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Cartas contra la guerra

Ensayo:
TERZANI, Tiziano: Cartas contra la guerra, Editorial Del Nuevo Extremo, Buenos
Aires, 2003, 158 páginas.
El autor:
Tiziano Terzani es italiano, nacido en Florencia, pero trabajó como corresponsal
en Asia durante 30 años para el diario “Der Spiegel”, de Alemania, y en colaboraciones esporádicas para
varios diarios italianos, entre ellos el famoso “Corrierre
della Sera”. Actualmente, vive en la India y pasa largas temporadas de meditación en el Himalaya.
Me gusta estar en un cuerpo que envejece. Puedo mirar las montañas sin el
deseo de escalarlas. Cuando era joven habría querido conquistarlas; ahora
puedo dejarme conquistar por ellas. Las montañas, como el mar, recuerdan una
grandeza por la cual el hombre se siente inspirado, elevado. Esa misma grandeza está también en cada uno de
nosotros, pero allí nos es difícil reconocerla.
Por eso nos atraen las montañas. Por eso, a través de los siglos, tantísimos
hombres y mujeres han venido aquí arriba, al Himalaya, esperando encontrar en
estas alturas las respuestas que se les escapaban permaneciendo en las llanuras. Siguen viniendo.
El invierno pasado por delante de mi refugio pasó un viejo sanyasin vestido
de anaranjado. Estaba acompañado por un discípulo, también él renunciatario.
–¿Adónde vais, Marajá? –le pregunté.
–A buscar a Dios –respondió, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Yo vengo, como esta vez, a tratar de poner un poco de orden en mi cabeza. Las
impresiones de los últimos meses han sido fortísimas y antes de volver a partir,
de “bajar a la llanura” de nuevo, necesito silencio. Sólo así puede oírse la voz
que sabe, la voz que habla dentro de nosotros. Quizá sólo sea la voz del sentido
común, pero es una voz verdadera.
Las montañas son siempre generosas. Me regalan albas y ocasos irrepetibles; el silencio sólo es roto por los
sonidos de la naturaleza que lo hacen aún más vivo.
Aquí la existencia es sencillísima. Escribo sentado sobre el suelo de madera, un
panel solar alimenta mi pequeña computadora; uso el agua de una fuente en la
que beben los animales del bosque –a veces incluso un leopardo–, cocino arroz
y verduras en una bombona de gas, atento a no tirar la cerilla usada. Aquí todo
es extremado, no se despilfarra nada y pronto se aprende a dar valor a cualquier
pequeña cosa. La sencillez es una enorme ayuda para poner orden.
A veces me pregunto si el sentimiento de frustración, de impotencia que muchos,
en especial entre los jóvenes, tienen ante el mundo moderno se debe al hecho de
que éste les parece tan complicado, tan difícil de entender que la única reacción
posible es creerlo un mundo ajeno: un mundo en el que no se puede poner las
manos, un mundo que no se puede cambiar. Pero no es así: el mundo es de todos.
Sin embargo, ante la complejidad de mecanismos inhumanos –gestionados
quién sabe dónde, quién sabe por quién– el individuo está cada vez más desorientado, se siente perdido, y así
acaba por cumplir sencillamente sus peque-
ños deberes laborales, la tarea que tiene delante, desinteresándose por el resto
y aumentando así su aislamiento, su sentimiento de inutilidad. Por eso es importante, en mi opinión, devolver
cada problema a lo esencial. Si se plantean las
preguntas de fondo, las respuestas serán más fáciles.
Primero lo moral
¿Queremos eliminar las armas? Bien: no perdamos el tiempo discutiendo sobre
el hecho de que cerrar las fábricas de fusiles, de municiones, de minas antipersonales o de bombas atómicas
creará más desocupados. Primero resolvamos la
cuestión moral. Después abordaremos la económica. ¿O queremos, aún antes
de intentarlo, rendirnos ante el hecho de que la economía lo determina todo, de

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que sólo nos interesa lo que es útil?
“En toda la historia siempre ha habido guerras. Por eso seguirá habiéndolas”, se
dice. “Pero ¿por qué repetir la vieja historia? ¿Por qué no tratar de comenzar una
nueva?”, respondió Gandhi a quien le hacía esta acostumbrada y banal objeción.
La idea de que el hombre pueda romper con su pasado y dar un salto cualitativo en la evolución era recurrente
en el pensamiento indio del siglo pasado. El
argumento es sencillo: si el homo sapiens, lo que ahora somos, es el resultado
de nuestra evolución del mono, ¿por qué no imaginarse que este hombre, con
una nueva mutación, se convierta en un ser más espiritual, menos aferrado a
la materia, más comprometido en su relación con el prójimo y menos rapaz en
relación al resto del universo?
Y luego: dado que esta evolución tiene que ver con la conciencia, ¿por qué
no tratar de dar, ahora, conscientemente, un primer paso en esa dirección? El
momento no podría ser más apropiado, visto que este homo sapiens ha llegado
ahora al máximo de su poder, incluido el de destruirse a sí mismo con esas
armas que, con poca sabiduría, ha creado.
Mirémonos al espejo. No hay duda de que en el curso de los últimos milenios
hemos hecho enormes progresos. Hemos conseguido volar como pájaros, nadar
bajo el agua como peces, vamos a la luna y enviamos sondas a Marte. Ahora
somos capaces incluso de clonar la vida. Sin embargo, con todo este progreso
no estamos en paz ni con nosotros mismos ni con el mundo que está a nuestro
alrededor. Hemos apestado la tierra, desacralizado ríos y lagos, talado bosques
enteros y vuelto infernal la vida de los animales, salvo aquellos pocos a los que
llamamos “amigos” y que mimamos mientras satisfacen nuestra necesidad de un
sustituto de compañía humana.

Aire, agua, tierra y fuego, que todas las antiguas civilizaciones han visto como
los elementos básicos de la vida –y por eso sagrados– ya no son, como eran,
capaces de autorregenerarse naturalmente desde que el hombre ha conseguido
dominarlos y manipular su fuerza para sus propios fines. Su sagrada pureza ha
sido contaminada. Se ha roto el equilibrio.
El gran progreso material no ha ido al mismo ritmo que nuestro progreso espiritual. Es más: quizá desde este
punto de vista el hombre nunca haya sido tan
pobre como desde que se ha vuelto tan rico. De aquí la idea de que el hombre,
conscientemente, invierta esta tendencia y recupere el control de ese extraordinario instrumento que es su
mente. Esa mente, hasta ahora empeñada preferentemente en conocer y apoderarse del mundo exterior, como
si ésa fuera la única
fuente de nuestra huidiza felicidad, debería dirigirse también a la exploración del
mundo interior, al conocimiento de sí mismo.
¿Ideas absurdas de algún faquir sentado sobre una cama de clavos? Para nada.
Éstas son ideas que, de una u otra forma, con lenguajes diversos, circulan desde
hace algún tiempo por el mundo. Circulan por el mundo occidental, donde el
sistema contra el que estas ideas teóricamente se dirigen las ha reabsorbido,
convirtiéndolas en “productos” de un vastísimo mercado “alternativo” que va de
los cursos de yoga a los de meditación, de la aromaterapia a las “vacaciones
espirituales” para todos los frustrados de la carrera detrás de los conejos de
plástico de la felicidad material. Estas ideas circulan por el mundo islámico, desgarrado entre tradición y
modernidad, donde se vuelve a descubrir el significado
original de la yihad, que no es sólo la guerra santa contra el enemigo exterior,
sino ante todo la guerra santa interior contra los instintos y las pasiones más
bajas del hombre.
Por lo cual no queda dicho que un desarrollo humano hacia arriba sea imposible.

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Se trata de no continuar inconscientemente en la dirección en que estamos en
este momento. Esta dirección es desatinada (...).
Una buena ocasión
Entonces detengámonos. Imaginémonos nuestro momento de ahora desde la
perspectiva de nuestros bisnietos. Miremos al hoy desde el punto de vista del
mañana para no tener que lamentarnos después por haber perdido una buena
ocasión. La ocasión es entender de una vez por todas que el mundo es uno, que
cada parte tiene su sentido, que es posible reemplazar la lógica de la competitividad por la ética de la
coexistencia, que nadie tiene el monopolio de nada, que
la idea de una civilización superior a otra es sólo fruto de la ignorancia, que la
armonía, como la belleza, está en el equilibrio de los opuestos y que la idea de
eliminar a uno de los dos es sencillamente sacrílega. ¿Cómo sería el día sin la
noche? ¿La vida sin la muerte? ¿O el Bien, si Bush consiguiera eliminar, como ha
prometido, el Mal del mundo?
Esta manía de querer reducirlo todo a una uniformidad es muy occidental. Vivekananda, el gran místico indio,
viajaba a fines del siglo XIX a Estados Unidos
para hacer conocer el hinduismo. En San Francisco, al final de una conferencia,
una señora estadounidense le preguntó:
–¿No piensa que el mundo sería más hermoso si hubiera una sola religión para
todos los hombres?.
–No –respondió Vivekananda–, quizá sería aun más hermoso si hubiera tantas
religiones como hombres.
“Los imperios crecen y los imperios desaparecen”, dice el inicio de uno de los clásicos de la literatura china,
La novela de los Tres Reinos. También le sucederá

al estadounidense, cuanto más trate de imponerse por la fuerza bruta de sus

armas, ahora sofisticadísimas, en vez de con la fuerza de los valores espirituales

y de los ideales originarios de sus mismos Padres Fundadores.

Los cuervos

Los primeros en percatarse de mi regreso aquí arriba han sido dos viejos cuervos

que cada mañana, a la hora del desayuno, se plantan en el deodar, el árbol de

Dios, un majestuoso cedro delante de casa y graznan a más no poder hasta que

han recibido las sobras de mi yogur –he aprendido a hacérmelo– y los últimos

granos de arroz en el cuenco.

Aunque quisiera, no podría olvidarme de su presencia y de una historia que los

indios cuentan a los niños a propósito de los cuervos. Un señor que estaba,

como yo, debajo de un árbol en su jardín, un día ya no aguantó el petulante

graznar de los cuervos. Llamó a sus sirvientes y éstos, con piedras y palos, los

echaron. Pero el Creador, que en aquel momento se despertaba de un sueñecito,

se percató de inmediato de que en el gran concierto de su universo faltaba una

voz y, enfadadísimo, mandó a un asistente a toda prisa a la tierra para volver a

poner a los cuervos en el árbol.

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Aquí, donde se vive al ritmo de la naturaleza, el sentimiento de que la vida es

una y de que no se puede añadir o quitar impunemente nada de su totalidad es

grande. Cada cosa está ligada, cada parte es el conjunto (...).

Los japoneses, cuando yo estaba en su país, pensaban que protegían el clima

de sus islas dejando de talar los bosques japoneses, pero yendo a talar los de

Indonesia y la Amazonia. Pronto se dieron cuenta de que también esto repercutía sobre ellos: el clima de la
tierra cambiaba para todos, incluidos los japoneses. Del mismo modo, hoy no se puede pensar en continuar
manteniendo en la

pobreza a una gran parte del mundo para hacer la nuestra cada vez más rica.

Antes o después, de una forma u otra, se nos presentará la cuenta. Por parte de

los hombres o de la misma naturaleza.

Aquí arriba, la sensación de que la naturaleza tiene una presencia psíquica es

fortísima. A veces, cuando totalmente embozado contra el frío me detengo a

observar, sentado sobre una roca, el primer rayo de sol que enciende las vetas

de los glaciares y lentamente levanta el velo de oscuridad, haciendo emerger

cadenas y más cadenas de otras montañas desde el fondo lechoso de los valles,

un aire de inmensa alegría invade el mundo y yo mismo me siento envuelto por

ella, junto con los árboles, los pájaros, las hormigas: siempre la misma vida en

tantas diversas y magníficas formas.

Es sentirnos separados de esto lo que nos hace infelices. Como sentirnos divididos de nuestros semejantes.
“La guerra no sólo rompe los huesos de la gente,

rompe las relaciones humanas”, me decía en Kabul ese volcánico personaje que

es Gino Strada. Para reconstituir esas relaciones, en el hospital de Emergency,

donde reconstituye cualquier otra laceración del cuerpo, Strada tiene una sala

en la que unos jóvenes soldados talibanes están a dos pasos de sus “enemigos”,

los soldados de la Alianza del Norte. Los unos son prisioneros, los otros no; pero

Strada espera que las mutilaciones similares, las heridas similares los acerquen.

Conflicto y diálogo

El diálogo ayuda enormemente a resolver los conflictos. El odio sólo crea más odio.

Un francotirador palestino mata a una mujer israelí en un coche, los israelíes reaccionan matando a dos
palestinos, un palestino se embute de tritol y va a hacerse
saltar por los aires junto con una decena de jóvenes israelíes en una pizzería; los
israelíes mandan un helicóptero para bombardear un minibús cargado de palestinos, los palestinos... y siempre
así. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que se hayan acabado
todos los palestinos? ¿Todos los israelíes? ¿Todas las bombas?

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Desde luego: todo conflicto tiene sus causas, que deben ser abordadas. Pero
todo será inútil mientras los unos no acepten la existencia de los otros y el hecho
de que son sus iguales, mientras nosotros no aceptemos que la violencia sólo
conduce a más violencia.
–Bonitos discursos. Pero ¿qué hacer? –me oigo decir, también aquí, en el silencio.
Cada uno de nosotros puede hacer algo. Todos juntos podemos hacer miles de
cosas.
La guerra contra el terrorismo hoy es usada para la militarización de nuestras sociedades, para producir
nuevas armas, para gastar más dinero en la defensa. Opongá-
monos, no votemos a quien apoya esta política, controlemos dónde hemos puesto
nuestros ahorros y saquémoslos de cualquier empresa relacionada, aunque sea
lejanamente, con la industria bélica. Digamos lo que pensamos, lo que sentimos
que es la verdad: matar es, en cualquier circunstancia, un asesinato.
Hablemos de paz, introduzcamos una cultura de paz en la educación de los
jóvenes. ¿Por qué la historia debe enseñarse sólo como una infinita secuencia
de guerras y de masacres? (...).
Aun más que fuera, las causas de la guerra están dentro de nosotros. Están en pasiones como el deseo, el
miedo, la inseguridad, la gula, el orgullo y la vanidad. Lentamente es preciso liberarse de ellas. Debemos
cambiar de actitud. Comencemos a
tomar las decisiones que nos afectan y que afectan a los demás sobre la base de
más moralidad y menos interés. Hagamos más aquello que es justo, en vez de lo que
nos conviene. Eduquemos a nuestros hijos para ser honestos, no astutos.
Recuperemos ciertas tradiciones de corrección, adueñémonos otra vez de la
lengua, en la que la palabra “dios” hoy se ha convertido en una especie de obscenidad, y volvamos a decir
“hacer el amor” y no “tener relaciones sexuales”. A
la larga, también ésta es una gran diferencia.
Es el momento de salir al descubierto, es el momento de comprometerse por
los valores en los que se cree. Una civilización se refuerza con su determinación
moral mucho más que con nuevas armas.
Sobre todo, debemos detenernos, tomarnos un tiempo para reflexionar, para
estar en silencio. A menudo nos sentimos angustiados por la vida que llevamos,
como el hombre que escapa asustado de su sombra y del estruendo de sus
pasos. Cuanto más corre, más ve que su sombra lo acosa; cuanto más corre,
más fuerte se hace el ruido de sus pasos y más lo perturba, hasta que se detiene
y se sienta a la sombra de un árbol. Hagamos lo mismo.
Vistos desde el punto de vista del futuro, éstos son aún los días en que es posible hacer algo. Hagámoslo. A
veces cada uno por su cuenta, a veces todos
juntos. Ésta es una buena ocasión.
El camino es largo y a menudo aún totalmente por inventar. Pero ¿preferimos el del
embrutecimiento que tenemos delante? ¿O aquél, más breve, de nuestra extinción?
Entonces: ¡Buen viaje! Tanto fuera como dentro.
“La Voz del Interior”,
Córdoba, Argentina, Domingo 2 de marzo de 2003.

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