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“Primer interludio
filosófico: ¿qué es eso que denominamos modernidad?”
Sin lugar a dudas que todos los hechos hasta aquí descriptos, se dieron dentro de un conjunto
de ideas -dentro de un paradigma- que denominamos Modernidad. Más específicamente, de
la Modernidad europea. Ese formidable topetazo entre un Viejo y un Nuevo Mundo, entre
Europa y lo que se bautizó como «América», tuvo lugar en el seno de dicho descubrimiento;
más aún, contribuyó a fundarla y a consolidarla casi como ningún otro suceso histórico.
A partir del año 1300, según coincidencia de los historiadores más destacados, el declinar del
mundo cristiano-feudal se hace evidente. Las más prestigiosas instituciones medievales y los
consecuentes ideales que las animaban, comienzan a crujir bajo un peso demasiado insólito
para sus tradicionales fuerzas. Así veremos decaer, uno tras otro, la Caballería, el Feudalismo,
el Sacro Imperio Romano, la autoridad universal del Papa, el sistema gremial del comercio y la
industria, y un sinnúmero más de pilares del «antiguo orden». Aparecerán, en su lugar, un
núcleo significativo de valores generadores a su vez de un nuevo orden histórico-espiritual
que, paradójicamente, recibirá el nombre de Renacimiento (1300-1650). Equívoco también él,
ya que no se tratará de una resurrección, sino de un verdadero y nuevo parto.
Nace aquí un auténtico proyecto cultural que, en su conjunto, responderá a dos misiones
fundamentales: la superación del mundo medieval y la lenta preparación del «orden
moderno». Acertadamente Paul Hazar ha bautizado dicho cambio como el pasaje «de la
estabilidad al movimiento». Efectivamente, se trata de la sistemática apertura de un universo
cerrado sobre sí mismo, dentro del cual hombre y mundo se expresaban con notoria regula-
ridad hacia horizontes por completo novedosos, que terminarían por quebrar «su lugar» y «su
tiempo».
El viejo «comunitarismo» medieval será ahora suplantado por un egoísmo cada vez más
acentuado rompiéndose, simultáneamente, el ideal político medieval de una co- munidad
universal bajo la autoridad soberana del Sacro Emperador y del Papa. Su lugar será ocupado
por el flamante (moderno) Estado particular (Nación), libre de intervención externa, que
perseguirá casi sin trabas de ninguna naturaleza su prosperidad y engrandecimiento: dos
excelsas y harto representativas virtudes modernas. A su vez, dentro de ellos, también la
autoridad rebasará su antiguo ordenamiento: las pormenorizadas doctrinas medievales acerca
de los límites de la autoridad y de los fundamentos éticos de la Política, serán ahora
expresamente rechazadas en aras de una ilimitada, (palabra clave para comprender esta
modernidad) libertad de procedimientos. La figura de Maquia- velo brillará aquí con luz
inconfundible.
Definida así la Política, las guerras —consecuencia necesaria e inevitable para que el sistema
funcione- se encargarán del resto.
En suma, Europa pierde así homogeneidad y gana artificiosidad; minada, la cristiandad debe
soportar en su interior una serie de subproyectos que agudizarán sus contradicciones con el
transcurrir del tiempo y, simultáneamente, ya no tendrá más remedio que recurrir a una
«virtud» -con lo endeble que esto se ha vuelto-, la tolerancia, para hacer posible la unión por
sobre el deterioro.
Un tercer elemento quebrará, en mancomunidad con los dos ya mencionados, aquel mundo
antiguo-medieval: la denomina da Revolución Comercial. Amplia cadena de sucesos y nuevos
principios, se extenderá a lo largo de tres siglos (1400-1700) produciendo dos acontecimientos
decisivos en el campo de lo socioeconómico: la ruptura del sistema medieval y el posibilita
miento del posterior modo de producción y vida capitalista.
Una nueva forma —el comercio entendido como empresa mundial- ha tomado su lugar y no lo
abandonará en el futuro. En sus horizontes se divisa el nombre de sus primeras grandes cuen-
tas: América, África, Asia. Colón arribará a la primera en 1492.
Entramos así de lleno en la segunda de las consecuencias de esta Revolución Comercial que
antes habíamos señalado, la consolidación económica de Europa para su ulterior y planetaria
aventura capitalista. En efecto, dicha Revolución llevará a cabo la definitiva liquidación del
orden medieval y su paulatino reemplazo por el sistema capitalista de consumo y producción
que, posteriormente, se perfeccionara y se irá adecuando a la naturaleza de los tiempos. Este
proceso, conocido técnicamente bajo el nombre de «acumulación originaria», supuso una
doble perspectiva, perfectamente amalgamada: en el orden interno, el ascenso de la burguesía
como clase dominante y en el externo, el sistema colonial de explotación y enriquecimiento
metropolitano.
Rota la «paz cristiana», fragmentadas las antiguas posesiones, la guerra entre señores se tomó
algo cotidiano, al igual que el inexorable decaimiento de las arcas de la Iglesia. La riqueza, y el
poder consecuente que ésta acarrea y representa, comenzaron entonces a cambiar
paulatinamente de mano. Los antiguos Señores y Caballeros debieron recurrir ahora a
mercaderes y prestamistas, para así poder sobrellevar las necesidades impuestas por el orden
que se derrumba. Otro tanto le ocurrió a la maltrecha Iglesia. Católica. La naciente burguesía
comenzó así a asomar las narices en el poder.
Pero todo este proceso social hubiera sido- nulo y hasta imposible si no hubiese estado
acompañado por una nueva estructura económica. En efecto, hemos apuntado cómo todo ese
nuevo orden social interno se generaba juntamente con la conquista y colonización de
territorios ultramarinos que revitalizarán, con su trabajo y sus riquezas, las alicaídas arcas
europeas. Y es esto precisamente lo que posibilita la ya mencionada «acumulación originaria»,
imprescindible para el desenvolvimiento del capitalismo moderno: sobre el despojo de las
colonias crecerán la naciente burguesía europea y sus flamantes capitales que, posteriormente
aplicados a la industria (siglo xix), asegurarán su supremacía sobre el resto del planeta. Entre el
siglo xvi y el xix se quintuplicaron ¡as existencias de oro en Europa y se triplicaron las de plata.
Como se advertirá entonces, no fueron sólo la fuerza pujante, o el «espíritu decidido» de unos
cuantos burgueses, o sólo las sutiles relaciones o «componendas de clase», los responsables
mayores del proceso de acumulación interna, al proyecto imperial europeo; lejos de ello los
capitales de la burguesía europea tuvieron nombres y apellidos extraños, exóticos: millones de
nuevos contemporáneos los financiaron (y financian) con el sencillo costo de su propia vida,
Gran parte de la riqueza y creciente prosperidad de las actuales naciones industriales se ha
generado sobre el saqueo y colonización del denominado Tercer Mundo, o «países
subdesarrollados»; empresa desarrollada por aquellas naciones que, a partir del siglo xv, los
incorporaron al mercado mundial en calidad de «complemento» o «reserva» de mano de obra
y materias primas, imprescindibles para el funcionamiento de sus industrias.
Veamos ahora, para finalizar este aspecto económico de la modernidad europea, algunas
notas fundamentales de la denominada Revolución Comercial, de los siglos xv a xviii. Lo pri-
mero que nos sale al paso es el vertiginoso desarrollo de la banca, es decir, del préstamo
organizado de dinero con fines lucrativos.
Considerando ahora en su conjunto esta etapa moderna, sintéticamente podemos afirmar que
se caracteriza por lo siguiente: a. la ruptura del ritmo y del espacio del mundo; b. por la rup-
tura de la unidad de proyecto y de los límites del poder; y c. por la transformación del mundo
en mercado, del hombre en traficante y del valor en dinero.
Lo primero que mencionábamos era la ruptura del ritmo y del espacio del mundo. Hacemos
con ello alusión al profundo cambio operado en la concepción y en la existencia del hombre,
con el paso del medioevo a la modernidad. En ésta se quiebra definitivamente la unidad
cerrada y estable que cobijaba al hombre medieval y sobre sus ruinas se edifica el amplio y
muy heterogéneo mundo moderno, permanentemente en movimiento y en franca ruptura de
todo límite. Tratase, en consecuencia, de un universo en permanente expansión (a todo nivel);
de una totalidad (orden, plexo de referencias), ahora fragmentada, que ha dejado muy detrás
el ya reducido espacio de la tierra hogareña (villa, feudo, ciudad, pueblo) esparciéndose,
dispersándose y ocupando todo el espacio (existente o a descubrir). Roto el equilibrio, minado
todo en su interior el ideal antiguo de la estabilidad, abrazada con firmeza y decisión la causa
del movimiento, el mundo moderno transcurrirá ahora sobre un espacio en permanente
expansión; movimiento que a su vez desafía todo límite, reduce lo otro a lo mismo.
No se trata de otra cosa que de la época de la imagen del mundo, en el lúcido decir de
Heidegger, uno de sus hermeneutas más prominentes. De ese instante en que el mundo
(aquello que los griegos llamaban cosmos y oponían a caos), rompiendo por completo su
antigua contextura, deviene imagen: un producto del representar y actuar del hombre, antes
que el hogar dentro del cual éste se cobijaba y actuaba. Mediante su mutación en imagen el
mundo queda a merced del hombre; el cual a su vez, instalado férreamente en sí mismo,
deviene el sujeto que representa, que pone y dispone del mundo (ego cogito: yo pienso). Las
figuras de Renato Descartes y de Arturo Schopenhauer, entran aquí en toda su extensión.
La primera ruptura queda entonces sucintamente presentada, Por ella el mundo antiguo-
medieval, al romper lo esencial de su espacio y su tiempo, deviene imagen, a disposición de un
sujeto (el hombre, devenido a su vez ego cogito) que lo ordena y fundamenta de acuerdo con
el dictado de sus valores e intereses, Este mundo devenido en imagen es, a su vez, un mundo
en plena y constante tarea de globalización, de expansión, asumiendo así las dos notas básicas
con que más arriba hemos caracterizado a esta Modernidad europea: una humanidad auto-
considerada superior y abocada, en consecuencia, a la tarea de conversión universal de los
pueblos inferiores (los «bárbaros»), a los beneficios de esa cultura superior.
3. Europa como finalidad (télos) para toda la humanidad racional. El «caso Husserl»
La figura de Edmundo Husserl (1859-1938) cabe aquí en toda su extensión y es, en no pocos
casos, culturalmente contradictoria con sus propios orígenes personales y sociales. Husserl,
judío del Imperio Austrohúngaro, creyó y sufrió por igual bajo el Tercer Reich.
Dramática y lógicamente descontento con el momento cultural y político que le toca vivir, lo
primero a que Husserl nos convoca es a cambiar drásticamente el lugar desde donde advertir
esa crisis y su gravedad. Para él no se trata de un problema político o coyuntural, aunque allí se
refleje, sino en una «falla» en el destino de Europa o, mejor aún, en la teleología que estaba
ínsita en su desarrollo. De un abandono suicida, en fin, de sus ideales más íntimos y a la vez
«universales». Así esa singular teleología europea, será el lugar desde donde pensar la crisis de
la cultura, en clave husserliana.
Europa, como proyecto y como problema filosófico fundamental, recorre la casi totalidad de la
labor husserliana. La problemática de la constitución del sentido de lo dado -eje vertebral de su
filosofar fenomenológico- lo comprometió desde el inicio con ese mundo anterior a toda
reflexión, con ese mundo de la vida (Lebenswelt), el cual se le fue paulatinamente revelando
como histórico. De esta manera, su filosofía es un pensar donde la profundización ontológica y
metodológica, se desarrollará en permanente diálogo con la Historia (Geschichte), cosa que sus
comentadores o intérpretes posteriores no siempre han tenido en cuenta en su justa medida.
Y en el centro de ese mundo histórico, para Husserl, está Europa.
Su libro “La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental” [Krisis], es clave
en el pensamiento europeo contemporáneo y a su vez sintetiza numerosos años de tareas
pacientes y rigurosas; en ella el sistema husserliano expondrá al desnudo todas sus grandezas
y todas sus falencias. Se trata de un Husserl ahora desterrado y perseguido por la incipiente
barbarie nazi -que también y a su manera se arrogaba ser la quintaesencia de una misma
Europa universal y eterna-; de un hombre que va tocando ya los límites de su existencia y que
desde ellos retorna hacia la vida de su cultura (su propio Ubenswelt), buscando echar luz sobre
el tenebroso futuro que se avecina. Es aquí donde vale la pena detenernos un poco.
El epílogo de Krisis encierra una afirmación final que bien podría considerarse nuestro punto
de partida: “ser hombre es serlo en sentido teleológico y que esta teleología reina a través de
todas sus acciones, de todos los designios del yo; que este télos [fin, finalidad] apodíctico pue-
de ser reconocido siempre por medio de la comprensión de sí y que reconocer este télos,
comprendiéndose a sí mismo radicalmente, es exactamente comprenderse según principios a
priori: es comprenderse a sí mismo según el estilo de la filosofía”.
Este párrafo sintetiza de manera notoria la estructura completa de su obra Krisis: el proyecto
europeo occidental, el tipo de humanidad que le es inherente, su desarrollo histórico y los
motivos internos de sus «crisis" presentes. Atenderemos, en primer lugar, al sentido
teleológico del proyecto en tanto allí es posible la actual crisis de esta cultura.
Aquí se vuelve a colocar sobre el tapete la comprensión de Europa como «idea» y como misión
histórica. Europa es y debe ser comprendida desde una suerte de misión universal que le es
trasmitida y regimentada por la razón que la anima y, más aún, toda «crisis» de su existir debe
ser valorizada desde, por y para el cumplimiento de este mandato racional Por esto, aquella
exhortación final en la conferencia de 1935: “El peligro más grande que amenaza a Europa es
el cansancio”.
Europa tiene una misión, un mandato universal, que se halla impelida a cumplir. Tal es,
esencialmente hablando, su ser más propio, aquello de lo que ni por un instante debe
apartarse bajo pena de caer en crisis, aquello que la humanidad reclama y espera de ella.
Frente a esto se halla lo que Husserl denomina, uniéndose en esto a la larga y peligrosa escuela
del prejuicio racial, «el mero tipo antropológico empírico, como China o India», pueblos que
carecerían de ese télos racional que sólo Europa representa y patentiza.
Otro tanto señalará en El origen de la geometría, donde lo histórico será concebido como
prefigurado a partir de “[...] un componente de universalidad esencial que persiste
efectivamente a través de todas las variantes/ que ordena el devenir temporal y lo orienta
según un sentido”.
Por eso, luego de señalar el carácter eminentemente racional del mismo, diferenciará dos
tipos de pueblos (o «humanidades»): aquellos que no han superado un orden «mítico mágico»
(pueblos primitivos) y Europa como comunidad histórico-espiritual ordenada según el diseño
de esa racionalidad esencial. Ordenamiento que le ha permitido a Europa colocarse a la cabeza
de los pueblos e identificar sin más su historia con el devenir de la humanidad en su conjunto;
de allí también que luego su crisis sea la de la «humanidad» en cuanto tal y no la de una
cultura en particular.
Por todo esto -es decir, por la asunción explícita de ese a priori y del télos por él implicado- es
que Husserl al preguntarse “[...] hay una ciencia, una lógica, una manera de pensar europeas;
los primitivos tienen las suyas, que son diferentes; ¿por qué preferir las nuestras?”.
Responderá sin titubear y sin sonrojarse, porque: “somos nosotros quienes, nacidos en la
historia, hacemos la historia, somos nosotros europeos quienes reconstruimos las otras
humanidades y sus mundos circundantes (nosotros mismos somos una humanidad particular,
en nuestra historicidad particular hemos desarrollado la ciencia, la ciencia histórica con su
método y, de una manera general, nuestra cultura). ¿Podemos hacer otra cosa que
interrogarnos nosotros mismos a partir de nuestra cultura como europeos y reconocer nuestra
esencia propia como tal y luego la de las otras? ¿No tenemos por ello un privilegio?”.
Husserl comenzará por distinguir dos Europas: una geográfica o «cartográfica» (que no le
interesará en tanto filósofo) y otra espiritual en la que sí centrará todos sus análisis. Algunas
veces ambas Europas coincidirán, pero la Europa espiritual no se reduce nunca a la mera
cartografía. Por esto es que afirmará nuestro filósofo: “En el sentido espiritual pertenecen
manifiestamente también a Europa los dominios británicos, los Estados Unidos, etc., pero no
los esquimales ni los indios de las exposiciones de las ferias ni los gitanos que vagabundean
permanentemente por Europa”.
Abocado ya a la tarea de definir a esa Europa espiritual se referirá a ella como: “[...] la unidad
de un vivir, obrar, crear espiritualidades: con todos los fines, intereses, preocupaciones y
esfuerzos, con los objetivos, las instituciones, las organizaciones. [Y precisará algo más
adelante] Aunque las naciones europeas se hallen tan enemistadas como se quiera, tienen
ellas, empero, un peculiar parentesco interior en el espíritu que las penetra a todas, que
trasciende los intereses nacionales. Es algo así como una fraternidad que nos da, en esta
esfera, una conciencia patria”.
Es decir, esa Europa -idealizada por cierto- es, simultáneamente, una idea y una organización
histórica; una unidad teórico-práctica centrada en torno de una conciencia común (un télos).
Dentro de ella conviven hombres, sociedades e instituciones, todos ellos «interior y
espiritualmente unidos».
Pero Europa es también para Husserl, algo más que esa unidad de conciencia y de destino; es,
desde el punto de vista de la Humanidad en general “el surgimiento y el comienzo de una
nueva época de la humanidad». La época de una humanidad «que en adelante solo quiere y
puede vivir en la Ubre formación de su existencia y de su vida histórica a partir de ideas de la
razón, hacia tareas infinitas”.
Es decir, Europa será caracterizada desde una doble perspectiva (en extrema coincidencia con
el esquema hegeliano que más adelante referiremos): por un dado, en el nivel singular, como
la unidad de un vivir determinado; y por el otro, en el nivel mundial, como la instauración de
un nuevo tipo de humanidad: una humanidad abierta a «tareas infinitas» donde la razón funda
y alimenta la existencia de los pueblos.
En efecto, Europa no se limita a ser una «unidad singular de conciencia y existencia, aparece
además como el ideal para la humanidad» en su conjunto; como polo de atracción irresistible
para cualquier pueblo que se precie rectamente. El pueblo europeo y su irrefrenable proceso
de europeización por sobre cualquier resistencia cultural y el natural rechazo de cualquier
europeo a indianizarse llevará a Husserl a expresar sin trabas: “Hay en ello algo singular que
sienten en nosotros también, todos los otros grupos de la humanidad como algo que, pres-
cindiendo de todas las consideraciones de utilidad, se convierte para ellos en un motivo
continuo de europeización no obstante la voluntad inquebrantada de la autoconservación
espiritual”.
Y aquí lo viejo -vestido ahora de ropaje «moderno»- ha vuelto a reaparecer: aquella misión
universal de conversión y progreso que tanto alentó los viajes a «las Indias», vuelve a escena
(¡en 1935!), sólo que esta vez hasta con justificativo ontológico. Se trata como siempre de una
Europa «superior», signada por el original destino de estrella polar y guía espiritual para la
elevación del resto de la humanidad a una auténtica «cultura».
Pero tantos y tan buenos dones no han surgido de la nada ni de la improvisación, tienen un
origen histórico que los impulsó y los alienta: Grecia. El ilustre mito de un origen puro, de un
instante que es posible y necesario reactualizar permanentemente, de una cultura privilegiada
que creó la «Cultura» y de un hombre que modeló al «Hombre», aparece aquí nombrado
singularmente: Grecia.
Ese nombre de «resonancia familiar», en el decir de Hegel, que le había hecho exclamar a un
Goethe: «Cada uno sea a su manera un griego, pero séalo»; esa pequeña península que in-
ventó a «Occidente», es señalada por Husserl como el origen y la posibilitación de «Europa» y
la justificación de su supuesto mandato universal. Razón y libertad, hombre e infinitud, son
para nuestro filósofo creaciones griegas; creaciones que, posteriormente, Europa habrá de
encarnar y posibilitar para el resto de los hombres; incluso para todos aquellos que no
tuvieron el honor de poseer el Partenón como antepasado, pero lo anhelarían como ideal de
realización cultural, por sobre la barbarie de su estado de naturaleza. Veamos cómo.
Grecia es señalada por Husserl como «el lugar de nacimiento espiritual» de Europa. Allí
aparecen por primera vez individuos y pequeños grupos que logran comunicar al resto de sus
contemporáneos «una nueva forma perdurable de comunidad». Pero, de todas las creaciones
griegas, dos son las que han signado el posterior devenir histórico de manera terminante: la
Filosofía y la Ciencia. Ellas son los productos excelsos de la vida griega (luego europea) y sirven
como auténtico mojón separador de dos tipos de culturas y humanidades: por un lado, lo que
él llamará la «cultura pre-científica» o «extra-científica» que no logra sobrepasar el mundo
circundante finitamente aprehensible, una cultura de «objetos de existencia pasajera»; y por
el otro, una cultura científica o de ideas, cultura abierta a la infinitud del espíritu, en
permanente progreso y creadora de «objetos imperecederos». Esa cultura superior es la griega
y posteriormente, la europeo-occidental. «Revolución de toda cultura...» dirá Husserl.
Esos mismos dos productos exclusivos y excelsos “Ciencia y Filosofía“ servirán, por lo demás,
para separar a Occidente de Oriente. Este último para Husserl está imbuido de una «actitud
religioso-mítica», distinta y por supuesto inferior de la «actitud científica» occidental. Será
aquel mímelo oriental, el mundo de un saber «interesado y utilitario», un mundo «regido por
potencias míticas» que esclavizan al hombre, un mundo en fin de sacerdotes encargados de
interpretarlo y regularlo, al margen de toda auténtica racionalidad.
Una vez más, una forma muy determinada de racionalidad ocupa toda la «razón» y desde ese
supuesto Olimpo separa, privilegia y determina, una vez más, de un lado —el propio, por su-
puesto- el espíritu y la libertad, y del otro el atraso y la ignorancia.
Separación que enseguida se hará planetaria, para terminar en la posterior y fatal dicotomía
entre «gente cultivada e inculta» y en esa expansión -no precisamente fraternal- que Husserl
denominará «tendencia necesaria» y que nos presentará como un movimiento para
«incorporar nuevas personas, todavía ajenas a la filosofía, a la comunidad de los que
filosofan». Movimiento que, también desde su peculiar óptica, iría convirtiendo al ideal
europeo-occidental «en bien común para las naciones» y dando forma a «una
supranacionalidad de índole totalmente nueva» que culminará en la «sociedad total regida por
el ideal».
Sin embargo, prácticas e ideales estaban secretamente conectados. Esas «tareas infinitas» de
las que Husserl hablaba, tenían su correlato europeo empírico: la expansión infinita y desde
Grecia ambos pasos fueron sucesivos. La nueva razón revela ahora su verdadera dimensión o,
mejor dicho, su rostro completo: la ruptura de todo límite y de toda solicitud. Husserl lo
expresa en una sola fórmula: «ideales infinitos para la síntesis cada vez más vasta de
naciones».
El significativo título del primer apartado de Krisis dice: «La crisis de las ciencias como
expresión de la radical crisis vital de la humanidad europea». Este texto recién fue editado en
1954, dieciséis años después de la muerte de su autor, y recoge fielmente las preocupaciones
de sus últimos cuatro años de vida (1934-1938), esto es, el sórdido período de incubación del
«huevo de la serpiente», en el recién proclamado Tercer Reino (Tercer Reich), ése que va desde
el ascenso de Hitler a la Cancillería alemana (enero de 1933), hasta la invasión a Polonia que
desencadenaría la Segunda Guerra Mundial (septiembre de 1939).
Son momentos de crisis y hacía esta obra póstuma dirigimos ahora la mirada, para cargar de
sentido el vocablo esquivo. En su mismo título resalta una relación evidente: crisis de las
ciencias-crisis vital, dándonos con ello Husserl a entender -desde el comienzo- que no se trata
por cierto de una minúscula polémica intracientífica sino que es el ser mismo de la ciencia
europea y su conexión con el todo cultural y existencial de esos pueblos lo que está en juego.
Se trata de una auténtica crisis ontológica, donde el todo de la ciencia y su relación con la
existencia (que la origina y fundamenta) se vuelve problemático, crítico. Y es esto último -su
conexión con la existencia humana- precisamente lo que se halla más oscurecido, a punto tal
que el hombre contemporáneo no sabe hoy qué hacer, ni se siente ya más expresado por lo
que otrora fuese su más genuino y auténtico portavoz: el científico y su ciencia.
De aquí que el problema sea entonces doble: la ciencia y su conexión con el todo de la cultura
o, si se prefiere, que esta «crisis» sea una crisis integral y que, como tal, afecta tanto al pensa-
miento como a la vida. Por ello la ya señalada relación entre la crisis de la ciencia y la crisis
vital. Una cultura montada sobre la Razón como la europea no puede, en consecuencia, dejar
de reflejar en todos los estratos de su existencia la crisis que a aquélla la afecte: la
problematización de la Razón es, simultáneamente, la introducción de esa crisis en su historia.
Indagar la génesis de esta crisis, nos implicará remontarnos, con Husserl, hasta la Modernidad
(Renacimiento) donde los pilares de ella comenzarán a consolidarse.
Se referirá él a ese Renacimiento como el momento en el cual «la humanidad europea efectuó
en sí misma una conversión revolucionaria»; precisando esa «conversión» con estos términos:
“Se volvió contra su modo de existir hasta entonces, el modo medieval de existir, lo
desvalorizó, y quiso formarse libremente uno nuevo”.
Al pretender Husserl explicar el porqué de esa pérdida de sentido acuñada por la modernidad
europea, señalará que el investigador moderno -apasionado por las posibilidades que le abría
ese reciente proceso de matematización de la naturaleza (cuantitativo y cualitativo)- se abocó
de inmediato al logro de fórmulas operativas que la expresen y que le permitan actuar en un
orden de creciente precisión y dominio. Se cae «en la tentación de captar el ser verdadero de
la naturaleza misma en estas fórmulas y en su sentido de fórmulas (Formelsinn)». Esto desem-
bocará directamente en la crisis de la ciencia y de la vida sobre ella estructurada, puesto que
ahora se olvida el «verdadero sentido» (instrumental) de las simples fórmulas y se opera con
ellas como «realidades».
En última instancia nada ha pasado, sólo el monocorde discurso del «espíritu» consigo mismo;
por eso, la superación de esa crisis, dependerá también de un acto de voluntad, de una otra
orientación de la razón, de una «recuperación del sentido» (en cuanto tal siempre posible).
Una vez más para el «espíritu» (el europeo, se entiende) todo es posible y la crisis de su
presente, aunque grave, es sólo el preanuncio del recomienzo del proyecto: el de una
humanidad racional y superior, en misión de recuperación y salvación universal. América latina,
como siempre, mirará azorada.
Lo anterior describía la cara negativa del asunto: una Europa en profunda crisis; lo importante
era luego para Husserl mostrar, para completar el cuadro, que la superación de ese estado de
cosas era posible y necesaria y que Europa podría renacer de entre sus propias cenizas.
Hemos dicho que eso que Husserl denomina Europa es una unidad y un mandato, es decir, una
«idea». Unidad en tanto y en cuanto recoge en ella lo disperso de culturas diferentes entre sí y
que, de esta manera, se hermanan y reúnen; y esto a su vez constituye un mandato racional,
una suerte de imperativo histórico, como lógica e inmediata consecuencia de esa unidad es-
piritual, superior frente al resto de las culturas dispersas. Más sabemos también que Europa ha
olvidado y confundido la naturaleza de su verdadera misión («ideales infinitos para la síntesis
cada vez más vasta de naciones») y que ese «olvido» la ha precipitado en su actual «crisis».
Agreguemos ahora que, sin embargo, este mecanismo encierra en sí mismo su propio palia-
tivo. ¿Por qué? Porque dicha «crisis» se origina en un desvío de la razón y puede, por ese
mismo medio, superarse y recuperarse. Bastará -en la optimista perspectiva husserliana- con
reorientar la razón, con volver a colocarla sobre el verdadero camino, sobre la senda de su
imperecedera grandeza. Se trata, sencillamente, de volver a comportarnos como lo que él
mismo llama «verdaderos europeos», lo que en concreto significa: comprenderse y
proyectarse según, la razón infinita, ya que es ésta quien reenvía al hombre hacia su ser más
íntimo y quien, por eso mismo, es «lo único que puede satisfacerle, hacerle feliz».
Sólo falta ahora agregar que esto es siempre posible, porque ese télos racional se mantiene
incólume, como la más genuina posibilidad y patrimonio de la cultura europeo-occidental. Su
permanente reactualización histórica es el reaseguro contra toda crisis; preservarlo como la
más legítima posibilidad existencial es la tarea de la comunidad de los sabios, de los
«funcionarios de la humanidad», voceros y guardianes de esa Europa entendida como
«espíritu» y no como un simple continente geográfico. Sobre tan singulares funcionarios
descansa el destino certero de la Cultura y del Hombre; a ellos entrega Husserl su patrimonio
de «hombre que ha vivido el destino de una existencia filosófica en toda su seriedad».
4. La dispersión de la cristiandad y las nuevas derivas nacionales
El segundo aspecto que habíamos mencionado como la otra nota esencial de esta modernidad
europea, era precisamente la redefinición y fragmentación de este «proyecto de Europa», que
Husserl tan bien describiera -con afán restaurador-varios siglos después. Su basamento
concreto lo constituirá la paulatina atomización de la Cristiandad en unidades menores,
organizadas sobre sus diferencias y peculiaridades locales.
Con razón señalará E. Levinas, en relación con esta moral moderna, que ésta se moverá
permanentemente bajo el doble acoso de la Guerra y la Política y que ambas, desde un punto
de vista metafísico, responden a un mismo y único objetivo básico: imponer y mantener el
poder.
La cuarta y última de las cuestiones que enunciábamos era la transformación del mundo en
mercado, del hombre en traficante y del valor en dinero.
Que el mundo (el viejo cosmos) se haya transformado en «mercado» (nacional e internacional)
habla de la peculiar relación con la naturaleza que inaugura el hombre moderno: la naturaleza
como un inmenso depósito de mercaderías que la técnica y la ciencia se encargarán de poner
en circulación social mediante una explotación racional y planificada. La mercancía y el merca-
do serán -de aquí en más- el terreno por donde transcurrirá lo humano. Consecuente con lo
cual, el hombre deviene traficante: un ser que labra su existencia en el trato y producción de la
mercancía,
El traficante -esencia del hombre moderno- es alguien que, arrojado al mercado social, trabaja
en éste con las reglas que le son impuestas, para así poder subsistir (mandato «natural» por
excelencia). Gana esa subsistencia en relación con la unidad elemental del mercado (la
mercancía) y concibe o ejecuta su actividad como traficante. El objeto devenido mercancía
encuentra aquí su correlato indispensable y ambos aseguran la continuidad sin pausas del
mercado (nuevo nombre, a la vez de Dios y del Paraíso Terrenal).
Sobre tales bases se operará una tercera y última reducción: la del valor en dinero. Esta, como
es de suyo comprensible, no alberga como «valor» (bien, virtud) fundamental otra cosa que su
utilidad y provecho en el mercado, pero -dado que éste, a su vez, se mueve de acuerdo con el
dinero organizado como banca- será el dinero quien, de aquí en más, opere como patrón de
valor de la objetividad en su conjunto.
Esto permite explicar además que, en el campo del conocimiento, haga su aparición una nueva
«ciencia» encargada tanto de reglar y estudiar el mercado en su conjunto, como de diag-
nosticar y predecir su comportamiento: la Economía.
Tratemos ahora de ver cómo esto se refleja en el nivel del pensamiento, preguntándonos esta
vez cuáles serían las características filosóficas e ideológicas de esta singular Modernidad
europea. Lo primero y fundamental es lo que podríamos denominar el descubrimiento de la
alteridad del mundo. El hombre moderno descubre ahora que él es una «cosa» diferente del
mundo; que de aquí en más sus relaciones con el mundo -con esa otra «cosí que es el mundo-
será esencialmente una relación de enfrentamiento entre un sujeto y un objeto,
A partir de esta época, el hombre comienza a concebirse realmente como «sujeto» y aquello
que lo enfrenta como “objeto”. Si ese enfrentamiento es ahora entre un sujeto y un objeto, la
voluntad fundamental del hombre moderno es gnoseológica. Lo que quiere es conocer. No
sólo se concibe como un sujeto enfrentado a un objeto determinado (o a un conjunto de
objetos) sino que ahora quiere hacer algo con ese objeto: no meramente contemplarlo, sino
conocerlo para cambiarlo o manipularlo. Podríamos decir, siendo entonces un poco más
precisos, que si la pregunta filosófica fundamental del mundo antiguo-medieval era «¿qué es
el ser?», la pregunta fundamental del hombre moderno es «¿cómo puedo conocer?». El
problema ontológico (del ser) se vuelve ahora problema gnoseológico (del conocer), lo cual de
ninguna manera deja de lado aquel viejo problema, sino que lo resignifica: el problema del ser,
ahora se juega en término gnoseológicos. Es decir, la teoría del conocimiento (gnoseología),
supone siempre una metafísica determinada y esta metafísica moderna va a estar
esencialmente preocupada por dar cuenta del sujeto, de cómo este sujeto conoce al mundo.
Así, la metafísica moderna será esencialmente una metafísica de la subjetividad.
De manera que el famoso tema del «sujeto» -entendido como subjetividad constituyente del
mundo-no tiene más de trescientos años. Es un problema relativamente nuevo y tan nuevo
que, el propio término que lo designa («sujeto»), no es anterior al Medioevo. En efecto, la
palabra latina subjectum -de donde deriva nuestro término castellano- es a su vez traducción
de una palabra griega que aquellos maestros medievales así tradujeron, en una versión por
cierto harto interpretativa.
Y así como no existía en el lenguaje griego ninguna palabra para decir «sujeto» (en sentido
moderno), tampoco existía un término para «naturaleza». La palabra que refería a algo similar,
también traducida por los latinos, era fysis.
Fysis, palabra de muy problemática traducción, deriva del verbo griego arcaico fuein, que
significa «crecer», «brotar», «aparecer». Y «lo que aparece» es lo que está, lo que es, el ser en
su totalidad. Que dentro de lo que es, de lo que aparece, dividamos un orden de lo «humano»
(que constituirá la «cultura») y otro que correspondiente al orden «material» (que conformará
la «naturaleza»), es una cuestión muy posterior: se trata de una escisión, una ruptura
típicamente «moderna».
Tenemos así un orden inicial -un cosmos no moderno- esencialmente integrado, donde el
aparecer es la verdad (aleíheia) y donde el aparecer de esta verdad es «físico» (en el sentido
de la fysis), Y allí donde todo es físico, no existe todavía la división entre cosas «racionales» y
cosas «físicas» en el posterior sentido moderno, ni la división entre un sujeto y un objeto cuya
relación entre ambos es entendida como «conocimiento». Este arsenal de ideas tiene no más
de cuatrocientos años. Es decir, si estimamos en veinticinco siglos la filosofía occidental,
pasaron aproximadamente veintiuno sin que se marcara un tipo de referencia especial a algo
denominado «sujeto» y sin entender la relación de ese sujeto con su correspondiente
«objeto», como «conocimiento racional».
Por cierto que, cuando esto último ocurrió, las cosas cambiaron radicalmente. Más lo que
ahora simplemente queremos señalar, es la idea de que conceptos como sujeto, objeto,
conocimiento, categorías, no son «naturales», no existieron siempre, como la lluvia o el viento;
sino que han surgido lentamente en el devenir histórico y como contrapartida conceptual y
solidaria del emerger de una nueva época del mundo: la Modernidad y en Europa
primeramente.
Si la voluntad del sujeto es conocer lo que se le contrapone (el objeto), empiezan entonces a
destacarse un conjunto de conocimientos que son los que realmente ahora interesan: éste ya
no será la Teología, ni la Filosofía (al modo antiguo), sino la Ciencia. El hombre moderno tiene
primordialmente una actitud «científica» para con lo real. Así, la segunda característica básica
de esta Modernidad, será entonces la entronización de la Ciencia como saber privilegiado, que
de aquí en adelante comienza a cobrar una fuerza preponderante, transformándose en poco
tiempo en un saber mucho más importante que la poesía, el relato, la filosofía o la teología.
Pero ciencia también hubo en el mundo antiguo, por lo cual lo primero que se impone es
destacar aquí, que la ciencia que empieza a gestarse es una ciencia por completo diferente.
Una ciencia pensada ahora en función tanto de la relación sujeto-objeto como del privilegio
del conocimiento por sobre la contemplación. . Las tres cosas más importantes que hacía el
sabio antiguo y medieval eran: contemplar, describir y clasificar. La ciencia moderna, en
cambio, será un saber esencialmente explicativo. Lo que esta ciencia moderna quiere hacer
ahora con la «naturaleza» -recortada ya del seno de la fysis- es explicarla. Pero explicarla
supone ahora saber «verla» y este saber viene escrito en clave matemática. Por eso, de aquí
en adelante, «explicar» quiere decir establecer, descubrir las leyes (matemáticas) que rigen el
curso de la naturaleza.
Esto significó también riña reacción social frente a la ciencia que hasta ese momento -y
mientras clasificara, describiese o contemplase- no entraba en contradicción con el orden
social dado. Otra cosa sucederá con la ciencia moderna y los conflictos no tardarán en llegar.
La excomunión de Galileo (1564-1642) es una prueba, entre muchas otras, de esta nueva
conflictividad.
Ahora bien, ¿cuáles son las obras claves para empezar a establecer esta nueva ciencia
(moderna) y esta nueva voluntad de conocimiento? En Principios Matemáticos de la filosofía
de la naturaleza, libro de Isaac Newton de 1686, aparece destacada esa palabra clave
redefinida: matemática. Estos Principios se encuadran en una nueva y fundamental certeza:
«la naturaleza está escrita en lenguaje matemático» y es aquí donde deben buscarse sus
secretos, naturaleza escrita según un lenguaje matemático, es una naturaleza que se comporta
según leyes y la ambición de este texto es formularlas. Por eso, en él quedan establecidos
aquellos principios fundamentales que enfrentarán a la naciente física moderna con la física
antiguo-medieval (la aristotélica).
Esto requiere que, una vez más, regresemos brevemente a Grecia, ya que es allí donde
aparece por primera vez esta palabra. Recordemos que cuando Platón creó en Atenas la
Academia (es decir, la primera «facultad de filosofía» del mundo) puso en su pórtico un letrero
que advertía: No entren aquí quienes no sepan matemática. Sin embargo poco y nada tenía
que ver esto con lo que hoy propiamente denominamos «matemática».
El término mathematica viene de dos verbos griegos, también de difícil traducción literal:
mantánein y mátesis. Mantánein significa algo así como «lo que hay que aprender» y mátesis,
«aquello que debe ser enseñado». De manera que cuando Platón pide que no entren en su
Academia «quienes no sepan matemática», no está hablando sólo de cálculos, medidas y
números, sino que está pidiendo algo distinto, algo correspondiente al orden de lo ético y lo
político: está diciendo que no entren allí quienes no sepan «lo que hay que aprender y lo que
debe ser enseñado». Y tanto para Platón, como para ese mundo antiguo-medieval, lo que hay
que aprender y lo que prioritariamente debe ser enseñado, son las ideas, las «formas» de las
cosas, no las «leyes» en sentido moderno.
Segundo principio de esta física aristotélica: un movimiento puede ser natural o antinatural, lo
cual tiene mucho que ver con lo anterior. En efecto, si cada cuerpo se mueve según un
principio (arje) que está en el cuerpo mismo y según el elemento de los cuatro que prepondere
en él, diremos que ese cuerpo se mueve en movimiento natural Denominación que juega
contra otra: los llamados movimientos antinaturales, que son el resultado de violentar la
naturaleza del cuerpo, con todas las consecuencias físicas del caso.
Así, por ejemplo, si interrogamos a esta física antigua sobre el por qué una piedra arrojada
hacia arriba cae, por supuesto que no va a contestarnos con la moderna ley de la gravedad.
Aristóteles nos respondería que esa la piedra cae, sencillamente porque le hemos impreso un
movimiento antinatural: querer poner una piedra (que es de «tierra») en el «aire», es violentar
su naturaleza y esto se paga con la caída del cuerpo.
Tercer y último principio de esta física aristotélica. Así como un movimiento puede ser natural
o antinatural, existe otra clasificación: un movimiento puede ser simple o complejo. El
movimiento simple es rectilíneo y es éste el movimiento propio de los cuerpos terrestres
(sublunares). Pero hay otra forma de movimiento que es el movimiento circular (propio de los
astros) el cual es «perfecto», dado que se trata de una forma de movimiento donde - según
Aristóteles- el cuerpo va engendrando sus propios lugares. Así, por ejemplo, la Luna no cae a la
Tierra, porque tiene «movimiento perfecto» (circular); como se ve no apelará aquí tampoco a
la moderna y newtoniana ley de la gravitación universal.
Intentemos ahora una breve caracterización de su opuesto, la ciencia moderna, viendo la física
newtoniana en Principios matemáticos de filosofía de la naturaleza, muy distinta a la física
aristotélica.
Comencemos entonces por ver la importancia de dos de los términos que están en el título:
«principios matemáticos». Muy sucintamente podríamos decir que el primer «principio» de la
física aristotélica que New ton derriba, es el que decía que un cuerpo se mueve según su
naturaleza y que esa naturaleza moraba en el cuerpo mismo. Por el contrario, Newton lo
negará tanto como la idea de lugares cualificados: un cuerpo en principio puede ocupar
cualquier lugar en el espacio y el que efectivamente ocupe está determinado por las
«relaciones» de fuerza que guarda con otros cuerpos. «Lugar» es, de aquí en más, «relación-
con». Y si los astros no chocan entre sí, los objetos ocupan un lugar determinado en el espacio
y las cosas se mueven de cierta manera, esto no lo determinan los cuerpos mismos sino una
«ley» que les es ajena y que los cuerpos no hacen sino cumplir. La Naturaleza toda se ordena
según leyes.
De manera que la Naturaleza pasa a ser ahora un sistema de fuerzas y relaciones, sin lugares
cualificados. Muy por contrario, más que la calidad lo que interesa en esta nueva física es la
cantidad, la medición. Precisamente, por tratarse de un sistema de fuerzas, lo que se hace con
ellas es medirlas, cuantificarlas más que cualificarlas; al mismo tiempo, es justamente la
cantidad de fuerza que hay en ese sistema universal, la que organiza los «lugares» particulares
en el espacio.
Y la fuerza no mora en el cuerpo mismo, sino que «fuerza» es ahora un elemento extraño al
cuerpo, aquella que le imprimimos para sacarlo del estado de reposo o para alterar su movi-
miento. Las cosas no tienen entonces, como pensaba Aristóteles, una «naturaleza» que las
lleve a moverse de una determinada manera, sino que el movimiento es producto de la fuerza
que actúa sobre un cuerpo. Es esta fuerza la que lo saca del estado de reposo, lo mueve; o si ya
se está moviendo, la que cambia el curso y la dirección de ese movimiento. Así, la fuerza es
siempre algo exterior a un cuerpo, aquello que altera su reposo o modifica su dirección. Esto
fue formulado por Newton como «ley de inercia».
Lo que propiamente ahora aparece, es una nueva idea del «movimiento». De aquí en adelante
moverse no va a ser —como para Aristóteles- evolucionar según su naturaleza, sino que mo-
vimiento es un cambio de lugar en el espacio. O sea, el movimiento es distancia y, como tal,
distancia medible. Puesto que los espacios son todos generados por fuerzas y estas fuerzas
tienen una cantidad (se pueden medir), las relaciones entre los cuerpos serán también
relaciones de distancia mensurables.
Y puesto que todo es ahora fuerza medible, Newton reafirmará aquel aforismo tantas veces
citado: «La naturaleza está escrita en lenguaje matemático». Por eso que su libro se llama pre-
cisamente, Principios (leyes) matemáticos de filosofía de la naturaleza y esta «filosofía de la
naturaleza» no tiene ahora las características antiguas (contemplar, describir y anotar) sino
que, muy por el contrario, la filosofía de la naturaleza es matemática y experimental: busca
establecer o fijar leyes y —a través de ese conocimiento exacto- cambiarla, transformarla.
De tal manera, podríamos decir que hay dos sentidos diferentes del término naturaleza. Para
la ciencia antigua, naturaleza es lo que está allí para ser contemplado, descrito o clasificado (la
fysis). La ciencia aristotélica quiere contemplar, describir o clasificar. Muy por el contrario, la
ciencia moderna (de principios matemáticos) quiere investigar, legalizar, establecer leyes,
indagar el «libro secreto» de la naturaleza y no simplemente clasificar o registrar las cosas
accesibles a los sentidos. Y lo que fundamentalmente quiere,, es explotarla, ponerla al servicio
del hombre, dominarla.
No es de extrañar entonces que esto nos lleve, directamente, al tema del «sujeto», del
hombre, en sentido moderno. En efecto, si la naturaleza está ahora allí para ser dominada y
puesta al servicio de alguien, la figura del hombre -aquél capaz de efectuar estas prácticas-
aparecerá recortada del todo de la creación, como nunca antes lo estuvo. Y este nuevo
«humanismo» (esencialmente moderno), es contemporáneo con la aparición del modo de
producción capitalista, donde el trabajo y la explotación de la naturaleza van a ser los grandes
impulsores de la investigación científica. Más aún, las ciencias que progresarán más
rápidamente en la Modernidad, serán todas aquéllas que sirven para nuevos descubrimientos,
viajes y ampliación de los mercados comerciales.
Éste es el este el otro gran problema que el hombre moderno tuvo que resolver, renovándolo
todo: el problema de la convivencia. Si así es ahora el mundo, ¿cómo vamos nosotros a vivir en
él, irnos junto a otros? Esto lo llevó a abocarse al problema de su propia naturaleza (individual
y colectiva).
Ya antes habíamos hablado de la «tolerancia» (esa esquiva virtud que moderaba las guerras);
avancemos ahora algo más en dirección de la vida en común. Si la naturaleza está ahí para ser
explotada, esto vale también para el hombre. La primera naturaleza que se intentará explotar
-piensa el hombre moderno- es la propia y la del otro. Puesto que «el hombre es un lobo para
el hombre» y se ha roto ya el sistema de orden propio de la comunidad medieval, entonces no
es de extrañar que la primera naturaleza a «refundar» sea la humana, en su sentido social. La
figura de Tomás Hobbes aparecerá aquí como el primer gran arquitecto que intentará resolver
este desafío: bien podría ser considerado el padre de la ciencia social moderna.
Estamos en la era del Absolutismo y con razón se ha denominado así a ese largo periodo de la
historia europea que se extiende, aproximadamente, entre 1485 (año de la asunción de la di-
nastía Tudor al trono de Inglaterra) y 1789 (triunfo de la Revolución en Francia). Derrumbado
el mundo feudal, decaen junto con él los pilares básicos de ese antiguo orden (la Caballería, el
Sacro Imperio Romano, la autoridad universal del Papa, el sistema gremial de comercio y
producción, etc.) y en su lugar aparecen una serie de nuevos valores e instituciones que, en su
conjunto, constituirán la Modernidad europea. Con razón Paul Hazard bautizó a dicho cambio
como el pasaje» de la estabilidad al movimiento».
. El viejo ideal de la estabilidad y la medida cede ahora paso, como antes veíamos, al
movimiento progresivo y constante, y al afán consecuente de romper con todo límite. El
mundo deja de ser ese Todo divinamente jerarquizado, en cuyo centro la Tierra reina para
gloria y seguridad de sus moradores, puesto que la teoría heliocéntrica de Copérnico derrumba
traumáticamente tan reconfortante panorama. Dicha revolución se complementa con la
imagen que el joven Galileo Galilei propone para la Naturaleza.
Otro tanto ocurre con la sociedad. El viejo comunitarismo medieval será ahora suplantado por
un egoísmo cada vez más acentuado rompiéndose, simultáneamente, el ideal político de una
«comunidad universal» bajo la autoridad soberana del Sacro Emperador y del Papa; su lugar
será ocupado por las monarquías nacionales, primero, y su transformación en Estados, más
farde. Dentro de ellos, también la autoridad rebasa los trazos de su antiguo ordenamiento: las
pormenorizadas doctrinas medievales acerca de los límites del poder y de los fundamentos
éticos de la política, serán ahora expresamente rechazadas en aras de una ilimitada libertad de
procedimientos. Las figuras de Maquiavelo y de Hobbes -en distintas épocas y momentos- bri-
llaran aquí con luz propia.
Agréguense a los cambios anteriores los generados por la Revolución Comercial (1400-1700) y
la Revolución Religiosa (1517- 1580) y se comprenderá el inexorable desemboque en el
Absolutismo Político. Ahora que el comercio se hace mundial, que la nobleza ha decaído, que
las colonias aportan su riqueza a las metrópolis y las guerras interminables asolan a Europa, los
«gobiernos fuertes» (absolutos) no sólo son posibles, sino hasta reclamados por los nuevos
hombres de negocios: se requieren flotas, ejércitos y mucho dinero para proteger y agrandar
las flamantes naciones y sus mercados comerciales. La emergente burguesía mercantil
necesita protección y la paga; y los reyes despóticos se la brindan y se quedan con la parte del
león (el absoluto poder político).
Paralelamente crecen otras fundamentaciones del Absolutismo político que, sin menoscabar el
poder del Estado, darán un lugar preponderante al individuo. Dentro de los propios Estados, la
sumisión al poder gobernante se justifica ahora en la necesidad de preservar la paz y los
derechos de los ciudadanos. Dentro de esta misma línea -que buscará afanosamente tender un
puente entre la libertad del individuo y la sumisión al poder de un estado absoluto- se
inscribirá precisamente el pensamiento de Tomás Hobbes. Partidario de la restauración
monárquica en Inglaterra, después del cruento interregno del gobierno de Cromwell, no fue
sin embargo grato a los Estuardo, por su materialismo y por su doctrina acerca del carácter
secular de la dignidad real.
Hobbes aprendió bien pronto esta manera nueva de considerar la Naturaleza y munido de esa
cientificidad encaró al hombre y a lo social. Lo primero era reducir la Naturaleza a «cuerpo» y
«movimiento», algo que Galileo ya había hecho con los entes naturales. Así, aplicando este
principio a su campo, Hobbes entiende que toda realidad psíquica y social es corpórea y, por
tanto, sometida a movimientos cuyas leyes la razón puede desentrañar. ¿Qué se advierte al
estudiar así la naturaleza humana? Pues, que su fondo es el egoísmo y que cuando el hombre
busca la vida en común, no lo hace guiado por ningún tipo de altruismo o solidaridad., sino con
miras a acrecentar o mantener su propio interés. Este interés personal mueve a los hombres y
a las naciones, encontrando así la primera ley que buscaba*. «El hombre es un lobo para el
hombre» y la «guerra de todos contra todos», es su estado de naturaleza». Como todos tienen
derecho a todo, cada hombre codicia lo que tiene su vecino y esto se constituye en Lina fuente
permanente de peligro y de temores. Desde esta «natural» y perversa soledad, el burgués
percibe a su congénere siempre como un competidor, con el que tendría que luchar a muerte.
Para que esto no ocurra, para que cierta seguridad sea posible, surgen la sociedad civil y el
Estado. El lobo se transforma en «ciudadano». El precio a pagar es grande pero necesario:
renunciar al deseo ilimitado del status naturalis (estado de naturaleza) y someterse a las leyes
convenidas en el status civílis (estado de civilidad). Nace así la sociedad civil y, junto con ella, el
Derecho, en sentido moderno. Se es menos libre pero más seguro; previamente es necesario
firmar un pacto que hará nacer al Leviatán (Estado). Más no es un pacto religioso, sino el pacto
con un «dios mortal». Se trata en realidad de un doble contrato -aunque se presente como
uno solo- ya que para que exista el Estado no basta el simple acuerdo entre las partes
(consentio), sino que previamente es necesaria la voluntad de asociación entre ellas (unió).
Esto último implica la renuncia a sus inclinaciones y derechos personalísimos, para llegar a
formar una sola voluntad. Dic a renuncia es tan fuerte, que Hobbes refuta como «sediciosa» a
toda opinión que intente dejar en poder de los individuos siquiera e discernimiento entre el
Bien y el Mal, o aquella que pretenda sugerir que, por seguir la orden del soberano, pueda
cometerse daño alguno. La sumisión al Leviatán debe ser absoluta, de aquí que aquel pacto
original de unión entre los individuos se perfecciona con un segundo contrato, mediante el
cual éstos delegan -sin arrepentimiento posible- su libertad en el rey. Este es realmente el
único «soberano», ya que el mantenimiento de a paz social exige una autoridad completa y no
estar sometido a ninguna ley que no provenga de él mismo, ya sea natural o eclesiástica.
Este terrible «Dios mortal» no se equivoca nunca, los que si se equivocan son los hombres
cuando se apartan de la «debida obediencia». Sin ella no hay seguridad posible ya que
retomaríamos al salvaje estado de naturaleza y a la «guerra de todos contra todos». La
ecuación es, para Hobbes, inexorable: a mayor libertad del individuo, mayor inseguridad
general; lo único «moral» es lo que el rey establece como ley, por lo que todo cuestionamiento
lleva a la disociación y debe ser reprimido.
Finis