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Realacion soberania autonomia adorno

Adorno, la crítica de la modernidad ilustrada se extiende al campo de las


industrias ligadas a la difusión de la cultura apoyadas ahora en las nuevas
tecnologías: la fotografía, la radio, el cine… Para Adorno, la industria cultural es
un elemento más del universo totalitario fascista. En su libro Después de la gran
división[7], el crítico cultural alemán Andreas Huyssen sostiene que “... siempre
que Adorno dice ´fascismo`, está diciendo también ´industria cultural`” (Pg. 74).
Esta apreciación se justifica en la medida que la descripción que en este texto se
hace de la sociedad da cuenta de una construcción totalitaria articulada como un
sistema en el que nada escapa a la lógica de la razón instrumental tal como ya
la venía caracterizando Max Weber. Sabemos que Adorno accede al análisis de
la sociedad y de la esfera política a través de un encaminamiento que parte de la
filosofía del arte como consecuencia de su temprano interés por la música y la
interpretación de su significado (se puede decir que existe una filosofía de la
música sólo a partir de Adorno). Esta particular posición permite al filósofo
efectuar una síntesis inédita y precursora entre arte y política, así como entre
cultura y sociedad. Las vinculaciones así establecidas le han permitido
perfeccionar significativamente el esquema forjado por Marx en el que las
relaciones entre “infraestructura” económica y “superestructura” jurídico-cultural
se establecían de un manera poco dilucidada. Para Adorno, los totalitarismos del
siglo XX aparecen como configuraciones de estructuración continua en las que
economía y sociedad, política y cultura se compenetran indisolublemente hasta
constituirse en sistemas estáticos presididos por la conciencia reificada de las
masas. Aquí el rol de la industria cultural y sus medios tecnológicos en constante
perfeccionamiento es precisamente el de complementar la administración total
de la sociedad con un método de reificación de la conciencia hasta suprimir
toda posibilidad de escapatoria. Esta visión no es muy lejana a la que está
contenida en la metáfora del “estuche de acero” que utilizara Weber refiriéndose
al advenimiento de una sociedad totalmente administrada.

Walter Benjamin interviene, desde un ángulo particular e indirecto, en la


problemática relacionada con la industria cultural, específicamente a través de
dos textos importantes: Pequeña historia de la fotografía (1932) y La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936). Sabemos que Adorno
apreciaba sobremanera a Benjamin en tanto teórico y no hay duda de que
mantenía con él una deuda en más de un aspecto referido a la conformación de
su propio pensamiento. Sin embargo emprende su cerrada crítica contra la
industria cultural sin ignorar que el punto de vista de

Benjamin dista mucho de ser concluyente en relación al cine y la fotografía, dos


de los pilares tecno-artísticos sobre los cuales se levanta esta industria cultural.
En opinión de Axel Honneth, quien se empeña en confinar el pensamiento de
Adorno y Horkheimer en lo que él llama “el marco de referencia funcionalista de
la teoría crítica”, Benjamin se sitúa en una posición antifuncionalista y,
precisamente, “…entró en conflicto con la dirección del instituto(de Francfort) por
el problema de los efectos sociales y culturales de los nuevos medios de la
cultura de masas moderna” (Op. cit. Pg. 467). Honneth explica que “Adorno
pudo llegar a un estricto rechazo de las nuevas formas de arte no sólo por su
inconclusa insistencia en la idea que sólo la obra de arte esotérica tiene valor
cognoscitivo, sino también por causa de su rígido funcionalismo” ” (Op. cit. Pg.
468). Sin embargo, es seguro que el contenido del intercambio teórico
extremadamente rico y complejo que existió entre Adorno y Benjamin, sobre
este tema así como sobre muchos otros, difícilmente puede ser evacuado
mediante tales simplificaciones. Sin duda Honneth, que de toda evidencia se
cuenta entre aquellos que tratan de contribuir a encontrar una salida a las graves
contradicciones que atraviesan a las sociedades capitalistas contemporáneas
recurriendo a las posibilidades teóricas que ofrecería la intervención de la acción
comunicativa entre los actores sociales en conflicto, está interesado en aislar,
superar y olvidar el agobiante pesimismo que caracteriza la reflexión de Adorno
y Horkheimer contenida en Dialektik der Aufklärung, y en particular la sección
escrita por Adorno referida a la Kulturindustrie, que cuestiona en profundidad la
posibilidad misma de ampliar los espacios de libertad a través de una industria
que somete a la disciplina de la racionalidad instrumental todos los ámbitos del
arte y la cultura, incluidos por supuesto el que ocupan los medios de
comunicación.

Como era inevitable, desde el término de la guerra y el fin del nazismo, hasta
nuestros días, otros autores emprenderán una revisión de las tesis de Adorno
sobre la Kulturindustrie. Esta revisión se origina, como hemos señalado, sobre
todo como respuesta a la necesidad de salir del estado de petrificación negativa
en que, en teoría, la industria cultural quedó sumida luego de la condenación
formulada por el filósofo de Francfort. Se trataba, por decirlo de algún modo, de
“rehistorizar” la evaluación que él hiciera en consonancia con los cambios
sobrevenidos después de la guerra y el hundimiento del fascismo seguido por el
regreso al sistema democrático. Adorno, que vivió hasta 1969, tuvo la
oportunidad de intervenir de variadas maneras en la reconsideración de sus
opiniones acerca de las industrias culturales, y sería del mayor interés investigar
si éstas sufrieron modificaciones en los años posteriores a 1944. Aparentemente
ello no ocurrió, al menos significativamente. Veremos sin embargo que
paradojalmente en lo que se refiere a las cuestiones de fondo que tienen
relación con la industria cultural, la argumentación de Adorno mantiene una
significativa vigencia e incluso, en ciertos aspectos relacionados con los efectos
del despliegue de la industria cultural sobre la sociedad y las personas, la
radicalidad de su posición puede aparecer hoy día, para algunos, incluso
insuficiente, cuestión que seguramente él sería el primero en reconocer como
posibilidad, ya que estaba lejos de ser un dogmático y porque su pensamiento
obedecía por el contrario a la dinámica de una suerte de cuestionamiento
incesante que atacaba sin tregua toda cristalización conceptual, incluidas
aquellas que pudieran producirse en el seno de su propia evolución. Y es así
porque se formó en el movimiento mismo del análisis de la obra de arte, es decir
de aquello que rehuye toda cosificación, aquello que el filosofo reconoce como
una revuelta permanente a la identificación y a la objetivación, al punto de
preferir no ser a ser mercancía.

Adorno y Benjamin, cada uno de ellos a partir de sus propios cuestionamientos,


aunque al ritmo de frecuentes intercambios, se enfrentaron al importante
problema de las transformaciones que se estaban produciendo en el espacio
artístico como consecuencia de los cambios que sobrevenían en la sociedad, en
el ámbito político y en la introducción de innovaciones tecnológicas tan decisivas
como la fotografía, la radiofonía, el cine. Hoy día resulta evidente que el
encuentro del arte con la industria, por mediación de la tecnología, posibilitó una
transformación completa de la vida de amplios sectores de la población mundial,
transformación que no cesa de profundizarse. No es raro que quienes se
contaban entre los primeros en intentar una reflexión de fondo sobre el
fenómeno vieran aparecer diferencias entre sus respectivas maneras de
interpretar los hechos y sus consecuencias. Sin embargo, esas diferencias no
constituyen, creemos, razón suficiente para aventurar la hipótesis de la
existencia de teorías antagónicas en el campo de la caracterización de las
industrias culturales, una que procedería del pensamiento de Benjamin y otra
debida a las elaboraciones de Adorno. Existe una carta enviada desde Londres
el 18 de Marzo de 1936 a propósito de La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica, en la que Adorno dirige a Benjamin una cordial crítica
motivada justamente porque en su opinión desconoce las posibilidades
liberadoras de la obra de arte autónoma en la época de la técnica[8]. Adorno
empieza por dejar en claro que las diferencias se producen en el contexto de
una “base común”. Se refiere al tema del destino de la obra de arte: “Usted sabe
que el objeto ´liquidación del arte` está desde hace muchos años detrás de mis
ensayos estéticos, y que el énfasis con que defiendo, sobre todo en cuanto a la
música, el primado de la tecnología ha de entenderse estrictamente en este
sentido y en el de la Segunda Técnica de usted. No me sorprende que
encontremos aquí expresamente una base común”. Adorno ve surgir la
diferencia cuando entiende que Benjamin descalifica la obra de arte autónoma
por cuanto ésta ha perdido el aura que mantenía mientras conservara su función
de culto: “”Me parece arriesgado (…) que usted traslade ahora sin más el
concepto de aura mágica a la obra de arte autónoma, y le atribuya lisa y
llanamente una función contrarrevolucionaria.”. Y más adelante agrega: “…me
parece que el centro de la obra de arte autónoma no está en la parte mítica, sino
que es en sí mismo dialéctico: entrelaza en sí lo mágico con el signo de la
libertad”. Luego: “Por dialéctico que sea su trabajo, no lo es en la obra de arte
autónoma misma; pasa de largo por la experiencia elemental, evidente para mi
de forma cotidiana en la propia experiencia musical, de que precisamente la
consecuencia extrema en el seguimiento de la ley tecnológica del arte autónomo
lo cambia, y en lugar de la tabuización y fetichización lo aproxima al estado de la
libertad, de lo conscientemente fabricable, de lo hacedero.”. Dejaremos hasta
aquí por el momento las citaciones de esta esclarecedora carta y más adelante
volveremos sobre ella. Lo que importa por ahora es dejar establecido que
Adorno no contraponía a Benjamin una interpretación divergente centrada en
una descalificación de las nuevas formas de la obra de arte porque éstas caían
bajo el dominio de la técnica. Paradojalmente, ocurre lo contrario: Adorno cree
ver en la interpretación de Benjamin un rechazo de la “ley tecnológica del arte”.
Hay aquí posiblemente un malentendido.

El trabajo de Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad


técnica comenzó a circular desde 1936, aunque seguramente es el resultado de
largas reflexiones y elaboraciones anteriores. El escrito de Adorno sobre la
Kulturindustrie, incluido en Dialektik der Aufklärung, data, como lo hemos
indicado, de 1944. Los ocho años que los separan no han transcurrido en vano.
En verdad, el tema central abordado por Adorno en 1944 no es el mismo que
analiza Benjamin en 1936, aunque estén íntimamente relacionados. Benjamin se
refiere a las consecuencias que se derivan del encuentro entre la obra de arte y
las posibilidades ahora ilimitadas de su reproducción técnica. Bajo la
denominación de “reproducción técnica”, Benjamin incluye principalmente,
aunque no únicamente, la fotografía y el cine. Su objetivo es el de demostrar que
con esto se produce una transformación histórica en el arte y un cambio de
función de la obra de arte que, ya muy alejada de su finalidad de servir al culto y
despojada del aura que le confería su condición de obra única, empieza a servir
ahora, por mediación de la tecnología y bajo la forma de reproducción masiva, a
fines de otra índole, relacionados con la política y los movimientos sociales de
masas que se despliegan en el contexto de las transformaciones que se
producen en el modo de producción. Benjamin tiene en cuenta los trastornos
sobrevenidos en Europa como consecuencia de los enfrentamientos de clase y
sus efectos políticos que se tradujeron en la Revolución Rusa y el advenimiento
del fascismo en Italia y Alemania. La utilización del arte y la cultura, reforzada
por el uso de la tecnología para fines políticos de agitación y propaganda,
constituyen para él una confirmación de sus premoniciones en relación a la obra
de arte. Extrapolando, Benjamin, al igual que Adorno, consideraba incluso la
posibilidad de que estas transformaciones pudieran concluir en la “liquidación de
la obra de arte” y su transformación en otra cosa.

En l944, Adorno expone los efectos sociales que se producen como


consecuencia del encuentro entre cultura, tecnología e industria en el marco
instaurado por el predominio del capital monopolista y sus manifestaciones
políticas. La cuestión del arte está allí inmersa pero no en primer lugar. Sin duda
Adorno, tiene en consideración los totalitarismos europeos y la utilización que
éstos hacen de los referentes simbólicos, incluida la “estetización” de la política,
pero también incorpora a su análisis el impacto que tiene sobre la sociedad el
control cada vez mayor de la cultura por la industria y el mundo de los negocios
en los países capitalistas no totalitarios, Estados Unidos en primer lugar (no
olvidemos que Adorno se encuentra en Estados Unidos desde 1938). En el
contexto del control de toda la cultura por el mercado, la situación de la obra de
arte no es más que un caso particular. En el escrito sobre la Kulturindustrie, se
hace frecuente referencia al destino de la obra de arte en la nueva realidad, sin
embargo no queda la impresión de que Adorno considere que sea la propia obra
de arte la que se ha transfigurado, sino más bien de que la industria cultural se
sirve de ésta para fines políticos y de dominación, a la vez que, convirtiéndola en
mercancía, la introduce decididamente en la esfera del intercambio mercantil.

En esta perspectiva, la visión de Adorno parece tener mayor alcance (lo que no
quiere decir necesariamente: superior) que la de Benjamín, puesto que éste
último tendía a ver que la obra de arte como tal era en su integridad engullida
por la reproductibilidad técnica, transfigurada y, lo que quedaba de ella -si es
que algo quedaba-, era destinado a nuevas funciones. Adorno, en cambio, si
bien temía la “liquidación del arte”, insinúa teóricamente la sobrevivencia de su
esencia bajo determinadas formas, incluso en las condiciones de una masiva
invasión de la cultura por la industria y el capital. Ya en la carta a Benjamin del
18 de Marzo de 1936, a la que hemos hecho alusión más arriba, Adorno escribe:
“Cuando salva usted al cine cursi frente al cine de nivel, nadie puede estar más
d`accord que yo: pero l`art pour l`art también estaría necesitado de redención, y
el frente unitario que hay en contra, y que por lo que yo sé va desde Brecht
hasta el movimiento juvenil, podría animarle a uno por sí solo a ello. Habla usted
del juego y la apariencia como los elementos del arte; pero nada me dice porqué
el juego debe ser dialéctico y la apariencia (…) no.” Y un poco más adelante:
“Entiéndame bien. No quiero garantizar la autonomía de la obra de arte como
reserva, y creo con usted que lo aurático en la obra de arte está a punto de
desaparecer; no sólo mediante la reproductibilidad técnica, dicho sea de paso,
sino sobre todo por el cumplimiento de la propia ley formal autónoma (…) Pero
la autonomía, es decir, la forma objetual de la obra de arte, no es idéntica con lo
de mágico que hay en ella: igual que no se ha perdido del todo la objetualización
del cine, tampoco se ha perdido la de la gran obra de arte”[9]. ¿Habrá pasado la
obra de arte a pertenecer al espacio de la negatividad, ese mundo alternativo
que Adorno construye en sus libros fundamentales, Dialéctica negativa y
Theoría Estética, y que tiene como propósito aparente habilitar un espacio para
poner lo más esencial a salvo de la destrucción que trae el Apocalipsis
capitalista?

Quien quiera mirar desprejuiciadamente, no podrá menos que reconocer que,


desde el momento en que sonó la hora de su crisis hasta nuestros días, la obra
de arte autónoma, aunque aparentemente extraviada por inéditos y abigarrados
caminos, no ha desaparecido. Desde fines del siglo XIX, y a lo largo de todo el
siglo XX se han sucedido los más complejos, imaginativos, inusitados y variados
movimientos artísticos, caracterizados, en no pequeña medida, por la voluntad
de defender la diferencia y mantener un espacio de independencia y libertad
frente a la tenaz embestida del mercado. Este, que todo lo recupera y lo aplana,
puede jactarse de haber obtenido algunas victorias, sin embargo, los recursos
del arte parecen ser inagotables: la obra de arte autónoma una y otra vez
emerge bajo nuevas e insospechadas formas. ¿Y las industrias culturales?

Aunque como es natural no hay completa coincidencia entre Benjamin y Adorno


acerca del diagnóstico que se puede hacer sobre el destino de la obra de arte
en la época del capitalismo tardío y el alto desarrollo de la industria cultural,
parece imposible, como quiere hacer Axel Honneth, apoyarse en Benjamin para
debilitar la posición de Adorno. Por de pronto, no hay que perder de vista que
Benjamin murió demasiado pronto como para llegar a conocer el fenómeno de la
cultura de masas en su fase de mayor despliegue. Además, para deconstruir
teóricamente a Adorno haría falta considerar el conjunto de su obra y no sólo el
texto de 1944. En realidad, Honneth sigue a Jurgen Habermas en su afán por
hacer una reapreciación de la Kulturindustrie, esta vez en el marco de la teoría
de la acción comunicativa por él elaborada como vía de tratamiento y posible
superación del impasse generado por los conflictos de clase en las sociedades
capitalistas industrializadas.

En el libro de Andreas Huyssen que hemos citado[10], este autor escribe: “Desde
luego, lo que Habermas intentaba hacer era introducir una dimensión histórica
en lo que unos años antes Adorno y Horkheimer habían juzgado el sistema
clausurado y aparentemente intemporal de la industria cultural”. Aquí sólo
podemos referirnos puntualmente a la teorización de Habermas, quien se refirio
en varias ocasiones a las posiciones de Horkheimer y Adorno sobre las
Industrias Culturales. Se encuentra un mayor desarrollo en el primer tomo
( Parte IV, Nº 2, desde la Pg. 465 a 508) y también en el segundo tomo (Parte
VIII, Nº 3, desde la Pg. 542 a 572) de su obra de 1981, Teoría de la acción
comunicativa[11], así como en El discurso filosófico de la modernidad[12], de 1985
(Capítulo 5, desde la Pg. 135 a la 162). Efectivamente, Habermas no acepta
seguir a Horkheimer y Adorno en su pesimismo, ya que estima que éste
concluye en un “sobrepujamiento” de la crítica a tal punto radical que termina por
descalifica a la propia racionalidad de sus posibilidades liberadoras. De algún
modo, Habermas considera esta posición como una capitulación que se explica
paradojalmente por la carencia circunstancial -pero insuperada- de recursos
críticos en el pensamiento de los creadores de la teoría crítica. En su opinión, al
igual que Nietzsche, Horkheimer y Adorno permanecen prisioneros de una forma
de crítica puramente ideológica de la modernidad cultural, percibiéndola “desde
un similar (con Nietzsche) horizonte de experiencia, con la misma sensibilidad
subida de punto, y también con la misma estrechez de visión, que los torna
insensibles a los rastros y formas existentes de racionalidad comunicativa”[13].
Habermas afirma que, por un lado, la teoría en la que Horkheimer y Adorno “…
hasta entonces se habían apoyado, y el proceder en forma de crítica ideológica
no daban para más” y, por otro lado, “no desarrollaron en ese momento esfuerzo
alguno tendente a practicar una revisión de la Teoría Crítica en términos de los
paradigmas vigentes de la ciencia social, porque les pareció que el generalizado
escepticismo contra el contenido de verdad de las ideas burguesas ponía en
cuestión incluso los criterios de la propia crítica ideológica. En vista de este
segundo elemento Horkheimer y Adorno se decidieron a dar el paso
verdaderamente problemático; se entregaron, al igual que el historicismo, a un
desbocado escepticismo frente a la razón, en lugar de ponderar las razones que
permitían a la vez dudar de ese escepticismo”[14].
Es en este punto donde Habermas se separa de Horkheimer y Adorno en lo que
al análisis de la “modernidad cultural se refiere”. Habermas emprendió, como es
sabido, un extraordinario esfuerzo, aun en curso, por superar el impasse de la
teoría crítica, que desde su punto de vista habría naufragado en los límites de la
“crítica ideológica”, y lo hace mediante la construcción de una teoría de la acción
comunicativa, que busca apoyarse en los “paradigmas vigentes de la ciencia
social”, particularmente en las teorías relativas a la comunicación, así como las
teorías relativas a los sistemas. Esquematicamente, la hipótesis de Habermas
sostiene que, en la modernidad, las tentativas provenientes del sistema por
“colonizar” el “mundo de la vida” pueden ser contenidas por medio de acciones
racionales emprendidas por los miembros de la comunidad que se organiza a
través del intercambio comunicativo. Esta apreciación podrá ser extendida desde
luego al campo de las industrias culturales, abriendo la posibilidad de una
recuperación democrática y constructiva de la cultura. ¿Será ello posible? ¿No
estamos ahora con Habermas frente a una razón utópica?

Más de medio siglo ha transcurrido desde la aparición de Dialektik der


Aufklärung y, aunque quedaron atrás los tiempos del fascismo europeo que
Adorno y Horkheimer conocieron y analizaron, y si bien es cierto que se han
producido múltiples cambios en las sociedades occidentales, todo lo relacionado
con la naturaleza y el carácter de la producción cultural masiva siguen siendo
objeto de vivas controversias en todos los medios en los que el espíritu crítico
aun se mantiene vigente. Si nos referimos al aspecto “funcional”, hay que
subrayar lo que ya muchos han observado: en la lógica del sistema económico
capitalista está siempre presente la tendencia a la concentración cada vez
mayor del capital y a la formación de monopolios excluyentes en torno a la
elección, producción y distribución de los productos. Esta tendencia ya es
problemática cuando se trata de productos comunes y corrientes. Cuando se
trata de productos culturales los efectos son incomparablemente más
perniciosos, por cuanto toda la cultura tiende a empobrecerse y nivelarse en
torno a las definiciones impuestas por los grupos más poderosos, cuya finalidad
no es la de favorecer el desarrollo “orgánico” y diferenciado de la cultura, sino
asegurar los mayores márgenes de ganancia y, consiguientemente, emprender,
con el apoyo de tecnologías más y más perfeccionadas la conquista de nuevas
áreas de inversión a fin de ampliar los mercados para los mismos productos
estereotipados y la consecuente mayor acumulación de capital. Es casi
innecesario agregar que, como consecuencia del proceso de globalización y
transnacionalización de la economía, el diseño de las políticas culturales tiende
a centrarse en las determinaciones provenientes de los países económicamente
más fuertes, más precisamente de EE.UU. y Europa occidental. Estas
afirmaciones son desde luego “lugares comunes”, pero el que lo sean no le
quitan validez. Este proceso no se ha atenuado en los últimos cincuenta años,
sino que se ha profundizado. ¿Es posible decir hoy algo diferente en relación a
los contenidos de la cultura uniformizada por las industrias culturales?
Bajo el título de La técnica y el tiempo, que evoca evidentemente el título de otro
libro señero: El ser y el tiempo de Heidegger, Bernard Stiegler desarrolla en
nuestros días una amplia investigación filosófica sobre la problemática
civilizacional interna que acompaña al proceso de control de la esfera simbólica
por las industrias culturales. No es posible entrar ahora en el análisis y la
descripción detallada de esa importante obra en curso, de la cual ya han
aparecido tres volúmenes[15]. Conviene sin embargo desde ya anotar que
Stiegler muestra cómo, lejos de evolucionar en un sentido liberador, las
tecnologías sobre las cuales descansan las industrias culturales, en las actuales
condiciones político-económicas permiten una progresiva alienación de las
consciencias. La identificación y el análisis de los objetos temporales permiten a
Stiegler ir quizás más lejos que Adorno, aunque no en un sentido diferente:

El limite de los análisis de Horkheimer y Adorno se encuentra en el hecho de que cuando


denuncian el proceso de exteriorización técnica de la imaginación, no explican las razones que
permiten que la conciencia pueda hasta ese extremo ser penetrada y controlada por el desarrollo
de una obra cinematográfica o de cualquier objeto temporal similar. Hay que empezar
precisamente por definir la noción de objeto temporal, para comprender el problema. Llamo
temporal a un objeto cuyo transcurrir coincide con el flujo de la consciencia de la cual es objeto,
que es por tanto también él esencialmente un flujo, y que no se constituye sino con el correr del
tiempo, como transcurrir (écoulement). Como lo ha indicado Husserl, su paradigma es la
melodía. Un objeto temporal es un tejido de retenciones y protenciones. Ahora bien, estos
procesos retencionales y protencionales dan también su entramado a la temporalidad de la
consciencia en general, y los objetos temporales permiten al mismo tiempo modificar estos
procesos de la consciencia y, en un determinado momento, influenciar, es decir controlar, esos
procesos .[16]

El cine, la radio, la televisión, la prensa, es decir el conjunto de los medios que


se encuentran mayoritariamente en manos de las industrias culturales, que son
a menudo las mismas manos de quienes controlan el poder político en nuestras
sociedades, sirven, con la potente mediación de la tecnología, para diseñar un
sistema abrumadoramente invasivo sobre las personas, tanto más poderoso e
incontrarrestable, cuanto forma parte de los activos de las grandes empresas
que hoy reinan sobre los más amplios sectores de la producción, el comercio y
las finanzas del mundo globalizado. ¿Estamos acaso tan lejos del oprimente
escenario descrito por Adorno y revisitado ahora por Stiegler?

La obra de arte autónoma, tan cara al espíritu libertario de Adorno, ha debido


internarse por insospechados senderos para conservar, si no su total
independencia, al menos lo básico de su propia esencia. Benjamin pudo ver
como, de objeto de culto se transformó en objeto de exposición y más tarde en
objeto de utilización política. Adorno describió la manera cómo se desdobló en
obra de arte y mercancía por la intervención de la industria. Ahora, como objeto
temporal (Stiegler), la mercancía cultural, cada vez más lejos de la obra de arte,
captura el fluir de la consciencia humana en una especie de supramundo virtual
multimediatizado. La cultura independiente sigue librando su desigual batalla. La
acción comunicativa es un camino cuyas posibilidades no pueden ser a priori
desestimadas, sin embargo vemos como las fuerzas que buscan arrastrarlo todo
a la arena del mercado, hace ya tiempo que se han enseñoreado precisamente
de buena parte de los más decisivos resortes de la comunicación a fin de
manipular la cultura, incorporarla a los negocios y optimizar la ganancia. Saber
hoy lo que la técnica y los poderes podrán llegar a hacer con las industrias
culturales es tan difícil como saber lo que las industrias culturales podrán llegar a
hacer con el hombre y su consciencia. Stiegler:

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