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Ta l l a r i n e s

Petula
Tallarines – 1a. ed. – Rosario: Ed. Abend, 2018.
p.; 18,5 x 11,5 cm
ISBN
1. Literatura Argentina 2. Literatura Contemporánea. I. Título
CDD

moor
(biblioteca contemporánea)
– 2 –

© Petula, 2018
© de la edición, Ed. Abend, 2018

info@ed-abend.com.ar
Corrección:

ISBN
Hecho el déposito que establece la ley 11.723
Impreso en Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra


sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.
Petula
Ta l l a r i n e s

[‘a:bənd]
Bailando bailando, amigos adiós, adiós, el silencio loco
Bailando, Paradisio

En 3º Año de la Secundaria, en mi segundo 3º Año de la


Secundaria, fui por unos meses compañero de Abelito Torres,
un pibe que, tiempo después de la muerte de su viejo, fue diag-
nosticado con esquizofrenia. Algunos en el pueblo decían que,
si bien seguramente tenía predisposición genética, la muerte de
su papá era lo que finalmente había detonado la bomba en su
psiquis. Otros, le echaban la culpa directamente a los cócteles de
pastillas y alcohol que habría consumido Abel, antes inclusive de
la muerte de su papá, de puro drogadicto. Como nunca se había
hecho notar demasiado, y su personalidad no estaba en la mira
de prácticamente nadie, era difícil saber. La cosa es que, para el
momento en el que nos sentábamos juntos, al fondo izquierdo
del aula, cursando el 3º Año de un Bachiller con Orientación
Docente en un colegio estatal de Pico Truncado, luego de que
uno de los psiquiatras que lo atendía le dijera a su mamá y a los
directivos del colegio que era una buena idea que retomara los
estudios, y teniendo en cuenta lo bien que estaba respondiendo
a la medicación, para ese entonces, digo, Abelito me confiaba
cosas como, por ejemplo, que él era en realidad Bret Michels, a lo
que yo le respondía: ¿y quién es Bret Michels?, ¿cómo que quién
es?, me decía él con cara de alarmado, es el cantante de Poison,
ah, decía yo, y él bajaba más la voz y me decía que los japoneses
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le había puesto un chip en el cuello, para controlarlo a distancia,
¿y de qué manera específica realizan ese control, Abelito?, ¡a
través del baile!, me decía, entonces Abelito se paraba y tiraba
una brevísima pero superintensa rutina de baile, que incluía una
flexión de rodillas muy baja, un salto hacia arriba, una caída con
piernas abiertas en triángulo equilátero y un puño en alto, después
se volvía a sentar y completaba el cuadro: los japoneses habían
hecho esto a pedido de... los Red Hot Chili Peppers, ¡¿...?!, sí,
ellos no querían competencia ni en la escena rock de California,
ni en la escena de ningún otro lado, me quieren convertir en una
estrella pop tonta, que nada más baile y haga playback, decía
preocupado Abelito Torres. Además de eso, decía que se iba a
casar con alguien que no conocía todavía, alguien que le esta-
ban ensamblando en Tierra del Fuego. También había querido
prender fuego su casa, con su mamá y sus hermanos adentro.
También se había fugado de una internación y había estado sin
aparecer durante meses, hasta su localización, en otro país, en
casa de una enfermera, espiritista...

Cierta tarde, mientras el profesor de Física y Química (el Fat


Gustavo, a quien aprovecho para mandarle saludos) nos hablaba
de la teoría del Big Bang, de su formulación, de sus adherentes y
detractores, Abelito Torres levantó la mano y preguntó si podía
contar él mismo su versión sobre el comienzo de todo. Dijo
así, dijo “mi versión”, y dijo “comienzo de todo”. El profesor
lo miró primero un poco sorprendido, pero inmediatamente
peló la sonrisa de dientes grandes y amarillos que todos le
conocíamos y le dijo resoplando un poco, dale, sí, claro, Abel,
contanos. Abelito Torres se paró, cerró los ojos, dejó caer los
brazos a los costados, como si fueran las alas inutilizadas de un

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albatros, y dijo, textualmente: En el principio, había un marco.
Y ese marco, en vez de lienzo, tenía un musculo, tensado. Y ese
músculo... gesticuló. (Y ahí puso una mueca en su rostro que
lo deformó, y en sincronía, crispó los dedos de una mano que
colocó justo frente a sus ojos.)

Ahora sí.

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Estado físico
A la última deriva práctica del pensamiento teórico y a sus
más recientes “aplicaciones” en danza les viene como un guante el
diagnóstico que Cioran emite sobre todo sistema de civilización que
llega a su fase terminal: “La obsesión por los remedios marca el fin
de una civilización; la búsqueda de la salvación, el de una filosofía...”

Roberto Fratini Serafide, Torbellinos inteligentes.


La filosofia de la danza, entre ensueños dinámicos e ideas fijas.

Mira un instante su reflejo en los ventanales, como acos-


tumbra hacer cuando llega. Entra enérgico; saluda a la chica
de la barra con un beso aéreo; saluda al kinesiólogo Axel, que
justo va saliendo, con un delicado choque de puños; saluda a
Luciano con un movimiento de cejas, de lejos. Mientras saca
de su riñonera el pendrive con la música para la clase, mira por
el espejo a Mary T, que justo en ese instante está mirándole el
culo y sufriendo un poco en la paralela de tríceps y abdominales
bajos. A unos metros de ella, en un banco auxiliar, Olga Nun
increíblemente hace lo mismo: le mira el culo. Te agarré, chica.
En una de las bicicletas está Rodolfo, llegó temprano, qué raro.
Deja pausado el Track 1, un merengue sabanero furioso. Entran
las hermanas Cossettini parloteando a full, vienen con Yanira
y Nadia. Inspira hondo, expira, mira su reloj pulsera celeste
sumergible: las veinte horas en punto. Afuera, De Angelis se
baja del auto y se pone a charlar con Vilca, el cuidacoches. Se
mira al espejo, aplaude fuerte tres veces.
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Carlo Báez es venezolano y acaba de cumplir cuarenta años.
Hace ocho que vive en la Argentina; hace seis que no prueba la
carne; hace cuatro que se instaló en Rosario; hace dos que trabaja
como instructor de Zumba en el Centro de Salud Integral Zoê:
Carlo se siente bien proporcionado.

•••

Cuando en mayo de 2008 lo dieron de baja del Ejército de


Venezuela por su postura tachada de conciliadora durante la crisis
diplomática entre su país y Colombia, y sólo dos meses después
su mujer le pidió el divorcio por considerarlo un despreocupado
que se la iba a pasar de ahí en adelante “vacilando nomás”, Carlo
tuvo que replantearse su vida en serio. La playa estaba bien rica,
todavía era joven y vigoroso, y podía vivir del alquiler de ese
departamentico en Caracas que le había dejado su abuelo, el
Coronel Joaquín Báez. Pero no, él necesitaba nuevos esquemas;
necesitaba perseguir nuevos horizontes. Por eso mismo descartó
de inmediato su ingreso al rubro Seguridad, destino laboral
mayoritario de ex militares y ex policías dados de baja. Carlo
se consideraba una persona dinámica, sociable, hiperactiva,
por lo general alegre, un moreno bien chévere, alguien bastante
lejano a la circunspección y la seriedad de muñeco de plástico
articulado que requiere la profesión de vigilante. Además, esos
uniformes no oficiales, chico: qué espanto.

Como su hermano mayor Tico había emigrado a la Argentina


a finales de los noventa para trabajar de actor, y caramba que lo
había conseguido, Carlo no se lo pensó dos veces y se propuso

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la misma hoja de ruta. Opinaba para sí que su hermano sabía
leer más que bien los mapas de las oportunidades, por lo gene-
ral invisibles para la mayoría. Actualmente Tico vivía en Los
Angeles, California, y trabajaba como actor de voz en American
Reaction, la tira animada más popular del momento, dándole
su característico timbre a Wally Darger, el freaky adolescente
protagonista.

Si bien los hermanos habían comenzado juntos en el mismo


taller de teatro municipal, a cargo del inefable Yiyo Lamónica,
al poco tiempo, Carlo se dio cuenta de que lo suyo no era ser
colega de Shakespeare, Moliere y Antonio Banderas. Entonces
se salió y se metió al Liceo Militar, en donde terminó sus es-
tudios y se enamoró de los cuarteles. Porque lo suyo con las
Fuerzas Armadas fue una especie de metejón. Un tumultuoso
río estético que buscaba vaciarse en un mar metafísico, como
le explicó años más tarde a un joven cabo que le preguntó por
su vocación militar.

Se podría decir, pensó una vez Carlo mientras hacía footing


por el Parque Independencia, que cada uno de los hermanos había
optado por uno de los dos sentidos fuertes que se le dan a la pa-
labra actuar en castellano. Si para Tico se trataba de representar,
para Carlo, la cosa era pasar a la acción. Y esos dos sentidos
eran para Carlo algo así como los ejes del funcionamiento de
la Maquinaria Social. Estos dos ejes eran, además, como suele
decirse, dos puntos de vista y dos planes. Para uno de los her-
manos, era la representación lo que hacía variar la perspectiva
y el valor de los hechos, por ende la realidad. Para el otro, era la
modificación real del mundo mediante la acción concreta lo que
hacía la diferencia. Sin embargo, como en el desarrollo de una
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ecuación, en la que los datos pasan al otro lado del igual con el
signo cambiado, así Carlo tenía, del otro lado, una visión muy
escénica de su intervención en la existencia, mientras que Tico
buscaba una realidad saneada de ficción, una autenticidad, no
sólo material, sino que de los hechos que conformaban el mundo,
y eso era ya un poco más difícil.

Los dos sabían que podían enlazar esos dos ejes (actuar &
actuar), por ejemplo, con una cadena marca Schopenhauer. Y
armar una especie de vehículo blindado a pedales, a voluntad.
Los dos creían que la predilección, de una u otra forma de actuar,
traía aparejada sus respectivas consecuencias.

Para 1997, Tico estaba obsesionado, sin necesariamente


gustarle, con el cine, con las series y telenovelas argentinas,
ya que consideraba al medio argentino como una verdadera
catapulta, igual que México pero en el extremo opuesto, que te
lanzaba al estrellato en todo Latinoamérica.

Por su parte, Carlo andaba con ganas de hacer algo por la


grandeza de la Patria, desde su humilde lugar en el Ejército. El
engrandecimiento con el que pretendía colaborar, si le hubiesen
preguntado en detalle (como en una entrevista), era bastante
específico. Se trataba de un engrandecimiento de espectro.
“Logrado con coordinación de Movimiento y Estado, para
sostenerlo en el Tiempo”, como anotó en su libreta de apuntes.
Podía parecer paradójico que un hombre de acción, como él se
veía, se centrara en una figura irreal, como podía definirse a lo
espectral. Pero no, Carlo sabía que la Acción Real Justa, como
él gustaba llamarla, el dispositivo espectacular, como diría un
filósofo mediático francés que Carlo había leído, escuchado y

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visto bastante, generaba un espectro más real que lo real, por-
que era sus límites y su apariencia. La utilidad de esa acción, o
lo que comúnmente se considera útil de una acción, era otra
cosa. Dimensiones paralelas podría ser una buena metáfora.
Dimensiones espalda con espalda. O cinta de Moebius.

La oportunidad de realizar una Acción Real Justa la encontró


a finales de ese año, en el marco de la VII Cumbre Iberoamericana
que se llevó a cabo en la Isla Margarita. Con otros seis oficiales
afines a sus propósitos patriótico-formalistas, y utilizando como
disparador el tema principal del encuentro, Los valores éticos
de la democracia, armó una rutina física, “una coreografía con
algo de mecánico y algo de movimiento microbiológico” como
dijeron por ahí, que presentaron durante un descanso con re-
frigerio entre las actividades de la Cumbre.

•••

Todavía tiene la impresión de que nadie en la ciudad pue-


de acordarse de ella. Hace más de dos años que llegó a vivir
a Rosario, desde Vera, al norte de la Provincia, y eso no se le
quitó. Le parece que así la vean seguido, o cada tanto, siempre,
pero siempre se terminan olvidando de ella. Todos. Como si su
imagen, o la imagen de su rostro, que la mayoría de las veces es lo
que más nos identifica, no pudiera quedar grabada en la mente
de las personas de Rosario. Su existencia es tenue.

En el pueblo no era así. O no era tan así. Estaba su familia,


estaban sus amigos, estaban sus compañeros del colegio. Algunos
de sus compañeros del colegio. Unos pocos compañeros del

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colegio. En fin, en Vera, para determinadas personas, podía
tener la certeza de que existía, no solamente cuando estaba pa-
rada frente a ellos. En Vera había personas que pensaban en ella.

Y sin embargo, cuando por fin se fue, se dio cuenta de que


no habría podido pasar un minuto más ahí. La casa familiar
era un vestido que le quedaba chico. Y le daba una comezón
horrible; tenía casi todo el cuerpo colorado de rascarse, y en
algunas zonas, algo parecido a las escamas. Sus dos mejores
amigas ya se habían ido a vivir juntas a Buenos Aires. Y su
futuro sólo podía llegar a tomar forma a través de una carrera
universitaria. Sus libros favoritos se los podía llevar a donde ella
quisiera. Sus posibilidades de conocer a alguien en Vera, intuía,
eran prácticamente nulas. Tenía que irse.

La verdad es que en estos últimos dos años cambió un


montón. Sobre todo su cuerpo. Ella siempre fue rellenita, sin
aristas, tirando a la redondez; y ahora, después de pasar por
bastantes rutinas de gimnasio y de natación, después del trajín
citadino con los trabajos de medio turno y la facu, está firme,
ajustada, sin llegar a ser delgada ni nada parecido. Sus curvas
se hicieron más definidas. A ella le parece, le sigue pareciendo,
que no la registran.

Cuando el kinesiólogo del gimnasio al que estaba yendo le


consiguió el trabajo en la barra de Zoê, de verdad pensó que eso
podía cambiar. Ahora lo duda.

•••

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La última semana que estuvo en ese gimnasio de mierda se
la pasó puteando su pasado y especulando sobre su futuro. Lo
único que dejó para el presente, en esa cagada de gimnasio, fue
la tarea de convencer a la gordita curvosa que hacía aparatos
para que se fuera a trabajar con él al Centro de Salud Integral
Zoê. Su “amigo” Martincho había sido claro: con el tiempo,
podían llegar a ser socios. Por ahora lo invitaba a trabajar como
kinesiólogo en su espacio y le pedía que consiguiera alguna chica
para atender la barra de jugos y licuados.

Sabía que no podía pedirle a ninguna de las mujeres que


conocía que trabajaran en el mismo lugar que él.

Mientras estudiaba, Axel Kramer se había cansado de bo-


quear sobre su entrada a Newell’s Old Boys como kinesiólogo.
Por los contactos de su viejo dentro del club, por la cercanía con
la que lo trataban ciertos directivos, se pensó que la tenía fácil,
se pensó que la tenía re fácil. Y no. Apenas se recibió le cayó
la ficha. Esas entradas, esos puestos, esos cargos en el club, se
resolvían de otra manera. Había intereses en juego que él, el muy
pelotudo, no había tenido en cuenta para nada. Qué vergüenza,
qué manera de hablar al pedo. Qué gil, Axel, qué gil.

Así la cosa, calladito la boca, se metió a laburar en gimnasios


de barrio, uno peor que el otro. Y por un buen tiempo se bancó
como un duque las jodas de los forros de sus amigos: “¿no era
que ibas a entrar a Ñuls, pedazo de fantoche?”, “¿no era que
ibas a ser el puto amo de la rehabilitación y la ergonomía del
Rojinegro?” Forros todos. Igual que él. Los conocía. Bastantes
forreadas habían cometido juntos; en bares, en cabarulos, en
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autos, de noche. Sí, una manga de forros. Na, qué una manga...
una camisa entera de forros, un sobretodo de forros.

Menos mal que existía el Martincho. Que la única gracia que


tenía, pobre, era la guita del viejo médico, un cirujano plástico
que, dos meses al año, colocaba implantes de pelo en Inglaterra,
quien, para no verlo todo el día al pedo, o intentando convertirse
en kayakista ecológico (que era peor), le instaló Zoê, y le dijo
que ése iba a ser su negocio, que lo cuidara.

Entonces esta gordita curvosa, con la que apenas había cru-


zado unas cuantas palabras de recomendación postural, le venía
como anillo al dedo (seee: como anillo al dedo; porque, si podía,
se la iba a coger; pero eso después). Se notaba que era vivaracha,
tímida pero vivaracha. En ese momento estaba trabajando en un
kiosco, pero ya le quedaba poco: los dueños se mudaban a otra
ciudad. Bien ahí. Entre lo poco que habían hablado, la gordita
le había salido con cosas geniales. Como cuando él le dijo que
caminara un poco más derecha porque de esa forma iba a lucir
mejor sus curvas, y ella le contestó que “gracias”, y él pensó que
ella no le había creído el piropo, entonces le insistió con un “en
serio”, y ella le contestó que venía de un pueblo que se llamaba
Vera, o sea verdad, y que antes se había llamado La Curva.

Axel Kramer esperaba lo mejor de las curvas. Que su entrada


al Centro Integral de la Concha de la Lora del Viejo Puto del
Martincho fuera una curva ascendente. Que las terribles curvas
de la gordita, esas tetas grandotas y firmes, esa cola parada, se
la comieran doblada.

•••

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Le pusieron María como a todas sus hermanas. María
Angélica, María Lucrecia, María Belén y María José. Ella es
María Angélica, la mayor. Y como en el colegio de monjas al
que asistió cerca del noventa por ciento de las chicas se llamaba
María, hizo que la llamaran Angie.

Referente indiscutida de sus amigas, siempre unos pasos


más adelante, y esos pasos, pocas veces dados con algo como la
timidez o la tan inculcada prudencia, la alejaban de la autoridad
de las monjas, muy venida a menos ya para aquel entonces, y
un poco más, de la vista de su padre y madre. Como buena hija
de padres ultracatólicos (opusdeístas), en uno u otro sentido, le
gusta la voluptuosidad (¿será por los cuadros de la contrarrefor-
ma?), y, en uno u otro sentido, el morbo (¿será por los cuadros
de la contrarreforma?).

Se casó a los veinte, apenas se enteró de que estaba emba-


razada, con un estudiante de abogacía, un tipo alto y flaco que
se llamaba Ramiro Prieto. Dejó la carrera que estudiaba en la
Católica y se mudó con su marido a calle Salta. Su papá les regaló
el auto; su suegro, el departamento. Para cuando llegaron a sen-
tirse cómodos en el lugar, la pasión ya se estaba disolviendo en
el trago seco aceitunado de la rutina. Nació Nachito, un gordito
colorado con una mirada inquieta, que casi no lloraba. A los dos
meses contrataron a una señora, Miriam, para que lo cuidara
mientras ella iba de acá para allá, básicamente, planificando
y haciendo compras. Compras que definían los intereses del
momento, más bien falsos, esquemáticos. Compras que final-
mente no pudieron enmascarar la verdad; bolsas y bolsas que
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no pudieron tapar el hueco: Angie estaba aburrida. De hecho
estaba muy aburrida. Tanto, que hasta sentía algo así como
un aburrimiento retroactivo. Cada momento, cada foto de su
álbum familiar en Facebook, le parecía un reverendo embole.
Prieto había sido siempre tan aburrido; ¿es que no se había dado
cuenta de eso? Quizás sí. Pero, ¿y entonces? Tal vez era el gusto
que tenía Angie por hacer lo “inapropiado”. Prieto era, en su
momento, lo apropiado. Prieto era lo propio. Entonces ella se
iba. Se salía. De las expectativas, de Prieto, del departamento,
de la maternidad. O sea, tenían que estar las expectativas cer-
cándola: Prieto, el departamento, la maternidad, así ella podía
no estar. Lo que a Angie le gusta es faltar. Incurrir en la falta;
no estar cuando se la requiere.

El día, o mejor dicho la noche que comenzaron a no compartir


techo con Prieto, éste le dijo entre otras cosas, mientras armaba
la maleta para volver a la casa de sus padres: “Nunca estuviste
cuando te necesité”. Eso le causó a Angie un placer extraño.
Podría decirse que puro, o intelectual. Un placer no mediado
por los sentidos. Si bien ella vivía especialmente para el placer a
través de los sentidos, esa frase, en boca de su flamante ex marido,
le pareció una insignia, una medalla fría, suya, obtenida en la
más fría de las guerras frías. Sin esa condecoración (alguien me
necesita) ella no podía estar en otro lado, más cálido, gozando.
Sencillamente no podía.

Divorcio. Su papá se hizo cargo, a partir de ahí, de la manuten-


ción, a medias con Prieto. Ella se quedó con Nachito y Miriam en
el departamento, bastante amplio, de calle Salta; departamento
que, a los cinco meses de la separación, era frecuentado asidua-
mente por Roko, un instructor de Karate y Capoeira, hijo de
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un empresario aceitero, a quien había conocido en la pileta del
club. Dudó menos en casarse que en lo que se iba a poner para
hacerlo. Para Angie, Roko era una voluntad simple, tratable, y
una bestia en la cama, y parecía ser que en todas las demás áreas
de su existencia. En lo único que mostraba, si se quiere, cierto
grado de sofisticación, pensaba ella, era durante sus erráticas
explicaciones de las “filosofías orientales” y cuando imaginaba
la concreción de su sueño: una academia de artes marciales a
escasos metros del mar, en Brasil, él enseñando Jiu-jitsu brasi-
leño y Huka-huka. Sí, claro, la cosa duró poco. Angie empezó
a salir, antes de separarse de Roko, con un médico, amigo del
pediatra que le hacía los controles a Nachito. El karateca se fue
rápido, hizo su bolso y agarró su cepillo de dientes, sin mayores
complicaciones; “en el fondo la bestia ya lo sabía”, es lo que les
comentó Angie a sus amigas del gym. A partir de entonces, se
dedicó a ser secretaria de un político agroperonista de segunda
línea; al menos a media jornada. Nachito creció, de edad, pero
sobre todo de talla. Más o menos como su mamá, hizo de los
gimnasios su segundo hogar. Miriam enfermó y, tiempo des-
pués, murió, dejando dos novelas inéditas, manuscritas en los
tiempos libres que le dejaba su trabajo como niñera, novelas
que, antes de que alguien pudiera leerlas, su único hijo tiró a la
basura, seguramente pensando que eran papeles al pedo que
había juntado su madre, que estaba un poco loca, y a la que tan
poco había visto porque siempre estaba en otra casa, cuidando
a otro niño, mientras él era criado por su abuelo alcohólico
fumador de Imparciales y su tía metacomentarista hogareña
de los programas de Rial y Tinelli.

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Y un día, después de una paleta cromática más bien acotada
de idas y venidas a través de los cuadros del placer y las faltas,
Angie se miró al espejo. Y como que no le gustó lo que vio.
Tenía las caderas un poco anchas, el abdomen algo prominente,
arrugas nasolabiales que parecían cicatrices, bolsas abajo de los
ojos. Era vieja. De la vejez no podía salirse. Y no supo por qué,
pero se llenó de algo que, le pareció, eran ganas de venganza.
¿Pero vengarse de quién, por qué?

Desde entonces ya no corre tanto atrás de la voluptuosidad


y el morbo. Le alcanza con unos paseos en auto por las inme-
diaciones del puente Rosario-Victoria; con salidas cada tanto a
comer con algún que otro burócrata; le alcanza con una cuota
de sexo. Ahora corre más que nada atrás de campañas cosmé-
ticas, de antioxidantes y de terapias antiage. Podría ser peor.
Al menos en Zoê se tonifica y se distrae. Está viéndose con un
moreno grandote que tiene el mismo corte de pelo que Mister
T, el de la serie Brigada A. Es un amigo de Nachito (que veía la
serie de chico en un canal de cable que pasaba cosas retro y fue
quien le mencionó el parecido). Mejor dicho, es un compañero
de Nachito. Ella lo conoció en el boliche en donde trabajan los
dos de seguridad.

¿Es ella un cliché? Sí, por supuesto. Y si lo nota es porque


no lo es del todo. La vida tiene un par de puntos estables, duros,
definitivos, piensa. Somos lo madre y padre que podemos, no
lo que queremos. Somos los hijos que podemos. No queremos
envejecer. Nadie quiere. Porque después no servimos, o servi-
mos poco, y sobre todo, no nos sirven, por lo tanto no podemos
exigir nada. Nos cuesta cada vez más encontrar el placer, atrás
de los dolores, de esa mezquindad corporal que se va instalando.
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Encima, todo en un mundo visual y aeróbicamente policíaco,
que cada vez menos está hecho para los viejos. Eso piensa, no,
no lo piensa, eso siente Angie. ¿Puede, por ejemplo, el dinero
responder a eso? No necesita respuestas de ninguna clase, ne-
cesita lo imposible: que el tiempo no pase.

•••

Un gran like. Le gusta jugar. Le gustan las redes sociales.


Le gusta pasarlo bien. Le gusta bailar. Le gustan los juegos de
consola. Le gusta la música electrónica. Le gustan las drogas
de diseño. Le gusta sacar a pasear a su perro Bez por el Parque
España. Le gusta pintar cosas de color negro y fucsia. Le gusta
ponerle apodos a todo el mundo (Dios: nombra; el Diablo: apoda).
Le gusta el sarcasmo. Le gusta el cinismo. Le gusta sacar mano...
Su vida es un rotundo like, y así y todo, Luciano no se cree tan
simple como su hermano Martín. Por eso no estaba interesado
ni ahí en ser encargado de nada cuando su viejo tuvo la idea de
ponerles un local.

Ir cada tanto a usar las máquinas y después de cerrar quedarse


a hablar giladas con los empleados está bien. De ahí a tener que
hacerse responsable, no. Que lo haga Martincho, que estaba
como loco buscándole un sentido a su vida y casi se hace hippie
antisistema, de esos que tienen un rancho en la isla y un bote.

A él las cosas le gustan o no; nunca hay en su vida un me


gustaría tal cosa o tal otra. A él le gusta o no le gusta. Y si puede,
va y la hace. Y chau.

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A Luciano le gusta tomar vodka con naranja en pelotas
caminando por su departamento, ir del baño al balcón y del
balcón a su dormitorio y de ahí de nuevo a la cocina a servirse
otro. Le gusta, cada tanto, jugar un partido de fútbol con sus
amigos, y hacerlos calentar jugando pésimo. Le gusta sacarse
fotos en pelotas, masturbándose, y cuando ya la tiene bien dura,
mandárselas a distintas chicas por WhatsApp. La última vez fue
bastante peligroso; le mandó una foto a la hija menor de edad de
un amigo de su viejo. La piba le contestó y le dijo que si seguía
con eso le iba a decir a su papá y lo iban a denunciar. Estuvo
cerca. Pero ma sí, eso le gusta. Le gustan las noches estrelladas
y los días muy soleados. Le gusta Netflix. También le gustan los
videos de Alfie en YouTube.

Luciano intentó Medicina, como su viejo; Psicología, como


su vieja; Comunicación Social, como su amigo; Teatro, como su
efímera novia; Chef, como un imbécil del cable. Pero no hubo
caso: parece que no está hecho para ser alumno. El sentido de
la vida se lo busca él; si quiere.

Ahora intenta, eso sí, sobre una base de voluntad mucho


más sólida, llegar al final de un juego que se llama Dance All.

•••

Olga colecciona encendedores. De diferentes lugares, épocas


y mecanismos. Como coleccionista tiene experiencia; a los nueve
tenía una colección bastante variada de colitas para el pelo y,
durante su adolescencia, se inclinó por un clásico: los zapatos;
después vinieron los CDs de rock garage, punk, postpunk y
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hardcore, los fanzines riot grrrl, los DVDs de películas de terror
y ciencia ficción Clase B y los libros de filosofía presocrática;
esta vez con un criterio de coleccionista más informado (sabía
bien lo que quería) y más dinámico (sabía, más o menos, en
dónde conseguirlo).

Pero con los encendedores es diferente. Olga siente que le


dan poder. Tener tantas clases de encendedores distintos, car-
gados, la vuelve poderosa (uno hasta se convierte en puñal, otro
trae nudillera, otro tira gas pimienta, etc). Poderosa y peligrosa.
¿Pero peligrosa para quién?

Para los hombres, principalmente. También, su cuota, para


todos los héteronormativos.

Puede prender fuego lo que sea. Está dispuesta a hacerlo, eso


es lo importante. Si no lo ha hecho hasta ahora es porque no ha
tenido necesidad. Aunque, a todas luces (y sobre todo: a todas
sombras), últimamente está recibiendo cada vez más señales de
antiguas guerreras, señales que le indican armarse y disponerse
a la lucha. Esto es metafórico y es literal; como casi todo.

Durante el día trabaja de prostituta (ella prefiere esta y no


otra palabra para designar esa parte de sus negocios). Atiende
su celular comercial hasta las siete en punto, después lo apaga.
Hace algunos años, cuando empezó, luego de averiguar en un
foro anarkoqueerkapitalista de Internet dedicado a ese y otros
negocios afines, atendía a cualquier hora. Eso fue hasta que se
hizo con una cartera de seis clientes estables. Tan estables que,
con uno, fundó una pequeña productora de posporno, y con
otro, se fue a vivir a un departamento en el barrio de Flores, en
Capital. Esto por unos meses, hasta que juntó la plata para irse

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a España, con el primer cliente, con el que tenía la productora,
y una amiga. Cuatro años estuvo en total en Europa, mayori-
tariamente en Barcelona, Madrid y Amsterdam, produciendo
material audiovisual posporno y sobre militancia queer y por los
derechos de los animales. Le fue bien, conoció muchas personas
afines, ganó algo de dinero. Y cuando murió su mamá, muy de
repente, en un accidente doméstico, volvió a Rosario a ocupar
su casa en constante reforma en Pichincha.

Ahora sólo atiende clientes de día. Y los fines de semana,


coordina las próximas acciones con otras socorristas para ayudar
a la mayor cantidad de chicas que estén atravesando el trance
de abortar, y de noche escribe en sus dos blogs y postea en sus
redes, principalmente artículos sobre lo queer, sobre brujería,
sobre naturismo, ecologismo, indigenismo y sobre la lucha anti-
patriarcal y los derechos de los animales, desde una perspectiva
antiespecista. A su última película, el mediometraje Garchando
sesentaynueve categorías más allá de La Butler, le fue bastante
bien en un par de festivales. Hasta lo vendió en Canadá y USA
a través de una distribuidora feminista inclinada al hardcore.

De noche, se prepara una infusión con cáscaras de frutas


secas y té rojo, y se lo va a tomar al patio, mirando las estrellas.
Después deja la taza en la pileta de la cocina y sube a la terraza.
Prende un poco de palo santo, se saca la remera. Se coloca en
el centro, parada, con los brazos extendidos hacia arriba, las
manos abiertas con los dedos apuntando al cielo. Cierra los
ojos. Invoca. Arcaicas matronas cubiertas de cebo y pieles;
hechiceras devoradoras de alimañas con el rostro pintado de
rojo; brujas con la entrepierna untada voladoras al aquelarre;
milicianas ágiles y ecuestres; militantes feministas intelectuales y
28
aguerridas; artistas polifacéticas; chabonas con calle, con Pacha,
con Kosmos. Inspira y expira, cada vez más fuerte. Abre los
ojos. Piensa en todas esas vidas inocentes arrancadas a la Vida.
En lo que sucede en ese mismo momento en otros lugares. Baja
de la terraza y se mete en la cama. Le cuesta conciliar el sueño.

Aparte de eso, por ejemplo, va a Baigorria a visitar a Viviana,


su amiga de la secundaria. Una colgada, achinada, que toca
tambores, que hace danza contemporánea, que tira el I-Ching
y algo sabe del Tarot Marsellés, que da clases de yoga, que vive
en una casa con un gato y tres jardines (uno de ellos, pequeño,
adentro de su cocina), que leyó de adolescente Harry Potter y
un par de novelas de Ann Rice, que ahora lee a Castaneda, a
Jodorowsky, a Rigoberta Menchú. Que vive empezando cosas.
Juntar experiencia, dice ella. Para Olga es colgadura. Empecé
Yoga; empecé Tela; empecé Mandarín; empecé Canto; empecé
Judo; empecé Comedia Musical; empecé Pole Dance; empecé
a ir al Ejército de Salvación a revisar porque me dijeron que se
pueden encontrar cosas copadas o flasheras, como ropa, libros,
etcétera; empecé Antropología; empecé Fútbol; empecé una
dieta vegana; empecé Salsa; empecé Pilates; empecé Pintura;
empecé un Seminario de Runas Vikingas y Tótems Polinésios;
empecé a salir con Mara, mi profesora de Elongación; empecé
Esperanto, (¿Esperanto?), sí, Esperanto; empecé un Curso de
Tejido Urbano (?); empecé a jugar el Dance All; empecé Yoga
de vuelta...

Sos una colgada, terminá alguna vez algo, le dice Olga con
una seriedad alienígena. Vos tenés tu colección de encendedo-
res, Olgui, yo tengo mi colección de empezadas entusiastas, le
contesta Viviana, y se come una fruta con potasio. No, a una
29
colección hay que darle un cierre, así se transforma en un ob-
jeto apreciable por todos lados, en algo con tres dimensiones
que podemos recorrer; ya no es algo en tensión con un futuro
incierto, algo tironeado por el vacío del próximo objeto de la
colección, el que falta; la colección, cerrada, es una cosa bella
y plenamente existente, una cosa que una puede transportar y
ubicar y contemplar. Eso dice Olga, ya un poco entusiasmada,
un poco por el porrón que se tomó y otro poco porque ella es
así. Cuando discute con las abolicionistas de la prostitución
es igual. Y dice más a Viviana. Mis colecciones anteriores se
cerraron con un objeto. Esta colección de encendedores, la
Colección Definitiva, la voy a cerrar con una acción.

Empecé Zumba, dice Viviana, mientras revisa los whatsapps


de uno de sus grupos, el de comemos orgánico. Dale, vamos
Olgui, te va a hacer bien.

•••

... y en la planicie de la madrugada, Rodolfo va a la cocina


y se prepara unos tallarines. Saltea lo que va encontrando por
ahí: una cebolla, medio morrón verde, un ají rojo chiquito, me-
dia berenjena, cuatro champiñones; como desandando en una
preparación anónima el camino por el que Marco Polo trajo
los tallarines a Oxidente. Los deja al dente. Mezcla con dos
tenedores. El vapor le tira una onda vaporizador; siente olor a
bosque. Va con la sartén humeante hasta su silla playera frente a
la computadora. Tiene abiertas varias pestañas en el navegador:
una página de descarga de libros, busca una novela de Walser; un

30
breve documental sobre Jang Keun-suk, el coreógrafo coreano
cada vez más en la mira de los conspiranóicos trasnochados al-
rededor del mundo; el pdf de un texto de Eduardo Grüner sobre
una expedición francesa al África en busca de un botín de arte,
financiada en parte por Joséphine Baker (famosa vedette negra
en el París de esa época) y Al Brown (boxeador, ídem); un tema
de Ricky Espinosa (Todos los días son hoy) en pausa; una nota
de La Nación, una necrológica, sobre un escritor prestigioso del
que Rodolfo no ha leído mucho, apenas una novela y un libro de
cuentos, “el último escritor” según la exageración del que decidió
titular la nota, el pequeñoburgués fetichista apocalíptico que
todos llevamos dentro; un video de YouTube con un cuento de
Clarice Lispector leído por la poeta María Belén Aguirre; una
página con el clima de Rosario y alrededores indicando fuertes
lluvias por venir; un programa de edición de audio online.

Sopla los tallarines para adentro. Se quema un poco la len-


gua y el paladar, lagrimea. Está bueno. Mastica y lee el ensayo
de Grüner, le encanta esa escritura entrecortada del viejo, con
rizos hacia adentro, esos inserts y esos paréntesis tan cómplices
con el lector. Se queda mirando una frase que le gusta durante
un instante. Va al programa de edición de audio, clickea REC,
reproduce la frase con su voz, le mete mucho reverb, un poco de
distorsión, más reverb. Queda algo cavernario, gutural y lángui-
do, algo como de alienígena herido en una batalla galáctica. Lo
baja en un archivo MP4 a su computadora. Abre su cuenta de
Gmail, le manda el archivo a cinco contactos, termina de comer.
Se para, va hasta la cocina y, mientras llena de agua la sartén,
piensa en las cuadras que recorre casi a diario para ir a comprar
a los chinos. Por ciertas escenas, o rutinas que ya tiene bastante

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vistas, se da cuenta de que sus desplazamientos son casi siempre
a las mismas horas. Soy como Kant, piensa.

En la pantalla de la compu ve que uno de sus contactos le


contestó. Abre el correo. Lee una pequeña historia sobre unos
viajes en bicicleta por la ciudad buscando un DNI, desde el
Correo Central hasta unas oficinas que quedan yendo para Zona
Norte, de ahí, a la Estación Rosario Norte; el documento no está
en ninguna parte. Parece que el DNI se traspapeló. Después el
relato del mail se detiene en una de las personas que atendió al
solicitante del documento, Rodolfo no entiende bien en cuál
de los escritorios o mesas de entrada. Lo que sí entiende es que
se trata de una mujer que habla sin parar con un tipo que está
sentado más atrás mirando la pantalla de una computadora. Esta
mujer, en vez de atender al público, habla sin parar con el tipo
sobre unas vacaciones en Carlos Paz, sobre un hijo aburrido
que se iba a dormir a las diez de la noche, sobre una amiga que
se tomó una jarra loca y al otro día amaneció durmiendo en un
entrepiso que no reconoció y que sintió abajo voces y ruido y
olor a desayuno y bajó y vio a dos personas sentadas a la mesa,
un hombre y una mujer que no había visto en su vida, y desayunó
con ellos en silencio, mientras miraba de reojo las risitas no tan
disimuladas que se pasaban de uno a otra y viceversa, y después
se fue. Esta mujer decía también algo sobre albinos bronceados.

Ese contacto siempre lo descoloca. ¿Albinos bronceados?


¿En serio? No termina de leer; no sabe bien si por falta de interés
o por algo cercano al miedo.

Entre las escenas o rutinas que ve seguido camino a los chinos,


está su paso frente a los ventanales del Centro de Salud Integral

32
Zoê, por Mitre, justo a la hora de la clase de Zumba. Varios de
los participantes de la clase, al menos tres, cree notar, y el propio
instructor de Zumba, incluso, el moreno alto, ya lo reconocen
y le dedican algo más que una fugaz mirada. Rodolfo sonríe
mirando a la nada, ellos sonríen, y pasa. Al fondo, detrás de la
barra de jugos y licuados, siempre está esa chica de melena negra
a la que una vez vio sentada en uno de los ventanales esperando
a que abriera Zoê; estaba leyendo un libro de Correspondencias
de Manuel Puig. Él le preguntó qué leía, ella le contó, y después
charlaron un poco del barrio. Pero, mierda, no se lo puede sacar
de la cabeza. ¡¿Albinos bronceados?! ¿Es una clave? Vuelve al
correo del contacto que siempre lo descoloca. Sigue leyendo.
No hay ninguna aclaración al respecto. De hecho, hay un acan-
tilado de punto y aparte. Y Rodolfo, al caer, se estrella contra
otra frase perturbadora: “El automóvil es la guerra”. Mmm. A
esa le parece conocerla de algún lado. Pero de dónde. Ah, sí, ya
está: Daudet, Daudet hijo, el facho, en un informe sobre el Salón
del Automóvil, citado por Walter Benjamin en sus Teorías del
Fascismo Alemán. Y el contacto mezcla la anécdota de un casi
accidente en bici, que casi desencadena un accidente de autos,
con pasajes de Walter Benjamin. ¿A dónde va con todo eso?
Ahá; ahí está. El contacto que siempre lo descoloca le hace una
confesión y un pedido.

•••

Saben que el imbécil de Luciano les dice “Hermanas


Cossettini”. Para él, ellas son “maestras”. En realidad profesoras,

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les deberían decir. Pero no le dicen nada. Para qué; es tan tarado
como su hermano Martín, el dueño. Lo cerca que les queda Zoê
de su casa y los precios, que todavía están razonables, son los
únicos motivos por los que soportan tanta imbecilidad musculada.
Están yendo desde que dejaron, cada una a su tiempo, los talleres
artísticos. O mejor dicho, están yendo por recomendación de
sus respectivos médicos y profesionales a cargo. A Helena, que
da Historia en un secundario público en Pichincha, la mandó su
cardiólogo. Y a Rosa, que da Danza en una academia del Centro,
la mandó su psicólogo.

Los desmayos de Helena empezaron cuando tenía siete


años. Una tarde, en la escuela, mientras corregía unas cuentas
en la hora de Matemáticas con la Señorita Berta al lado, todo
el salón se iluminó, hasta alcanzar un blanco total, y despertó
no sabe cuánto tiempo después en la dirección, en donde luego
de mirarla un minuto como si acabara de bajarse de un plato
volador, el Director y la Señorita Berta le ofrecieron un mate
cocido con mucha azúcar. Con el paso y las interrupciones
del tiempo, Helena se fue dando cuenta de que volvía de sus
desmayos reconfigurada, o mejor dicho, que lo que se reconfi-
guraba en cierta forma era su entorno, haciendo a la lectura de
su pasado cambiar de signo y de símbolos. Y con la deriva de
los profesionales a cargo, las hipótesis, los esquemas, las teorías
del porqué-dónde-cómo aparecían los desmayos, variaban.
Ellos por turnos preguntaban, observaban, diagnosticaban,
recetaban. Helena se fue limitando progresivamente a dejarse
observar y responder las preguntas que le hacían, y poco más. A
esa altura, era toda una paciente. A los once, una noche, durante
una piyamada en casa de una compañera de la escuela, el tío de

34
esta compañera, un tipo que trabajaba de camionero, que paraba
temporalmente en la casa, intentó meterse a la cama en la que
dormía, y le tocó la pierna y un poco del interior de los muslos
a través de la sábana. El desmayo vino inmediatamente después
de que escuchara la voz de su compañera pronunciando, desde el
otro lado de la habitación, el nombre del tío, con un tono entre
el regaño y el sonambulismo. Aquella vez, un neurólogo ubicó
los acontecimientos en un cuadro epiléptico con algo de retardo
madurativo. A los quince, durante un asalto con navaja vivido
junto a su hermana en el Parque Independencia: blanco total,
desmayo, reseteo. Esta vez, al volver en sí, Helena no reconoció
a su papá y confundió a su mamá con un personaje mediático
muy popular en ese momento. Para la ocasión, un médico clínico
recomendó varios estudios, entre ellos, uno ginecológico. A los
diecisiete, volviendo a la madrugada de una fiesta, en auto, con
un par de drogas consumidas, apagón blanco. En esta ocasión,
al despertar, decidió estudiar Historia en la UNR, quedarse en
Rosario y documentar su vida por todos los medios posibles,
como para no perder nada. Hasta ese momento, los planes
eran ir a Buenos Aires a estudiar Danza en un Instituto con
su hermana. Pero se quedó y le fue bien. Antes de recibirse de
Licenciada en Historia, ya estaba trabajando en un secundario,
el Normal Nº 3. Y de ahí no paró. Desde entonces, los episodios
se repiten, sin que se puedan predecir infaliblemente, aunque,
de alguna manera, se los ve venir. Fuera de eso, piensa ella, está
razonablemente bien. A sus cuarenta y cinco, un cardiólogo la
mandó a hacer una actividad física alegre. Zumba por ejemplo.

Bien podrían ser las Hermanas Entorno.

35
Para Rosa, su cuerpo es un afuera, al que le gusta acceder
por la vía del esfuerzo físico. Como que se trepa a sí misma. A
veces, incluso, su cuerpo lo abarca todo. Otras, le queda zum-
bando el vacío de una periferia interna: lo que para los demás
está afuera, en las tripas. El entorno es algo que la ahueca. Y
entre medio, corrientes de músculos y tendones electrificados.
Lo que encontró en ese panorama, o quizá lo que la encontró,
fue la danza. La danza y los perros. Bailar y compartir con esos
cánidos. Acariciarlos mucho, estirarse. Todo un continuo en la
dulzura de los movimientos. Con Telonius, su perro de la adoles-
cencia, paseó y habló muchísimo. Le contó cosas que no le había
contado a nadie. Le contó sobre la exigencia y la sobreexigencia
en la danza. Le contó sobre la competencia entre compañeras.
Le contó sobre su fascinación con los desórdenes alimenticios.
Le contó sobre las cortaduras en los brazos y las piernas. Le
contó sobre sus obsesiones. Sobre lo que ella había comenzado
a detectar como sus obsesiones, sobre lo que su mamá tildaba
de obsesiones, sobre lo que ese psicólogo con anteojos culo de
botella había señalado como obsesiones. Le contó su rollo con
la oscuridad. Y a él sí le hizo las preguntas que bien pudiera
haberle hecho a un psicólogo o a un psiquiatra. Cuando por fin
se mudó a Buenos Aires, Telonius se quedó en la casa familiar al
cuidado de su mamá, a la que mucho no le gustaban los perros
pero, bueno, no le quedó otra. Sus encuentros en las vacaciones
ya no tuvieron tanto contenido confesional. Excepto por una
tarde de invierno, en una escapada de fin de semana largo durante
su segundo año en Capital. Rosa se acercó al sillón en donde
Telonius reposaba su reciente senilidad, se agachó, le levantó
una de las orejas enruladas, y le susurró que había estado con

36
un chico y con una chica. Para ese entonces, Rosa formaba parte
de un ballet bastante exigente; y se destacaba. Montaban una
versión libre de Lolita de Nabokov, y ella interpretaba a Lolita,
mejor dicho, a una de las seis Lolitas representadas en escena.
Después participó en el montaje de una obra para ballet moder-
no prácticamente desconocida de Michael Peters (coreógrafo
mundialmente conocido por el baile zombie de “Thriller”). En
esa época le gustaba irse a vagar por la ciudad, como una perra
vagabunda se sentía ella, sin rumbo fijo. Incluso le gustaba,
en cierta medida, extraña medida, el peligro al que le parecía
se exponía cada tanto en esas derivas. Hizo un par de papeles
más. En algún momento, un poco antes de su regreso a Rosario,
empezaron las alucinaciones auditivas.

•••

Yanira pasa a buscar a Nadia en su moto. Le dice que lleve


toda la plata que tenga. Cuando Nadia intenta preguntarle algo,
Yanira se pone el casco y se monta en la máquina que le compró
a su hermano mayor hace dos años, cuando cumplió diecisiete
y se fue a vivir sola a una pensión. Nadia se sube callada atrás.
Agarran por Pellegrini y doblan en Entre Ríos hacia Zona Sur.
A los pocos minutos llegan a una casa con el frente de ladrillo a
la vista, con una puerta en el centro y dos ventanas exactamente
iguales, una a cada lado, con las persianas bajas. Es un frente
muy simétrico, piensa Nadia mientras sigue a Yanira, es como
una cara que te mira. Después de dos timbres, un adolescen-
te con unos pantalones Adidas verdes y el torso desnudo les
abre. Se hace a un lado indicándoles con el cuerpo que pasen.

37
El adolescente tiene tatuada una ciudad con gran cantidad de
detalles en la espalda.

Van hasta un patio, es ahí donde está la persona a la que bus-


can, como les indica el adolescente con la mano antes de meterse
a lo que parece una cocina con mucho humo y personas hablando
dentro. Cuando Yanira y Nadia salen, por una puerta que tiene
pegada una foto de Michel Foucault con un gato negro sobre las
rodillas, comienzan a escuchar un zumbido agudo y voces en
el fondo de un patio largo, entre un par de árboles frutales: se
trata de los pequeños motores de dos máquinas de tatuar y de
una conversación sobre la supuesta vinculación entre la CIA, el
Pentágono, la Casa Blanca y cierto coreógrafo surcoreano, del
que ninguno de los presentes recuerda el nombre, para llevar
adelante un plan de control y manipulación de la población
mundial por medio de la danza.

Nadia superpone mentalmente a la escena un cuadro de El


Bosco, se sonríe del lado de adentro de la cara. Entre el pasto
crecido del fondo del patio hay: una camilla con un pibe gran-
dote encima, acostado de panza, y una chica vestida con un
disfraz de canguro tatuándolo en una nalga; una reposera con
un tipo entre los sesenta y setenta años, con pinta de motoquero,
sentado, y un chico de no más que quince años tatuándolo en
la cara interna del muslo; en un sillón con el respaldo apoyado
contra la medianera que da a la casa vecina, tres personas sen-
tadas: una chica flaca con el pelo teñido de rosa, de piel muy
blanca totalmente cubierta de pequeños tatuajes que se repiten
regularmente, como en un papel de envolver o en el estampado
de una tela; a su lado una mujer robusta, de pelo corto al ras y
camisa a cuadros y un tipo que, aún sentado, se ve bastante alto
38
(por hasta a dónde le llegan las rodillas), con el pelo afro y unos
dientes blancos enormes, con una sonrisa un poco idiota y una
laptop sobre las rodillas, que teclea y mira la pantalla fingiendo
una concentración entretenida que claramente no tiene en ese
momento. Es él, Nenín, el poeta villero-gay, últimamente furor
en las redes sociales y en algunos reductos artísticos.

Lo que Yanira sabía de él era que se había escapado de una


villa del conurbano bonaerense en la que había vivido desde su
nacimiento. Después de un problema, se había ido a girar un
tiempo por Capital Federal y otro tiempo por Córdoba. Sabía
que primero vivía de vender sus libritos de poesía y dibujos por la
calle y en las terrazas de los bares, y también en algunos eventos
de la cultura independiente, en los que incluía performances,
intervenciones con creciente grado de complejidad.

Contada por el propio Nenín, a un círculo ni muy grande


ni muy pequeño de seguidores, su historia era algo así: él salía
con... bah, se garchaba a... un pibito. De ahí de su barrio. Un
pibito más chico que él. Un pibito que había caído un día, solo,
a su casilla. La casilla que le había quedado para él después de
la muerte de su mamá y la cárcel de su papá... un día había caído
el pibito para hablar boludeces, que si le gustaba la música,
que qué bandas escuchaba, que si le gustaba la cumbia vieja,
que si la colombiana, que si Los Redondos, que si le gustaba
la merca; y qué, ¿vos tomás merca tan chico?, y qué... no te
voy a esperar a vos. Y bueno, habían terminado tomando unas
birras y garchando, copado el pibito, le reencantaba. La cosa es
que una tarde, después de garchar y tomar unos mates dulces,
todo piola como siempre, el pibito le dijo que unos pibes, entre
ellos su hermano mayor, tenían planeado darle el palo, matarlo
39
incluso, por “violín” y por “burrafa”, y quedarse con el terreno
y la casilla, y él, que de todas formas no tenía ganas de vivir ahí
toda su vida, se las tomó.

Yanira da un paso al frente. Nadia, como de costumbre, queda


un poco más atrás, distraída, mirando una bandada de patos que
pasa volando. Yanira mira fijo a Nenín, desde chica le gusta jugar
a que puede mover cosas con la mirada, hasta que Nenín saca
la vista de la pantalla y también la mira. Quiero... queremos...
colaborar, dice Yanira. Buenísimo, dice Nenín. Qué buen cope,
loca, dice la chica cubierta de pequeños tatuajes.

El proyecto de Nenín era más o menos el siguiente. Hasta ese


momento se lo conocía como poeta, ilustrador y tatuador; ahora
había escrito una novela; y la novedad del asunto radicaba, más
que nada, en las características editoriales: Nenín iba a utilizar
el arte del tatuaje como soporte para su nuevo trabajo. Los doce
capítulos con los que contaba la novela iban a ser tatuados sobre
el cuerpo de doce personas. De esa manera, quien quisiera leer el
libro completo, tenía que conocer a cada uno de los portadores
del capítulo en su piel. El orden no importaba, ya que los capí-
tulos eran módulos aleatorios. Todo esto, obviamente, generaba
otro espacio y otro tiempo de lectura y de experiencia ligada a
la lectura, otro contexto, explicaba Nenín.

La manera de elegir a quién iba a llevar encima cada capí-


tulo era a través de la convocatoria a un casting permanente
hasta encontrar las pieles, en su casa. Nenín sabía muy bien
las características de cada uno de los portadores del texto, ya
las veía en su mente. En las redes estaba toda la data a tener en
cuenta. Por ejemplo, un capítulo tenía que estar tatuado sobre

40
una chica-chico de carácter áspero y decidido. Ese capítulo, que
hablaba de unos vehículos raros que se estaban fabricando en
talleres mecánicos de la periferia de una gran ciudad latinoa-
mericana en un futuro próximo, tenía que ser tatuado, sí o sí,
sobre la piel de una tomboy de barrio popular.

Por ese motivo están Yanira y su amiga Nadia en esta casa.

Estee... el, el capítulo de “Lalu y los motores bióticos”... me


lo podrías hacer acá, dice Yanira, y muestra la cara interna del
brazo derecho. En el Face de Nenín decía que ese capítulo tenía
que estar tatuado en el interior de un brazo izquierdo. Ese va en
el interior de un brazo izquierdo, le dice Nenín. Pasa que acá me
llega la punta de estaaa... mmm... enredadera, dice Yanira, un
poco colorada, mostrando su otro brazo tatuado. Nenín explica,
no a ella sino a todos los presentes, por qué no es lo mismo un
brazo que otro, el interior de un brazo que otro. Tienen una
acumulación simbólica diferente, dice Nenín. Cada parte del
cuerpo tiene su lugar en la cultura, tiene sus relatos proyectados
y adheridos, sus tratamientos a través de cada ideología. Cada
parte del cuerpo aparece y desaparece en juegos, en técnicas,
en imágenes y en descuartizamientos a lo largo de la Historia.
Movidas políticas para desmontar el cuerpo, asuntos en donde
el cuerpo se vuelve a armar, pero le faltan piezas, y entonces
se vuelve a desarmar, en un baile, o en una orgía, y se vuelve a
armar, en una marcha, o en un piquete ponele, y faltan piezas
(el ano por ejemplo), o sobran piezas... y todo así, dice Nenín,
parándose del sillón, imitando mal un éxtasis.

•••

41
Como secuelas, sufre una renguera del lado derecho y la
amputación de su mano izquierda. Esas son las visibles. El
accidente de Fernando De Angelis fue bastante comentado en
su momento en Rosario. Se trataba de un abogado conocido.
En él murieron su esposa y su pequeña hija.

Una noche, en una ruta, viniendo de la Patagonia, su automóvil


perdió la dirección y se estrelló contra un árbol. Uno grande y
antiguo. Bastante gente se apresuró a afirmar que aquella noche
De Angelis conducía en estado de ebriedad. Solía hacerlo, y esto
muchas personas lo sabían. Alguna gente sigue diciéndolo. Pero
eso es falso: el test de alcoholemia dio negativo. Guste o no, la
verdad sobre lo sucedido está, desordenada y con vacíos, en la
mente en ruinas de Fernando De Angelis. Y en la horrorosa
materialidad de la pérdida.

Creyó ver algo en la ruta. Aunque duda de si fue ahí donde se


le comenzó a torcer la dirección o si fue un instante antes, cuando
su mujer le dijo algo. Algo que quizás lo molestó. ¿Quizás? Pasa
que, por raro que parezca, no recuerda qué fue lo que le dijo su
mujer. No recuerda qué fue lo último que le dijo su mujer, antes
de morir. Esa pérdida, De Angelis se la atribuye a lo que cree
haber visto inmediatamente después.

Él. O su padre. Ahí. Cruzando la ruta.

Formas de pensar el accidente y el dolor (si de alguna manera


valiera la pena): porque creyó ver a su padre, ¡o a él mismo!, en
el medio de una ruta patagónica, de noche, listo para ser atro-
pellado (¡lo que tiene muy poco sentido!), es que se olvidó de
lo que le dijo, de lo último que le dijo, su mujer. O: por eso que
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le dijo su mujer, eso que ahora no recuerda, eso que quizás lo
molestó, o lo perturbó, es que vio lo que vio, lo que creyó ver.
Y sus elucubraciones son una espiral de dolor, que se retuerce.
Una espiral descendente que se retuerce, estrujando el pasado.
Y desde abajo ve cada vez más pequeñas las imágenes de su hija
y de su mujer. Se alejan. No, no es así: ellas se quedan en donde
están. Es él el que se aleja, cada vez más, en su caída. Su mujer
se queda ahí, leyendo y haciendo collages; su hija se queda ahí,
jugando y bailando. Y él cae. Su mujer (que por supuesto nunca
fue su mujer, porque esa pertenencia ya no existía de verdad
en la época y en el lugar en que les tocó vivir) queda viendo y
comentando películas; su hija (que siempre será su hija) queda
investigando sobre los egípcios y bailando. Y él cae. Él es un
collage que su mujer dejó sin terminar; es el apoyo que su hija
no recibió. Pero el pensamiento no se detiene.

Eso sí, se pone raro con la caída. El pensamiento salta las


vallas del asesinato culposo, de la negligencia homicida, y sigue
hacia lo desconocido. ¿Y si el que vio en el medio de la ruta
efectivamente era él, por lo tanto, no podía ser él quien conducía
el vehículo? Esto, literal. De ser así, entonces, ¿por qué habría
tenido él la visión? Especula: él no la tuvo; es lo que algo dentro
de él va a contestar, buscando mantener, para sí, el caso abierto.
El pensamiento va hacia la libertad.

Él no es él. (De hecho, ahora hasta hace Zumba: para com-


pletar su rehabilitación.)

Buena parte de los conocidos de la familia lo culpó a él. ¡¿A


quién más si no?! Además, él era un excéntrico, un retorcido.
No era feliz. Y peor, parecía que no pretendía serlo. Y peor, se

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ponía violento. Y estaba loco. ¿Fue un accidente? ¿Es que algo
que te hayan dicho puede hacer que estrellés un auto, en el me-
dio de la nada, contra un árbol? ¿Y una visión, así de extraña,
debería poder?

El tiempo pasó. Él está de nuevo frente a un volante.

•••

Vilca se acercó silbando al auto, moviendo las manos como


si lo intentara estacionar con un poder telequinético. Fernando
De Angelis apagó la música y lo miró a través de la ventanilla
abierta. Se tomó unos instantes para bajar, hasta que la cara de
Vilca emitió la sonrisa imperfecta habitual.

Eso que me comentaste el otro día, lo del coreano ese, ¿te


acordás?, también tiene que ver con las advertencias de Nimrod
de Rosario, le dijo, casi le susurró, Vilca, sin mirarlo, mirando
para el lado contrario, como solía hacer cuando hablaba de esas
cosas. Varios meses atrás, durante su primera conversación larga
sobre “teorías conspirativas y conocimiento oculto”, materias
en las que Vilca parecía experto, De Angelis, como para men-
cionar algo, le comentó una cosa que había leído en Internet,
el posteo de un conocido en Facebook. Algo sobre un plan de
los rusos y los chinos para conseguir la hegemonía mundial a
través del baile. Algo sobre un coreógrafo coreano devenido alto
funcionario de planificación de esa alianza. El asunto parecía
tener más de una versión.

44
Ahora sí, dijo Vilca. Vamos a tener que defender la Patria, en
serio. No va a alcanzar con mandar a morir colimbas como en el
82. Ahora todos somos responsables. De Angelis prestó un poco
más de atención que de costumbre a lo que decía el cuidacoches.
Es la Sinarquía Internacional, continuó Vilca, sin mirarlo.

Cinco horas después, Vilca está acostado en su casa, entre


los cientos de ejemplares de diarios, revistas, enciclopedias y
libros de todo género que ha recolectado en la calle, durante sus
épocas de cartonero y ahora como cuidacoches. Sabe que no
es así, pero, para él, le gusta pensar que lo ha leído todo. Todo
lo que tiene ahí en su casa, se entiende. Desde los cinco años, a
los que aprendió a leer en una biblioteca chiquita que tenía una
pareja de anarkos en el barrio, se sumergió en los signos, se puso
a perseguir las señales. Como tiempo atrás habían matado a su
papá, en una pelea en el barrio por temas de merca, y su tía, que
antes vivía con ellos, se había ido a vivir con su pareja, su mamá
apenas podía cuidar a todos los hermanos, que eran siete, dos
de ellos bebés. Entonces él, a los cuatro años, se caminaba solo
los veinte metros que separaban la puerta de su casa de la puerta
de la biblioteca y se ponía a hojear las revistas y los libros que le
alcanzaban, hasta que llegaba la hora del matecocido con leche y
el pan con mermelada (que con el tiempo se enteró que hacía la
misma mujer que le pasaba los libros, con fruta que le donaban
compañeros de la militancia).

Su mamá no sabía leer, y no opinó nada cuando Vilca le dijo,


en sexto grado, que no quería seguir yendo a la escuela. No opinó
nada o, si lo opinó, no pudo expresarlo, o lo encontró inutil de
expresar. Cuando esto pasó, se preocuparon más los anarkos de la
biblioteca que el Estado. Bah, el Estado ni se preocupó. Ese año,
45
a mediados de la segunda mitad de los 80, la deserción escolar
fue grande. Su amigo Joel también dejó la escuela en esa época,
y juntos, se encargaron de organizar y catalogar, comandados
por un punki al que todos llamaban Pata ‘e Gonia, buena parte
del material de la biblioteca. En realidad, más que nada llevaron
libros y revistas de acá para allá, según les indicaba Pata ‘e Gonia,
pero entre medio, vieron las tapas y portadas, vieron los dibujos,
las fotos, los diagramas, los esquemas, los cuadros sinópticos,
las tablas de valoración, las tipografías y fuentes, las texturas
de los papeles, la organización de los párrafos, contemplaron y
evaluaron, como quien saca a la gente por su cara, las fotos de
los autores y de los personajes ficticios o reales o las dos cosas
a la vez como les explicaba Pata ‘e Gonia, que parecía tener un
par de años más que ellos, no más.

Ese verano empezó a salir por la ciudad con su tío y su


prima en el carro. Y empezó a juntar y juntar papel impreso,
prácticamente en todos sus formatos. Acumuló, en su casa y
en su cabeza, metros y metros de toda clase de lenguaje gráfico.
Miró y leyó todo lo que le pasó por las manos. Y como quien
arma una cabeza de papel maché, se fue forrando el cráneo
desde adentro con los trozos de papel impreso y la plasticola
de sus pensamientos.

Difícil le resulta, ahí tirado en la cama, entre las pilas de


papel, encontrar el camino de regreso a los orígenes de su for-
mación autodidacta y silvestre. Saber por qué terminó entre
tanta sospecha y confusión. Veamos. Hitos; momentos bisagra;
revelaciones; señales; luz de faro... Sí: las Condorito, como a los
seis, y la lectura del primer capítulo de Los Templarios Alienígenas
y sus Tecnologías, el primer libro interesante que conseguí por mi
46
cuenta y no por la biblioteca de los anarkos, piensa en la cama
Vilca, y prende un cigarrillo. El primero con un saber oculto.
Qué quilombo, cómo confundí todo. Saber no es acumulación.
Abre un poco la ventana para que el humo no le haga mal a la
bebé que está durmiendo al lado suyo, junto a su madre, y a su
otro hijo de dos años. Se da perfecta cuenta de que está tratando
de no pensar en lo que pasó cuatro horas atrás, en el Centro.

•••

El living del departamento que comparten en Los Angeles


está pintado de color fucsia, de las paredes cuelgan algunos
posters de películas enmarcados. El color de las paredes fue
idea de Alfie: un homenaje al botánico alemán Leonhart Fuchs.
Los posters fueron idea de Tico: Queimada, Amadeus, Possession,
Idioterne; le pareció una buena idea estética el hecho de que todas
las películas de los posters tuvieran una sola palabra como título.

El Doctor Walter Freeman lobotomizaba con un picahielos,


era un verdadero hombre libre, además de anti-trotskista en el
homenaje, jejeje. Esto le dice Alfie a Tico mientras termina de
pelar las papas para la ensalada rusa. Cuando se mudaron juntos,
Tico le enseño a cocinar varios platos, entre ellos, ésta ensalada,
que se convirtió en la favorita de Alfie. Esperan para comer a
Brenda Sánchez, una chica mexicana compañera de trabajo de
Tico en American Reaction, ella es la voz de Wendy Gunny, la
joven adicta a la metanfetamina que cada tanto mata a alguien en
la serie, y es, además, secretaria de la Comisión Interna. El tema
que tienen que tratar son las medidas a tomar luego del rechazo

47
del aumento de sueldos. Los dueños del Canal, también produc-
tores ejecutivos de la serie, opinan que tendría que ser suficiente
con el aumento que se le dio al elenco a principios de año. Los
actores saben que, en su momento, ese pequeño aumento fue
planteado, por ambas partes, como una actualización mínima
de los ingresos en el panorama general de crisis económica,
«hasta que se reacomoden algunas cosas en la empresa», según
palabras de Herbert F. Goodman, CEO de la cadena de medios.
Brenda Sánchez, lo que trae, son las respuestas y las ideas de
la gente de dibujo, montaje y animación. Tico sospecha que, si
bien a principio de año los dibujantes y animadores estuvieron
en un solo frente con los actores de voz contra la patronal, ahora,
gracias a la mala onda de Frank Papini, autoproclamado dibu-
jante estrella y, desgraciadamente, delegado de los dibujantes,
montajistas y animadores, eso puede no ser así. El muy salame
de Papini anda diciendo por ahí, como llegó a oídos de Tico, que
los actores de voz se creen imprescindibles para la serie y que
por eso quieren, a fin de cuentas, un trato diferenciado, que se
traduzca en privilegios sobre el resto de la Producción. Mira
que hay que ser miserable, pensó Tico, delegado de los actores
de voz por votación unánime.

Brenda llega justo cuando comienza a llover. Hace frío, viene


abrigada, apretada adentro de un tapado verde heredado de su tía
cantante de rancheras y feminista, con un botellón de vino tinto
chileno en las manos. De entrada Brenda le dice a Tico que los
dibujantes, montajistas y animadores están muy pero requetemuy
confundidos, no saben para qué lado agarrar; están en el medio
de un pinche tornado de chismes. Mientras Alfie sirve la comida,
pollo al horno con ensalada rusa, Tico le cuenta a Brenda lo que

48
le dijo esa tarde en los estudios Abie Core, su amiga dibujante.
Le dijo que Frank Papini, el muy conspirador, se había reunido
a escondidas con el mismísimo Herbert F. Goodman. Y que de
dicha reunión había salido el compromiso de no acompañar las
demandas de los creídos actores de voz por parte de dibujantes,
montajistas y animadores. Lo que Goodman supuestamente le
había prometido a Papini era algo así como un premio de fin de
año, un regalo por unas improbables horas extra hechas por ese
sector de la Producción.

Cuidado si alguien no bosteza cuando otra persona, en el


mismo lugar, bosteza: puede ser un psicópata, dice Brenda, con
la voz de Wendy. ¿Por qué pones la voz de Wendy Gunny para
decir eso, Brenda?, le pregunta Alfie. Es mi voz, le contesta ella.
Bueno, ¿y a qué viene ese comentario?, pregunta Tico, agarrando
con la mano una pata de pollo. Papini, contesta ella. ¿Papini, qué?,
pregunta Tico con la pata de pollo a unos centímetros de la boca,
que ya está brillante por la grasa. Hoy lo vi a Papini afuera de los
estudios, dice Brenda, estaba hablando con Joseph Araya, que no
paraba de tocarse los huevos. Joseph Araya es el Jefe de Personal
del Canal. Me acerqué a donde estaban, continua Brenda, con la
excusa de preguntarles si sabían algo de los festejos de Navidad
de la Producción, y mientras les decía no sé qué cosa de unos
regalos que queríamos hacer los dibujantes, trataba de adivinar
por sus caras de qué chingaderas estaban hablando esos güeys;
en eso, Araya bosteza, y yo también bostezo... ¡Y Frank Papini
no bosteza! ¿Estás diciendo que ese Papini es un psicópata?,
pregunta Alfie, como sin interés, jugando con un pedacito de
zanahoria. Esperen, dice Tico, traga lo que está masticando, y
sigue, leí que el 60% de los humanos son sensibles a ese contagio,

49
sólo el 60%. Entonces quizás también leíste que ese 40% res-
tante está lleno de esquizofrénicos, autistas y psicópatas, güeys
con empatía cero, larga Brenda, y se manda un buen trago de
vino que le enrojece un poco los ojos y las mejillas. No, eso no
lo recuerdo, pero sí recuerdo que bostezamos incluso antes de
nacer, a partir de las veinte semanas de gestación ya bostezamos,
dice Tico, y deja la pata de pollo en el plato. Alfie, que hace unos
instantes está mirando esa pata de pollo, dice que él leyó que los
pájaros también bostezan. Hasta los peces, agrega Tico. Como
sea, corta Brenda, ese Papini tuvo una idea, que rápidamente les
transmitió a los de arriba. Tico y Alfie la miran esperando a que
desembuche. Brenda Sánchez hace una pausa eterna. Toma otro
trago de vino, vacía la copa, la deja en la mesa, mira con gesto
gatuno a Tico, mira con gesto cómplice a Alfie, parece que se
está vengando por la poca respuesta que tuvo con su hipótesis
del bostezo. Habla de una vez, chica, le tira Tico, que cada vez
que pierde la paciencia retorna del castellano neutro con toques
de argentino a su acento venezolano.

Frank Papini les sugirió, por medio del mismísimo Herbert


F. Goodman, seguramente en esa misma reunión secreta de la
que te habló Abie Core, que buscaran un imitador tuyo.

Todos en la Producción recordaban el escándalo originado


por unas filtraciones a la prensa durante el primer conflicto
salarial fuerte, a finales del año anterior. El público, según se
expresaba en las redes, no estaba dispuesto a tolerar un cambio
de voz de Wally Darger; ese personaje era su voz. Fue tanta la
presión que las autoridades del Canal desistieron de su idea de
sacarse de encima a “ese chimpancé sindicalista”, como tras-
cendió que lo llamaban.
50
Terminan de comer en silencio. Tico y Brenda tienen cara
de reconcentrados, ambos saben que la noche es larga y que
quedan un par de temas importantes por tratar. Alfie levanta
los platos y se disculpa; se va a su habitación. Cuando Brenda
mira a Tico y apunta con un puchero de sus labios a Alfie, que
desaparece por el pasillo rascándose la cabeza, Tico le dice que
tiene que hacer su video de los viernes. Ah, okay, larga Brenda
casi inaudible. Tico agradece en silencio que Brenda no pregunte,
una vez más, a qué se dedica Alfie. (Es youtuber. ¿Queeé? Que
es youtuber. ¿Cómo, sólo eso? Bueno, le va bastante bien, tiene
más de cuatromilquinientos suscriptores... Siempre lo mismo.)
Una vez solos, Tico se levanta, va hasta la computadora y pone
un disco de James Ferraro, se vuelve a sentar y le pregunta
a Brenda cómo es que sabe lo que sabe. Me lo dijo Sharing,
contesta Brenda mirándose las uñas. Y sigue, Sharing estuvo
presente en la famosa reunión secreta.

Steve Sharing es el creador de American Reaction. Y desde


hace unos meses, mantiene un romance, más o menos secreto,
con Brenda Sánchez. Como Tico sabe de esta relación, no duda
ni un segundo de las palabras de Brenda. De lo que sí comienza
a dudar, no sabe bien por qué, o quizás sí sabe pero no llega a
situarlo del todo en su mapa mental, es de la posición real de
ella en el conflicto.

51
estado gaseoso
Carlo saluda a la clase con su habitual “¡Bueno mis cuerpi-
tos, a mover esa vida!” justo cuando De Angelis abre la puerta,
entra, pega un trotecito algo convulso, y se acomoda atrás, a la
derecha, en su posición de siempre. Están todos.

Hágase la música: merengue sabanero furioso.

Carlo muestra la primera secuencia de movimientos. Cincela


con la mirada los pasos que rebotan en el espejo y se proyectan
en su carne tonificada; emana dinamismo. Los demás lo siguen,
intentan acatar por su bien físico. Pasa rápido a la segunda
secuencia de movimientos. Tienen que despertarse. O mejor,
como dicen acá: tienen que avivarse. Romper el cascarón de la
verticalidad encorvada de las obligaciones diurnas. Sacarse esa
mochila de Nada. Ganar presencia, chico, desembarcar en la vida
como una fuerza de elite a las órdenes de la Propia Felicidad.
¡No se olviden que son a tierra los movimientos!, grita Carlo, y
se mira hacer una sonrisa gigante en el espejo. Inspira por unas
fosas nasales enormes, los ojos muy abiertos. Exhala. ¡Son desde
la tierra y hacia la tierra!

Yo soy más bien aéreo, piensa Fernando De Angelis. Los


músculos de la clase se van calentando, las articulaciones se van
haciendo más fluidas. Mary T, Angie, acaricia la idea de viajar
a algún lado con su chongo (en realidad se llama Jorge), podría
ser Uruguay, o al menos unos días a las termas de Concordia,
pero seguro Nachito va a querer venir, a veces esos dos parecen
novios. ¡Abarcamos!, ¡abarcamos más!, grita Carlo, en una
55
especie de crucifixión móvil. Las tensiones del grupo se van
constituyendo, se van actualizando. Olga, por un momento
fuera de su aproximación crítica a todo este asunto del Zumba,
se siente en una sincronía casi perfecta con Carlo, se deja llevar.
Yanira se lo toma muy en serio, hasta saca inconscientemente
la punta de la lengua; a Nadia se le cruza algo como una liebre
por la ruta del pensamiento, cuando rebobina y pone pausa en
el video mental, lo ve claro: Mateo la está cagando, la está re
cagando, como de arriba de un poste, un poste con el foco de
la vergüenza en la punta, reverendo hijo de yuta.

¡A ver este estribillo, mis cuerpitos!, grita Carlo girando casi


todo el cuello, como una nena del Exorcista bailantera. Tenemos
650 músculos esqueléticos (los que podemos controlar), sin
embargo, es en los otros, en los que se llaman lisos (por cómo
se ven al microscopio), en los que más estoy yo, soy una roca
que late, piensa De Angelis.

Estas academias en China y en Corea del Sur, elucubra Carlo


en la bisagra de un pivoteo, son lo que realmente necesito para
mi próximo movimiento, para mi próxima Acción Real Justa1.
1
Hace unos meses, Carlo tomó contacto con el trabajo del coreógrafo
coreano Jang Keun-suk a través del videoblog de Alfie, su actual cuñado.
Y desde entonces no se lo puede sacar de la cabeza. Más allá de la maraña
de conspiranoias y supuestos complots que rodea las actividades del co-
reógrafo (que si trabaja para los chinos y los rusos; que si en realidad está
auspiciado desde las sombras por los norteamericanos y los sionistas de
siempre; que si en verdad es una ficha ultrasecreta de contra-ataque al capi-
talismo en la manga de Corea del Norte; etc.), se puede percibir, de fondo,
la estructura de una estrategia. Que no es otra cosa que el arte de vencer.
Es decir, Carlo alcanza a ver, mediante un ejercicio tan intelectual como
físico, los contornos de una Estrategia. Algo grande. Un plan enorme. La
forma de (re-)conducir una sociedad. Sin embargo, sobre la superficie de
los dichos y los hechos, todavía hay flechas que apuntan para todos lados,
blancos móviles que aparecen y desaparecen por todas partes.

56
Son coreografías, chico, de toda clase, bien sabrosas. Lo mismo
de siempre, piensa Carlo.

Esquemas de movimiento, transmitidos, trazados en la


materialidad de la existencia. Hay cuerpos de origen, que se
perciben y se reordenan. Es decir, hay coreógrafos. Hay grandes
coreógrafos. Y hay millones y millones de pequeños coreógrafos.
Pero sobre todo están los Grandes Coreógrafos. Y su enfren-
tamiento cinético, cada uno con sus pasos, en y por las formas.
Las formas de lo concreto, las inmanentes y las trascendentes,
las formas de lo que hay.

La Historia y su Reverso se desarrollan en coreografías:


estructuras en las que suceden movimientos. La danza es en
esencia un concepto, una idea que debe efectivizarse, una
idea que sólo es verdadera cuando se da de manera efectiva
como movimiento. En realidad, Carlo leyó esto en Bailarán así.
Relaciones entre coreografía y estrategia, un libro de Michel Aigle.
Coreografías-animal; coreografías-manada; coreografías-rebaño;
coreografías-reunión; coreografías-marcha; coreografías-desfile;
coreografías-Estado; coreografías-fuga; coreografías-batalla;
coreografías-emboscada; coreografías-deriva; coreografías-má-
quina; coreografías-dictadura; coreografías-manifestación; co-
reografías-guerrilla; coreografías-congreso; coreografías-pánico;
coreografías-zombi... Lo que hay es Baile.

Esta Lucha de Grandes B-Boys, piensa Carlo en metáfora


hip-hopera, da lugar al Presente: versiones encontradas, cruza-
das, paralelas, enfrentadas, manteniendo caliente la pista para
que no cuaje el queso histórico2.
2
Por ejemplo (porque el mundo está hecho de ejemplos), se dice que
China convenció a Rusia de co-financiar un proyecto a escala global. Un

57
De todo esto, parece que Carlo toma lo que entiende. O
lo que, piensa/cree, le conviene a él y al Mundo; en ese orden.

Lo que sí se sabe con seguridad de Jang Keun-suk son sus


comienzos en un ballet de danza contemporánea bastante
“rompedor” de la Seúl de finales de los 80. Sabe sobre su fugaz
pero distintivo paso por la comedia musical, el cine y la televi-
sión de su país. Y sobre todo, sabe de su crucial participación
en el origen y desarrollo del fenómeno mundial de las bandas
y la cultura K-pop al frente de M. D. Entertainment. Bien
recordadas son나사!!! (Tornillo!!!), 수학의 신비 (Misterios
matemáticos) y 동물 거 (Espejo animal), bandas en las que ofició
de productor ejecutivo y artístico, mánager y coreógrafo. En
especial, la última de estas, boy-band en la que cada uno de los
integrantes representaba un animal: una pantera, un perro,
un mono, un caballo y un papagayo, y que le valió su primer
premio importante en la industria como mejor productor y las
primeras leyendas urbanas que lo tenían como protagonista a
él y a sus creaciones3.

experimento social montado sobre una bestia tentacular híbrida mezcla


de música pop y fitness. También se dice que no, que por supuesto que no.
Que se trata, por enésima vez, de los yanquis y sus genios malditos, los
judíos sionistas, armando el M d M (Mostruo del Momento), para sembrar
el Terror y cosechar el Cao$ conveniente. Una vez más están animando el
golem-mete-miedo/odio. Como los talibanes y el Estado Islámico.
3
Lo que no es tan bien recordado es la misteriosa desaparición de M. D.
Entertainment, un par de meses después del despegue de S. M. Entertainment,
la empresa del cantante, conductor de televisión y productor musical Lee
Soo-man. Esta coreografía de vodevil empresarial coincide con el momento
en el que la industria surcoreana del entretenimiento se convierte en lo que
conocemos como la Ola Coreana (Hallyu), una iniciativa gubernamental con
la idea de exportar la cultura surcoreana a todo el mundo, como Hollywood
había hecho con la cultura estadounidense.

58
Cierta musculatura de crónica sostenida por un esqueleto
de mito dice, al moverse, que Jang Keun-suk y Lee Soo-man se
conocieron en la Universidad Estatal de California a mitad de
los años 80, mientras ambos cursaban en Ingeniería, el segundo
una maestría en robótica y el primero una maestría en sistemas.
Dice ese mismo organismo que ambos se sentían exiliados
artísticos de la dictadura y la censura de Chun Doo-hwan
(quien, casualmente, había acercado Corea del Sur a los Estados
Unidos). A ellos, cada uno por su lado lo sentía, el techo coreano
les había quedado bajo: al momento de irse, Jang participaba
en un ballet de danza contemporánea que se expresaba, por
ejemplo, mediante desnudos cubiertos de engrudo coloreado
y mamíferos rapados, y Lee había armado la primera banda
heavy metal coreana.

Carlo no puede dejar de sentir especial simpatía por este


pasaje particular de la biografía de Jang Keun-suk, ya que él
mismo se siente un exiliado. Dice también este gimnástico or-
ganismo de la leyenda, acelerando el movimiento narrativo en
la mente de Carlo, que ambos surcoreanos se fascinaron con el
impresionante despliegue a nivel mundial de la maquinaria pop
yanqui del momento. En particular, con los dos colosos armados
de canto, baile e imagen replicada hasta el infinito: Madonna y
Michael Jackson4.

4
Para esa época, Jang Keun-suk los alucinó como íconos de un fascismo
dionisíaco por venir (Nuevo Orden que tendría a Apolo en un rol secundario,
terciario o cuaternario, de ínfimo personal trainer, pequeño life coach). En
madrugadas parecidas a un laberinto cruza con monoambiente los flasheó
ideología del futuro. ¡Michael Jackson tiene algo de androide!, le gritaba
a su vez, resacado, Lee Soo-man, viendo bailar a Michael en la televisión.
Los organismos animados por una coreografía ponen en duda, asoman al
vértigo, tanto a lo natural como al soplo divino, le decía a su compañero Jang,

59
Jang Keun-suk le hacía ver a su futuro colega Lee de dónde
se había sacado la materia prima humana para crear esos ciborgs
pop llamados Madonna y Michael Jackson. Y después le hacía ver
en dónde se habían fraguado sus estéticas (y éticas, ya que, Lee
querido, toda estética trae aparejada su ética). Todo mientras le
hablaba también del fetiche de la mercancía. Mirá, Lee, la cosa
es así. Unos hermanitos afroamericanos de edad escalonada,
arrancados del destino de la línea de montaje de las fábricas de
automóviles de Detroit, para encarnar, ellos sí, entre las luces,
frente al resto de sus hermanos, el sentimentalismo paradisíaco
y dionisíaco del descanso utópico, el «séptimo día permanente»,
anhelado por los miles de trabajadores que no zafaron del yugo
a través del arte. Y la niña inquieta criada en ambiente católico
también es de los alrededores proletarios de la Ciudad del Motor;
crecerá bailando en patios con el pasto crecido, entre los fierros
y el óxido de la crisis, y luego se irá a New York, a estudiar
danza contemporánea, y bailará en antros frecuentados por la
comunidad LGTB, y curtirá los flashes rebotando en la carne
del underground, y terminará sacándole el jugo al histrionismo
freaky dancero de los travestis negros y latinos, sus marginales
compañeros de barra, eso, para que se confeccione y sirva en
las copas de las pantallas, los parlantes y los audífonos de los
años 80, el cóctel masivo de rareza (queer).

Modelos cercanos e inalcanzables, como un horizonte, para


las masas de consumidores. Seres extrañados más que extraños.

que fumaba tirado en la cama de al lado, mirando el techo del dormitorio


que compartían en el campus. A continuación, de entre el humo, salían los
fragmentos sobre los que Jang Keun-suk, en sus tan particulares modos,
desarrollaría luego sus ideas acerca de la industria.

60
Desclasados más que sin clasificación. Esclavos performativos,
modelos5.

De vuelta en Corea del Sur a comienzos de los 90, ni Lee Soo-


man hizo robots ni Jang Keun-suk desarrolló software. O, visto
mejor, lo que hicieron fue complicar un poco más los algoritmos.
Lee Soo-man creó una empresa (sello discográfico-agencia de
talentos-productora-editora de música) para montar ciborgs
humanos que, agrupados y secuenciados de diversas maneras,
produjeran dispositivos de transmisión. Lo que transmitirían
serían patrones de conducta. Jang Keun-suk, por su parte, creó
una empresa idem, y además, desarrolló un juego electrónico
llamado Dance All, que vinculaba coreografía y estrategia.

Los dos ingenieros inquietos, afiebrados de futuro, tomaron


carrera y se metieron de lleno en el poshumanismo de mercado,
como lo llamó, chistosamente, Lee. Y en la carrera que tomaron
para dar el salto, yendo para atrás, rememoraron como quien
limpia algo que desentierra; analizaron como quien diseña y
construye con el rayo láser del lóbulo frontal.

Allá, al fondo (fondo oscuro como el de un largo pasillo;


fondo oscuro como el de un lago; fondo como de detrás de todo:
detrás de las partículas, detrás de lo visible, detrás de escena;
“fondo de la olla”), están los dos mitos principales a tener en
cuenta. Jang Keun-suk llamó al primero Mito de la Danza, y al
segundo, Mito del Baile.
5
A medida que la manufactura del Capital se desplaza por el mundo
buscando pagar los salarios más bajos, dejando instalado un Mercado y
la Crisis cuando se va, la cantera humana de la que sacar material para la
Producción Pop también se desplazaba. Ahora, entrando al Siglo XXI, le
tocaba el turno al sudeste asiático. Todo esto pasa justo un momento antes
de que se lleven la industria a otro lado.

61
En el primer mito están los Coribantes, o Korubantes, o
Curetes. Son nueve guerreros con armadura de la Era de los
Titanes que tapan el llanto del bebé Zeus/Júpiter con sus gol-
peteos de escudos, lanzas, panderetas, platillos, y sus melodías
de cuernos y flautas, marcando el ritmo con los pies. Cubren
danzando el llanto del bebé mientras su padre, Crono/Saturno,
lo anda buscando, para devorarlo como a sus anteriores herma-
nos, con el fin de evitar que hagan con él lo mismo que él hizo
con su padre, Urano/Caelus: castrarlo y matarlo. Nace la danza
coreografiada. La danza de Estado. Zeus/Júpiter sobrevive
para gobernar, con el águila y el cetro. Es Luz y Orden. Es un
Espectáculo6.

En el segundo mito, Pan (según algunos el hijo que Penélope


tuvo con todos o con cualquiera durante la ausencia de Ulises)
inventa el baile campestre, realizado en las sombras de los

6
Se suele confundir a Crono con Chronos. El primero le arrancó los geni-
tales a su padre Urano, el Cielo, con una guadaña que le facilitó su madre
Gea, la Tierra. El segundo es la personificación del Tiempo. Con el paso
de baile de los años, se fundieron; después de todo, el tiempo es cortar,
segmentar, separar en fragmentos el continuo devenir.
Entonces. El Tiempo busca, para comerse, al bebé que será, o es, el
Estado. Porque no sería lo mismo. Si ese bebé, Zeus, es el que será el Estado
(cosa bastante probable, ya que faltan unos años para que lo mande a su padre
al exilio y tome el Poder), quien lo busca, Crono, es un Orden preexistente,
con miedo de caer. Si, en cambio, el bebé Zeus es el Estado (porque lo que
es, es, dijo Parménides), Crono es una fuerza devoradora previa, caótica,
menos conveniente a los humanos, con colmillos hechos de ciclos irracio-
nales. Y ahí, unos guerreros hacen una coreografía (¿una marcha militar?,
¿una carga de infantería?, ¿un espectáculo?), para proteger al bebé Zeus, al
Estado. La coreografía (como Plan Sistemático), para defender al Estado.
Defender la Luz y el Orden de la Voracidad del Tiempo, de los Cortes. El
movimiento coordinado de unos guardias proteje al Estado. La madre del
niño, Rea (el flujo; la fluidez o la facilidad) es quien lo deja al cuidado de
estos danzarines con armadura.

62
bosques o en parajes deliciosos, por jóvenes de múltiples sexos
que se han escapado momentáneamente del poblado. Bailan
imitando (y por lo general incurriendo en) la embriaguez y
toda suerte de excesos. Se suele identificar a Pan con Dionisio,
aunque más seguro es que se trate de un seguidor suyo, un pas-
tor mitad hombre mitad cabra (un fauno para los romanos, la
representación del vigor salvaje de la naturaleza).

Jang Keun-suk hace bailar los mitos, probando, hasta en-


contrar la danza, y coreografiar.

Coreografía Social, suspiró Jang Keun-suk.

Carlo retrocede: todos retroceden. Tira atrás la cadera y


levanta la cabeza: todos los demás idem, como pueden. El me-
rengue cincela el tiempo.

Siguen dos merengues sabaneros más. Carlo está cercando


el éxtasis nuevamente. ¿Puede ser que últimamente le pase se-
guido? Su clase está igual (la ve por el espejo). Sus movimientos
ensamblados los están llevando a otra parte.

Hacía unos días, Angie, Mary T, había soñado que se desper-


taba en su habitación, se paraba de la cama, caminaba hasta la
ventana y, cuando descorría las cortinas, se encontraba con que
la habían tapiado con ladrillos. Caminaba hasta la mesa de luz,
agarraba su celular y veía que le habían mandado un mensaje
de Whatsapp: era un video, que no podía abrir. Entonces en el
sueño pensaba que, en los sueños, no se pueden ver videos. Y
ahí se despertaba. ¿Qué significará?, se preguntó esa mañana.
Inmediatamente después recordó su conversación con Olga el
día anterior a la salida de Zumba. Estaban tomando agua en la
barra y ella había mencionado en un momento algo sobre las
63
monjas, no podía recordar qué exactamente, pero seguro algo
cómico, o por lo menos algo que a ella le resultaba cómico,
algo sobre la satisfacción sexual de las “hermanitas” mediante
objetos religiosos, tales como rosarios, cirios, crucifijos, etc., a
lo que Olga (que, a diferencia de Angie, ya sabía del apodo que
le había puesto Luciano: Olga Nun, Olga Monja), le contestó
con una historia extrañísima.

Pensándolo bien, tiene algo de sentido que ese boludo de


Luciano me diga “monja”, le dijo Olga. Y no solamente por
mi pelo corto y la ropa masculina que me pongo para venir
acá, ni por mis modos bruscos y decididos, de pseudomacho
casto para él. No. Hay otra cosa además de eso. Pertenezco a
un Orden (Olga lo dijo con mayúscula) del que él no participa
y al que teme. El Orden Natural. Por ejemplo, M... (casi le dijo
Mary T) Angie. Resulta que hace mucho tiempo, cuando la
Iglesia Católica era aún más fuerte que ahora, el párroco de
un poblado, un tipo de esos con mucha personalidad (gesto de
desprecio), se hizo con grandes enemigos dentro del poder de
la Iglesia, esto gracias a tener ideas y conductas que excedían
el cerco de la moral cristiana. El párroco tenía algo de liviano
y bastante de vanidoso, demasiado ingenioso y agradable a la
vista. Y para su mala suerte, quien principalmente lo detestaba
era el Cardenal. En un momento llegó al poblado, de arriba como
suele decirse, una orden para el párroco: debía ingresar en un
convento de la región y quedarse ahí como cura confesor. El
párroco no obedeció, tenía cosas más importantes y piadosas
que hacer. Entonces el descontento con él en las altas esferas de
la Iglesia no hizo más que crecer. Dicen que lo que finalmente
desencadenó todo (su arresto; las posesiones en el convento al

64
que le habían ordenado retirarse; el juicio; la tortura y la final
ejecución) fue un libelo, supuestamente escrito por el párroco,
que satirizaba al Cardenal y a sus allegados. Y, a través de sus
honorables figuras, satirizaba al Cristianismo. En tiempos del
Santo Oficio esto no podía quedar así. Un día, en pleno pico de
popularidad del párroco, la noticia cayó como un meteorito sobre
la región: una serie de pequeños desórdenes en la conducta de
unas monjas había terminado con la totalidad de la población del
Convento de la Encarnación poseído por una variedad inaudita
de demonios. Había un sospechoso. A pedido del Cardenal, el
Obispo de una ciudad vecina y un par de sacerdotes duros se
encargaron de hacer los exorcismos en el convento y de extraer
el nombre del párroco de la boca de las hermanas. Todo frente
a testigos. Hasta ahí, cualquiera podría decir que el Cardenal y
los suyos utilizaron las convulsiones histéricas y los raptos de
calentura delirante de las monjas para sacarse de encima a ese
párroco con ideas desestabilizadoras. Ahora se sabe, no fue así.
Si bien el párroco había declinado descortésmente la invitación
de los esbirros del Cardenal a desempeñarse como confesor del
Convento de la Encarnación, esto no impidió que trabara amistad
con varias religiosas de ahí, incluyendo a la Madre Superiora. Se
sabe que no era el único que visitaba el convento durante la noche
para vivir una que otra experiencia. La vida social era intensa y
multiforme. Cada vez que el párroco arribaba al convento, casi
siempre acompañado por un joven sacerdote recién ordenado
que tenía seis pezones, hablaban hasta altas horas de la noche
mientras degustaban licores que ellas mismas fabricaban. Los
temas, más que variados, eran diversamente profundos, con
subidas y bajadas, espirales y pliegues; con una especial erótica

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del frotamiento (eso de tocar un tema). Pero sobre todo había
uno: la Naturaleza. La materialidad del mundo de acá. Hablaban
de hierbas, de piedras, de flujos. Hablaban de animales (hasta de
los más extraños: nosotros). Al principio, las hermanas dejaban
disertar al párroco, y luego, dejando un hueco de silencio en el
que se podían llegar a oír perros ladrando a la distancia y grillos
insistiendo en las proximidades, le hacían algunas preguntas
más bien tímidas. ¿Entonces... Dios... está acá... acá-acá? ¿Las...
cosas, nosotros, los árboles, los caballos... las ratas... todo es
Dios? Y el párroco carilindo inflaba un poco los cachetes y
asentía. ¿Y lo que..., lo que nos pasa?, ¿el misterio... del cuerpo?
Y el sacerdote joven decía haciendo una extraña figura con los
brazos: Nadie sabe lo que puede un cuerpo. Con el correr de
las reuniones, las hermanas se fueron animando a intervenir
más, una interrupción en el medio de un desarrollo por aquí,
una interpretación al final por allá. Cada tanto, una breve teoría
propia o una observación audaz sobre la condición humana en
general. ¿Y sabés, Angie, qué hacían las monjas después, antes
de irse a dormir? Caminaban con las manos. Y los hábitos les
caían sobre el rostro, el cuello, los brazos. Y no llevaban nada
abajo. Quedaban desnudas, con sus conchas mirando a lo alto.
Después bailaban, Angie. Bailaban, bailaban, bailaban, y se
desprendían de los brazos insustanciales de Dios y se arroja-
ban a los pechos carnosos de la Madre Tierra (que a veces era
como una Madre Superiora de roca, barro y musgo, llena de
pasadizos, y otras veces era como una enredadera de fuego).
Mediante esos movimientos, las hermanas se reincorporaban
a la Naturaleza, a quien/donde realmente pertenecían. Parece
ser que primero el párroco no quiso saber nada con caminar

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con las manos ni con bailar (tal vez algo presentía). Hasta que
una noche, no se sabe bien si lo convencieron o no se aguantó
más, se puso a bailar. Primero con un ir y venir de caderas suave.
Después con un giro frenético tras otro. Finalmente, luego de
pasar del zapateo a la convulsión, atacó a una de las hermanas: le
mordió un poco el cachete y la quiso estrangular por un instante.
Quizás, de tanto hablar de la naturaleza, el tipo se animalizó,
un arranque licantrópico. Quizás, por ser como era, se quería
comer el mundo. Las hermanas decidieron sacárselo de encima.
Esa mezcla de cura proselitista y Don Juan estaba mostrando
demasiado la hilacha, opinaron. Confiaban en que al finalizar
el juicio y todo lo demás, el Cardenal y su gente las iban a dejar
tranquilas (como habían estado hasta entonces), y ellas podrían
continuar caminando con las manos y bailando y adorando, con
auténtico fervor, lo que se les cantase. Que es lo que hicieron,
luego de que quemaran al párroco (y al cura joven con los seis
pezones: marca inmediatamente asociada con Satanás). Mejor
mantener la antorcha encendida a que te prendan fuego, pensaban
esas monjas, le dijo Olga Nun a Mary T.

Yanira y Nadia cruzan una micromirada en el filo de un giro.


Caen cada una en su cuerpo. Nenín le terminó sugiriendo a
Nadia que volviera una semana después a su casa para charlar
sobre el capítulo titulado “Vergas grandes, pequeños planes, y
un río marrón caca”. Ese capítulo iba tatuado alrededor de los
genitales de una chica joven de cabello claro, sí o sí. Y había
pensado en ella. Por supuesto, a Yanira no le gustó nada que le
haya ofrecido un capítulo a Nadia. Ella era la que había tenido
la idea de presentarse al casting permanente. Todo lo que Nadia
conocía de Nenín, de tatuajes, de literatura criptounderground,

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lo conocía por ella. ¡Pero si ella era la que antes sabía las cosas!
Sabía de altas tintas y de altos escrachos y de arte conceptual y
de lesbianas y de gays y de putos y de trabas y de maricas y de
bufarrones y de chongos y de osos y de viejas chetas chotas y
de pibitos piolas y de rochas empastadas y de cibermachitos y
de putitas chupapija tomamerca y de putitos chupapija toma-
merca y de altos gatos y de altxs gatxs y de viejxs verdecaca y de
pichas flácidas y de penes cortitos con motos grossas y de
pindongas ensartados y de artistas frikis del orto y de los mejores
fracasados y de toda la extrañeza que deambula por... en fin,
eeella, Yanira, era la que quería ese maldito capítulo en su brazo.
Ya se había calentado, mierda. Nadia no tenía idea de nada. Un
año atrás estaba cursando el primer año de Arquitectura. Ni
salía a lugares copados, ni había estado con una piba, ni fumaba
flores, ni estaba enterada de nada de lo que pasaba a su alrededor
parece. Había viajado una vez a Bariloche y al Bolsón de mochila
con una amiga, había leído a Galeano, a Pizarnik, y hasta un
poco de Simone de Beauvoir, hasta ahí, sí. Pero todavía no sabía
cómo pararse cuando le decían mierdas en la calle, todavía las
películas de David Lynch y las de Lars Von Trier le daban cosa,
y su lugar favorito de Rosario era la Plaza Pringles, porque casi
nunca salía del Centro, salvo para ir a cursar a la Siberia o ir a
mojarse las patas a la Florida. Arrrggg. Toda su reubicación en
el mundo fue gracias a ella, Yanira, la que a los ocho se había
puesto su último vestido, la que iba a cazar con su hermano, la
que “conquistó” a una compañera de natación a los once, la que
se lo había dicho lo bastante claro a su mamá a los catorce y a
su papá a los dieciséis, la que se dijo a sí misma quiero ser un
tomboy (cuando descubrió lo que esta palabra designaba) y la

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que a los dos meses de eso ya le daba lo mismo quién o qué era,
la que se manejaba sola por todos lados con su moto, de la villa
a las exposiciones y de las muestras de sus amigxs a la cancha,
de la Siberia en donde fotocopiaba sus fanzines hasta los recitales
de las bandas de sus amigxs en donde pintaba en vivo con algunxs
más y después se emborrachaban y tatuaban con lxs mismxs u
otrxs, todo, txdo, txdx gracias a élla, Yanira, la que vendía ma-
rihuana y ácidos, la que se había criado y vivía hasta el día de
hoy en Gálvez. Yanira era la que ese día se le había acercado en
la fotocopiadora a Nadia y le había hecho un comentario sobre
el libro que ésta traía bajo el brazo para fotocopiar: Extracción
de la piedra de locura, de Alejandra Pizarnik. «Qué, ¿estás triste?,
¿la Nada, la Muerte, y eso?», fue lo que le dijo. Y Nadia se sonrió,
porque Yanira esto lo había dicho con un tono que fingía mal (a
propósito) un interés real. Lo que hacía parecer todo más un
juego algo cínico de representaciones sentimentales fuera de
lugar, pasadas de moda, que un avance. Ella, Yanira, es la que
esa tarde la invitó a ver la banda de unos amigos que tocaban en
una casa en Arroyito ese fin de semana. Si no hubieran ido a ese
recital, no hubieran tenido nada a la mañana siguiente, en casa
de Mateo (que le había dejado una llave a Yanira), borrachas de
gin tonic. Si no hubiesen tomado ese gin tonic, a Nadia no le
hubiera dolido tanto la cabeza como para tener que quedarse al
otro día hasta tan tarde en esa casa, tanto como para ver llegar
a Mateo de vuelta de uno de sus viajes, medio en pedo, querién-
dose garchar, como de costumbre, a cada piba nueva que conocía,
con su onda de felino herido por los kilómetros, pero dócil en
su carácter anémico vegano. Si Mateo hubiera logrado despertar
a Nadia, que ya dormía su tercera siesta seguida ese domingo,

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y hubiera conseguido tener sexo con ella, cosa que Yanira duda,
después no hubiesen hecho, los tres, tantas sesiones de tatuajes
juntos: Mateo descartaba de toque a las pibas con las que había
“intimado”. Cuestión que, en tres meses, los tres se llenaron de
“tintas cruzadas”; eran a la vez: tres cuerpos, dos tatuadores,
tres diseñadores y un colorista. Y fue entonces que, cierto día,
buscando equipamiento en una convención, los dos tatuadores
del grupo, Yanira y Mateo, escucharon sobre la obra que se
proponía hacer este tatuador, más bien mediocre por lo que
habían visto en su Facebook, que sabían también era poeta y
performer. ¡Una novela tatuada en cuerpos! A Yanira le pareció
realmente interesante, un paso más allá en el tatuaje; no una
nueva técnica, no un nuevo estilo: un nuevo sentido. Una nueva
dimensión para el arte del tatuaje, y de paso, para la literatura.
Fue ella, Yanira, la que buscó todo lo que había en Internet sobre
ese tal Nenín. Preguntó por ahí, evaluó, consideró. Y decidió
que quería llevar uno de los capítulos (ese capítulo que parecía
escrito para ella) en el interior del brazo. Todo para que ahora
Nadia, la paracaidista Nadia, termine ella con un capítulo... ahí.
Ese día, el primero que fueron a lo de Nenín, ahora que lo piensa,
podría haberse dado cuenta de algo. Después de prometerle a
Yanira que iba a pensar su propuesta de cambiar de brazo el
tatuaje, Nenín les dijo a las dos que esa noche había una reunión
ahí en la casa, del Grupo de Afinidad Sexual Integral, que se
quedaran. Integral como la harina, les dijo la chica con el pelo
rosa y los tatuajes pequeños diseminados por todo el cuerpo.
Nenín se rió y puso cara gatuna. Yanira se rió y puso cara pe-
rruna. Nadia no se rió, estaba viendo cómo dos chicos movían
un parlante grande al patio, sin que se cayera un vaso que tenía

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apoyado encima. Cuando oscureció, el viejo con pinta de mo-
toquero, el pibe grandote con el tatuaje en la nalga y la mujer
robusta de pelo corto se fueron, y los que se quedaron, entraron
en fila india a la casa, en donde ya se esparcía olor a comida y
sonaba música de percusión y vientos. Nenín dijo que estaban
cocinando empanadas y tartas veganas para vender en la reunión.
Primeron llegaron una chica y un chico en bicicleta; él, alto de
lentes y algunas rastas, y ella, bajita con corte carré, traían un
zapallo de su huerta. Después llegó Mateo, en su tabla, con dos
botellas de vino. Después llegaron tres chicas con mochilas
grandes de viaje y un chico con un sintetizador. Y ya después
Yanira sabe que vino alguien más pero no sabe quién. Esa noche
tomaron vino y cerveza; comieron empanadas, tartas y ensalada
de frutas; bailaron; leyeron algo (unos textos que habían traído
las tres chicas con mochilas grandes de viaje, editados por ellas
mismas) y escucharon algo de música; charlaron de lo que había
pasado en una marcha (y sus consecuencias para la continuidad
en el grupo de un chico que no estaba ese día en la reunión). A
continuación, unx de los chicxs, que rato antes había estado
tatuando al abuelo de la chica del pelo rosado, una flaquito con
un hueso traspasándole el lóbulo de una oreja y el tatuaje de una
esfera en la frente, recordó algunas de las leyes no escritas del
Grupo de Afinidad. Entonces pusieron una luz ténue, ámbar,
que pestañeaba a tiempos desiguales, aleatorios. Y luego de un
momento de silencio, lleno de miradas cómplices, algunas
tiernas, otras más sacadas, el chico del sintetizador se quitó la
ropa, enchufó su aparato y comenzó a tocar. Y después todos
se sacaron la ropa, más o menos a la vez. Incluso Yanira. Nadia
quedó sentada, vestida, con una remera grande negra con un

71
cuadro de Francis Bacon (el pintor), unos shorts de jeans y unas
zapatillas verdes manchadas con pintura roja, con un vaso en
la mano, seguramente mirando un lugar adentro suyo, como
solía hacer, bajo la mirada impaciente de Yanira. Mientras ter-
minaban de desvestirse, algunxs de los chicxs hablaban de lo
vieja que era la distinción entre cuerpo y mente (se la achacaban
a un viejo punkitano –medio punk, medio gitano– que algunos
se habían cruzado en la feria de fanzines esa tarde). Más o menos,
todos coincidían en que lo que había era cuerpo: ese animal que
la Iglesia y el Estado habían intentado tapar, domesticar y poner
a producir. No es que no existieran “fuerzas inmateriales”, “¡está
plagado por todo el Kaosmos!” Pero éramos cuerpos, deviniendo,
dentro de otro cuerpo más grande: la Pacha, como decía Franqui,
era inmanente. Y algunos, a pesar de no saber con certeza qué
significaba esa palabra, se sumergían en ella. Entonces no apa-
recía demasiado en los decires de estxs chicxs algo como la mente
(¿el sujeto?), o el pensamiento, y si lo hacía, era como molestia.
Mucho menos aparecía esa vieja chota neurótica llamada Razón.
A Nadia le pareció que cualquier “hechizo”, “conjuro” o “ma-
cumba”, en las reflexiones de estxs chicxs, tenía más peso, más
entidad que la psiquis, la mente, la racionalidad o la inteligencia
misma... que las estaba pensando. Aunque, pensar... Si bien
ningunx de ellxs dijo directamente que pensar era de tontos,
Nadia por momentos entendió eso. Se trataba de creer. Pero
sobre todo, de sentir y hacer. Quizás (y esto lo destiló del caldero
en donde burbujeaban una serie de latiguillos y slogans que lxs
chicxs repetían una y otra y otra vez), era algo más como: yo
activo, activo, y después veo qué onda lo que pienso y siento al
respecto. O: hacer, hacer: hay que hacer. O: entiendo lo que toco.

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Empiristas intuitivos, pragmáticos a la que te criaste. No toman
demasiado en cuenta la negatividad que es el sujeto, pensó Nadia.
Pensó pero no dijo nada. Antes de sacarse la ropa (y decidir casi
en el mismo instante que sí se iba a hacer el tatuaje del capítulo
de la novela de Nenín alrededor de los genitales) les comentó,
como si viniera muy a raíz de lo que estaban hablando, lo “in-
teresante” que le parecía el hecho de que unos teatreros, del sur
de Italia los dos, “mediterráneos bien arriba los locos”, copados
con el cuerpo, con la danza, con lo atlético, con el futuro, con
el placer, con la pasión y con el éxtasis, se volvieran fachos; el
caso de D’Annunzio y Pirandello. ¿Les gusta hablar de fachos?:
hablemos de fachos. Nenín, que ya estaba tirado en un colchón,
boca abajo, balbuceó algo de lo poco que les interesaba “la
política convencional, eso de izquierda y derecha, viste”. Un
chico que se le tiró encima, completó con “fachos son los hete-
ronormativos violentos pajeros que comen carne”. Una chica
delgadita de ojos grandes y redondos preguntó que qué había
de malo en la paja, a lo que otra chica de flequillo y aro en el labio
inferior contestó que lo que decía Franqui (seguramente el chico
que se había tirado arriba de Nenín) era que los fascistas de
ahora eran esa gente con ideas... ideas... ideas... viejas, que...
emm... que no saben que... que vos podes hacer con tu cuerpo
lo que quieras... sin joder a los demás, por supuesto. A Nadia
todo esto, entre otras cosas, le pareció una desproporción, una
hipertrofia del término fascista. Probablemente, lxs chicxs en
realidad no tenían mucha idea de lo que eran los fascistas. Miró
hacia una esquina de la habitación; en un sillón pequeño, Yanira
estaba arrodillada en el suelo lamiendo la vagina de una chica
sentada que estaba succionándole el pene a un chico parado,

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que al verla mirar hacia ellos le indicó con la mano que se acer-
cara. Nadia se acercó. Era Mateo, no lo había reconocido con
poca luz. Nadia le apoyó una mano en la nalga a Yanira mientras
la chica a quien estaba lamiendo dejó de felar a Mateo y le empezó
a chupar las tetas a ella, a Nadia, que, adoptando una pose como
de bailarina que elonga, siguió hablando, habló del momento
de más tensión en la tragedia La Ciudad Muerta de D’Annunzio,
y habló de la ciudad que fundó D’Annunzio en Fiume, una co-
munidad de artistas y aventureros, en donde la música y la danza
fueron los principios fundamentales del Estado. ¿Nos parecemos
a eso?, preguntó Nadia en un suspiro y se dio un beso de lengua
con alguien. La chica, entre una teta y la otra, dejando una fili-
grana de baba dijo que ella ya no leía teatro, que antes sí, y hasta
leía libros de Historia y ensayos de Antropología, eso cuando
recién había entrado a la facu, pero que ahora no leía más, no
leía nada, se había artado de la Cultura (se Artaud, bromeó para
sí misma Nadia), ya no cursaba, ahora hacía semáforo con
banderas y vendía ensalada de fruta y, con todo el tiempo libre
que le quedaba, se dedicaba a la Danza y a hacer Tela, Lira y
Contact. Entonces Nadia sintió que un cuerpo tibio se apoyaba
en su espalda. Al oído, una voz le comentó algo sobre su apre-
ciación del fascismo ligado a los artistas, y lo redundante del
asunto; le susurró, ronca, que Céline, Pound, Dalí y hasta el
forro de Borges eran medio fachos, bue, bastante fachos, y todos
los admiraban porque sí nomás, porque eran grandes artistas,
o peor: porque eran inteligentes, muy buenos en lo que hacían,
interesantes, genios, y giladas por el estilo, por eso mejor no
frecuentarlos más, ni en nuestras lecturas ni en nuestras charlas,
mejor hacer cosas que nos ayuden a vivir diferente (y puso una

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cara que desencajaba en una orgía). Al contrario, dijo en un
jadeo Nadia, que abría en ese momento las piernas para que la
penetrara Mateo, por eso hay que leerlos y frecuentarlos, y
después circundarlos y seguir adelante. Cómo te hacés la cabeza,
dijo Mateo y empujó. Un chico que a su vez vino a penetrar a
Mateo, terció: Estamos acá, wachines, sintiendo ésto, aahhh,
ahora, ahora, ahora, nuestras partículas están bailando, a full,
reintenso, estallan, reviaje, cuántico, fractal, y ustedes vienen
con toda esa letra muerta; ¡wachines, energía cósmica, se aprende
más garchando que leyendo! Y remató en un impacto de cadera:
¡Todos los intelectuales son medio fachos! Era el chico con la
ciudad tatuada en la espalda que les había abierto la puerta.
Nadia se metió la pija de Mateo en la boca y pensó que había
algo de exagerado en el rechazo a tooodo lo que pretendían eran
las fachas normas civilizatorias de Occidente; exagerado, sobre
todo, primero, teniendo en cuenta que estas críticas radicales
surgían más que nada en y desde las ciencias sociales de este
Occidente, y eran por demás críticas fragmentarias, que no
comprendían la generalidad o el Absoluto; más que ideas-fuerza
callejones sin salida, que te devolvían al medio del jodido sistema
capitalista. Y para colmo, sus memes se transmitían, se virali-
zaban por medios tecnológicos creados por este mismo Occidente
facho que decían rechazar en bloque. Todo por el mismo precio,
como se dice. Presionó con el anillo hecho con sus labios alre-
dedor del tronco de la verga de Mateo, sostuvo un instante.
Mateo jadeó, ella soltó. Volvió a apretar, soltó. Una corriente
de placer subió desde el bajo vientre de Mateo y a la altura de
su pecho se dividió en dos ráfagas y se le metió por el cuello
atrás de las orejas, desapareciendo en algún lugar de la nuca.

75
Nadia, entre la baba brillante y espesa, dijo lo que había pensado
recién lo mejor que pudo. El chico que estaba penetrando a
Mateo aceleró un poco su movimiento de caderas y afirmó que
el presente era lo único que estaba vivo, y, aunque muchas veces
parecía que no, nosotros, o sea nuestro cuerpo, estábamos
siempre aquí y ahora, y mejor era hacer “callar” cuanto antes
“nuestras voces interiores”. Dicho esto se puso a lamer el sobaco
de unx chicx que apareció de algún lado y nomás aparecer le
metió los dedos en la entrepierna a Nadia y después se arrodilló
y le lamió la rodilla a Yanira que se la estaba chupando al chic@
que había estado penetrando y acariciando a Mateo y ahora se
abría parado para que Yanira le lamiera el ano mientras con una
mano acariciaba el vientre y las costillas de una chico que apa-
reció por ahí, quien, luego de mirar hacia la oscuridad de un
rincón, se agachó y comenzó a lamer y escupir muy despacio
los labios de una vagina. Esta última chico dijo que los conceptos
estaban bien, pero como resultado de la experiencia práctica.
Nadia, que se movía sentada arriba del chic@ que había estado
dándole a Mateo y a Yanira, y sentía que alguien, ¿Mateo?, estaba
buscando la entrada por la cola, humedeciendo con saliva, pensó
entonces que muerte, por ejemplo, no era para nada un concepto
que definiera algo, ya que nadie se murió y después creó el
concepto, re canchero. La muerte no es un concepto, ¿no?,
preguntó Nadia en tonos agudos justo cuando se consumó la
doble penetración. ¿Por qué sacás eso ahora?, dijo la voz de
reproche de Yanira viniendo desde algún punto oscuro de la
habitación. Te morís y te convertís en abono, wachín, se escuchó
decir a alguien. El puño de una chica penetró el cuerpo cálido
de su amigue. Nenín apareció con su afro encendido debajo de

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un foco rojo, a su lado estaba la chica de pelo rosa, pálida y con
pequeños tatuajes por todo el cuerpo, llevaba puesto una cin-
turonga también rosa. Yanira no supo bien por qué, pero en los
cinco minutos que siguieron se concentró en la yugular de un
chico, en cómo latía, como se tensaba o relajaba ese conducto
subcutáneo del cuello según la posición del chico. Nadia escuchó
atenta a Nenín (al menos al principio) mientras este habló,
mientras se ponía en cuatro y la chica de los tatuajes como papel
de regalo y pelo rosa le daba por atrás. Nenín dijo que la reunión
de ese día iba a terminar, si les parecía, con una propuesta para
una misión. Era momento de actuar. Aaahhh, qué rico. Tengo
un conocido, dijo. Mmmm. Que tiene un hermano, que tiene
un local. Aahh. Gnngmm. Es como un gimnasio, algo así, en
donde también dan clases de Pilates, de Salsa, de Yoga, de Zumba,
mmmmggñññgg, hacen rehabilitación y un par de cosas más.
Argggg. Mmmmññ. Sacan un fangote de guita por día. Sólo las
cuotas ya son una buena cantidad. Manejan mucha, mucha plata.
Los que trabajan ahí fijos no son tantos. Son tres, cuatro ponele.
Más un par de talleristas. Bueno. Al grano. Ggmmn. La propuesta
que me hizo Luciano, mi conocido, el hermano del dueño, es
que él nos va a marcar dónde y cuándo agarrar, expropiar, seguro,
la plata de un buen par de meses. Él sabe dónde la guardan y
cuándo va a estar despejado. Después nos la repartiríamos. Dice
que dentro de poco va a haber mucha plata junta porque va a
entrar otro tipo a la sociedad, un kinesiólogo me parece, y va a
poner bastante. Tiki-taka. Todo cash. Para reformar el local y
abrir otro en Fisherton. Aaaghh, mmm. Me dijo que lo que
nosotros tenemos que hacer, para empezar, es meter dos per-
sonas ahí. Que vayan a alguna de las clases. Es más, me dijo

77
Luciano que hasta se puede ver de hacer que alguno de nosotros
entre a dar un taller; la cagada con eso es que sería dentro de un
mes: muy pegado al plazo final, cuando la plata esté en hora y
lugar. Desde ya les digo, dijo Nenín parándose y pajeándose, yo
no confío tanto en este pibe Luciano. Aaahh, mmñ. No sé si me
da para hacer una así con él; por eso les comento a ustedes, a
ver qué opinan. Como la otra vez habíamos hablado de pasar
con el grupo de afinidad a la acción directa, al sabotaje, a las
expropiaciones, a las... arggg, aahh... a las traiciones a las tradi-
ciones, como les dice Franqui, arggggmmmahh!... Ahá, Franqui
otra vez, será una especie de referente de la manada, un guía
natural, elucubró Nadia, pajeando y besando como distraída a
una de las chicas que llegó con mochila de viaje. Nenín se la
metió a la chica de los tatuajes pequeños y se quedó un instante
con los ojos cerrados, como concentrado en un sonido. Los
abrió y empezó a bombear. Un chico se le paró al lado y le co-
menzó a acariciar los rulos y después le metió la pija en la boca,
entonces una chica se acercó y le comenzó a lamer los pezones
al chico. Nenín se desocupó la boca y terminó de hacer la pro-
puesta. No sé qué dicen de hacer, dijo. Yo opino más o menos
como Franqui, dijo la flaquito tatuador con el hueso en la oreja
y el círculo en la frente, que le estaba hundiendo la nariz en el
ombligo a un chica: ¡Hagamosló! Entonces Nenín sacó la pija
de la chica de pelo rosa, se la vió brillante, iluminada por el
pequeño foquito que tenía arriba. Señaló a Nadia y le hizo un
gesto que podía significar coger o alguna otra cosa muy distinta.
Entonces Yanira se ofreció a infiltrarse en el local.

Si algo tiene Axel Kramer son teorías; para explicarse un


par de cosas, las importantes. Entre esas teorías está la de por

78
qué no entró a trabajar a Ñuls, y la de por qué la práctica sexual
primordial en los seres humanos es la masturbación. Ahora,
mientras observa la clase de Zumba, recuerda la primera vez
que desarrolló esa teoría en público (tenía catorce años, en un
quincho, durante un asado por el cumpleaños de un amigo). Lo
sorprendente es que, para ese entonces, él todavía no había estado
con nadie que no fuera él mismo. Y más sorprendente aún es
que, con el paso del tiempo y la experiencia, bastante poco es lo
que varió su pensamiento sobre el asunto. La organización de
la vida a su alrededor no ha hecho más que darle la razón. Esta
gente está poniendo bastante en esta actividad, acá vuelcan su
necesidad imperiosa de hacer algo con el cuerpo, piensa Axel, y
toma un trago largo de Gatorade turquesa. Les dijeron que hay
una deuda histórica con el cuerpo. Culpa del cristianismo que
lo tapó y le prohibió el placer. Deuda que todos ahora tenemos
que pagar, en cómodas cuotas: la famosa libra de carne. Vamos
a poner el cuerpo en acción. Poner el cuerpo; eso le resuena en
algún lugar. Según la teoría de Axel, la masturbación es lo con-
trario: es quedarse con el cuerpo, no ponerlo. Cuando cierren,
se va a ir hasta la casa de Martincho y lo va a apurar para que
concreten, ya mismo, su sociedad en Zoê. Él le va a ofrecer una
plata para entrar (que tiene separada con lo que juntó en un par
de veranos como salvavidas). De su lado tiene a Luciano, que
va a presionar a su hermano con cosas como: “Martincho, vos
no sabes nada de este negocio”; “en un tiempo se te va a hacer
pesado tomar las decisiones a vos solo”; “Axel Kramer va a
traer más público del ambiente, gente diferente, etc.” Esto no
es del todo cierto quizás; aparte de un grupo de metrosexuales
que conoce del boliche y unas cuantas señoras clientas, una que

79
otra con su respectiva hija, Axel no sabe bien quién es esa gente
diferente, o ese público del ambiente. No importa. La idea de
hacer con Luciano un equipo para poner en marcha el lugar le
parece buena, es su oportunidad para ganar prestigio, y quién
sabe, terminar haciendo algunos trabajitos para el Rojinegro (¡el
local lo permite!). Luciano también adhiere a su teoría sobre la
masturbación.

Lo charlaron una tarde mientras hacían rutinas de aparatos y


planes para el futuro de Zoê. Luciano estaba convencido de que
con ayuda de Axel era muy fácil sacarle el negocio a Martincho,
quien por lo pronto no era más que un tipo desmotivado, que
cada vez se aparecía menos por el local. De lejos se notaba, por su
negligencia asumida, que no le interesaba demasiado el negocio.
Seguramente le estaba volviendo su deseo bucólico de habitar
el río como un lugareño. Es verdad que a Luciano tampoco le
interesaba mucho llevar el negocio. Y ahí entraba Axel Kramer
en su plan: para él que le gustaba –que seguramente anhelaba–
ese rol de empresario enano del área de servicios; para Luciano,
las cómodas sombras, tomando, discreto, periódicamente su
parte, entre otras cosas, por ser hijo del inversor original. Lo
que le dijo a Axel fue que, una vez que él pusiera su parte y fuera
el socio de su hermano, los dos –Axel y Luciano– iban a llevar
a Zoê a un nivel superior. Cada cual en lo suyo. Entre otras
cosas, despejando el lugar de talleres «blandos» y apuntando
todos los motores a la construcción de nuevos superhombres.
Consumidores-Ciudadanos-Guerreros, los llamó Luciano en
la charla con Axel. Gente de bien, tipos que vuelvan a poner las
cosas en su lugar. Y poco a poco, mejor dicho, de toque iban a ir
corriendo a Martincho fuera de escena, hasta que les vendiera

80
su parte del negocio por la plata justa para comprarse un kayak,
una carpa y un cuchillo. Como esto de la sociedad ya se lo había
sugerido el mismo Martín, al kinesiólogo no le costó darlo casi
por hecho (casi: no se olvidaba de su fallida entrada al staff del
club de sus amores).

Carlo menea para la izquierda y mira de reojo a Luciano; está


en la barra hablando con el kinesiólogo... que misteriosamente
está de vuelta en el local. Raro: nunca hace esto de volver una
vez que se ha ido. Esos dos andan en algo, concluye Carlo, tira
para atrás la cabeza y saca el pecho; como que se hinca en el
merengue. Helena lo sigue, un poco abstraída, y de pronto ve
algo. Del otro lado de uno de los ventanales hay un tipo parado
mirándola. Es alto, delgado, pálido, con el pelo oscuro revuelto,
tiene puesta una gabardina negra. Lo que la descoloca de la imagen
es la superposición: ese tipo alto afuera, en la vereda, y Rodolfo,
adentro, en la clase de Zumba. Helena los ve juntos, como si
fuesen uno; y eso que ni el tipo de la vereda se está moviendo al
ritmo del merengue ni Rodolfo está quieto. E l g r a n b l a n c o

(((…)))

Cuando vuelve en sí, lo primero que ve es el rostro de Rodolfo.


Lo ve desfigurarse, como si estuviera hecho de una goma más
liviana que el aire. Cierra los ojos un instante, escucha la voz
de su hermana: No avisaste nada, Hele, ¿te volvió a pasar como
antes, que no te dabas cuenta cuándo te iba a venir? Helena
abre los ojos. Ahí está su hermana. Y un poco más atrás Yanira,
Nadia, Mary T, De Angelis. Se sienta, con ayuda de Rosa. Hay
otros presentes (extras en este relato). No ve a Rodolfo. Entra
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en cuadro el kinesiólogo Axel. ¿Qué pasó?, pregunta. Antes de
que Helena conteste «nada», que es lo que pensaba contestarle a
ese nabo compinche del otro nabo (Luciano, que por suerte no
está a la vista), su hermana le dice que ella, Helena, cada tanto
sufre esos desvanecimientos, desde hace mucho tiempo; pero,
por supuesto, está tratada. Cuando escucha esa palabra, Helena
vuelve a cerrar los ojos. Y repara en una extrañeza más: esta vez
no volvió reseteada del desmayo. Hasta el momento, reflexio-
na, lo único que cambió fue la forma de Rodolfo. Por lo que se
pregunta, ¿qué pudo provocar el desmayo?; fue justo al ver la
superposición de Rodolfo y el tipo alto de la vereda (¿adónde
se fue?). ¿Qué querés?, le pregunta Axel, ahora más cerca de
su cara, tanto, que Helena puede oler su aliento y la mezcla de
sudor con antitranspirante, ¿Coca, Gatorade, un agua sin gas?
Agua, contesta Helena, con gas.

Axel Kramer está en otra. Se volvió a Zoê porque le pasó algo.


Cuando estaba subiendo a su coche, lo alcanzó corriendo Vilca.
Misteriosamente (Vilca suele darle ese tono a todas sus palabras)
le preguntó si lo estaba por ir a ver a Martín. ¿Y este forro cómo
sabe?, se atormentó en silencio Axel. ¿Le habrá contado el gil
de Luciano? Y si fue así, ¿por qué? Eeeh, nooo, Vilca, no, dijo
Axel con un aire aflautado. Decidió ir a preguntarle a Luciano
antes de hacer nada. Como no sabía cuánto sabía Vilca, mejor
no hablar de más. Cerró la puerta del auto y se volvió sobre sus
pasos. Al pasar por el almacén del Señor de los Anillos, un niño
de unos dos años que estaba en la puerta lo quedó mirando, y le
sacó la lengua. Entró a Zoê, fue directo hasta la barra en donde
estaba Luciano, que cuando lo vio volver le preguntó si pensaba
lo mismo que él. ¿Y qué pensas?, le respondió Axel uniendo las

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puntas de todos los dedos de su mano derecha levantada. Antes
de oír la respuesta de Luciano, torció la vista por algo que creyó
captar con el rabillo del ojo. Vio a todos los de la clase de Zumba
parados, quietos y amontonados, mirando para abajo. Una de
las Cossettini estaba en el piso. Como ese día no atendía el Dr.
Silva en el consultorio anexo, Axel se sintió el más capacitado de
los presentes para manejar la situación; el imperativo categórico
le dio como para ofrecerle a la afectada la variedad de bebidas
que sabía tenían en la barra y pedir espacio para facilitarle la
respiración. Buena oportunidad para mostrarse como uno de los
pilares del lugar. Cuando finalmente Axel se dio vuelta, buscando
a Luciano, no lo vio por ninguna parte. La reconchadelalora.

Una noche, a la salida de la clase de Zumba, todos habían


intercambiado whatsapps. Dos días después le llegaron a Helena
unos mensajes de Rodolfo. Le preguntaba si podría hacerle un
breve cuestionario. Le decía que, como era profesora de Historia,
seguramente a ella le iba ser más fácil que a otros comprender “su
trabajo”. Helena se sorprendió un poco, pero le contestó rápido
(al día siguiente). ¿De qué se trataba ese trabajo? Inmediatamente
recibió la respuesta: Estoy recopilando datos para una tesis
(aunque Rodolfo no estudia nada oficialmente). Esto lo hago
a través de unos cuestionarios. Es sobre el auge del baile en las
épocas decadentes, algo así, escribió Rodolfo. Bueno, contestó
Helena, ya más tranquila. Veamos.

Cuestionario
1) ¿Conoce las seis faces de las que consta, según Sir
John Bagot Glubb, el ciclo de vida de un Imperio?
2) ¿Opina que los siguientes rasgos correspondientes a
la última fase, la Decadencia (llamada la del Pan y

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Circo), corresponden, a su vez, a nuestros días?:

a) Ejército indisciplinado;
b) Excesiva ostentación de la riqueza;
c) Brecha abismal entre ricos y pobres;
d) Deseo de vivir en una gran ciudad;
e) Una gran obsesión por el sexo.

3) ¿Considera que actualmente se cultiva más el cuerpo


que la inteligencia?
4) ¿Por qué piensa que la franquicia Bailando por un
sueño triunfa hace varias temporadas alrededor del
mundo?

Esa noche Helena se durmió tarde, intentando contestar lo


mejor posible la encuesta. Después de ver un capítulo de su serie
favorita mientras comía, se preparó un mate y se puso a la tarea.

1) Sí, conozco las seis faces del ciclo de vida de un


Imperio, que según el militar y aventurero de la
corona británica, duraba promedio unos 250 años,
o 10 generaciones, desde los «primeros fundadores»
hasta los «últimos consumidores». Las seis faces son:
fase de los fundadores; fase de las conquistas; fase del
comercio; fase de la abundancia; fase de la razón; fase
de la decadencia. Los ejemplos que principalmente
toma este Sir son: el Imperio Asirio (859-612 AC), el
Imperio Árabe (634-880 DC), el Imperio Británico
(1700-1950).
2) Opino que perfectamente sí podrían corresponder los
rasgos. Claramente son los tiempos de la decadencia del
Imperio Norteamericano (Yanqui). Estamos viendo la

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caída de ese modelo de vida. Donde dice Ejercito, poner
fuerzas represivas; corruptos, además de que siempre
les pagan primero, a los policías y a los gendarmes,
para que repriman en los conflictos, por ejemplo, por
mejores salarios. Y la opulencia toma formas cada vez
más imbéciles, y desquiciadas, y lo peor, más peligrosas.
Decadencia de las instituciones; de las relaciones; de los
sentimientos. Pero bueno, como se suele decir: siempre
se puede estar peor. De todas formas, esto no es otra
cosa que una crisis orgánica, al decir de Gramsci.
3) Sí, creo que considero eso, se cultiva más el cuerpo
que la inteligencia. Más allá de lo indisociable, el
“enfoque” es “corporal”. Hay un cuerpo en expansión:
nadie sabe lo que puede un cuerpo. No sé si podría
argumentarlo con cosas demasiado específicas; es
un sentimiento general, mirando las currículas y los
manuales escolares y el auge de los gimnasios y de los
estudios de danzas y de disciplinas y de ejercicios y artes
marciales de los orígenes más variados. Es verdad que
hay nuevos conocimientos en juego, que, calculo, habrán
hecho variar los parámetros de lo que se considera una
buena vida a nivel corporal y mental; la salud no es lo
mismo que antes. Pero sea lo que sea, ahora se la busca
desesperadamente. A veces me parece que todo tiene
que ser sanador ahora. ¿Tan enfermos nos sentimos?
Perdón, pero en estos momentos, no podría asegurar
nada más a ese respecto.
4) Acá, Rodolfo, permítame un excursus.

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Mi hermana Rosa es bailarina, y yo por poco lo fui. Somos
hijas de un médico culto y de una profesora sensible. Ella, mi
hermana, además de bailarina ahora es coreógrafa, profesora
de danza, y Licenciada en Artes Escénicas con Especialización
en Danza Contemporánea. Se podría decir que, desde ciertos
quehaceres, puntos de vistas y perspectivas, el mundo de la
danza me es familiar. Las veo seguido a mi hermana y a sus
colegas más cercanas, conozco los proyectos en los que andan
metidas, las informaciones y los estímulos a los que responden
y reaccionan, y he seguido buena parte de sus desarrollos pro-
fesionales; además de las no pocas tareas de vinculación entre
nuestras respectivas disciplinas, que hemos realizado juntas o
por separado. Medianamente, por todo esto, y por un interés
más particular que personal, conozco lo que pasa en el ambiente
local, regional, nacional y hasta, grosso modo, mundial de la
Danza. Modas, tendencias, anécdotas, polémicas, conflictos,
disputas, obras que instalan una novedad, productos malos que
tapan una buena obra, talentos emergentes, etc. Con mis amigos,
bromeo con que conozco la Historia de la Danza hasta en sus,
si me permite una metáfora de baile, piruetas más pequeñas y
caprichosas. Por ejemplo, ¿sabía que sobre el 26 de julio pesa,
en el ambiente de la danza, algo así como una supersticiosa
maldición? En esa fecha, en 1862, la bailarina Emma Livry
murió al incendiarse su tutú. Hoy en día la ley exige que los
tutús se hagan con materiales ignífugos. El tutú, Rodolfo, data
de 1820, aproximadamente. ¿Sabía que la Danza fue la única
de las artes modernas que Hitler no prohibió en la Segunda
Guerra Mundial? Claro, Hitler gustaba de ver los cuerpos bien
torneados en movimiento. Fue él mismo quien encomendó a

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un tocayo suyo, Rudolf Von Laban (el coreógrafo que creó el
sistema de notación para la danza más conocido hasta la fecha),
el montaje de las Olimpíadas de 1936. ¡Y Leni Rieffenstahl!
Quizá el paradigma de la artista nazi, una especie de tía-abue-
la-marca-tendencia respecto a la época actual. Actriz, cineasta,
fotógrafa. Su primer papel en el cine fue en una película muda
llamada La Montaña Sagrada (1926), en donde interpreta a una
joven bailarina, Diotima, quien es cortejada por un montañista
que la convierte a los saludables éxtasis del alpinismo. En cierto
modo, buena parte de sus ideales están hoy en boga, o hacen gru-
mo en los centros de ebullición de la cultura: la fuerza, la belleza,
la juventud, y el peor: la pureza (ésta, bajo diversas formas: la
moralización de lo sanitario; el paso de la Ética a la Dietética;
el rechazo a la inmigración; la paranoia viral; los discursos de
“inseguridad”; la proliferación de victimización con respecto a
toooda clase de abusos; etc... que no son otra cosa que la apología
de lo estático: falacia de las falacias ). Y no se trata de que yo esté
poseída por el mismo entusiasmo del History Channel por los
nazis y los ovnis. Al nazismo se lo tiene como El Mal, es lo que
no tiene, bajo ningún punto de vista, que volver a suceder. Sin
embargo, el Tercer Reich parece estar más cerca de nosotros
de lo que nos gustaría pensar. En sus ideas, en sus sueños, que
a veces pueden ser nuestras ideas, nuestros sueños. Entonces,
al momento nazi, se lo puede utilizar como índice, para seña-
larnos dónde estamos. Creo que, en momentos de crisis como
el nuestro, algunas estructuras simbólicas de la sociedad, las
que imprimen cierta sensación de rigidez a la comprensión y
a la reactualización de los hábitos, empiezan a desmoronarse,
y antes de que emerjan otras, quedan visibles flujos arcaicos,

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ocultos hasta ahí en el tuétano de la sociedad. La sociedad baila
alocada, un poco ebria, ya en la resaca de la fiesta (neoliberal),
y de mal paso en mal paso, cae, y se fractura el hueso político;
queda expuesto el tuétano: el cuerpo del animal humano agitado
por las corrientes de la vida y la muerte. (Perdone, Rodolfo, creo
que soy yo la que está bailando.) El baile como actividad previa
al apareamiento, como elección/preparación/fantaseo, al menos
como figura encarnada de ese mito etológico-antropológico,
aparece en un lugar privilegiado en épocas decadentes, e irradia
espectáculo para las masas tironeadas por la reproducción y la
muerte. A falta de política propiamente dicha. ¡Miren!, gime la
especie con las ideas resecas y la temperatura de su apocalipsis
aumentando, ¡así se hace! Acá entra el programa ese por el que
pregunta usted Rodolfo, y el cabaret en la Alemania de los años
20, etc. Bailar por un sueño... En el lugar central de ese espectá-
culo, está la pareja de baile: sus cuerpos, con todo su potencial
de satisfacción; sus personalidades, con todo su potencial de
identificación y/o extrañamiento (el Yo y sus asedios). Esta pareja
ideal está naturalmente caliente, edénicamente cachonda, porque
se deja llevar, o no, mejor dicho organiza coreográficamente ese
dejarse llevar, que al final conduce, real o imaginariamente, a la
copulación, para perpetuar la especie, y el sueño, pasando por
sobre la caducidad de los cuerpos, los envases individuales que
se estremecen de deseo y temor, que van al goce y a la muerte.
Y está el Jurado, que siempre tiene algo de esperpéntico y obs-
ceno; muy a lo Superyó. Y el presentador, una mezcla de rey,
gerente, capataz y espectador-modelo. Creo yo que, además de
un espectáculo de corte decadente (bufones, lacayos, enanos,
indígenas, negros, rey), es un espacio en donde se materializa

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cierta historia mental (virtual) nuestra, de nuestras sociedades
extenuadas y pasadas de rosca. No damos más; entonces, nos
ponemos a bailar, como quien sabe que va a morir. Estamos
relacionados, todos en este Baile, con ese programa. Y como
usted sabrá, Rodolfo, no hay relación en donde hay simetría y
reciprocidad.

Rodolfo calculó que había entendido una cuarta parte de


esos whatsapps, los más largos que le habían mandado jamás.
De todas formas era bastante comprensión. Después los iba
a releer, y ahí seguro que sacaba muchas más cosas en claro.
Porque sí, veía unas cuantas ideas en las respuestas de Helena.
Su trabajo progresaba; se felicitó por su elección. ¿Ahora a quién
más de Zumba le mandaba el cuestionario? ¿A la hermana de
Helena? No, seguro se parecían demasiado las respuestas, en
bastantes puntos. Mejor otra persona. Además, Rosa ni lo re-
gistraba, siempre había sido Helena la de los saludos. Fernando
De Angelis sería genial. Ese tipo debe tener unas respuestas
bastante interesantes. Después de lo que le pasó. Después de lo
que hizo. Además de su estado corporal a causa del accidente.
¿Cómo incide su mano amputada y su renguera en el baile?
Rodolfo recordó el primer día de Fernando De Angelis en la
clase de Zumba, el día en el que llegó (tarde) por primera vez;
había empezado unas semanas después que los demás. Nadie
quería mirarlo demasiado. Algunos hasta fingían que no estaba
ahí. El abogado medio desecho. Pero. De Angelis se movía,
¿cómo decirlo?, demasiado seguro para sus impedimentos. Y
esa seguridad, guiando su cuerpo a través de esos impedimen-
tos, le confería un aire grotesco pero serio, algo en la rama del

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grotesco-aleccionador. Era un grabado de Goya tridimensional
moviéndose al son de ritmos caribeños.

Rosa lleva a Helena a los baños, las acompaña Olga Nun.


Carlo se mira en el espejo y luego a los que quedaron; lo están
mirando. Sin decir una palabra, todos se acomodan en sus pues-
tos habituales; nadie quiere perder la clase. El estado físico, ¡tu
salud, chico!, no te espera, como les ha dicho Carlo más de una
vez. En el baño, mientras Helena se lava la cara, Rosa se mira las
zapatillas y les cuenta algo a ella y a Olga Nun. Una vez Gerardo
Canalle, un psicólogo-coreógrafo que nos estaba dirigiendo en
una obra de su autoría, Libra, me dijo que la mujer deseaba lo
que no tenía, a partir de aceptar que ella no iba a tenerlo nunca,
reconociendo que el varón era quien lo tenía y, por lo tanto,
que en él estaba el símbolo de lo que es deseable para ella. Lo
que su Libra (femenino de libre) escenificaba, me dijo después,
poco antes del estreno, era un pasaje en el colectivo denomi-
nado Mujeres: del querer un hombre al querer ser un hombre.
¡La mujer es pasaje!, me grito reloco el dramaturgo, dice Rosa.
Esto, siguiendo con lo que te expuse la otra vez, me dijo ya más
tranquilo Gerardo Canalle. ¿Por qué nos está contando esto
a nosotras?, ¿por qué justo ahora?, se pregunta Olga. Forra
heteronormativa psicoanalizada, bardea mentalmente. Y ahí
escuchan la cadena de un inodoro. Luciano sale de un cubículo
con el rostro colorado. Las tres lo miran. Helena, que ya está
y se ve bastante mejor, le pregunta que qué hace en el baño de
mujeres. Escondiéndome del pesado de Axel, le dice Luciano,
apoyándose en la pared como si estuviera dispuesto a quedarse y
charlar un rato. ¿Y por qué te escondés del kinesiólogo?, pregunta
Rosa, mientras ve cómo Olga Nun se mete a un cubículo con

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una mochila roja que le parece no haber visto antes. Porque me
viene pidiendo hace rato que presione a mi hermano para que
lo haga socio de Zoê, y yo ya le dije, como veinte veces le dije,
que no tengo nada que ver con este negocio, dice Luciano, ese lo
que quiere es quedarse con Zoê y convertirlo en un reducto de
machos inflados y estúpidos, como sus amigos. ¿O no, Olgui?,
dice un poco después. Del cubículo cerrado sale una especie de
gruñido. Helena apoya los glúteos en el mármol de los lavatorios
y, mirando a Luciano, le dice a Rosa que cómo sigue su historia
del psicólogo-coreógrafo, y a cuento de qué viene. Rosa, que
también mira a Luciano, dice: según Gerardo Canalle, los hom-
bres, en cambio, quedan definidos en su condición sexual por la
referencia al falo. ¿Y vos qué opinas, Olgui?, pregunta Luciano
mirando hacia el techo del baño, estos medio que son como tus
temas, ¿nooo? Rosa mira a Helena extrañada y le señala con el
mentón a Luciano. Helena se encoge de hombros. Del interior
del cubículo no sale ningún ruido; como si a Olga se la hubiera
tragado el inodoro. Luciano se mira en el espejo, hace un par de
poses con las manos en las caderas y dice, sin dejar de mirarse:
Estoy más flaco, ¿no?

Axel, que está sentado en la barra, mira a la gordita curvosa


pero piensa en el forro de Luciano, ¿dónde se metió?; ella está
mirando su celular, se sonrie, se toca el pelo. La clase de Zumba
retomó con varios participantes menos. Axel gira un poco la ca-
beza y ve afuera a Vilca, esta conversando con la vecina colorada
del setter irlandés, mueve mucho los brazos. ¿Qué es lo que sabe
Vilca? ¿Por qué Luciano le contaría algo justo a él? Vilca busca
charla, siempre; a veces parece que conociera a todos y a cada
uno de los habitantes del barrio. A cada quien, su comentario, de

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un rubro diferente, personal. Si pasa el viejo del almacén, le dice
algo de Rosario Central o sobre la pesca (¿y cómo mierda sabe
tanto de pesca un tipo como Vilca?); si pasa Soldini, le habla de
política regional (¡estos patanes narcosocialistas!); si pasan esos
neohippies malabaristas que viven en la pensión, les charlará de
trashumancia, de funciones de circo y de tratos con el público,
algo así (quién sabe si hasta no estuvo girando con algún circo
ese Vilca); si pasa el flaco de la cerrajería, le grita algún chiste
relacionado con la farándula, se ve que el flaco mira mucho la
tele. A los de Zoê los conoce a todos, pero con el que más charla
debe ser con De Angelis, cuando hacen negocio con el cuidado
del auto. Igual, para el caso es lo mismo, con todos Axel lo vio
charlar por lo menos una vez. De hecho, con Martincho lo ha
visto varias veces enfrascado en una charla. Y Luciano sigue
sin aparecer.

Carlo saca un paso de la nada, uno nuevo, bien rico, a ver si


están despiertos los sobrevivientes de la clase. Mary T, si bien
nuevamente está muy adentrada en las divagaciones sobre
su posible escapada afuera con su chongo, distingue nítida la
figura de Carlo y automático su cuerpo replica. ¿Qué hace con
Nachito?, se va a querer enganchar. Pero es que, pobre, hace
rato que él tampoco sale a ninguna parte, va del gimnasio al
boliche y de ahí a dormir un par de horas. Encima le saqué a su
compañero de salidas, piensa Mary T y flexiona más cuando
se agacha. Si en algún momento salen del baño las Cossettini,
les va a preguntar a ellas; seguramente tendrán algún consejo
medio pedagógico sobre las minivacaciones. Así como Angie
no sabe que Luciano le puso Mary T, tampoco sabe que su hijo,
Nachito, está a cuarenta minutos de abordar un ómnibus con

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rumbo a Capital Federal. Mucho menos sabe que lo acompaña
su compañero de trabajo (Mister T, como Nachito lo llama).
Van a pasar unos días juntos en un hostel gayfriendly con orien-
tación culturista que le recomendaron a Mister T (Master Té
en Facebook), y, si queda tiempo, pasear un poco por Palermo,
San Telmo, La Boca. Mister T, Jorge, dentro de una hora, le va a
mandar un whatsapp a Angie diciéndole que tuvo que viajar de
urgencia a Mendoza a ver a su abuela que no se encuentra nada
bien de salud (esa abuela, en realidad, murió cuando él tenía tres
años). Mañana, Nachito la va a llamar diciéndole que está en lo
de unos amigos en las Sierras de Córdoba, que la organización
del viaje y el subirse a una camioneta fueron una sola cosa, todo
en un flash. Esto, a Mary T, primero no le va a llamar demasiado
la atención. Hasta que la noche del sábado decida ir al boliche.
Y vea la ausencia: ninguno de los dos fue a trabajar.

Olga Nun sale del cubículo y comprueba que todos en el


baño la están mirando. Luciano le sonríe, se pasa la lengua por
los dientes. Helena le pregunta algo con todo el rostro, sin decir
palabra. Rosa, extrañada, se percata de que no lleva la mochila
roja, la dejó adentro piensa. Olga mira a Luciano, sin devolverle
la sonrisa, le dice que qué pesado que está. Luciano suelta una
carcajada y le dice: perdoná, pasa que estoy ansioso, estoy por
terminar el Dance All, además... (hace una pausa y mira de reojo
a cada una de las hermanas Cossettini un instante) di con uno
de tus blogs, bah, sos vos ¿no? Olga mira a Rosa y después a
Helena, se sonríe. Ahá, dice, ¿cuál? Ese..., ¿cómo era?, ah, sí,
sí, lalobacaperusitayelhacha.blogspot.com. Sí, es mío. Ajajaja,
¿viste?, yo sabía, sabía, me di cuenta por una foto, en un evento,
algo así como una charla debate, ¿puede ser?, se debatía sobre

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violencia, sobre el derecho de matar a los violadores asesinos,
estabas vos y una chica rubia, de lentes, que dijo algo sobre la
defensa personal en las escuelas y vos te le reíste. Ahora Olga
sí le sonríe y después mira para abajo. Luciano les comenta a las
Cossettini: Nuestra compañera de Zumba, acá presente, escribe
unos textos muy copados, sobre género, sobre derechos de los
animales, sobre la... ¿cómo era?, ¿heteronormatividad?, ¿lo dije
bien?, bocha de letras, bueno, sobre eso, y sobre el patriarcado...
También colaboran otras amigas con textos, lo corta Olga, o eso
parece. Helena le dice a Rosa que se siente mejor pero no sabe
si va a volver a la clase, quizás se va para su casa directamente.
Rosa le dice que la espere, que tiene que hacer pis y después se
van juntas. Helena le indica con señas que la espera afuera. No
me imaginaba que eras así, le dice Luciano a Olga. ¿Así?, repite
Olga en un tono agudo y mira a Rosa con los ojos abiertos de par
en par. El sujeto no se puede reducir a sus “posiciones”, porque
antes de la subjetivación ya es sujeto de una falta, le dice Rosa a
Luciano. Este la mira como diciendo ¡¿quéee?!

¿No lo viste a Rodolfo?, le pregunta Helena a la chica de la


barra. Como ve que la chica queda con los ojos achinados como
inspeccionándose la cabeza por dentro, agrega: ¿Lo conocés,
sabés quién te digo? La chica levanta los hombros y menea la
cabeza negativamente. El tipo alto, musculoso, bronceado, ojos
azules, medio canoso, siempre llega tarde a la clase de Zumba,
siempre anda como apurado, lo describe Helena. Y mientras
lo hace, encuentra algo raro en su descripción. Mejor dicho,
encuentra algo raro en la relación entre la apariencia y ¿el con-
tenido?, ¿el interior?, ¿la esencia? de Rodolfo.

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A ver, Luciano, dice Rosa, acomodándose el corpiño deportivo
primero y el rodete después: sujeto no es más que el nombre de
la distancia interior de la sustancia hacia sí misma, el nombre de
este lugar vacío desde el que la sustancia se percibe a sí misma
como algo ajeno.

No, dice la chica de la barra, me pareció verlo tomando


la clase, pero después deee, deee... De mi desmayo, completa
Helena mirando hacia la clase de Zumba. Sí, después de eso no
lo vi más; pero tampoco lo vi salir. A Helena le vuelve la imagen
de la cabeza de Rodolfo como disolviéndose.

Já, cómo leen ustedes, qué bárbaro, no sé si entiendo, dice


Luciano. Pero y a todo esto, corta Olga, ¿qué hacés todavía en
este baño? Ya te dije, responde Luciano con una cara repenti-
namente seria, me escondo del hinchapelotas del kinesiólogo,
no quiero que me moleste.

Carlo imagina campos de entrenamiento en las Sierras de


Córdoba, en la costa, en el noroeste, en la Patagonia, análogos a
los del coreógrafo coreano en China y en Corea del Sur. Imagina
bloques de movimientos, ejecutados por el músculo caliente,
irrigado, del Pueblo. Aplaude dos veces y gira. Aplaude dos veces
y gira. Paso al frente y atrás. Paso al frente, atrás y giro. Piensa,
otra vez, en su conversación con Martincho esa mañana. Por
fin se habían sentado en un bar, uno de calle Corrientes, bien
apartados de la ventana, a charlar sobre la continuidad de Zoê.
La cosa ya estaba clara desde hacía un tiempo. Lo que hicieron
fue afinar los detalles. Martincho no quería eternizarse en ese
negocio, eso estaba claro. Tenía algo más importante que hacer.
Pero no era cosa de largarlo todo «a tontas y a locas», como decía

95
su padre, porque, precisamente, con su padre se las tendría que
ver. El viejo era jodido. Y era el del capital inicial. Y si bien no
esperaba devolución, tampoco iba a estar muy contento con
que su hijo deje, así porque sí, el negocio que él mismo le había
preparado (porque, claro, la idea de adecuar el lugar para que
sea algo más que un gym, para que sea un “Centro de Salud
Integral”, encajando ahí de paso al vejete del Dr. Silva, era del
viejo; y la desesperación por la ancha inutilidad que mostraban
sus hijos, también). Quién diría que Vilca, el cuidacoches, sería
el que le iba a dar la gran idea para sacarse de encima ese local.

Helena pide un agua y paga con un billete de $500, que la


chica de la barra mira preguntándose si no será falso, le ve un
poco de pinta de falso, pero no dice nada (todos le parecen
falsos) y en cambio se pone a reflexionar sobre su situación en
ese lugar. Es inminente que el kinesiólogo la invite a salir. No es
que no le guste. Es peor. Le da un poco de repulsión y miedo.
Ese tipo no es alguien en quien confiar. Aunque no sabe bien
por qué esa mala onda con él. O sí sabe. Pasa que hasta ahora,
lo único comprobable, es que le consiguió ese trabajo. Tal vez
esté claro qué es lo que le da un poco de miedo (o bastante). Que
ese favor esté esperando ser devuelto.

Luciano abre una canilla, se humedece las manos y se las


pasa por el pelo, hace un ademán a lo mago y mira un poco
maliciosamente de reojo a Rosa: ¿No estamos más bien a favor
de desmontar los géneros, Olgui? Olga Nun traga saliva y mira
al techo, aprieta los puños. Rosa mira a Luciano y después mira
a Olga y le sonríe: Creo que eso, que, según Gerardo Canalle,
quieren las mujeres y tienen los hombres, es el poder. Ahá, dice
Luciano, pensé que era algo así como la pija o el falo, ponele...
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je, pero no, emmm, ¿y tendría alguien acá a mano una buena
teoría del poder?, la mía la dejé en el departamento, debajo de
un libro recontrapesado de Nietzsche. Olga saca un encendedor
de uno de los bolsillos del jogging gris oscuro que tiene puesto,
hace un jueguito con él entre sus dedos, y le dice: Por tipos como
vos... yo... siento que me empodero. Jajajaj, se ríe Luciano. ¿Qué
se supone que soy, tu batería, tu cargador? Una baja de tensión
hace que la luz parpadee unos instantes. Rosa está por entrar
al mismo cubículo del que salió Olga, pero ésta se lo impide
interponiéndose. Entonces Rosa abre bien grandes los ojos, la
mira, inspira abriendo grandes las fosas nasales, cierra los ojos,
expira, los abre, y le dice a Luciano: Quizás lo que Olga dice
es que la gente como vos la moviliza. ¿Y yo cómo soy?, replica
Luciano, y se lleva la mano a los genitales aparentemente sin darse
cuenta. Rosa entra en otro cubículo Olga apoya la espalda en
el cubículo que parece estar cuidando y dice: Sos un incapaz...

Cierto día Vilca le preguntó a Martín lo siguiente. ¿Cuanto


podía llegar a valer el terreno en el que estaba ubicado Zoê? Y
antes de que Martín le pudiera contestar algo, Vilca le había
dicho que había escuchado algunos precios por ahí. Bah, le
habían comentado, hacía poco, unos arquitectos que vivían
cerca, al frente de Plaza Libertad. Un matrimonio de mediana
edad, responsable de la confección de un par de torres de de-
partamentos construidos en el barrio durante los últimos años.
Martín también los conocía, eran Lara y Marco Ferrucci, una
pareja de arquitectos amigos (y clientes) de su viejo, que por
lo general, antes de terminar los planos de una torre, ya tenían
asegurado un departamento para ellos. Se decía que tenían más
de cinco en los alrededores de Zoê, en el barrio del Abasto. La

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empresa constructora del padre de Lara, arquitecto retirado,
en su momento (76-82) constructor de barrios estatales en la
Patagonia, actualmente dedicado a la escultura (comparte un
taller con un capo de la U.O.C.R.A) y a vigilar de reojo sus ne-
gocios, posibilitaba la acumulación de departamentos y locales
de la familia, cerrando circularmente los negocios.

¿Incapaz de qué, Olgui? Incapaz de producir un cambio


sustancial en la realidad, que parece ser lo que querés, Luciano,
a eso me refiero: te veo así, tan egoísta, tan liviano, tan nabo, tan
lejos de lo importante y tan metido en las tres o cuatro bolude-
ces en las que se meten todos los con Síndrome de Estocolmo
de este Sistema, mientras... Olga no termina la frase. Acaba
de sonar el teléfono de Rosa (ringtone del Lago de los cisnes).
Luciano aprovecha y dice mirando el techo: Me contaron de
una nueva App, una aplicación que hicieron los coreanos, para
sus androids, resulta que vos te llamas a vos mismo... ¡y te cos-
testás, podes hablar con vos! Adentro del cubículo Rosa habla
con alguien. Vos sos un pobre y triste producto de este sistema
de mierda, qué se puede esperar de vos, le dice Olga a Luciano,
muy despacio, adelantando la cara en su dirección, tensando el
cuello, mostrando un poco los dientes, con un par de arrugas
en el nacimiento de la frente. Luciano la mira impostando una
cara de paz, y le pregunta también muy despacio, casi en un su-
surro: ¿Es verdad que sos puta? Sí, dice Olga. Cara de verdadero
asombro luciano. ¡Sos vos, chabona! ¿Te extraña, nabo?, trabajo
con pelucas, me gustan, seguro viste esas fotos. Mmm, bueno,
sí, un toque sí, me extraña, o me asombra. ¿Por? No sé, pero...
uy, estoy recaliente. ¿Qué? Que estoy recaliente, Olgui. Ahá,
¿caliente con la monja? Seee, con la Sor. A vos te cobro seis veces

98
más que al más garca y enfermo de mis clientes. Hey, Olgui, un
poco de juego limpio en ese mercado, please, se queja Luciano.
Para la gilada nada, la cosa está difícil, dice Olga. Libertad de
mercado, dice Luciano. Libertad del individuo, dice Olga, con
mi sexo hago lo que se me canta. Entonces habilitás a que los
que quieren, no sé... asesinar, cortar a los demás en pedacitos,
lo hagan en pos de su libertad, ellos tienen ganas de hacer eso
con su cuerpo, dice Luciano, y se sonríe a sí mismo en el espejo.
¿Ves que sos una reverenda mierda?, dice Olga mirando a los ojos
al Luciano en el espejo. La libertad individual también puede
ser así, dice Luciano. El parámetro es el daño... (Olga busca la
palabra bizqueando un poco los ojos) injustificado... a los otros
seres, contesta Olga, mirando el W. C. en el que entró hace unos
minutos. ¿Y quién se encarga de poner los límites, esta libertad
sí, esta libertad no: ¿la policía, los jueces, ustedes?, dice Luciano,
buscando la mirada de la Olga que se refleja en el espejo. No sé
a quién mierda te referís como “ustedes”, dice Olga, mirando a
los ojos al Luciano de carne y hueso, pero yo a vos te mataría,
casi por hobbie. Y agrega: Digo casi por hobbie porque quizás
matarte sea también algo necesario, el momento no está como
para soportar a muchos salames como vos. O como ese De
Ángelis, agrega más despacio. Rosa sigue hablando por teléfono,
seguramente sentada en el inodoro, desde afuera se escuchan
palabras sueltas: “escuché...”; “ayer a...”; “está en...”; “nooo, no
fui...”; “te digo que lo escuché, como siempre...” Luciano mira
hacia el cubículo ocupado por Rosa, después mira a Olga Nun a
los ojos. Está más monja que nunca, piensa. Baja la mirada y se
concentra en un tatuaje extraño en el antebrazo derecho. ¿Una
loba?, ¿varias lobas? Olga mira la hora en su celular y después

99
le pregunta a Luciano: ¿Vos, en realidad, querés desplazar a tu
hermano acá en Zoê, con ayuda del kinesiólogo? Luciano se
sonríe, se lleva la mano a los genitales como sin darse cuenta.
Me agarraste, dice. Olga vuelve a mirar la hora. Rosa sale del
cubículo Se acomoda el corpiño deportivo y el rodete, mira la
pantalla de su celular, dibuja un garabato abstracto con el dedo
índice. Después les pregunta lo siguiente a Olga y a Luciano:
¿Alguno de ustedes sabe dónde se metió Rodolfo?, haciendo
Zumba no está. Yo no lo veo hace rato, dice Olga, y agrega mi-
rando a Luciano: ¿qué tal si vamos saliendo? Luciano se mira en
el espejo, se acomoda el pelo, se tira un beso. Rosa está parada
en el centro del baño, mirando la nada, como perdida adentro
suyo; ¿se está riendo?

Carlo recuerda cómo lo expresó Martincho en el bar de


calle Corrientes, mientras agita los brazos arriba y lo siguen a
través del merengue electrónico. Martincho dijo que cuando
el cuidacoches le preguntó por el precio del terreno, a él se le
vinieron a la mente una serie de imágenes con números y lapsos
temporales pasando a toda velocidad, como eras geológicas en
un documental animado. Hasta ese momento, le había pare-
cido, simplemente, un asunto de hermano mayor atendiendo
un negocio. Pero ahora, a través de ese cuidacoches, le venía la
iluminación. Lo primero que iba a hacer era ir a ver a los Ferrucci.
No hacía tanto tiempo desde el último asado familiar con su
viejo y ellos, en el que se había tocado, una vez más, el tema del
local y del terreno en la esquina de Mitre y Salto Grande. “El
Proyecto”, como simplemente lo denominaba su padre, era de
antigua data, y podía resumirse en una pregunta compuesta:
¿Qué posibilidades había de vender ese terreno para hacer un

100
gran edificio, no sin antes asegurarse, por un lado, unos depar-
tamentos y unos locales, y por otro lado, la construcción de
un Centro de Salud Integral, como Zoê pero más grande, para
mucha más gente, en toda la base de la construcción? Mejor si
se podían vender todos los inmuebles lo antes posible; antes de
estar construidos incluso. Se trataba de conseguir inversores
rápido, hacer más grande el proyecto; antes de que se disparara
el dólar, antes de la próxima época de elecciones. ¿Y ante qué
estaríamos? Una gran torre de departamentos, locales, oficinas,
con un gran gimnasio integral en su base. Una máquina de vivir
(según Marco Ferrucci, ahora sí estábamos para algo parecido
a los sueños urbanísticos de Le Corbusier, en otro momento
vistos como abominaciones distópicas). Y Carlo, sí señor, el
confiable y proactivo Carlo, estaría al frente de otros tantos
instructores y couchers dictando clases en los espacios gym de
la base; entrenando duro y bailando. Una Academia Física de la
Población. Porque esto consistiría en una prueba piloto para la
reestructuración sanitaria de la sociedad. Y si todo salía bien,
pronto el modelo se expandiría. Como defensas inmunológicas
funcionando en el Cuerpo Social. Para sanar la sociedad. De
todo esto había hablado lo suficiente (también en su calidad de
cirujano) el papá de Martín y de Luciano, en diversas ocaciones,
desde hace más de una década, con los Ferrucci y con unos
cuantos referentes regionales más, de varios sectores (más que
nada burgueses y burócratas medio mafiosos). Había más que
contactos en la política, ya que esa instancia –la de los contactos–
estaba prácticamente superada según el Dr. David Sales (sí, con
ustedes: el papá de Martín y Luciano). Lo que había ahora era
una gran grieta por la que ellos, con este modelo combinado

101
de lugar de entrenamiento, de trabajo, habitacional, de espar-
cimiento, relacional, podían penetrar en la maquinaria social,
diseminarse, volverse una pieza fundamental de su funciona-
miento, y entonces, obviamente, modificarla. Podían conducir.
Ahora lo entendía. Esa posibilidad había estado desde hacía
mucho tiempo, ahí, esperando a que él, Martín, se diera cuenta.
¿Desde el 2001? ¿el 2017? ¿el 2018? ¿el 2020? Para qué perder
más tiempo, hasta desaparecer, quizás muy lentamente, en la
disgregación. Martín lo había entendido. El instructor guía a las
masas con coreografías, le aseveró casi gritando a Carlo, y las
hace construir un lugar en el espacio seguro y con sentido. Yo me
quería ir al río a vivir, pero lo que tengo que hacer es convertir
todo esto, la realidad misma, en un Río. Carlo recuerda algunas
caras extrañadas del bar de Corrientes que miraban a Martín
mientras hablaba. Ahora nada más tengo que informarles a ellos
que finalmente entendí, dijo Martín, que el Proyecto se pone en
marcha. Y una vez puesto todo en marcha, yo, dijo Martín y se
paró, me voy a ir a cumplir mi sueño: batir el record Guinness
de caminata en línea recta. Pero con otra cara, ya que le voy a
pedir a mi viejo que me haga una cirugía estética en el rostro. Y
a propósito. ¿De qué se trataban exactamente esos métodos del
coreógrafo coreano?, le preguntó Martín a Carlo. ¿Será un buen
modelo? Los detalles, por favor. Si los chinos iban a hacerlo...

Yanira y Nadia saben que Luciano va a dejar una ventana


del baño (que da a la calle) abierta. Y también saben que va a
dejar, arriba de la mochila de un inodoro, una llave, que abre
una caja. Se trata de un ensayo, para después sí, dar el golpe,
dentro de una semana. A Nenín y a Franqui se les ocurrió que
sería flashero hacer un ensayo del robo, y lo propusieron. La

102
clase de Zumba está por terminar y Carlo no bajó la intensidad
desde que reanudaron luego del desmayo de la Cossettini; podría
decirse que todo lo contrario. Yanira está cansada, transpirada,
tiene un leve ardor en la planta de los pies. Si el ensayo sale de
acuerdo con lo planeado, mañana a la noche, Nenín va a estar
tatuándole el capítulo de su novela a Nadia.

Vamos saliendo, repite Olga Nun. Luciano dice que él no


piensa salir hasta que no se vayan todos o esté seguro de que el
kinesiólogo no anda por ahí. Rosa sigue parada como en trance;
ahora levanta una mano y la ubica ahuecando la palma junto a
su oreja. ¿Escuchan eso?, pregunta, se ríe. Olga mira la hora en
su celular. Bueno, ¿vamos, Rosa? Yo me voy a acomodar por acá
dice Luciano, y se apoya en el mármol de los lavatorios.

Axel se pide un café. La chica de la barra va hasta la cafetera.


La mira. Si todo sale de acuerdo a lo planeado, mañana la invita
a salir. Debería buscarle un poco de charla, piensa. Cuando
vuelva con el café, se da quince minutos para hablar con ella,
de lo que sea, y de paso espera a que aparezca Luciano. Hasta
puede llegar a invitarla hoy. Helena, en la otra punta de la barra,
está abducida por la pantalla de su celular. ¿Se está escondiendo
ese forro de Luciano?

Olga Nun se le acerca a Luciano, mirándolo a los ojos. Juntate


de una buena vez con ese otro desgraciado, le dice despacito.
Olgui, decime, please, ¿de cuanto es tu arancel?, le replica Luciano
con cierta dulzura, y saca una pequeña flor de su bolsillo, una
rosa de plástico, y se la ofrece.

Carlo conoce preparadores físicos, profesores de educa-


ción física, ex futbolistas profesionales, futbolistas frustrados,

103
boxeadores amateurs, ex boxeadores profesionales, guardias
de seguridad, serenos antisociales, instructores de Karate, de
Judo, de Tai Chi, de Tae Kwon Do, de Yoga, de Dance Hall, de
Flamenco, de Salsa, de Zumba (colegas), conoce a ex policías,
a barras bravas, a tacheros, a ex tacheros actualmente dedi-
cados al negocio de la chatarra, a camioneros, a patovicas, a
desocupados cultos, a tipos grandes que viven con la mamá, a
pintores borrachos que jamás han vendido un cuadro, a chorros
retirados, a dos programadores, a tipos que mataron; en algunos
casos, una misma persona es varias. Todos, en una u otra forma,
instructores. Todos interesados en una forma de vida parecida.
Todos dispuestos a colaborar en la creación de un movimiento.
Termina el último merengue de la clase. Carlo les recuerda a
todos que “aflojen despacio” y que “antes de que se les vuelva
a endurecer la cara, déjense una sonrisa puesta”. Mary T se le
acerca. ¿Podemos hablar un toque?, le dice. Claro, le contesta
Carlo, mirando para afuera por los ventanales, una escena que
le parece un tanto extraña: Vilca le hace señas con los brazos a
alguien adentro de Zoê, atrás de él unos adolescentes vestidos
de negro miran algo fuera de campo. Cuando Carlo sigue la
mirada del cuidacoches, se da cuenta de que las señales están
dirigidas a Fernando De Ángelis, quien asiente (o eso interpreta
Carlo) con la cabeza.

Qué querés, somos dos liberales individualistas cualquiera,


aunque seguramente vos no te quieras asumir como tal, le dice
Luciano a Olga. Ella contempla la flor de plástico con gesto de
desprecio y se mete las manos en los bolsillos.

Helena mira en la otra esquina de la barra a Axel Kramer, que


le devuelve la mirada y levanta el pulgar como preguntándole
104
¿todo ok? Helena asiente con los ojos cerrados, en una pequeña
náusea.
Los sustantivos tienen una esencia verbal, dice Rosa como
si le estuvieran dictando letra desde otro plano, se acomoda el
corpiño deportivo y el rodete. En alemán, por ejemplo, es bas-
tante fácil verbalizar los sustantivos, cuando un alemán mira un
campo, fácilmente puede decir que está “trigando”. Eso quiere
decir que la cosa es actividad. El entendimiento hace la ficción
de detener la actividad, genera la cosa singular y detenida. Sin
embargo, todo baila, se entrelaza, se funde. En definitiva, se
va. Y nos sigue dando pavor estar yéndonos. Luciano se vuelve
a guardar la flor en el bolsillo. Olga mira de nuevo su celular y
dice: Bueno, yo me voy. Pero no se mueve de donde está.

Carlo querido, ¿te parece que estaría bueno un viajecito a


las Termas de Concordia, Entre Ríos?, le pregunta Mary T, que
últimamente suele preguntarle seguido sobre las decisiones a
tomar, como si Carlo fuera un instructor de la vida en general,
un gurú, un chamán, quizás sea porque necesita alguna clase de
ley, para tener la excitante opción de incumplir, al menos una
ley pequeña en medio de la debacle; últimamente esa categoría
crece en su percepción del todo. Carlo contesta que no conoce
el lugar, pero le suenan bien unas termas en ese momento del
año, para los músculos y la piel, mientras que, con la mirada
sigue primero a Fernando De Ángelis, que va en busca de su
bolso y, después, a Vilca y a los extraños adolescentes vestidos
de negro, quienes ahora sacan del volquete algo parecido a un
maniquí forrado en ¿papel higiénico?, ¿una falsa momia?, y
lo paran al lado del cuidacoches, que comienza a vociferar y a
gesticular frenético con los brazos.

105
Cuando Axel está por comentarle a la chica de la barra que el
otro día fue con unos amigos a un lugar cerca de Puerto Norte
a tomar cerveza artesanal y a comer unas pizzas rellenas de
verdura, ella gira la cabeza hacia uno de los ventanales y le hace
un gesto a los adolescentes vestidos de negro que están afuera. Y
estos le contestan. La chica de la barra parece algo sorprendida
y sonríe. Carlo, testigo del ida y vuelta de gestos, cree identificar
una señal, un interruptor encendiendo un plan.

Yanira le toca el hombro a Nadia, y cuando esta gira para


mirarla, le señala con un movimiento de labios y cejas el baño.
Nadia se encoje de hombros y menea la cabeza negativamente.
¿Qué pasa que Luciano no sale?

Olga Nun sale del baño y, sin saludar a nadie, caminando a


toda velocidad, sale de Zoê. Pero una vez en la vereda, de pronto,
como pateada por un shock eléctrico, se para tiesa y mira el cielo
recién anochecido. Fija la vista por unos segundos en una estrella
muy brillante. Si me aseguraran que los alquileres son baratos
ahí me voy ya, piensa. Vuelve a toda velocidad a Zoê, mirando
su celular. Va a la barra, pide un agua mineral. Axel Kramer,
que justo estaba por lograr que la chica de la barra le contestara
algo, se retuerce en su lugar, lareputamadre, y se vuelve a acodar
en la barra y a acordar del forro de Luciano. Entonces decide
esperar dos minutos más. Después, haya hablado con Luciano
o no, va a ir a verlo a Martín. De lo contrario, se va a hacer muy
tarde como para consolidar una sociedad. Cuando la chica de
la barra le alcanza el agua, Olga paga justo, abre la botellita y
la levanta mirándola. Por Ulrike Meinhof y Gudrun Ensslin, y
por tooodas las demás, dice. Pega un trago largo y sale del local
a paso redoblado.
106
Rosa mira a Luciano, que está mirando su celular. Vuelve a
escuchar la voz, cercana y clara, como siempre. Al principio,
cuando joven, muchas veces quería contradecirla, responderle
algo, replicarla. Pero con el tiempo se fue acostumbrando a
la no relacionalidad de la voz. No le hablaba; simplemente
hablaba. No quería comunicar; y sin embargo lo hacía. O al
revés, comunicaba descomunicando. Ahora, Rosa se conten-
taba con que no la molestara demasiado en su vida cotidiana.
Anteriormente la voz había sido un taladrar constante; frases
cortas, a veces incluso palabras sueltas, imperativos, repetidos
hasta el hartazgo. Recontra hinchapelotas: “doblá”; “cerrá”;
“salí”; “andá”; “comprá”; “tomá”; o las típicas “expandirse por
los lados”; “plantas nacen en las ranuras del asfalto”; “músculos
estirándose se expanden y doblan”; “nos encontramos en el
aire”... Y todo así. La voz tiene unas eses chirriantes, llenas de
saliva, y unas erres grumosas, afrancesadas; algo así como una
mezcla de Julio Cortázar con Néstor Kirchner. Rosa da por
hecho que la voz viene de adentro suyo, por más que la escuche
venir de afuera. Aunque hace un tiempo, quizás por sus lecturas,
comenzó a pensar en otra dirección. Es su guía. No, es un guía,
un guía práctico, lo tomás o lo dejás. No es ella, ni es nadie más
(llegó a pensar que podía tratarse de algún antepasado suyo
–eso le dijo alguien– o una persona ubicada en otro lugar del
mundo, un hipnotizador a la distancia). Se trata de un sistema
de fuerzas. Que hace de su cuerpo un cascarón. Y en algunos
casos, una armadura, que protege al mundo de ella. Pero, ¿hacia
dónde la lleva esa voz?

Nadia se queda parada entre los aparatos, con el bolso


colgado al hombro, se rasca la cabeza, cree tantear un piojo,

107
piensa en Mateo: el chabón ya le había ofrecido “una amega”
a Nenín para el capítulo que iba tatuado alrededor de los geni-
tales, mucho antes de que Yanira y ella fueran a preguntar por
el capítulo que le interesaba a Yanira. Manipulador de mierda.
Él sabía que íbamos a ir a verlo. Y aprovechó, porque quería
entrar a formar parte de esa corte alrededor de Nenín. Nadia
pensó también, mientras veía a través de los ventanales cómo
Yanira hacía como que buscaba algo en su moto, que segura-
mente Mateo había visto alguna pasividad en ella como para
tomarla como... mercancía intercambiable por prestigio. ¿Es
que había que tratar a todo el mundo como si fueran imbéciles
de temer? ¿Y si realmente lo fuéramos? ¿Imbéciles de temer?
No, los sistemas de relaciones son los que nos hacen posibles.
No tendríamos nada que temer. Ocuparnos de eso sí, y cambiar
el tablero de juego, es decir las relaciones, no sólo las reglas del
juego. Yo me entiendo. ¿Me entiendo?

Olga Nun se aleja de Zoê sin mirar atrás.

Con el Zumba estoy haciendo pasar del baile a la danza a este


colectivo de personas. Es el momento justo para esta migración.
Las ideas prácticas del coreógrafo coreano llegan en el momento
justo. El momento es el justo, chico, todo está alineado. Carlo
ve cómo salen los participantes de su clase. ¿Pero qué hace Vilca
con esos de negro y ese... maniquí... envuelto en papel?

Helena marca el número de su hermana. Rosa se colgó en


el baño, piensa.

Lago de los cisnes. Rosa contesta. Ya voy, tengo que fijarme


una cosa...

108
Vilca discute algo con los dos adolescentes de negro, tironean
lo que parece ser un maniquí todo forrado con una especie de
vendaje de papel escrito (como una momia con pequeñas letras).
Todos los que acaban de salir de Zoê se quedan parados en la
vereda mirando. Personas que iban pasando por ahí hacen lo
mismo. Se junta un grupo numeroso. La chica de la barra les
hace señas desde adentro a los adolescentes, pero estos están
mirando en otra dirección.

Nadia ve cómo afuera Yanira putea mirando el forcejeo de


Vilca con los adolescentes por el maniquí. Ella no sabe nada,
piensa Nadia. Y recuerda los llamados y los mensajes amena-
zantes de Yanira, los golpes, y lo peor, las burlas. Nadia piensa
que deberían inventar un nombre para eso que no es ni llorar
ni reír, eso que completa el triángulo de la conmoción. Así está
ahora. Ella no va a meterse con Yanira por la ventana del baño
que va a dejar abierta Luciano. Que se vaya bien a la mierda. Es
el momento justo para eso. Ella ahora está con sus camaradas.

Finalmente los adolescentes de negro consiguen reducir a


Vilca, que no deja de gritar que la Sinarquía Internacional no
podrá ganar, que es imposible que gane, que jamás ganará. El
supuesto maniquí cae al suelo. En lo alto, pasa una bandada de
patos migrantes que nadie ve.

Axel Kramer, luego de unos minutos de duda, ya bastante


hinchado las pelotas de que nada en esta puta vida le salga bien,
sale para ver de cerca qué es lo que pasa con el famoso Vilca.
Esta noche parece que algo gira en torno a ese, piensa.

Helena sale detrás del kinesiólogo.

109
La chica de la barra hace, por fin, contacto visual con uno de
los adolescentes de negro, una chica con pecas, quien le indica
con un movimiento de cabeza que vaya hacia donde están. La
chica mira a Nadia, que la está mirando, intercambian sonri-
sas que a pesar de lucir tensionadas se transmiten plácidas,
sonrisas como de desagote. La chica sale de atrás de la barra,
sale de Zoê y cruza la calle. Se agacha para hablar algo con los
adolescentes que sostienen a Vilca en el suelo. Se endereza y va
hasta el maniquí tirado. Lo para con un poco de dificultad. Pasa
el 140 Rojo por Mitre, va casi vacío, excepto por una persona
sentada en uno de los últimos asientos, que va leyendo un pdf
de las Proposiciones en torno a la historia de la danza de Carlos
Pérez Soto en su celular, e interrumpe la lectura cuando ve por
el rabillo del ojo una pequeña aglomeración.

Ya hay alrededor de treinta personas en la vereda de Zoê.


Y están llegando más, caminando, trotando, corriendo. Una
atmósfera extraña parece funcionar de imán.

¡¿Pero qué carajos pasa, chico?!, dice enfático Carlo, mirando


primero por los ventanales para afuera y después mirándose en
el espejo, para ver cómo le queda su gesto de asombro y alerta.

Axel Kramer observa a la gordita curvosa de Vera. Pensar


que me la iba a chamuyar, con miras a..., la reputísima, ¿y ahora
qué mierda hace ahí en el medio de todo esto?

Paran el maniquí. La chica de la barra busca con la yema de


los dedos a la altura del pie del maniquí. Encuentra. Comienza a
desenrollar la tira de papel escrito. Vilca deja de forcejear, presta
atención a la develación.

110
Luciano, dice Rosa, te quería proponer algo. El baño está un
poco difuso por el humo del cigarrillo que se acaba de fumar
Luciano hace unos instantes. Yo, esteee, por mi lado, algo me
enteré, dice Rosa y se acomoda el corpiño deportivo y el rodete,
que vos queres quedarte con este local, bah, con el negocio, como
dijo Olga Nun, aunque te reíste de ella. Luciano pone cara de
chino opiado, la mira, la mide, como un abuelo picarón a un
niño tímido. Ponele que fuera así, dice.

Fernando De Ángelis pide permiso entre la gente. Quiere


llegar a su auto rápido, borrarse, antes de que Vilca, que está
sentado en el suelo, junto a los adolescentes de negro, mirando
cómo la chica de la barra desenrolla la tira de papel escrito que
envuelve a...

Helena tarda un poco en reconocerlo.

Quien emerge del maniquí-momia no es otro que Rodolfo.

Parece estar inanimado, como un muñeco.

Hasta que guiña un ojo y saluda a la chica de la barra: Hola,


Vera.

Yanira no llega a percatarse de si la ventana del baño está


abierta o no; ¿qué mierda habrá hecho Luciano? Se sienta en
su moto y espera, ofuscada. Nadia la observa desde adentro,
sentada en la barra, sola.

Y ahí está Rodolfo, explicando cómo hizo para llegar al volque-


te, en slips, mostrando su cuerpo bien trabajado, su bronceado,
sus ojos azules, su pelo lacio con las puntas amarilloblancas de
sal marina y sol, a lo Iggy Pop.

111
Y Helena de súbito comprende. O termina de reconfigurarse,
recién, después del desmayo.

Rodolfo y ese personaje alto, flaco, pálido, despeinado, que


pasa todos los días por delante de los ventanales de Zoê durante
la clase de Zumba, son la misma persona. Son lo mismo.

La chica con pecas vestida de negro codea al otro adolescente,


macizo, morocho, con el pelo muy corto y parado en punta. Le
indica con la mirada uno de los costados, por el que viene Mary
T. Lo reconoció: ¡es el hijo de Miriam, la niñera de Nachito!
Angie tiene buena memoria, y recuerda a ese joven, cada tanto
esperando a su mamá encorvado en la esquina del departamento
de calle Salta. Vos sos el hijo de Miriam, le dice, recontrasegura.
Soy el nieto, le contesta un poco tenso el adolescente.

Carlo siente la tentación, por un lado, de interpretar algo


cercano a las probabilidades de una Acción Real Justa, y por el
otro, de reconocer a alguien.

Mary T parece no darle la menor importancia a su error


generacional, puede ser que a veces el tiempo no pase para ella.
Perdón por la curiosidad, dice, pero ¿qué haces por acá?

Ella se llama Bianca, y es la prima más chica de Vilca (¿la


recuerdan?, la que cartoneaba con él, de muy pequeña), dice
el adolescente, un tanto ceremonioso y con los tonos corridos,
como ese mal teatro que abunda. Un día, cuando tenía trece
años, Bianca se encontró un cuaderno en una bolsa al lado de
un volquete, totalmente manuscrito, en una caligrafía apretada
y clara. Se trataba de una novela, Clase, firmada por Miriam
Gonzales, que contaba la historia de una empleada doméstica
biónica y un obrero de la construcción con visión de rayos x.
112
En la novela, la protagonista trabajaba en casa de una mujer
divorciada que tenía un hijo autista que sólo interactuaba a
través de una consola en la que armaba y desarmaba hologramas
autoreferenciales. Además de cuidar al niño autista, y realizar
prácticamente la totalidad de las tareas domésticas, la emplea-
da atendía más de un negocio informal de su patrona. Un día
conocía a un obrero de la construcción de al lado de la casa que
le pedía un poco de hielo para la gaseosa y el vino. A partir de
ese día charlaban cuando podían, en el super, en la calle, en la
parada del bondi. Principalmente hablaban de su vida, de dónde
venían y hacia dónde pensaban que iban. Estos diálogos (casi
la totalidad de la novela), en un momento, comienzan a tener
claros componentes de teoría marxista: análisis de la coyuntura
y sus contradicciones; mención de los conflictos obreros en
curso; tácticas y estrategias para la lucha de clases; discusiones
hacia dentro de la izquierda revolucionaria y hacia afuera en
pos de la construcción de un partido revolucionario que dirija
a la Clase Obrera hacia la Revolución y la toma del Estado para
su destrucción. La novela termina cuando la pareja de amigos
está cocinando una vianda para ir a la Huelga General que se ha
declarado. Mi viejo, dice el adolescente de negro, tiró el cuaderno
en los noventa, junto con otras cosas de mi abuela. Cuando me
lo contó, le pregunté por qué había hecho eso, por qué había
tirado los libros, las revistas y el cuaderno. Me respondió que
como él no leía, esas cosas no eran para él, no es que no supiera
leer, como suele decirse: no tenía el hábito; y otra cosa: le daba
no sé qué leerlo, diferente era si su mamá, viva, venía un día y
le decía, le preguntaba, si quería leer eso que había escrito ella.

113
Yo al cuaderno lo encontré una noche que habíamos salido a
cartonear con mi papá y mi primo, dice la adolescente, Bianca,
y señala a Vilca con la nariz, él a veces venía con nosotros y mi
papá le dejaba quedarse con algunas revistas y libros, si encon-
trábamos, porque hacía años que lo acompañaba, sobre todo
para irle charlando en el carro, de todos los temas, era como
una radio humana, así le decía mi papá: la Radio. Vilca mira el
piso, haciendo algo muy parecido a un puchero. Pero esa vez
me quedé yo con este cuaderno, me llamó la atención leer en la
primera página: “Clase”, una novela de Miriam G. En ese mo-
mento, sentí que tenía que leer esa historia, sí o sí, escrita por
una mujer, como yo, ¡que vivía en mi misma ciudad! Yo, a los
trece, ya había leído dos novelas para chicos (Los días y las noches
de Pipi Panito y El Gato que vivía en el molino), algunos cuentos
de Horacio Quiroga y una novela de Elsa Bornemann, que me
pasó mi primo Vilca. Pero nunca había leído un manuscrito
original. Leí la novela de Miriam. Me gustó. Al final del texto,
después de la palabra FIN, había una fecha y una dirección. Era
la dirección de un departamento en calle Salta (el lugar en donde
Miriam había terminado de escribir la novela). Mary T cambia el
gesto de aburrimiento en su cara por uno de asombro, traslada
su peso de una pierna a la otra. Hace un par de meses, continúa
Bianca, cuando cumplí dieciocho, me corté el pelo, ordené mi
pieza (que ahora tengo sólo para mí porque mi hermano se fue
a vivir a la casa de su novia) y encontré el cuaderno. Y lo volví a
leer. Me gustó más, porque entendí más. Volví a ver la dirección
al final. No sé bien porqué, quizás porque en la primera lectura
ya había tenido ganas, me decidí a ir. Y una tarde fui, toqué el

114
portero, y cuando me atendió una voz de varón, pregunté por
Miriam Gonzales.

A Nachito le llamó la atención escuchar el nombre de la señora


que lo había criado. Preguntó de qué se trataba de inmediato,
a lo que Bianca contestó que tenía algo que le pertenecía a ella.
Miriam... falleció. ¿Quién es? Me llamo Bianca, y encontré algo
de Miriam, algo que... no sé, parece importante. Nachito recién
se terminaba de comer una milanesa con puré que le había dejado
su mamá (él pasaba todos los martes a visitarla, y generalmente
llegaba cuando ella no estaba). Esperá que ahí bajo, dijo. A los
diez minutos estaban sentados en el sillón del living ojeando el
cuaderno. Eran las tres de la tarde pero parecían las tres de la
mañana. Bianca, en un momento, miró a ese pibe grandote y
musculoso, un fisicoculturista, reconcentrado en las páginas.
Le preguntó si le gustaba leer. Nachito respondió la verdad: que
mucho no, que cosas sueltas, que mucho posteo en Facebook,
que antes algunas revistas, esas cosas, ¿libros?, mmm, see, había
leído la biografía de Ricky Martin, ah, y tenía un libro de poemas
que le habían regalado, uno de un pibe, no se acordaba cómo
se llamaba, era un apellido corto, ese cada tanto lo agarraba, y
leía dos o tres poemas, eran cortitos, pero ahora no sabía decirle
dónde estaba. Después de tomar un jugo de naranja y zanahoria
(que a Bianca sorprendió) y hablar un poco más, de dónde ha-
bía sido encontrado el cuaderno (Oroño pasando Segui), de la
infancia de Nachito, del carácter de Miriam, de las costumbres
extrañas de Miriam, de lo tanto que estaría basado en la vida
real la novela de Miriam y, finalmente, después de hablar de
Angie, Bianca se paró del sillón y preguntó por ella. Debe estar
en la pileta, contestó Nachito. ¿Sabes si ella, tu mamá, leyó algo

115
de esto? Nachito observó por un instante a esa niña, con ropa
vieja pero cuidada y limpia, con un aspecto ordenado, con algo
de prematuramente adulto. No, no sé, dijo Nachito, no habla-
mos mucho de Miriam con mi mamá. Ese día, al irse, Bianca ya
tenía decidido ir y buscar a Angie en ese gimnasio, Zoê, en calle
Mitre, por el que pasaba seguido; la reconocería, pensó, por
las fotos, que la mostraban en al menos tres lugares del living.
Durante la conversación, Nachito había mencionado, y resaltado
pronunciando el nombre del lugar –Zoê– con un acento como
extranjero, esa parte de la rutina de su mamá. Cuestión que a los
tres días fue, a la hora que recordaba había mencionado Nachito,
20:00 hs, y se paró al frente, con una Pritty. Cuando Mary T.,
Angie, llegó, la reconoció de inmediato; estaba igual que en
las fotografías. Inmediatamente se lo comentó al que también
había reconocido unos minutos antes, a pesar de estar bastante
distinto: su primo Vilca, a quien hacía ya un tiempo que no veía;
resulta que cuidaba coches al frente de Zoê.

Yo por mi parte, dice el adolescente de negro, me contacté


con vos, Angie, el año pasado, haciéndome pasar por mi viejo.
Te pregunté si no tendrías algunas cosas “de mi mamá”. Vos me
dijiste que te llamara en una semana, que te ibas a fijar. Esperé
y llamé. Tenías un libro me dijiste, lo tenía que venir a buscar
acá, a Zoê. No lo vine a buscar nunca. Hasta la semana pasada,
y terminé conociendo a Bianca y a Vilca.

Alrededor del cuaderno de Miriam, mejor dicho, de su his-


toria, decidimos juntarnos y organizarnos, dice Vera, mirando
a Nadia, a los adolescentes y luego a todos los demás presentes.
Somos una célula revolucionaria, dice el adolescente, nos llama-
mos T.C.T. Luchamos con el arte por la sociedad sin clases. Esta
116
es una de nuestras últimas obras, dice Vera y señala a Rodolfo,
que parece haber vuelto a quedar inmóvil como un maniquí.
(¿O un libro en una biblioteca?)

¡Revolución o Tedio!, gritan los de la célula, levantando el


puño izquierdo.

Rodolfo se reconfigura como otro en la mirada de Helena.


Y a través de esa mirada, en la de todos los presentes.

Parado ahí, con los brazos caídos a los costados, como remos
o las alas de albatros, estoy yo. Petula. Mordiendo el capuchón
de una birome (que quizás de lejos parece un cigarro).

Algunos comentarios apagados, algunas risitas nerviosas,


algo como una onomatopeya, una clara puteada aguda. Hasta
que desde adentro de Zoê sale Nadia y viene directo a pararse
frente a mí. Gracias por atender mi pedido, me dice. Todo bien,
le digo. Se sonríe; luego le sonríe a los adolescentes y a Vera. Mira
el horizonte (en realidad calle abajo), como si ahí comenzaran
a pasar los títulos de una producción audiovisual.

De Ángelis intenta arrancar el auto, pero es imposible, no


responde. De pronto parece que todo está detenido. No se
escuchan motores, ni ladridos de perros en Plaza Libertad, ni
murmullos humanos, ni chillidos de murciélagos o frotes de las
ramas de los árboles. Todo y todos estan quietos, las ventanas de
los edificios sin la más mínima alteración. Tal vez por contraste,
el cielo estrellado parece moverse, el fulgor de las estrellas se
nota vivo, como algo que viene corriendo a toda velocidad desde
el fondo de lo oscuro.

117
Vilca también intenta pararse en un momento, pero se
siente retenido por una fuerza que no sabe determinar. Ahora
está quieto junto con todo, con la boca abierta y un ojo cerrado.

Vos y vos, digo señalando primero a De Ángelis (que pone


cara de angelito) y luego a Vilca (que pone cara de chupar li-
món), no se van a ninguna parte. Vos vas a querer ganar el caso,
defender lo indefendible, defenderte. Y vos vas a confundir
todo, a despistar a todos, vas a separar y a mezclar mal. No van
a ningún lado, se quedan acá. Eso les digo, y después adopto,
nuevamente, la forma de Rodolfo.

La célula comunica que toma posesión, a través de la ex-


propiación obrera, de Zoê. Vera y las chicas de la limpieza se
harán cargo...

La explosión nace en el mecanismo construido con un


encendedor, en la mochila, se expande reventando el W. C., los
baños, volteando paredes...

•••

Alfie está frente a la cámara. Inspira, expira. Le da al botón


rojo del rec.

¿Cómo administrar los cuerpos de manera efectiva sin tener


que utilizar la fuerza represiva, que desgasta bastante? Vamos
a hablar un poco de eso hoy, mis amigos, continuando con el
misterioso coreógrafo surcoreano Jang Keun-suk, de quien
les hablé en el video anterior (Alfie señala el costado superior
derecho de la pantalla en donde se puede consultar ese video).

118
Como les conté en dicha ocasión, sus bases de operaciones
están en Corea del Sur y China, pero sus ideas parecen un virus
que se ha propagado en los últimos años por todo el mundo.

En un documento interno de una de sus empresas, desclasi-


ficado por hackers hace muy poco, pueden leerse cosas como:
«El movimiento frenético de los pies, en grupos coordinados,
es apariencia de movilidad (social, productiva, económica, his-
tórica) y eficacia (el medio es el fin en sí: el paso). El movimiento
de los pies oculta lo estático de la sociedad en sus relaciones
de producción, y descomprime la frustración de lo estático y
fragmentado, lo no-libre. (…) Para eso están acá el fútbol y la
danza. Generan sensación de movimiento; para la mayoría, basta
con espectarlas. Articulan (ya que no conforman) a las masas en
un círculo corto: el del consumo y la necesidad de mercancías.
(…) Ahora vamos hacia las masas aeróbicas. Vamos a adquirir
un ritmo social; del que, por supuesto, muchos se van a caer.
Pero para los que lo logren (se trata de que una feliz mayoría lo
logre), esta migración será hacia la plenitud.»

Junto con su Sistema de Entrenamiento y Expresión Social


(como él mismo lo denomina), está el juego electrónico Dance
All, desarrollado por él mismo en colaboración con ingenieros
alemanes y rusos. A propósito de esto, ha señalado que la de-
construcción más radical de la subjetividad está siendo realizada
por procedimientos genéticos y sociocomunicacionales que
favorecen la invención y simulación. Desde la robótica hasta la
clonación, desde el travestismo de género hasta el fingimiento
de personalidades en redes y juegos. A través de estos últimos
podemos rediseñar sujetos que fácilmente se adapten al mundo
por venir.
119
En una entrevista on-line brindada para unos pocos perio-
distas acreditados mientras presentaba la segunda versión del
juego, dijo, un tanto enigmáticamente: «Algo implícito en lo
virtual es que hace desaparecer los inconvenientes del mundo
concreto. ¿Realmente es así o podemos considerar lo virtual como
algo inherente al ser humano? Podemos entender la tecnología
como una dimensión condensante de sentidos y una vía para
comprender la historia humana. Esta perspectiva va más allá de
las tradicionales polémicas: de un lado, el humanismo como valor
en peligro frente al desarrollo tecnológico y, del otro, el debate
sobre fines y medios, causalidades y finalidades. La apuesta es
articular la tecnología como una dimensión humana, es decir,
material-espiritual.»

Creo que no hace falta que les presente el Dance All. Todos,
o la gran mayoría de los que están viendo este video, han juga-
do, o tienen algún pariente que juega, un novio, una novia, un
vecino, un compañero de clase, del trabajo, alguien. Acá atrás
pueden ver las increíbles gráficas que tiene. Ahora bien, para ese
pequeño grupo de seres abstraídos de lo que pasa a su alrededor,
ahí va un pequeño resumen del juego. Tú eres un general que
conduce el ejército de una mezcla de reino y república federal.
Eliges territorios para invadir, y la estrategia para hacerlo. Pero
lo más interesante viene luego, cuando debes gobernar el nuevo
territorio anexado. Tanto la invasión como la gubernamentalidad
se realizan básicamente a través de la danza. Ambas poblaciones
(los ejércitos invasores y los pueblos conquistados) poseen pasos
de baile articulables en una amplia variedad de coreografías
(algoritmos).

120
No es casual que el impulsor de estos proyectos venga de
Corea del Sur, país que se encuentra en medio del desarrollo
capitalista en expansión y alcanza nuevos niveles de prosperidad
y modernización tecnológica (mientras Samsung socava inclu-
so la primacía de Apple). Corea del Sur es una prueba piloto
(pegada a lo que muchos consideran el callejón sin salida de
los proyectos comunistas del Siglo XX: Corea del Norte). Por
venir de ahí, Jang Keun-suk entendió que este auge del cuerpo
que vivimos, toda esta recuperación del cuerpo, no son más que
«el movimiento y el crepitar de una hoja a punto de caer en el
otoño». Los cuerpos, liberados de las estructuras relacionales
de sus sociedades en descomposición, se agitan a punto de
caer. Estamos por abandonar el cuerpo; y los cuerpos lo saben.
Para sobrevivir, debemos abandonar este planeta, dijo Stephen
Hawking (precisamente él, que pareciera estar abandonando su
cuerpo, convirtiéndose en una inteligencia conectada a máqui-
nas). Escuchen lo que dice sobre Corea del Sur el teórico social
italiano Franco Berardi:

Corea es la zona cero del mundo, un proyecto para el futuro


del planeta (...)

Después de la colonización y las guerras, después de la dic-


tadura y el hambre, la mente de Corea del Sur, liberada de
la carga del cuerpo natural, entró sin ningún problema en la
esfera digital con un grado menor de resistencia cultural que
casi todas las demás poblaciones del mundo. Éste es, en mi
opinión, el origen principal del increíble comportamiento
económico que este país ha protagonizado en los años de
la revolución electrónica. En el espacio cultural vacío, la
experiencia coreana está marcada por un grado extremo de

121
individualización, y simultáneamente, se encamina hacia la
conexión definitiva de la mente colectiva.

Esta mónada solitaria camina en el espacio urbano en medio


de una delicada y continua interacción con las imágenes,
tuits y juegos que salen de sus pequeñas pantallas, perfec-
tamente aislados y perfectamente conectados con la suave
interfaz del flujo (...)

Corea del Sur posee la tasa de suicidios más alta del mundo.

En Corea del Sur el suicidio es la causa de muerte más común


entre aquellos que tienen menos de cuarenta años (...) Y más
interesante aún resulta observar que la tasa de suicidios se
ha doblado durante la última década (...) En el espacio de
dos generaciones su situación sin duda ha mejorado mucho
desde el punto de vista de la renta, la nutrición, la libertad
y la posibilidad de viajar al extranjero. Pero el precio de
esta mejora ha sido la desertización de la vida cotidiana,
la hiperaceleración del ritmo, la extrema individualización
de las biografías, y la precariedad laboral, lo que a menudo
significa una competencia desenfrenada (...)

La actual alienación es un tipo de infierno diferente. La


intensificación del ritmo de trabajo, la desertización del
paisaje y la virtualización de la vida emocional convergen
para crear un nivel de soledad y desesperación que resulta
difícil rechazar y combatir de manera consciente. El aisla-
miento, la competencia, la idea del absurdo, la compulsión y
el fracaso: 28 personas de cada 100.000 consiguen escapar
cada año, y muchas más lo intentan sin lograrlo. No es de

122
sorprender que Corea del Sur sea el país número uno del
mundo en tasa de suicidios.

Según Jang Keun-suk, el coreógrafo político, la forma de


revertir esta ola suicida del mundo por venir es a través del
entrenamiento físico como disciplina de vida.

Por ahora nada más, amigos. La semana que viene, un tercer


video sobre este tema. Si les gustó, denle like. Y a los nuevos, no
se olviden de subscribirse. Soy Alfie, desde L. A. ¡Bye!

•••

Apaga la cámara. Va hasta el cajón de un mueble y saca un


sobre. Un minuto después está parado frente a Tico; le entrega el
sobre y le dice: No me olvidé, mi amor, feliz cumpleaños; tomá.
Tico lo besa muy suave en los labios a la vez que agarra el sobre
con ansiedad apenas contenida. Lo abre, saca una hoja doblada
en cuatro. La despliega, la mira. ¿Qué es?, pregunta. La fórmula
de la Coca-cola. ¿Qué? La fórmula de la Coca-Cola, mi amor.
Después de un silencio, en el que Alfie hace vagar su mirada por
todo el living y Tico no saca sus ojos de la hoja, Tico pregunta: ¿Y
cómo sé que esto que tienes tú es la fórmula? Mmm, una larga
historia. Ah, dice Tico, ¿aventura terminada con internación,
o ex pareja? Ex pareja. Ahá, dice Tico, y espera.

123
124
estado de sitio

125
126
Delia no está segura. Para nada. Mejor. Capaz que... Mira
su celu, está apoyado en su cama. Por primera vez lo ve como
algo... algo... vivo! Como una mascota, una mascota enferma.
Siente temor por él, hasta cree acercarse a algo parecido a la
piedad. Se ve un instante, desde afuera, parada, haciendo la
forma de ese sentimiento tan sofisticado, sobre el filo de su vida
de adolescente. Después medio que se desespera. Le palpita algo
al costado de la cabeza. A veces le pasa.

Ya estuvo averiguando, y lo que dicen en unos lados sobre el


virus se puede parecer o no a lo que dicen en otros. Que es un
virus de telefonía móvil; que es un software maligno adaptado
a estos dispositivos; que primero te inutiliza todas y cada una de
tus cuentas en las redes y después ataca determinados archivos:
lo dicen todos. Que no se trata de un troyano; que se disfraza
de tal o cual aplicación; que se propagó por Android pero que
puede llegar a cualquier sistema operativo: lo dicen casi todos.

Lo que todos saben, pero algunos dicen y otros dejan que sea
uno el que infiera, es que este virus te expulsa de la adolescencia
y te deja, definitivamente, en la vida adulta.

Para Delia y para todos los adolescentes como ella que conoce,
un adulto no es otra cosa que la mala imitación de un adolescente.

¿Será ese test de madurez que hizo la semana pasada? En


un momento pedía descargar una app. No recuerda haberlo
hecho. ¿Pero y si lo hizo? Mierda. Aunque más que seguro que

127
eso no fue. Nunina se la pasa haciendo esos test y su celu no
tiene nada. Aunque su hermano Peta ya le dijo: ¡Nunina, tené
cuidado con las boludeces a las que entras con tu teléfono, mirá
que ni siquiera sabes mucho de inglés! Tiene razón. Está jodido
eso. Por ahí te aparecen carteles... ¡en ruso!

Cuando le preguntó a Mecha, Mecha le contestó que segu-


ro era ese video. ¿Cuál video? Ese que le había pasado Toti, el
video de la fotocopiadora de panqueques. ¿Por? ¿No te fijaste
que cuando lo abriste...? Nada que ver, boluda.

¿Qué estaba haciendo la otra noche en la casa de los hermanos


Salinas? Bueno, entre otras cosas, tratar de que le dijeran qué
podía llegar a tener su teléfono. Los Salinas estaban solos hacía
como una semana y vivían de joda. Su viejo, el cirujano, estaba de
viaje por Italia con su novia. Con su nueva novia, a la que le hizo
las tetas más grandes que a la anterior. Rata Salinas dijo que su
viejo no había podido convencer a Sandra, su ex, de ponerse el
número que ahora sí se había puesto Karina. Cosas de su viejo.
Conejo Salinas batió la botella de coca, la abrió, y en un
segundo se la metió a Delia en la boca. Sentí el gas carbónico
que te entra, le dijo. Casi se ahoga con la espuma de la gaseosa.
¡Qué animal! No te enojés, le dijo Conejo, a ver pasame tu celu.
Después de manipularlo unos minutos, dedo va dedo viene, le
dijo que «podía ser». ¿Puede ser?, le preguntó Delia con una voz
ronca, ¿puede ser qué? Que tenga ese virus, dice Conejo, ¿vos
no notás nada raro?

¿Notaba algo raro?

128
Sí, bastantes cosas. La vida se le había puesto rara. Percibía,
por ejemplo, cierta desproporción en las escalas. No tanto
tiempo atrás los muebles eran enormes, y las casas, la calle,
inconmensurables. Y ahora se encontraba con que una plaza
era como una habitación, como su habitación. La vida familiar,
que en un momento lo abarcaba todo, se había trizado, prime-
ro, para después abrirse, y dejarla en la vida social. De hecho
le interesaban mucho los temas de la sociedad, en general: ese
hipotético punto en donde el destino de todos confluía. Se pre-
paraba un café, y se ponía a leer los diarios en su teléfono a la
mañana bien temprano, antes de ir al colegio. Si algo le llamaba
la atención y le generaba un comentario ocurrente, lo posteaba
en Twitter. Si algo la conmovía o le daba risa, planeaba algún
posteo para más tarde en el face. Todas las mañanas trataba de
decirles algo a Nunina y a Mecha por Whatsapp, algo lindo,
interesante, amigable.

Pero esa mañana no pudo mensajearlas. Ni leer los dia-


rios. Tiró el celular enojada a su cama y se lo quedó mirando.
Recordó lo que sabía del tema, cotejó posibilidades. Escuchó
a su hermano mayor abajo, desayunando, seguramente con
los auriculares puestos, escuchando los números de la bolsa,
viendo a la vez gráficos y tablas con esos mismos números en la
pantalla de su teléfono. Estará intranquilo, como anda siempre
estos últimos meses. Los paros, las movilizaciones, los piquetes

129
no ayudan, gruñe su hermano mayor, precozmente adinerado
gracias a los flujos.

Delia bajó cuando ya se había ido. Agarró una banana y


una naranja de la heladera, se apoyó las dos frutas frías en los
cachetes y en la frente. Se comió la banana ahí mismo y metió
la naranja y su celu enfermo en la mochila. Salió a la puerta a
esperar a su mamá que la iba a pasar a buscar. Normalmente se
hubiera entretenido mirando videos o chateando con Mecha,
pero muchas cosas no estaban yendo dentro de lo normal.

Apenas apoyó la cabeza en el asiento de acompañante del auto


de su mamá se quedó dormida. En los veinte minutos de viaje
hasta el colegio, le pareció despertarse en más de una ocasión.
Eso había estirado el tiempo del viaje, ya que cada uno de los
tramos de sueño le parecieron a Delia de unos treinta minutos.
Seguramente esto se debió a que, además de salivar, soñaba.

Era uno de esos sueños en los que aparecen personas cono-


cidas pero siendo otras. Y viceversa: aparecen desconocidos que
son personas que conocemos de sobra en la vigilia. Personas
de su entorno, de sus entornos, convertidos en personajes es-
quemáticos de una ficción. Era raro eso, en el sueño, todos los
acontecimientos estaban vividos como ficción. No es que todos
estuvieran en una película o en una serie. No. En esa vida, en la
del sueño, se vivía como en una ficción. Algo así. Y lo más raro.
Todos los fallos detectados en su celu eran equivalentes a las
leyes de ese mundo. Esto tardó un poco en entenderlo Delia,
que siempre tardaba en volver al mundo cuando su mamá la
despertaba, ya en la puerta del colegio, y la amenazaba con
cortarle Netflix si no se dormía más temprano la próxima vez.

130
Las veces que se despertó (¿dos, tres?), vio a su mamá condu-
ciendo. Y la introdujo en el sueño. Desde que había echado a su
papá, por última vez, siendo ella aún beba, su mamá se dedicaba
más que nada a su trabajo en el ANSES, y últimamente, a los
sitios de citas, con no muy buenos resultados. Su hermana del
medio se fue a vivir a España apenas terminó la secundaria y
entonces su hermano volvió a vivir con ellas, según él para no
dejar sola a su mamá, aunque justo coincidió con su separación
y el final de su contrato de alquiler.

A las dos y media se dijo que ya debería haber subido una


foto a Instagram: el día tenía una buena luz; llevaba puesta esa
ropa que tanto le gustaba cómo le quedaba. Pero cada vez que
desplazaba el dedo por la pantalla táctil de su celular, las frases
negativas, los carteles emergentes y los glitches, precedían a
cosas aún más desesperanzadoras. ¿Qué iba a ser de ella? No
podía ir otra vez a decirle a su mamá que se le había jodido el
celu, que porfa le compre otro. Se sintió encerrada.

Rata Salinas le ofreció uno robado. Bah, él dijo que era robado;
a Rata le gusta decir que es un delincuente. Conejo le dijo que
le prestaba plata. En realidad, le dijo que se lo compraba con la
tarjeta de su vieja, y después ella le iba pasando las cuotas, y un
algo más, jejej. Ni ahí, le dijo al primero, y andate a la puta que
te parió con tarjeta, al segundo.

Esa noche se fue re caliente de la casa de los Salinas. Mecha


y Toti la acompañaron a buscar un taxi a la avenida. Toti, como
siempre, estaba medio en pedo. Medio nada más; porque, de
hecho, el otro medio, el sobrio, era el más molesto en esos ca-
sos. Sus poderes de análisis y abstracción eran agobiantes. Iba

131
zigzagueando y diciendo un poco a los gritos que si Delia, si el
teléfono de Delia, se hubiera descompuesto del todo, no podría
ni prenderlo, ni mucho menos apagarlo, porque muchas veces
pasaba eso, algo no podía apagarse. Mirá, te acabo de mandar
un whatssap le dijo Mecha. Delia sacó su aparato de la mochila
y lo miró. No me llegó nada. Fijate si tenes señal, le dijo Toti,
y se puso a tirar freestyle. Rimaba dobletempo, como poseído
por una cruza de Kódigo con Osvaldo Lamborghini. Agudo y
obsceno. Y Mecha se meaba de risa y metía beatbox. Ahí me
llegó, dijo Delia. Pero no puedo abrir el mensaje. Toti y Mecha
seguían con el hip-hop. Llegó el taxi y se fue a dormir. De eso
hacía una semana. No se había cruzado a los Salinas desde
entonces, ni a Toti. Menos mal.

A las siete volvió a su casa. Estaba muy pero muy ansiosa.


Le palpitaba algo al costado de la cabeza. No había enganchado
una en la clase de danza. Se preparó un sanguche de lechuga,
tomate cherry y una salsa de zanahoria y ajo que había preparado
ella misma el día anterior. Intentó mirar tele, pero se dió cuenta
de que le faltaba el hábito. Agarró su celular, le pasó piadosa-
mente el dedo por encima. Tenía veintitres mensajes nuevos.
Seguía sin poder abrirlos. Se fijó si podía entrar a alguna página.
¿Instagram? Pudo. Estaba bien, aunque... funcionaba raro. Algo
había pasado con sus contactos. Sus contactos eran ellos... pero
no eran. Eran aplicaciones. Y se río pensando, jeje, ¿y quiénes
son ellos? A muchos los conocía a través de las redes así que, en
cierta forma, para ella, eran eso, lo que posteaban, no mucho
más. Fue arriba, a su pieza, y agarró el teclado Casio amarillo.
Lo enchufó y estuvo un rato mirando por la ventana. Afuera se
hacía de noche, pasaban algunos autos, y unas cuantas personas

132
caminando apuradas, como asustadas. Inspiró fuerte, cerró los
ojos, exhaló. Cuando abrió los ojos, por un segundo le pareció ver
algo sorprendente, aunque supo inmediatamente que no podía
ser cierto: un jeep... ¡manejado por un enorme panda! Cuando
pestañeó por un leve ardor en la vista, la imagen ya no estaba.
Estiró un poco el cuello para ver más allá, calle abajo, pero los
árboles estaban crecidos y no la dejaron ver mucho.

Se cambió la ropa de danza y bajó. Sin saber bien por qué


recorrió el living con la mirada como si tuviera rayos X. En un
espacio entre la biblioteca y el Smart TV, vio asomarse la note-
book de su papá. Hasta ahí no sabía que la había dejado. Pensó
un rato en él; un petizo sacado de ojos grises, ultrainquieto, ex
militar, ex abogado. ¿Por dónde andaría? ¿Centroamérica?,
¿Europa? Según su hermano, estaba en Brasil, en Rusia, y
sobre todo, en el sudeste asiático. ¿Está en los tres lugares?, le
preguntó ella la noche en la que hablaban de su papá viajero y
divorciado. Va y viene, le había contestado él. Delia agarró la
computadora y se sentó en el sillón poniéndosela en las rodillas.
Cuando se prendió, se dio cuenta de que tenía una foto del viaje
a las Cataratas del Iguazú de fondo de pantalla. Programas: los
habituales; carpetas: TEXTOS REPRESAS; fotos MÉXICO.
USA. CANADÁ; Documentación ROMA; Iglu (¿Iglú?). Lo
abrió. Era poesía. No sabía que su papá escribiera poesía. Eran
poemas cortos, con mucho sonido. Eligió uno porque le llamó
la atención el título.

133
Conquista del Polo con telefonía celular

Los perros están hechos de nieve


único material que resiste el abismo de los números
porque se transforma en agua
que tanto vamos a necesitar
porque se transforman en sed
como los animales que nos arrastran
al polo.

No entendió pero le gustó. Recordó algo del sueño de la ma-


ñana en el auto de su mamá. Dos hermanas, profesoras, una de
Historia y la otra de Danza, hacían juntas Zumba. Perfectamente
podrían ser mi profe de danza y su hermana, meditó Delia, salvo
que su hermana es profesora de... ¿Pedagogía?, ¿Biología? En la
notebook había otra carpeta con el nombre de COPIA TXT (3).
Adentro había archivos .DOC, PDF, imágenes JPG y un video
MP4. Abrió una de las imágenes. Primero no entendió bien.
Después vino la sorpresa, sintió que las rodillas se le doblaban
hacia adentro. Eran los colores, por eso no lo había visto en-
seguida. ¡¿Qué es lo que funciona así, mi cabeza o el mundo?!

La escena parecía estar fotografiada en un ambiente con luz


azul. Parecía ser una cama de dos o más plazas. Se veían dos
personas, una acostada junto a la otra. En realidad estaban en-
trelazadas; por decirlo de alguna manera. El de la derecha estaba

134
como agarrando fuerte, sosteniendo, ¿amando?, ¿violentando?,
a la de la izquierda. Eso no se entendía bien. El brazo izquierdo
de él pasaba por sobre el hombro, ¿el cuello?, de ella, que tenía los
ojos entrecerrados, y un gesto extraño en los labios. Las piernas
se entrecruzaban, como moviéndose; podía ser que él estuviera
haciendo mucha presión con su pierna izquierda sobre la pierna
izquierda de ella, o podía ser que las piernas de ella estuvieran
sosteniendo, apretando, capturando la pierna izquierda de él,
mientras un poco de su cadera, la de ella, sostenía la ingle, el
nacimiento de la otra pierna de él. Delia no supo si estaban
amándose, o por coger, o peleándose, o todo a la vez. ¿Estaban
sufriendo o estaban gozando? En la foto no quedaba claro.

Lo que sí quedaba bastante claro es que el hombre de la


derecha era su padre. Y la mujer de la izquierda era la hermana
de su profesora de danza: ¡Helena en el sueño!, ¡la profesora
de Historia!

Todo esto Delia lo vivió en un par de segundos, que le pare-


cieron contener años y años de materia oscura sobre la tierra.
Tragó un poco de saliva, inspiró, exhaló. Enfocó nuevamente.
La foto era de la época en la que su papá estuvo en el Ejército.
Eso era fácil de saberlo por el pelo: nunca volvió a llevarlo tan
corto. En esa época estaba con su mamá.

Se mordió un poco el labio, con la computadora en las rodillas,


en un living que ya estaba a oscuras, salvo por la luz azulada de
la pantalla que le daba en el rostro. Se animó a abrir otro JPG.
Era otra foto, y apenas la vio, se sacó la notebook de las rodillas,
la dejó al costado en el sillón, se paró, y fue derecho al canuto de
cigarrillos que sabía tenía su hermano en el dormitorio.

135
Prendió el cigarrillo al revés. Mierda. Como estaba en el
patio, tuvo que volver a la habitación de su hermano a buscar
otro Marlboro. De vuelta, decidió fumárselo a mitad de camino,
sentada en la escalera. Seguro eran alrededor de las ocho, ocho y
media, y su hermano no venía hasta las doce y media, una. Y su
mamá era probable que no viniera, al menos hasta la madrugada.

Su mamá.

Su papá.

Desde la escalera, Delia se quedó mirando un buen rato


la notebook prendida encima del sillón. La luz azulada daba
contra la pared que tenía colgada una acuarela bélica que había
pintado su papá, borracho, en el 82, poco antes de que su mamá
lo echara, por primera vez. Parecía pintada con sangre, aunque
creyó recordar que su papá le dijo una vez que la había pintado
con vino tinto.

Y en un momento, instintivamente, pensó en llamar a


Nunina... Mierda.

Su teléfono celular.

Se escupió la punta de la zapatilla y apagó la colilla, que


después se metió al bolsillo del pantalón. Fue hasta el sillón, se
sentó y se puso la notebook de nuevo sobre las piernas.

La foto estaba tomada desde un ángulo extraño, forzado.


Sintió una especie de vergüenza ajena: hasta ahí no se había

136
dado cuenta de que esas fotos estaban tomadas por alguien, por
otra persona... que estaba presente.

Un escalofrió le trepó cuello arriba como una ardilla de hielo.

Su papá estaba en primer plano, el pelo corto militar, bigotes


gruesos, lentes Ray Ban negros, remera negra, una campera
de cuero negra y unos pantalones verde militar. En la boca
podía verse una sonrisa o una mueca, como la de alguien que
está por decir algo pero no lo dice. Atrás, bastante más atrás,
prácticamente fuera de foco, estaba su mamá, sentada, con un
camisón que Delia creyó reconocer, con los ojos vendados. De
fondo, azulejos blancuzcos, manchados con un poco de sangre,
o de mierda.

137
El ruido de las llaves la despertó. Se había quedado dormi-
da en el sillón mirando Netflix. Eso sí, antes de hacerlo, había
guardado la notebook de su papá en donde la había encontrado.
Y antes de eso, había mirado el video que había en la carpeta y
leído uno de los PDFs.

Era su hermano, que primero pareció no verla, hasta que es-


tuvo por comenzar a subir la escalera y un sable de luz de luna le
reveló a su hermana menor, despeinada en la oscuridad. Caminó
hasta ella y le preguntó qué hacía ahí. Es mi casa también, le con-
testó Delia y se sentó. Su hermano encendió el Smart TV, puso
YouTube, un video con los Nocturnos de Chopin interpretados
por Claudio Arrau, y se sentó en una silla frente a su hermana,
de espaldas a la pantalla. ¿Estás deprimida?, ¿tomaste algo?,
¿por qué te quedaste dormida acá?, ¿mañana no tenés clases?
Las preguntas se sucedían como en una línea de montaje del
control, pensó Delia. No pasa naranja, ma bro, contestó.

Se quedaron un rato escuchando los Nocturnos, hasta que


su hermano mayor se paró para ir a dormir y Delia le preguntó
la hora. ¿No tenés tu celu?, preguntó su hermano. Nop, ma
bro, lo tengo arriba, está descargado. Ajá, dijo su hermano, ahí
tenés, señalándole los números pequeños del costado inferior
derecho de la pantalla. No veo, no llego a ver, le dijo Delia, pero
su hermano ya había desaparecido escaleras arriba.

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Sonó el ringtone de su celular. ¿Lo bajó? ¿No estaba arriba,
en su habitación? No podía no acordarse, estaba requemada.
Parecía estar cerca. Se fijó abajo de los almohadones; ahí estaba.
Era Mecha. Atendió. Hola, boluda, dijo. Te acabo de mandar
un video, dijo Mecha. Es uno en el que una mina se despierta de
dormir y se da cuenta que le tapiaron las ventanas de su habita-
ción. Tenés que pasarlo, Deli, hay que hacerlo viral.

La mujer del video era mayor, se conservaba en buen estado,


eso podía verse por su diminuto y transparente camisón. Delia
no entendía cuál era el chiste. Le preguntó a Mecha. Mecha le
contestó que no había chiste. Que lo mande nomás. ¿A quién?,
preguntó Delia. Pará que te paso un número, dijo Mecha, y le
dictó un número de celular con característica de Rosario. Delia
lo mandó.

En ese instante sucedió algo que debería haber llamado mu-


chísimo la atención de Delia; pero no lo hizo: una vez enviado el
video, la pantalla se puso blanca un momento, y luego apareció
un dormitorio. En el centro de la habitación, una mujer mani-
pulaba un celular. Era la mujer del video. Parecía preocupada,
por no poder abrir el video.

Delia se dio cuenta de que, aunque no supo bien cómo, el


video que la mujer no podía abrir era el video que ella acababa
de mandarle.

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En la pantalla del celu apareció un cartel que decía «salí».
Delia miró la puerta de calle y caminó en esa dirección. Abrió
y salió a la calle.

140
Afuera, el cielo, y prácticamente todas las cosas, están ba-
ñadas por una luz ámbar, hay una atmósfera eléctrica. Parece
hecha de voltaje. Ni de día ni de noche. A medida que camina
por las veredas, va viendo grupos que siguen a un instructor,
a alguien que sabe. Cientos de personas con un agujero negro
en el medio, un espacio vacío que los separa de sí mismos, si-
guiendo a personas que hacen flores, molinos y ruletas negras
con esos agujeros negros, para luego ofrecérselos, vendérselos
a los primeros, los que no saben. Directores de conciencia y
de conducta marcan los rumbos de masas de consumidores
desinformados. Delia ve personal trainers, wedding planners,
coaches, instructores de artes marciales, plásticas, de disciplinas
milenarias, de instrumentos musicales, oradores vocacionales,
motivacionales, chamanes, gurúes, punteros, corriendo desafo-
rados por veredas, por parques, por playas de estacionamiento
de supermercados, por avenidas, seguidos por multitudes, en
una carrera pánica y multiforme, a lo zombie, con una vora-
cidad de la nada, de la salvación. Delia ve que la mayoría va
ejecutando movimientos dirigidos, reproduciendo calcos de un
plan en la carne: saltan, trotan, se agachan, se flexionan, dejan
caer la cabeza, enderezan la columna, endurecen el abdomen,
respiran rápido, exhalan mientras relajan los músculos, giran
la cabeza a la vez que aplauden, se trepan a los árboles, se tiran
al pasto, se conectan con la Pacha, se expanden en vórtices de
libertad asumida, contraen los músculos de la cadera, previo
a soltarlos al son de los tambores, de los vientos, de las ondas
141
que se ondulan y desenredan como serpentinas, que rodean,
que acogen, que replican y proyectan los cuerpos, en cascada,
bailando, entrenando, meditando, haciendo fitness, footing,
twerking, jogging, parkour, pagando aranceles, costeando au-
togestivamente, siguiendo dietas, rutinas, cronogramas. Delia
camina y ve clases, grupos afines, terapéuticos, autoconvocados,
formados por la propaganda, auspiciados por grandes mar-
cas, por instituciones. Ve doctores universitarios preparando
licenciados universitarios, ve guías espirituales regañando a
perdidos y confundidos, ve ídolos hipnotizando fanáticos, ve
transas perseguidos por manijas que les exigen que les vendan,
ve vendedores acarreando compradores, ve perversos guiando
histéricos, ve al Flautista de Hamelin llevándose a las ratas y a
los niños, ve pastores arreando ganado... Presta atención, no
ve docentes, maestros, educando alumnos. Sí ve aranceles, que
van y vienen, que van pero no vienen, que se mueven rápido,
que fluyen y alimentan gigantescas fuentes privadas. Todo y
todos se mueven. Al menos dan esa impresión. Todas las cosas
parecen emitir esa luz ambarina que lo tiñe todo, redundando.
Algunos gritan que son esas enormes fuentes las que iluminan
hasta la ceguera. Otros gritan que no hay nada de nada, y corren,
desesperados. Algunos llegan a flotar quince segundos, veinte;
otros, en determinado momento, comienzan a cavar, como
construyendo madrigueras. Las direcciones son aleatorias,
los grupos, los colectivos, las hordas, las manadas, se cruzan,
se chocan, se mezclan, convergen, se separan, se enfrentan, se
dispersan, se superponen, se equivalen y se diferencian. Vamos
para allá dice alguien que se supone sabe; vamos, dicen los di-
vididos en ellos mismos.

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Delia ve los edificios recortados en el dorado, que ya le
molesta, del horizonte. Ve un lugar llamado Zoê, llenándose
de gente. Y en una perspectiva extraña, ve también los campos,
las rutas. Ve, aún un poco disperso, un colectivo, haciéndose.
Delia siente que en cualquier momento puede llegar a ellos o
ellos pueden llegar a ella.

La música está alta. Las multitudes se excitan.

Se mete las manos en los bolsillos. Siente la colilla de un


cigarrillo.

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El ruido de las llaves la volvió a despertar. Se había vuelto a
quedar dormida con el cuello torcido en el sillón. Se sintió atra-
pada en ese living. Recordó fragmentos del sueño. Su teléfono
andaba a la perfección.

Su mamá prendió la luz y la encontró ahí, en el sillón, abra-


zándose las piernas, con la capucha del buzo canguro puesta.
Cuando se miraron, la hija se dio cuenta de que su mamá había
estado llorando, y la madre se dio cuenta de que su hija estaba
triste.

Mamá, ¿lloraste?... tenés la pintura corrida. No, hija, afuera


está lloviendo. Delia no lo había notado, efectivamente llovía. Se
podía sentir un poco en los cristales de las ventanas del frente;
y si se prestaba un poco más de atención, se escuchaba el ruido
del agua cayendo sobre el asfalto, las casas y los autos.

¿Y vos estás bien? Sí, má. Me quedé dormida... pensando en


algo que tengo que hacer mañana. ¿Para el colegio? No, para...
danza. ¿En serio estás bien? Sí, má, en serio.

Le hubiera dicho lo del teléfono. Pero se aguantó. Había un


horizonte de comprensión; no era demasiado basto. Lo del virus
inutilizando su aparato; eso, quizás sí. Lo de su expulsión de la
adolescencia, era otra cosa. En vez de algo de eso, le preguntó:
¿Todo bien en tu trabajo? Y, hay quilombo en todos lados... Pero
a mí me ascendieron. Tengo mi propia oficina.

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El rostro de su mamá estaba iluminado a medias por el vela-
dor que había encendido. Al menos en ese costado, no sonreía.

No supo bien por qué, le pareció que su mamá, de alguna


forma, seguía en contacto con su papá. Quizás a través de lla-
madas telefónicas. O a través de las redes.

Bueno, me voy a acostar, dijo su mamá. Por favor, Delia, no


te duermas muy tarde.

Ya era bastante tarde.

¿Fue su hermano quien hizo las fotos? Le latió algo al cos-


tado de la cabeza.

Se acurrucó. Había dejado de llover. Ladraron unos perros.


El ruido de un motor se fue alejando hasta desaparecer. Sintió,
en más de un sentido, no en todos, claro, que iba a estar bien.

Se durmió.

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El ruido de unas llaves la vuelve a despertar...

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