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CAPÍTULO SEGUNDO
«AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO»
ARTÍCULO 10
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
«No codiciarás [...] nada que [...] sea de tu prójimo» (Ex 20, 17).
«No desearás su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de
tu prójimo» (Dt 5, 21).
«Donde [...] esté tu tesoro, allí estará también tu corazón » (Mt 6, 21).
I. El desorden de la concupiscencia
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así,
desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son
buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan
a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.
«Cuando la Ley nos dice: No codiciarás, nos dice, en otros términos, que apartemos
nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed codiciosa de los bienes
del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: El ojo del avaro no
se satisface con su suerte (Qo 14, 9)» (Catecismo Romano, 3, 10, 13).
«Hay [...] comerciantes [...] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no
soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar
más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes
estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo [...]. También hay
médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos
numerosos y sustanciosos...» (Catecismo Romano, 3, 10, 23).
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia.
Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la
historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico
que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja
(cf 2 S 12, 1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21,
1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24).
«Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros [...] Si todos
se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? [...] Estamos
debilitando el Cuerpo de Cristo [...] Nos declaramos miembros de un mismo organismo
y nos devoramos como lo harían las fieras» (San Juan Crisóstomo, In epistulam II ad
Corinthios, homilía 27, 3-4).
San Agustín veía en la envidia el “pecado diabólico por excelencia” (De disciplina
christiana, 7, 7).
“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal
del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” (San Gregorio Magno, Moralia in
Job, 31, 45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la
caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia
procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:
«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado —se
dirá— porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de
otros» (San Juan Crisóstomo, In epistulam ad Romanos, homilía 7, 5).
El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción
de lo que, desde entonces, aparece como “bueno [...] para comer, apetecible a la vista y
excelente [...] para lograr sabiduría” (Gn 3, 6).
2542 La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban
sometidos; incluso vino a ser instrumento de la “concupiscencia” (cf Rm 7, 7). La
inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7, 10) manifiesta el conflicto entre la “ley
de Dios”, que es la “ley de la razón”, y la otra ley que “me esclaviza a la ley del pecado
que está en mis miembros” (Rm 7, 23).
2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone
“renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco
antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su
indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento
de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.
2545 “Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso
de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu
de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (LG 42).
2546 “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan
un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los
pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)
2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. “La
promesa [de ver a Dios] supera toda felicidad [...] En la Escritura, ver es poseer [...]. El
que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir” (San Gregorio de Nisa, De
beatitudinibus, oratio 6).
2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener
los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos
mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer
y del poder.
2550 En este camino hacia la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quien les
escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con Dios:
«Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los
verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los
indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán
admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición
ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la
virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir
[...]: “Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Lv 26, 12) [...] Este es también el sentido
de las palabras del apóstol: “para que Dios sea todo en todos” (1 Co 15, 28). El será el fin
de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos
sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida
eterna, comunes a todos» (San Agustín, De civitate)
Desprendimiento de espírituPara que Cristo viva en nuestra alma hay que deprenderse
del capricho, de lo superfluo, de lo innecesario... por mucho que nos guste.
I EL DESORDEN DE LA CODICIA
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así,
desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son
buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan
a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia.
Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la
historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a
pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf
2 S 12,1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4,3-7; 1 R 21,1-29).
La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2,24).
Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros...Si todos se
afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando
el Cuerpo de Cristo...Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos
como lo harían las fieras (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Co, 28,3-4).
2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del
prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al
prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech. 4,8). "De la
envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del
prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s. Gregorio Magno, mor. 31,45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la
caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia
procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:
¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de
vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá-
porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros
(S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7,3).
El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción
desde lo que ya entonces, aparece como "bueno para comer, apetecible a la vista y
excelente para lograr sabiduría" (Gn 3,6).
2542 La Ley confiada a Israel nunca bastó para justificar a los que le estaban sometidos;
incluso vino a ser instrumento de la "concupiscencia" (cf Rm 7,7). La inadecuación entre
el querer y el hacer (cf Rm 7,10) manifiesta el conflicto entre la "ley de Dios" que es la
"ley de la razón" y otra ley que "me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros" (Rm 7,23).
2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a todo y a todos y les propone "renunciar
a todos sus bienes" (Lc 14,33) por él y por el Evangelio (cf Mc 8,35). Poco antes de su
pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio
todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21,4). El precepto del desprendimiento de las riquezas
es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.
2545 "Todos los cristianos...han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el
uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del
espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto" (LG 42).
2546 "Bienaventurados los pobres en el espíritu" (Mt 5,3). Las bienaventuranzas revelan
un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los
pobres de quienes es ya el Reino (Lc 6,20):
2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y se realizará en la visión y la bienaventuranza de Dios. "La
promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a
Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir" (S. Gregorio de Nisa, beat. 6).
2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener
los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos
mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer
y del poder.
Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los
verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los
indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán
admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición
ni de sí mismo ni de otros.
La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella
como la recompensa mejor y más grande que puede existir: "Yo seré su Dios, y ellos
serán mi pueblo" (Lv 26,12)...Este es también el sentido de las palabras del apóstol: "para
que Dios sea todo en todos" (1 Co 15,28). El será el fin de nuestros deseos, a quien
contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don,
este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos (S.
Agustín, civ. 22,30).
L No cabe la menor duda, a todo el mundo le gusta… caminar en la luz. Es mucho más
agradable viajar, de día que de noche. De día podemos contemplar la belleza del paisaje
que Dios ha creado para nuestro deleite. Cuando amanece todo vuelve a tomar el color,
que las tinieblas de la noche le secuestraron. Las personas, los animales, las plantas, las
flores los árboles, todo despierta a la vida. El silencio de la noche desaparece, invadido
por los ruidos de la vida, porque todo lo que se mueve es porque tiene vida, y los que se
mueve produce el ruido que nos da fe de la vida. El ser humano y los animales aman la
luz, sencillamente porque han sido creados por la propia Luz, ya que en síntesis podemos
decir, que el Señor, es una eterna luz de Amor.
Indudablemente que todos identificamos a Dios con la luz y al maligno con las tinieblas.
Hasta 115 veces se menciona las tinieblas en la Biblia. Los evangelios, están llenos de
pasajes en los que se contrapone la Luz a las tinieblas. Con el sentido de esta
contraposición inicia San Juan su Evangelio, con el pasaje que luego reseñaremos. El
Evangelio de San Juan, es el más profundo y espiritual de los cuatro Evangelios, siendo
los otros tres los llamados sinópticos. Se denominan así, porque la palabra "sinóptico"
indica que los contenidos de estos tres evangelios pueden ser dispuestos para ser "vistos
juntos", bien en columnas verticales paralelas, bien en sentido horizontal.
En otro pasaje más explícitamente, el Señor nos dice: “Yo, la luz, he venido al mundo
para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y
no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para
salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue:
la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día” (Jn 12,46-48). En este pasaje
claramente Jesús al afirmar categóricamente que Él es la Luz, nos está diciendo: Yo, soy
Dios, y por amor a vosotros aquí he venido, para que mi Luz, os saque de las tinieblas del
pecado y del mal que os tienen esclavizados.
Con la llegada del Señor, se nos abrió a toda la humanidad el camino de la Luz,
por ello en el Evangelio de San Mateo se puede leer: “El pueblo que habitaba en
tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitan en parajes de sombra de muerte una
luz les ha aparecido” (Mt 4,16). Y en el canto del Benedictus, que exclamó Zacarías al
recobrar el habla el día del nacimiento de su hijo San Juan Bautista, Zacarías exclamó en
uno de las partes de este canto: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en
sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. Es el anuncio
del nacimiento de Nuestro Redentor.
Pero la llegada del Redentor, no fue como el pueblo elegido esperaba que fuese.
Narra Platón, premonitoriamente 450 años antes de Cristo, el mito de la caverna. Cuenta
que unos hombres se vieron en la obligación de vivir sumergidos en la oscuridad de una
caverna, y se acomodaron a vivir inconfortablemente en esta situación pensando que un
día vendría uno a señalarles el camino para ver los rayos de sol. Llegó este hombre y los
habitantes de la caverna habituados ya a su género de vida, rehusaron la proposición de
ver el sol. Son las palabra de San Juan “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombre. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no lo acogieron. Hubo un
hombre enviado de Dios, de nombre Juan. Vino este a dar testimonio de la luz, para
testificar de ella y que todos creyeran por él. No era el la luz, sino que vino a dar
testimonio de la luz. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo
hombre. Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo lo le conoció.
Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1,1-18).
Todo lo anterior nos hace ver claramente que para el hombre que nace, este puede
recorrer el camino de esta vida, en la Luz o en las tinieblas, en el amor o en el odio, en la
verdad o en la mentira. El resultado final todos lo sabemos, y sin embargo, muchos son
los que siguen el camino de las tinieblas, pensando que antes de morir tendrán tiempo de
pegar un salto al otro camino. Se quiere jugar con dos barajas, y se juega con fuego y ya
se sabe que el que con fuego juega, al final termina quemándose. Pero se agarran a la
misericordia del Señor, y tan insensatamente se agarran que llegan a olvidar que para que
esta funcione debe de haber previamente un arrepentimiento. Antes de su Ascensión al
cielo, el Señor dijo: “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros.
Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina
en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis
hijos de luz. Dicho esto, se marchó Jesús y se ocultó de ellos” (Jn 12,35-36).
Este último mensaje es claro. Mientras tengamos vida estamos a tiempo, pero cuando
menos lo esperemos se acabará el camino y tal como estemos en ese momento, así nos
quedaremos eternamente en el lado de la balanza que hayamos escogido, de acuerdo
con el camino de luz o tinieblas que hayamos recorrido. Aún estamos a tiempo y cuando
el Señor habló no lo hizo por asustarnos, sino para que fuésemos conscientes, de que, lo
que escojamos eso mismo vamos a tener: "Pues todo el que obra el mal aborrece la luz
y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va
a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”. (Jn
3,20-21).
Homilía
Los bienes materiales de este mundo no son malos en sí mismos, pues nos han sido
proporcionados por Dios, nuestro Creador. Y, siendo esto así, significa que Dios es el
Dueño, y nosotros somos solamente “administradores” de esos bienes que pertenecen a
Dios. De allí que cuando seamos juzgados se nos tomará en cuenta cómo hemos
administrado los bienes que Dios nos ha encomendado. (cf. Lc. 16, 2)
“El amor al dinero es la raíz de todos los males” (1 Tim. 6, 10). ¡Grave sentencia
de San Pablo! Pero notemos algo: no dice que el dinero mismo sea la raíz de todos los
males, sino “el amor al dinero”. Porque nuestro amor tiene que dirigirse a Dios y a los
hombres, no a los bienes materiales.
Existe, entonces, un peligro real en buscar acumular dinero y riquezas. Tanto así
que Jesús nos advierte: “Créanme que a un rico se le hace muy difícil entrar al Reino de
los Cielos” (Mt. 19, 23). Se refería el Señor a esos ricos que aman tanto al dinero, que lo
prefieren a Dios. Concretamente Cristo estaba aludiendo al joven rico que no fue capaz
de dejar su dinero y sus bienes para seguirlo a El.
Y esa sentencia de Cristo, que es tan cierta y tan evidente para todos, se nos olvida,
y podría sorprendernos la muerte amando al dinero más que a Dios o teniendo al dinero
en el lugar de Dios.
Hay una falta de confianza interior, que consiste en andar preocupados porque
podría faltarnos lo necesario. Y una manifiesta falta de confianza exterior por la que
buscamos proveernos de bienes temporales con una preocupación tal, que descuidamos
los bienes espirituales.
Los bienes materiales han sido puestos en nuestras manos por Dios para que seamos
buenos administradores. Y eso significa que con nuestro dinero -es cierto- debemos
satisfacer nuestras propias necesidades y las de nuestra familia, pero también debemos
satisfacer las necesidades de aquéllos que tienen menos que nosotros. Es decir, cada uno
de nosotros tiene derecho a utilizar el dinero que ha conseguido con su trabajo honesto,
pero también tiene la obligación de compartir con los demás. Y no sólo compartir de lo
que nos sobra, sino a veces también de lo que nos es necesario ... cuando haya alguno o
algunos que tienen más necesidad que nosotros.