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permanece en los cambios. Ya se declare el cambio como una mera apariencia
sensible que impide el acceso al ser inmóvil (Parménides y el Ser redondo); ya se
articule con las Ideas Inmutables (Platón: participación e imitación); ya se le convierta
en actualización de potencias accidentales y/o sustanciales (Aristóteles: teoría
hilemórfica), el ser pleno y verdadero es concebido como inmutable y el cambio es
signo de imperfección.
Las cosas en la medida que están atravesadas por esta imperfección carecen de
plenitud. Y esta imperfección constitutiva es, precisamente, la fuente de todo mal: la
realidad del mal es el ser del no-ser que, en definitiva, es la distancia que separa al ser
móvil del Ser Inmóvil. Y como esta distancia es medida por la presencia de la materia,
será ésta el principio de todo mal. Por tanto, antes de que el mal pueda ser remitido a
las acciones humanas, toda realidad, por estar constituida por un principio material,
mutable, está transida esencialmente por la imperfección, por el mal.
La concepción del mal como ser del no-ser (ausencia de plenitud) fue acogida, en
principio, sin dificultades, por la reflexión cristiana, pero integrada en un nuevo
horizonte reflexivo: el horizonte creacional. La pregunta no es ahora por el
movimiento, sino por las condiciones de posibilidad de la existencia de lo existente:
¿por qué algo y no más bien nada? Y frente al recurso maniqueo a un segundo creador
al que poder remitir la realidad del mal, la consideración de este último como no-ser,
como pura negatividad, posibilitó remitir toda la realidad creada a Dios. El mal sería la
expresión evidente de que nada existente es Dios, pero todo lo creado es bueno: es
obra del bondadoso Creador.
«O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede. O puede, pero no
quiere quitarlo. O no puede ni quiere. O puede y quiere. Si quiere y no puede,
es impotente. Si puede y no quiere, no nos ama. Si no quiere ni puede no es ni
el Dios bueno y, además, es impotente. Si puede y quiere (y esto es lo único
que podría salvar a Dios) ¿de dónde viene entonces el mal real y por qué no lo
elimina?»18
18
En realidad, dicha paradoja no nos ha llegado del propio puño y letra de Epicuro, de cuyos
trabajos originales únicamente se conservaron tres cartas y una serie de sentencias —las Máximas
Capitales— transcritas por Diógenes Laercio, pero se le atribuye a él porque en la Antigüedad nadie
parecía tener dudas acerca de su autoría de la paradoja. De hecho, la Paradoja de Epicuro fue citada
en diversas ocasiones por pensadores de siglos posteriores, especialmente en el ámbito del Imperio
Romano. En el siglo I a.C. el poeta Lucrecio la recogió, junto con otras partes del pensamiento
epicúreo, en su obra De rerum natura. Más adelante, en tiempos posteriores a la supuesta existencia
de Jesús, algunos de los primeros apologistas cristianos —muy empeñados en hallar una
contestación a la paradoja— volvieron a citarla, nuevamente poniéndola en boca de
Epicuro. Tertuliano, uno de los primeros “padres de la Iglesia”, citó el argumento en el siglo III d.C.,
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Pues bien, la respuesta es clara: Dios no quiere el mal, ama profundamente todo
lo creado, pero la condición de posibilidad de la creación es, precisamente, crear lo
distinto de Él, crear lo que no-es Dios y, por eso, finitud, contingencia, posibilidad de
mal.
«Noli foras ire, in teipsum reddi, in interiore homine habitat veritas; et si tuam
naturam mutabilem inveneris, transcende et teipsum»19
228
Aunque en la Edad Media el agustinismo radicaliza alguna de esta tesis hasta el
extremo de justificar el pecado y la condenación de los pecadores como elementos
necesarios para la perfección de todo lo creado, el mal siguió siendo conceptuado no
sólo como negatividad, sino sobre todo como posición libre del hombre 23. La
deficiencia de la criatura se aplica sobre todo a su voluntad. Esta tiende por naturaleza
al bien, pero tiene la posibilidad de optar por el mal. Ésta es su grandeza (la libertad
radical que Dios no puede negar sin destruir a la creatura humana) pero al mismo
tiempo su deficiencia. Y si la voluntad puede optar por el mal, de ahí se sigue que
algunos lo harán alguna vez24.
Pero esta perspectiva histórica salvífica tiende a diluirse en cuanto los contenidos
de la fe cristiana comienzan a hacerse problemáticos en la Modernidad. El hombre
moderno, definido como sujeto pensante, sólo alcanza la Realidad Divina después de
un arduo ejercicio de razón. Y sólo desde Ella probará la existencia del mundo, del cual
se espera que tenga una estructura acorde con la necesidad lógica que la ha
demostrado (Descartes). Por ello, los pensadores ilustrados afirmarán una única acción
creadora de Dios al principio de los tiempos, rechazando la posibilidad de
intervenciones de Dios en la historia (milagros) que quiebren la necesidad lógica de las
leyes que rigen la realidad natural (deísmo). La explicación providente del mal se
abandonará y se abre la cuestión del sentido del mal en el origen de la creación: aquí, y
no en la historia o al final de los tiempos, es donde debe plantearse y responderse la
pregunta por el sentido del mal.
23
SANTO TOMÁS, De Malo, q. 1ª ad. 12
24
SANTO TOMÁS, Summa Theol., I, 48, 2c
25
LEIBNIZ, Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal, en Obras
filosóficas, Tomo V, Madrid, & 54
26
Ibid., & 20
27
Ibid., & 31
28
Ibid., & 227
229
Es decir, Dios no ha podido crear un mundo mejor que éste. Ha creado, desde su
potencia absoluta, contemplando todos los posibles, y ha elegido el posible que es
máximum de perfección y que permite lo distinto de Él. Y es precisamente esta
distancia, esta condición de posibilidad de la creatura, la que fundamenta la existencia
del mal. Este mundo, por tanto, es el mejor de los posibles, porque de lo contrario Dios
no lo habría creado29. La creación es revelación de su bondad, pero no puede situarse
más allá de la contradicción lógica (que marca la radical distinción entre lo posible y lo
imposible). El mal no es ahora la negatividad que resta tras una creación de la nada; es
la condición de posibilidad de la creación. Pero sigue siendo negatividad: es algo que
Dios ni crea directamente, ni quiere30, pero que se sigue necesariamente de la decisión
de crear. En definitiva: la creatura no es ni puede ser Dios 31 y, por eso, en el mejor de
los mundos posibles necesariamente hace su aparición el mal.
230
considerado, pues, como el motor del progreso histórico y, por eso, como un
instrumento necesario para que el hombre alcance la justicia, la verdad y el bien.
Por tanto, el «Todo Real», a pesar de las apariencias, es bueno en cuanto apunta a
un bien futuro realizable en la historia. Y, por eso, el dinamismo del Todo real
eliminará el mal de su faz. Es la filosofía de Hegel (y, con matices diversos, de la
derecha y de la izquierda hegeliana) que afirma con rotundidad que el mal sólo puede
ser explicado cuando se comprende su subordinación al deber ser de lo real que se va
realizando progresivamente33. El mal sería pura apariencia. La historia entera consistirá
en la actualización de lo que de modo virtual está contenido al principio de los
tiempos. Al final del proceso, el mal habrá desaparecido y, si esto es así, debe
concluirse que no pertenece formalmente a la realidad, sino al camino que la realidad
debe recorrer para realizar todas sus posibilidades. El mal sigue siendo pura
negatividad pero, ahora, radicalmente justificada: una exigencia lógica derivable de un
mundo en progresiva realización.
La impresión que resulta después de este rápido recorrido histórico y, quizás, por
eso, sin los debidos matices, es que en las explicaciones al problema del mal se
manifiesta una fuerte tendencia a legitimarlo filosófica o teológicamente. Pero,
además, este afán legitimador se olvida de ofrecer motivos suficientes a la persona
humana para, sin negar la presencia del mal (lo que supondría una huida de la
historia), poder enfrentarlo con una esperanza tal que el reconocimiento ineluctable
de dicha presencia no suponga la quiebra de la búsqueda del bien (pérdida de sentido)
que el corazón humano añora.
¿Es posible enfrentar el problema del mal ofreciendo a la vez motivos para
mantener la tensión ética, la búsqueda de excelencia humana? ¿Es posible enfrentar el
mal con una esperanza inquebrantable que no suponga una huida de la historia de los
hombres? ¿Cuál puede ser el fundamento de dicha esperanza inquebrantable?
Pues bien, algunos teólogos judeo-cristianos han tratado de abrir este camino
otorgando al mal una verdadera cualidad ontológica, distinta de la de Dios y de la de
los seres creados. El mal sería una verdadera realidad que se encuentra en combate
con el Buen Dios desde el principio de la creación. El problema es que estas posiciones,
si bien evitan la justificación del mal y afirman a Dios como su enemigo radical,
ofreciendo así un gran aliado para la lucha humana contra él, confirman el dualismo
33
HEGEL, Lecciones de historia de filosofía. Werke, vol. 12, Frankfurt a. M., 1986, p.22
231
mitológico que justamente quiere ser superado, y con radicalidad, por los autores del
relato bíblico de la creación, con la pretensión, precisamente, de afirmar la radical
precedencia del Bien sobre el mal.
Y, por eso, y aunque cause extrañeza en algunos, siempre será necesario recordar
el rico legado que puede ser encontrado en la reflexión socrático/platónica cuando se
lee sin prejuicios y sin posiciones de escuela. Porque ellos fueron los primeros que
enseñaron que el hombre ha de buscar en todo la «excelencia», rebelándose
radicalmente contra la doctrina fatalista con que los «viejos cosmólogos» trataban de
consolar a la persona humana invitando al sometimiento, a la resignación, a la
obediencia servil al ritmo «siempre justo» de los acontecimientos naturales.
Y, sin embargo, segunda propuesta de esta bella tradición, esta radical rebeldía
frente «a lo que hay» no puede concluir en que nada hay ni perfecto, ni imperfecto,
contra sofistas y, también, para la posteridad, contra Nietzsche y la postmodernidad y
contra todo intento de reducir el fundamento de la vida ética a puro consenso; es
decir, esta radical rebeldía no puede concluir en la ausencia de «medida» para la
creatividad humana; no puede concluir, en definitiva, en la ausencia de límite para la
creatividad de la vida, de la conciencia, del decidir humano. Porque «en algún lugar de
lo invisible…la verdadera realidad consiste en Formas inteligibles e incorpóreas.»35 y
porque el por qué de la acción humana pende de esas aparentes certezas que
asumimos, sin el debido examen, como verdad.
34
PLATÓN, Sofista, 246 a
35
Ibid, 246 c
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Y a nosotros que sabemos que el pensamiento sólo puede preservar su integridad
exponiéndose al devenir de la historia, nos tocaría mantener/defender/reformular
esta doble propuesta, es decir, pensar «lo otro del mundo» sin huir a «otro mundo», al
de más allá de la muerte, para que en el mundo, en el nuestro, en el que nos toca vivir,
sea posible seguir buscando en todo la excelencia. Sigamos, pues, pensado por nuestra
cuenta en la «luz» de los «dos grandes» de la tradición filosófica occidental.
Pero, creo, sin exceso de optimismo, que puede afirmarse más. Aun reconociendo
(aunque por sensibilidad y formación me cueste dicho reconocimiento) la existencia en
la historia de eso que ha sido llamado «mal radical», es decir, de ese «mal» que
quiebra la posibilidad de poesía y metafísica (Adorno), de ese mal ante el cual la razón
sólo puede concluir la imposibilidad de su justificación, el vínculo del hombre con el
«bien que debe ser alcanzado» parece innegable. Es la condición de posibilidad de
experimentar sufrimiento, precisamente, ante ese mal que ni siquiera puede ser
pensado; y es, sobre todo, la condición de posibilidad de enfrentar su presencia,
aunque sólo sea con un fuerte grito de impotencia, sin abandonar el camino de la
excelencia. Este vínculo frágil, suave y sutil murmullo, imperceptible a veces por el
estrépito que ocasiona mal, es, por eso, la única empalizada contra la barbarie, la
condición de posibilidad de la vida moral.
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posibilidad de buscar la excelencia. Y esta convicción no nace de una pura lógica
racional, sino de un empirismo radical que descubre en el devenir histórico mujeres y
hombres que, incluso viviendo en situaciones horrorosas engendradas, precisamente,
por el llamado «mal radical», han mantenido su lucha y su búsqueda hasta el final. Su
testimonio, no posiciones de escuela, es la radical premisa que siempre permitirá
investigar, sin huídas de la historia, las condiciones de posibilidad que permiten
mantener con una esperanza inquebrantable la lucha contra el mal36.
Por eso, la sabiduría moral no es ni puede ser en sus fundamentos trato con el ser,
con lo que es, así lo enseñaron los «dos grandes» del pensar occidental, sino,
precisamente, con lo que puede-llegar-a-ser: es sabiduría práctica, es posibilidad de
realización de lo que todavía-no-es y puede-llegar-a-ser por el recto uso de la libertad.
En definitiva, el bien tiene que ser ganado en la vida humana: el bien es siempre «bien
que debe ser alcanzado». Pero difícilmente podría ser buscado para ser alcanzado si
fuese absolutamente ignorado. Es el «estado intermedio» del ser humano que permite
concluir que la disposición al bien es don, regalo, gracia anterior a todo ejercicio de
libertad –es esta la posibilidad, repetimos, de explicar el arrepentimiento, el perdón y
la vida buena-, pero su logro es trabajo, esfuerzo, camino costoso, búsqueda
constante, excelencia humana nunca lograda. (¿Cuál es la razón última de esta
inquietud radical humana? Y ¿quién puede mantener la exigencia de fidelidad que
abre esta tarea interminable? Y ¿quién la esperanza que pueda horadar el cansancio
que impone esta tarea interminable?)
36
Cfr. Fackenheim, E. Reparar el mundo. Sígueme, Salamanca, 2008. pp. 179ss.
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c. El problema del bien/mal fuera del horizonte del ser, pero sin renunciar a
una posible filosofía primera.
Luego las cosas no son ni buenas ni malas. Son. Y sólo en cuanto remiten a lo
distinto-de-sí, en cuanto mantienen su existencia entre otras existencias
constituyéndose, por relación, en posibilidad o imposibilidad, es decir, en condición
para que lo distinto de sí pueda mantenerse en su propio ser aparecen como benéficas
o maléficas. Es claro que ahora hablamos de utilidad/influencia (San Agustín)
engendrada por la interdependencia natural. Es en esta interdependencia, en cuanto
cada existente es tal por su «resistencia» ante lo distinto de sí, donde aparece el
enfrentamiento, la oposición, el conflicto como «condición» de existencia de lo real.
No se trata de maniqueísmo, ni tampoco de maldad intrínseca, sino de la condición
que posibilita a todo existente mantener su propio ser entre los demás seres.
Dejémonos iluminar, otra vez, ahora sin comentarios, por nuestra tradición
filosófica, precisamente, por el texto más antiguo que se nos ha conservado. Figura a
modo de cita en un comentario a la Física de Aristóteles que escribió en Alejandría un
filósofo neoplatónico, Simplicio, posterior en unos mil cien años al autor del
fragmento y dice:
Ahora bien, es evidente, como quedó dicho más arriba, que el problema del mal
no se agota en esta consideración. El hombre no es sólo, como hemos insistido,
existente entre lo existente, cosa entre las cosas, ser (estructura biopsíquica), sino que
puede y, por eso, debe configurar su propio ser desde su querer (libertad),
evidentemente inscrito en las posibilidades de su ser, en su dimensión biopsíquica.
Precisamente aquí reside su carácter moral (moral como estructura): entre las
37
El texto es tomado en GARCÍA-BARÓ, M., De Homero a Sócrates, invitación a la filosofía. Sígueme,
Salamanca, 2004. pp. 21-22. En este libro puede encontrarse un penetrante comentario a la cita
ofrecida. –El subrayado es mío-
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diferentes posibilidades ofrecidas tanto por su propia estructura como por su relación
con lo distinto de sí, cada ser humano tiene que elegir para configurar su propio ser. Es
decir, el acto voluntario humano no remite solamente a la interacción con lo distinto
de sí, a la «resistencia» frente a lo otro para mantenerse en su ser, sino también a una
dimensión radicalmente intransitiva por ser búsqueda de la determinación de lo que
uno quiere ser (contra Espinosa y todo panteísmo determinista y uniformador).
Pues bien, en esta elección entre posibilidades puede acontecer que lo elegido
como bien impida bienes mayores. No es, en este primer momento, elección del mal,
sino la malicia originada por la elección de un bien ignorando su exigencia de remitir a
bienes superiores, pudiéndose dar que éstos últimos queden imposibilitados 38. Es la
elección desordenada.
Malicia que puede ser causa de malignidad, es decir, que puede ser origen de mal,
porque puede inspirar a otras elecciones desordenadas. La malicia, pues, se convierte
en malignidad en el horizonte de lo social y si se instaura como orden social
objetivado, defendido ideológicamente, puede convertirse en maldad, es decir, en
estructura impersonal que dirija hacia el desorden las elecciones de la voluntad (mal
estructural)39.
38
Recordar la posición filosófica de San Agustín.
39
Cfr. KIERKEGAARD, S. El concepto de angustia. Guadarrama, Barcelona, 1984 (sobre todo el cap. III);
cfr. también ZUBIRI, X. Sobre el entendimiento y la volición. Alianza, Madrid, 1992 (sobre todo pp.
256ss.)
40
No se puede identificar el bien con el orden ideal del ser; ni se puede convertir el mal en el
momento de negatividad que supuestamente envuelve toda realidad mudable en el denominado
mundo sensible. El bien, aunque no podrá ser presentado sin más como alternativa al ser, nunca
podrá ser adecuadamente comprendido en el horizonte del ser.
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La felicidad, es decir, el gozo de las posibilidades que la estructura propia y lo
distinto de lo otro de esta estructura ofrecen a cada «yo» remite, pues, a una
autonomía radical que nunca podrá ser negada sin negar, a la vez, la esencia de cada
sujeto humano único, original e irrepetible.
Siendo esto así, se abre una nueva posibilidad para la existencia del mal en la
historia humana, quizá origen de eso que se ha llamado «mal radical». La fuerte
exigencia de la autonomía personal puede generar la creencia de que todo lo distinto
de ella (lo otro; los otros; y el Otro) está única y exclusivamente al servicio de la
propia configuración. Entonces, tal proyecto exigiría dominar, poner al servicio del
proyecto propio, con el máximo poder, lo distinto de sí, la alteridad. Es decir, convertir
la alteridad en mismidad. Quizá el hombre tenga derecho a ejercer un total dominio
sobre las cosas, aunque ya somos muchos los que exigimos una reflexión adecuada
sobre esta creencia: problema ecológico – ética ecológica. Pero lo evidente es que la
persona humana no debe (mandamiento: no matarás) ejercer dicho poderío sobre las
demás personas porque, quedó dicho más arriba, nadie puede imponer a otros su
modo de ser feliz. Por tanto, la fuerte exigencia de la autonomía tiene una «radical
medida»: el respeto a la radical autonomía del otro que es posibilidad de
hospedar/alentar su proyecto de felicidad.
Habría, pues, una decisión expresa por el mal, que podríamos llamar necrófila
porque es búsqueda de la muerte de los demás: «comerse al otro», cuando,
precisamente, se proyecta, en nombre de la autonomía propia, el intento de ejercer el
propio señorío sobre los demás. Por eso, nadie puede ser señor de nadie y a nadie
humano le corresponde el nombre de «señor de los demás». Y el cumplimiento de este
radical mandato exige que la «voz del otro» resuene en la autonomía personal
(diálogo) para que las diferencias que se derivan de la esencia única, original e
irrepetible que define a cada sujeto sean posibilidades, no de uniformismo, sino de
verdadera comunidad.
No eres dueño de la ciencia del bien y del mal, por eso, no intentes ser señor de
nadie y busca siempre con los otros, hospedando en tu proyecto de felicidad su
«rostro», el camino de la excelencia de tu ser personal. He aquí el contenido del frágil y
suave murmullo que el Bien no deja de repetir en el corazón humano, sin vocear, sin
estridencias, pero con la suficiente fuerza para que nadie pueda acallarlo, para que
nadie pueda romper el vínculo con la Bondad. He aquí la «medida» para el quehacer
electivo humano.
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maldad les retiró su derecho a la presencia, su derecho a hablar. Porque el «otro sin
voz» me critica sin piedad al recordarme que mi quehacer electivo, mientras exista
uno y solamente un «otro sin voz», soporta la anónima maldad; ese mal
humanamente irreparable porque parece causado sin remitir a responsabilidad
personal alguna, por eso, difícil de discernir y aceptar; pero que, sin embargo, roba
presencia y voz a muchos, a innumerables «rostros».
Y, por eso, la herida que causa en la vida humana «el otro sin voz»: el pobre, el
hambriento, el huérfano, la viuda… (Levinas) será siempre camino de salvación porque
siempre encarnará la exigencia absoluta de la lucha contra el mal, la exigencia absoluta
que desvela el radical Misterio que habita en la autonomía personal.
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Pero antes, recuperemos la verdad que se encarna en el inadmisible dualismo
metafísico (gnosis: maniqueísmo) para, desde ella, intentar fijar con claridad la
posición que hemos mantenido a lo largo de todo el curso reflexivo, con la pretensión
de resituar en la situación cultural actual la tarea de la responsabilidad, camino de
excelencia en la vida cotidiana.
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aquél que tiene que vivir consciente y responsablemente en un mundo que ya no es
κόσμος: la persona humana se experimenta así apátrida, arrojada en un lugar que no
es el suyo, víctima de una caída originaria.
En esta perspectiva el hombre, con la tierra bajo sus pies y la cúpula del cielo
sobre su cabeza, no puede imaginar que la vida sea una excepción, un fenómeno
secundario del universo. «Panvitalismo» o «pampsiquismo», todo lleno de vida, era la
manera de situarse el hombre entre las cosas. Y, por eso, en este modo de situarse, la
muerte es el enigma que debe ser explicado: la muerte, el perturbador evento que
debe ser enfrentado.
Y, por eso, la muerte debe ser explicada desde la realidad de verdad, es decir,
desde la vida. La pregunta que la muerte abre se dirige, así, tanto hacía el pasado
240
como hacia el futuro: ¿cómo y por qué ha entrado la muerte en un mundo que es todo
él vida? ¿Hacía qué vida conduce la muerte, dado que todo cuanto es necesariamente
es vida? Y las respuestas abren esas bellas creaciones que son los mitos, las religiones y
sus diferentes ritos.
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de vida se convierte en lo cognoscible por excelencia, en el fundamento explicativo de
todo; y, en consecuencia, la existencia de la vida en ese universo inerte y mecánico es
lo que exige explicación; y esa explicación debe realizarse, para que sea verdadera, con
los conceptos que definen lo inerte.
La vida es ahora:
cuantitativamente, una nimiedad en la inmensidad de la materia
cósmica;
cualitativamente, una excepción a las leyes universales de lo real;
y en referencia al conocimiento, lo inexplicable en el marco de la
universal explicabilidad de la naturaleza física.
Que haya vida, y cómo es posible algo así en un mundo de mera materia, es ahora
el problema fundamental del pensamiento.
Pero observemos que también aquí acontece el choque que abre el espíritu
inquisitivo humano, esa colisión entre una fuerte convicción, el panmecanicismo, y un
hecho que se niega a someterse: el raro caso de la vida.
Es decir, considerar la vida como problema quiere decir para el hombre moderno
reconocer su índole extraña respecto al mundo mecánico. Y explicarla, por eso,
quiere decir, como acontecía antes con la muerte en el pensamiento primitivo,
negarla; convertirla en una variante de las posibilidades de lo carente de vida, de lo
inerte.
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Antes, en ese estadio de la historia humana que hemos llamado pensamiento
primitivo, la pretensión intelectual era interpretar lo inerte, lo aparentemente carente
de vida, a la luz de la vida, vislumbrando incluso la muerte como un paso más de la
vida. En la modernidad, la vida sentiente y dotada de tendencias, debe ser
interpretada desde lo inerte, es decir, debe ser considerada como una sutil máscara de
la materia inerte. Por eso decíamos anteriormente que para la modernidad lo
comprensible no es la vida, sino lo inerte, la muerte.
Dicho bruscamente: sólo con la muerte deja de ser misterioso el cuerpo vivo. Sólo
con la muerte la vida abandona el enigmático y poco ortodoxo comportamiento y
regresa al inequívoco y cognoscible mundo de lo real, cuyas leyes universales
traducibles en números y figuras constituyen el canon de lo verdadero. El pensamiento
moderno está, por tanto, bajo el dominio ontológico de lo inerte, de la muerte. Y la
única salida a tal situación es volver a un gnosticismo de nuevo cuño (¿será esta la
razón de eso que se ha llamado «retorno de lo religioso»?). Es Descartes y la necesidad
de recuperar y defender la posición ontológica que más ha dominado en la historia
espiritual de la humanidad: el dualismo ontológico. Posición filosófica que debe ser
radicalmente criticada pero sin desechar la gran verdad, la reflexionaremos más
adelante, que nos ofrece: la experiencia de finitud humana abre la evidencia de la
presencia de lo Infinito en la vida. Es decir, lo Infinito no puede ser nunca considerado,
sin más como una proyección psicológica del ser que se siente finito. Porque la
vivencia de la finitud sólo puede ser explicada si de alguna manera se ha realizado la
experiencia de lo Infinito (sea la esencia de lo Infinito lo que fuere).
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vida y ser, entre conciencia viva y materia inerte y muda.
Por tanto, la posición moderna es más dura que la hostilidad gnóstica hacia el
Universo: el hombre moderno no cree ser de otro mundo; es de este mundo; pero no
puede explicarse desde él sino negándose (reduciéndose a materia inerte) o
afirmándose «sobrenaturalmente» (Infinito; superhombre; paraísos utópicos), es decir,
afirmándose contra lo natural; obligación, si la afirmación es real, de dominio, poder,
sometimiento de todo lo que no es él (tecnociencia).
Se abre, así, una doble problemática que pone en juego no sólo una definición
adecuada de persona humana, sino la superación de esa escisión que quiebra toda
posibilidad de responsabilidad porque:
las leyes naturales serían insalvables (sometimiento a lo inerte: resignación
estoica);
porque si fueran salvables el hombre se convertiría en la medida de todas
las cosas (no tendría que responder ante nadie: otra vez Protágoras y el
lema que tantas veces hemos pensado: ¿todo lo técnicamente posible es
éticamente realizable?);
porque si fueran salvables, y el hombre no fuera la media de todas las
cosas, su vida quedaría definida por lo sobrenatural, heteronomía
irreconciliable con su condición de ser único, original e irrepetible (Kant).
Comencemos por las respuestas que nos son conocidas. Sabemos que el
mecanicismo/determinismo es insostenible (Popper; Kuhn; Lakatos; Feyerabend;
Toulmin). Y sabemos, también, que lo natural debe ser explicado de tal manera que
posibilite la emergencia de la vida (Darwin; Oparin; Miller). Es decir, la posición
moderna no puede ser mantenida.
244
supone, pues, que lo Natural en cuanto fundamento de posibilidad de la vida es
actualmente radical responsabilidad humana (ética ecológica).
Por eso, sí se trata de partir de un principio que creo que puede ser admitido
universalmente (anterior a la posible discusión sobre lo Incondicionado como
posibilidad de fundamentar la responsabilidad moral): formular con claridad lo que no
queremos, es decir, lo que debe ser evitado porque es mal y luchar contra ello, para
dejar paso a la revelación sigilosa del Bien en la vida humana y, entonces, ir generando
principios que inviten a su protección remitidos siempre a esa progresiva revelación y,
por eso, abiertos a progresivas reformulaciones.
Esta sabiduría práctica, que no puede aspirar más que a ser un saber probable
(como toda sabiduría práctica: Aristóteles), además de estar en consonancia con la
sabiduría científica actual (probabilidad), es suficiente para fundamentar la acción
moral siempre que no pierda la capacidad de rastrear y luchar contra la presencia del
mal.
245
partía de principios que consideraba, por evidentes, inmutables y que después
aplicaba con prudencia a cada situación concreta de la vida humana. La alternativa que
se propone es partir de las experiencias de mal (sin buscar justificaciones ideológicas;
asumiendo con seriedad su presencia) y, en la lucha contra él, hacer posible que se
abra camino la revelación sigilosa del Bien.
La pregunta que abre esta última posición la conocemos por nuestro enraizamiento
en la filosofía de Sócrates-Platón: ¿cómo buscar aquello que ignoramos, si lo
ignoramos? ¿Por qué buscar aquello que ya conocemos, si lo conocemos? Por eso, el
Bien debe gozar de la paradójica propiedad de ser experimentado como presencia
ausente, como presencia distante, como presencia que invita a seguir el camino que su
revelación abre (Imperativo no manipulable: pasividad que espera manifestación).
Inquietud radical («deseo», no «necesidad») que caracterizará siempre la vida de la
persona que asume las exigencias de la responsabilidad.
E inquietud que permite afirmar con radicalidad que el Bien, por no ser poseído,
nunca podrá ser medido por la persona humana (subjetivismo; utilitarismo), sino que
será siempre la «medida», el «canon» que guía (imperativo, mandato incondicionado)
toda buena voluntad. Es el problema de la espiritualidad humana, el problema de lo
divino.
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