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A 40 AÑOS: ¿QUÉ ÉTICA NECESITAMOS PARA ENSEÑAR LA

HISTORIA POLÍTICA RECIENTE?

Por Martín De la Ravanal G.

Profesor de ética y filosofía política.

Indiferente de la vereda política en la que usted pretenda estar, es


imposible desconocer que el once de septiembre de 1973 cambió
dramáticamente la relación entre los ciudadanos, el estado y la política. El
golpe militar y la represión posterior se esmeró en recordar a ciertos
ciudadanos que no todas las ideas y posturas ideológicas son legítimas a
los ojos de los guardianes del estado, y que la democracia siempre puede
clausurarse y coartarse en nombre de un principio más alto y necesario (la
unidad social, la patria, la moral, la soberanía, la libertad de mercado, la
estabilidad, etc.) principio habitualmente erigido contra otro de signo
opuesto, considerado un “enemigo” enquistado en el corazón de una
comunidad antes pura, y luego contaminada (la revolución marxista, la
influencia soviética, el fin de la propiedad privada, la lucha de clases, la
polarización ideológica etc.).

Atrapada la convivencia democrática entre principios absolutos, cierta


parte de la población prefirió privilegiar a uno de estos principios y
convertir a los defensores de la razón opuesta no en adversarios políticos
sino en enemigos absolutos de la patria. “Absoluto” quiso significar entrar
en la lógica de la guerra, en la racionalización excesiva y demencial del
ellos o nosotros. No hubo (¿podía haberlo?) restablecimiento del equilibrio
perdido, sino la radicalización profunda de una revolución autoritaria en
clave de guerra interna que culminó en la institución del ordenamiento
económico – social – político que hoy nos enmarca. El nosotros golpista no
buscó una victoria meramente simbólica sino visceralmente real: quiso
crear un núcleo de institucionalidad “dura” inscrito en lo profundo de
nuestra convivencia, para hacer pedazos todo futuro sueño y proyecto
revolucionario de izquierda.

El lugar donde se desplegó la lógica represiva del estado, y de los poderes


civiles y económicos tras suyo, fue el cuerpo de los opositores y rebeldes al
régimen. Tras el diagnóstico de una democracia que había perdido la paz
cívica, el orden y el respeto entre los ciudadanos, se explicó la acción
militar bajo metáforas médicas y religiosas que justificaron prácticamente
todo: cura/enfermedad, extirpación/cáncer, salvación/perdición,
armonía/caos, defensa/infección, fractura institucional/reconstrucción
nacional, etc. Bajo la férrea clasificación binaria de la racionalización
militar, la “insostenible” sobreideologización y politización de la sociedad
sólo pudo ser tratada bajo las estrategias de la exclusión, la muerte y la
desaparición: clasificar a una parte de la población como “enemigos” cuyo
trato debía ser radical, no requiriendo condiciones mínimas de
humanidad.

Ese cuerpo torturado, encarcelado, humillado, y hecho desaparecer, fue la


diana a la que apuntó la violencia organizada desde el estado, ensañada
contra quienes osaron cuestionar el nuevo principio rector de la vitalidad
administrativa y económica del estado. La salida militar a la polarización
social, al conflicto desbordado, a la división interna, consistió en afirmar la
unidad, el orden y la tranquilidad a costa de perseguir, excluir y maltratar
el cuerpo de algunos “enemigos”, cuyas ideas y acciones se transformaron
en una amenaza contra las nuevas bases fundacionales de chile: La Patria,
la ley, el orden, el libre mercado, la paz social, etc. El mundo cotidiano y la
sociedad civil no sólo resultaron administrados y reprimidos desde el
estado sino transformados por el miedo y el terror hasta su núcleo
subjetivo más profundo siendo una masa especialmente apta para la
implantación de las nuevas ideas libremercadistas, individualistas y
consumistas a ultranza. Se instaló un relato que culpó a la política por el
desastre institucional, y en nombre de la correcta gestión de los asuntos
del estado, se anestesió y neutralizó la democracia, acusada de desmesura
y caos.

Quizás donde más se proscribió la política, en nombre de esta necesidad


mayor, fue en la escuela. En ella se dejó de hablar de política, se empezó a
temer nombrar ciertas ideas, se evitó discutir y debatir sobre la realidad
para evitar, a su vez, expresar el sentimiento de conflicto y el deseo de
oponerse a un determinado orden de cosas en lo institucional. Se consumó
la instalación de esa educación ochentera, antipolítica y antidemocrática,
concentrada en la mera repetición de contenidos, carente de espacios de
reflexión, imaginación y crítica, desconectada de la realidad y la historia,
silente sobre un presente doloroso y atemorizante. La escuela negó sus
raíces en la sociedad, y quedó como un espacio y saber desarraigado, una
educación funcionalizada a las orientaciones ideológicas estatales, que
luego sería acoplada a los imperativos del mercado laboral.
El plan de saneamiento social del Régimen Militar consistió en prevenir en
las escuelas una supuesta “ideologización” de los estudiantes por parte de
ciertos profesores, resguardando a la inocente juventud de un peligroso
adoctrinamiento en torno a ciertas posturas y opciones valorativas
contrarias a los discursos dominantes considerados aceptables y
correctos. Para ello era mejor, entonces, no dejar espacio a la política, ya
fuera en las directivas escolares, en los centros de estudiantes, en los
manuales escolares o en las organizaciones gremiales. La escuela
autoritaria, custodiada por los guardianes correctos dotados de las ideas
correctas (directores, rectores, curas, apoderados influyentes, sostenedores
etc.) no hizo sino alejar más aún a los jóvenes de la sociedad y del estado.
Por esa razón es que es realmente profética la demanda secundaria y
estudiantil por mayor acceso, participación, igualdad y control ciudadano
sobre el sistema educativo, pues es desde esa misma escuela antes
reprimida y acallada, donde se ha ido apelando a la democracia auténtica
y se ha intentado despabilar, a veces con mucha frustración, a
ciudadanos y partidos políticos de su letargo institucional.

El lema, tan escuchado en la época dictatorial, que decía “en la mesa no se


habla de política ni de religión” se extendió a las aulas, reuniones de
apoderados, y a la sala de profesores. Para un profesor, hablar de política
con un joven era exponerse como trabajador, y, principalmente, era dañar
al estudiante como persona, enturbiando un proceso que no podía ni debía
tener una dimensión política. Pero, ¿Cómo es posible afirmar que la
educación no tiene una dimensión política? ¿Cómo puede ser que se
eduque a alguien haciendo abstracción de la realidad social, política y
económica que le rodea y en la que se haya inmerso? ¿Cómo no ver que la
educación, en todas sus formas, tiene características políticas (la decisión,
la autoridad, la libertad, los límites, el poder, los derechos) no sólo
entendida como espacio de convivencia, sino como forma de enfrentar el
saber, como ética del conocimiento, y como adopción (a veces oculta e
implícita) de posturas políticas y preferencias valóricas desde la selección
curricular?.

La supuesta neutralidad ideológica del docente fue justificada en su


formación profesional, en su obediencia institucional, en la cientificidad de
las nuevas metodologías (la prueba estandarizada, la medición estadística,
el guarismo del rendimiento, el diseño racional y objetivo del proceso, etc.),
pero la verdad es que dicha despolitización se aseguró, realmente,
mediante el miedo (a perder su trabajo, a ser sindicado como agitador, a
introducir el conflicto, etc.) Pero, no hay metodología ni didáctica que
enseñe a cercenar lo que es una dimensión constitutiva de cada uno; sus
valores y opciones políticas. Tanto lo ético, lo histórico y lo político, sobre
todo cuando son controversiales, requieren que los abordemos desde una
aceptación de la diferencia, la pluralidad y la disputa que constituyen la
esencia de la vida política. Si no lo hacemos, brotarán éstas por si solas,
como las flores o los cánceres.

Nada mejor que preservar un espacio donde la diferencia es posible, pero


junto con ello, al mismo tiempo, el cuestionamiento reflexivo de la propia
posición y la de mi oponente, en medio de una realidad de la que se habla,
se siente y se piensa, con toda franqueza y honestidad. No se trata
entonces de la construcción de una paz hipócrita o de acuerdos
pragmáticos, sino de enfrentarnos como sociedad con las armas de las
palabras, los hechos, y la razón, con la esperanza de que se estén dando
las condiciones para un verdadero juicio ético y ciudadano de la historia
reciente, y no un cómodo empate o negociación conveniente para el futuro.
Hemos entendido que la paz del futuro no puede pasar por negar y
denostar la política, o por reprimir las perspectivas en plaza en nombre de
uno u otro fundamento absolutizado.

Incluso hoy, a cuarenta años de ocurrido, resulta incómodo para algunos


docentes hablar con sus estudiantes sobre lo que pasó en Chile ese
septiembre. ¿Cómo hablar de eso sin prejuiciar, izquierdizando o
derechizando, a estudiantes que se suponen (erróneamente) “apolíticos”
por esencia? ¿Cómo no afectar u alterar las visiones trabajosamente
inculcadas en los jóvenes por sus familias, para conservar ciertas visiones
y tradiciones políticas consideradas como válidas? ¿Cómo no rebrotar los
odios y resquemores que se permitieron en la democracia de antaño, y que
llevaron a esta ruptura y grieta institucional que tanto sufrimiento nos
causó?....

No es posible dar recetas exactas, absolutas y objetivas. Quien pretenda


establecer una verdad axiomática al respecto está destinado a fracasar o a
imponerla. El diálogo, la apertura, la tolerancia, la comprensión, el hablar
sincero, libre y veraz, constituyen un punto de partida que nunca tendrá,
al final del camino, un producto elaborado y listo para ser puesto a
eternidad en un pedestal. Esto siempre será una construcción infinita, un
aprendizaje colectivo e histórico, que tiene un supuesto de base: debemos
acostumbrarnos a descentrar, intercambiar y ampliar nuestros puntos de
vista lo máximo posible, en medio de una sociedad que habla y dialoga
entre sí y que procura, como mínimo, la mantención de ese espacio y ágora
democrática necesaria para la existencia de un diálogo social. Y el
compromiso con esta vida democrática implica, necesariamente, la firmeza
del estado democrático respecto de su voluntad de verdad y justicia ante
los horrores cometidos, el respeto sin condiciones y, a todos niveles, de los
derechos de la persona humana, y una ética radical del cuidado del Otro.

Sólo podremos abordar nuestros onces de septiembres (los de la


izquierda y los de derecha) si lo hacemos democráticamente, con verdadera
dignidad, igualdad y libertad para todos (no sólo para los pocos ricos e
influyentes) es decir, con un compromiso valórico intenso por los derechos
humanos y por el fuerte deseo de participar en una ciudadanía cada vez
mas ampliada y reflexiva.

Si no puede haber relativismos a la hora de defender la igualdad y la


libertad como derechos constitutivos de toda comunidad política justa,
menos podemos zanjar la historia a costa de negar que el valor de la vida y
dignidad humana son absolutamente universales, y que no conocen
diferencias políticas, ideológicas o económicas. No puede haber empate
moral ante los torturados, los asesinados, los desaparecidos, los
perseguidos por el estado. Ninguna unidad nacional, polarización social,
libertad económica, estabilidad social, defensa de la propiedad privada,
justifica tratar a los opositores y rebeldes al régimen como “humanoides” y
“enemigos de la patria” que no tienen derecho al respeto de su vida, a un
trato digno, o a un juicio justo y público. Este Otro del que se trata, no es
otro principio rector que vuela por lo alto, y que sirve de excusa para
nuevas exclusiones y atropellos. Es la humanidad concreta y directa, el
Rostro que a diario me interpela y que demanda el respeto de su vida y
dignidad sin condiciones ni negociaciones. La educación democrática del
futuro debería empezar por asentarse sobre estos principios, tanto en su
hablar como en su quehacer diario.

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