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EL DESEO DE HILARIO

Por: Malaya de Malayerba Corporation

Corría el año 1910 y en aquel poblado cuyo nombre no recuerdo, pero acuñábase
con un sobrenombre que tenía que ver con algún valle, Pablo Gonzalo de la
Magdalena, sin saber que era esa su última noche, decidió echar vuelo como
acostumbraba. Convirtiose en pájaro de altos cielos, uno con colores efervescentes
tanto como brillantes fueran y salió en busca de alimento para su mujer. Esta,
ignorante de la tragedia que tejía sin querer, un par de noches antes había roto la
única norma que se había establecido en aquel matrimonio de singular proceder.
Escondida tras un par de cortinas, Mercedes Cuayal había intentado averiguar lo
que su marido hacía sin éxito alguno. Solo en los últimos días de aquel viejo
septiembre poco antes de la noche de las ánimas, encontrose una pluma de gran
envergadura, de un azul verdoso con líneas sumamente oscuras y de un olor que se
le antojaba paradisiaco, que guardó para sí dentro de un cajón.
Sabiéndose vencida en su empresa, a la víspera del domingo, iracunda y celosa con
quien fuera aquél que jamás la había engañado, sacó del pequeño baúl la pluma y a
la vela la acercó. Ardió esta con rotundo fulgor y tan vivamente, que parecía que se
incineraba un fino papiro empapado en aceite.
A varias millas más allá de donde se encontraba su casa y oculta entre pequeñas
montañas, Pablo Gonzalo de la Magdalena sintió un terrible malestar en su
espalda. Y segundos más allá percatándose de su desgracia, clamó con lágrimas en
sus pequeños ojos un fuerte graznido al cielo: «¡Por Dios, mujer!, pero ¡qué has
hecho»!
Veinte años más tarde, Jhonatan Hilario Bonilla, recordaría con nostalgia aquel
verano que besó por vez primera los labios de Eufrasia Girondo, y como al acabar
su día mientras regresaba a casa, le pidió a aquella fugaz estrella poderse casar con
su prometida dos años después de volver de la guerra sano y salvo, sin saber que
aquella no era una estrella sino el pobre Pablo que convertido en llamas caía en
picada desde lo alto del cielo y, aún menos, deseando haber muerto desangrado
cuando un salvaje animal le mordiera el cuello en su primera semana de servicio en
los montes de María sin siquiera haber divisado a sus verdaderos enemigos; y no
haber vuelto sano y salvo para darse cuenta de que su querida Eufrasia, el domingo
de ramos llevaba un niño de la mano, y otro más de cinco meses en su barriga,
producto de su primo Edilberto que moriría meses más tarde sospechosamente
suicidado en el fondo del acantilado.
Los vientos soplaron más fuerte que nunca aquella noche, las ventanas de la casa se
abrieron de par en par y Mercedes Cuayal quedaría con un escalofrío que se
acentuaría con el pasar de los días al ver que su marido no regresaba, y que en su
estado de artrosis crónica no podría salir más de aquella humilde vivienda,
muriendo de física hambre, preocupación y sobre todo miedo: miedo incontrolable
de haber cometido su mayor error al no cumplir la única norma inquebrantable la
noche de bodas: «Mujer, no soy un santo, pero te prometo que nada te faltará, solo
nunca, jamás de los jamases, averigües qué hago en las noches, que en su momento
debido, lo sabrás».
Así acabó la vida de quien fuera «el pájaro milagroso» que en las noches se
aparecía en casa de alguno que otro moribundo y a cambio de comida y dinero, les
daba un día más de vida para que se puedan despedir sin dejar nada por olvidado,
por uno de los suyos que representaba con una pluma debajo de la almohada.

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