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LA FUNDAMENTACIÓN ÉTICA DE LA VIDA HUMANA

SOBRE EL MAL, EL BIEN,


LA VIDA PERSONAL Y EL COMPROMISO POLÍTICO

Antonio Sá nchez Orantos

Los hombres vivimos, pero nuestras vidas no consisten únicamente en


desplegar un programa de potencialidades previamente fijadas para toda la
especie; actuamos de forma diferenciada, individual y grupalmente, y nos
planteamos cómo vivir y actuar. Hay formas de vivir y de actuar que son
más humanas que otras. Y esto es sumamente significativo. El pez no
puede dejar de ser pez sin dejar de existir, ni el árbol puede dejar de ser
árbol; es un raro privilegio del hombre poder ser inhumano sin dejar de ser
miembro de la especie homo sapiens. Dicho positivamente: vivir
humanamente no es para nosotros algo automático o puramente
espontáneo; es una tarea encomendada en la que podemos tener éxito o
fracasar. En la medida en que ese éxito o fracaso humano es
responsabilidad de los hombres, la vida de los hombres y sus conductas son
morales e inmorales. De reflexionar sobre esto se ocupa la Ética.17

Augusto Hortal Alonso

1. El problema del mal en la reflexión filosófica.

La filosofía antigua pensó el problema del mal en el horizonte de reflexión abierto


por el problema del movimiento. El griego inicia la reflexión filosófica preguntándose
por el fundamento (arjé) que hace posible que el conjunto natural (physis) pueda ser
considerado como Totalidad (lo uno y lo múltiple). Esta averiguación trata, en última
instancia, de alcanzar el verdadero ser de las cosas: su consistencia (¿en qué consisten
las cosas?). Ahora bien, como la verdadera consistencia exige inmutabilidad (como los
números: Pitágoras) y como las cosas están sometidas a cambio (son mutables), la
pregunta radical de la filosofía en sus orígenes es, precisamente, por aquello que
17
HORTAL ALONSO, A., Ética. Los autores y la vida moral. Universidad Pontificia de Comillas, Madrid,
2005, p. 1. –El subrayado es mío-.

226
permanece en los cambios. Ya se declare el cambio como una mera apariencia
sensible que impide el acceso al ser inmóvil (Parménides y el Ser redondo); ya se
articule con las Ideas Inmutables (Platón: participación e imitación); ya se le convierta
en actualización de potencias accidentales y/o sustanciales (Aristóteles: teoría
hilemórfica), el ser pleno y verdadero es concebido como inmutable y el cambio es
signo de imperfección.

Las cosas en la medida que están atravesadas por esta imperfección carecen de
plenitud. Y esta imperfección constitutiva es, precisamente, la fuente de todo mal: la
realidad del mal es el ser del no-ser que, en definitiva, es la distancia que separa al ser
móvil del Ser Inmóvil. Y como esta distancia es medida por la presencia de la materia,
será ésta el principio de todo mal. Por tanto, antes de que el mal pueda ser remitido a
las acciones humanas, toda realidad, por estar constituida por un principio material,
mutable, está transida esencialmente por la imperfección, por el mal.

La concepción del mal como ser del no-ser (ausencia de plenitud) fue acogida, en
principio, sin dificultades, por la reflexión cristiana, pero integrada en un nuevo
horizonte reflexivo: el horizonte creacional. La pregunta no es ahora por el
movimiento, sino por las condiciones de posibilidad de la existencia de lo existente:
¿por qué algo y no más bien nada? Y frente al recurso maniqueo a un segundo creador
al que poder remitir la realidad del mal, la consideración de este último como no-ser,
como pura negatividad, posibilitó remitir toda la realidad creada a Dios. El mal sería la
expresión evidente de que nada existente es Dios, pero todo lo creado es bueno: es
obra del bondadoso Creador.

Se responde también así a la lúcida crítica de Epicuro:

«O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede. O puede, pero no
quiere quitarlo. O no puede ni quiere. O puede y quiere. Si quiere y no puede,
es impotente. Si puede y no quiere, no nos ama. Si no quiere ni puede no es ni
el Dios bueno y, además, es impotente. Si puede y quiere (y esto es lo único
que podría salvar a Dios) ¿de dónde viene entonces el mal real y por qué no lo
elimina?»18
18
En realidad, dicha paradoja no nos ha llegado del propio puño y letra de Epicuro, de cuyos
trabajos originales únicamente se conservaron tres cartas y una serie de sentencias —las Máximas
Capitales— transcritas por Diógenes Laercio, pero se le atribuye a él porque en la Antigüedad nadie
parecía tener dudas acerca de su autoría de la paradoja. De hecho, la Paradoja de Epicuro fue citada
en diversas ocasiones por pensadores de siglos posteriores, especialmente en el ámbito del Imperio
Romano. En el siglo I a.C. el poeta Lucrecio la recogió, junto con otras partes del pensamiento
epicúreo, en su obra De rerum natura. Más adelante, en tiempos posteriores a la supuesta existencia
de Jesús, algunos de los primeros apologistas cristianos —muy empeñados en hallar una
contestación a la paradoja— volvieron a citarla, nuevamente poniéndola en boca de
Epicuro. Tertuliano, uno de los primeros “padres de la Iglesia”, citó el argumento en el siglo III d.C.,

227
Pues bien, la respuesta es clara: Dios no quiere el mal, ama profundamente todo
lo creado, pero la condición de posibilidad de la creación es, precisamente, crear lo
distinto de Él, crear lo que no-es Dios y, por eso, finitud, contingencia, posibilidad de
mal.

Pero la reflexión cristiana tiene que enfrentar, además, un novedoso problema


respecto a la presencia del mal. El hombre es considerado como «imagen y semejanza
de Dios» y ¿no desdice esta consideración la posibilidad de hacer el mal? Ya no es sólo
el mal metafísico (finitud) o el mal físico (dolor), sino el mal moral -el mal que nace de
una decisión de la libertad- el que debe ser enfrentado.

Es decir, la consideración del hombre como «imagen y semejanza de Dios»


segrega su definición de la definición de las cosas. No es, por tanto, a través del
examen cosmológico, del trato con las cosas, como puede alcanzarse su verdadera
definición, sino en su interioridad, donde Dios se manifiesta:

«Noli foras ire, in teipsum reddi, in interiore homine habitat veritas; et si tuam
naturam mutabilem inveneris, transcende et teipsum»19

El mal moral será, entonces, o falta de interioridad (ignorancia) o no querer


sintonizar con la manifestación de Dios en dicha interioridad (ir contra su voluntad:
condición de posibilidad de la libertad). Es la filosofía de San Agustín. Las cosas creadas
por Dios son buenas. Si de algunas decimos que son malas no nos referimos con ello a
su esencia, sino sólo a su utilidad o influencia sobre nosotros 20. El verdadero problema
es el mal moral, pues «si ninguno pecara, el mundo estaría adornado y lleno sólo de
naturalezas buenas»21. Pues bien, Dios permite el mal moral para que la persona
humana, al experimentar sus consecuencias, se abra con libertad a la gracia ofrecida
en Cristo y así retorne a la voluntad de su Creador 22. No se trata de justificar a Dios,
sino de entender, frente al dualismo maniqueo y al prometeismo pelagiano, la
permisión providente del mal en su plan de salvación.

aunque quizá el mayor responsable de la popularización de la paradoja fue Lucio


Lactancio (consejero de Constantino I, el primer emperador romano que profesó el cristianismo).
Lactancio también citó a Epicuro con el afán de contradecirlo y es gracias a él por lo que conocemos
la formulación que del argumento había hecho el pensador griego, que sería más o menos así:
También cf. Hume: «¿Es que Dios quiere prevenir la maldad, pero no es capaz? Entonces no sería
omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces sería malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo?
¿De donde surge entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué
llamarlo Dios?» Diálogos sobre la religión natural (1779), David Hume
19
AGUSTÍN, De vera religione, XXXIX, 72
20
AGUSTÍN, De civitate Dei, XI, 23.
21
Ibid., XI, 23.
22
Ibid., XIV, 27. Cfr. también ORÍGENES, De princip.III, 1, 2; 2, 3 y 7

228
Aunque en la Edad Media el agustinismo radicaliza alguna de esta tesis hasta el
extremo de justificar el pecado y la condenación de los pecadores como elementos
necesarios para la perfección de todo lo creado, el mal siguió siendo conceptuado no
sólo como negatividad, sino sobre todo como posición libre del hombre 23. La
deficiencia de la criatura se aplica sobre todo a su voluntad. Esta tiende por naturaleza
al bien, pero tiene la posibilidad de optar por el mal. Ésta es su grandeza (la libertad
radical que Dios no puede negar sin destruir a la creatura humana) pero al mismo
tiempo su deficiencia. Y si la voluntad puede optar por el mal, de ahí se sigue que
algunos lo harán alguna vez24.

Pero esta perspectiva histórica salvífica tiende a diluirse en cuanto los contenidos
de la fe cristiana comienzan a hacerse problemáticos en la Modernidad. El hombre
moderno, definido como sujeto pensante, sólo alcanza la Realidad Divina después de
un arduo ejercicio de razón. Y sólo desde Ella probará la existencia del mundo, del cual
se espera que tenga una estructura acorde con la necesidad lógica que la ha
demostrado (Descartes). Por ello, los pensadores ilustrados afirmarán una única acción
creadora de Dios al principio de los tiempos, rechazando la posibilidad de
intervenciones de Dios en la historia (milagros) que quiebren la necesidad lógica de las
leyes que rigen la realidad natural (deísmo). La explicación providente del mal se
abandonará y se abre la cuestión del sentido del mal en el origen de la creación: aquí, y
no en la historia o al final de los tiempos, es donde debe plantearse y responderse la
pregunta por el sentido del mal.

Esta es precisamente la perspectiva de Leibniz 25 : la pregunta por la realidad del


mal en cuanto presente en la mente divina antes de la creación del mundo 26. Porque la
raíz de todo mal –tanto físico como moral- es un primario «mal metafísico» intrínseco
a la condición de posibilidad de la creación: Dios no podía darle todo a la criatura sin
hacerla Dios27. No se trata de preguntarse por qué pudiendo Dios crear un mundo sin
mal, de hecho lo ha hecho malo. En el acto creador de Dios hay un límite, que es la
contradicción28. Y sería contradictorio que Dios creara algo distinto de sí y
absolutamente igual a sí. Por eso, el mal metafísico es la condición de posibilidad de la
creatura; y como dicho mal (metafísico) es el fundamento del mal físico y del mal
moral, estos son inevitables en el mejor de los mundos posibles.

23
SANTO TOMÁS, De Malo, q. 1ª ad. 12
24
SANTO TOMÁS, Summa Theol., I, 48, 2c
25
LEIBNIZ, Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, en Obras
filosóficas, Tomo V, Madrid, & 54
26
Ibid., & 20
27
Ibid., & 31
28
Ibid., & 227

229
Es decir, Dios no ha podido crear un mundo mejor que éste. Ha creado, desde su
potencia absoluta, contemplando todos los posibles, y ha elegido el posible que es
máximum de perfección y que permite lo distinto de Él. Y es precisamente esta
distancia, esta condición de posibilidad de la creatura, la que fundamenta la existencia
del mal. Este mundo, por tanto, es el mejor de los posibles, porque de lo contrario Dios
no lo habría creado29. La creación es revelación de su bondad, pero no puede situarse
más allá de la contradicción lógica (que marca la radical distinción entre lo posible y lo
imposible). El mal no es ahora la negatividad que resta tras una creación de la nada; es
la condición de posibilidad de la creación. Pero sigue siendo negatividad: es algo que
Dios ni crea directamente, ni quiere30, pero que se sigue necesariamente de la decisión
de crear. En definitiva: la creatura no es ni puede ser Dios 31 y, por eso, en el mejor de
los mundos posibles necesariamente hace su aparición el mal.

Kant, sin embargo, consecuente con su reflexión filosófica, considerará todo


intento de explicación del mal condenado al fracaso. Si el mal moral se remite a la
necesaria finitud humana, habría que dejar de hablar de una culpa humana y de un
auténtico mal moral (no habría responsabilidad). Si el mal físico es atribuido a la
limitación de la naturaleza, habría que preguntarse qué sentido tiene haber creado tal
naturaleza; y si para explicar la presencia del mal se alude a la necesidad de duras
pruebas en vistas a un futuro mejor, habría que decir que esta posición no es
especialmente diáfana, sobre todo si se considera la injusticia en el reparto de tales
pruebas y la imposibilidad de contar con la seguridad de una justicia después de la
muerte. Para Kant sólo queda, como en el caso de Job, mantener a toda costa la
integridad moral, reconociendo que los caminos de Dios no son nuestros caminos y
esperando, desde la razón práctica, una justicia futura que nunca podrá ser mostrada
por el uso teórico de la razón.

Apelación al uso práctico de la razón que será origen de las denominadas


«filosofías de la historia» postkantianas 32. El mal será considerado como un ingrediente
de la historia humana que debe ser progresivamente vencido tanto por el dominio
técnico del mundo natural como por el progresivo entendimiento moral y político
entre los hombres (la comunidad humana en su lucha histórica es la protagonista de la
posible redención del mundo). El mismo Kant insinuó que justamente una filosofía de
la historia podría llevar a cabo una justificación de la Providencia: el mal es un
instrumento del que se serviría la naturaleza para generar mayores grados de
organización y de civismo protegiéndose así el uso moral de la libertad. El mal será
29
Ibid., & 196
30
Ibid., & 20;30
31
Ibid., & 32
32
MENÉNDEZ UREÑA, E., La crítica Kantiana de la sociedad y de la religión. Kant predecesor de Marx
y de Freud. Tecnos, Madrid, 1979 (especialmente en las páginas 145-151, donde se subraya la
diferencia de Kant con sus continuadores)

230
considerado, pues, como el motor del progreso histórico y, por eso, como un
instrumento necesario para que el hombre alcance la justicia, la verdad y el bien.

Por tanto, el «Todo Real», a pesar de las apariencias, es bueno en cuanto apunta a
un bien futuro realizable en la historia. Y, por eso, el dinamismo del Todo real
eliminará el mal de su faz. Es la filosofía de Hegel (y, con matices diversos, de la
derecha y de la izquierda hegeliana) que afirma con rotundidad que el mal sólo puede
ser explicado cuando se comprende su subordinación al deber ser de lo real que se va
realizando progresivamente33. El mal sería pura apariencia. La historia entera consistirá
en la actualización de lo que de modo virtual está contenido al principio de los
tiempos. Al final del proceso, el mal habrá desaparecido y, si esto es así, debe
concluirse que no pertenece formalmente a la realidad, sino al camino que la realidad
debe recorrer para realizar todas sus posibilidades. El mal sigue siendo pura
negatividad pero, ahora, radicalmente justificada: una exigencia lógica derivable de un
mundo en progresiva realización.

2. El problema del mal y la vida ética.

La impresión que resulta después de este rápido recorrido histórico y, quizás, por
eso, sin los debidos matices, es que en las explicaciones al problema del mal se
manifiesta una fuerte tendencia a legitimarlo filosófica o teológicamente. Pero,
además, este afán legitimador se olvida de ofrecer motivos suficientes a la persona
humana para, sin negar la presencia del mal (lo que supondría una huida de la
historia), poder enfrentarlo con una esperanza tal que el reconocimiento ineluctable
de dicha presencia no suponga la quiebra de la búsqueda del bien (pérdida de sentido)
que el corazón humano añora.

¿Es posible enfrentar el problema del mal ofreciendo a la vez motivos para
mantener la tensión ética, la búsqueda de excelencia humana? ¿Es posible enfrentar el
mal con una esperanza inquebrantable que no suponga una huida de la historia de los
hombres? ¿Cuál puede ser el fundamento de dicha esperanza inquebrantable?

Pues bien, algunos teólogos judeo-cristianos han tratado de abrir este camino
otorgando al mal una verdadera cualidad ontológica, distinta de la de Dios y de la de
los seres creados. El mal sería una verdadera realidad que se encuentra en combate
con el Buen Dios desde el principio de la creación. El problema es que estas posiciones,
si bien evitan la justificación del mal y afirman a Dios como su enemigo radical,
ofreciendo así un gran aliado para la lucha humana contra él, confirman el dualismo

33
HEGEL, Lecciones de historia de filosofía. Werke, vol. 12, Frankfurt a. M., 1986, p.22

231
mitológico que justamente quiere ser superado, y con radicalidad, por los autores del
relato bíblico de la creación, con la pretensión, precisamente, de afirmar la radical
precedencia del Bien sobre el mal.

Una verdadera alternativa al planteamiento del problema del mal no se puede


conseguir recurriendo a elementos mitológicos o dualistas, sino repensando las
categorías filosóficas fundamentales con las que tal problema ha sido planteado.

Y, por eso, y aunque cause extrañeza en algunos, siempre será necesario recordar
el rico legado que puede ser encontrado en la reflexión socrático/platónica cuando se
lee sin prejuicios y sin posiciones de escuela. Porque ellos fueron los primeros que
enseñaron que el hombre ha de buscar en todo la «excelencia», rebelándose
radicalmente contra la doctrina fatalista con que los «viejos cosmólogos» trataban de
consolar a la persona humana invitando al sometimiento, a la resignación, a la
obediencia servil al ritmo «siempre justo» de los acontecimientos naturales.

Y pudieron enseñar esta rebeldía radical porque consideraron insuficiente la


posición de aquellos que tratan «de atraer todo hacia la tierra desde el cielo y lo
invisible, asiendo literalmente rocas y árboles con sus manos, porque se aferran a cada
tronco y a cada piedra y afirman vigorosamente que la existencia real pertenece sólo a
lo que puede ser manipulado y ofrece resistencia al tacto. Definen la realidad como
idéntica al cuerpo y, tan pronto como uno del bando opuesto afirma que algo que no
tiene cuerpo es real, se muestran muy despreciativos y no quieren oír una palabra
más.»34 Es decir, vislumbraron y, por eso, enseñaron, que lo «real físico» no es lo único
posible; que es necesario pensar «lo otro de nuestro mundo», quebrando, así, toda
posición estoica y, también, para la posteridad, la posición de aquellos que bajo un
acrítico realismo manejan sin el adecuado discernimiento los bellos pero complejos
contenidos que se derivan del concepto-límite «ley natural».

Y, sin embargo, segunda propuesta de esta bella tradición, esta radical rebeldía
frente «a lo que hay» no puede concluir en que nada hay ni perfecto, ni imperfecto,
contra sofistas y, también, para la posteridad, contra Nietzsche y la postmodernidad y
contra todo intento de reducir el fundamento de la vida ética a puro consenso; es
decir, esta radical rebeldía no puede concluir en la ausencia de «medida» para la
creatividad humana; no puede concluir, en definitiva, en la ausencia de límite para la
creatividad de la vida, de la conciencia, del decidir humano. Porque «en algún lugar de
lo invisible…la verdadera realidad consiste en Formas inteligibles e incorpóreas.»35 y
porque el por qué de la acción humana pende de esas aparentes certezas que
asumimos, sin el debido examen, como verdad.
34
PLATÓN, Sofista, 246 a
35
Ibid, 246 c

232
Y a nosotros que sabemos que el pensamiento sólo puede preservar su integridad
exponiéndose al devenir de la historia, nos tocaría mantener/defender/reformular
esta doble propuesta, es decir, pensar «lo otro del mundo» sin huir a «otro mundo», al
de más allá de la muerte, para que en el mundo, en el nuestro, en el que nos toca vivir,
sea posible seguir buscando en todo la excelencia. Sigamos, pues, pensado por nuestra
cuenta en la «luz» de los «dos grandes» de la tradición filosófica occidental.

a. Precedencia del bien sobre el mal.

Es un hecho constatable la posibilidad del arrepentimiento en la vida humana. Y es


evidente que tal posibilidad supone que la acción mala, también constatable, ni
permite concluir que la naturaleza humana es radicalmente mala - ¿de dónde entonces
la posibilidad del arrepentimiento?-, ni permite negar la disposición de la naturaleza
humana al bien -¿de dónde entonces la posibilidad de experimentar el mal?-. Es decir,
si la naturaleza humana fuese mala-en-sí, sin no tuviese ningún contacto con el «bien
que debe ser alcanzado», sería imposible toda posibilidad de arrepentimiento y, por
eso, toda posibilidad de perdón; incluso sería imposible la pregunta por el bien; es
más, no sería vislumbrable de ninguna manera ni el bien, ni el mal. Por eso, el mal, por
arraigado que esté, nunca tendrá la seguridad de ser ni la primera ni la última
«palabra» que pueda ser dicha.

Pero, creo, sin exceso de optimismo, que puede afirmarse más. Aun reconociendo
(aunque por sensibilidad y formación me cueste dicho reconocimiento) la existencia en
la historia de eso que ha sido llamado «mal radical», es decir, de ese «mal» que
quiebra la posibilidad de poesía y metafísica (Adorno), de ese mal ante el cual la razón
sólo puede concluir la imposibilidad de su justificación, el vínculo del hombre con el
«bien que debe ser alcanzado» parece innegable. Es la condición de posibilidad de
experimentar sufrimiento, precisamente, ante ese mal que ni siquiera puede ser
pensado; y es, sobre todo, la condición de posibilidad de enfrentar su presencia,
aunque sólo sea con un fuerte grito de impotencia, sin abandonar el camino de la
excelencia. Este vínculo frágil, suave y sutil murmullo, imperceptible a veces por el
estrépito que ocasiona mal, es, por eso, la única empalizada contra la barbarie, la
condición de posibilidad de la vida moral.

Ciertamente dicho vínculo es impotente para invertir por sí mismo el tenebroso


curso de la historia humana. Pero, ciertamente, abre en la vida humana la posibilidad,
no de hacer desaparecer el mal, pero sí de no dejarse definir por él, de no dejarse
derrotar por su horror, de no dirigir las elecciones vitales por sus, a veces, fuertes y
aparentemente justificadas insinuaciones. Es la grandeza y la pequeñez de la libertad:

233
posibilidad de buscar la excelencia. Y esta convicción no nace de una pura lógica
racional, sino de un empirismo radical que descubre en el devenir histórico mujeres y
hombres que, incluso viviendo en situaciones horrorosas engendradas, precisamente,
por el llamado «mal radical», han mantenido su lucha y su búsqueda hasta el final. Su
testimonio, no posiciones de escuela, es la radical premisa que siempre permitirá
investigar, sin huídas de la historia, las condiciones de posibilidad que permiten
mantener con una esperanza inquebrantable la lucha contra el mal36.

b. En la historia de los hombres también existe el bien.

El malvado siempre puede retornar al bien: ¿cómo sería posible si su naturaleza


fuese radicalmente mala? Esta es la primera vislumbre de esperanza. Pero, además,
segunda vislumbre, a pesar de la inmoralidad de muchos, y quizá a causa de ella, hay
mujeres y hombres que dirigen su vida desde la difícil escucha del suave y sutil
murmullo del «bien que debe ser alcanzado». Pueden ser considerados como una
sorprendente excepción, pero, con todo, esas vidas existen y es empirismo radical
preguntarse por las condiciones de posibilidad de su elegancia vital.

Lo que sucede es que tener en cuenta el dato innegable del arrepentimiento y la


existencia de vidas buenas tampoco permite concluir que el hombre sea bueno por
naturaleza. Significa sólo que la humana disposición al bien es una posibilidad real que
puede o no pasar de la posibilidad a la realidad desde un adecuado/inadecuado
ejercicio de la libertad.

Por eso, la sabiduría moral no es ni puede ser en sus fundamentos trato con el ser,
con lo que es, así lo enseñaron los «dos grandes» del pensar occidental, sino,
precisamente, con lo que puede-llegar-a-ser: es sabiduría práctica, es posibilidad de
realización de lo que todavía-no-es y puede-llegar-a-ser por el recto uso de la libertad.
En definitiva, el bien tiene que ser ganado en la vida humana: el bien es siempre «bien
que debe ser alcanzado». Pero difícilmente podría ser buscado para ser alcanzado si
fuese absolutamente ignorado. Es el «estado intermedio» del ser humano que permite
concluir que la disposición al bien es don, regalo, gracia anterior a todo ejercicio de
libertad –es esta la posibilidad, repetimos, de explicar el arrepentimiento, el perdón y
la vida buena-, pero su logro es trabajo, esfuerzo, camino costoso, búsqueda
constante, excelencia humana nunca lograda. (¿Cuál es la razón última de esta
inquietud radical humana? Y ¿quién puede mantener la exigencia de fidelidad que
abre esta tarea interminable? Y ¿quién la esperanza que pueda horadar el cansancio
que impone esta tarea interminable?)

36
Cfr. Fackenheim, E. Reparar el mundo. Sígueme, Salamanca, 2008. pp. 179ss.

234
c. El problema del bien/mal fuera del horizonte del ser, pero sin renunciar a
una posible filosofía primera.

Luego las cosas no son ni buenas ni malas. Son. Y sólo en cuanto remiten a lo
distinto-de-sí, en cuanto mantienen su existencia entre otras existencias
constituyéndose, por relación, en posibilidad o imposibilidad, es decir, en condición
para que lo distinto de sí pueda mantenerse en su propio ser aparecen como benéficas
o maléficas. Es claro que ahora hablamos de utilidad/influencia (San Agustín)
engendrada por la interdependencia natural. Es en esta interdependencia, en cuanto
cada existente es tal por su «resistencia» ante lo distinto de sí, donde aparece el
enfrentamiento, la oposición, el conflicto como «condición» de existencia de lo real.
No se trata de maniqueísmo, ni tampoco de maldad intrínseca, sino de la condición
que posibilita a todo existente mantener su propio ser entre los demás seres.

Dejémonos iluminar, otra vez, ahora sin comentarios, por nuestra tradición
filosófica, precisamente, por el texto más antiguo que se nos ha conservado. Figura a
modo de cita en un comentario a la Física de Aristóteles que escribió en Alejandría un
filósofo neoplatónico, Simplicio, posterior en unos mil cien años al autor del
fragmento y dice:

«Anaximandro, hijo de Praxíades, de Mileto, fue el sucesor de Tales y su


discípulo. Y dijo que el principio y el elemento de los seres es lo indefinido; y fue
el primero que usó este nombre para el principio (el texto también admite la
traducción: ‘y fue el primero que uso este nombre de principio’). Dice que el
principio no es agua ni ningún otro de los que se dice que son los elementos, sino
cierta otra naturaleza indefinida (no limitada, no particular) a partir de la cual
nacen todos los cielos y todos los mundos que hay en ellos. Aquellas cosas de
donde tienen los seres su nacimiento son las mismas en donde perecen según lo
necesario; pues se dan unos a otros la justicia y retribución de la injusticia
según la disposición del tiempo. Así lo dice, con palabras más bien propias de la
poesía»37

Ahora bien, es evidente, como quedó dicho más arriba, que el problema del mal
no se agota en esta consideración. El hombre no es sólo, como hemos insistido,
existente entre lo existente, cosa entre las cosas, ser (estructura biopsíquica), sino que
puede y, por eso, debe configurar su propio ser desde su querer (libertad),
evidentemente inscrito en las posibilidades de su ser, en su dimensión biopsíquica.
Precisamente aquí reside su carácter moral (moral como estructura): entre las

37
El texto es tomado en GARCÍA-BARÓ, M., De Homero a Sócrates, invitación a la filosofía. Sígueme,
Salamanca, 2004. pp. 21-22. En este libro puede encontrarse un penetrante comentario a la cita
ofrecida. –El subrayado es mío-

235
diferentes posibilidades ofrecidas tanto por su propia estructura como por su relación
con lo distinto de sí, cada ser humano tiene que elegir para configurar su propio ser. Es
decir, el acto voluntario humano no remite solamente a la interacción con lo distinto
de sí, a la «resistencia» frente a lo otro para mantenerse en su ser, sino también a una
dimensión radicalmente intransitiva por ser búsqueda de la determinación de lo que
uno quiere ser (contra Espinosa y todo panteísmo determinista y uniformador).

Pues bien, en esta elección entre posibilidades puede acontecer que lo elegido
como bien impida bienes mayores. No es, en este primer momento, elección del mal,
sino la malicia originada por la elección de un bien ignorando su exigencia de remitir a
bienes superiores, pudiéndose dar que éstos últimos queden imposibilitados 38. Es la
elección desordenada.

Malicia que puede ser causa de malignidad, es decir, que puede ser origen de mal,
porque puede inspirar a otras elecciones desordenadas. La malicia, pues, se convierte
en malignidad en el horizonte de lo social y si se instaura como orden social
objetivado, defendido ideológicamente, puede convertirse en maldad, es decir, en
estructura impersonal que dirija hacia el desorden las elecciones de la voluntad (mal
estructural)39.

Pero sigamos pensando. Si lo existente no es ni bueno, ni malo, si lo existente está


más allá o más acá, como se prefiera, del bien y del mal, es decir, es 40; y el ser, tanto
propio como ajeno, se abre como abanico de posibilidades para todo sujeto humano:
¿desde dónde, desde qué criterio, desde qué «medida» puede éste jerarquizar,
ordenar dichas posibilidades para que la malicia no defina su vida? Es evidente que la
respuesta a esta pregunta está suponiendo una definición de lo humano de donde
pueda derivarse adecuadamente una «medida» para su quehacer electivo.

Ahora bien, ninguna definición, en cuanto universal, puede alcanzar la singularidad


del yo humano. Cada «yo» es único, original e irrepetible. Cada «yo» es un «nombre
propio». Por eso, el camino de configuración personal sólo puede ser decisión
personal. Y si llamamos a este camino «búsqueda de la felicidad», una conclusión se
impone: nadie puede imponer a otros su modo (su figura) de ser feliz, contra todo tipo
de fundamentalismo religioso y/o moral.

38
Recordar la posición filosófica de San Agustín.
39
Cfr. KIERKEGAARD, S. El concepto de angustia. Guadarrama, Barcelona, 1984 (sobre todo el cap. III);
cfr. también ZUBIRI, X. Sobre el entendimiento y la volición. Alianza, Madrid, 1992 (sobre todo pp.
256ss.)
40
No se puede identificar el bien con el orden ideal del ser; ni se puede convertir el mal en el
momento de negatividad que supuestamente envuelve toda realidad mudable en el denominado
mundo sensible. El bien, aunque no podrá ser presentado sin más como alternativa al ser, nunca
podrá ser adecuadamente comprendido en el horizonte del ser.

236
La felicidad, es decir, el gozo de las posibilidades que la estructura propia y lo
distinto de lo otro de esta estructura ofrecen a cada «yo» remite, pues, a una
autonomía radical que nunca podrá ser negada sin negar, a la vez, la esencia de cada
sujeto humano único, original e irrepetible.

Siendo esto así, se abre una nueva posibilidad para la existencia del mal en la
historia humana, quizá origen de eso que se ha llamado «mal radical». La fuerte
exigencia de la autonomía personal puede generar la creencia de que todo lo distinto
de ella (lo otro; los otros; y el Otro) está única y exclusivamente al servicio de la
propia configuración. Entonces, tal proyecto exigiría dominar, poner al servicio del
proyecto propio, con el máximo poder, lo distinto de sí, la alteridad. Es decir, convertir
la alteridad en mismidad. Quizá el hombre tenga derecho a ejercer un total dominio
sobre las cosas, aunque ya somos muchos los que exigimos una reflexión adecuada
sobre esta creencia: problema ecológico – ética ecológica. Pero lo evidente es que la
persona humana no debe (mandamiento: no matarás) ejercer dicho poderío sobre las
demás personas porque, quedó dicho más arriba, nadie puede imponer a otros su
modo de ser feliz. Por tanto, la fuerte exigencia de la autonomía tiene una «radical
medida»: el respeto a la radical autonomía del otro que es posibilidad de
hospedar/alentar su proyecto de felicidad.

Habría, pues, una decisión expresa por el mal, que podríamos llamar necrófila
porque es búsqueda de la muerte de los demás: «comerse al otro», cuando,
precisamente, se proyecta, en nombre de la autonomía propia, el intento de ejercer el
propio señorío sobre los demás. Por eso, nadie puede ser señor de nadie y a nadie
humano le corresponde el nombre de «señor de los demás». Y el cumplimiento de este
radical mandato exige que la «voz del otro» resuene en la autonomía personal
(diálogo) para que las diferencias que se derivan de la esencia única, original e
irrepetible que define a cada sujeto sean posibilidades, no de uniformismo, sino de
verdadera comunidad.

No eres dueño de la ciencia del bien y del mal, por eso, no intentes ser señor de
nadie y busca siempre con los otros, hospedando en tu proyecto de felicidad su
«rostro», el camino de la excelencia de tu ser personal. He aquí el contenido del frágil y
suave murmullo que el Bien no deja de repetir en el corazón humano, sin vocear, sin
estridencias, pero con la suficiente fuerza para que nadie pueda acallarlo, para que
nadie pueda romper el vínculo con la Bondad. He aquí la «medida» para el quehacer
electivo humano.

«Medida» que será asumida con absoluta radicalidad cuando se hospeda/alienta


el proyecto de felicidad de las mujeres y hombres que ni siquiera tienen voz, porque la

237
maldad les retiró su derecho a la presencia, su derecho a hablar. Porque el «otro sin
voz» me critica sin piedad al recordarme que mi quehacer electivo, mientras exista
uno y solamente un «otro sin voz», soporta la anónima maldad; ese mal
humanamente irreparable porque parece causado sin remitir a responsabilidad
personal alguna, por eso, difícil de discernir y aceptar; pero que, sin embargo, roba
presencia y voz a muchos, a innumerables «rostros».

Y, por eso, la herida que causa en la vida humana «el otro sin voz»: el pobre, el
hambriento, el huérfano, la viuda… (Levinas) será siempre camino de salvación porque
siempre encarnará la exigencia absoluta de la lucha contra el mal, la exigencia absoluta
que desvela el radical Misterio que habita en la autonomía personal.

Una sabiduría muy antigua. Una sabiduría que vislumbró la existencia de un


«pecado original» que nada tiene que ver ni con la materialidad del cuerpo, ni con la
sexualidad, pero sí, y ojalá lo recordásemos siempre, con el deseo humano de
omnipotencia omnímoda; con el deseo, en definitiva, de querer ser dios para los
demás; y esto bajo la suposición no sólo de egolatría, como la mayoría acertadamente
advierten; sino también de idolatría, es decir, de posiciones que permiten concluir que
se posee o se puede llegar a poseer la misma sabiduría de Dios: la ciencia del bien y del
mal (y esto, a veces, es inadvertido por algunos, que, curiosamente, se presentan
como los máximos defensores del «orden moral»).

Y, por eso, algunos seguimos creyendo, en fidelidad a la enseñanza de antiguos


maestros, que el reconocimiento de Dios como único Señor de la historia, invitación a
derribar banales señoríos, ha sido, es y será camino de excelencia humana; camino que
se mantiene cuando se asume como tarea interminable la lucha contra el «pecado
original», contra ese deseo de ser dios para los demás; lucha que permite gritar,
muchas veces desde la impotencia, que sólo es digno de fe un Dios que ofrezca a la
vida humana una esperanza que sostenga, siempre y en todo momento, por eso,
esperanza inquebrantable, la exigencia absoluta de enfrentar toda forma de mal.
Porque este enfrentar mantendrá siempre el caminar humano en la senda del «Bien
que debe ser alcanzado»

3. La lucha contra el dualismo como fundamento de acceso a la acción


responsable humana.

Desde la esperanza que nace en la posibilidad de mantener la anterioridad del


Bien sobre el mal –sin pretensión alguna de justificación ideológica de éste último-,
intentemos reflexionar, ahora, sobre el compromiso humano, es decir, sobre la
responsabilidad que se deriva de toda acción humana.

238
Pero antes, recuperemos la verdad que se encarna en el inadmisible dualismo
metafísico (gnosis: maniqueísmo) para, desde ella, intentar fijar con claridad la
posición que hemos mantenido a lo largo de todo el curso reflexivo, con la pretensión
de resituar en la situación cultural actual la tarea de la responsabilidad, camino de
excelencia en la vida cotidiana.

El dualismo que caracteriza a la cultura occidental tiene como fundamento una


innegable y radical experiencia antropológica: la persona humana que vive entre los
elementos del Universo y necesita de ellos para vivir (preocupación por sí mismo, por
su propio ser) se experimenta (vivencia) diferente de ellos (herramienta, arte, tumba).
Y, por eso, se siente arrojado entre ellos, es decir, viviendo en un elemento extraño,
ajeno, no elegido y donde sorpresivamente (misterio) se encuentra. Pues bien, esta
vivencia de no pertenecer al Universo donde se está (experiencia de haber sido
puesto: arrojado) le empuja a buscar su «mundo propio» y el problema es si esta
búsqueda exige un «más allá» del Universo, otro espacio y otro tiempo donde la vida
pueda ser plena.

La gnosis y las filosofías que derivan de ella (dualismo/maniqueísmo) proponen


precisamente la existencia de ese «más allá» del Universo como esperanza; es decir,
ofrecen el «más allá» como fundamento de una confianza que libera, ya en la historia
terrenal y efímera, de la preocupación del futuro incierto de la vida cuando éste es
pensado sólo y exclusivamente como resultado de esa falta de plenitud (deseo) que
acompaña a todo presente humano (inquietud radical). Se trata de ofrecer una
promesa de redención para la vida terrenal, finita, penosa, caracterizada siempre por
la finitud, el pecado, la muerte. Y la persona humana tendrá que elegir
(responsabilidad) entre una existencia regida por el egoísmo y la arrogancia
(identificación de la necesidad con el deseo) o una existencia que busca en ese «más
allá» su sentido, su significado pleno.

Observemos que la posición gnóstica supone el «ser de un mundo» radicalmente


nuevo (ontología) respecto al Universo descrito por las posiciones cosmológicas que
están en el origen de la reflexión filosófica. Veamos. El mundo antiguo, desde los
presocráticos hasta los estoicos, se había caracterizado (recordar la cita más antigua
que hemos conservado: Anaximandro) por una visión armónica y ordena del Universo
(κόσμος), orden precioso y perfecto del que la persona humana, como todos los demás
seres, forman parte. Pues bien, el «ser del Universo» aparece para la mirada gnóstica
como oscuro y hostil: no es divino, sino demoniaco. No es que no tenga consistencia
(Parménides y Heráclito) y exija un principio consistente al cual remitirse; sino que es
un Universo «caído», «separado» (χωρισμόσ) de ese Universo primigenio. No hay lugar
en él, por eso, para la confianza y la verdadera comprensión. Sólo cabe la angustia para

239
aquél que tiene que vivir consciente y responsablemente en un mundo que ya no es
κόσμος: la persona humana se experimenta así apátrida, arrojada en un lugar que no
es el suyo, víctima de una caída originaria.

No se trata tan sólo de la elaboración mítica de un «segundo universo», el reino de


la luz, lo divino, en contraposición a este «primer universo» definido por la oscuridad y
lo demoníaco. Es la persona humana quien experimenta en sí el dualismo, su escisión
radical respecto al mundo que lo rodea y su posible vinculación a otro «mundo», al
cual realmente se siente perteneciendo. Y la causa que explica esta experiencia es
evidente: en la persona humana conviven cuerpo (σώμα) y alma (Ψυχή) como aquello
que pertenece al mundo de la sombras; y el espíritu (πνεûμα), como aquello que en la
persona humana es de ese otro mundo, del «reino de la luz». Se exige, pues, la
búsqueda de lo «más íntimo (πνεûμα ) de la propia intimidad (Ψυχή)» como camino de
logro (responsabilidad) de la excelencia humana (plenitud). Y el subrayado exclusivo de
la propia intimidad (Ψυχή) como acceso a la intimidad más íntima (πνεûμα ) da lugar,
evidentemente, a la oposición materia/espíritu que caracterizará, con consecuencias
nefastas, todo el pensamiento occidental.

Repasemos estas nefastas consecuencias desde el saber antropológico que hemos


alcanzado en nuestro camino reflexivo. El escenario terrestre recreado por la
experiencia del hombre primitivo está dominado por la presencia de la vida: ser es
tener vida. «Animismo» se ha llamado a esta forma de interpretar el mundo e
«hilozoísmo» a la forma intelectual que pretende fundamentarla.

En esta perspectiva el hombre, con la tierra bajo sus pies y la cúpula del cielo
sobre su cabeza, no puede imaginar que la vida sea una excepción, un fenómeno
secundario del universo. «Panvitalismo» o «pampsiquismo», todo lleno de vida, era la
manera de situarse el hombre entre las cosas. Y, por eso, en este modo de situarse, la
muerte es el enigma que debe ser explicado: la muerte, el perturbador evento que
debe ser enfrentado.

Es probable que el problema de la muerte sea el primero que merezca este


nombre en la historia del pensamiento. Enfrentarse con él supone el despertar del
espíritu inquisitivo humano, quizá mucho antes de que los niveles de abstracción
conceptual sean alcanzados. Porque si la vida es lo natural: la ley universal de lo
existente; la muerte, la patente negación de la vida, es lo antinatural e incomprensible:
la apariencia, lo que existiendo no puede ser realidad de verdad.

Y, por eso, la muerte debe ser explicada desde la realidad de verdad, es decir,
desde la vida. La pregunta que la muerte abre se dirige, así, tanto hacía el pasado

240
como hacia el futuro: ¿cómo y por qué ha entrado la muerte en un mundo que es todo
él vida? ¿Hacía qué vida conduce la muerte, dado que todo cuanto es necesariamente
es vida? Y las respuestas abren esas bellas creaciones que son los mitos, las religiones y
sus diferentes ritos.

Y la paleontología confirma nuestras afirmaciones: al igual que en los útiles de


piedra se reflejan las primeras capacidades técnicas de la humanidad; en las tumbas,
que reconocen la muerte a la par que la niegan -porque siempre suponen vida después
de la vida temporal-, se encarna la primerísima manifestación de la esencia humana.
Se trata de dar respuesta a la primera contradicción básica con la que quizá se
encuentra el ser humano: que todo es vida y, sin embargo, hay eso que es la muerte.

Porque todo problema, condición del despertar de toda pregunta, es en esencia


un choque entre una fuerte convicción, sea ésta hipótesis o creencia, y un
acontecimiento que parece no plegarse a ella. Querer interpretar la muerte no es más
que pretender definirla como ajena a lo real de verdad; definirla como pura apariencia;
negarla, por tanto, haciendo de ella la posibilidad para una nueva forma de vida.

Y aunque consideremos las respuestas dadas como primitivas, como ingenuas,


como no científicas; sin embargo, ponen de manifiesto el poderoso trasfondo
alimenticio de las verdaderas raíces del sentido de toda vida humana: el ser solamente
es comprensible, solamente es real como vida; derrota de eso que muy
posteriormente será llamado nihilismo, engendrado desde esa posición teórica que
muy posteriormente será llamada reduccionismo científico, que no verdadera ciencia,
verdadera sabiduría.

Porque el pensamiento moderno que comenzó con el Renacimiento creyó


necesario concluir, desde las ciencias de la naturaleza, que la única ontología posible
es la que considera el ser como extensión, como pura materia. Lo que es, lo natural, lo
comprensible es, ahora, lo inerte, es decir, la muerte; y lo problemático la vida.
Expliquemos esta gruesa afirmación.

El escenario terrestre creado por la experiencia del hombre moderno es un campo


de masas inanimadas y de fuerzas que no persiguen finalidad alguna y cuyos procesos
discurren según leyes constantes en conformidad con su distribución cuantitativa en el
espacio/tiempo. Es la reducción del ser a lo extenso, susceptible de medida, definible
matemáticamente. Y esta es, según su parecer, la única región de conocimiento
exacto, la única región de verdad y, por eso, lo único que puede considerarse real de
verdad.

Ahora, y observemos bien la inversión respecto al pensamiento antiguo, lo carente

241
de vida se convierte en lo cognoscible por excelencia, en el fundamento explicativo de
todo; y, en consecuencia, la existencia de la vida en ese universo inerte y mecánico es
lo que exige explicación; y esa explicación debe realizarse, para que sea verdadera, con
los conceptos que definen lo inerte.

La vida es ahora:
 cuantitativamente, una nimiedad en la inmensidad de la materia
cósmica;
 cualitativamente, una excepción a las leyes universales de lo real;
 y en referencia al conocimiento, lo inexplicable en el marco de la
universal explicabilidad de la naturaleza física.

Que haya vida, y cómo es posible algo así en un mundo de mera materia, es ahora
el problema fundamental del pensamiento.

Pero observemos que también aquí acontece el choque que abre el espíritu
inquisitivo humano, esa colisión entre una fuerte convicción, el panmecanicismo, y un
hecho que se niega a someterse: el raro caso de la vida.

Y si la pretensión intelectual del hombre primitivo era negar la muerte, o mejor,


explicarla desde la vida; la pretensión intelectual del hombre moderno será explicar la
vida desde lo inerte, desde lo que no tiene vida, desde la muerte.

Es decir, considerar la vida como problema quiere decir para el hombre moderno
reconocer su índole extraña respecto al mundo mecánico. Y explicarla, por eso,
quiere decir, como acontecía antes con la muerte en el pensamiento primitivo,
negarla; convertirla en una variante de las posibilidades de lo carente de vida, de lo
inerte.

Precisamente, esta es la tarea que asigna la ciencia moderna a la biología cuando


le señala el objetivo de ser «científica»: la vida es química; la química física; y la física
matemática. Y el grado de acercamiento a ese ideal será el criterio para valorar su
éxito; y el resto que quede sin dominar por la sabiduría de lo inerte será su límite
provisional, que debe retroceder cada vez más.

La vida queda, pues, reducida a una problemática forma, a una ordenación


particular, de la sustancia extensa: mera materia, ciertamente particular, pero mera
materia en el espacio/tiempo.

242
Antes, en ese estadio de la historia humana que hemos llamado pensamiento
primitivo, la pretensión intelectual era interpretar lo inerte, lo aparentemente carente
de vida, a la luz de la vida, vislumbrando incluso la muerte como un paso más de la
vida. En la modernidad, la vida sentiente y dotada de tendencias, debe ser
interpretada desde lo inerte, es decir, debe ser considerada como una sutil máscara de
la materia inerte. Por eso decíamos anteriormente que para la modernidad lo
comprensible no es la vida, sino lo inerte, la muerte.

Dicho bruscamente: sólo con la muerte deja de ser misterioso el cuerpo vivo. Sólo
con la muerte la vida abandona el enigmático y poco ortodoxo comportamiento y
regresa al inequívoco y cognoscible mundo de lo real, cuyas leyes universales
traducibles en números y figuras constituyen el canon de lo verdadero. El pensamiento
moderno está, por tanto, bajo el dominio ontológico de lo inerte, de la muerte. Y la
única salida a tal situación es volver a un gnosticismo de nuevo cuño (¿será esta la
razón de eso que se ha llamado «retorno de lo religioso»?). Es Descartes y la necesidad
de recuperar y defender la posición ontológica que más ha dominado en la historia
espiritual de la humanidad: el dualismo ontológico. Posición filosófica que debe ser
radicalmente criticada pero sin desechar la gran verdad, la reflexionaremos más
adelante, que nos ofrece: la experiencia de finitud humana abre la evidencia de la
presencia de lo Infinito en la vida. Es decir, lo Infinito no puede ser nunca considerado,
sin más como una proyección psicológica del ser que se siente finito. Porque la
vivencia de la finitud sólo puede ser explicada si de alguna manera se ha realizado la
experiencia de lo Infinito (sea la esencia de lo Infinito lo que fuere).

Justifiquemos la necesidad de esa crítica radical al dualismo cartesiano. Dicha


posición filosófica supone una petición de principio asumida acríticamente: la
naturaleza material es inerte, es decir, contradictoria, irreconciliable con la presencia
de la vida. Sencillamente: de la naturaleza inerte no puede surgir la vida; luego si
surge, se requiere la «intervención» de un «más allá» de la naturaleza, de un
«sobrenatural» que posibilite su existencia. Y, ahora, el hombre que vive en medio de
lo natural se siente escindido (problema que la filosofía hegeliana enfrenta con
máxima radicalidad) no sólo de ese «sobrenatural», sino también de lo natural. Y esta
escisión, esta ausencia de reconciliación será el marco metafísico, aunque se declaren
antimetafísicas por principio, de las corrientes filosóficas posthegelianas que abocarán
a un nihilismo o a un existencialismo sin referencia a la «medida», al «canon» de la
vida humana: nuevos Protágoras que no soportan el problema de lo divino.

Y, además, esta posición metafísica, no conviene que lo olvidemos, es apuntalada


por el mecanicismo/determinismo científico que fuerza el paso de la visión antigua y
medieval del κόσμος a un Universo Infinito con orden legal pero sin finalidad alguna y,
por eso, indiferente al devenir de la vida: extrañamiento insalvable, abismático, entre

243
vida y ser, entre conciencia viva y materia inerte y muda.

Por tanto, la posición moderna es más dura que la hostilidad gnóstica hacia el
Universo: el hombre moderno no cree ser de otro mundo; es de este mundo; pero no
puede explicarse desde él sino negándose (reduciéndose a materia inerte) o
afirmándose «sobrenaturalmente» (Infinito; superhombre; paraísos utópicos), es decir,
afirmándose contra lo natural; obligación, si la afirmación es real, de dominio, poder,
sometimiento de todo lo que no es él (tecnociencia).

Se abre, así, una doble problemática que pone en juego no sólo una definición
adecuada de persona humana, sino la superación de esa escisión que quiebra toda
posibilidad de responsabilidad porque:
 las leyes naturales serían insalvables (sometimiento a lo inerte: resignación
estoica);
 porque si fueran salvables el hombre se convertiría en la medida de todas
las cosas (no tendría que responder ante nadie: otra vez Protágoras y el
lema que tantas veces hemos pensado: ¿todo lo técnicamente posible es
éticamente realizable?);
 porque si fueran salvables, y el hombre no fuera la media de todas las
cosas, su vida quedaría definida por lo sobrenatural, heteronomía
irreconciliable con su condición de ser único, original e irrepetible (Kant).

Y la pregunta es por la posibilidad de recuperar para la vida humana un proyecto


de responsabilidad a la altura de la cultura de nuestro tiempo.

4. Un proyecto de responsabilidad para la vida humana.

Comencemos por las respuestas que nos son conocidas. Sabemos que el
mecanicismo/determinismo es insostenible (Popper; Kuhn; Lakatos; Feyerabend;
Toulmin). Y sabemos, también, que lo natural debe ser explicado de tal manera que
posibilite la emergencia de la vida (Darwin; Oparin; Miller). Es decir, la posición
moderna no puede ser mantenida.

Ahora bien, el proceso moderno (aparición de la tecnociencia) ha dado a la


humanidad el poder sobre, precisamente, las condiciones naturales (biosfera) que
hacen posible no sólo el surgir de la vida, sino su permanencia en el tiempo. Este poder

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supone, pues, que lo Natural en cuanto fundamento de posibilidad de la vida es
actualmente radical responsabilidad humana (ética ecológica).

Y esta responsabilidad acontece como novedad respecto a la reflexión ética


tradicional. Porque no se trata sólo de pensar sobre las decisiones que posibilitan la
excelencia humana y la vida política; sino también las implicaciones que tales
decisiones puedan tener para la biosfera. Es decir, la responsabilidad en el momento
actual exige velar aquí y ahora por la vida y la dignidad del proyecto personal y
comunitario humano, con la conciencia de la debilidad de lo Natural frente al poder
tecnocientífico que precisamente posee la humanidad.

Este compromiso que la responsabilidad tiene que asumir necesariamente implica


una bella máxima de acción moral: actuar teniendo en cuenta la vida que todavía-no-
es (futuro), es decir, la vida que todavía no puede reclamar derechos y que, por eso,
desde esta fragilidad absoluta, pide máxima protección para poder nacer y prosperar
como vida.

No se trata, como es evidente, de proyectar desde nuestra situación presente el


sentido de la vida futura (peligro de dogmatismo totalitario: Hegel y
posthegelianismo); sino de conservar y promocionar las condiciones que hacen posible
que la vida cumpla sus propios fines en cada momento histórico. Un «dejar nacer»
para que la vida se abra camino.

Por eso, sí se trata de partir de un principio que creo que puede ser admitido
universalmente (anterior a la posible discusión sobre lo Incondicionado como
posibilidad de fundamentar la responsabilidad moral): formular con claridad lo que no
queremos, es decir, lo que debe ser evitado porque es mal y luchar contra ello, para
dejar paso a la revelación sigilosa del Bien en la vida humana y, entonces, ir generando
principios que inviten a su protección remitidos siempre a esa progresiva revelación y,
por eso, abiertos a progresivas reformulaciones.

Esta sabiduría práctica, que no puede aspirar más que a ser un saber probable
(como toda sabiduría práctica: Aristóteles), además de estar en consonancia con la
sabiduría científica actual (probabilidad), es suficiente para fundamentar la acción
moral siempre que no pierda la capacidad de rastrear y luchar contra la presencia del
mal.

Es conveniente parar aquí y ser consciente de lo que proponemos respecto a la


propuesta de la ética clásica. No se trata, evidentemente, de negar los resultados de
ésta, sino de proponer una nueva metodología que haga avanzar ecuménicamente
(comunitariamente) la respuesta moral humana. Veamos. La reflexión ética clásica

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partía de principios que consideraba, por evidentes, inmutables y que después
aplicaba con prudencia a cada situación concreta de la vida humana. La alternativa que
se propone es partir de las experiencias de mal (sin buscar justificaciones ideológicas;
asumiendo con seriedad su presencia) y, en la lucha contra él, hacer posible que se
abra camino la revelación sigilosa del Bien.

Se respetaría, así, la radical transcendencia del Bien porque se afirmaría


explícitamente la imposibilidad de su posesión por persona humana alguna: es el
mandato de no «comer del árbol de la ciencia del bien y del mal». Y, como quedó
dicho más arriba, el Bien siempre quedaría definido como lo que nunca es totalmente
sabido y, por eso, como lo que exige ser constantemente buscado y esperado.

La pregunta que abre esta última posición la conocemos por nuestro enraizamiento
en la filosofía de Sócrates-Platón: ¿cómo buscar aquello que ignoramos, si lo
ignoramos? ¿Por qué buscar aquello que ya conocemos, si lo conocemos? Por eso, el
Bien debe gozar de la paradójica propiedad de ser experimentado como presencia
ausente, como presencia distante, como presencia que invita a seguir el camino que su
revelación abre (Imperativo no manipulable: pasividad que espera manifestación).
Inquietud radical («deseo», no «necesidad») que caracterizará siempre la vida de la
persona que asume las exigencias de la responsabilidad.

E inquietud que permite afirmar con radicalidad que el Bien, por no ser poseído,
nunca podrá ser medido por la persona humana (subjetivismo; utilitarismo), sino que
será siempre la «medida», el «canon» que guía (imperativo, mandato incondicionado)
toda buena voluntad. Es el problema de la espiritualidad humana, el problema de lo
divino.

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