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Como era inevitable, desde el término de la guerra y el fin del nazismo, hasta
nuestros días, otros autores emprenderán una revisión de las tesis de Adorno
sobre la Kulturindustrie. Esta revisión se origina, como hemos señalado, sobre
todo como respuesta a la necesidad de salir del estado de petrificación negativa
en que, en teoría, la industria cultural quedó sumida luego de la condenación
formulada por el filósofo de Francfort. Se trataba, por decirlo de algún modo, de
“rehistorizar” la evaluación que él hiciera en consonancia con los cambios
sobrevenidos después de la guerra y el hundimiento del fascismo seguido por el
regreso al sistema democrático. Adorno, que vivió hasta 1969, tuvo la
oportunidad de intervenir de variadas maneras en la reconsideración de sus
opiniones acerca de las industrias culturales, y sería del mayor interés investigar
si éstas sufrieron modificaciones en los años posteriores a 1944. Aparentemente
ello no ocurrió, al menos significativamente. Veremos sin embargo que
paradojalmente en lo que se refiere a las cuestiones de fondo que tienen
relación con la industria cultural, la argumentación de Adorno mantiene una
significativa vigencia e incluso, en ciertos aspectos relacionados con los efectos
del despliegue de la industria cultural sobre la sociedad y las personas, la
radicalidad de su posición puede aparecer hoy día, para algunos, incluso
insuficiente, cuestión que seguramente él sería el primero en reconocer como
posibilidad, ya que estaba lejos de ser un dogmático y porque su pensamiento
obedecía por el contrario a la dinámica de una suerte de cuestionamiento
incesante que atacaba sin tregua toda cristalización conceptual, incluidas
aquellas que pudieran producirse en el seno de su propia evolución. Y es así
porque se formó en el movimiento mismo del análisis de la obra de arte, es decir
de aquello que rehuye toda cosificación, aquello que el filosofo reconoce como
una revuelta permanente a la identificación y a la objetivación, al punto de
preferir no ser a ser mercancía.
En esta perspectiva, la visión de Adorno parece tener mayor alcance (lo que no
quiere decir necesariamente: superior) que la de Benjamín, puesto que éste
último tendía a ver que la obra de arte como tal era en su integridad engullida
por la reproductibilidad técnica, transfigurada y, lo que quedaba de ella -si es
que algo quedaba-, era destinado a nuevas funciones. Adorno, en cambio, si
bien temía la “liquidación del arte”, insinúa teóricamente la sobrevivencia de su
esencia bajo determinadas formas, incluso en las condiciones de una masiva
invasión de la cultura por la industria y el capital. Ya en la carta a Benjamin del
18 de Marzo de 1936, a la que hemos hecho alusión más arriba, Adorno escribe:
“Cuando salva usted al cine cursi frente al cine de nivel, nadie puede estar más
d`accord que yo: pero l`art pour l`art también estaría necesitado de redención, y
el frente unitario que hay en contra, y que por lo que yo sé va desde Brecht
hasta el movimiento juvenil, podría animarle a uno por sí solo a ello. Habla usted
del juego y la apariencia como los elementos del arte; pero nada me dice porqué
el juego debe ser dialéctico y la apariencia (…) no.” Y un poco más adelante:
“Entiéndame bien. No quiero garantizar la autonomía de la obra de arte como
reserva, y creo con usted que lo aurático en la obra de arte está a punto de
desaparecer; no sólo mediante la reproductibilidad técnica, dicho sea de paso,
sino sobre todo por el cumplimiento de la propia ley formal autónoma (…) Pero
la autonomía, es decir, la forma objetual de la obra de arte, no es idéntica con lo
de mágico que hay en ella: igual que no se ha perdido del todo la objetualización
del cine, tampoco se ha perdido la de la gran obra de arte”[9]. ¿Habrá pasado la
obra de arte a pertenecer al espacio de la negatividad, ese mundo alternativo
que Adorno construye en sus libros fundamentales, Dialéctica negativa y
Theoría Estética, y que tiene como propósito aparente habilitar un espacio para
poner lo más esencial a salvo de la destrucción que trae el Apocalipsis
capitalista?
En el libro de Andreas Huyssen que hemos citado[10], este autor escribe: “Desde
luego, lo que Habermas intentaba hacer era introducir una dimensión histórica
en lo que unos años antes Adorno y Horkheimer habían juzgado el sistema
clausurado y aparentemente intemporal de la industria cultural”. Aquí sólo
podemos referirnos puntualmente a la teorización de Habermas, quien se refirio
en varias ocasiones a las posiciones de Horkheimer y Adorno sobre las
Industrias Culturales. Se encuentra un mayor desarrollo en el primer tomo
( Parte IV, Nº 2, desde la Pg. 465 a 508) y también en el segundo tomo (Parte
VIII, Nº 3, desde la Pg. 542 a 572) de su obra de 1981, Teoría de la acción
comunicativa[11], así como en El discurso filosófico de la modernidad[12], de 1985
(Capítulo 5, desde la Pg. 135 a la 162). Efectivamente, Habermas no acepta
seguir a Horkheimer y Adorno en su pesimismo, ya que estima que éste
concluye en un “sobrepujamiento” de la crítica a tal punto radical que termina por
descalifica a la propia racionalidad de sus posibilidades liberadoras. De algún
modo, Habermas considera esta posición como una capitulación que se explica
paradojalmente por la carencia circunstancial -pero insuperada- de recursos
críticos en el pensamiento de los creadores de la teoría crítica. En su opinión, al
igual que Nietzsche, Horkheimer y Adorno permanecen prisioneros de una forma
de crítica puramente ideológica de la modernidad cultural, percibiéndola “desde
un similar (con Nietzsche) horizonte de experiencia, con la misma sensibilidad
subida de punto, y también con la misma estrechez de visión, que los torna
insensibles a los rastros y formas existentes de racionalidad comunicativa”[13].
Habermas afirma que, por un lado, la teoría en la que Horkheimer y Adorno “…
hasta entonces se habían apoyado, y el proceder en forma de crítica ideológica
no daban para más” y, por otro lado, “no desarrollaron en ese momento esfuerzo
alguno tendente a practicar una revisión de la Teoría Crítica en términos de los
paradigmas vigentes de la ciencia social, porque les pareció que el generalizado
escepticismo contra el contenido de verdad de las ideas burguesas ponía en
cuestión incluso los criterios de la propia crítica ideológica. En vista de este
segundo elemento Horkheimer y Adorno se decidieron a dar el paso
verdaderamente problemático; se entregaron, al igual que el historicismo, a un
desbocado escepticismo frente a la razón, en lugar de ponderar las razones que
permitían a la vez dudar de ese escepticismo”[14].
Es en este punto donde Habermas se separa de Horkheimer y Adorno en lo que
al análisis de la “modernidad cultural se refiere”. Habermas emprendió, como es
sabido, un extraordinario esfuerzo, aun en curso, por superar el impasse de la
teoría crítica, que desde su punto de vista habría naufragado en los límites de la
“crítica ideológica”, y lo hace mediante la construcción de una teoría de la acción
comunicativa, que busca apoyarse en los “paradigmas vigentes de la ciencia
social”, particularmente en las teorías relativas a la comunicación, así como las
teorías relativas a los sistemas. Esquematicamente, la hipótesis de Habermas
sostiene que, en la modernidad, las tentativas provenientes del sistema por
“colonizar” el “mundo de la vida” pueden ser contenidas por medio de acciones
racionales emprendidas por los miembros de la comunidad que se organiza a
través del intercambio comunicativo. Esta apreciación podrá ser extendida desde
luego al campo de las industrias culturales, abriendo la posibilidad de una
recuperación democrática y constructiva de la cultura. ¿Será ello posible? ¿No
estamos ahora con Habermas frente a una razón utópica?