, hay quien sí tiene un
sirviente que retira los platos después de cada pase y coloca a
continuación otros limpios. En muchos hogares, sin embargo,
esta persona se llama marido.
En los viejos tiempos, las mujeres pergeñaban las cenas
reuniéndose con la cocinera para decidir el menú. La propia
cocinera o su ayudante hacía las compras. La doncella ponía la
mesa. Lo único que tenía que hacer la anfitriona era acicalarse
y esbozar su mejor sonrisa; el esposo escanciaba el vino.
Luego, mientras ellos fumaban puros en una sala y ellas
chismorreaban en otra, la mesa se quitaba y los cacharros se
lavaban y guardaban como por arte de magia.
Hoy en día casi todo el mundo tiene un trabajo y la
anfitriona suele dedicar varios días a debatir con la cocinera —
una réplica de la propia anfitriona—, sobre todo hacia las dos
de la mañana, en pleno desvelo nocturno. La ayudante de la
cocinera, otra gemela de la anfitriona, se encarga de hacer las
compras de camino al trabajo o a casa, y el mayordomo, un
doble del marido, se ocupa del vino y las flores. La cocinera y
el mayordomo vuelven corriendo a casa, ponen la mesa,
empiezan a cocinar, y justo cuando se desploman agotados en
una silla con una copa de vino en la mano… llegan los
invitados.
Hay gente a la que le gusta agasajar a muchos amigos
juntos, con lo que se devuelven varias invitaciones de una sola
vez. A otros les gusta ejercer la alcahuetería. Conozco una
pareja que lleva una especie de cuaderno de bitácora de sus
cenas: quién asistió, qué parejas se formaron y qué platos se
sirvieron. Yo opino que tener a ocho personas en casa para
cenar sin ayuda genera demasiado estrés a los anfitriones. Seis
generan menos platos y menos jaleo.
Pero ¿qué ofrecerles de comer? La noción de cena se
parece bastante a la de novela. La gente que nunca ha escrito
una dice: «¡Uf, pero es que son muy largas, y tienen muchos
capítulos!». Lo mismo piensan muchos de las cenas: «¡Son
larguísimas y tienen muchos platos!». Del mismo modo que
las novelas se escriben capítulo a capítulo, las cenas en casa se
arman plato a plato. Y así como las novelas no siempre se
escriben de manera lineal (aunque el resultado sí lo sea), es
más fácil ir concibiendo una cena casera plato por plato, pero
no consecutivamente.
Lo más sencillo de resolver es la ensalada. La ensalada,
como plato per se, no exige prácticamente nada. Con un
manojo de berros y un poco de cebolleta ya la tenemos,
aderezada con aceite de oliva, sal, pimienta y vinagre o zumo
de limón. El aliño se puede preparar de antemano —requiere
cinco segundos—, o que cada cual arregle su ensalada
directamente en la mesa —otros cinco segundos—. Con la
ensalada suelen servirse el pan y el queso, dos elementos que
se compran ya hechos. Lo único que este pase requiere por
parte de la cocinera es algo de dinero y una excursión a una
quesería simpática.
También puede adquirirse el postre si estás agotada y/o la
elaboración de dulces no es lo tuyo. Para algunos, por el
contrario, el postre es la parte más divertida, tanto de hacer
como de comer. Hay millones de opciones que permiten un
preparado con antelación.
Con esto ya tendríamos ventilados dos pases, y quedarían
por resolver el plato principal, el primero y los entrantes.
Yo, que tengo hambre a todas horas, prefiero saltarme los
entrantes. Si me los dan, me los zampo sin moderación, y
cuando toca sentarse a cenar ya estoy llena. Algo que por
supuesto no me impide rebañar los platos, y luego me cabreo
conmigo misma por comer de más.
Los entrantes se inventaron para acompañar la copa del
aperitivo, que debe tomarse un buen rato antes de la cena. Lo
cierto es que no es raro que una cena se articule en torno a este
concepto. Pero a esa gente que se dedica a charlar y beber
antes de ponerse a cenar hay que darle algo de picar… Con
unos frutos secos, unas aceitunas o unos palitos de queso ya
cubrimos el expediente. Si no tienes nada de esto, unas
rebanadas de pan francés cortadas en redondeles, pinceladas
con aceite, espolvoreadas con parmesano y pasadas por el
horno constituyen una solución rápida y rica.
Ciertos fanáticos consideran que dar una cena sin un
primero es de bárbaros. Otros, más moderados, prefieren pasar
a la acción y no perder el tiempo con extravagancias servidas
en platitos diminutos. Otros, generalmente las anfitrionas,
opinan que están demasiado cansadas para pensar en un
entrante y un principal y se arrepienten de no haber anulado la
cena.
El primer plato también puede comprarse ya preparado;
salmón ahumado, por ejemplo, o pepino en rodajas con un
aliño picante son dos opciones sencillísimas y también baratas.
Hay quien sirve verdura como entrante: espárragos escaldados,
berenjenas a la parrilla. En verano, una ensalada de tomate con
aceite de oliva y albahaca te da un primero perfecto y sin
complicaciones, aunque quizá se quede corto para los
ambiciosos que gustan de elaborar suflés de espinaca y cremas
de verdura. La batidora es una ayudante excepcional para los
primeros: combinando yogur, caldo de pollo, pepino pelado,
un poco de bulgur y zumo de limón obtendrás una sopa en
menos de diez segundos.
Lo que nos deja una única preocupación: el plato fuerte.
Antiguamente sucedía todo lo contrario. Todo el mundo sabía
qué hacer como principal: pierna de cordero. Era lo demás lo
que complicaba el ágape. La pierna de cordero, niña bonita de
tantas anfitrionas de generaciones pasadas, es uno de los platos
más fáciles de convertir en incomible. Cuántas veces no se
habrá servido a los invitados unas tajadas correosas de cartón
grisáceo, o trémulos jirones de moqueta roja con la
consistencia de un calcetín mojado. El cordero ha de quedar
rosa. El cordero poco hecho, tan popular en la actualidad, es
una soberana asquerosidad que debería estar prohibida. En
cualquier caso, es complicado hacer bien una pierna de
cordero, y alivia constatar que se ha quedado anticuada.
También ha pasado de moda, como los perros bóxer y las
faldas con vuelo, el rosbif; hay mucha gente capaz de
zamparse una tarta de fresas con nata y que sin embargo pone
reparos a consumir carne roja y grasa; también hay quien no
cree que pueda permitirse comprar unos chuletones sin
renunciar a —por ejemplo— las clases particulares o la
tintorería.
Anfitrionas y anfitriones en potencia pueden aprender
mucho de la experiencia de ser comensal en casa ajena. Desde
la posición de víctima invitada aprendí lo desatinado que es
servir un plato exótico en una cena con amigos, sobre todo si
es la primera vez que lo preparas. Recuerdo con nitidez y
pavor una cena con una fase de aperitivo eterna. Cuando ya
habíamos devorado hasta la última miguita de queso, las
aceitunas y los palitos de apio —y seguíamos famélicos— nos
llamaron a la mesa. Una vez tomamos asiento, apareció la
anfitriona con una calabaza grande entre las manos. Nos
quedamos atónitos.
—¿Qué es eso? —preguntó un invitado bastante
mendrugo.
—¡Una especialidad argentina! —explicó nuestra amiga,
más feliz que una perdiz.
Al oír aquello, me subió por la espalda un escalofrío de
mal agüero.
De las entrañas de la calabaza salió una extraña sustancia,
que no era ni sopa ni estofado, a base de carne recocida y
berenjenas medio crudas. No entendía cómo era posible
aquella combinación hasta que descubrí que cada ingrediente
se había cocinado por separado. Allí nos quedamos, sentados
en una mesa enorme y bebiendo vino carísimo a discreción;
más tarde, me metí a husmear en la cocina inmensa y lujosa de
la que había salido aquel plato tan inusitadamente infecto.
Recuerdo también una cena para seis en un piso
recalentado que más parecía una caja de zapatos, con una
única ventana situada justo encima de un conducto de
ventilación. Era la primera vivienda neoyorquina de una joven
inglesa que era un hacha organizando cenas, amén de una de
las mejores cocineras que yo haya conocido. Como no estaba
dispuesta a permitir que su diminuta y lamentable cocina le
aguara la fiesta, nos sirvió una sopa de chirivía al curri, lomo
de cerdo asado, una ensalada exquisita y pudin de pan y
chocolate de postre. Nos dejó a todos agradecidísimos y
deseosos de languidecer en un butacón mientras saboreábamos
el café; lástima que en aquel apartamento solo hubiera una
silla aparte de las plegables que había pedido prestadas para
colocar en torno a la mesa improvisada.
Poco después, mi amiga se mudó a un piso un pelín más
grande, con dos ventanas, donde se sirvieron muchas cenas de
cinco pases para quince personas.
Sin embargo, mi amiga es un caso excepcional, una
cocinera maravillosa a la que lo que más le gusta en el mundo
es recibir invitados. El común de los mortales somos o más
perezosos o no tan buenos en la cocina, y a menudo, también,
menos sociables. Para nosotros, lo más sensato es contar con
un menú infalible que deje satisfechos a nuestros amigos sin
abocarnos a un ataque de histeria.
Durante muchos años hice que mis amistades estrecharan
lazos con uno de estos dos menús: chili, ensalada de patata, y
de postre, galletas de mantequilla y helado; o pollo al horno
con mostaza, ensalada de patata, espinacas a la crema con
jalapeños, y de postre, galletas de mantequilla y helado.
Hasta el libro más básico contiene una receta de galletas
de mantequilla (mantequilla, azúcar, harina), y sin embargo
casi nadie las hace ya. Lo del helado es una cosa sublime, el
auténtico postre sin complicaciones.
El pollo se trocea y adereza con mostaza, ajo rallado, un
poco de tomillo, pimienta negra y una pizquita de canela. Se
pasa por pan rallado fino con un poco de pimentón, se le
ponen unos pegotitos de mantequilla, y al horno a 180 ºC
durante un par de horas. Se sirve caliente o a temperatura
ambiente; jamás defrauda.
La ensalada de patata lleva patata, cebolleta, pimienta
negra y mayonesa rebajada con zumo de limón.
Cuando hayas preparado el mismo menú seis o siete
veces serás capaz de reproducirlo hasta dormida, pero tus seres
queridos se habrán hartado de él. Tendrás entonces que
buscarte otros amigos que no conozcan las espinacas a la
crema con jalapeños, o bien dar con algo nuevo que ofrecer a
las amistades de siempre. En cualquier caso, estarás
contribuyendo a mantener en movimiento la rueda de la
sociedad, con elegancia y naturalidad, sin que nadie sospeche
jamás lo misántropa que eres realmente.
Comida de parvulario

Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que cuando


estamos cansados y hambrientos —o sea, prácticamente a
todas horas en la edad adulta— no nos apetece enfrentarnos a
una comida que suponga un desafío intelectual. Lo que
buscamos es consuelo.
Cuando la vida se pone cuesta arriba y el día ha sido
largo, la cena ideal no se compone de cuatro pases impecables,
cada uno sobre un precioso lecho de salsa cuyos deleitosos
sabores encarnan algo nuevo e insólito, sino más bien de un
plato reconfortante y sabroso, fácil de digerir; algo que nos
haga sentir protegidos, aunque solo sea durante un par de
minutos. Una comida de cinco estrellas es lo que apetece
cuando el animal humano está descansado y tiene la cartera
llena, pero poco ayuda al alma lacerada que se sentiría mucho
mejor con un cuenco grande de sopa casera.
Hace mucho tiempo, en pleno proceso de duelo por mi
padre, mi mejor amiga me acompañó a casa, me sentó en una
silla, me puso en el regazo un número de Vogue y me ordenó
que no me moviera de allí hasta que ella me avisara. Yo
obedecí como una niña buena mientras ella trasteaba en la
cocina. Cuando me senté a la mesa, descubrí que aquel ángel
caído del cielo había preparado un pastel de carne. Se me
empañaron los ojos de gratitud. No era consciente de que
aquel pastel de carne era justo lo que me pedía el cuerpo.
Naturalmente, la moraleja no es que haya que servir
sistemáticamente a las amigas consomé con estrellitas o caldo
concentrado (aunque yo estaría encantada de que me sirvieran
ambas cosas). Pero está claro que hay platos, como el pastel de
carne y la sopa de pollo, que son una especie de terapia
comestible. Al término de una buena cena de parvulario,
quieres que tus invitados esbocen una sonrisa de pura felicidad
y te digan con satisfacción infantil: «Llevaba años sin comer
esto».
Me las he apañado para estirar como un chicle el
concepto «comida de parvulario», de suerte que bajo esta
dúctil denominación cabe una amplia variedad de platos: pollo
frito, estofado de cordero, macarrones con queso, albóndigas,
alubias en tomate, potaje de lentejas, chili, patatas asadas
rellenas, lasaña… Cualquiera de ellos se remata con una
ensalada adulta —puesto que la ensalada de parvulario no
existe—. De postre, mousse de limón, galletas de mantequilla,
natillas, pudin de pan, crumble de manzana, pudin de
chocolate al vapor o bizcocho de jengibre.
Nada de lo anteriormente mencionado figura en las cartas
de los restaurantes, salvo que tengas suerte y des con uno de
los pocos salones de té que aún quedan. Hoy por hoy ni
siquiera se estila que te sirvan platos así en cenas con amigos,
a menos que ellos tengan niños pequeños y a ti no te dé apuro
robar comida del plato de un bebé. Estamos en la era de la
cocina competitiva, y por lo tanto, cuando te invitan a una
cena es más que probable que te pongan por delante
medallones de salmón en salsa de acederas y caviar, o langosta
salteada en champán, ensaladas aliñadas con aceite de nueces,
e imponentes pasteles de aspecto profesional. Son platos
fabulosos y no tengo nada contra ellos, pero no son auténtica
comida de casa.
La comida de parvulario se enriquece felizmente tomando
préstamos de otras tradiciones culinarias. El cordero con
espinacas que aparece en las cartas de los restaurantes indios
como saag gosht es un plato de parvulario de manual, por
ejemplo. El perol menorquín —una capa de patata, una de
tomates, mucho ajo, pan rallado y aceite de oliva, al horno—
es comida de parvulario para la tercera edad. El cassoulet, sin
embargo, no lo es. Demasiados ingredientes raros, como confit
de oca, o difíciles de digerir, como esas salchichas tan
especiadas.
Mucha gente cree que la clave de la comida de parvulario
es que puede machacarse con un tenedor y no requiere grandes
esfuerzos de masticación. Hay elementos de la comida de
parvulario que deben ingerirse sin ayuda de ningún utensilio:
las mazorcas de maíz, las galletas, las zanahorias al vapor y las
chuletillas de cordero, por ejemplo. Y nunca jamás oirás a tus
comensales pronunciar esas palabras que ninguna anfitriona
quisiera escuchar por nada del mundo: «Interesante. ¿Qué
es?».
En este incierto mundo nuestro, lo bueno de la comida de
parvulario es que siempre puedes contar con ella. Sabes de qué
pie cojea. Con ella no te vas a llevar una sorpresa
desagradable. («No, vida mía, era atún crudo, no ternera
marinada al estilo indonesio.») Nunca te dejará intrigado ni te
deslumbrará. La comida de parvulario sacia, levanta los
corazones y dan ganas de tomarlo en uno de esos platos
esmaltados para bebés divididos en tres secciones, con un
perrito y un gatito dibujados.
Y aunque yo jamás rechazaría un menú de cinco estrellas
(ni de tres, ni de cuatro) en un local finolis, si hace frío y he
tenido un día para olvidar, no dudaría en dar marcha atrás si
me propusieran como alternativa unos buñuelos de verdura
caseros mojados en kétchup, una tostada de queso gratinado o
unas buenas espinacas a la crema.

El caldo concentrado de carne es la comida de parvulario por


antonomasia; llevo sin tomarlo desde que era pequeña, y
aunque no me costaría nada prepararme una taza, todavía no
me he atrevido. Me da miedo sentirme embargada por mi
propia niñez con el primer sorbo, o que me atenace la
necesidad de sentarme a escribir una novela compuesta por
varios volúmenes. No temo que no esté tan rico como lo
recuerdo. Sí lo estará. Y, ahora que tengo una hija, sé que tarde
o temprano llegará el día en que le prepare una tacita; sé,
también, que no vacilaré en insistir para que la comparta con
su madre.
Se prepara como sigue, según la receta de mi madre:
Compra medio kilo de aguja de ternera sin una pizca de
grasa y córtala en dados pequeñitos. Pon la carne y los jugos
que haya podido soltar en un baño maría, tapa y deja cocer
varias horas en un hervor mínimo. No añadas sal ni pimienta,
la carne soltará sus jugos solita. Al cabo de unas horas tendrás
pura esencia de ternera, digerible y nutritiva al cien por cien.
Vierte el caldo en un bol calentito, apretando la carne para que
suelte todo el líquido que contiene. La carne en sí, convertida
en un amasijo de fibras, puedes dársela al perro.
Los más delicaditos toman el concentrado de carne con
cuchara. En mi familia, donde no nos distinguimos
precisamente por ser remilgados con la comida, nos lo
bebíamos en un vaso. Especialmente indicado para adultos
exhaustos y niños pachuchos.
Una manifestación más enjundiosa y menos fácil de
digerir de la comida de parvulario son los huevos al horno, un
clásico de mi infancia. El recipiente idóneo para prepararlos es
una fuente pequeña de pírex con tapa. Una de barro también
vale, solo que no te dejará ver cuándo está listo el contenido.
Hay que introducir la fuente en el horno previamente para
que se caliente. Cuando esté, se añade un trozo de mantequilla
del tamaño de una nuez (como dicen los recetarios antiguos).
Cuando la mantequilla empiece a chisporrotear, se cascan los
huevos, nunca más de cuatro. Se espolvorean con pimienta
negra y parmesano, pero nada de sal —el queso ya aporta
suficiente—. Se tapa y se hornea a 160 ºC hasta que estén
hechos. «Hechos» puede abarcar desde mínimamente cuajados
hasta que presenten la consistencia de una goma de borrar (a
muchos niños les gustan así), pasando por rosaditos alrededor
de las yemas. Sea como sea, los huevos al horno requieren
cierta vigilancia.
El acompañamiento perfecto es un tomate aliñado o unos
daditos de remolacha en vinagre. Como cena de verano resulta
imbatible, por fácil y por rápida, y conviene tenerla presente
cuando hay hambre y a nadie le apetece complicarse la vida.
En un mundo perfecto, los huevos al horno se sirven en
un plato con el abecedario dibujado en el borde y un payasito
brincando por encima de la letra equis. El acompañamiento
ideal es una tostada de pan de molde untada con mantequilla y
cortada en cuadraditos del tamaño de un sello postal, con un
gran vaso de leche (quizá en un tarro de mermelada reciclado)
o un tazón de chocolate.

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