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“VOCES DE UN DÍA DE VERANO”

Irwin Shaw

Cuando yo me muera, quiero ser incinerado. En privado. Sin una palabra, sin una
oración. Quiero que tiren mis cenizas en los lugares donde he sido feliz: sobre el césped
de un campo de béisbol en Vermont, en la primera cama de la ciudad de Nueva York
donde hice el amor con una virgen llamada Sarah, en aquel balcón que dominaba los
tejados de París cuando era un sargento de permiso, en la cuna de mi hijo, en las olas
alargadas del Atlántico donde tantas veces he nadado bajo el sol de septiembre, en las
manos amables y arrugadas de mi esposa.

O que tiren mis cenizas en los sitios donde he sido desdichado: en la cocina de un
club rural de Pennsylvania, en el bolsillo del delantal de una vieja irlandesa, en los anchos
peldaños de una escalera de caracol por la que subí dos veces en una noche, en aquel
diálogo con una joven borracha, vestida de blanco, en la granja a las afueras de un pueblo
donde una granada cayó a diez pasos de mí y no estalló, en Dachau, lugar que me empeñé
en visitar, en un bar donde dos italianos me produjeron la impresión de ser un intruso y
de encontrarme solo.

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