Indiferente de la vereda política en la que usted pretenda estar, es
imposible desconocer que el once de septiembre de 1973 cambió dramáticamente la relación entre los ciudadanos, el estado y la política. El golpe militar y la represión posterior se esmeró en recordar a ciertos ciudadanos que no todas las ideas y posturas ideológicas son legítimas a los ojos de los guardianes del estado, y que la democracia siempre puede clausurarse y coartarse en nombre de un principio más alto y necesario (la unidad social, la patria, la moral, la soberanía, la libertad de mercado, la estabilidad, etc.) principio habitualmente erigido contra otro de signo opuesto, considerado un “enemigo” enquistado en el corazón de una comunidad antes pura, y luego contaminada (la revolución marxista, la influencia soviética, el fin de la propiedad privada, la lucha de clases, la polarización ideológica etc.).
Atrapada la convivencia democrática entre principios absolutos, cierta
parte de la población prefirió privilegiar a uno de estos principios y convertir a los defensores de la razón opuesta no en adversarios políticos sino en enemigos absolutos de la patria. “Absoluto” quiso significar entrar en la lógica de la guerra, en la racionalización excesiva y demencial del ellos o nosotros. No hubo (¿podía haberlo?) restablecimiento del equilibrio perdido, sino la radicalización profunda de una revolución autoritaria en clave de guerra interna que culminó en la institución del ordenamiento económico – social – político que hoy nos enmarca. El nosotros golpista no buscó una victoria meramente simbólica sino visceralmente real: quiso crear un núcleo de institucionalidad “dura” inscrito en lo profundo de nuestra convivencia, para hacer pedazos todo futuro sueño y proyecto revolucionario de izquierda.
El lugar donde se desplegó la lógica represiva del estado, y de los poderes
civiles y económicos tras suyo, fue el cuerpo de los opositores y rebeldes al régimen. Tras el diagnóstico de una democracia que había perdido la paz cívica, el orden y el respeto entre los ciudadanos, se explicó la acción militar bajo metáforas médicas y religiosas que justificaron prácticamente todo: cura/enfermedad, extirpación/cáncer, salvación/perdición, armonía/caos, defensa/infección, fractura institucional/reconstrucción nacional, etc. Bajo la férrea clasificación binaria de la racionalización militar, la “insostenible” sobreideologización y politización de la sociedad sólo pudo ser tratada bajo las estrategias de la exclusión, la muerte y la desaparición: clasificar a una parte de la población como “enemigos” cuyo trato debía ser radical, no requiriendo condiciones mínimas de humanidad.
Ese cuerpo torturado, encarcelado, humillado, y hecho desaparecer, fue la
diana a la que apuntó la violencia organizada desde el estado, ensañada contra quienes osaron cuestionar el nuevo principio rector de la vitalidad administrativa y económica del estado. La salida militar a la polarización social, al conflicto desbordado, a la división interna, consistió en afirmar la unidad, el orden y la tranquilidad a costa de perseguir, excluir y maltratar el cuerpo de algunos “enemigos”, cuyas ideas y acciones se transformaron en una amenaza contra las nuevas bases fundacionales de chile: La Patria, la ley, el orden, el libre mercado, la paz social, etc. El mundo cotidiano y la sociedad civil no sólo resultaron administrados y reprimidos desde el estado sino transformados por el miedo y el terror hasta su núcleo subjetivo más profundo siendo una masa especialmente apta para la implantación de las nuevas ideas libremercadistas, individualistas y consumistas a ultranza. Se instaló un relato que culpó a la política por el desastre institucional, y en nombre de la correcta gestión de los asuntos del estado, se anestesió y neutralizó la democracia, acusada de desmesura y caos.
Quizás donde más se proscribió la política, en nombre de esta necesidad
mayor, fue en la escuela. En ella se dejó de hablar de política, se empezó a temer nombrar ciertas ideas, se evitó discutir y debatir sobre la realidad para evitar, a su vez, expresar el sentimiento de conflicto y el deseo de oponerse a un determinado orden de cosas en lo institucional. Se consumó la instalación de esa educación ochentera, antipolítica y antidemocrática, concentrada en la mera repetición de contenidos, carente de espacios de reflexión, imaginación y crítica, desconectada de la realidad y la historia, silente sobre un presente doloroso y atemorizante. La escuela negó sus raíces en la sociedad, y quedó como un espacio y saber desarraigado, una educación funcionalizada a las orientaciones ideológicas estatales, que luego sería acoplada a los imperativos del mercado laboral. El plan de saneamiento social del Régimen Militar consistió en prevenir en las escuelas una supuesta “ideologización” de los estudiantes por parte de ciertos profesores, resguardando a la inocente juventud de un peligroso adoctrinamiento en torno a ciertas posturas y opciones valorativas contrarias a los discursos dominantes considerados aceptables y correctos. Para ello era mejor, entonces, no dejar espacio a la política, ya fuera en las directivas escolares, en los centros de estudiantes, en los manuales escolares o en las organizaciones gremiales. La escuela autoritaria, custodiada por los guardianes correctos dotados de las ideas correctas (directores, rectores, curas, apoderados influyentes, sostenedores etc.) no hizo sino alejar más aún a los jóvenes de la sociedad y del estado. Por esa razón es que es realmente profética la demanda secundaria y estudiantil por mayor acceso, participación, igualdad y control ciudadano sobre el sistema educativo, pues es desde esa misma escuela antes reprimida y acallada, donde se ha ido apelando a la democracia auténtica y se ha intentado despabilar, a veces con mucha frustración, a ciudadanos y partidos políticos de su letargo institucional.
El lema, tan escuchado en la época dictatorial, que decía “en la mesa no se
habla de política ni de religión” se extendió a las aulas, reuniones de apoderados, y a la sala de profesores. Para un profesor, hablar de política con un joven era exponerse como trabajador, y, principalmente, era dañar al estudiante como persona, enturbiando un proceso que no podía ni debía tener una dimensión política. Pero, ¿Cómo es posible afirmar que la educación no tiene una dimensión política? ¿Cómo puede ser que se eduque a alguien haciendo abstracción de la realidad social, política y económica que le rodea y en la que se haya inmerso? ¿Cómo no ver que la educación, en todas sus formas, tiene características políticas (la decisión, la autoridad, la libertad, los límites, el poder, los derechos) no sólo entendida como espacio de convivencia, sino como forma de enfrentar el saber, como ética del conocimiento, y como adopción (a veces oculta e implícita) de posturas políticas y preferencias valóricas desde la selección curricular?.
La supuesta neutralidad ideológica del docente fue justificada en su
formación profesional, en su obediencia institucional, en la cientificidad de las nuevas metodologías (la prueba estandarizada, la medición estadística, el guarismo del rendimiento, el diseño racional y objetivo del proceso, etc.), pero la verdad es que dicha despolitización se aseguró, realmente, mediante el miedo (a perder su trabajo, a ser sindicado como agitador, a introducir el conflicto, etc.) Pero, no hay metodología ni didáctica que enseñe a cercenar lo que es una dimensión constitutiva de cada uno; sus valores y opciones políticas. Tanto lo ético, lo histórico y lo político, sobre todo cuando son controversiales, requieren que los abordemos desde una aceptación de la diferencia, la pluralidad y la disputa que constituyen la esencia de la vida política. Si no lo hacemos, brotarán éstas por si solas, como las flores o los cánceres.
Nada mejor que preservar un espacio donde la diferencia es posible, pero
junto con ello, al mismo tiempo, el cuestionamiento reflexivo de la propia posición y la de mi oponente, en medio de una realidad de la que se habla, se siente y se piensa, con toda franqueza y honestidad. No se trata entonces de la construcción de una paz hipócrita o de acuerdos pragmáticos, sino de enfrentarnos como sociedad con las armas de las palabras, los hechos, y la razón, con la esperanza de que se estén dando las condiciones para un verdadero juicio ético y ciudadano de la historia reciente, y no un cómodo empate o negociación conveniente para el futuro. Hemos entendido que la paz del futuro no puede pasar por negar y denostar la política, o por reprimir las perspectivas en plaza en nombre de uno u otro fundamento absolutizado.
Incluso hoy, a cuarenta años de ocurrido, resulta incómodo para algunos
docentes hablar con sus estudiantes sobre lo que pasó en Chile ese septiembre. ¿Cómo hablar de eso sin prejuiciar, izquierdizando o derechizando, a estudiantes que se suponen (erróneamente) “apolíticos” por esencia? ¿Cómo no afectar u alterar las visiones trabajosamente inculcadas en los jóvenes por sus familias, para conservar ciertas visiones y tradiciones políticas consideradas como válidas? ¿Cómo no rebrotar los odios y resquemores que se permitieron en la democracia de antaño, y que llevaron a esta ruptura y grieta institucional que tanto sufrimiento nos causó?....
No es posible dar recetas exactas, absolutas y objetivas. Quien pretenda
establecer una verdad axiomática al respecto está destinado a fracasar o a imponerla. El diálogo, la apertura, la tolerancia, la comprensión, el hablar sincero, libre y veraz, constituyen un punto de partida que nunca tendrá, al final del camino, un producto elaborado y listo para ser puesto a eternidad en un pedestal. Esto siempre será una construcción infinita, un aprendizaje colectivo e histórico, que tiene un supuesto de base: debemos acostumbrarnos a descentrar, intercambiar y ampliar nuestros puntos de vista lo máximo posible, en medio de una sociedad que habla y dialoga entre sí y que procura, como mínimo, la mantención de ese espacio y ágora democrática necesaria para la existencia de un diálogo social. Y el compromiso con esta vida democrática implica, necesariamente, la firmeza del estado democrático respecto de su voluntad de verdad y justicia ante los horrores cometidos, el respeto sin condiciones y, a todos niveles, de los derechos de la persona humana, y una ética radical del cuidado del Otro.
Sólo podremos abordar nuestros onces de septiembres (los de la
izquierda y los de derecha) si lo hacemos democráticamente, con verdadera dignidad, igualdad y libertad para todos (no sólo para los pocos ricos e influyentes) es decir, con un compromiso valórico intenso por los derechos humanos y por el fuerte deseo de participar en una ciudadanía cada vez mas ampliada y reflexiva.
Si no puede haber relativismos a la hora de defender la igualdad y la
libertad como derechos constitutivos de toda comunidad política justa, menos podemos zanjar la historia a costa de negar que el valor de la vida y dignidad humana son absolutamente universales, y que no conocen diferencias políticas, ideológicas o económicas. No puede haber empate moral ante los torturados, los asesinados, los desaparecidos, los perseguidos por el estado. Ninguna unidad nacional, polarización social, libertad económica, estabilidad social, defensa de la propiedad privada, justifica tratar a los opositores y rebeldes al régimen como “humanoides” y “enemigos de la patria” que no tienen derecho al respeto de su vida, a un trato digno, o a un juicio justo y público. Este Otro del que se trata, no es otro principio rector que vuela por lo alto, y que sirve de excusa para nuevas exclusiones y atropellos. Es la humanidad concreta y directa, el Rostro que a diario me interpela y que demanda el respeto de su vida y dignidad sin condiciones ni negociaciones. La educación democrática del futuro debería empezar por asentarse sobre estos principios, tanto en su hablar como en su quehacer diario.
Educación, interculturalidad, cultura y salud en el Perú: Derechos vulnerados de las mujeres y pueblos indígenas - Vilma Rodríguez Chihuán (documento presentado ante el Relator Especial de la Naciones Unidas a través de la Mesa de Interculturalidad y Pueblos Originarios del Congreso de la República el 6 de octubre de 2008)