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Los espías filósofos

La realidad ha hecho que las agencias secretas vayan imponiendo su existencia en todos los países
democráticos con dilemas que plantea la serie ‘The Americans’, ambientada al final de la Guerra
Fría
MARIO VARGAS LLOSA
16 MAY 2020 - 17:30 PET

Nadie se sorprendió, en aquel suburbio de Washington DC, cuando se vinieron a vivir en él los
esposos Jennings, Philip y Elizabeth, que parecían la esencia misma de las parejas estadounidenses.
Tenían dos hijos: Paige, la mayor, que ayudaba mucho al pastor bautista del barrio y se había dado
en esa iglesia el chapuzón lustral, y Henry, el hijo menor, as de las matemáticas y del deporte, que
se disputaban con becas los mejores colegios. Los Jennings se ganaban la vida con una agencia de
viajes y, casualmente, había llegado a vivir en el barrio su vecino, Stan Beeman, agente del FBI y
especialista en contraespionaje, del que aquellos se hicieron muy amigos.

La serie que cuenta su historia se llama The Americans, fue concebida por Joe Weisberg, y, aunque
como es usual en estas novelas de la pequeña pantalla, tiene distintos productores y directores, está
muy por encima de las idioteces entretenidas que suelen ser las historias por entregas, y alcanza un
nivel intelectual que parece haber contribuido a su escaso éxito cuando se emitió. Precisamente por
eso me atrevo a recomendarla efusivamente a quienes, en estos días de confinamiento, se cansan de
leer y quieren pasar el rato entretenidos con un buen espectáculo televisivo.

Contrariando las apariencias, los esposos Jennings no son norteamericanos, sino rusos, y ni siquiera
son esposos, aunque, a la larga, contraerán un matrimonio ruso-ortodoxo con un pope, en el mismo
Washington DC. Han sido adoctrinados desde niños por la KGB soviética para ir a servir a tierras
del enemigo principal de la URSS, Estados Unidos. La verdad, lo han hecho muy bien en esos años
que llevan en Washington DC, sin ser detectados por las agencias de espionaje norteamericanas,
pasando información y asesinando a los enemigos (ciertos o inventados) del imperio soviético.
Estamos en los años de Ronald Reagan, cuando el presidente, a través de la llamada guerra de las
galaxias —que la crítica tildaba de disparate—, presionaba a la URSS para que, mostrando la ruina
de su economía socializada, intentara competir con Estados Unidos en aquella fantasía de cohetes
espaciales que acabó de hundirla y precipitó la crisis más profunda de la que saldría Gorbachov y,
más tarde, la desaparición del comunismo soviético.

Aquella crisis provocó trastornos inmensos en la propia URSS; un sector reaccionario quería
liquidar a Gorbachov y a sus partidarios de la apertura y democratización del comunismo, haciendo
concesiones que permitieran un acuerdo con Occidente de progresiva liquidación de las armas
nucleares. La KGB parece haber pivotado hacia el extremo ultra, a juzgar por la división que
aquella apertura produjo en la familia Jennings, donde el marido, Philip, harto de sentirse
manipulado y cansado también de esa doble vida y de tanto asesinato, toma distancia con su secreta
profesión, en tanto que Elizabeth la sigue ejerciendo con el mismo entusiasmo sangriento con que la
comenzó. El propio Stan Beeman, que ha entablado una relación secreta con un espía ruso, parece
confuso con lo que ocurre en la URSS en ese momento fronterizo.

The Americans está muy bien llevada, narrando aquella doble vida de la pareja, y su amistad
estrecha con el agente del FBI, hecha de excursiones al campo y pizza y hamburguesas
compartidas, bien regadas por la aguada cerveza norteamericana, los domingos y días de fiesta. Los
hijos de los Jennings, en especial, han tomado cariño a Stan, lo que parece recíproco, y pasan
muchos ratos en la casa de aquel vecino. Los espías, por su parte, no son, para nada, aquellos
vertederos de sangre en distintos grados de animalidad a que nos tiene acostumbrados el cine, sino
seres inteligentes y casi intelectuales, pues se interesan por las proyecciones culturales, políticas y
morales de su oficio, y leen periódicos —cada vez que aparece Elizabeth está hojeando The
Washington Post o The New York Times—, y sus conversaciones y soliloquios tienen siempre que
ver con la proyección internacional de aquello que hacen. El espectador sigue de cerca, así, las
dudas morales que despierta en Philip sobre todo —luego en ella, también— la arriesgada profesión
que es la suya. Fueron educados en la creencia de que la Patria (con mayúsculas) debía defenderse
de un enemigo que quería destruir a la URSS y al comunismo. Ahora, con lo que ocurre, dudan de
que eso esté tan claro, y comienzan a preguntarse, él primero y ella después, si no es aquello una
maniobra retórica para seguir ejerciendo un poder inusitado, por aquella camarilla que se llena la
boca hablando del socialismo, de la sociedad sin clases y de una “verdadera” libertad que no existe
por ninguna parte en la propia URSS.

Stan Beeman es un hombre decente y moral, a pesar del oficio que ejerce. Sabe que una sociedad
democrática debe defenderse de sus enemigos y adversarios, y sabe también que el oficio que
practica es poco compatible, o acaso del todo incompatible, con la legalidad, pues las agencias
secretas y sus hazañas están constantemente en riña con ella. Él trata de ejercer su profesión dentro
de los límites legales y morales, y por eso choca constantemente con sus jefes y colegas, y es
probable que esto se agrave después de que se entera de que su flamante novia podría haber sido
enviada por la KGB soviética para seducirlo. Él participa en la escena más dramática de toda la
serie, cuando se enfrenta con la familia Jennings luego de descubrir que sus mejores amigos y
vecinos son agentes soviéticos y, por lo tanto, sus enemigos mortales.

La existencia de estos espías conspira contra la idea misma de una sociedad regida por un sistema
en el que todos los actos del Gobierno están sometidos a una crítica sistemática del Parlamento, la
prensa y los partidos políticos. Aquellos no pueden funcionar a plena luz, sino en la sombra, y sus
acciones, sean la información o la paralización y destrucción del enemigo —el engaño, la
falsificación, la tortura y el asesinato son sus armas principales—, todas írritas a la legalidad y a un
régimen de libertades públicas. Sin embargo, la realidad ha hecho que las agencias secretas vayan
imponiendo su existencia en todos los países democráticos; en algunos de ellos, de regímenes más
estrictos en el cumplimiento de la ley, el Estado trata de controlar esas actividades clandestinas y
castiga a quienes se exceden en sus acciones, transgrediendo las leyes. Pero, de este modo, sólo
consiguen reducir la eficiencia y a veces anularla de sus agencias secretas. ¿Cuál es la solución? En
Americans, claramente no la hay; a lo más, un régimen puede tratar de conducir sus labores de
contraespionaje por una ruta más o menos legal, siempre y cuando de este modo pueda controlar o
derrotar a las agencias secretas de sus adversarios. Si son éstas las que prevalecen, aquellos pruritos
de legalidad saltan por los aires y los espías tienen cancha libre para actuar, valiéndose de todos los
recursos, legales o ilegales. Esto conspira contra la democracia y puede corromperla hasta acabar
con ella, convirtiéndola en una mera fachada. O en un tema de película.

Quisiera concluir celebrando la extraordinaria libertad de que disponen los autores y cineastas
norteamericanos para escribir sus libros o hacer sus películas. Es verdad que en The Americans los
malos son sobre todo los agentes soviéticos. Pero se diría que las relativas maldades del FBI no se
deben tanto a razones de principio, sino a la existencia, entre sus agentes, de un funcionario
esencialmente puro e íntegro, como Stan Beeman. Es decir, a una razón muy frágil y pasajera.

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Mario Vargas Llosa, 2020

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