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ORAR ANTE EL ICONO DEL

DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS (ANÁSTASIS)


Breve explicación del icono para ayudarnos a profundizar el Misterio

Recopilado por H. Guerrero | www.cruzgloriosa.org

« Asumió la carne para ofrecer abundantes gracias


y su cuerpo como cebo arrojado en brazos de la muerte para que,
mientras el dragón infernal esperaba devorarle,
tuviera en cambio que vomitar a aquellos que ya había devorado.
En efecto, Él arrojó a la muerte para siempre
y secó las lagrimas de todos los ojos».

(Cirilo de Jerusalén. Catequesis XII, 15)

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PREÁMBULO
En Oriente la iconografía pascual muestra el descenso de Cristo al Hades para liberar
a Adán, Eva y su descendencia. La Cuaresma, iniciada en la Tradición Bizantina con la
expulsión de los progenitores del Paraíso, tiene su culmen en la Pascua. Los primeros
padres son llevados de nuevo al Paraíso por Cristo, que en su descenso al Hades aparece
envuelto en luz o con blancas vestiduras portando una cruz en su mano, instrumento que
se convierte en instrumento de victoria. El icono presenta las puertas del Hades no sólo
abiertas sino desencajadas y abatidas, Adán y Eva tomados de la mano por Cristo y tras
ellos están Abel, Samuel, David, Salomón y así hasta Juan Bautista, es decir, todos los que
han esperado y profetizado la venida del Señor.

EXPLICACIÓN DEL ICONO

Cristo y Adán
Cristo aparece aparece rodeado por una mandorla (círculo) y lleva nimbo (aureola). Es
el Dueño de la Vida y el Cosmos. Su cuerpo resucitado, vencedor del abismo de la
muerte, está animado por el Dios-Trinidad, principalmente el Espíritu Santo, de ahí ese
resplandor de energías divinas (rayos de oro) y ese dinamismo expresado en su avanzar
hacia Adán. Su ser entero “todo luz” anuncia la aurora del nuevo día que nunca tendrá
ocaso. Es el día de la Resurrección, el Domingo sin fin donde la creación es recreada para
siempre. 

Los ropajes de Cristo son blancos deslumbrantes como los de la Transfiguración.


En otros iconos son amarillo oro, es la vestimenta del rey victorioso; o bien, Cristo lleva los
colores de la Encarnación: túnica roja (hombre) y manto azul (Dios, viene del cielo), todo
lleno de oro símbolo de la Presencia divina, del Resucitado.

Las ropas ondean a sus espaldas, dando la sensación del movimiento, del descenso.
Pero también los espacios claros de la vestidura de Cristo ascienden a lo alto, en un
torrente impetuoso, como lenguas del fuego.

Las figuras de Cristo, Adán y Eva forman un triángulo. El manto rojo de Eva y el
aleteo de la tela (el borde del manto) en los hombros de Cristo están equilibrados por los
vestidos rojos de los dos justos que aparecen a la izquierda. Casi físicamente se percibe la
fuerza, emanada del Rey de la Gloria, que rodea todo.  

Delicadamente delineada, la figura de Cristo es ágil, con los hombros muy estrechos,
y no da la impresión de fuerza física, de violencia. Pero la composición y el color del icono

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son tales que la potencia demoledora del Salvador se percibe enseguida. Esta fuerza de
Cristo no es carnal; su fuerza es Divina.

Cristo ya está iluminando los infiernos y la muerte con su Presencia. Todo el color de
fondo dorado del icono, el pan de oro, lo llena todo de esa luz increada.

A los pies de Cristo y dentro de la cueva, se distinguen las puertas del infierno
rotas y todos sus pestillos, cadenas y clavos esparcidos.

Aparece con la Cruz, símbolo de triunfo sobre la muerte y de redención. Es uno de


los símbolos principales en las imágenes de la Anástasis desde el siglo XI. En algunos
iconos la cruz es utilizada como arma al oprimir con ella la boca, cuello o vientre de Satán,
y con un fin análogo se convierte en lanza en imágenes como la de la cripta de Tavant. En
otras representaciones, Cristo avanza sobre un ser que yace tendido, al que pisotea y llega a
encadenar. Esta criatura encarna bien al Hades –personificación del infierno– o a Satán,
identidades cuyos límites son confusos en muchas imágenes.

A veces la cruz ya no aparece como estandarte de victoria. Cristo es ya el Rey de la


Gloria que lo llena todo con su Resurrección, la muerte, de la que es señal la cruz, ya esta
derrotada, no existe. En ese caso, la cruz aparece en el nimbo que rodea la cabeza de Cristo,
pero tenuemente sugerida, transfigurada por la potencia de la Resurrección, ya que ha sido
el medio por el que ha conseguido su señorío sobre la muerte y el pecado. La cruz es
reemplazada por un rollo (el quirógrafo) que Cristo lleva en sus manos. Es el símbolo del
pecado, de la deuda contraída por Adán y Eva, una letra que se tenia que pagar. También se
atribuye a este rollo la predicación de Cristo entre los muertos. En algunos iconos el rollo
se muestra desplegado y rasgado en el centro.

«Quien condona las deudas  a todos los hombres, queriendo perdonar antiguas
ofensas, espontáneamente vino a los desertores de su gracia y rasgado el
quirógrafo del pecado... guía a todos  hacia el conocimiento divino, iluminando
de esplendor las mentes.» (Himno Akatistos).

Cristo, podríamos decir, camina sobre el abismo con la libertad y el poder del
Vencedor, casi parece flotar sobre las fauces de la ballena de Jonás, sugerida por la cueva
sobre la que Jesús pasea. Su cuerpo espiritual, transfigurado por la resurrección,  escapa a
las leyes del mundo, a la gravedad marcada de corruptibilidad y muerte.

Toma de la mano a Adán a quien vigorosamente arranca de las tinieblas de la


muerte. Este cara a cara del primero y del nuevo Adán adquiere una significación
particular. Lo que esta segunda creación ha conseguido es muy superior a la primera. La
Vida dada por el Segundo Adán nunca perecerá.

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La lectura patrística que leemos en el oficio de lectura del Sábado Santo
imagina, podríamos decir, una liturgia para ilustrar ese encuentro único, cara a cara,
entre el viejo y el Nuevo Adán:

«Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está
cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma
victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el
pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: “Mi Señor está con todos
vosotros.” Y responde Cristo a Adán: “Y con tu espíritu.” Y tomándolo de la
mano, lo levanta, diciéndole: “Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los
muertos y te iluminará Cristo”».

La mirada de Cristo va hacia todos, pues es el Salvador de la humanidad entera. Este


se agacha para levantar Adán; Dios se abaja y rebaja. Despojándose de su divinidad, se
revistió de nuestra carne para subirnos y exaltarnos a la condición divina por su
Resurrección.

Cristo anuncia la resurrección a los muertos, de ahí la estrecha unión entre la silueta 
de Cristo resucitado y la de Adán a quien él incorpora en su propia resurrección. Con Adán
es arrastrada toda la humanidad heredera de él.

Adán agotado por el despertar del sueño de la muerte (del pecado), contempla a su
Liberador con mirada gozosa, llena de fatiga y suplicándole con la otra mano la ayuda
necesaria para levantarse de la situación caída y desgraciada del pecado y la muerte.

Adán tiende su mano libre en un gesto que expresa acogida y plegaria, atraído hacia
su Dios igual que la flor es atraída por el sol.

Como dice la hermosa homilía que leemos en el Oficio de lectura del Sábado Santo:

«Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma
apariencia de esclavo; por ti, yo que estoy por encima de los cielos, vine a la
tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas,
abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto
paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.
Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a
imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una
sola cosa».

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El Infierno o Hades
Siempre de color negro representación de la muerte y a los pies de Cristo. En el
se ven a veces figuras grotescas o una figura atada que representa al Hades que es
encadenado por ángeles o por el mismo Cristo, así como llaves, clavos, cerrojos y goznes
de las puertas rotas del infierno y la muerte por la potencia del Resucitado. Las
puertas de la muerte yacen rotas y esparcidas por el infierno dando salida a los que retenía
y los sepulcros vacíos y abiertos proclaman la victoria de Cristo vivo.

El infierno se abre en forma de cueva negra y oscura como la cueva del icono de
Navidad, como las aguas del Jordán en el icono del Bautismo, sepulcro liquido y en la cueva
oscura bajo la cruz en el icono de la Crucifixión.

Podríamos pensar que en el descenso a los infiernos es como si un huracán se


hubiese abatido sobre el abismo. Algunos presentan una figura de Cristo impetuosa, ágil
y   dinámica. Con la punta de los dedos del pie derecho, pisotea el infierno y lo destruye.
Las puertas de los infiernos se han partido, sus cerraduras han sido quebrantadas y
abiertas, todos los fragmentos se pueden contar en el icono y simbolizan la
destructiva catástrofe que ha caído sobre el infierno.

Mientras un terremoto y una destrucción han ocurrido en los infiernos, en la tierra


hay un gran silencio. Lo expresa de forma preciosa una antigua homilía sobre el Santo y
grandioso Sábado1:

«¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un


gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está
durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios
hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace
siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento
a la región de los muertos.»

El color turquesa de la mandorla, en la que está encerrada la figura de Cristo, se


contrapone a la grieta negra del abismo; igualmente, el cielo azul a la oscuridad de los
infiernos.

Un elemento esencial del hades son sus puertas. Según el Evangelium Nichodemi,
las puertas del infierno son de bronce y con cerrojos. Dichas puertas, quebrantadas por
la presencia de Cristo, quedan dispuestas sobre el suelo en forma de cruz.

Es la visión de Juan en el Apocalipsis:

1 PG 43, 439.451.462-463 Segunda lectura del Oficio del Sábado Santo (Liturgia de las Horas).
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«No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del
Hades.» (Ap 1, 17-18)

En el Sermón del día Viernes Santo, san Juan Crisóstomo dice:

“Hoy, el Salvador marchó en todos los rincones del Hades; hoy quebrantó las
puertas de bronce y rompió sus cerrojos de hierro (Isaías 45, 2). ¡Qué exactitud
de descripción! No dijo ‘había abierto las puertas’, sino las quebrantó, para
afirmar que ha dejado a sus puertas inutilizables nuevamente; y no dijo ‘retiró
los cerrojos’, sino los quebrantó, para afirmar que la vigilancia del lugar ya es
imposible. ¿Es posible pues, aprehender a alguien en una cárcel sin
puertas, o detrás de unas puertas sin cerrojos? Mas, si Cristo ha sido
Él que las destruyó, ¿Quién, pues, podrá repararlas? El objetivo aquí es
poner límite a la muerte. Las puertas de bronce son una imagen de la dureza de
la muerte y su crueldad. Mas ahora que había brillado la luz en el Hades, el
Hades se ha devenido en cielo”.

En Oriente, los textos litúrgicos del Sábado Santo hacen hablar a los infiernos
mismos:

«Hoy el Hades gimiendo grita: ¡Mejor hubiera sido para mí no haber acogido
al Hijo de María! Porque, viniendo contra mí, ha destruido mi poder, ha
destruido las puertas de bronce y ha resucitado, porque es Dios, las almas que
primeramente poseía. Ha sido destruido mi poder, he acogido a un mortal como
un muerto cualquiera, pero no consigo retenerlo de ninguna manera, más bien
por él seré privado de tantos sobre los cuales antes reinaba: ¡por siglos poseía a
los muertos, pero, he aquí que Éste los resucita a todos! Gloria, Señor, a tu
Cruz y a tu Resurrección. ¡Ha sido engullido mi poder, el Pastor ha sido
crucificado y ha resucitado a Adán! He sido privado de aquellos sobre los cuales
reinaba y aquellos que con mi fuerza había engullido los he vomitado a todos.
¡El Crucificado ha vaciado las tumbas! Ya no tiene vigor el poder de la
muerte».

Podemos notar que se da poco realce al espacio del infierno, como expresando que
no merece más atención: ya ha sido pisoteado y destruido; se representa, por tanto, con
negligencia, como "una cosa más".

Y, sobre todo ello, Cristo domina incontestable. Con su descenso a los infiernos
concluye su misión salvadora. Con su pasión voluntariamente aceptada y con su dolorosa

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muerte en la cruz, el Hijo de Dios ha redimido el pecado original de los antepasados y lo ha
quitado a sus descendientes. Él ha sacado a los hombres del infierno. 

En otros iconos, los acontecimientos que se desarrollan en el infierno se muestran de


forma más detallada: los ángeles preceden al Señor y destruyen a las fuerzas infernales,
Satanás y los demonios. Delante de la puerta destrozada, los justos esperan su liberación.

Las cumbres de los montes subrayan la profundidad de la cima, los abismos. Pero ya
transfigurados por la Resurrección, de ahí que sean brillantes hasta las piedras.

Los Justos
Cristo camina victorioso hacia Adán que es cogido de la mano y sacado de la
postración de la muerte. Eva tiende sus manos hacia la Vida, que perdió en el Paraíso.
Está vestida de rojo. El rojo simboliza la carne, la humanidad: ella es la madre de los
vivientes. Cuando lleva las manos cubiertas -manos que extendió para tomar el fruto del
árbol-, es señal de adoración al Liberador.

En los vestidos de los personajes, dominan los colores rojos y verdes, señal de la
humanidad y de la esperanza y la vida, respectivamente.

Detrás de los primeros padres sigue una procesión de justos.

Hacen su aparición entonces la pareja de David y Salomón, como referencia a las


profecías del Antiguo Testamento y como afirmación de la humanidad de Cristo:
David y Salomón le señalan como uno de su linaje. Se les distingue fácilmente, porque van
ataviados con vestidos reales.

También suelen aparecer otros salvados por Cristo: profetas, patriarcas, Abel, y
desde fechas avanzadas del siglo XI, San Juan Bautista. Estos dos últimos inciden en el
carácter redentor del sacrificio al prefigurar y anunciar la pasión.

Todo el Antiguo Testamento está dirigido a la venida de Cristo. Su Encarnación y


Resurrección son la última realización del Antiguo Testamento y el comienzo de algo
totalmente nuevo y definitivo.

Ambos grupos constituyen una representación del pueblo sumergido en las


tinieblas, los que moran en la tierra y en sombras de muerte, sobre los que se ha elevado la
Luz de la Vida. Todos tienden sus manos hacia Él, esperanza de toda la humanidad

A veces los justos esperan en la sombra y aparecen representadas figuras, dentro de la


gruta en la parte inferior, que están saliendo de sus oscuros sepulcros hacia la Vida.

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Alegría Pascual
El canon del Matutino pascual, de Juan Damasceno, subraya por medio del contraste
la oscuridad que reinaba en el Hades y la luz que brota de la tumba vacía de Cristo.
De hecho, la Liturgia Bizantina desde el Viernes Santo en adelante coloca la tumba vacía
en el centro de la iglesia, bella, adornada con flores, de la cual brota un oloroso perfume
que se convierte en fuente de vida. El texto del Damasceno nos invita a contemplar, a
mirar, a gozar y a involucrarnos en el misterio de la Pascua del Señor:

«Purifiquemos los sentidos y veremos la luz inaccesible de la Resurrección del


Cristo. ¡Ilumínate, ilumínate, oh nueva Jerusalén, la gloria del Señor se ha
posado sobre ti! ¡Danza ahora y exulta, oh Sión, alégrate, oh pura Madre de
Dios, por la Resurrección de tu Hijo!».

Más adelante serán las mujeres que llevan el ungüento (myron) al sepulcro las que se
conviertan en protagonistas:

«Mujeres de sabiduría divina corrían tras de ti portando aromas; pero al que


con lágrimas buscaban como a un mortal, lo adoraron llenas de gozo como Dios
viviente y anunciaron, oh Cristo, a tus discípulos, la mística Pascua». La
liturgia bizantina inserta algunos troparios de Román el Cantor donde,
una vez más, encontramos relacionadas la Navidad y la Pascua: «Al Sol
anterior al sol, ya atardecido en la tumba, corrieron las miróforas al alba, como
buscando el día. Y una exclamaba a las otras: Oh amigas, arriba, unjamos con
aromas el cuerpo vivificante y sepultado, la carne que resucita al caído Adán
que yace sepulcro. Solícitas andemos como los magos, adoremos y ofrezcamos los
aromas como dones a Aquél que no en pañales sino en una síndone está envuelto.
Lloremos y gritemos: ¡Levántate, Soberano! Tú que a los caídos ofreces la
Resurrección».

CONCLUSIÓN
Hoy Cristo muerto y resucitado desciende a lo más profundo de nuestro ser y nos
arranca de las tinieblas, pues fuimos sepultados con él por el bautismo a fin de resucitar con
él de entre los muertos (Col. 2, 12) y vivir una vida nueva. En efecto, la Vida requiere la
muerte del hombre viejo, el abandono y la superación del mal original que la corroe.
Consecuencias tangibles de esta huella tenebrosa son nuestras angustias, limitaciones,
fracasos, la opacidad hacia el otro (egocentrismo) y hacia la belleza de la creación.

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Todo se encuentra asumido por el torbellino liberador en la medida en que nos
adherimos al Muerto-Resucitado que nos hace pasar (Pascua=paso) del imperio de la
muerte que son las tinieblas a la Luz, fuente de toda vida.

La liturgia de la noche de Pascua prevé una catequesis atribuida a san Juan


Crisóstomo que, con imágenes vivas y en movimiento, pone en evidencia la dimensión
comunitaria de la Pascua:

«¡Si uno es piadoso y amigo de Dios goce de esta fiesta bella y luminosa! ¡El
siervo agradecido entre gozoso en el gozo de su Señor! El que ha ayunado que
se alegre ahora con su dinero. El que ha trabajado desde la primera hora, reciba
hoy el justo salario. Si uno ha llegado tras la hora tercia, celebre la fiesta con
gratitud. Si ha llegado después de la sexta, no dude, no sufrirá ningún daño. Si
se ha retrasado hasta la hora nona, preséntese sin dudarlo. Si sólo ha llegado a
la hora undécima, no tema por su lentitud; porque el Señor es generoso y acoge
al último como al primero».

¡Que Dios nos conceda la gracia de dejarnos envolver por esa dinámica pascual que
conduce a la vida verdadera!

OREMOS
Dios todopoderoso, cuyo Unigénito descendió al lugar de los muertos y salió
victorioso del sepulcro, te pedimos que concedas a todos tus fieles, sepultados con Cristo
por el bautismo, resucitar también con él a la vida eterna. Por nuestro Señor, Jesucristo, tu
Hijo.

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