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Desprendimiento de las Riquezas

Catecismo de la Iglesia Católica

CAPÍTULO SEGUNDO
«AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»

ARTÍCULO 10
EL DÉCIMO MANDAMIENTO

«No codiciarás [...] nada que [...] sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).

«No desearás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de
tu prójimo» (Dt 5, 21).

«Donde [...] esté tu tesoro, allí estará también tu corazón » (Mt 6, 21).

2534 El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la


concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña
y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La “concupiscencia de los ojos”
(cf 1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto (cf Mi 2,
2). La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres
primeras prescripciones de la ley (cf Sb 14, 12). El décimo mandamiento se refiere a la
intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.

I. El desorden de la concupiscencia

2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así,
desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son
buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan
a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.

2536 El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación


inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión
inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una
injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

«Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que apartemos
nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de los bienes
del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del avaro no
se satisface con su suerte (Qo 14, 9)» (Catecismo Romano, 3, 10, 13).

2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al


prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo
“quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas” y a los que, por
tanto, es preciso “exhortar más a observar este precepto”:

«Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no
soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar
más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes
estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...]. También hay
médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos
numerosos y sustanciosos...» (Catecismo Romano, 3, 10, 23).

2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia.
Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la
historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico
que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja
(cf 2 S 12, 1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21,
1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24).

«Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si todos
se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? [...] Estamos
debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de un mismo organismo
y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan Crisóstomo, In epistulam II ad
Corinthios, homilía 27, 3-4).

2539 La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien


del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando
desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (De disciplina
christiana, 7, 7).

“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal
del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia in
Job, 31, 45).

2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la
caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia
procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado —se
dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de
otros» (San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Romanos, homilía 7, 5).

II. Los deseos del Espíritu

2541 La economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la codicia


y de la envidia: lo inicia en el deseo del Supremo Bien; lo instruye en los deseos del
Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.

El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción
de lo que, desde entonces, aparece como “bueno [...] para comer, apetecible a la vista y
excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3, 6).

2542 La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban
sometidos; incluso vino a ser instrumento de la “concupiscencia” (cf Rm 7, 7). La
inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7, 10) manifiesta el conflicto entre la “ley
de Dios”, que es la “ley de la razón”, y la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado
que está en mis miembros” (Rm 7, 23).

2543 “Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,


atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos
los que creen” (Rm 3, 21-22). Por eso, los fieles de Cristo “han crucificado la carne con
sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5, 24); “son guiados por el Espíritu” (Rm 8, 14) y
siguen los deseos del Espíritu (cf Rm 8, 27).

III. La pobreza de corazón

2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone
“renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco
antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su
indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento
de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

2545 “Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso
de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu
de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (LG 42).

2546 “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan
un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los
pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)

«El Verbo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano


y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo
pobre por nosotros” (2 Co 8, 9)» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1).

2547 El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de


bienes (cf Lc 6, 24). “El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu
busca el Reino de los cielos” (San Agustín, De sermone Domini in monte, 1, 1, 3). El
abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana
(cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos
verán a Dios.

IV. “Quiero ver a Dios”

2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. “La
promesa [de ver a Dios] supera toda felicidad [...] En la Escritura, ver es poseer [...]. El
que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (San Gregorio de Nisa, De
beatitudinibus, oratio 6).

2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener
los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos
mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer
y del poder.
2550 En este camino hacia la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quien les
escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con Dios:

«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los
verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los
indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán
admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición
ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la
virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir
[...]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Lv 26, 12) [...] Este es también el sentido
de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será el fin
de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos
sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida
eterna, comunes a todos» (San Agustín, De civitate)

Artículo: Explicación del Catecismo

La pobreza cristiana: el desprendimiento pleno del corazón por amor a Cristo

Desprendimiento de espírituPara que Cristo viva en nuestra alma hay que deprenderse
del capricho, de lo superfluo, de lo innecesario... por mucho que nos guste.

Catecismo de la Iglesia Católica

I EL DESORDEN DE LA CODICIA

2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así,
desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son
buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan
a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.

2536 El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación


inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de lo pasión
inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una
injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:
Cuando la Ley nos dice: "No codiciarás", nos dice, en otros términos, que apartemos
nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es
inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: "El ojo del avaro no se satisface con
su suerte" (Si 14,9) (Catec. R. 3,37)

2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al


prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional señala con realismo
"quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas" y a los que, por
tanto, es preciso "exhortar más a observar este precepto":
Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con
tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender
más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la
miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles...Los médicos, que desean tener
enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Cat.
R. 3,37).

2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia.
Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la
historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a
pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf
2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29).
La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).
Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se
afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando
el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos
como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).
2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del
prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al
prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech. 4,8). "De la
envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del
prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la
caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia
procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:
¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá-
porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros
(S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).

II LOS DESEOS DEL ESPIRITU

2541 La economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la codicia


y de la envidia: lo inicia en el deseo del Soberano Bien; lo instruye en los deseos del
Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.

El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción
desde lo que ya entonces, aparece como "bueno para comer, apetecible a la vista y
excelente para lograr sabiduría" (Gn 3,6).

2542 La Ley confiada a Israel nunca bastó para justificar a los que le estaban sometidos;
incluso vino a ser instrumento de la "concupiscencia" (cf Rm 7,7). La inadecuación entre
el querer y el hacer (cf Rm 7,10) manifiesta el conflicto entre la "ley de Dios" que es la
"ley de la razón" y otra ley que "me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros" (Rm 7,23).

2543 "Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,


atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos
los que creen" (Rm 3,21-22). Por eso, los fieles de Cristo "han crucificado la carne con
sus pasiones y sus apetencias" (Gál 5,24); "son guiados por el Espíritu" (Rm 8,14) y
siguen los deseos del Espíritu (cf Rm 8,27).

III LA POBREZA DE CORAZON

2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a todo y a todos y les propone "renunciar
a todos sus bienes" (Lc 14,33) por él y por el Evangelio (cf Mc 8,35). Poco antes de su
pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio
todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21,4). El precepto del desprendimiento de las riquezas
es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

2545 "Todos los cristianos...han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el
uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del
espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto" (LG 42).

2546 "Bienaventurados los pobres en el espíritu" (Mt 5,3). Las bienaventuranzas revelan
un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los
pobres de quienes es ya el Reino (Lc 6,20):

El Verbo llama "pobreza en el Espíritu" a la humildad voluntaria de un espíritu


humano y su renuncia; el Apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando
dice: "Se hizo pobre por nosotros" (2 Co 8,9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).
2547 El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de
bienes (Lc 6,24). "El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca
el Reino de los Cielos" (S. Agustín, serm. Dom. 1,1). El abandono en la Providencia del
Padre del Cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6,25-34). La confianza en
Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

IV "QUIERO VER A DIOS"

2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y se realizará en la visión y la bienaventuranza de Dios. "La
promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a
Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir" (S. Gregorio de Nisa, beat. 6).
2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener
los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos
mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer
y del poder.

2550 En el camino de la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quienes les escuchan


(cf Ap 22,17), a la comunión perfecta con Dios:

Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los
verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los
indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán
admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición
ni de sí mismo ni de otros.

La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella
como la recompensa mejor y más grande que puede existir: "Yo seré su Dios, y ellos
serán mi pueblo" (Lv 26,12)...Este es también el sentido de las palabras del apóstol: "para
que Dios sea todo en todos" (1 Co 15,28). El será el fin de nuestros deseos, a quien
contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don,
este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos (S.
Agustín, civ. 22,30).

L No cabe la menor duda, a todo el mundo le gusta… caminar en la luz. Es mucho más
agradable viajar, de día que de noche. De día podemos contemplar la belleza del paisaje
que Dios ha creado para nuestro deleite. Cuando amanece todo vuelve a tomar el color,
que las tinieblas de la noche le secuestraron. Las personas, los animales, las plantas, las
flores los árboles, todo despierta a la vida. El silencio de la noche desaparece, invadido
por los ruidos de la vida, porque todo lo que se mueve es porque tiene vida, y los que se
mueve produce el ruido que nos da fe de la vida. El ser humano y los animales aman la
luz, sencillamente porque han sido creados por la propia Luz, ya que en síntesis podemos
decir, que el Señor, es una eterna luz de Amor.

Las tinieblas, la oscuridad, como tal no existe, simplemente es la carencia de luz,


llamamos tinieblas a la ausencia de la luz. La luz nos reconforta nos alumbra, nos da amor
y bienestar, es la luz la que nos gusta. Es la luz la que nos permite usar nuestro sentido
más querido que es la vista. Si hay algo a lo que las personas no les gustarían que les
pasase, es quedarse sin vista, a quedarse ciego. El que carece de tacto o de gusto o
inclusive el sordo, no nos inspira compasión, pero si nos la inspira el ciego. Las tinieblas
siempre nos inspiran miedo, nos alejan de la seguridad que todo ser humano ansía, la luz
nos sosiega y nos tranquiliza. A muchos niños, sus madres no les pueden apagar la luz de
su dormitorio, porque el niño tiene miedo. Instintivamente las tinieblas nos producen
repulsión, y ello es, porque sencillamente todos estamos hechos para la luz, estamos
hechos por la propia Luz y para la Luz de amor que es el Señor.
Dios es Luz de amor, tal como más de uno de nosotros lo ha definido, cuando han
vuelto después de una experiencia NDE, de muerte aparente. Estas personas siempre nos
hablan de una luz que es maravillosa, pero que ellos se consideran incapaces de describir,
solo saben decir, que es deslumbrante, sin deslumbrar, y que de ella emana un inmenso
amor que envuelve al que contempla la Luz. ¡Dios mío!, como serás si todos los que solo
han visto pequeños destello de Ti, así te describen. Y si nos vamos a las descripciones
que hacen los santos enamorados del Amor que emana de esa Luz, quedaremos aún más
sobrecogidos. Y eso que tampoco estos santos, que han escrito estos relatos, jamás
llegaron a ver en su plenitud el rostro de Dios, sino solo vislumbraron a lo lejos unas
chispas de la gran hoguera de Luz y Amor que es Dios

Indudablemente que todos identificamos a Dios con la luz y al maligno con las tinieblas.
Hasta 115 veces se menciona las tinieblas en la Biblia. Los evangelios, están llenos de
pasajes en los que se contrapone la Luz a las tinieblas. Con el sentido de esta
contraposición inicia San Juan su Evangelio, con el pasaje que luego reseñaremos. El
Evangelio de San Juan, es el más profundo y espiritual de los cuatro Evangelios, siendo
los otros tres los llamados sinópticos. Se denominan así, porque la palabra "sinóptico"
indica que los contenidos de estos tres evangelios pueden ser dispuestos para ser "vistos
juntos", bien en columnas verticales paralelas, bien en sentido horizontal.

En otro pasaje más explícitamente, el Señor nos dice: “Yo, la luz, he venido al mundo
para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y
no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para
salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue:
la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día” (Jn 12,46-48). En este pasaje
claramente Jesús al afirmar categóricamente que Él es la Luz, nos está diciendo: Yo, soy
Dios, y por amor a vosotros aquí he venido, para que mi Luz, os saque de las tinieblas del
pecado y del mal que os tienen esclavizados.

Con la llegada del Señor, se nos abrió a toda la humanidad el camino de la Luz,
por ello en el Evangelio de San Mateo se puede leer: “El pueblo que habitaba en
tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitan en parajes de sombra de muerte una
luz les ha aparecido” (Mt 4,16). Y en el canto del Benedictus, que exclamó Zacarías al
recobrar el habla el día del nacimiento de su hijo San Juan Bautista, Zacarías exclamó en
uno de las partes de este canto: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en
sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Es el anuncio
del nacimiento de Nuestro Redentor.

Pero la llegada del Redentor, no fue como el pueblo elegido esperaba que fuese.
Narra Platón, premonitoriamente 450 años antes de Cristo, el mito de la caverna. Cuenta
que unos hombres se vieron en la obligación de vivir sumergidos en la oscuridad de una
caverna, y se acomodaron a vivir inconfortablemente en esta situación pensando que un
día vendría uno a señalarles el camino para ver los rayos de sol. Llegó este hombre y los
habitantes de la caverna habituados ya a su género de vida, rehusaron la proposición de
ver el sol. Son las palabra de San Juan “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombre. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no lo acogieron. Hubo un
hombre enviado de Dios, de nombre Juan. Vino este a dar testimonio de la luz, para
testificar de ella y que todos creyeran por él. No era el la luz, sino que vino a dar
testimonio de la luz. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo
hombre. Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo lo le conoció.
Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1,1-18).

Todo lo anterior nos hace ver claramente que para el hombre que nace, este puede
recorrer el camino de esta vida, en la Luz o en las tinieblas, en el amor o en el odio, en la
verdad o en la mentira. El resultado final todos lo sabemos, y sin embargo, muchos son
los que siguen el camino de las tinieblas, pensando que antes de morir tendrán tiempo de
pegar un salto al otro camino. Se quiere jugar con dos barajas, y se juega con fuego y ya
se sabe que el que con fuego juega, al final termina quemándose. Pero se agarran a la
misericordia del Señor, y tan insensatamente se agarran que llegan a olvidar que para que
esta funcione debe de haber previamente un arrepentimiento. Antes de su Ascensión al
cielo, el Señor dijo: “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros.
Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina
en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis
hijos de luz. Dicho esto, se marchó Jesús y se ocultó de ellos” (Jn 12,35-36).

Este último mensaje es claro. Mientras tengamos vida estamos a tiempo, pero cuando
menos lo esperemos se acabará el camino y tal como estemos en ese momento, así nos
quedaremos eternamente en el lado de la balanza que hayamos escogido, de acuerdo
con el camino de luz o tinieblas que hayamos recorrido. Aún estamos a tiempo y cuando
el Señor habló no lo hizo por asustarnos, sino para que fuésemos conscientes, de que, lo
que escojamos eso mismo vamos a tener: "Pues todo el que obra el mal aborrece la luz
y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va
a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”. (Jn
3,20-21).

Ni tampoco, refiriéndose a los que no se toman en serio la cuestión, dijo, y no lo dijo a


humo de paja: “Entonces el rey dijo a los sirvientes: "Atadle de pies y manos, y echadle
a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son
llamados, más pocos escogidos”. (Mt 22,13-14). Y también nos dejó dicho: “Y a ese
siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de
dientes” (Mt 25,30).

Homilía

¿Y acaso es pecado tener dinero y bienes materiales?

Realmente no hay nada malo en poseer dinero, propiedades y bienes materiales,


mientras no permitamos que esos bienes se conviertan en sustitutos de Dios. Cristo nos
ha alertado: “No pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero” (Mt. 6, 24).
En el Antiguo Testamento se insiste mucho en que debemos escoger entre Dios y
los ídolos o falsos dioses. En el Nuevo Testamento Jesús contrapone el dinero a Dios. Así
que debemos cuidar que el dinero no se nos convierta en un ídolo que sustituya a Dios, y
que tampoco las vías para obtenerlo ocupen todo nuestro interés, nuestra dedicación,
nuestro empeño ... hasta nuestro amor.

Los bienes materiales de este mundo no son malos en sí mismos, pues nos han sido
proporcionados por Dios, nuestro Creador. Y, siendo esto así, significa que Dios es el
Dueño, y nosotros somos solamente “administradores” de esos bienes que pertenecen a
Dios. De allí que cuando seamos juzgados se nos tomará en cuenta cómo hemos
administrado los bienes que Dios nos ha encomendado. (cf. Lc. 16, 2)

“El amor al dinero es la raíz de todos los males” (1 Tim. 6, 10). ¡Grave sentencia
de San Pablo! Pero notemos algo: no dice que el dinero mismo sea la raíz de todos los
males, sino “el amor al dinero”. Porque nuestro amor tiene que dirigirse a Dios y a los
hombres, no a los bienes materiales.

Existe, entonces, un peligro real en buscar acumular dinero y riquezas. Tanto así
que Jesús nos advierte: “Créanme que a un rico se le hace muy difícil entrar al Reino de
los Cielos” (Mt. 19, 23). Se refería el Señor a esos ricos que aman tanto al dinero, que lo
prefieren a Dios. Concretamente Cristo estaba aludiendo al joven rico que no fue capaz
de dejar su dinero y sus bienes para seguirlo a El.

Amar al dinero es una tontería. “¡Insensato!”, exclama el Señor en su parábola


sobre el hombre rico acumulador exagerado de riquezas. “Esta noche vas a morir y ¿para
quién serán todos tus bienes? Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre
no depende de la abundancia de los bienes que posea” (cf. Lc. 12, 15-21).

Y esa sentencia de Cristo, que es tan cierta y tan evidente para todos, se nos olvida,
y podría sorprendernos la muerte amando al dinero más que a Dios o teniendo al dinero
en el lugar de Dios.

¿Cómo vivimos los hombres y mujeres de hoy? ¿Seguimos las advertencias de


Cristo con relación a los bienes materiales? ¿O ponemos todo nuestro empeño en buscar
dinero y en conseguir todo el que podamos, para acumular y acumular? Y ... ¿para qué,
si al llegar al mundo no trajimos nada, y cuando nos vayamos de este mundo no nos
llevaremos nada? (cf. 1 Tim. 6, 7).

Respondiendo entonces a la pregunta de esta semana: Sí. El apetito desordenado


de los bienes materiales, a lo cual llamamos “avaricia” sí es pecado.

El pecado consiste en acumular en desconfianza de la Divina Providencia: por si


acaso Dios no nos cubre las necesidades, tenemos nuestra seguridad en lo que guardamos.

El pecado consiste en sustituir la Avaricia por la confianza en la Divina


Providencia: acumulamos para que, por si acaso Dios no nos cuida, tengamos lo que
creemos necesitar.
Es como tener una malla de seguridad en caso de que nuestro Padre no nos ataje
cuando caigamos. El pecado consiste en creer que estaremos bien, porque nosotros
mismos nos hemos proveído lo que creemos necesitar.

A todo esto se refiere la advertencia del Señor contra la avaricia. Avaricia es un


signo externo de falta de confianza en Dios. Es no confiar en que realmente es El Quien
provee para nosotros.

Hay una falta de confianza interior, que consiste en andar preocupados porque
podría faltarnos lo necesario. Y una manifiesta falta de confianza exterior por la que
buscamos proveernos de bienes temporales con una preocupación tal, que descuidamos
los bienes espirituales.

Y puede ser pecado grave cuando se opone a la justicia y dependiendo de su


intensidad y de los medios empleados para conseguir esos bienes. No parece tan feo este
pecado, pero -pensándolo bien- ¿no es feo ver al ser humano esclavizado por algo
material, muy inferior a él, como es el dinero?

Los bienes materiales han sido puestos en nuestras manos por Dios para que seamos
buenos administradores. Y eso significa que con nuestro dinero -es cierto- debemos
satisfacer nuestras propias necesidades y las de nuestra familia, pero también debemos
satisfacer las necesidades de aquéllos que tienen menos que nosotros. Es decir, cada uno
de nosotros tiene derecho a utilizar el dinero que ha conseguido con su trabajo honesto,
pero también tiene la obligación de compartir con los demás. Y no sólo compartir de lo
que nos sobra, sino a veces también de lo que nos es necesario ... cuando haya alguno o
algunos que tienen más necesidad que nosotros.

Sobre el desprendimiento de los bienes materiales, Jesús exhorta a sus discípulos a


preferirle a El por encima de todo y de todos. “El que no renuncie a todo lo que tiene, no
puede ser discípulo mío” (Lc. 14, 33). Basado en esto nos dice muy claramente el
Catecismo de la Iglesia Católica: “El precepto del desprendimiento de las riquezas es
obligatorio para entrar en el Reino de los Cielos” (# 2544). Y agrega que el Señor se
lamenta de los ricos apegados a sus riquezas, porque ya tienen su consuelo en el amor
que le tienen a los bienes materiales. (cf. Lc. 6, 24) (cf. CIC # 2547).

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