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ENTRE MATURÍN Y MUÑOZ

El historiador y cronista venezolano, Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), fue uno de


los personajes que se dedicó a estudiar el origen del nombre de las esquinas de Caracas.
Llegó a expresar que la historia de la conformación de la ciudad podía leerse por medio
de los nombres de calles y esquinas. También, indicó que las epidemias, plagas y otros
flagelos habían ocupado un lugar destacado en el desarrollo de la capital de Venezuela.
Como ejemplo citó el caso de la ermita de San Sebastián edificada como estructura para
contrarrestar los ataques de los indios y la de San Mauricio a la plaga de Langosta. El
templo de San pablo debió su edificación a la viruela y el de Santa Rosalía al vomito
negro. Las constantes sequías constriñeron a la invocación de Nuestra Señora de
Copacabana, los terremotos, a la Virgen del Rosario y de las Mercedes. El imperativo
para la construcción de fuertes de defensa quedó dibujado en las esquinas de Reducto,
Garita y Luneta.

Es necesario indicar que Núñez salió de su Valencia natal hacia la ciudad de Caracas
para desarrollar estudios de medicina en la Universidad Central de Venezuela. También,
llegó con la intención de cultivar el periodismo. A lo largo de su vida ejerció una
diversidad de actividades, sin dejar a un lado su gran pasión, practicar la escritura. En
Diccionario Enciclopédico de las letras de América Latina se hace referencia a él como
pensador, escritor de la diaria tarea periodística y de la crónica sugestiva y trascendente.
También, se le reconoce como filósofo de sigilosa y circunspecta obra, intérprete de la
historia, cuentista y novelista.

Entre su vasta obra la crónica ocupó un lugar relevante. Sus crónicas fueron publicadas
en medios impresos como: El Imparcial, El Nuevo Diario, El Universal, El Heraldo y
El Nacional. Sus crónicas muestran una gran densidad de pensamiento, a pesar de su
sobriedad, tal como quedó plasmado en Bajo el Samán (1963). Sus crónicas acerca de la
ciudad de Caracas son fiel demostración de la profundidad de sus planteamientos, la
erudición histórica y la capacidad de relacionar sucesos con el entorno físico. La ciudad
de los techos rojos (1947) así lo demuestran y revelan la preocupación por encontrar los
entresijos de historias particulares.

Durante los primeros años de implantación de la sociedad moldeada por los españoles
existían veinticuatro manzanas, delineadas en forma de cuadrilátero o damero. La
conocida esquina de Maturín evoca la instalación de un asentamiento humano cerca de
un cauce hídrico que, no sólo indica la necesidad de un establecimiento humano en que
pudiera proporcionar el agua. Resulta necesario recordar que los conquistadores
españoles se radicaban en porciones territoriales que, por lo general, ya estaban
ocupados por los indígenas. Por ello fue común el establecimiento en segmentos
cercanos a un lecho lacustre.

En este sentido, Núñez subrayó que se hizo costumbre esta práctica con el propósito de
vigilar y contrarrestar a los indios que envenenaban el agua. La porción de terreno
conocida bajo el nombre Maturín se desarrolló cerca de un barranco, lo que estimuló a
que algunos estudiosos de la historia negaran que Diego de Losada hubiese
seleccionado este lugar como morada. De igual manera, mostró, en esta ocasión, la
equivocación de algunos de sus colegas porque, entre otras razones, Maturín ofrecía
ventajas estratégicas. En ella se hallaban al cobijo de las barrancas de Catuche y era
posible dominar la parte oriental del camino que llevaba a Galipán y a la Costa, y al

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oeste, al de Catia y sus montañas, lugares escogidos, para sus ataques contra los
españoles, por los Teques, Tarmas y Toromaynas.

El cronista valenciano se basó en testimonios de la época, para desmentir la tesis que


negaba que los españoles no escogieran lugares para su asentamiento cercanos a los
recursos hídricos. Sin duda, él mostró un sentido común afinado y que todo historiador
debe cultivar. Es de hacer notar que se distanció de la información propuesta por el
gobernador provincial, entre 1576 y 1583, Juan de Pimentel y que insistió en desmentir
a investigadores que desacreditaron a Arístides Rojas respecto a este asunto.

Lo cierto es que Núñez demostró, con documentación certificada, que Diego de Losada
no tuvo tiempo suficiente para fabricarse una casa propia, y que fue en tiempos de Juan
de Pimentel que se comenzaron a erigir casas de tejas. Así, anotó que la casa de Losada
debió haber sido un “rancho o caney”, o un simple toldo, “una tienda de campaña”. Para
ratificar esta información citó un informe del mismo Pimentel, suscrito el 23 de
diciembre de 1578, en que éste escribió que el tipo de edificaciones construidas en
Santiago eran de madera, palos enterrados y cubiertas de paja y que sólo después de tres
o cuatro años, se habían comenzado a levantar no más de cuatro casas de mampostería,
piedras y ladrillos, así como la iglesia del lugar construida con estos últimos materiales.

Según el mismo historiador las casas de cabildo que habría anotado Pimentel en su
informe no estaban edificadas para 1571. Menos lo sería la casa de un gobernador.
Sumó a esta consideración un informe escrito por el teniente de gobernador Rodrigo
Ponce de León en que se encuentran reseñados cargos contra los alcaldes por no haber
construido “Propios”. Es decir, fincas rústicas, prados, dehesas, montes, etc. El
municipio las otorgaba en arrendamiento, para obtener de este modo ingresos
económicos. A esto agregó que los conquistadores eran pobres y muy exiguos el oro
que se lograba extraer de las minas. “Contra lo dispuesto de las leyes de Indias,
celébrense los cabildos en la casa del Gobernador”.

La construcción denominada palacio de los gobernadores se erigió a finales del 1500 y


se derrumbó con el terremoto del 11 de junio de 1641. Aunque se reconstruyó en 1652,
un siglo después se encontraba en total abandono. Para 1763, continúa el relato de
Núñez, se remataron maderas, puertas, ventanas y tejas. Años después se colocó un reloj
que desapareció conjuntamente con los sucesos políticos de 1813. “En su lugar, el
Cabildo quiso poner un reloj que había pertenecido a Martín Tovar y Ponte”, el mismo
se encontraba frente a la casa habitada por éste, frente al Coliseo, Conde a Carmelitas.
La instalación del reloj se llevó a cabo por parte del relojero de la ciudad, Antonio
Ascúnez, “quien, como relojero de la Ciudad, comenzó a percibir cincuenta pesos
anuales”.

El proyecto de reedificación del Palacio, de las Casas Reales y oficinas dependientes, en


las que se incluyó la cárcel real para seguridad de los reos y “alojamiento de las
personas de calidad” se volvió a considerar en 1755. El Ayuntamiento se reunió para
considerar su realización y discusión acerca de los recursos y modo de conseguirlos.
Núñez escribió que esto sucedió en 1796 y, luego, en 1809. “Pero los gobernadores
hubieron de vivir en casas de alquiler hasta la Independencia”. Para 1879, cuando la jura
de Carlos IV, se ordenó adornar las paredes de la comarca para “mayor decencia”.
Indicó que era “basurero público, lugar de desahogo para la guardia del Principal”.

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La esquina de Maturín, según la versión que vengo considerando, tuvo un marco digno
de su leyenda. Calles con pasamanos, de rojos muros, “una de esas calles vetustas en las
cuales Caracas aún se ampara bajo sus aleros”. Recordó que una de las lápidas de la
esquina de Maturín tenía anotado: “Aquí estuvo la primera casa de Caracas, donde vivió
su fundador, Diego de Losada”.

Acerca de la esquina de Muñoz o del doctor Muñoz recordó que tenía cierta asociación
con la esquina de Maturín. Este costado de la ciudad debe su nombre al doctor Miguel
Muñoz, quien fue examinador sinodal y veedor en 1747. Núñez dio a conocer que cerca
de la casa – solar de los Arguinzones - estaba la alcantarilla a la cual servía de adorno el
león de Caracas. Añadió que la historia de Caracas estaba marcada con ese león
enigmático, tal como fue calificado por un predicador franciscano.

Según narró, leones, cruces y veneras de Santiago se observaban por distintos lugares de
la comarca. Señaló que la plaza Capuchinos se había denominado antes plaza del León.
En ésta estuvo la plaza de toros. Los terrenos ocupados por ésta fueron objeto de litigio
entre padres Capuchinos y Dominicos, alrededor de 1796, cuyos alegatos se sustentaron
en un espacio cedido para la construcción de una ermita. Los misioneros capuchinos
solicitaron un permiso para la construcción de un hospicio.

Para mayo de 1788 el rey autorizó la edificación del Hospicio de Capuchinos, con la
condición que sólo podía ser administrado por un sacerdote y dos legos, además se
agregó que su construcción no debía ser costeada por la Real Hacienda. Al lado sur de
la plaza de León se encontraba la casa de campo del obispo don Mariano Martí, lugar al
que luego se denominaría Cerro del Obispo. Anotó Núñez que Manuel Felipe Tovar
solicitó, en 1789, un pequeño espacio con el fin de poblarlo muy cerca del ocupado por
el obispo. También, asentó que alrededor de la Plaza de Toros de Capuchinos se había
planificado la construcción de una serie de edificaciones para escuelas de artes y oficios,
así como una casa para expósitos. En el proyecto se sumaban otras construcciones
destinadas al palacio de la Real Audiencia, la Casa del Gobernador, la Cárcel Real y un
Matadero General.

De esta época, finales del XVIII, data el proyecto de trasladar el desecho del río
Catuche al Anauco, bajo la supervisión del comisionado del Ayuntamiento, marqués del
Toro. Juan Basilio Piñango, segundo alarife de la ciudad, comenzó a reparar la fuente,
cañería y tanque ubicadas entre las esquinas Doctor Muñoz y la calle que seguía al
estanque de la carnicería del Carguata. Piñango pasó a ser primer alarife de la ciudad.
La denominada fuente de Muñoz debió su existencia a la carnicería. A finales de 1785
Juan José Landaeta había hecho una petición debido a la contaminación de las aguas,
provocada por la carnicería. En ella se exhortó a la concesión de una pulgada de agua
para una alcantarilla en la mediación de la calle, que transitaba de la esquina de Muñoz
para Carguata y en un solar que había ofrecido uno de los vecinos.

Los vecinos, por propia iniciativa, reunieron parte del numerario necesario para llevar a
cabo la obra. Contó Núñez que, el Ayuntamiento llegó a conceder el permiso. Sin
embargo, declaró que no podía contribuir con la obra en vista de deudas en las que la
ciudad estaba presente y con la promesa de intervenir más adelante. Los integrantes de
la comunidad se mostraron animados por la decisión del Ayuntamiento, lo que estimuló
para pedir créditos con los cuales cubrir los gastos. “La concesión de agua para la
esquina de Muñoz es de 26 de junio de 1786”. Según Núñez para esta fecha ya se había

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construido la alcantarilla, sólo faltaba un brocal de piedra y algunos metros
correspondientes a la cañería. Se encontraban unidos unos 500 ladrillos gruesos y 400
delgados, 10 cargas de lajas y los conductos para toda la represa. Para este momento el
Ayuntamiento ofreció una colaboración de 200 pesos. Los alcaldes para este momento
eran don Joaquín de Pineda y don Juan Francisco Mijares de Tovar.

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