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Ganarse la vida como escritor (o no)

ALBERTO MANGUEL

A finales de los años sesenta, me encontraba yo trabajando en la pequeña editorial Galerna de


Buenos Aires, fundada por Guillermo Schavelzon. Estábamos preparando una antología alrededor
del grabado de Durero El Caballero, la Muerte y el Diablo, y le habíamos pedido a varios escritores
que colaborasen con un texto. Uno de los primeros a plegarse al proyecto fue Jorge Luis Borges,
quien nos ofreció dos magníficos sonetos sobre el tema. Cuando fui a verlo con la modesta suma
que podíamos ofrecerle, se sorprendió: “¡Cómo! ¡Me van a pagar por unos pocos versos!”. No era
falsa modestia. Borges no vivía (nunca vivió) de sus regalías, sino, después de la muerte de su
padre, de conferencias que, a causa de su timidez ante el público, hacía que otros leyeran y de su
miserable sueldo como empleado en una biblioteca municipal. Más tarde dio clases en la
universidad y después de la caída de Perón aceptó el cargo de director de la Biblioteca Nacional.
Durante los años setenta, el editor Franco Maria Ricci de Milán fue su mecenas, pagándole
generosamente por pequeños proyectos editoriales. Pero durante casi toda su vida, Borges fue un
escritor pobre.
Fue quizás en la Edad Media que la imagen del escritor indigente cobró vida: tieso de frío,
acurrucado en su silla, inclinado sobre su pergamino, los ojos esforzándose en la débil luz de una
candela. No sabemos cuándo surgió la imagen, pero lo cierto es que se arraigó en nuestra
imaginación. La pobreza como condición de la inspiración artística, el sufrimiento de la carne para
permitir o justificar la comunión con la musa o el Espíritu Santo. Tal vez sea este penoso
estereotipo el que ha dado razones a la industria editorial de nuestros días para considerar el pago de
regalías como una limosna. El pequeño porcentaje que un autor debe recibir por la venta de cada
ejemplar de su libro es retenido durante meses en las oficinas contables de las editoriales y (sin
intereses, por supuesto) es vertido en los bolsillos del autor solamente una o dos veces por año, y
frecuentemente con varios meses de burocrática demora. Imaginemos a un ministro o a un corredor
de Bolsa esperando meses para cobrar su sueldo. Algo en el sistema debe cambiar.
Son poquísimos los escritores que se ganan la vida sólo con sus libros. La mayor parte sobrevive
haciendo otras cosas: trabajando como recaudador de impuestos (Shakespeare), de soldado
(Cervantes), de empleado en una oficina de seguros (Kafka) o en un banco (T. S. Eliot), haciendo
de maestra (Emily Brontë), de impresor (Balzac), de médico (Chéjov), de minero (Jack London), de
guionista (Faulkner), de enfermera (Agatha Christie), de reportero (García Márquez). Los ejemplos
son incontables.
Nos resulta inconcebible que un oculista o un abogado se gane la vida no con los talentos de su
profesión, sino trabajando de verdulero o lavaplatos (inconcebible, pero ocurre, como lo saben
cientos de inmigrantes que no pueden ejercer sus verdaderas profesiones en el país que los acoge).
Pero que un escritor deba buscar el pan de cada día dando clases o haciendo traducciones (en los
mejores casos) o (en los peores) sirviendo mesas o tipiando documentos en alguna oficina anónima
nos parece normal. Una amable señora, al enterarse de que su vecino, Richard Ford, era escritor, le
preguntó interesada: “Sí, pero ¿de qué trabaja?”.
En estos días del nuevo diluvio, cuando como inexpertos Noés estamos espiando por la ventana las
calles desiertas para ver si la palomita vuelve con el ramo de olivo, las posibilidades de esos
“mejores casos” se han desvanecido. Prudentemente, las editoriales han bajado las persianas, los
agentes han colgado cartelitos anunciando “Cerrado hasta nuevo aviso”, casi ningún editor encarga
un artículo a menos que no sea para pedir que contemos otra vez más la vida de una monja de
clausura. Algunos, los más afortunados, dan clase por Zoom o Skype, o montan talleres de escritura.
La Red se ha vuelto nuestra Arca y la lectura de libros electrónicos ha cobrado inesperado vuelo.
Como en las noches de Sherezade, recurrimos a cuentos para demorar la muerte.
Por supuesto, los escritores —famélicos o no— siguen escribiendo. Pero ¿qué escriben? Sospecho
que después de que las aguas bajen, de aquí a un mes o un año, descubriremos en el fango, entre los
cadáveres de restaurantes, teatros y librerías, miles y miles de Diarios del Año de la Peste en busca
de lectores imaginarios, impacientes por entender qué ha sucedido y por qué, sin recordar que esas
respuestas se encuentran ya en sus anaqueles: Robinson Crusoe, de Defoe; La guerra de los
mundos, de Wells; el Decamerón, de Boccaccio; Rinoceronte, de Ionesco. Y que este último nos da,
en las últimas palabras de su héroe Berenger, el grito de batalla para enfrentarnos a la pandemia:
“¡Yo no me rindo!”.

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