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Novena parte

La siguiente tentación
Eran Kipferl que habían sobrado de Navidad y llevaban abandonados en el
escritorio dos semanas como mínimo. Parecían herraduras en miniatura con una
capa de azúcar glasé. Las del fondo estaban enganchadas al plato y las demás
se apilaban unas encima de las otras formando una montañita. Sintió el aroma
en cuanto sus dedos tocaron el alféizar de la ventana. En la habitación se
respiraba azúcar y masa, y miles de páginas. No había ninguna nota, pero Liesel
no tardó en adivinar la mano de Ilsa Hermann en el asunto; además, tampoco
iba a arriesgarse a que no fueran para ella. Regresó junto a la ventana y coló un
susurro por el resquicio Tenía una rodilla encima y la mano criminal en el marco
de la ventana. Al volverse hacia el ruido, se encontró con la mujer del alcalde
con un albornoz nuevo y en pantuflas.
Eso significaba que el alcalde tenía que haberlos visto por fuerza si utilizaba la
biblioteca y que debía de haber preguntado qué hacían allí. O, y nada más
pensarlo se sintió invadida por un extraño optimismo, tal vez la biblioteca no fuera
del alcalde, sino de su mujer, de Ilsa Hermann. Liesel no sabía por qué era tan
importante, pero le gustó la idea de que la habitación llena de libros perteneciera
a la mujer.
Parecía haberle hecho gracia. Liesel se fij
En ese momento tuvo ganas de irse y, sin embargo, también sintió la peculiar
obligación de quedarse. Hizo el amago de decir algo, pero tenía que escoger
entre muchas palabras demasiado rápidas. Intentó echarles el guante varias
veces, aunque fue la mujer del alcalde la que tomó la iniciativa. Vio la cara de
Rudy en la ventana o, para ser exactos, su cabello iluminado por las velas.
El jugador de cartas
Más o menos a la misma hora en que Liesel y Rudy devoraban los dulces, los
hombres de la LSE jugaban a las cartas durante un descanso en una ciudad
cercana a Essen. Habían salido de Stuttgart y acababan de llegar del largo viaje.
Se estaban apostando cigarrillos, y a Reinhold Zucker las cosas no le iban muy
bien.
A diferencia del joven a su izquierda, Hans Hubermann no se regocijaba cuando
ganaba. Incluso tuvo la generosidad de devolver a cada uno de sus compañeros
un cigarrillo y encendérselo. Todos aceptaron la invitación menos Reinhold
Zucker, que hizo saltar por los aires el cigarrillo de un manotazo. El pitillo acabó
en medio de la caja volcada que utilizaban como mesa. Si no hubiera perdido
sus cigarrillos contra Hans Hubermann, no lo habría despreciado.
Las nieves de Stalingrado
A mediados de enero de 1943, Himmelstrasse era tan sombría y deprimente
como de costumbre. Liesel cerró la puerta de la cancela, se dirigió a casa de frau
Holtzapfel y llamó a la puerta. Salió a recibirla toda una sorpresa. Lo primero que
pensó fue que el hombre debía de ser uno de sus hijos, pero no se parecía a
ninguno de los otros hermanos de la fotografía enmarcada que colgaba junto a
la puerta. Aparentaba ser bastante más mayor, pero no habría puesto la mano
en el fuego. La barba le salpicaba la cara y tenía una mirada contundente y
apenada. Me dispararon en las costillas y me volaron tres dedos. ¿Responde
eso tu pregunta? Metió la mano ilesa en el bolsillo y se estremeció con desdén,
mofándose del viento alemán. ¿Crees que aquí hace frío?
Sacó un cigarrillo, se lo llevó a la boca y trató de encender una cerilla con una
mano. Si con el mal tiempo que hacía ya era complicado encenderlo con las dos,
con una era imposible. La semana anterior a que me enviaran a casa. Me pasé
tres días sentado a su lado antes de que muriera.
Cuando imagino la cocina de frau Holtzapfel, basándome en las palabras de la
ladrona de libros, no veo los fogones, ni las cucharas de madera, ni la bomba de
agua, ni nada por el estilo. Al menos no de buenas a primeras. Rusia, 5 de enero
de 1943, otro gélido día más. Fuera, entre la ciudad y la nieve, había rusos y
alemanes muertos por todas partes. Los que quedaban, disparaban a las
páginas en blanco que tenían delante. Tres lenguas se entrelazaban: el ruso, las
balas y el alemán.
Por desgracia para el joven alemán, no me lo llevé esa tarde. Pasé por encima
de él con otras pobres almas en los brazos y me volví con los rusos. Estuve
yendo todo el día de un lado al otro. En medio de la frase de su hermano, recogí
el alma de Robert Holtzapfel. Por lo general tengo que esforzarme para poder
ver a través del techo cuando estoy dentro, pero tuve suerte con ese edificio en
concreto. Una pequeña sección del tejado había quedado destruida y nada
obstaculizaba la visión. A un metro de nosotros, Michael Holtzapfel seguía
hablando.
El hermano eternamente joven
A Liesel Meminger le faltaban unas semanas para cumplir catorce años. Su
padre aún no había regresado. Habían tenido lugar tres sesiones de lectura más
con la mujer destrozada, y muchas noches vio a Rosa sentada con el acordeón
y rezando con la barbilla apoyada en los fuelles. Decidió que había llegado el
momento. Por lo general, robar algo era lo que la animaba, pero ese día fue
restituirlo.
El accidente
Era una mañana sorprendentemente luminosa y los hombres estaban subiendo
al camión El camión verde oliva regresaba al campamento, a unos quince
kilómetros de distancia. Brunnenweg estaba contando un chiste sobre una
camarera francesa cuando una de las ruedas delanteras sufrió un pinchazo y el
conductor perdió el control del vehículo. Todos intentaron esquivar el rictus
desdeñoso de Reinhold Zucker cuando reanudaron el viaje de vuelta al
campamento. Os dije que tendríamos que haberlo puesto boca abajo rezongó
alguien. A veces, alguno lo olvidaba y descansaba los pies sobre el cadáver. A
la llegada, todos intentaron escaquearse para no sacarlo del camión.
El amargo sabor de las preguntas
A mediados de febrero, una semana después del cumpleaños de Liesel, Rosa y
ella por fin recibieron una carta detallada de Hans Hubermann. Liesel entró
corriendo después de abrir el buzón y se la enseñó a su madre. Rosa se la hizo
leer en voz alta y no lograron reprimir la emoción cuando Liesel llegó a lo de la
pierna rota. Estaba tan pasmada, que la joven leyó la frase en silencio.
Una caja de herramientas, un delincuente, un oso de peluche
Desde que el ejército había reclutado a su padre el pasado octubre, la rabia de
Rudy había ido en aumento de manera considerable y la noticia del regreso de
Hans Hubermann fue la gota que colmó el vaso. No se lo contó a Liesel. No
protestó ante lo que creía una injusticia, sino que prefirió actuar. Al cabo de un
cuarto de hora, Liesel reparó en el súbito mutismo de su expresión y comprendió
que Rudy Steiner no iba a robar nada.
La mayoría de los niños se habían dormido y no oyeron las sirenas que
anunciaban el fin del peligro. Sus padres los despertaron o los sacaron en brazos
del refugio hacia un mundo de oscuridad.
De vuelta en casa
Fue una época de delincuentes, aviones estrellados y ositos de peluche, pero el
primer trimestre de 1943 finalizaría con una nota positiva para la ladrona de
libros. A principios de abril, Hans Hubermann se subió a un tren con dirección a
Múnich con una escayola que le cubría la pierna hasta la rodilla. Le concedieron
una semana de descanso en casa antes de engrosar las listas de chupatintas
del ejército en la ciudad. Tendría que echar una mano en los trámites
burocráticos para llevar a cabo la retirada de escombros de fábricas, casas,
iglesias y hospitales de Múnich. El tiempo diría si lo devolvían a la calle para
encargarse de las reparaciones. Todo dependía del estado de su pierna y de la
ciudad.
El fin del mundo (parte I)
Te ofrezco un nuevo atisbo del final. Tal vez lo haga con el fin de suavizar el
golpe posterior o Sobrevivió porque estaba en un sótano releyendo la historia de
su vida en busca de errores. Habían considerado que el habitáculo no estaba a
suficiente profundidad, pero esa noche, el 7 de octubre, bastó. Para prepararme
mejor cuando llegue el momento de explicarlo.
El nonagésimo octavo día Todo fue bien durante los primeros noventa y siete
días tras el regreso de Hans Hubermann, en abril de 1943. Solía quedarse
pensativo imaginando a su hijo en el frente de Stalingrado, con la esperanza de
que por las venas del joven corriera algo de su suerte. Eran muy ingeniosos,
contaban con muchos recursos y, cuando les salía bien, fuera cual fuese el
método que hubieran escogido, me era imposible rechazarlos.
El instigador de guerras
Los alemanes estaban empezando a pagarlo con creces. Al Führer le
empezaban a temblar las rodillitas. Aun así, tengo que reconocerle algo a ese
Führer. Desde luego, tenía una voluntad férrea. En ningún momento se aflojó el
ritmo durante la guerra, ni se redujo el castigo y exterminio de una plaga judía.
Aunque la mayoría de los campos de exterminio estaban desperdigados por toda
Europa, todavía quedaban algunos en la propia Alemania.
El estilo de las palabras Ocurrió en una pequeña ciudad del feudo de Hitler.
Habían conseguido controlar el torrente de sufrimiento, pero llegó otra pequeña
porción. Un grupo de judíos había sido obligado a desfilar en las afueras de
Múnich y una adolescente hizo lo impensable: se abrió paso para caminar con
ellos. Uno de los judíos de camino a Dachau había dejado de andar. Estaba
totalmente inmóvil mientras los demás lo esquivaban, taciturnos, abandonándolo
a su suerte. Sus ojos vacilaron. Fue todo muy sencillo: las palabras pasaron de
la joven al judío, treparon hacia él. Cuando la niña volvió a hablar, las preguntas
tropezaron en su boca. Lágrimas calientes luchaban por hacerse sitio en sus
ojos, pero ella estaba decidida a retenerlas. Mejor mantenerse firme, con orgullo.
Confesiones
Liesel no se fue a casa. Abatida, se dirigió a la estación de tren a esperar a su
padre, que no llegaría hasta al cabo de unas horas. Rudy la acompañó los
primeros veinte minutos, pero como todavía faltaba más de medio día para que
Hans volviera a casa, fue en busca de Rosa. Le explicó lo que había ocurrido por
el camino. Rosa ya había encajado todas las piezas del rompecabezas cuando
llegó a la estación, por lo que no le preguntó nada, se limitó a quedarse a su lado
hasta que al final logró convencerla para que se sentara.
El librito negro de Isla Herman
A mediados de agosto, creía que acudía al número ocho de Grandestrasse en
busca del mismo remedio de siempre. Para animarse. Durante un buen rato se
limitó a quedarse sentada y a mirar. Había visto morir a su hermano con un ojo
abierto y el otro todavía soñando. Se había despedido de su madre y había
imaginado la solitaria espera de un tren que la llevaría de vuelta al olvido.
Los aviones con caja torácica
En la tercera página ya tenía la mano dolorida. «Cómo pesan las palabras»,
pensó, pero a medida que transcurría la noche consiguió completar once
páginas. A veces escribía sobre lo que ocurría en el sótano mientras escribía.
Había llegado hasta el momento en que su padre la había abofeteado en los
escalones de la iglesia y había «heilhitlereado» juntos. Enfrente, Hans
Hubermann estaba guardando el acordeón.
El fin del mundo (parte II)
Ahora casi todas las palabras se han difuminado. El libro negro se desintegra
con tanto trajín y esa es otra de las razones por las que cuento esta historia.
¿Cómo era eso que habíamos dicho? Si repites algo muchas veces, nunca lo
olvidarás. También puedo contarte qué ocurrió después de que se acabaran las
palabras de la ladrona de libros y, para empezar, cómo llegué a conocer su
historia.
La muerte y Liesel
Han pasado muchos años desde entonces, pero todavía queda mucho trabajo
que hacer. Créeme, el mundo es una fábrica. El sol lo remueve, los humanos lo
gobiernan y yo soy la que persevera. Me los llevo. En cuanto a lo que queda de
historia, voy a dejarme de rodeos porque estoy cansada, muy cansada, así que
intentaré ir al grano.
En sus últimos instantes, vio a sus tres hijos, a sus nietos, a su marido y la larga
lista de vidas que confluían con la suya. Entre ellas, luminosas como faroles,
estaban Hans y Rosa Hubermann, su hermano y el chico cuyo cabello seguirá
siendo siempre de color limón.
Aquel día, en la entrada, Alex Steiner estaba hecho trizas. Liesel le confesó que
había besado a Rudy en los labios. Le dio vergüenza, pero creyó, que a él le
gustaría saberlo. Sobre su rostro asomaron lágrimas de madera y una sonrisa
de roble. El cielo era gris y brillante. Una tarde plateada.
Max
Alex Steiner volvió a abrir la sastrería cuando acabó la guerra y Hitler corrió a
mis brazos. No le rentaba ningún beneficio, pero al menos se mantenía ocupado
unas horas al día, junto a Liesel, quien solía acompañarlo. Pasaban mucho
tiempo junto y a menudo se daban un paseo hasta Dachau después de su
liberación, aunque allí eran los estadounidenses quienes los rechazaban. Al fin,
en octubre de 1945, un hombre de ojos cenagosos, plumas por cabello y un
rostro recién rasurado entró en la tienda. Pasaron varios coches en ambas
direcciones. Los conducían múltiples Hitlers, Hubermanns, Maxes, asesinos,
Dillers y Steiners... Quise decirle muchas cosas a la ladrona de libros, sobre la
belleza y la crueldad, pero ¿qué podía contarle sobre todo eso que ella no
supiera? Quise explicarle que no dejo de sobreestimar e infravalorar a la raza
humana, que pocas veces me limito únicamente a valoraría.
Agradecimientos
Me gustaría empezar por dar las gracias a Arma McFarlane (tan afectuosa como
inteligente) y a Erin Clarke (por su previsión, amabilidad y por contar siempre con
el consejo adecuado en el momento propicio). También quisiera expresar mi
gratitud a Bri Tunnicliffe por aguantarme y por no perder la fe en las fechas de
entrega de las correcciones.

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