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Guisan, Esperanza - Razon y Pasión en Ética. Los Dilemas de La Ética Contemporánea Ed. Anthropos 1986
Guisan, Esperanza - Razon y Pasión en Ética. Los Dilemas de La Ética Contemporánea Ed. Anthropos 1986
Esperanza Guisán
19
Esperanza Guisán
RAZÓN Y PASIÓN
EN ÉTICA
Los dilemas de la ética
contemporánea
9
INTRODUCCIÓN
16
EL FENÓMENO MORAL
EL ÁMBITO DE LA ÉTICA
23
CARACTERIZACIÓN DE LO MORAL
26
1) Vitalmente importante
Aunque se me podría acusar ciertamente del paso de
una ambigüedad a otra (porque, ¿qué es realmente lo «vi
talmente importante»?), creo que los asuntos que ocupan
un interés central en nuestras vidas son, por definición
casi, cuestiones vitales y cuestiones morales a la vez.
La sociología en cuanto «ciencia moral» (aunque no
necesariamente «moralizadora», al menos explícitamente
moralizadora, aunque si implícita y tácitamente moraii-
zadora) se ocupa también sin duda, al menos en sus orí
genes, de los problemas vitales, aunque en los últimos de
cenios, sobre todo en América del Norte, se haya constre
ñido a problemas periféricos y de alcance local o nacional
únicamente, fase que está siendo superada.1
Recurriendo a los clásicos, el origen de la sociología en
la obra de Comte, está determinado por una cuestión vital:
el desconcierto originado por los efectos de la Revolución
francesa, con la destrucción violenta de grupos sociales
intermedios entre la familia y el Estado:
En consecuencia el mejoramiento de la sociedad se con
virtió pronto en la principal preocupación de Comte, en la
verdadera finalidad de su vida. Pero creía que para mejorar
a la sociedad es necesaria una ciencia teórica de la socie
dad...12
Las cuestiones vitales, ético-sociales, son el núcleo de
lo moral, que ha dado origen no sólo a las ciencias sociales,
sino al saber y decir popular, institucionalizado en nor
mas más o menos laxas, sobreentendidas e implícitas.
Estas cuestiones vitales, son, asimismo, el área que ha
sido ocupada y cercada con más frecuencia por los grupos
de presión, impidiendo que el ciudadano común tuviese
1. Véase Timasheff: Sociológica! Theory. ¡ts Nature and Gmwth; ver
sión cast. La teoría sociológica, F.C.E., México, 1981, p. 9.
2. Op. cit., p. 33.
27
voz o, si acaso, sólo ocasionalmente, por considerar los
grupos de presión que dichas cuestiones debían ser debi
damente «controladas».
Podemos agregar, entonces, que el «control social» se
ha ejercido particularmente en tomo a estas cuestiones
vitales, que son a su vez morales.
La «vieja ética» y la sociología conservadora son, o al
menos han sido, los dos grandes soportes con apariencia
científico-racional en que se han amparado los que se han
atribuido a sí mismos el liderazgo acerca del curso a se
guir en estas cuestiones de importancia vital. La «vieja
ética», con su insistencia en el deber respecto a la propie
dad, el cumplimiento de las promesas, etc., la sociología
conservadora con su énfasis en el orden, la ejecución de
roles, el papel de la familia, la anomía, la delincuencia,
las conductas «desviadas», etc., han sido los dos puntales
utilizados para intentar mantener una sociedad «respe
table». Las cuestiones vitales se daban por resueltas, o se
pseudo-justificaban los argumentos involucrados en su re
solución.
Cuando, por otra parte, hablamos de «salud moral»
desde la perspectiva de esta ética prometeica, presupone
mos que el individuo posee el máximo de libertades para
decidir en torno a esas cuestiones vitales. Libertades que
no suponen solipsismo a la hora de la elección.
Aquí habría que traer a colación que en las cuestiones
vitales-morales, sería menester tomar partido, quizá, con
Simone de Beauvoir, por una moral que «acuerde al indi
viduo un valor absoluto y que no reconozca sino a él la
capacidad de fundar su existencia...». Individualismo que
se «opone a las doctrinas totalitarias que erigen por en
cima del hombre el espejismo de la humanidad. Pero no
es un solipsismo, puesto que el individuo no se define sino
por su relación con el mundo y con los otros individuos.
No existe sino trascendiéndose y su libertad no puede rea
lizarse más que a través de la libertad de los otros».3
3. Para una moral de la ambigüedad. La Pléyade, p. 165.
28
Como ha expresado muy recientemente Robert J.
McShea, ia obligación moral es esencialmente obligación
para nosotros mismos, como entidades con continuidad,
auto-identificados, capaces de acción a largo plazo, capa
ces de responsabilidades y relaciones profundas con los
demás. Obligaciones que incluyen nuestra preocupación
por los demás, ya que «naturalmente», por así decirlo,
tendemos a los demás e incluimos a los demás en nuestra
propia esfera.4
De modo parejo la salud, moral supondría una elección
y una obligación para nosotros mismos en los asuntos vi
tales. Elección y obligación no solipsistas ni excluyentes.
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todos estos gustos y deseos y construir una personalidad
psíquica y moralmente sana? La solución no puede estar
en caminar a bandazos, acudiendo junto a los alumnos
cuando me reclaman, cuidando el jardín cuando me ape
tece, charlando con, y ocupándome de, mis hijos cuando
me encuentro de humor, investigando en horas o días de
«inspiración» particular, etc.
Lo moral surge, precisamente, a causa de la compleji
dad de nuestras vidas, nuestros deseos y la limitación de
nuestras capacidades y nuestro tiempo.
Lo moral se conecta así con la dimensión trágica de
nuestro existir. Como individuos del «quisiera que...»,
pero «no puedo porque...». Los traumas psicológicos, los
desajustes de la personalidad, vienen motivados, muchas
veces, por este insondable abismo de limitaciones que
subyace a nuestras plantas.
Y es aquí donde la ética prometeica, desde sus antici
pos en la ética clásica (recuérdese particularmente a Epi-
curo), puede ayudar. Una de las principales (unciones de
la moralidad, según McShca, es, justamente, el papel que
desempeña en «nuestro intento de escapar a la locura de
un solipsismo normativo de la pasión actual, para cons
truir y conservar nuestro sentido de ser uno mismo en
nuestros yos sucesivos».5
Es decir, tenemos que asegurarnos la construcción de
una personalidad equilibrada, desiderátum en el que coin
ciden los que se ocupan de la salud psíquica y la salud
moral. Coincidencia no del todo casual si nos percatamos
que la Filosofía era ya en Sócrates «cuidado del alma» y
en Epicuro6 o en los estoicos, búsqueda de armonía psí
quica.
Desde un punto de vista cuasi-biologicista, McShea de
fiende la existencia de la moralidad para defender la su-
5. Op.cit., p. 391.
6. «Nadie por ser joven dude de filosofar, ni por ser viejo de filosofar
se hastie. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alm a» (Epicuro:
Carta a Meneceo, D.L.X., p. 122).
30
pervivencia del hombre, agobiado por deseos encontra
dos. Los seres humanos deben, según este autor, ordenar
sus vidas mediante la deliberación, ya que no podrían so
brevivir si actuasen a instancias de los impulsos momen
táneos. Es preciso que los deseos sean sopesados en una
especie de «proceso de votación»:
Cuando nuestro parlamento de pasiones se ha llamado
a sí mismo al orden, cuando nuestra configuración estable
de sentimientos se ha auto-afirmado, hemos llegado a una
decisión moral.7
La «ético-terapia» sería, así, la puesta en práctica de
nuestras capacidades reflexivas para consolidar una per
sonalidad integrada, con unas metas y fines que a su vez
se ajusten, en terminología de Mosterín, a unos «meta-
fines».8
No puedo dejar de reproducir un largo párrafo de Jesús
Mosterín, donde se expresa bellamente la función terapéu
tica de la racionalidad que, en definitiva, vengo postu
lando, y que es, a mi modo de ver, la fuente de una vida
armoniosa y moralmente sana:
Cuando en un contexto determinado hemos actuado de
un modo consciente, encajando cada acto concreto en un
designio más amplio que lo incluye, se dice que hemos ac
tuado premeditadamente. Esta noción de premeditación
podemos extenderla a la totalidad de nuestra vida. Vivi
mos premeditadamente cuando vivimos dándonos cuenta
de lo que hacemos y sabiendo a dónde vamos (o, al menos,
a dónde queremos ir), cuando tenemos un conjunto cons
cientemente explicitado de fines últimos y metafines que or
denan, orientan y dirigen nuestros fines concretos, nuestras
intenciones y nuestra acción. A este conjunto de fines últi-
7. McShea, op. cit., p. 393.
8. M osterín: Racionalidad y acción humana, M adrid. Alianza, 1981,
p. 82.
31
mos y metafines, a ese designio vital, podemos llamarle
nuestro plan de vida.
Vivimos premeditadamente cuando tenemos un plan
de vida. La acción en la que consiste la vida consciente
conforme a un plan de vida constituye una actividad ar
tística. Todo humano que vive premeditadamente es un
artista.9
34
siguiente cuestión: ¿Es posible justificar racionalmente el
esquema utilitarista?
Bentham responderá, al efecto, que no es susceptible
de demostración, ya que lo que se usa para justificar todo
lo demás no puede ser ello mismo justificado. La cadena
de pruebas tiene un final, más allá del cual es imposible
avanzar en nuestras justificaciones.12
Argumento que aparece repetido y ampliado en el Uti-
litariattism de J.S. Mili, al indicar este autor que los últi
mos principios no son susceptibles de prueba mediante el
razonamiento; tanto si se refieren a primeros principios
del conocimiento como de la conducta, si bien en el caso
del primer tipo de principios siempre se puede apelar a
otras fuentes justificativas, como, por ejemplo, nuestros
sentidos o nuestra conciencia interna.13
Mili, sin embargo, pretende avanzar un paso más allá
de Bentham y, siguiendo el paralelismo con los primeros
principios de la ciencia, que tienen en último extremo un
punto de referencia o revalidación, intenta encontrar algo
semejante respecto a los principios de la conducta. Y esa
última instancia es, ni más ni menos, los deseos del hom
bre, que se erigen como jueces últimos de la conducta de
seable a nivel colectivo.
Así, para Mili, la única prueba de que algo sea deseable
es que, de hecho, la gente lo desee,14 lo cual motivó que
fuese acusado de incursión en la «falacia naturalista», por
parle de G.E. Moore, por haber confundido Mili, según la
apreciación de Moore, el significado de «deseable» con el
de «deseado».
Posiblemente, en efecto, existe una pequeña debilidad
en la argumentación de Mili, que ha sido denominada «fa
lacia de composición»,15 cuando afirma que no puede
12. Bentham: An Inlroduction to the Principies of Moráis and Legis-
latían, cap. 1, p. 13.
13. Mili, op. cit., p. 308.
14. Ibid., p. 309.
15. Véase Hudson: Modem Moral Philosophy; versión cast. La filo
sofía moral contemporánea, p. 82.
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darse ninguna otra razón de la deseabilidad de la felicidad
general, excepto el que cada persona desea su propia feli
cidad.
La «falacia de la composición» consistirá en que Mili
supone que «del hecho, si es un hecho, de que la felicidad
de A (FA) sea un bien para A, la felicidad de B (FB) sea un
bien para B y la felicidad de C (FC) sea un bien para C, se
sigue que la entidad FA más FB más FC sea un bien para
todos y cada uno de A, B y C, respectivamente».16
Se ha sugerido, por parte de Ryan, sin embargo, otra
posible interpretación que me parece más aceptable. Se
gún ella, Mili intentaba deducir el principio de la mayor
felicidad de dos fuentes distintas:
a) el deseo generalizado de todo individuo de conse
guir su felicidad;
b) el principio de universalizabilidad, que yo deno
mino de imparcialidad.
La argumentación de Mili sería, entonces, la siguiente:
en cuanto ser sintiente, todo hombre desea su propia feli
cidad.
En cuanto ser racional, todo hombre reconoce que to
dos los demás tienen tanto derecho a la felicidad como ¿1
a la suya.
En cuanto ser sintiente y racional, por tanto, todo hom
bre debe (lógicamente) reconocer que el fin moral último
es la mayor felicidad equitativamente distribuida.17
O, como Dryer indica en «Mills Utilitarianism* (en
réplica a los que critican a Mili por inferir del hecho de
que cada uno desea su felicidad particular que, por con
siguiente, todo el mundo desea la felicidad general), Mili
no infiere que la felicidad general sea deseada. Más bien lo
que Mili mantiene, de acuerdo con la interpretación de
16. ¡bíd.. p. 82.
17. Ryan: «Mili and the N aturalistic Fallacy», Mind, LXXV, 1966,
pp. 424-425.
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Dryer, es que si la felicidad de A es intrínsecamente desea
ble, y la felicidad de B y C, también intrínsecamente de
seables, entonces la «suma» de dichas felicidades será
también intrínsecamente deseable.18
Por lo demás, en la teoría ética contemporánea existe
un fuerte paralelismo con la posición de Mili en la obra de
Brandt que intenta, asimismo, buscar unos elementos que
sirvan de referente a los principios de la conducta, del
mismo modo en que los datos aportados por la observa
ción sirven de referencia a los principios del conoci
miento, encontrándolos en los deseos o «actitudes» hu
manas, actitudes que han de ser «cualificadas» en deter
minados sentidos.19
En cualquier caso, es posible mantener con Bentham
y Mili la aceptación casi universal del principio de la ma
yor felicidad que aquí presento como paradigmático de la
salud moral (y me atrevería a añadir que mental) de una
sociedad.
Efectivamente, Bentham estima que los hombres son
llevados por su constitución natural a aceptar este prin
cipio, incluso insconcientemente, tan arraigado se en
cuentra en ellos,20señalando la imposibilidad, incluso, de
argumentar en contra de este principio utilitarista, sin
apelar a razones que son ellas mismas utilitaristas.21
Como Mili afirma, en el mismo sentido, el principio de
la mayor felicidad ha servido para conformar en gran me
dida incluso doctrinas morales que rechazan despectiva
mente su autoridad.22
Con referencia a la coincidencia entre la salud moral y
la salud mental, la salud ética y la salud psíquica, nada
más sugerente que los escritos de Erich Fromm, para
quien:
18. Dryer: «Mills Utilitarianism», en CoBected Works of J.S. Mili,
vol. 10, Essays on Ethics, Religión andSociety, p. LXXXIII.
19. Brandt: Ethical Theory, p. 242 y ss.
20. Op. cit., p. 13.
21. Ibtd., p. 14, par. 12 y nota d.
22. Mili, op. cit., p. 278.
37
La persona mentalmente sana es la persona productiva
y no enajenada: la persona que se relaciona amorosamente
con el mundo... que se siente a sí misma como una entidad
individual única, y al mismo tiempo se siente identificada
con su prójimo.23
Por supuesto que el aserto de Fromm es claramente
valorativo, como no podía ser de otro modo. Su validez
dependerá, en última instancia, de su ethical-appeal, es de
cir, la fuerza de atracción que ejerza sobre nuestras dis
posiciones morales; ethical-appeal que referida a nuestras
pro-attitudes básicas, en lenguaje de Nowell-Smith, es la
única prueba para refrendar o rebatir un postulado rela
tivo a la salud mental o moral.
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EL ANIMAL MORAL
57
LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD MORAL
60
Sin embargo, la cuestión no resulta tan sencilla de sol
ventar, como resalta Hospers en «Free-Will and Psycho-
analysis»,4 ya que si bien pudiera ser cierto que «libre»
significase simplemente no impuesto (uncompetled), el
ámbito de los actos impuestos podría ser mucho mayor de
lo que Schlick pudiese sospechar.5
Curiosamente, ya en la antigüedad clásica esta ambi
gua apelación al determinismo y a la libertad/responsa-
bilidad tuvo influjo y resonancia en toda la literatura exis
tente.
La frecuente apelación al hado (moira) como causa ex
trínseca de la situación actual del hombre, sus «críme
nes», calamidades, desventuras, etc., no significa simple
mente, como Charles Moeller ha querido entender, que se
dé un antagonismo entre la concepción griega, que exime
a los mortales de responsabilidad moral, y la concepción
cristiana, que ignoraría el determinismo o la fatalidad.6
Como R. Mondolfo ha resaltado, el supuesto antagonismo
entre las dos realidades culturales es forzado y debido
a que se han resaltado aspectos unilaterales de ambas
culturas. Mondolfo intentará demostrar, por una parte,
que junto a las nociones de «fatalidad», «hado» o «des
tino», aparece ya en Homero, desarrollándose en Hesíodo
y Esquilo, la noción pareja de libertad/responsabilidad
(asociada al concepto de «culpabilidad» de origen órfico).
Los ejemplos aducidos por Mondolfo merecen considera
ción. Así, en Agamenón, de Esquilo, el coro declarará que
las acciones impías de los hombres son las causantes de
sus males, es decir el hombre no es ya víctima de un Hado
que le sobrepasa, sino que cosecha precisamente aquello
que ha sembrado: «el destino de las estirpes que siguen el
4. Readings in Ethical Theory, Sellars-Hospers (eds.).
5. «May it not be that, while ihe ideníification of "free" with "uncom-
pelled" is acceptable, the orea ofcompelled acts is vastly greater thatt he or
most other philosophers have ever suspected?» (Op. cit., p. 635).
6. Véase Moeller: Sagesse grecque et paradoxe chrétien, Parts, 1948,
p. 28.
61
camino recto es siempre rico en bella descendencia»,7 o,
en Prometeo, el dios torturado admitirá: «voluntaria
mente, sí, voluntariamente he pecado: no quiero ne
garlo».8 Por otra parte, mantendrá Mondolfo que el cris
tianismo no es sólo la doctrina de la libertad individual,
sino a su vez del «determinismo» y la «fatalidad», en una
corriente que abarca cuando menos de Agustín a Calvino,
y frente a la cual palidecen «todas las afirmaciones de la
tragedia griega respecto de la voluntad de Zeus como
causa de la ruina de una estirpe».9
Sin entrar ahora en detalles respecto a la configura
ción particular del dualismo «fatalidad/libertad», que
produce una serie de claroscuros sorprendentes, tanto en
la cultura griega como en la cristiana, será interesante
insistir en el continuo histórico de este debate singular, de
esta contienda sin final predecible.
Se diría que desde siempre se supo o se intuyó: a) que
algunos de nuestros actos o la totalidad de ellos, en alguna
medida, escapan a nuestra libertad de decisión, que existe
alguna fuerza ciega, llámese «hado» (moira), «voluntad
divina», «id» (ello) o subconsciente, «colectividad» o so
ciedad; b) que algunos de nuestros actos, o la totalidad de
ellos, en alguna medida suponían algún tipo de autonomía
y capacidad decisoria por parte de los individuos.10
7. Agamenón, versos 750 y ss.
8. Verso 266.
9. Mondolfo: La comprensión delsujeto humano en lacultura antigua,
Eudeba, Buenos Aires. 1968. pp. 249-263.
10. Erde resume asi esta problemática de una manera muy parecida
a la que aquí se expone: «As a natural entity each human person particí
pales in the world at three levels. As a material and biológicaI creature, one
has a relationship with the cosmic order. As a social being, one has a place
in a social order and social interaction with other persons. As a psychob-
gicalbeing, one has an intrapersonaldynamic—a relationship with oneseíf.
There are three levels on wich the human agent as creature may be contem-
plated. Determinism is theposition that claims that allevents are the neces-
sary residí of prior casual conditions—supematural, natural, social, psy-
chological, which were themselves the necessary resultsofearlierconditions
apparently infinitum.
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Desde los órficos se proclamó que los hombres eran
responsables de sus actos. Desde la tragedia, o al menos
en parte de ella, el hombre apareció como instrumento de
algo que metafóricamente se llamó hado (moira) o «fata
lidad».
La literatura universal, por otra parte, ha recogido esta
dual confrontación del hombre con sus decisiones, su ac
tuación. En Dostoievski, por poner un ejemplo, aparece
ría, por una parte el acento en la responsabilidad/culpa-
bilidad del hombre, ejemplificado en el protagonista de
Crimen y castigo, y, por otra parte, el énfasis en la confa
bulación de un destino inexorable, la pérdida en manos de
fuerzas oscuras (que preludian el subconsciente freu-
diano), que aniquilan la voluntad del hombre, como en El
jugador.
Peter Berger, en el campo de la sociología, ha exami
nado en Invitation to Sociology el anverso y reverso de esta
confrontación. El hombre es, por decirlo así, hechura y
hacedor, condición programada y programadora, arcilla
modelada y modeladora. Como se dice al final de la obra
mencionada, es cierto que no somos más que simples ma
rionetas, actores en el «Gran teatro del mundo», podría
mos agregar nosotros calderonianamente; sin embargo, la
esperanza humana estriba en que el estudio de nuestra
condición de marionetas pueda permitimos detener nues
tros movimientos y descubrir a qué tipo de manipulación
estamos expuestos. «Este acto —afirmará Berger— cons
tituye el primer paso hacia la libertad.»"
Por supuesto que la «libertad de acción y elección» es
un desiderátum, no un hecho. Es un valor, no una realidad.
Pero la moralidad, dirá Simone de Beauvoir, es eso preci
samente, «el triunfo de la libertad sobre la facticidad».12
»There is, however, also a fowrth leve!, which describes an aspeci of
human personhood: the realm offreedom» («Free Will and Determinism»,
en Encyclopedia ofBioethics, vol. 2., pp. 500-501).
11. Berger: Invitation to Sociology, Pelican Books, p. 199.
12. Beauvoir: Pour une moralede Vambiguité; versión cast., Para una
moral de la ambigüedad. La Pléyade. Buenos Aires, 1972, p. 49.
63
Como desarrolla la mencionada filósofa espléndida
mente en el capítulo 2 de Para una moral de la ambigüedad,
lo malo de los hombres es que hemos sido niños, es decir
sujetos no autónomos, engarzados en los roles y status se
ñalados por la sociedad, subsumidos en los decretos ema
nados de la autoridad paterna, académica, estatal, ecle-
sial, etc., etc. Y esta condición infantil en la que la socie
dad —podíamos añadir nosotros— ocupa y usurpa el es
pacio abierto de la «libertad originaria», condición en la
que se nos «libera» de la carga de tomar decisiones per
sonales, nos conduce a un estadio de apatía y aparente
«confort».
Piaget ha demostrado, de alguna manera, que el psi
coanálisis no tenía razón. La autoridad exterior (super-yo)
asumida y reconcentrada en el «id» (ello), no es más que
una etapa primaria de nuestro desarrollo moral: la moral
heterónoma de la etapa infantil abre paso, sin embargo, a
la moral autónoma de la adolescencia y la madurez, libe
rando al invididuo de los lazos y vínculos con la norma
decretada por el super-yo para constituirse ahora en auto-
legislador.
Kohlberg desarrolla y matiza la tesis de Piaget en aná
logo sentido. Los tres niveles que postula: pre-convencio-
nal, convencional y post-convencional, con los dos esta
dios correspondientes a cada nivel, constituyen la hipóte
sis de los seis estadios de desarrollo moral. El temor al
castigo físico o a la desaprobación social son fases del nivel
pre-convencional. La asunción de los dictados o normas
establecidos constituye el segundo nivel. Pero el individuo
desarrollado, mantendrá Kohlberg, ha avanzado hasta el
nivel post-convencional, donde prevalecen las normas que
elabora cooperativamente no sólo con su grupo o para su
grupo, sino teniendo como referencia el interés de todo
individuo humano y un ideal de justicia universal.1314
13. Piaget: Le jugement moral cha. I’enfant; versión cast. El criterio
moral en el niño, Fontanella, Barcelona, 1977, esp. pp. 164-165.
14. Véase esp. «From Is to Ought, How toCommit the Naturalistic
Fallacy and Get Away with it» en op. cit.
64
Si es cierta la hipótesis kohlbergiana, sin embargo, no
todos los individuos son libres en sentido estricto para al
canzar su desarrollo en madurez moral. Al parecer, por
poner un ejemplo, las comunidades rurales o los grupos
analfabetos o semi-analfabetos nunca avanzan más allá
del nivel convencional.15 Sólo a través de una mayéutica
socrática en que el individuo reflexione sobre sí mismo y
sea un observador informado y capacitado, sólo un indi
viduo en el que se dé un desarrollo mental adecuado y
unas estructuras lógicas mínimas podrá convertirse en un
ser totalmente autónomo, libre y moral.
Pero ¿le es dado a todo el mundo poseer unas estruc
turas lógicas adecuadas, un amplio bagaje informativo,
un auto-desarrollo conveniente?
Hospers ha examinado el asunto desde una perspectiva
psicoanalítica con unos resultados16en apariencia demo
ledores: «el inconsciente es el amo de todos los destinos y
el capitán de todas las almas».17
No sólo los neuróticos o los enfermos se encuentran
desprovistos de libertad para obrar, sujetos a las fuerzas
oscuras del subconsciente, sino que, en alguna medida, las
personas «normales» también participan de la misma
suerte. A veces somos libres para llevar a cabo lo que de
seamos, pero parece que nunca somos enteramente libres
para desear lo que queremos desear.18
Tanto el cleptómano como el jugador empedernido,
como el amante de música clásica, están de algún modo
determinados por tensiones internas fruto de experiencias
pasadas, infancia, educación, etc., etc., a lo que podríamos
añadir los condicionamientos biológicos.19
15. Véase op. cit.
16. Véase el trabajo ya mencionado de Hospers: «Free-Will and Psy-
choanalysis».
17. Op., cit., p. 643.
18. Sobre este aspecto véase también la obra de Hospers: Human
Conduct; versión cast. La conducta humana.
19. Sobre la relación entre la esfera biológica y la «voluntad libre»,
véase el trabajo de John C. Eccles: «The Physiology and Physics of the
65
A nadie, sin embargo, se le ocurriría culpar a otro por
el color de sus ojos, o su estatura, por poner un ejemplo.
No obstante, culpamos a un hombre por ser mezquino,
poco generoso, déspota, autoritario o cruel. ¿Y qué si no
fuese más responsable de su carácter o sus acciones «mo
rales» que de su estatura o el color de sus ojos? Imagine
mos por un momento que en nuestros genes estuviese en
cierta medida programado nuestro futuro carácter (de he
cho el «temperamento» es hereditario e «innato»). Que
este carácter, a su vez, fuese susceptible de ser remodelado
por las estructuras sociales y las experiencias vitales de
cada individuo, ¿seguiríamos pensando que éramos en al
gún sentido «libres y responsables», o más bien víctimas,
a la vez, de lo físico y de lo social? Nuestra «voluntad» o
nuestra «libertad» serían en tal caso meros «nombres»
dados para calificar conductas cuyos determinantes o
causas no son todavía bien conocidas. En cuyo caso, el
desarrollo de las ciencias biológicas y sociales podría al
gún día poner fuera de curso legal tales expresiones.
Gorgias fue uno de los pioneros en resaltar que existen
aspectos no conocidos, o al menos no reconocidos, en los
que el hombre es víctima o prisionero de presiones exter
nas, si bien habitualmente es reputado de «responsable»
de ciertos actos que no eligió hacer, sino que se vio forzado
a ejecutar.
La sutileza de Gorgias ha consistido en revelar que los
modos o maneras de «fuerza» o «coacción» son varios.
Que no sólo el constreñimiento físico ha de contar. El len
guaje, como persuasión, es una arma poderosa que para
liza nuestra voluntad. Los consejos de los amigos, de los
amantes o, si Gorgias viviera en nuestro tiempo habría de
agregar, los mensajes publicitarios, la propaganda polí
tica o religiosa, el sistema educativo, los mass media en su
totalidad, etc., la palabra, en fin, escrita o de viva voz,
Free Will Problems», en Progress in ihe Neurosciertces and Related Fields,
ed. por Stephan L. Mintz y Susan M. Widmayer, Síudies en The Natural
Sciences, vol, 6, Nueva York, Plenum Press, 1974, pp. 1-40.
66
actúan como una camisa de fuerza que paraliza nuestros
movimientos y nos deja a su merced.
De esta suerte, nos diferenciamos los hombres de cada
época, agregaríamos también, así como los de cada lugar,
no sólo por los condicionamientos físicos, técnicos, etc.,
sino por ser sujetos pacientes de discursos diversos. La
biblia cristiana refleja metafóricamente la confusión en
tre los hombres a causa de una proliferación de lenguas
distintas.20Cada lengua codifica una cultura determinada
(está determinada por ella y a la vez la determina y crea
un tipo de individuo particular). Si yo ahora estudio Filo
sofía Moral no es en absoluto una decisión libre sino con
dicionada por el tipo de conocimientos previos, experien
cias personales, tipo de sensibilidad, educación, etc., y mi
pertenencia al mundo occidental industrializado. A buen
seguro que si fuese miembro de una comunidad campe
sina, incluso contemporánea y occidental, como Kohlberg
apuntaba, nunca me plantearía la necesidad de justificar
universalmente mis normas, sino que la reciprocidad en
las transacciones y la actuación conforme a las pautas im
perantes satisfarían toda mi preocupación moral e inte
lectual.
Por supuesto que el tipo de conocimientos previos y
mis propias experiencias personales no son del todo fruto
de la casualidad. Existe un margen, por pequeño que sea,
en el que somos libres, y esta pequeña y ambigua libertad
es quizá la causante del sueño de la «libertad moral», her
mosamente expuesto, entre otros, por Beauvoir o Sartre,
y al que haremos mención en un apartado final.
82
POSIBILIDAD Y LÍMITES
DE LA ÉTICA
EL RELATIVISMO ÉTICO
108
ÉTICA Y RELIGIÓN
I
Existe una diferencia sustancial entre «religión» y
«ética». La religión es un conjunto de dogmas que no ne
cesitan ser justificados sino creídos. La ética es una disci
plina racional que, de entrada, busca la justificación de
los principios que propone.
Históricamente «religión» y «ética» no han aparecido
lo suficientemente diferenciadas, siendo la segunda absor
bida por la primera en una tarea común: el apartado, den
tro del proceso general de «socialización», que podríamos
denominar de «moralización» en el sentido de crear há
bitos de conducta moral.
Existía, y aún persiste en amplios sectores, la creencia
de que la ética era a modo de apéndice que no venía sino
a apuntalar aquellos decretos, normas, códigos morales
propugnados por un dogma religioso.
Es cierto, como hecho fáctico, que históricamente la
religión, en particular la procedente de la tradición judeo-
cristiana, ha tenido una participación activa en la deter
minación de los códigos morales, de los «mores» o pautas
109
de conducta. Las cuestiones que en tomo a este hecho
ahora aquí se plantean son, sucintamente, dos: en primer
lugar, interesa determinar hasta qué punto existe algún
tipo de vinculación necesaria, no meramente contingente
e histórica entre la ética y la religión. En segundo lugar, y
a tenor de los presupuestos axiológicos que aquí se man
tienen, habrá que determinar hasta qué punto son morales
las conductas que propugnan los códigos de valores reli
giosos, tal como se han dado históricamente.
II
Respecto a la primera cuestión habría que plantearse
no sólo hasta qué punto la ética necesita de algún tipo de
dogma religioso sobre el que fundamentarse, sino también
hasta qué punto es lícito (moralmente) que la moral sea
condicionada por dogmas, o si más bien sería deseable
una moral totalmente laica.
La filosofía, a lo largo de su historia, ha dado respues
tas distintas a una pregunta tal, respuestas que depen
dían, sin duda, del sistema de valores y creencias de los
proponentes del sistema filosófico moral en cuestión.
Dado que filosofía y teología se fundieron y confundieron
a lo largo del medievo y gran parte de la edad moderna, y
en algunas latitudes incluso contemporánea, no es de ex
trañar que la ética, o filosofía moral, haya sido conside
rada por algunos como cancilla teologiae», sierva de la teo
logía.
Por supuesto, que no todos los que vinculaban religión
y filosofía moral, o religión y moralidad, lo hacían desde
perspectivas iguales. Grosso modo podríamos diferenciar
entre:
a) aquellos para quienes «bueno» venía determinado
por lo que Dios arbitrariamente determinase, como en el
110
caso de los voluntaristas Scotto (1266-1308) y Ockham
(1285-1349);
b) aquellos para quienes no se daba el caso de que
«bueno» fuese lo mandado por Dios, sino que, por el con
trario, querían mantener, con más o menos fortuna, que
«Dios mandaba lo que es bueno».
Las críticas a los partidarios de a tienen su precedente
histórico en el Eutifrón de Platón, donde se demuestra que
si definimos «bueno» como «lo que agrada a los dioses»
(o en el caso, podemos agregar nosotros, de las religiones
monoteístas, «lo que agrada a Dios») nos encontraríamos
con el enunciado tautológico, no informativo, de que «A
Dios le agrada lo que le agrada» o «Dios ordena lo que
ordena», por cuanto carecemos de una definición especí
fica e independiente del significado de «bueno».1
En el caso de b se trataría más bien de una función
redundante de la religión por lo que a la moralidad se
refiere, por lo menos en lo que atañe al significado de
«bueno»: sea «bueno» lo que sea, Dios no dejará de san
cionarlo favorablemente. Pero lo que sea «bueno» será
algo cuya investigación no vendrá determinada por las
escrituras sagradas, o los códigos religiosos, sino que pre
cisará de un método propio y peculiar para su determi
nación, como coincide en señalar Hospers.12
Hay que reconocer que la adherencia a un dogma reli
gioso no siempre ha llevado al creyente a un «dogma
tismo» moral, a nivel teórico cuando menos. Siempre que
daba la puerta abierta a la determinación racional del sig
nificado de «bueno», en atención a necesidades sociales,
felicidad humana, etc., etc. La divinidad sólo aparecía en
escena una vez que los hombres habían llegado a un con-
1. Véase Platón: Eutifrón, 6e y ss. También a S. Marc Cohén: «Só
crates on the Defmition of Piety», en The Philosophy of Sócrates, ed. de
Vlastos, pp. 168-169.
2. Hospers: Human Conduct; versión casi., La conducta humana,
p. 58.
111
scnso acerca de aquello que era «bueno», es decir, favo
rable para la raza humana.
Otra cuestión, que no va a ser mencionada aquí sino
de pasada, es la de investigar hasta qué punto el creyente
ha sido consecuente con esta postura y en su «praxis» co
tidiana no se ha visto impelido a considerar, o realizar,
como «bueno», aquello para lo que no le asistía ninguna
razón ni justificación no religiosa. O, a la inversa, habría
que cuestionar hasta qué punto el creyente no se ha visto
obligado a considerar, o no realizar, como «malas» accio
nes, acciones que en modo alguno perjudican a la convi
vencia social o a la raza humana, y cuya presumible «mal
dad» sólo puede ser justificada en atención a prejuicios de
índole mítico-religiosa. Otra cuestión adicional más sutil,
y que merecería una detallada atención, es la de si a la
hora de buscar «razones» no religiosas para una acción
moral, el creyente puede operar imparcialmcnte, o lo que
es igual, libre de prejuicios, no intentando ajustar a una
supuesta «razón» aquello que de antemano ya estaba dis
puesto a aceptar.
Dada la ambigüedad de términos como «razón» y es
pecialmente «razón moral», bien vendría que fuéramos
cautos y tratáramos de averiguar en qué medida un razo
namiento moral apela a consecuencias meramente mun
danas, o en qué sentido es un intento de «racionalización»
de creencias no verificables, o supuestos apriorísticos a los
que se intenta ajustar el «razonamiento». (Por supuesto
que lo dicho es válido también para toda creencia, no sim
plemente para las creencias de tipo religioso.)
Otro término «comodín», sumamente ambiguo y
usado por los moralistas creyentes con harta frecuencia,
ha sido el de una «naturaleza», más o menos deificada,
que ya desde Heráclito o los estoicos (en la filosofía pa
gana), Aquino o Rousseau, ha desempeñado un papel más
restrictivo e inhibidor de tendencias naturales que favo
recedor de las mismas. Asimismo, habría que puntualizar
que las «tendencias naturales», aun en el supuesto de que
112
fuese factible determinarlas, en cuanto tales no tienen por
qué ser necesariamente «buenas» (como Moore en su de
nuncia de la falacia naturalista ha dejado bien claro).3
Lo curioso del caso, sin embargo, es que la teoría moral
de corte religioso o cuasi-religioso, ha apelado a la «natu
raleza», presuponiéndola «buena», como obra o reflejo del
creador, y, a la vez, ha atribuido o revestido a esta «natu
raleza» humana o no humana, de aquellos atributos que
mejor se avenían con un sistema de creencias religiosas
determinadas. Es decir, se cometía un doble «fraude» o
«falacia»:
a) Se suponía a la «naturaleza » buena, cuando, como
Mili (1806-1873) ha indicado acertadamente, todo lo que
es bueno y malo para el hombre, la vida, la muerte, el
placer y el dolor son igualmente naturales,4 de modo que
es inadecuado cualquier intento de identificar «natural»
y «bueno».
b) Se suponían «naturales» aquellos afectos, senti
mientos, tendencias, que se avenían con un código reli
gioso determinado.
Es decir, se partía del «esse est bonum...» (el ser es
bueno, la naturaleza y lo natural son buenos), y se con
cluía, sin embargo que no todo lo que existe es «ser», no
todo lo que hay es «natural», sino tan sólo aquello que, de
acuerdo con códigos determinados, es «bueno».
Las escaramuzas utilizadas por los teóricos de la moral
de base religiosa han sido muchas y sutiles para tratar de
mencionarlas aquí, siquiera sea someramente. Baste in
dicar que en todo caso se trataba de intentos de «racio
nalización», a fin de presentar como «naturales», «ra
cionales», etc., normas morales generalmente difíciles de
aceptar por el hombre común, supuestamente «natural»
3. Véase Moore: Principia Ethica. esp. cap. 11.
4. Mili: «On Nature»; versión cast. «Sobre la naturaleza», en Tres
ensayas sobre la religión, pp. 73-74.
113
y «racional», normas que venian propugnadas como obli
gatorias por los credos religiosos a los que tales teóricos
de la moral se adherían.
Como quiera que la ética contemporánea, tanto por lo
que respecta al intuicionismo de Moore, Prichard o Ross,
como las corrientes más o menos emotivistas defendidas
por Ayer y Stevenson, amén del prescriptivismo de Haré,
entre otras corrientes y teorías más difícilmente clasifi
cares, parece haber dejado en entredicho la posibilidad
de una base «objetiva» natural o empírica de la ética,
acentuándose la «especificidad» de la ética, en algunos
casos, una nueva puerta se ha abierto para quienes preten
den mantener que, en efecto, es imposible ningún tipo de
fundamento moral, a menos que contemos con un len
guaje «especial», colindante con el lenguaje místico, o nos
basemos en unos «mandatos» promulgados por la Divi
nidad desde siempre y para siempre.
Así, ya en un debate radiofónico que tuvo lugar en 1948
entre Copleston y Russell, manifestaba el primero:
Pienso que la gran mayoría tiene una cierta conciencia
de obligación en la esfera moral. Es mi opinión que ia per
cepción de valores y la conciencia de la ley moral y la obli
gación encuentran su mejor explicación mediante la hipó
tesis de un fundamento trascendente del valor y de un au
tor de la ley moral. Por «autor de la ley moral» entiendo
un autor arbitrario de la ley moral. Pienso que, de hecho,
los ateos modernos que han argumentado a la recíproca
diciendo: «no hay Dios, por lo tanto, no hay valores abso
lutos ni ley absoluta», se han conducido con bastante ló
gica.5
En un sentido pienso que es verdadero el aserto de Co
pleston, a saber, a menos que creamos en una divinidad o
en un «topos uranós», a la manera platónica, difícilmente
5. Copleston y Russell: «Debate sobre la existencia de Dios», en Por
qui no soy cristiano, p. 42.
114
podremos mantener la existencia de valores absolutos, en
el sentido de apriorfstica y sempiternamente válidos,
como de forma inconsistente pretendía Moore desde una
ética presuntamente antimetafísica.6 Sin embargo, si Co-
pleston quiere concluir que en ausencia de una ley moral
de origen divino la moral humana carece de fundamento,
de razón de ser, que «muerto Dios» la «moral también ha
muerto», tal aserto carece de la mínima consistencia, y es,
además, contra-fáctico pues, de hecho, han existido y exis
ten sistemas de moralidad no sancionados por instancias
divinas.
Comentando el testimonio del antropólogo Mali-
nowski, Nowell-Smith argumenta, al respecto, que las re
glas morales, tanto en las sociedades primitivas como en
las contemporáneas:
...se obedecen en parte a causa de temor a sanciones
sociales y no sobrenaturales, en parte a causa del hábito y
en parte a causa del reconocimiento del valor de estas re
glas para la sociedad.
Y agrega Nowell-Smith que las «fuerzas sociales vin
culantes» que regulan la conducta moral tal como Mali-
nowski las define, se refieren a valores tales como la leal
tad, reciprocidad de servicios, consideración de los dere
chos de los demás, etc., que constituyen motivaciones
genuinamente morales y no religiosas.78
En cuanto a la no posibilidad de normas morales ab
solutas, en ausencia de un credo religioso, considero que
esto es verdadero, lo cual no merma, sin embargo, la efec
tividad de las normas éticas. Como señala Durkheim:
...la naturaleza de la sociedad está en perpetua evolu
ción; entonces la moral debe ser lo suficientemente flexible
como para transformarse a medida que sea necesario.*
6. Véase Moore: Principia Ethica, pp. 29-30.
7. Nowell-Smith: «Religión and Morality», en The Encycíopedia of
Philosophy, vol. 3, p.152.
8. Durkheim: La educación moral, pp. 63-64.
115
Ni siquiera pienso que es acertada la postura de Toul-
min cuando en su obra An Examination of the Place of Rea-
son in Ethics, escrita en 1960, delimitando el campo pro
pio de la ética del de la religión indica que mientras las
razones para decidir si una acción está bien han de ser
proporcionadas por la ética, los «motivos» o «razones»
para llevar a cabo aquello que hemos descubierto como
correcto sólo pueden ser suministrados por un acto reli
gioso de fe:
...sobre cuestiones de deber a las que no se puede dar
ulterior justificación en términos éticos, la religión es la
que tiene que ayudamos a hacemos cargo de ellas, y de
este modo aceptarlas.9
Es cierto, por supuesto, que el «razonamiento lógico»
tiene sus limites tanto en las cuestiones éticas como en las
científicas y en las propias cuestiones lógicas. Llegamos
siempre a un punto en el que el razonamiento ha de ser
sustituido por el «engagement», el compromiso científico,
lógico o moral, que implica un sistema de valores, no ne
cesariamente religioso, correlativo.
Por este motivo es que tampoco considero oportuna la
afirmación de Wamock sobre que:
...si no existe Dios, entonces todo está «permitido» no
por supuesto en el sentido de que nada es ni moralmente
correcto o incorrecto, sino en el sentido de que nada es
ordenado y nada está prohibido.10
Afirmación de la cual parecen desprenderse dos coro
larios que considero igualmente falsos:
a) si Dios no existe, no existe Autoridad en cuestiones
morales;
9. Toulmin: An Examination of the Place ofReason in Ethics; versión
cast. El puesto de la razón en la ética, p. 244.
10. Wamock: The Object of Morality, p. 142.
116
b) si no existe una Autoridad en cuestiones morales,
no existe razón para actuar justa o injustamente.
Respecto a a, Durkheim (1853-1917) había adelantado
ya la posibilidad y conveniencia de sustituir la autoridad
que garantizase una educación laica atribuyendo a la so
ciedad como un todo el papel que tradicionalmente había
venido desempeñando la divinidad, en cuanto promuiga-
dora y/o sancionadora de la ley moral.11
Por cierto que las argumentaciones de Durkheim pa
recerían, en principio, rubricar lo contenido en b, a saber,
la necesidad de algún tipo de autoridad en ética, si bien,
en realidad, se trataría de un estilo peculiar de «autori
dad» que contrariamente a otros tipos de actuar auto
ritarios no presupondría la adhesión incondicional del in
dividuo a un sistema de normas. En Durkheim, tras haber
sido sometida al escrutinio de la razón, «la moral se ve
liberada del inmovilismo al que está lógicamente conde
nada cuando se apoya en una base religiosa».1112Se trata de
una «moral superior» que no ha de ser predicada o incul
cada, sino explicada.13
La «autoridad» de la nueva moral postulada por Durk
heim sería realmente más eficaz que cualquier otro tipo
de autoridad o autoritarismo. Es cierto que por temor al
infierno podremos lograr individuos sumisos a la ley mo
ral, pero si conseguimos que amen la ley, porque en ella
hay efectivamente razones que la hacen amable, habremos
logrado no sólo los objetivos de cohesión social que suelen
ser inherentes a todas las morales, sino que habremos con
seguido además seres dichosos en la práctica de una vida
moral adecuada a las necesidades individuales y sociales.
IV
Resumiendo los apartados desarrollados, ni la moral
depende lógica y necesariamente de la religión ni la reli
gión se ajusta necesariamente a la moral.
Respecto al primer punto, como Nowell-Smith aclara,
aun si hubiéramos de admitir, lo cual parece improbable,
que toda moral ha surgido de un código religioso, ello se
ría relevante únicamente desde un punto de vista histó
rico, pero no mostraría que la moralidad depende de la
religión y no puede existir sin ella, al igual que la química
moderna que surgió a partir de las teorías mágicas, acien
tíficas, de los alquimistas no depende para su validez de
la alquimia.43
Pero Nowell-Smith va todavía más lejos y afirma que
lejos de surgir la moralidad de la religión, es la religión la
que está en deuda con la moralidad, atribuyéndose a la
divinidad, en la tradición hebrea, por ejemplo, aquellas
cualidades, como justicia, misericordia, amor, que la mo
ralidad había catalogado como valiosas.44
De hecho, y para concluir, podría aventurarse a modo
de hipótesis que aquello que los creyentes aman en su re
ligión es aquello que concuerda con las ideas generales de
la moralidad. No es, como los teístas mantienen, que to
dos, aun sin saberlo, amemos a la divinidad. Nosotros,
invirtiendo los términos, podríamos aseverar que los cre-
43. Nowell-Smith, op. cit., p. 153.
44. Ibíd.. p.155.
127
yentes, incluso sin saberlo, aman en su dios la moralidad,
y que sus dudas de fe y sus perplejidades surgen cuando el
dogma no se acomodá adecuadamente a aquello que de
sean hacer y que, de todos modos, aunque no creyesen,
desearían hacer en beneficio propio y de los demás.
128
ÉTICA Y DERECHO
Preludio
Antígona y Sócrates constituyen dos referencias histó
ricas importantes que sirven para enmarcar el problema
de la valoración ética del derecho.
Antígona, como es bien sabido, puede considerarse
como la precursora del iusnaturalismo al apelar a leyes
«úl ti mas » o «primeras •, que no pueden ser soslayadas por
130
las nurmas decretadas por los humanos en el ejercicio de
legislar sobre pueblos y comunidades. Así, cuando Creonte
le recuerda a Antígona la prohibición existente de enterrar
a uno de los hermanos de ésta, la heroína declara:
No fue Zeus en modo alguno el que decretó esto, ni la
justicia que cohabita con las divinidades de allá abajo; de
ningún modo fijaron estas leyes entre los hombres. Y no
pensaba yo que tus proclamas tuvieran una fuerza tal que
siendo mortal se pudiera pasar por encima de las leyes no
escritas y firmes de los dioses. No son de hoy ni de ayer sino
de siempre estas cosas...1
Mientras que Sócrates, tal como aparece en el Critón
de Platón, hará una apología encendida de las leyes hu
manas, a las cuales se debe la posibilidad de una vida
armoniosa en la polis, y que exigen, por lo tanto, obedien
cia indiscutida, con independencia de la justicia o injus
ticia que pudieran encerrar o conllevar:
Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a
tu padre y respecto a tu dueño, si lo tuvieras, como para
que respondieras, haciéndoles lo que ellos te hicieran, in
sultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser gol
peado, y así sucesivamente. ¿Te seria posible, en cambio,
hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos pro
ponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu
parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruimos a
nosotras, las leyes y la patria, y afirmas que al hacerlo
obras justamente? ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inad
vertido que la patria merece más honor que la madre... que
hay que respetarla y ceder ante la patria y halagarla si está
irritada... que hay que convencerla y obedecerla haciendo
lo que ella disponga; que hay que padecer sin oponerse a
ella, si ordena padecer algo; que si ordena recibir golpes,
sufrir prisión o llevarte a la guerra para ser herido o para1
1. Sófocles: Attllgona, 450-460; versión cast. de José M. Lucas, Edi
tora Nacional, Madrid, 1977. p. 188.
131
morir, hay que hacer esto porque es lo justo... sino que en
la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo
que la ciudad y la patria ordenen, o persuadirle de lo que
es justo?2
Por supuesto que la posición de Sócrates es suma
mente ambigua y no equivale por tanto a identificar
«justo» con «lo que es ordenado por las leyes», como por
ejemplo pretenderá el legalismo jurídico,34sino que invo
lucra un cierto utilitarismo de la regla que considera acon
sejable, como norma general, la obediencia a las leyes, en
atención a los efectos benéficos que de ello se derivan, si
bien las leyes pudieran ser modificadas mediante la «per
suasión» de los particulares a fin de adecuarse a lo justo.
En cualquier caso, y de forma aproximada, la posición
de Antígona y la de Sócrates, de alguna manera, antici
parían las confrontaciones contemporáneas entre los re
presentantes actuales del iusnaturalismo y el positivismo
crítico * en el sentido de que en un caso se postulan unos
valores absolutos, a priori, a los cuales han de subordi
narse las leyes positivas no sólo para ser justas, sino in
cluso para ser leyes, y en el segundo se considera que las
leyes positivas poseen un status propio que les confiere
validez, al margen del juicio de valor que nos merezcan.
En el caso socrático la cuestión está planteada de un
modo tan impreciso que parece, en algún lugar, despren
derse que la validez de la norma es, asimismo, un valor
positivo que demanda, por consiguiente, obediencia,
mientras que en líneas posteriores hay una clara alusión
a la posibilidad de modificar las leyes conforme a lo que
2. Critón, 50e-51c, en Platón: Diálogos, I, versión cast. de J. Calonge
Ruiz, Gredos, Madrid, 1981.
3. «...doctrina ético-política cuyo contenido consiste en afirmar que
las leyes son justas en cuanto tales y que por eso deben ser obedecidas»
(Bobbio: Contribución a la teoría del derecho. Femando Torres, Valencia.
1980, p. 125).
4. Véase E. Díaz: Sociología y filosofía del derecho. Tauras, Madrid,
1981, pp. 347 y ss.
132
es justo, de acuerdo con criterios extrínsecos a la propia
legalidad.
Sea de ello lo que fuere, lo que importa resaltar de la
confrontación Antígona-Sócrates es que en ella se antici
pan multiplicidad de problemas que llegan hasta el pen
samiento contemporáneo y que aluden, precisamente, al
ámbito de lo legal y lo moral, la subordinación o interco
nexión de lo primero con lo segundo, o lo segundo con lo
primero, así como el tercer punto al que anteriormente he
aludido, a saber, el de la posible crítica moral a las normas
legales, en particular o en su conjunto, a partir de algún
criterio exterior, sociológico, «natural», «meta-empírico»,
o de alguna otra índole.
134
cia, o las exigencias de verdad y honradez que se encuen
tran en ambos tipos de normas.101
No obstante lo cual. Hart, al igual que otros muchos,
insistirá en que «existen ciertas características» que el De
recho y la Moral no pueden compartir conjuntamente.11
Por supuesto que estas características diferenciales va
rían notoriamente de un autor a otro. Si bien se dan, asi
mismo, coincidencias importantes. Así, Patzig pone énfa
sis en el carácter temporal del derecho, afirmando:
La positividad de las normas jurídicas se expresa en el
hecho de que las normas entran en vigencia en un día de
terminado y otras son derogadas en una fecha precisa...
Una tal precisión temporal sería un sinsentido en el caso
de las reglas morales. No tiene ningún sentido decir que a
partir de un determinado día es moralmente reprochable
imponer castigos corporales o que está permitido moral
mente quitarse la vida.12
Hart, por su parte, insiste, asimismo, en que mientras
que se pueden sustituir mediante puro decreto normas
antiguas por nuevas normas legales, «es inconsistente con
el papel desempeñado por la moralidad en la vida de los
individuos el que las normas, principios o reglas morales
se consideren, como las leyes se consideran, como objetos
susceptibles de creación o cambio mediante un acto deli
berado».13
Quizá, con mucho, los aspectos más diferenciadores
del derecho y la moral que contarían con un número ma
yor de defensores, parecen radicar en: el carácter volunta
rio de la acción moral, así como el tipo peculiar de la mo
tivación y sanción moral, que se considera distinto de la
pura coerción física o psíquica.
10. Ibid., p. 168.
11. Ibtd., p. 168.
12. Patzig: Ethik ohne Methaphysik (1971); versión cast. de Ernesto
Garzón Valdés: Ética sin metafísica, Ed. Alfa, Buenos Aires, 1975, p. 15.
13. Op. cit., p. 171.
135
Es cierto, también, que tradicionalmente, y posible
mente a causa de una concepción netamente kantiana de
la ética, se había intentado diferenciar el derecho de la
moral, afirmando que el primero se ocupaba solamente de
las acciones «externas», mientras que la moral lo hacía
únicamente de las acciones «internas». Se deba ello o no,
como Elias Díaz mantiene, a una simplificación y mala
interpretación de Kant,14 la cuestión más importante es
que por una parte, como afirma Hart, tal aserto supondría
que las normas legales y morales nunca podrían tener el
mismo contenido, lo cual parece contravenir la eviden
cia.15mientras que por la otra, el considerar que la mora
lidad sólo requiere buenas intenciones, buena voluntad o
buenos motivos supone confundir las excusas morales de
una conducta con su justificación moral.16
Por lo demás, desde una perspectiva utilitarista la
«buena voluntad» no podría presuponerse, sino que ha
bría de demostrarse mediante «buenas obras». Como Pat-
zig indica, al respecto, la valoración moral «no tiene que
ver solamente con la convicción, como a menudo se sos
tiene erróneamente, sino también con la convicción que se
encuentra detrás de una acción».17
Como se afirma en el Nuevo Testamento cristiano,
«por sus obras los conoceréis», o en romance castizo
«obras son amores y no buenas razones», lo cual refleja el
sentimiento popular de que ninguna conducta moral me
rece una sanción positiva a no ser que se traduzca en un
esfuerzo real por producir no cualquier cosa con «buena
voluntad», sino en producir, voluntariamente, algún tipo
de cosas valiosas para la convivencia.
En un sentido semejante, la tensión o dicotomía entre
autonomía/heterenomía en las normas éticas y en las ju
rídicas, padece de una interpretación de la moral excesi-
14. Op. cit., p. 18.
15. ¡btd., p. 168.
16. ¡btd., p. 169.
17. ¡btd.. p. 16.
136
vamente kantiana. Pretender una moralidad autónoma,
en el sentido de no condicionada por las pasiones, deseos,
etc., de los humanos, como Kant pretendía,18es algo que
no resulta claramente vindicable desde otras posiciones
éticas no kantianas. La cuestión no estriba tanto en colo
car a la moral en una «esfera peculiar», como pretendían
entre otros Brentano, Max Scheler o Moore, al margen de
las tensiones de la inter-acción humana, sino en no supe
ditar lo que se considera deseable (desde perspectivas de
imparcialidad, conocimiento, libertad, etc.) a lo que es
fácticamente deseado por un grupo con intereses deter
minados. Desde una perspectiva sociológica, por lo de
más, existen normas morales tan heterónomas, es decir
tan condicionadas por elementos externos a las volunta
des individuales, como lo pudieran ser las normas legales
que estuviesen más de espaldas a la voluntad real de las
personas afectadas.
Por otra parte, no es del todo deseable que las normas,
bien morales o bien legales, se ajusten en todos los casos
a los deseos particulares y arbitrarios de cada individuo.
En la ética kantiana se da por supuesto un equívoco, ya
que la supuesta autonomía moral no es sino la subordi
nación de todas las pasiones y deseos humanos a un des
pótico gobierno de una supuesta pura racionalidad.19
18. Kant: GrundlegungzurMetaphysikder Sitien, Riga, 1785; versión
casi, de García Morente: Funda mentación de la metafísica de las costum
bres, Ed. Porrúa, 1980, pp. 26,29,32 y 42. Cfr. también Krilik der praktis-
chen Vemunft, Riga, 1788; versión cast. de Manuel García Morente: Crí
tica de la razón práctica, incluida con la obra anterior en Ed. Porrúa, 1980,
p. 107o, entre otras, la p. 153 donde se lee: «La majestad del deber nada
tiene que ver con el goce de la vida».
19. Acton formula algunas objeciones a esta interpretación de la
ética kantiana como «sumisión ciega» del individuo a la moralidad
(véase Acton: «Kant’s Moral Philosophy», en New Studies in Ethics, ed.
por W. D. Hudson, MacMillan, Londres, 1974, Vol. 1, p. 369). Si bien
reconoce que la ética kantiana es la ética de la soberanía de la razón
sobre los sentimientos {ibíd., p. 339), e indica asimismo que Kant •would
have been astonished and alarmed at the Existentialist idea that a man can
and should make his own morality» (ibíd., p. 345).
137
Sin aceptar sin más matizaciones el rigorismo kan
tiano, habría que indicar, no obstante, que la vida en co
munidad exige la coordinación de las voluntades, lo cual
puede expresarse debidamente mediante una apelación a
la «racionalidad», o mejor a la «imparcialidad» o la «jus
ticia» (faimess). En este sentido, el ideal ético coincide con
el ideal jurídico, tal como lo postula Elias Díaz, en el sen
tido de que moral y derecho serán más perfectos en la
medida en que sean más autónomos, entendiéndose «au
tonomía» en la acepción de participación real de la colec
tividad en la determinación de las normas.20
Es decir, la moral y el derecho, como cuestión fáctica,
posiblemente no sean autónomos, en el sentido mencio
nado de basarse en la voluntad del colectivo afectado, sino
que más bien dependen de hábitos, costumbres o «auto
ridades» extrínsecas al conjunto o mayoría de la colecti
vidad. Sin embargo, desde un punto de vista prescriptivo
no existe, en principio, nada que impida que la moral y el
derecho se afanen en luchar por una autonomía lo mayor
posible en este sentido.
En cuanto a las características señaladas anterior
mente, como aspectos diferenciadores del derecho y la
moral que parecen contar con un número mayor y el tipo
peculiar de motivación y sanción moral, habría que hacer
algunas matizaciones al respecto.
a) El carácter voluntario de la acción moral es real
mente uno de los factores que la hace distinguible de una
acción que cumple meramente con los requisitos de la nor-
matividad legal.
Si bien es cierto que se acepta universalmente la ne
cesidad de lo que los juristas denominan mens rea (mente
culpable) para que haya lugar a responsabilidad criminal,
sin embargo, como Elias Díaz destaca, en el «derecho la
referencia a la intencionalidad se produce únicamente en
20. Véase E. Díaz, op. cit., p. 24.
138
los supuestos de incumplimiento de la norma: entonces se
estiman los motivos y el grado de voluntariedad en la vio
lación del derecho. En cambio, cuando la norma es obe
decida y cumplida, el derecho se da por conforme sin exi
gir adhesión interior a esa norma».21
Esto es, que mientras que la voluntariedad es un requi
sito necesario para considerar que un hombre ha sido
bueno al realizar una determinada acción (lo cual no obsta
para que los resultados hayan de ser, asimismo, benéficos
a fin de que la propia acción pueda ser considerada como
buena), la norma legal no nos incita, generalmente, a una
adhesión intencionada, sino que se limita a la exigencia
de la conformidad. Por supuesto que la diferenciación no
deja de ser en algún sentido artificial. Para empezar, el
buen funcionamiento del orden jurídico precisa de la ad
hesión voluntaria a la norma instituida, como garantía de
que en ausencia de testigos o posibles delatores el orden
legal tendrá cabal cumplimiento.
Por otra parte, es bien cierto que aunque se dan excep
ciones al principio de mens rea, conforme la sensibilidad
social se desarrolla más y más, en este sentido, resulta
totalmente inaceptable cualquier decisión judicial que
haga responsable a alguien de un delito con independen
cia de su estado de ánimo, conocimiento de causa y de
más.22
21. tbtd., p.25.
22. Véase al respecto Lloyd, op. cit., p. 65, en donde el autor se refiere
a una resolución de la cámara de los Lores, DirectorofPublicProsecutions
v. Smith, 1961, en la que se consideraba que alguien podía ser condenado
como criminal con tal que actuase de un modo conforme al cual una
persona razonable pudiera haber comprendido que tal acción ocasiona
rla muy graves daños al difunto, sin importar el estado de ánimo real del
acusado en relación con su previsión del daño a causar a su victima.
Indica asi mismo Lloyd al respecto que esta decisión fue muy severa
mente criticada tanto en Inglaterra como fuera de ella, por cuanto tendía
a obviar la necesidad de determinar la responsabilidad moral del ofensor
particular. De hecho, según constata el propio Lloyd, The CriminalJus-
tice Act, de 1967 ha invertido los términos de tal sentencia (op. cit., p.
344).
139
De hecho en el Código penal español se dice expresa
mente que: «Son delitos o faltas las acciones y omisiones
voluntarias [la cursiva es mía] penadas por la ley»,23y que
dan eximidos de responsabilidad criminal los enajenados,
o los que sufran trastornos mentales transitorios, los sor
domudos de nacimiento carentes de instrucción, o los que
se ven obligados a actuar de un modo determinado por
medios violentos no vencibles, entre otros.24 Del mismo
modo, el carácter de involuntariedad aparece como ate
nuante de la responsabilidad criminal cuando se indica
claramente que constituye circunstancia que atenúa la
responsabilidad criminal:«La de no haber tenido el delin
cuente intención de causar un mal de tanta gravedad
como el que produjo»,25 así como hay una referencia a la
«provocación» o «amenaza» por parte del ofendido como
circunstancia asimismo atenuante del delito.26Como con
trapartida, la voluntad deliberada, la reincidencia en el
intento, constituyen agravantes de la culpabilidad del
encausado como se patentiza en la referencia a la pre
meditación27 y a la reincidencia.28
La cuestión de la «voluntariedad» o «intencionalidad»
ha de ser, asimismo, matizada en el campo del pensa
miento filosófico moral, ya que nos encontramos con in
terpretaciones y valoraciones diversas de dicha caracte
rística.
Es cierto que Aristóteles señaló el carácter distintiva
mente voluntario de la acción moral,29 o que Tomás de
Aquino distinguió debidamente entre actos del hombre y
actos humanos, siendo estos últimos los propiamente éti
cos, por cuanto suponían elección y voluntariedad.30Tam-
23. Cap. 1, art. 1.
24. Véase el art. 8, apartados 1,3 y 9.
25. Art. 9, apart. 4.
26. Art. 9, apart. 5.
27. Art. 6, apart. 6.
28. Art. 8, apart. 14 y 15.
29. Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro III, 110a-114b.
30. T. de Aquino: Summa Teológica I, II, que. I, articulo L, Concl.
140
poco hay que olvidar, en este sentido, a Abelardo, nacido
en el siglo XI, quien se había adelantado a Kant al afirmar
que «las acciones que deben o no deben hacerse las hacen
por igual los buenos y los malos... solamente la intención
[la cursiva es mía] las distingue»,3* de donde a «la inten
ción la llamamos buena, esto es recta, por sí misma; pero
a la acción la llamamos buena no porque contenga en sí
algún bien sino porque procede de la intención buena»,3132
aserto que aparecerá reflejado como en un espejo en afir
maciones kantianas tales como la de que: «La buena vo
luntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena
por su adecuación para alcanzar algún fin que nos haya
mos propuesto: es buena sólo por el querer, es decir, es
buena en sí misma... La utilidad o la esterilidad no pueden
ni añadir ni quitar nada a este valor».33
Pero, no obstante, no hay que olvidar que, según Hart
señala, la expresión «No pude evitarlo» puede ser una
buena excusa en ética, pero nunca constituye la justifica
ción moral de una conducta.
«Si la buena intención fuese una justificación para ha
cer lo que las reglas morales prohíben, no habría nada que
deplorar en el acto de un hombre que, accidentalmente, y
a pesar de toda precaución, matase a otro.»34356
Es verdad que disculpamos moralmente una actuación
realizada en condiciones no normales, lo cual no impide
que sigamos considerando improcedente una determi
nada actuación, por inintencionada que haya sido, cuando
sus consecuencias no son éticamente deseables. El su
puesto carácter de «interioridad» de la moral «no signi
fica que la moral no sea una forma de control de la con
ducta externa».35,36
31. Abelardo: Ethica, seu líber dictus Scito te ipsum; versión cast.,
Aguilar, Buenas Aires, 1971, p. 133.
32. Ibtd., p. 158.
33. Kant: Gmndlegung tur Methaphysik der Sitien; versión cast. ya
citada, pp. 21-22.
34. Hart, op. cit.. p. 174.
35. Ibtd., p. 175.
36. Recuérdese lo indicado por Patzig. Véase nota 17.
141
Como J.S. Mili había explicitado con claridad: «el mo
tivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción,
aunque sí mucho con el mérito del agente».37
Con todo lo cual se quiere resaltar que, si bien la ética,
frente al derecho, valora y estima en gran manera la inten
cionalidad de los agentes, su cometido no termina ahí sino
que, al menos en las versiones teleológicas, las teorías éti
cas aspiran a dar cuenta de la «bondad» o «maldad», «co
rrección» o «incorrección» de las conductas, conforme se
adecúen o no a la persecución de fines determinados que
afectan a la vida de la colectividad.
Así, las diferencias entre ética y derecho son solamente
cuestión de grado, y nunca suponen, por supuesto, una
dicotomía frontal.
b) El tipo peculiar de la motivación y la sanción moral.
Quizá el carácter distintivamente ético frente a la fuerza
puramente legal de una norma emerge de un modo parti
cular en lo que se refiere al tipo de presión ejercida sobre
los agentes, o el tipo de motivación que les lleva a actuar
en un caso y en otro.
Autores, en otros aspectos dispares, como pudieran ser
Brentano y Spencer, coinciden en afirmar la autonomía
de las sanciones y las motivaciones éticas, frente a todo
tipo de requisitos, intereses, imperativos, órdenes, pre
mios y castigos que no sean de suyo específicamente mo
rales.
En el caso de Brentano, un sentimiento de compulsión
muy bien puede llevamos a una acción determinada, mas
ello no le otorga validez moral,38ni siquiera tratándose de
37. Mili: Utilitarianism, ed. por Samuel Gorovitz, The Bobbs-Merril
Co. Inc., Indianápolis, 1971, p. 25. Teniendo en cuenta, además, de
acuerdo con Mili, que «a la larga la mejor prueba de que una persona es
buena son sus buenas acciones», negándose los utilitaristas a considerar
como buenas cualesquiera disposiciones mentales «cuya tendencia pre
dominante sea la de producir malas conductas» (ibld., p. 7).
38. Brentano: TheOriginofourKnowkdgeofRightandWrong, Rout-
ledge and Kegan Paul, Londres, 1969, par. 8, p. 7.
142
sentimientos de esperanza o temor.3940Tampoco posee una
acción, una sanción moral simplemente porque sea orde
nada por alguna autoridad determinada. Como Brentano
argumenta al respecto «a cualquier orden emitida por una
autoridad externa siempre es posible preguntar: ¿está jus
tificada o no está justificada? Y esta pregunta no se res
ponde buscando una autoridad todavía más elevada que
haya emitido una orden exigiendo obediencia a la orden
primera. Si hemos de obedecer a la primera orden sólo si
tal obediencia viene exigida por una segunda orden, en
tonces sólo tendremos que obedecer la segunda orden si
tal obediencia es exigida por una tercera orden y así ad
infinitum».*0
Por su parte Spencer, aun cuando considera que si bien
el control moral es la evolución natural de otro tipo de
controles, bien se trate de los mandatos de un poder su
premo, o la voluntad divina revelada, o la opinión pública,
considera que estamos ahora en disposición de apreciar
que las prohibiciones que en sentido propio podemos con
siderar como morales se diferencian de aquellas de las que
derivan en que no se refieren a los efectos extrínsecos de
las acciones sino a sus efectos intrínsecos.41
A este respecto Hart señala que «la presión moral es
ejercida, característicamente, aunque no exclusivamente,
no mediante amenazas o apelaciones al miedo o al interés,
sino en atención al carácter moral de la acción contem
plada y a las demandas de la moralidad»,42 de modo que
si bien, en ocasiones, las apelaciones a la moralidad pue
den ir acompañadas de castigos físicos o llamadas al in
terés personal, son los sentimientos de culpa y remordi
miento los que operan generalmente como reforzadores y
sancionadores en el orden moral.43
39. ¡bíd., par. 9, p. 8.
40. Ibíd., par. 10, p. 9.
41. Spencer: «The Principies of Ethics», I, en The Works of Herbert
Spencer, vol. IX, Osnabruck. Otto Zeller, 1966, pp. 119-120, pars. 44-45.
42. Op. cit., p. 175.
43. Ibíd., p. 176.
143
Como Elias Díaz reconoce, el derecho puede «hacerse
cumplir sin merma alguna de su integridad a través de la
fuerza. La ética en su sentido más propio exige, en cambio,
conductas no forzadas»,44aun cuando este autor reconoce
que, por supuesto, las normas morales vigentes no están
asimismo exentas de sanciones, sean de carácter social, o
bien lo sean de tipo religioso, y en cualquier caso mediante
el sentido de culpa, frustración, remordimientos de con
ciencia, etc.45
Posturas a las que hay que añadir las defendidas por
los existencialistas, o las que contemporáneamente han
sido propuestas por Nowell-Smith o Haré, que suponen
que una conducta «moral», en el sentido restringido del
término, en el sentido de conducta «moralmente elogia
ble» (no en el sentido de cualquier conducta que la socie
dad repute como moral), ha de ser una conducta elegida al
margen de las presiones de los usos o normas vigentes.
Está claro que este último tipo de éticas, caracteriza
das por resaltar la autonomía del individuo frente a las
normas del grupo, la normatividad consagrada por el uso,
la costumbre o la autoridad, son las que de una manera
más clara y decidida oponen moralidad a legalidad, por
cuanto que, a diferencia de otras concepciones éticas, po
nen precisamente el acento en la creatividad individual,
que, dentro de un marco puramente formal, da contenido,
en cada caso, a las normas que cada cual elige para sí, no
de un modo arbitrario o caprichoso, sino como Haré se
ñala, de modo parejo a Sartre, asumiendo la responsabi
lidad de ser cada cual hacedor de su propia norma de
vida.46
Es cierto que el derecho no tiene, necesariamente, que
proscribir la creatividad a la hora de elaborar el ordena-
44. Op. cit., p. 26.
45. lbíd., p. 26 n.
46. Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1977, pp.
2-3. Las discrepancias entre Haré y el existencialismo pueden verse en
ibíd., p.41.
144
miento jurídico. Elias Díaz sugiere que, precisamente,
dada la «cuasi-omnipotencia del derecho, deviene una exi
gencia, un deber ser, no sólo que la fuerza se utilice en la
prosecución de fines justos, que sirvan al interés general,
o que el individuo se encuentre debidamente seguro y li
bre frente a posibles arbitrariedades legales, sino, así
mismo exige que la sociedad y los hombres de esa sociedad
controlen esta terrible fuerza que es el derecho, partici
pando en la creación del ordenamiento jurídico y en la
correcta aplicación de sus normas».47
Sin embargo, también es verdad que los márgenes de
creatividad individual son más amplios en el campo de la
moral que en el del ordenamiento jurídico, aun cuando las
diversas teorías éticas varíen notoriamente a la hora de
delimitar el marco de referencia dentro del cual, y sólo
dentro de cual, el individuo es libre de actuar o elegir. Así,
principios de universalizabilidad y prescriptividad deli
mitan, en Haré, las posibles elecciones.48Se puede agregar
que, en general, salvo casos realmente excepcionales, las
teorías éticas aun cuando liberan al individuo de la servi
dumbre a la norma vigente, de algún modo le urgen a
crear normas que, kantianamente hablando, puedan tor
narse imperativos categóricos, es decir, que puedan ser
elevadas a principios aplicables universalmente.
La motivación moral tal como se concibe, por otra
parte, desde perspectivas como la de Piaget o la de Kohl-
berg, implica que los individuos moralmente desarrolla
dos no actúan en función de premios o castigos, ni siquiera
verbales, sino motivados por sentimientos de coopera
ción, justicia y auto-estima.49
47. Op. cit., p. 25.
48. Ibtd., pp. 89-90.
49. Véase al respecto, Piaget: Le jugement moral chez l’enfant; ver
sión cast. de Nuria Vidal: El criterio moral en el niño, Fontaneila, Barce
lona, 1977, pp. 60, 73. También la obra de Kohlberg: The Philosophy of
Moral Developntent, Harper and Row Pub., San Francisco, 1981, esp. el
capítulo IV.
145
En cslc sentido, tanto las «moralidades vigentes»
como la institución del derecho parecen encontrarse, al
menos de momento, a años luz de lo que filósofos y psicó
logos consideran como sanciones y motivaciones desea
bles desde una perspectiva ética.
151
de las leyes penales, mas no en tanto en cuanto la moral
popular, mediante la ley, se inmiscuía en la vida privada
de los individuos, sino en tanto en cuanto no basaba sus
criterios de moralidad en algún dolor o perjuicio real cau
sados a alguien, sino que su «celo moral», su «sensibilidad
moral herida», eran el único criterio a aplicar a la hora de
determinar la moralidad de los actos.69
Así, como Schwartz afirma, si bien el ciudadano puede
exigir de la ley no sólo protección a su integridad física,
sino también psíquica, esto requiere matizaciones. Posi
blemente sea necesario compatibilizar la libre expresión
de creencias y sentimientos, de tal suerte que no causemos
mayor dolor del irremediable a aquellos que no compar
ten nuestros ideales y valores70
En cualquier caso el interés de la aportación de Louch
radica en que, en contra de los moralistas legales y algu
nas manifestaciones del liberalismo, pone el acento en la
necesidad de que la ley y la moral se encuentren en el
terreno de lo realmente importante para la comunidad y
los individuos, buscando un criterio básico, como lo es la
evitación del daño intencionado, como punto de referen
cia a la hora de definir la moralidad o justificar la lega
lidad.
La ética como garantía de la validez del derecho
La postura de Louch que acabo de exponer podría ser
vir, asimismo, para iniciar el planteamiento de este nuevo
aspecto del debate relativo a las posibles relaciones de
69. mDevliris remark... is a piece ofequivocation, borrowing the strong
sense of injury from MiUand using it in the much weakercontext in which
injury is not shown, bul atteged. It also overiooks the fact that in prívate
consenting acts the injured Citizen invoking the law's aid is not the person
towards whom the act is directed... Devlin's injured Citizen is the moraly
zealous bystander, offendedat what otherpeopledo togetherlo their mutual
satisfaction* (op. cit., p. 77.)
70. Véase esp. op. cit., pp. 90-91.
152
subordinación entre moral y derecho, y/o el derecho y la
moral.
Frente al iusnaturalismo y el positivismo legal, que
postulan, respectivamente: a) que la ley injusta no es ley,
y b) que la validez de una ley es una cuestión que no se
relaciona en modo alguno con su moralidad, posiblemente
la propuesta de Louch, o la de Hart que ahora analizare
mos, se inclinarán hacia una posición conciliadora que
reconocerá que, en última instancia, la ley y la moral tie
nen sentido en atención a determinados criterios y va
lores.
De esta suerte, según constata Hart, afirmaciones del
tipo ¡ex iniusta non est ¡ex no dan lugar sino a confusionis
mos y, paradójicamente, sirven no para defender necesa
riamente la moral frente al derecho, sino, por el contrario,
el derecho frente a la moral. Lo que se necesita es tener
bien presente que la legalidad no es sinónimo de morali
dad, de forma que decidir que algo es legal no significa
propugnar que haya de ser obedecido, ya que, como
afirma Hart, por muy grande que sea el áurea de majestad
o autoridad con que pueda contar el sistema legal estable
cido «sus exigencias deben someterse, en último término,
al escrutinio moral». Como agrega este mismo autor:
«Este sentido de que existe algo fuera del sistema oficial,
por referencia a lo cual en última instancia el individuo
debe resolver sus problemas de obediencia, con toda se
guridad es más probable que se mantenga vivo entre aque
llos que están acostumbrados a pensar que las reglas le
gales pueden ser inicuas, que entre aquellos que conside
ran que nada inicuo puede poseer jamás el status legal».71
Resulta fácil comprender que la afirmación de Hart es
atinada. El igualar la legalidad a la moralidad presta a la
postre un flaco servicio a la moralidad, ya que fácilmente
puede pasarse inadvertidamente de «lo que no es moral
no es (o no constituye) una ley», a «todo lo que se consti-
71. Hart: The Concept ofLaw, p. 206.
153
(uye en ley es moral». Es decir, es muy posible una con
fusión semántica al no percatarse de la carga apreciativa
y no descriptiva de /ex iniusta non est /ex, o, lo que es igual,
es muy posible la no distinción entre el enunciado larva-
damente valorativo «la ley injusta no es ley», en el sentido
de «la ley injusta no debe ser respetada, obedecida, pro
mulgada, etc.», y el enunciado descriptivo «no existe una
cosa tal que sea ley y sea injusta». Del primer sentido va
lorativo del enunciado se desprend • efectivamente, una
crítica al derecho positivo, que hab *. de ser confrontado
con algún tipo de valores que se estillen como de superior
entidad moral que la mera facticidad de las leyes o normas
legales. Del segundo sentido descriptivo se deriva, por el
contrario, que, por definición, toda ley es justa, de lo que
es fácil colegir que toda «ley» por el hecho de serlo goza
del status apropiado que le confiere legitimidad y autori
dad moral.
Todavía más. Los peligros del iusnaturalismo no se
agotan en la ambigüedad de sus declaraciones respecto a
lo que, como cuestión fáctica, constituye o no constituye
una ley, sino que su propia apelación a una «ley natural»
superior, árbitro y juez de las leyes humanas resulta su
mamente problemática. Históricamente ha cumplido, se
gún Aranguren, que la juzga con cierta simpatía y bene
volencia, funciones diversas que este filósofo resume en
cinco puntos: 1) Función lógica, al servir para esclarecer y
complementar conceptos, como los de orthós logos, esqui
tas, etc. Función, como Aranguren especifica, «de lógica
jurídica con aplicación, principalmente, de las reglas de
analogía y consecuencia».72 2) La función Ínter gentes que
ha servido para suplir las lagunas jurídicas en la interre
lación de los sistemas legislativos de los diversos pueblos.
3) La función meta-jurídica, o de reflexión acerca de los
valores, la Weltanschauung o el way of life, que dan sentido
a la ley, y a los que, en última instancia, habrá que remi-
72. Aranguren: Ética y política, Ed. Guadarrama. Madrid, 1968,
p. 36.
154
tirse en su aplicación. 4) La función conservadora, que
consiste en que el derecho natural funciona volviéndose
hacia el pasado y sus viejas leyes que considera como «na
turales» (physis), «es decir, dadas, frente al nuevo derecho
(nomos) meramente puesto».737475 5) La función progresista,
que supone una mirada hacia el futuro y una propuesta
nueva que sirva para propiciar el cambio de las leyes en
curso.74
Los peligros del iusnaturalismo estriban, precisa
mente, a mi entender, en su carácter ambivalente, resal
tado en las dos últimas funciones constatadas por Aran-
guren: la ley a la que se quiere apelar como metron que
sirva para juzgar las leyes jurídicas existentes puede con
sistir en una apelación a desiderata generales humanos
—libertad, igualdad económica o social, etc.— o bien con
vertirse en la defensa a ultranza de normas tradicionales
derivadas del privilegio de unos cuantos, la irracionalidad
de unos muchos, la ignorancia o la superstición de grandes
capas de la población, propiciados por los grupos de pre
sión interesados en preservar el estado de cosas.
Dennis Lloyd ha indicado en relación con la «ley na
tural», que si bien en sus versiones primitivas fue marca
damente conservadora «estimulando la obediencia a las
normas establecidas que gozaban de autoridad en razón
de un orden natural decretado por el propio Dios»,75 no
hay nada inherente a ella que exija el apoyo a lo estable
cido. Como ejemplos aduce Lloyd, el de Marsilio de Padua
que, en la Edad Media, a partir de premisas iusnaturalis-
tas defendió la democracia no sólo en el Estado sino en el
seno de la iglesia católica. Idea esta que fue desarrollán
dose progresivamente en la historia, recibiendo un fuerte
impulso por parte de Locke, quien argumentó que el poder
sólo estaba legitimado en cuanto servicio al pueblo y que
si infringía «los derechos naturales» de la gente, perdía
73. Ibld.. p. 37.
74. Cfr. Ibld., pp. 37-39.
75. Lloyd, op. cit., p. 83.
155
toda fuente de autoridad. Postulado este que, a su vez,
influyó de manera extraordinaria en la Revolución ame
ricana y que aparece explícitamente constatado en la
Constitución de los Estados Unidos, que reconoce la su
bordinación del aparato legal a los «derechos naturales»
de los ciudadanos.76
Rousseau es, sin lugar a dudas, otro ejemplo impor
tante de la carga revolucionaria que puede llevar consigo
una doctrina que se ampare en los «derechos naturales».
Los revolucionarios franceses, como se reconoce general
mente, supieron servirse de esta inspiración iusnatura-
lista para derrocar al Ancien Régime e intentar imponer la
ley natural de la razón en su lugar.77
Tampoco en el mundo moderno ha dejado de prestar
servicios importantes la apelación a «derechos natura
les», según Lloyd constata al referirse a casos como los de
la Alemania nazi, donde una mayoría intentaba destruir
a un grupo minoritario de la población, o el actual domi
nio de la minoría blanca en Sudáfrica, que mediante el
uso de la fuerza intenta perpetuar el sometimiento de la
mayoría negra. Los defensores del iusnaturalismo en la
actualidad alegan que tales casos de flagrante «inmorali
dad» sólo pueden resolverse apelando a una «ley natural»
que haga oír su voz por encima de lo establecido.78
Aranguren diría a este respecto: «el viejo nombre de
derecho natural puede no gustar (es lo que me ocurre a
mí), porque ni es estrictamente "natural" (dado con la
naturaleza), ni es estrictamente derecho (positivo). Pero
apunta a una actitud demandante que lleva en su seno la
pretensión jurídica...».79
No obstante lo dicho, los positivistas legales no están
por su parte del todo desposeídos de razón. Su propósito
de esclarecimiento ha tenido, y se supone que habrá de
76. Cfr. ibíd., pp. 83-84.
77. Cfr. Ibld., p. 85.
78. Cfr. Ibíd., p. 94.
79. Op. ci/., p. 43.
156
seguir teniendo, una influencia positiva al facilitar el dis
cernimiento entre lo que «es» y lo que «debe ser», coad
yuvando a la reforma social, tal como estaba, por ejemplo,
en el ánimo de Bentham, que insistió con firmeza en la
necesidad de separar las cuestiones legales de las religio
sas y morales,80 sin duda, podemos interpretar, para agi
lizar la reforma legal, liberándola del peso de la tradición
moral y religiosa.
El ataque de los positivistas al iusnaturalismo, pues,
no se ha debido exclusivamente a una búsqueda de escla
recimiento conceptual. Le animaba, sin duda, una idea
moral, que subyacía al énfasis positivista en «separar» lo
legal de la moral no cuestionada. Así, Lloyd comenta: «Los
positivistas combaten la idea del "derecho natural"... por
que, al considerar a una determinada cualidad moral in
herente como una característica esencial a la ley, sin la
cual no existe ley en absoluto, tiende a conferir a la ley
establecida una santidad que no siempre le corresponde,
creando de este modo una barrera que imposibilita la re
forma legal».81 Lo cual concuerda con la aprehensión de
Hart a la que se ha aludido anteriormente.
Por lo demás, la labor de esclarecimiento llevada a
cabo por el positivismo legal es importante. Austin indica:
«Una cosa es la existencia del derecho; otra su mérito
o demérito... La ley del Estado no es un ideal sino algo
que existe en la realidad... No es lo que debe ser, sino
lo que es*.82
De este modo, un positivismo extremado también po
dría presentar peligros, desde una consideración moral del
derecho. Si bien es acertado separar lo que «es» de lo que
«debe ser», para aclarar conceptos y delimitar funciones,
sería absurdo conferir a lo que «es» status de autoridad o
legitimidad. Lloyd considera, en este sentido, que es erró-
80. Cfr. Lloyd, op. cit., p. 100.
81. tbtd., p. 102.
82. Austin: The Province o f Jurisprudence Defined, lectura V, ed. pre
parada por Hart, Londres, 1954, pp. 184-85.
157
neo presuponer que lo que Bentham y sus seguidores ase
guraban era que la ley y la moral constitutían cosas total
mente distintas, o que le era debida obediencia por igual
a una mala y a una buena ley.83 No obstante, el propio
Lloyd debe admitir que, efectivamente, si bien el positi
vista lógico no está abocado necesariamente a un relati
vismo ético, en la práctica normalmente adopta tal pos
tura. Esto viene a suponer que, si bien admite el positi
vista lógico la posibilidad de discusión racional en ética y
está generalmente a favor de la reforma y el progreso mo
ral, en última instancia, tiene que reconocer que si el ate
niense cree en la libertad y el espartano en la disciplina
como valores más elevados, no hay modo racional para
resolver la controversia.84
Incluso positivistas criticos como Kelsen se adhieren
decididamente a tal postura que coincide extraordinaria
mente con la de los emotivistas y el no cognoscitivismo en
general en el campo de la teoría ética.85
De gran interés es, a mi juicio, la aportación de Hart
en The Concept of Law, donde se demuestra la posibilidad
de salvaguardar las aportaciones más valiosas del positi
vismo, a saber, como el propio Hart indica: 1) mantener
que las leyes son mandatos formulados por seres huma
nos; 2) establecer que no existe conexión entre la ley y la
moral, o la ley tal como es y la ley como debiera ser; 3)
afirmar que el análisis o estudio del significado de los con
ceptos legales es un estudio importante que ha de ser di
ferenciado de (aunque en modo alguno se oponga a) las
investigaciones históricas, sociológicas y la valoración crí
tica de la ley en términos de fines, funciones, etc., morales
o sociales, puntos todos estos que de acuerdo con Hart
habrían sido defendidos por Bentham o Austin.86
Hart no insistirá especialmente en lo que considera
83. Op. cit., p. 100.
84. Ibid., p. 114.
85. Véase E. Díaz, op. cit., p. 343.
86. Hart: The Concept of Law, p. 253.
158
como característica 4) del positivismo, a saber, que un
sistema legal es un «sistema lógico cerrado», en el cual
pueden deducirse decisiones correctas a partir de deter
minadas normas legales sólo mediante medios lógicos.
Por lo que respecta a la característica 5) y última, a saber,
que los juicios éticos no pueden ser establecidos, como lo
son los enunciados fácticos, mediante argumentación, evi
dencia o prueba racional («no cognoscitivismo en ética»)87
será debidamente matizada por Hart, como Elias Díaz ha
puesto de relieve.88
De este modo, el intento de mantener 1), es decir el
deseo de afirmar que las normas morales se derivan de las
relaciones humanas y carecen de cualquier tipo de status
supra-empírico, a la vez que el deseo de matizar 5), y ase
gurar un mínimo de racionalidad en la formulación de las
normas morales y legales, se conjugan en la obra de Hart
admirablemente, postulando un contenido mínimo moral
y legal que garantice la convivencia humana.
El punto de partida de Hart se acerca extraordinaria
mente a la tradición empirista anglosajona representada
por Hobbes o Hume. En lugar de buscar una apoyatura
metafísica para la definición de la «naturaleza» o la «con
dición» humana, Hart, como habían hecho sus predece
sores, intenta atenerse a aquello que de hecho constituye
el fin o el objetivo de los humanos, aquello sobre lo que
parece existir un consenso universal. No se trata tanto de
buscar el «fin natural del hombre» que, de acuerdo con
ciertas concepciones teológicas, se fundamente no en lo
que el hombre desea sino en lo que «no puede menos que
desear», sino de convertir lo que los hombres desean en el
fin u objetivo a perseguir por las leyes y la presión moral.
En lugar de fines «inmanentes» o transcendentes, fijos e
inmutables, se parte de la idea de que «podemos mantener
que es un hecho meramente contingente, que podría haber
sido de otro modo, el que, en general, los hombres desean
87. lb(d., p. 2S3.
88. E. Dfaz, op. cit., p. 325.
159
vivir... Con todo aun si lo consideramos en este modo ade
cuado al sentido común, la supervivencia no carece, sin
embargo, de un status especial en relación con la conducta
humana y nuestra concepción de la misma».89
Hart había señalado, un poco antes, que el alimento y
el descanso, por poner un ejemplo, constituyen necesida
des humanas, aun cuando alguien los rechace cuando los
necesite. «De ahí que podamos afirmar no sólo que es na
tural que todos los hombres coman o duerman, sino que
todos los hombres deben (la cursiva es mía) comer y des
cansar alguna vez, o que es naturalmente bueno que ha
gan estas cosas.»90 O, lo que es igual, para Hart existe un
nexo entre aquello que, de hecho, los hombres necesitan y
lo que el derecho y la moral deben recomendar y sancionar
como bueno y deseable.
Hechos tales como 1) la vulnerabilidad humana, 2) la
igualdad aproximada entre los hombres, 3) el altruismo
limitado, 4) la limitación o escasez de recursos y 5) la ca
pacidad de comprensión y la fuerza de voluntad limita
das, hacen que Hart (como Hobbes o Hume, o nuestro con
temporáneo Warnock que ha puesto tanto énfasis en que
el objeto de la moralidad es servir de contrapeso a las
capacidades limitadas de sympatheia) postule un conte
nido mínimo que ha de estar presente en las leyes morales
y legales a fin de garantizar «las formas mínimas de pro
tección de las personas, la propiedad y las promesas».91
Esto equivale a que la ley y la moral no pueden tener
«cualquier contenido» como los positivistas legales recla
man respecto al derecho, sino que las sanciones han de
disponerse de modo que garanticen este mínimo de pro
pósitos para seres que están constituidos como lo están los
humanos.
Reclama Hart, en suma, un lugar dentro de la racio
nalidad del discurso no sólo para las definiciones o los
89. Hart: The Concept ofLaw, p. 188.
90. lbid., p. 186.
91. Ibtd..p. 195.
160
enunciados Tácticos ordinarios, sino, a su vez, para una
tercera categoría de enunciados: «aquellos cuya verdad es
contingente y derivada de que los seres humanos y el
mundo en que viven mantengan las características pre
eminentes que ambos poseen».92
La moral y el derecho se reconcilian en Hart, en el ser
vicio a los objetivos básicos de la convivencia humana.
Objetivos que de ser descuidados imposibilitarían toda
forma imaginable de convivencia. Valores y hechos, fre
cuentemente divorciados en la filosofía moral y legal con
temporánea, encuentran en Hart un lugar contiguo que
garantiza la independencia de los hombres frente a los
«entes» que Ies trascienden a la hora de formular y orga
nizar sus códigos legales, y a la vez posibilita una fórmula
conciliatoria entre el mundo de lo moral-ideal y el mundo
de los hechos en donde nacen y brotan las exigencias mí
nimas, derivadas de las necesidades de la convivencia hu
mana, que toda norma legal o moral han de respetar.
Se diría que ni el derecho impera sobre la moral ni la
moral sobre el derecho, sino que ambas disciplinas se tor
nan en Hart, como la razón en la filosofía moral de Hume,
en esclavas de las pasiones y necesidades humanas, tal
como éstas se originan en la convivencia de un hombre
con los demás hombres.
164
dan derivarse para el grupo. O, lo que es igual, las penas
incluidas en los códigos legales son intrínsecamente ma
las, aunque puedan ser instrumentalmente buenas, en de
terminados contextos.
Parece conveniente, como objetivo moral, el conseguir
que los bienes deseables sean obtenidos mediante medios
o instrumentos asimismo deseables. En este sentido, no
parece desatinada una apuesta en favor de un sistema de
socialización que refuerce las sanciones morales y dismi
nuya progresivamente, hasta su desaparición, el tipo de
sanciones peculiares y típicas de los códigos penales.
165
EL PUESTO DE LA RAZÓN
EN ÉTICA
LA CRISIS DE LA RACIONALIDAD EN ÉTICA:
LOS SEGUIDORES DE COMTE Y MARX*
190
EL RELATIVISMO METODOLÓGICO
193
todológico. Por ejemplo, si se mantiene que los enunciados
éticos son expresiones de actitudes globales, impersona
les, entonces un enunciado ético puede estar "equivo
cado” si el hablante no posee la actitud global, impersonal
que mantiene poseer».7
El hecho cierto, sin embargo, es que tanto la aporta
ción de Ayer, como, en buena medida, la del emotivismo
que culmina con Stevenson, suponen cuando no la supre
sión, al menos la «suspensión» o parálisis de los intentos
de búsqueda de un método racional en ética.
Por lo que a Ayer atañe, sus afirmaciones son tajantes
e inmisericordes respecto a los intentos tradicionales de
dotar de respetabilidad racional a las tentativas de cons
trucción de una ética normativa. Su criterio estrecha
mente logicista en relación con el significado de «racio
nalidad» le lleva a postular como únicos candidatos al
status de filósofos de la moral a aquellos que se limitan a
la «definición» de los términos morales, reconduciendo
hacia las ciencias sociales las proposiciones que describen
los fenómenos de la experiencia moral y sus causas, eli
minando las exhortaciones a la virtud moral y dejando en
un incómodo status de «no sé qué hacer con esto» los enun
ciados propios de la ética normativa, los denominados por
Ayer «juicios éticos», que no encajan dentro de los esque
mas del principio de verificación por no ser «ni definicio
nes, ni comentarios de definiciones, ni citas».8
7. Brandt: Ethical Theory; versión cast.de Esperanza Guisán, Teoría
ética, Alianza, Madrid, 1982, p. 325.
8. *ln fací, it is easy lo see that only the first ofour four classes, namely
that which comprises the propositions relating to the definitions of ethical
terms, can be said to constitute ethical philosophy. The propositions which
describe the phenomena of moral experience, and their causes, must be as-
signed to the Science of psycology or sociology, The exhortations to moral
virtue are not propositions ai all, but ejacidations or commands which are
designed to provohe the reader to action of a certain sort. Accordingly, tkey
do not belong to any branch ofphilosophy or Science. As for the expressions
of ethical judgements, we have not yet determinad how they should be clas-
sified. But inasmuch as they are certainly neither definitions ñor comments
upon definitions, ñor quotations, we may say decisively that they do not
194
Las conclusiones de Ayer son tajantes: la filosofía mo
ral no puede contener propuestas valorativas;9 los enun
ciados valorativos quedarán, pues, al margen del mundo
de la racionalidad.
En cierta medida no era, en realidad, esta afirmación
de Ayer excesivamente novedosa. Schlick, que como he
dejado patente en el capítulo anterior, llevó a cabo la tarea
de justificar una ética normativa, había adelantado la im
posibilidad de justificar «valoraciones», teniendo que re
currir al artificio de reducir su propia ética normativa a
una suerte de «descripción» de lo que de hecho es consi
derado como bueno por la humanidad. Así, cuando de
fiende su tesis pretende diferenciarla debidamente de la
utilitarista, pues mientras que esta última constituye el
enunciado de un valor determinado: «El bien es lo que
proporciona la mayor felicidad posible de la sociedad»,
Schlick pretende ser mucho más cauto al afirmar única
mente que: «En la sociedad humana, se llanta bueno a
aquello que se cree que proporciona la mayor felicidad».10
De hecho, la proscripción de lo «valorativo» como
tema de debate y discurso racional ha calado profunda
mente en la conciencia crítica de la filosofía moral con
temporánea hasta el punto de que podría decirse que ya
parece imposible el retomo al estado virginal de la inocen
cia crédula, que se afincaba en la racionalidad como una
característica incontestable de los asertos valorativos.
Es cierto también que el relativismo en ética es tan
belang to elhical phitosophy» (Ayer: Language, Truth and Logic, 1.* ed.
1936, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1978, p. 137).
9. «Astrictly philosophical treatise on ethics should therefore make no
ethical pronouncements* (Ibíd., p. 137).
10. *The formulation of our thesis is perhaps not unessentially diffe-
rent from that which it received in the classical Systems of Utilitarianism.
These Systems say (at least according to their sense): "The good is what
brings the greatest happiness to society". We express it more carefully: "In
human society, that is called good which is believed to bring the greatest
happiness"» (Schlick: Fragen derElhik, ed. original 1930: versión inglesa
de David Rynin, Dover Pub., Nueva York, 1962, p. 87).
195
antiguo, cuando menos, como Prolágoras, pero nunca
hasta la fecha había alcanzado tan altas cotas de radica*
lidad. Nunca, dicho de otro modo, se había dudado de la
capacidad racional del hombre para construir códigos y
normas que se ajustasen a lo que era «debido». Se recha
zaba, en el caso de Protágoras, y de acuerdo con diversas
interpretaciones como la de Dupréel, la existencia de una
«objetividad» trans-social, pero no se negaba la validez
moral de los acuerdos consensuados socialmente.
Ni siquiera en el caso de Westermarck se trataría de
un relativismo radical que negase la posibilidad del mé
todo en ética, como ha sido señalado por Brandt." Wes
termarck, al igual que Protágoras, negará únicamente la
«objetividad» trans-social de los enunciados morales, y en
un sentido semejante al de Hume, construirá un «senti
miento moral» caracterizado por el desinterés y la impar
cialidad. El espectador imparcial que en Adam Smith1112 y
Hume13 juega un papel destacado es reintroducido por
Westermarck para caracterizar debidamente el placer ca
racterístico y peculiar que acompaña a los juicios mora
les.14Como indica el autor, al señalar que un acto es bueno
o malo queremos decir que ello es así con total indepcn-
11. Op.cil.. p.324.
12. «Pugnamos por examinar la conducta propia al modo que ima
ginamos lo harfa cualquier espectador honrado e imparcial» (Smith: A
Theory of Moral Feelings; versión cast. de Edmundo O’Gorman, F.C.E.,
México, 1978, p. 100).
13. o-But notwithstanding this variation of our sumpathy, we give the
same approbation to the same moral qualities in China as in England. They
appear equally virtuous, and recommend themselves equally to the esteem
ofa ¡udicious spectator»(Hume: Treatise, libro 111.parte 111,sec. i, Pelican
Books, Middlesex, Inglaterra, 1969, p. 632).
14. «We may be angry with ourselves from purely selfish motives: he
who has lost at play may bevexedwith himselfas weüas he who has cheated
at play, and the egoist may reproch himselffor having yielded to a monten-
tary impulse of benevolence. Almost inseparable from the moral judgment
that we pass on our own conduct seems to be the image of an impartial
outside who acts as our judge* (Westermarck: Ethical Relativity, Green-
wood Press, Westport, Connecticut, 1970 [Iaedición, 1932], p. 95).
196
dencia de referencias personales, mostrando que el juicio
sería el mismo quienquiera que fuese el afectado por sus
consecuencias.15
En rigor, de modo semejante a Hume, introducirá con
la denominación de «sentimiento moral» un sentimiento
que, en realidad, ha sido convenientemente depurado y
dotado de «racionalidad». En este sentido, Acton comen
tará respecto a Hume que cuando este autor proporciona
una explicación detallada de la diferencia entre el senti
miento moral y los restantes sentimientos, lo que está ha
ciendo, de hecho, es reintroducir la «Razón» con otro
nombre16
Por otra parte la dificultad de la «justificación racio
nal» de los juicios morales fue vista ya con perspicacia por
Mili, cuando afirma que una característica común a todos
los principios es el de no poder ser demostrados mediante
la razón.17No obstante, esta dificultad no operaba en Mili
de modo paralizador, sino estimulante, llevándole a bus
car una base empírica que sirviese de fundamento a la
moralidad, al modo en que los principios del conoci
miento encontraban en la experiencia empírica su aval y
respaldo.
El relativismo radical o metodológico, muy por el con
trario, «está afirmando que no existe ningún método que
15. *When pronouncing an act good or gad, l mean that ilis so quite
independently of any reference it might have to me personally. If a person
condemns an act whick does him harm, how can he vindícate the moral
nature ofhis judgement?Only by pointing ota that his condemnation is not
due to the particular circumstance that it is he himselfwho is the sufferer,
that his judgement would be thesame ifanybody else in similarcircumstan•
ces has been the victim, in other words, that it is desinterested* (Ibid.,
p. 90).
16. «When Hume gives a detailedaccount ofthe difference between the
moralsentiments and otherfeelings... Reason is being reinstatedunderano-
ther ñame» (Acton: «Kant’s Moral Philosophy», New Studies in Elhics,
vol. I, ed. por W.D. Hudson, MacMillan, Londres 1974, pp. 338-339).
17. •To be incapable of proofby reason is common to all first princi
pies, to thefirstpremisesofourknowlege, as wellas tothose, ofourconducto
(Mili: Utilitarianism, en op. cit., p. 37).
197
sea un método "racional", en el sentido de ser el solo y
único método que pudiera utilizarse para las cuestiones
éticas por parte de las personas inteligentes».18
Ayer, sin lugar a dudas, parece haber sido el máximo
responsable de la creación de un clima de asepsia radical
tal. Prueba de ello son multitud de asertos, entre ellos el
relativo a que los juicios éticos son simples «pseudo-con-
ceptos»,19 intentando llegar todavía más lejos que el sub
jetivismo clásico ortodoxo que, a la postre, según el propio
Ayer manifiesta, no negaba el status de «proposición» a
las sentencias morales, sino que se limitaba a afirmar que
expresaban proposiciones de un carácter no empírico.20
Es cierto, como he reconocido en otro lugar,21 que no
deja de tener importancia la aportación de Ayer, en el sen
tido de haber diferenciado y delimitado, dentro de la filo
sofía moral tradicional, diversos tipos de enunciados: fác-
ticos, analíticos, prescriptivos y exhortativos. Habría que
añadir ahora que esa, en apariencia humilde, labor de es
clarecimiento filosófico que Ayer intenta llevar a cabo
puede resultar, desde un punto de vista epistemológico,
más fructífera que el intento de elaboración de sistemas
aparentemente colosales que se alzan, sin embargo, sobre
las arenas movedizas de la especulación, la ambigüedad y
la falta de precisión.
Las críticas que desde aquí se dirigen a Ayer no van
dictadas desde una exigencia de «absolutos» éticos, sino
18. Brandt.op. cit., p.324.
19. *But unlike the absolulists, we are able to give an explanation af
this fact about ethical concepts. We say that the reasan why they are una-
nalysable is that they are mere pseudo-concepts* (op. cit., p. 142).
20. *Thus although otir theory of ethics may be said to be radically
subjectivist, it differs in a very important respect from the orthodox subjec-
tivist theory. For the orthodox subjectivist does not deny, as we do, that the
senlences of a moralizer express genuine propositions. Alt he denles is that
they express propositions of a unique nonempirical character» (op. cit., p.
144).
21. Ética sin religión. Universidad de Santiago de Compostela, 1983,
p. 111.
198
de la misma claridad y precisión lingüística preconizada
por Ayer. Porque parece una clara falta de consecuencia
que quien supo matizar adecuadamente entre «exhorta
ciones», «prescripciones», «descripciones», etc., dentro de
la filosofía moral tradicional, no haya sido sensible a as
pectos tan relevantes como los siguientes:
a) la distinción entre argumentaciones acerca de he
chos y argumentaciones acerca de valores;
b) la distinción entre la función de la racionalidad en
contextos explicativos y prescriptivos.
Respecto de a, Ayer va demasiado lejos, realmente, al
afirmar que todas las discusiones y argumentaciones
acerca de los valores son subsumibles en discusiones re
ferentes al campo de la lógica o acerca de una cuestión de
hecho empírico.22 Con lo cual la filosofía moral carecería
no sólo de método sino de objeto y contenido. La filosofía
moral, con Ayer, tendría únicamente un funesto y lúgubre
cometido, levantar el acta de defunción de sí misma.23
O, a lo sumo, realizar una operación de «transferencias»,
poniendo bajo la tutela de la psicología y la sociología
aquellos aspectos de la ética merecedores de un estatuto
racional.24
En relación con b, la falta de sensibilidad respecto a
este apartado es, sin duda, consecuencia del reduccio-
nismo que se patentiza en a, así como del criterio verifi-
cacionista que subyace a toda la crítica de Ayer a los enun-
22. *Ifanybody doubts the accuracy ofthis account ofmoral dispules,
let him try to construct even an imaginary argument on a question of valué
which does not reduce itself to an argument ábout a question of logic or
about an empirical matter of fací. I am ccmfident that he will not succeed
in producing a single example» (op. cit., p. 148).
23. «IVe find that ethical philosophy consistí simply in saying that
ethical concepts arepseudo-concepts and therefore unanalysable»(ibid., p.
148).
24. *¡t appears, then, that ethics, as a branch of knovAege is nothing
more than a department ofpsycology and sociology» (ibid., p. 150).
199
ciados éticos, que pretende reducir repetidamente a
pseudo-conceptos.25
Toulmin ha expresado su repulsa a aceptar el reduc-
cionismo de Ayer, quien pretende que nuestras discusio
nes éticas no son sino discusiones acerca de hechos, de tal
suerte que cuando intentamos debatir una cuestión
«ética» lo que hacemos es mostrar a nuestro oponente que
su conocimiento es erróneo respecto a los motivos del
agente, los efectos de la acción, etc., etc.26
Como Toulmin indica: «Alguna gente se ha engañado
por esto al argüir que muchas de las llamadas afirmacio
nes "éticas” son solamente afirmaciones de hechos disfra
zadas, que "lo que parece ser un juicio ético es muy fre
cuentemente una clasificación fáctica de una acción”. Pero
esto es una equivocación. Lo que hace que llamemos a un
juicio "ético” es el hecho de que se usa para armonizar las
acciones de las personas, más que para dar una descrip
ción recognoscible de un estado de cosas».27
Respecto de b, a saber la distinción entre la racionali
dad en contextos explicativos y prescriptivos ignorada por
Ayer, Toulmin ha hecho, asimismo, atinadas matizacio-
nes. En primer lugar, Toulmin indica que el Filósofo que
adopta el enfoque imperativo, tal como es el caso de Ayer,
«tiene una visión demasiado estrecha de los usos del ra
zonar, presupone demasiado fácilmente que una prueba
matemática o lógica o una verificación científica pueden
ser las únicas clases de “buena razón” para una afirma
ción».28
O, como expresa más adelante: «Un punto flaco, im
portante de la doctrina imperativa de la Ética es, por
tanto, que considera la proposición contingente de que las
cuestiones sobre la verdad, falsedad y verificación no sur
gen frecuentemente en el razonamiento ético como si
25. Ibld., p. 150.
26. Op. cit., pp. 146-147.
27. ¡bid., p. 167.
28. lbíd.,p.62.
200
fuera idéntica lógicamente con la proposición apodíctica
de que tales cuestiones sobre exclamaciones y órdenes no
pueden surgir. Es decir, considera las afirmaciones éticas,
que se acercan en algunos aspectos a las órdenes e inter
jecciones, como si fuesen precisamente órdenes e interjec
ciones».29
En efecto, como he indicado reiteradamente en diver
sos trabajos,30 Ayer es totalmente insensible a la diferen
cia entre sentencias en las que se describen hechos, «Jí
robó dinero», y las que aprecian y valoran estos hechos,
«X es culpable por haber robado dinero», «X hizo mal al
robar dinero», etc. Por lo demás, seria ignorar la realidad
de los hechos el afirmar que cuando los distintos miem
bros de un jurado discuten acerca de la culpabilidad de
un presunto delincuente se están limitando a intercam
biar exclamaciones de aceptación y repulsa. Parece bas
tante evidente que no sólo existen desacuerdos reales en
tre quienes optan por la culpabilidad y la no culpabilidad
de un determinado individuo, sino, asimismo, criterios a
los cuales apelar para «verificar» o «vindicar» las afir
maciones o proposiciones contrapuestas. Lo cual parece
fácilmente extensible a las disputas acerca de los juicios
relativos a lo justo o injusto de los veredictos, o a lo co
rrecto o incorrecto de procedimientos y conductas en ge
neral.
Una crítica profunda a la negación del método racional
en ética por parte de Ayer nos llevarla, sin duda, a una
crítica radical de los dogmas positivistas que sustentasen
su relativismo metodológico.
A modo de apunte convendrá señalar, aunque sea muy
de pasada, que, como ha sido confirmado por los críticos
contemporáneos del neopositivismo y Toulmin señala
muy certeramente, no existe ninguna «realidad», ningún
hecho que pueda confirmar o refutar nuestras teorías, sino
29. Ibtd., p. 70.
30. «¿Qué es la filosofía moral?». Agora, 1,1981, pp. 33 y ss. y Ética
sin religión, Santiago de Compostela, 1983, p. 110.
201
que de acuerdo con nuestras teorías, o mejor, con nuestros
propósitos humanos al actuar en una y otras esferas, nos
encontramos con «realidades» de uno u otro tipo.31
Utilizando un ejemplo al que Toulmin recurre con fre
cuencia, determinar si el bastón que veo sumergido en el
agua está realmente torcido o no, es algo que no puedo
dilucidar acudiendo a la realidad empírica. Si damos cré
dito a Toulmin, decidir si el bastón está derecho o no de
penderá del criterio que utilicemos de «derechura»,32 de
tal modo que si nos encontramos entre dos tipos de crite
rios hallados «cualquier teoría de la Realidad absoluta,
que requiere que haya siempre una respuesta no ambigua
al problema, es una posición sin esperanza: no habrá nin
guna razón en absoluto para considerar un criterio más
que otro como "último"».33
De este modo podríamos concluir que la «verificabili-
dad» de los enunciados fácticos y los enunciados valora-
tivos es, en algún sentido, igualmente problemática. En
uno y otro caso los enunciados no apuntan a una realidad
«física» sino a una realidad constituida de acuerdo con
finalidades y criterios humanos.
Desde una perspectiva un tanto divergente como la de
Ferrater Mora podríamos concluir, asimismo, que enun
ciados descriptivos y prescriptivos no pertenecen a mun
dos separados y distintos, sino que hechos y valores están
insertos como polos extremos del continuo de continuos
que es el mundo.34
Es cierto que Ferrater considera una «estrategia
errada» la de intentar diluir la diferencia entre juicios de
hecho y juicios de valor en base a que es un error pensar
que las descripciones o los juicios de hecho conciernen a
31. Toulmin, op. cit., pp. 125,129, 131,135.
32. Ibid., p. 129.
33. Ibid., p. 131.
34. «El ser un nivel tiene lugar dentro de algún continuo de niveles,
y lo que llamamos *el mundo* es, a la postre, un continuo de continuos»
(Ferrater Mora: De ¡a materia a la razón. Alianza, Madrid, 1979, p. 34).
202
«hechos puros», sino que tales descripciones y juicios es
tán cargados de teoría, por cuanto que, agrega Ferrater,
esta estrategia incurre en varias confusiones.«La más no
toria, y a la vez la más reiterada, es la que consiste en
equiparar el "estar cargado de teoría" con un supuesto "ser
dependiente de valores". Puede muy bien ocurrir que, en
el curso de la investigación científica, intervengan juicios
de valor y que algunos de estos determinen el curso de la
investigación. Nada de ello justifica suponer que los jui
cios de valor de referencia formen parte de una teoría.»35
No obstante lo anterior, Ferrater va a concluir que
existe una correlación entre «producciones teóricas» y
«producciones prácticas» (la moral correspondería, por
supuesto, a estas últimas). Para empezar, tanto las unas
como las otras son siempre provisionales. «No hay cono
cimientos absolutos, dados de una vez y para siempre, y
no hay tampoco normas absolutas, establecidas o a esta
blecer, de una vez y para siempre.»36 O, como el mismo
autor indica un poco antes: «No hay ningún nivel especial
constituido por normas, prescripciones, deberes, valora
ciones, etc., en la misma forma en que no hay nivel espe
cial constituido por afirmaciones, proposiciones, teorías,
etc. Normas, prescripciones, deberes, proposiciones, teo
rías, etc., resultan de actividades ejecutadas por seres hu
manos, que hemos entendido como cuerpos materiales es
tructurados biológicamente y comportándose social y cul
turalmente».37
Contrariamente a Ayer, sin embargo, Ferrater no va a
concluir ningún tipo de reduccionismo psicologista, socio-
logista, o, más apropiadamente tal vez, en este caso, «fi-
sicalista», del hecho de que, en última instancia, las nor
mas se refieran a actividades de cuerpos materiales, etc.,
sino que va a encontrar, en el sustrato último de la mora
lidad su sustentáculo. De esta manera habrá que tener en
35. Ibld.. p. 133.
36. IbtíL, p. 136.
37. íbid., p. 135.
203
cuenta para la fundamentación de la moral «ciertos inte
reses primarios, como la satisfacción de las necesidades
básicas de todos y cada uno de los miembros de la socie
dad, la evitación del dolor y el sufrimiento por parte de
todos y cada uno de los miembros de la sociedad, etc.».38
Lo cual permite a Ferrater establecer un sistema de pre
ferencias que siendo antidogmático consiga a un tiempo
superar el escepticismo y el subjetivismo arbitrario. Así
afirmará Ferrater que el naturalismo al que alude con
lleva no un relativismo absoluto ni un subjetivismo «sino
más bien un intersubjetivismo cultural e histórico».39 In-
tersubjetivismo que, como explicará más adelante, «ex
presa simplemente el hecho de que una teoría, lo mismo
que un programa práctico que contenga fines supersufi-
cientes, son propuestos a la consideración de todos los su
jetos humanos con la aspiración a producir un consenso,
incluyendo una vez más, el consenso de admitir su carác
ter provisional y su revisabilidad.40
En suma, los fines que perseguimos mediante la utili
zación del lenguaje descriptivo y el lenguaje prescriptivo
difieren, como Toulmin ha puesto de manifiesto. Así, las
diferencias entre juicios científicos y juicios morales son
importantes, por lo que a su función respecta; los prime
ros tienden a modificar las predicciones, mientras que los
segundos se dirigen a la modificación de opiniones y con
ductas.41 Lo cual no debe llevar a pretender, como ocurre
en Ayer, la identificación de «ciencia» con «razón» y de
«ética» con «retórica».42 Lo único que se sigue es que en
atención, precisamente, a la diversidad de los fines per
seguidos por la ciencia y por la ética tenemos que contar
con una lógica distinta que dé razón de nuestras predic
ciones en ciencia y nuestras convicciones en ética.
38. Ibld.. p. 138.
39. Ibld., p. 142.
40. /¿>tá.,p. 171.
41. Ibtd., p. 149.
42. Ibld.. id.
204
Efectivamente, como el propio Toulmin señala, no sólo
«empiristas» como Ayer han favorecido los usos de la ra
zón limitados al campo de la lógica, la matemática y la
ciencia. «Los lógicos de todas las escuelas se han intere
sado, tradicionalmente, primero por la lógica deductiva,
después por la lógica de la probabilidad —una simpática
mezcla de deducción e inducción— y, finalmente, y más
brevemente, por la lógica inductiva. Comúnmente se han
ignorado los otros usos del razonamiento.»43Sin embargo,
este tradicional descuido de la pluralidad de usos del ra
zonamiento no justifica, en opinión de Toulmin, la negli
gencia actual. «Nosotros estamos familiarizados con la
idea de “dar razones" en otros contextos que no sean lógi
cos, matemáticos o fácticos. Lo que más se puede decir
para el defensor de la doctrina imperativa es que este uso
más extenso de "razón" y de "válido" es un uso cotidiano
y coloquial, más que esotérico y técnico. Pero esto no le
justifica para declarar que los juicios éticos no tengan va
lidez: todo lo más ayudan a explicar la tentación lógica
con la que él fracasa.»44
La conclusión de Toulmin respecto al imperativismo
de Ayer parece pecar, tal vez, de excesivo optimismo, al
considerar que la teoría de Ayer no sólo es falsa sino ino
cua. El sentimiento de pesimismo que parece derivarse
del imperativismo se supera cuando comprendemos, se
gún Toulmin lo expresa, que lo único que el imperativista
pretende es que cambiemos el uso de nuestras palabras
«razón » y «validez» en el terreno de la ética; por lo demás
«nuestro natural conservadurismo se afirmará en sí
mismo y nos libraremos de la tentación de tomar su teoría
demasiado en serio... ya que, si, como él recomienda, de
jamos de llamar "razones” a los hechos que apoyan nues
tras conclusiones éticas, tendremos que encontrar otro
nombre para ellos, y si dejamos de hablar de la "validez”
43. Ibld., p. 71.
44. Ibíd., p. 72.
205
de las conclusiones evaluadoras, también tendremos que
inventar otra palabra para eso».45
La teoría imperativista, según Toulmin, enseña sus
propios colmillos. Si nos negamos a admitir sus presu
puestos que consideran los juicios éticos como gritos o
exclamaciones simplemente, no puede aducir ninguna
«razón» que sirva para avalar su punto de vista. «Según
su propio resultado, todo lo que puede hacer es mostrar
su repulsa a nuestro proceder e incitarnos a abandonarlo:
sería inconsecuente por su parte adelantar “razones” a es
tas alturas.»44
En efecto, las debilidades de la interpretación ofrecida
por Ayer de los enunciados éticos resultan palmarias. No
obstante, cuando se piensa que el no cognoscitivismo y el
relativismo metodológico que Ayer inauguró con tal vi
veza y energía perduran, aunque matizados y moderados,
en nuestros días, no puede menos que resultamos preo
cupante la fuerza corrosiva de su «irracionalismo» ético.
Tal vez, sin embargo, habría que concluir que en más
de un sentido el escepticismo de Ayer puede haber tenido,
y seguir teniendo, la función de un contrapeso corrector
interesante, que ha llevado a reexaminar posturas dog
máticas y a flexibilizar planteamientos que conducían
a lo que Ferrater ha denostado como «cristalización
moral».47
El hecho llamativo de que J J.C. Smart se presente a sí
mismo como un «utilitarista del acto» al tiempo que «no
cognosci ti vista» no deja de resultar curioso y paradójico
a primera vista. A la postre, sin embargo, no deja de ser
«razonable» la propuesta de Smart. Sólo apelando a las
actitudes últimas de los seres humanos podremos hacer
defendible una doctrina ética como el utilitarismo o cual
quier otra.48
45. ¡bíd., p. 76.
46. Ibíd., p. 77.
47. Op. cit., p. 168.
48. Véase Smart: «An Outline of a System of Utilitarian Ethics», en
206
Esto nos llevará a ponderar, en el próximo capítulo, la
corriente emotivista que continuó y matizó el relativismo
metodológico.
224
DEL EMOTIVISMO AL «MÉTODO
DE LA ACTITUD CUALIFICADA»
lerms of what did or did not yield the residís intended» (GJ. Wamock:
Contemporary Moral Phitosophy, p. 28).
47. •Unless moralwords had first been used in a way which connects
them with otarown interests... we could neverhave come lo bepersuadedor
dissuaded by their use and they could not act, as they sometimos do, as
levers with which to manipúlate the conduct of others» (Nowell-Smith:
Ethics, p. 159).
48. •Reflection overcomes the effects of forgetfulness and disassocia-
tion. tí carnets the perspective of time and immediacy, anticipating the
interests oftomanow and giving consideration to the interests which at the
mornent are coid or remóte»(Perry: Realms of Valué [1.* ed. 1957], Green-
wood Press, 1975).
241
LA BASE NATURAL DE LA ÉTICA
NATURALEZA Y LIBERTAD
UTILIDAD Y JUSTICIA
CÓMO SER UN BUEN HEDONISTA
299
Ferrater Mora, en la filosofía de habla hispana, ha ex
presado como nadie que yo sepa la superación del su
puesto hiato is/ought, partiendo de su concepción del
mundo como un continuo de continuos.34
Dicho con mis propias palabras, lo cual no es en abso
luto novedoso sino que de algún modo entronca con la
tradición fenomenológica, los hechos son siempre hechos
«para el hombre», es decir hechos ya valorados. La ambi
güedad de «felicidad», si cabe más acentuada que la de
otros términos, no es, sin embargo, ejemplo de un caso
excepcional en el uso ordinario de los términos, sino su
mamente común.
Hablar, por decirlo con Austin, es hacer muchas cosas
al tiempo. Describir estados de hechos puede ser una de
ellas, lo cual también conlleva, parejamente, otras mu
chas tareas como la de intentar transformar los mismos
hechos que presuntamente se describen.
El buen hedonista no incurre en la falacia naturalista
porque su tarea no es la de descripción, sino que implica
el compromiso de transformación. A tenor de lo que el
mundo es, y de lo que puede llegar a ser, elige una alter
nativa que le parece satisface con más intensidad a mayor
número de individuos.
Y puesto que la universalidad y la imparcialidad son
requisitos generalmente aceptados como distintivos de lo
moral, y como todo el mundo desea algún tipo de satisfac
ción, algún tipo de «felicidad», no parece posible encon
trar una doctrina filosófica que, como el hedonismo, re
concilie los intereses del individuo y los de la comunidad
como tal.
Haré ha sugerido en dos lugares, que yo sepa, sustituir
el ambiguo lema hedonista de la promoción de la mayor
felicidad del mayor número, por una doctrina que se preo-
34. «...lo que llamamos el “mundo* es, a la postre, un continuo de
continuos» (Ferrater Mora: De la materia a la razón. Alianza, Madrid,
1979. p. 34).
300
cupe de hacer justicia entre los intereses diversos de las
distintas partes en litigio.35
Por lo que a mí respecta, considero que se trata de una
cuestión puramente «verbal». El buen hedonista, por su
puesto, no puede entender la mayor felicidad del mayor
número sin tratar de hacer justicia entre los intereses de
los distintos individuos. Es parte de la definición de la
«mayor felicidad del mayor número» que se hará justicia
a los intereses diversos.
El único peligro que podría detectarse en cualquiera
de las dos opciones seria el de abocar a una concepción
excesivamente objetivista de lo que son los intereses reales
o la felicidad auténtica de los demás. Sería realmente una
mala jugada, y decididamente *unfairplay», si después de
animar a los hombres a que persigan sus intereses o su
felicidad intentamos prescribirles cuáles han de ser sus
intereses o su felicidad.
De hecho un posible peligro que pudiera encerrar un
tipo determinado de hedonismo sería el de servir de ca
muflaje a doctrinas que incurran no en la falacia natura
lista (interpretada esta falacia en su sentido habitual),
sino que pudiesen recaer en lo que se ha dado en denomi
nar por parte de Broad «naturalismo teológico» o de cual
quier otra Índole, como el patentizado en buena medida
en Tomás de Aquino, quien una vez demostrado que el
bien del hombre se confunde con su felicidad, «muestra»
que la felicidad y la visión beatífica de la divinidad no son
sino una y la misma cosa.36 En suma, desde mi perspec-
35. «/ am inclined to think that less troubte will be incurred if, instead,
the reformulation is based o» the attempt to give account of, not what it is
to maximize the happiness of all parties collectively, but of what it is to do
justice as between the interests of the different parties severatfy» (Haré:
Freedom and Reason, p. 129). Véase tam bién el final de su articulo «Uti-
litarianism », en The Encyclopedia of Bioethics, The Free Press, Mac-
Millan, Londres, 1978, p. 428.
36. «Y como decimos que el fin últim o del hom bre es la beatitud, la
felicidad del hom bre o beatitud consiste en esto: ver a Dios por esencia»
(iCompendium Teologiae, cap. 105-106; cfr. Quaest quodlibetales, quod.,
Vil, qu. L, art. I , Concl.).
301
tiva.el único peligro que pudiera encerrar el «hedonismo»
sería el abuso del término, al utilizarlo como rótulo para
ocultar intereses oscuros que en nombre de la «felicidad»
intentan privar al hombre de toda posibilidad de indagar
por si mismo qué cosas desea.
Que un hombre, una vez averiguado y experimentado
lo que realmente desea, debidamente informado acerca de
todas las restantes alternativas, decida que es deseable lle
var a cabo sus deseos, no parece que contravenga la lógica
en general, ni mucho menos la lógica de la argumentación
moral.
Sólo cuando existen intereses o deseos que entran en
conflicto tiene cada individuo que decidir con prudencia,
conocimiento e información acerca de su «plan de vida».
Debido a esta eventual conflictividad entre diversos inte
reses o deseos es por lo que nos resistimos a igualar «de
seable» con «deseado», exigiendo, por el contrario, que se
cumplan los requisitos requeridos por aquella «actitud
cualificada» preconizada por Brandt.37
De igual modo, cuando un grupo que ha averiguado y
experimentado lo que realmente desea y le interesa como
tal grupo, debidamente informado acerca de las restantes
alternativas, decide que es deseable llevar a cabo lo que
sus deseos demandan, no parece contravenir tampoco la
lógica del discurso en general, ni tampoco la lógica del
discurso ético.
Es sólo a causa de la posible conflictividad entre los
diversos deseos de los distintos grupos por lo que nos re
sistimos también aquí a igualar, sin matizaciones, «desea
ble» con cualquier cosa «deseada».
El buen hedonismo requiere esa imparcialidad que
forma el sustrato de la doctrina de Mili, como ha sido re
conocido.38 El hecho de que lo «deseado» no sea siempre
37. Op. cil. p. 244 y ss.
38. Véase Ryan: The Philosophy of J.S. Mili. MacMillan, Londres,
1970, pp. 210-211, asi como Haré: «Utilitarianism», en TheEncyclopedia
of Bioethics, The Frec Press, MacMillan, Londres, 1978, pp. 424-428.
302
«deseable», sino cuando se cumplen los requisitos de co
nocimiento, imparcialidad, etc., hace que el buen hedo-
nista supere fácilmente la tentación de incurrir en reduc-
cionismos psicologistas o sociologistas que, por supuesto,
le llevarían a la comisión de la falacia naturalista.
Pero el hecho, también, de que el conocimiento y la
imparcialidad operen sobre intereses reales de individuos,
grupos o macrocomunidades, hace que el buen hedonista
pueda reclamar para sí el protagonismo en la operación
de bajar la filosofía moral de los cielos platonizantes a la
realidad humana, que nunca es una realidad puramente
fáctica, sino revestida de ese halo de valoraciones que pa
rece inherente a toda relación interhumana.
Por decirlo de alguna manera, el hedonismo, o al me
nos el buen hedonismo que vengo preconizando, se situa
ría más allá del naturalismo impugnado por Moore y el no
naturalismo propuesto por el autor de los Principia Ethica
y sus epígonos.
Felicidad y justicia
Se ha dicho hasta la saciedad que los principios de
justicia y de utilidad aparecen claramente contrapuestos.
Así, para Philip hay buenas razones para que cualquiera
que tenga inclinaciones igualitarias se resista a los encan
tos de una concepción de la justicia como bienestar.39 O,
como indica otro autor, si bien no existe una total oposi
ción entre la justicia y la utilidad, sin embargo ambos
ideales pueden entrar fácilmente en conflicto.40
39. *There was good reason why anyone wilh egalitarian intuilions
should resisl the eharms ofa welfareconception ofjustice» (JudgingJustice.
Art Introduction lo Contemporary Political Philosophy, Routlegde and Ke-
gan Paul, Londres, 1980, p. 138).
40. *This does not mean that there isa totalopposition between justice
and utility... Yet it remains true that justice and utility can and do conflict
quite frequently» (Raphael: Justice and Liberty, The Athlone Press, Lon
dres, 1980, p. 183).
303
Las críticas de Rawls al utilitarismo son ya bien co
nocidas, pero, que yo sepa, no han sido discutidas suficien
temente. Asi, para dicho autor, la faimess y la utilidad son
conceptos que se contraponen. (A faimess la traduciré por
«justicia», excepto en ocasiones en que resulte imposible
como en justice as faimess, donde el equivalente español
más aproximado sea quizás «equidad».) Tal como Rawls
interpreta el HU, de acuerdo con esta doctrina lo que im
porta es que la suma global de los intereses totales satis
fechos sea la mayor imaginable, con independencia de que
se trate, por ejemplo, del tipo de placeres o intereses de
quienes se complacen en discriminar a los demás.41
En Rawls, como en muchos otros autores, como por
ejemplo en Frankena, se interpreta el HU como la doctrina
que pretende que lo único importante a conseguir es la
suma máxima de placeres posibles, sin importar, en modo
alguno, la forma en que se obtengan o se distribuyan.42
La lista de detractores del HU como doctrina injusta
(unfair) sería realmente inacabable. John Plamenatz es
implacable con esta corriente de la filosofía moral en The
English Utilitarians, a la que acusa de individualismo y
dogmatismo,43 mientras que desde otra óptica el HU ha
sido acusado de cometer injusticias en atención, precisa
mente, a lo contrario: el no tener en consideración los de
rechos individuales.44
Curiosamente, incluso algunos buenos defensores del
41. Op. cit., par. 6, p. 30.
42. Ibtd., p. 26.
43. Plamenatz: The English Utilitarians, Basil Btackwell, Oxford,
1966, pp. 150-151. Una versión semejante delHl/es la ofrecida por Dwor-
kin en Taking Rights Seriously, Duckworth and Co., Londres, 1977, p.232.
Criterio que es compartido por Ewing: Ethics, Hodder and Stoughton,
Kent, Gran Bretaña. 1976(edición original: Nueva York, 1953), p. 46; asi
como por Frankena: Ethics, cap. III; versión castellana: Ética, UTEHA.
México, 1965, pp. 47 y ss.
44. «/ conclude that RFU, like unrefine utilitarianism, can be incom
patible with respecl for individual rights» (Ezorsky: «Comments and Cri-
ticism on Refined Utilitarianism», The Journal o f Philosophy, vol.
LXXV1II, n.° 3, marzo de 1981).
304
HU se han visto perturbados por lo que parecería ser una
objeción insalvable. Así, Brandt en Ethical Theory tiene
que recurrir a un extended rule-utilitarianism que de algún
modo incorpore principios foráneos que garanticen justi
cia e igualdad.45También J.J.C. Smart se ve sumido en un
mar de perplejidades cuando tiene que afrontar el clásico
dilema del sacrificio «útil» de la víctima inocente.
J.J.C. Smart admite que un utilitarista consecuente
aceptaría el sacrificio de una víctima inocente que pro
porcione una determinada utilidad social (por ejemplo,
impedir la muerte de un número determinado de personas
también inocentes), lo cual le hace sentirse un tanto incó
modo dentro de sus zapatos utilitaristas. Quizá, viene a
decir Smart, ninguna teoría moral es totalmente satisfac
toria, y el utilitarismo es la opción menos mala que nos es
dado elegir.46
Veinte años después de la publicación de Ethical
Theory (1959), Brandt se esforzó, sin embargo, en demos
trar en A Theory of the Good and the Right (1979) que la
maximalización de la felicidad no está reñida, en princi
pio, con el principio de la igualdad47en vista de la dismi
nución de la utilidad marginal del dinero.
También en 1979 se publicó una obra importante res
pecto al tema que nos ocupa. Me refiero a Practical Ethics
de Peter Singer, donde se muestra suficientemente cómo
el principio de utilidad exige y conlleva el principio de
igualdad en la consideración de los intereses de las distin
tas personas, haciendo ver cómo los principios de la jus
ticia y la utilidad serían mejor servidos en una sociedad
donde se cumpliera la consigna de Marx: «De cada uno
45. Op. cit., p. 405.
46. Sm art y W illiams: «An O utline of a System of U ülitarian
Ethics», en Utilitarianism: Forattd Against, Cambridge University Press,
1973, pp. 72-73.
47. «...an equaldistribution ¡s the besl stralegy for maximizing happi-
ness, in viewofthedeclining marginal utilityofmoney»(Brandt: A Theory
of the Goodand the Right, Oxford University Press, 1979, p. 312).
305
según sus méritos, a cada uno según sus necesidades»,48
que en una sociedad donde fuesen premiadas las habili
dades o aptitudes particulares.
Sin entrar a examinar la restante, abundantísima, li
teratura al respecto, me limitaré a exponer mi propio
punto de vista en lo que atañe a la relación entre justicia
y felicidad.
No sólo, de acuerdo con mi posición, el HU no está
reñido con una teoría de la justicia, sino que cualquier
teoría de la justicia tiene sentido únicamente a causa de la
felicidad colectiva o individual que proporciona.
En efecto, resultaría chocante afirmar que la felicidad
es más importante que la justicia, como también es cier
tamente chocante afirmar que la justicia ha de privar éti
camente sobre la felicidad.
La cuestión es más compleja y a la vez más sencilla.
En primer lugar, tanto «felicidad universal» como
«justicia» son abreviaturas que acotan parcelas de la rea
lidad humana inter-subjetiva. De hecho el lenguaje es a
un tiempo una posibilidad y es un límite, de donde resulta
que a la hora de barajar conceptos, de definirlos y expli
carlos, nos encontramos siempre en esta embarazosa si
tuación: hablamos vagamente acerca de algo que es mu
cho más rico que todo lo que podemos expresar mediante
nuestras palabras. Por supuesto, en ausencia de un len
guaje no podríamos, ni siquiera, ser conscientes de esta
perplejidad.
Conviene tener en cuenta, pues, que «felicidad univer
sal» o «justicia», por tomar las dos expresiones mencio
nadas, no aluden, ciertamente, no apuntan ni refieren a
ningún tipo de entidad independiente como algunos pu
dieran suponer.49 Se trata, por el contrario, de abreviatu
ras con las que pretendemos expresar algún fenómeno de
48. Singer: PracticalEthics, Cambridge University Press, >980, pp.
34-36.
49. Guisán: Los presupuestos de la falacia naturalista, Santiago de
Compostela, 1981.
306
la realidad social. Pero la realidad social, sin embargo, o
lo que orleguianamente podríamos denominar «la vida»,
es demasiado fluida y rica para dejarse apresar en concep
tos o palabras. Cuando menos habrá que reparar en que
los conceptos no delimitan nítidamente parcelas de «rea
lidad», sino que frecuentemente se entrecruzan o solapan.
En el caso de «felicidad colectiva» (o «felicidad univer
sal») y «justicia» se trata, claramente, de un caso de sola-
pamiento. No es cierto, como mantiene Rawls, que existan
una serie de derechos inalienables del individuo en cuanto
individuo, al margen de la utilidad colectiva que devenga
del ejercicio de tales derechos. Cuando se afirma que
«cada persona posee una inviolabilidad fundada en la jus
ticia que ni siquiera el bienestar de la sociedad como
un todo puede soslayar»50 se está apuntando a algo im
portante, indudablemente cierto, pero que precisa matiza-
dones.
El «bienestar de la sociedad como un todo» es una frase
tremendamente ambigua. ¿Se trata de un cierto tipo de
bienestar? ¿El nivel económico o el poder adquisitivo
acaso? A menos que se especifique qué se entiende por
welfare of society as a whole (bienestar de la sociedad como
un todo) no será posible progreso alguno en la discusión.
Creo que es a causa de la ambigüedad de expresiones
tales por lo que la gente está dispuesta a mostrar una
suerte de animadversión respecto al HU. Si se lograse di
sipar tal equívoco se mostraría que el HU es una teoría
que goza de una aceptación generalizada.
En rigor, lo que escandaliza a muchos, incluidos los
hedonistas, por supuesto, al menos los buenos hedonistas,
es que un beneficio cualquiera, por muchos que sean los
que de él disfruten, pueda soslayar o sobrepujar el benefi
cio total de la colectividad humana. Es decir, lo que re
sulta alarmante e incluso escandaloso es que se olviden
cotas más altas de satisfacción general, en atención a ven
tajas aparentes o fácilmente asequibles.
50. Op. cil., p. 3.
307
La inviolabilidad de cada individuo es, contraria
mente a lo que parece suponer Rawls, algo que importa
no a cada individuo en particular, sino, por supuesto, al
todo compuesto por los individuos de la colectividad. A la
postre el todo (a menos que se ontifique y se convierta en
cualquier cosa que interese a cualquier grupo) no puede
ser sino el conjunto de las individualidades. El «beneficio
de la sociedad como un todo» y la violación de los dere
chos de cada individuo en cuanto tal son, desde esta pers
pectiva, nociones contradictorias entre sí. Afirmar «hay
que olvidar los derechos de cada uno en atención al bene
ficio de todos» sería una contradicción in terminis, ya que
el «beneficio de todos» no puede excluir lo que a todos
interesa: sus derechos, la inviolabilidad de su persona, etc.
Por supuesto, «derechos», «inviolabilidad», etc. son
conceptos asimismo ambiguos que al igual que «felicidad
universal», «beneficio», «bienestar», etc. conllevan una
carga altamente valorativa.
No es lo mismo, por tanto, mantener la inviolabilidad
de la persona, desde una perspectiva liberal o neoliberal
que hacerlo desde una postura socialista, pongamos por
caso. Cuando Rawls afirma que el utilitarismo demanda
«sacrificio» a los individuos, de tal suerte que han de re
ducir sus metas en atención al beneficio de otros —lo cual
le parece una exigencia excesiva que sólo puede ser soste
nida por un desarrollo de la benevolencia y la sympa-
theia—51 da la impresión de que el talante neoliberal de
Rawls teme de alguna manera no la falta de faimess por
parte del utilitarismo, sino un celo excesivo en aplicar la
justicia a la colectividad. Diríase que la imparcialidad re
sulta demasiado costosa para un contractualista, a no ser
tras la farsa más o menos feliz del llamado por Rawls
«velo de la ignorancia».52 Como John M. Robson ha de
mostrado, Mili (ejemplo singular de buen hedonismo) fue
51. Op. cit.,p. 178.
52. Véase especialmente el par. 24, «The Veil of Ignorance», pp.
136-137.
308
sin lugar a dudas un «socialista cualificado»,53 aunque
este aspecto no haya sido suficientemente comprendido;
lo cual parece poner de manifiesto que no sólo el HU no es
contrario a la justicia como faimess o imparcialidad, sino
que asume precisamente éste como un objetivo y postu
lado prioritario.
Es curioso, no obstante, que cuando Rawls presenta su
doctrina de la justicia como faimess parece dar la impre
sión de que está postulando una doctrina más «pura», más
«moral», que la que es propia del HU. Sin embargo, un
escrutinio atento de la doctrina de Rawls y el HU al que
se contrapone, bien pudiera sugerir conclusiones contra
rias. Desde otros supuestos axiológicos, por supuesto, la
doctrina de Rawls aparece empañada de un cierto
egoísmo prudencial, mientras que el HU presupone una
postura de benevolencia y la disposición al sacrificio útil.
Así, es preciso matizar estos dos últimos términos.
Todo ser humano debe sacrificar parte de la felicidad que
su estado, posición, o dotes naturales habrían de propor
cionarle, si con ello puede dispensar alivio a dolores o pa
decimientos de otras personas peor dotadas social, cultu
ral o físicamente. El sacrificio resulta importante desde la
perspectiva del HU, mas no como mero ejercicio de supe
ditación de las «pasiones» a la «pura racionalidad», como
parece desprenderse de los escritos kantianos. El sacrificio
requerido, elogiado y encomiado ha de tender a la utili
dad, mas no, desde luego, en el sentido grosero con que la
utilidad suele ser entendida, como simplemente un mayor
disfrute de beneficios de índole económica. Cuando John
Rawls, por ejemplo, nos instiga a no aceptar un menor
disfrute de libertades en gracia a posibles mayores ven
tajas sociales y económicas54 está siendo compañero de
viaje del HU, cuyo máximo exponente, John Stuart Mili,
53. Robson: The ímprovement o f Mankind. The Social and Political
Thought o f John Stuart Mili, University of Toronto Press, Routledge and
Kegan Paul, Londres, 1968, p. 271.
54. O p.cit., p. 243.
309
elogió la figura de Sócrates insatisfecho como ideal a per
seguir, contraponiéndola a la del necio satisfecho.
La utilidad en aras de la cual se nos invita al sacrificio
desde el punto de vista del HU, supone una mirada inte
ligente y sensible al mundo, un desarrollo y cultivo de la
mente y la sensibilidad. Sólo conociendo al hombre y la
complejidad de su condición podremos barruntar en qué
sentido podríamos dirigir nuestros esfuerzos para lograr
una sociedad donde existan más seres felices o, si se pre
fiere obviar las alusiones a la «felicidad», seres cuyos in
tereses personales sean mejor atendidos.
Pretender que el HU desatiende cuestiones como liber
tad, igualdad, etc., es, a mi juicio, no comprender en ab
soluto cuál es el objetivo último del HU.
«Felicidad», «justicia», «libertad», «igualdad», etc.,
son rótulos para entendemos o malentendernos más bien.
A veces resulta del todo irrelevante lo que uno diga man
tener. Quienes nos dicen que son defensores de la libertad
y no de la felicidad colectiva realmente o no entienden la
«libertad» o no comprenden de qué trata la «felicidad co
lectiva». Y otro tanto podría afirmarse de los que poster
gan la felicidad a un segundo plano, insistiendo en que lo
prioritario es la igualdad.
Ejemplo de las argumentaciones clásicas en esta línea
son las que nos ofrecen Maclntyre en A Short History of
Ethics o Simone de Beauvoir en Le Deuxiéme Sexe. Para
Maclntyre lo importante no es que los hombres sean feli
ces, pues bien pudiera conseguirse la felicidad al precio
del adocenamiento, el engaño, la falsa ilusión, el pater-
nalismo, etc.55 Para Simone de Beauvoir una mujer del
harén podría ser tan dichosa como una mujer más «eman
cipada». Lo importante sería la justicia social en el caso
de Maclntyre o la igualdad entre los sexos en el caso de la
filósofa francesa.56
55. Maclntyre: A Short History ofEthics. Routledge and Kegan Paul,
Londres. 1967. pp. 237-238.
56. LeDeuxiémeSexe; versióncast. de PabloPlant, SigloVeinte, Bue
nos Aires, 1977, pp. 24-25.
310
Sin embargo no cabe duda de que aquí, como en otros
tantos contextos, el lenguaje nos tiende trampas. Una mu
jer no emancipada no puede ser «dichosa» porque la feli
cidad no es solamente un sentimiento subjetivo. Como ha
subrayado Richard Kraut, no es suficiente con que una
persona viva de acuerdo con los valores que ha elegido
para poder considerarla «feliz». Es preciso, asimismo,
«que las cosas que uno valora sean verdaderamente gra
tificantes y no simplemente la mejor de una mala serie de
alternativas».57
Del mismo modo, en el lenguaje común son habituales
usos de «feliz» en su acepción puramente subjetiva. «Ése
vive feliz» puede significar, simplemente, en la lengua cas
tellana, que se despreocupa de los problemas graves, que
intenta esforzarse lo menos posible, que se conforma con
su suerte, etc. etc. «Hay masoquistas felices» es otro ejem
plo interesante de las múltiples acepciones de «felicidad».
Sin que pretenda ofrecer un catálogo exhaustivo de
usos, me limitaré a señalar que el uso ambiguo de térmi
nos como «felicidad», «placer», etc., es lo que ha traído
descrédito al HV, a la vez que dificultaba la comprensión
de sus postulados. Resulta evidente que si por «felicidad
colectiva» entendemos una mansa manada de borregos
satisfechos, el HU es una teoría moral muy poco atrayente.
O, si suponemos, como se hace en el Filebo de Platón, un
mundo donde sólo existe placer, sin la compañía de la
belleza, la inteligencia, etc., haremos bien en rechazarlo
por razones estrictamente hedonistas, ya que se tratará de
un mundo realmente poco o nada placentero.
Sólo a partir de una comprensión profunda de la con
dición humana, de la situación del hombre en relación con
la naturaleza y los demás hombres, así como del desplie
gue y desarrollo de las capacidades intelectuales y afecti
vas humanas, podremos aventurar una «teoría de la feli
cidad» que sin caer en el objetivismo extremo que presu-
57. «Two Conceptions of Happiness», The Phüosophical Review,
LXXXV1U, n.° 2. abril de 1979, p. 180.
311
pone que todos los seres humanos han de conducirse del
mismo modo a fin de ser felices, sí, en cambio, recoja de
algún modo la creencia de los objetivistas para quienes,
según Kraut, no depende de uno mismo el fijar dónde ra
dica su felicidad, sino que las condiciones de la misma se
encuentran determinadas por nuestra propia naturaleza
y todo lo que tenemos que hacer es descubrirlas.58
Como quiera que el concepto de «naturaleza humana»
es sumamente problemático y complejo no ahondaré en
este aserto. Matizaré tan sólo lo dicho anteriormente, en
el sentido de que no entiendo que exista un solo modelo de
hombre y una sola forma «natural» de obrar. Ello no es
óbice para que la naturaleza, o el nivel físico, no supongan
unos límites, por amplios que ellos sean. El hombre no
está condenado solamente a su libertad, como Sartre pre
tendía, también está condenado a sus limitaciones y a su
dependencia del aire, del agua, del alimento, condenado a
la soledad, al hambre, la fatiga, condenado a depender de
sus fuerzas físicas, psíquicas, de la compañía y coopera
ción de los demás, etc. etc.
Una «teoría de la felicidad», una felicitologie como pro
pugna NeurathS9supondría un estudio exhaustivo que en
globaría disciplinas tan dispares como la economía, la psi
cología, la educación, el arte, la literatura, la historia, etc.
y, por supuesto, la filosofía moral.
La filosofía moral surge, precisamente, o al menos en
gran parte de contextos, a causa de la insatisfacción hu
mana ante el estado de cosas. No sólo la filosofía moral,
sino la filosofía toda, y si se me apura, la ciencia, la téc
nica, el arte y las religiones son formas de búsqueda de
una existencia más dichosa. Si hemos de aceptar, como
parece ser lo más prudente, que la opinión de la mayoría
informada, imparcial y reflexiva ha de tener algún peso
58. Ibld., p. 181.
59. Véase Neurath en: «Sociologie in Physikalismus», incluido en A.
J. Ayer (cd.). LógicaI Positivism; versión casi.. El positivismo lógico,
F.C.E., Madrid, 1965, pp. 310-311.
312
en la configuración de la vida social y comunitaria, el HU
no es sólo una «buena» doctrina ética sino, posiblemente,
la única doctrina ética que es capaz de satisfacer todos los
desiderata imaginables.
Por supuesto, no basta con ser hedonista, como no
basta con ser pintor o músico, si uno se ha decidido por
una de estas profesiones. Como en todas las cosas que rea
lizamos los humanos la excelencia en la ejecución parece
auto-recomendarse. El HU exige de nosotros no sólo que
seamos hedonistas sino que seamos buenos hedonistas. Un
mal hedonista, en efecto, resultaría calamitoso y peligroso
sin duda.
Pero sobre este punto me extenderé más ampliamente
en el apartado final.
Respecto del tema que nos ocupa en este apartado, a
saber, el de la relación entre felicidad y justicia todo de
penderá, por supuesto, de qué designemos mediante uno
y otro término. Si se supone que por felicidad entendemos
un estado subjetivamente satisfactorio de individuos que
objetivamente han alcanzado tantas metas como sería de
seable, dadas sus habilidades, capacidades, apetencias,
etc., y si por justicia entendemos una «libertad igual»
como quiere Rawls, amén de una «igualdad igual», una
«igual participación en los poderes públicos», un «igual
acceso a los bienes económicos y culturales», etc., no pa
rece, en principio, existir ninguna incompatibilidad ma
nifiesta entre la realización de la justicia y la consecución
de la máxima felicidad colectiva.
De hecho, curiosamente, las argumentaciones de
Rawls, uno de los mayores detractores del HU en el mo
mento presente, no están exentas de una carga hedonís-
tica, aunque no se trate precisamente del mejor modelo
de hedonismo posible. Así, por poner un ejemplo, para
Rawls son justificables las desigualdades económicas,
siempre que sean para beneficio de todos. «La injusticia
—dice textualmente— es simplemente que existan desi
gualdades que no sean para beneficio de todos.»60 De tal
60. Op. cit., p. 62.
313
suerte que la concepción general de la justicia de este au
tor «no impone ningún tipo de restricción sobre qué tipo
de desigualdades son permisibles; sólo exige que sea me
jorada la posición de todo el mundo».61
Uno no puede menos que examinar con cierta cautela
y recelo expresiones tales como «beneficio de todos» o po
siciones «mejoradas». Dada la naturaleza y/o condición
humana ¿es legítimo presuponer que un estado de desi
gualdades pueda «mejorar» o «beneficiar» a todos? Si
todo lo que se pretende afirmar es que permitiendo ciertas
desigualdades económicas, es decir potenciando el desa
rrollo de capital, todos dispondremos de más dinero, quizá
la doctrina sea más o menos cierta, si bien dejo para los
expertos la resolución de esta cuestión.
Desde el punto de vista ético, la doctrina de Rawls al
respecto es claramente inmoral y provocativamente am
bigua.
Ambigua y, quizá, malintencionadamente ambigua,
porque al hablar de «mejorar» y «beneficiar» parece co
legirse una «mejora» total o un «beneficio» total. Ahora
bien, como Singer ha demostrado, el HU exige la igualdad
en relación con el respeto merecido por los intereses de
todo el mundo. Las «mejoras» o «beneficios» sobre la base
de desigualdades económicas o de poder, sólo pueden ser
«mejoras» o «beneficios» parciales.
Rawls, por el contrario, no tiene escrúpulos en aceptar
que si las desigualdades actúan como incentivos que con
llevan esfuerzos productivos no existe motivo para dese
charlas.62 Mas, ¿a qué esfuerzos productivos se refiere
Rawls? «Productivo» es un término cargado de emoti
vidad.
Por otra parte, además, «productivo», al igual que
«útil», puede ser entendido desde distintos planos.
61. Ibid.
62. *If there are inequalities in ihe basic structure that work lo malee
everyone better off in comparison wilh the benchmark of initial equalily.
why not permit them?» (ibíd.. p. 151).
314
«Productivo)» puede significar por ejemplo lo que mejo
ra la llamada calidad de vida (mejores viviendas, mejor
asistencia sanitaria, una escolarización mayor, etc.).
«Productivo2» puede significar, por su parte, aquello que
mejora las relaciones humanas intersubjetivas, supo
niendo una reducción de tensiones, de diferenciaciones en
status, poder, riqueza, etc. No sólo por motivos de «envi
dia», como Rawls parece suponer, serían indeseables las
desigualdades de rango, prestigio o poder económico o de
otra índole.63
Considero, por el contrario, que la «inviolabilidad de
la persona» que funda la justicia —que no puede ser su
plantada ni siquiera por el bienestar de la sociedad como
un todo, como Rawls reclama en el capítulo I de su obra
ya citada— implica que ningún «resultado» o «mejora»
aparente puede pasar por alto el deseo generalizado de
todo individuo de ser tratado como «igual». La «igual li
bertad» preconizada por Rawls se convierte en un mero
soporte «moral» del neoliberalismo si no conlleva una «li
bertad para ser igual».
El HU, contrariamente a la teoría contractualista de
Rawls, aboga por este último desiderátum. La felicidad de
todos requiere la libertad para la igualdad. Toda libertad
que se fundamenta en «incentivar» a los unos oprimiendo
a los otros, con tal que de ello se deriven determinadas
ventajas, contraviene y se opone al tipo de ventajas que el
HU postula. Salvo en casos extremos, por supuesto, no
importa tanto disponer de bienes determinados, sino com
partir poderes y bienes con los demás. Una sociedad rica
pero insolidaria se parecería muy poco al modelo de socie
dad moral que pudiera haber postulado J.S. Mili.
63. *A persan in ihe original posilion would, therefore, concede Ihe
justice of these inequaJilies. Indeed, it would be shorisighted of him not lo
do so. He would hesitóte lo agree to these reguhrities onfy if he would be
dejectedby the haréknowledgeorperception that others werebettersituated;
and I haveassumedthat thepartiosdecideas if theyarenot movedbyenvy»
(ibíd., p. 151; la redonda es mfa).
315
Por supuesto, no fallarán quienes persistan en afirmar
que el HU lógicamente no implica nociones de justicia,
sino que, si ha de ser consecuente, tendrá que aceptar
cualquier situación de injusticia con tal que de ella se de
rive una mayor felicidad universal.
Curiosamente, sin embargo, como he indicado con an
terioridad esa sería, precisamente, la actitud del neocon-
tractualismo neoliberal de Rawls, que no hace sino una
ligera matización a lo anteriormente expresado, en el sen
tido de que se exige el cumplimiento de la regla maximin,
es decir, que toda suerte de situaciones estarían justifica
das con tal que los que estén peor situados en la estructura
social resulten «mejorados». Sorprendentemente, parece
presuponer Rawls que alguien pueda ser «mejorado» a
pesar de una estructura de incentivos que produzcan la
desigualdad.
Por el contrario las «mejoras» que el HU propone su
ponen una igualdad inicial. Todo el mundo ha de ser con
siderado con los mismos derechos no sólo a la libertad sino
a la igualdad. Y esto, no como una verdad intuida, o un
imperativo categórico a priori, al margen de las condicio
nes de la existencia humana. Porque es cierto —hay que
conceder al adversario— que, en más de un sentido, el HU
tendría que aceptar las injusticias con tal que de ellas se
derivasen ventajas sociales universales.
Resulta, sin embargo, una verdad evidente que cual
quier género de injusticia constituye una grave desventaja
social que difícilmente podrá ser subsanada a tenor de
«beneficios» económicos o de otra índole.
Los caminos de la felicidad están de algún modo deter
minados por la propia condición humana y las relaciones
inter-personales. Nadie puede ser feliz como esclavo de
otro, a no ser que ignore la propia relación de esclavitud.
Al menos sabemos por la experiencia histórica que los
pueblos en general, y los hombres en particular, experi
mentan una satisfacción inenarrable cuando se liberan de
vínculos de opresión política o social. El HU no puede ca-
316
talogar simplemente en el capítulo de «bienes» o «produc
ciones» las cotizaciones en bolsa, o la renta per capita. La
complejidad del ser humano requiere un análisis de la «fe
licidad», o de la realización de los intereses de los indivi
duos, que sea lo suficientemente prolijo para no desesti
mar todas las condiciones que satisfacen y hacen armo
niosa la vida. La justicia, en el sentido aquí expresado, que
implica igual libertad y libertad para la igualdad, no
puede ser desestimada en ninguna teoría psicológica, so
ciológica y especialmente ética que tenga como objetivo
dar cumplimiento a los deseos o desiderata humanos, por
el sencillo hecho de que los hombres, así lo constata la
historia, desean la justicia. Y en la medida en que algún
tipo de bien x es deseado fervorosamente parece plausible
inferir que la felicidad ha de consistir, al menos parcia •
mente, en la consecución de x.
319
LA JUSTICIA COMO FELICIDAD*
325
diferenciar entre el «mutuo consentimiento» y «el respeto
mutuo»
El re sp e to m u tu o d e d o s p e rso n a lid a d e s es u n v e rd a
d e ro resp eto , en lu g a r d e c o n fu n d irse co n el m u tu o co n sen
tim ie n to d e su s d os «yo» in d iv id u ale s, su c e p tib le s de
a lia rse e n el b ie n y en el m a l.13
De igual manera, la felicidad general o los intereses
compartidos son de un tipo peculiar que podríamos cali*
ficar como «moral».
Esta concepción de la felicidad como «moral» no
merma su componente hedónico, antes bien lo incre
menta. Pero éste es un punto que se desarrollará en el
siguiente apartado.
Lo que ahora interesa resaltar es que la defensa de la
justice as happiness requiere, como cuestión previa, el es
clarecimiento de los términos empleados.
Con lo cual, dicho sea de paso, se pone de manifiesto la
importancia que el análisis y el esclarecimiento lingüís
tico tienen dentro de la tarea filosófica. Quienes acusan a
la filosofía anglosajona contemporánea de ser simple
mente «análisis» incurren en dos faltas graves. Para em
pezar, dentro de la filosofía anglosajona contemporánea
se hacen muchas cosas más que «analizar» conceptos o
términos. En segundo lugar, los intentos de «análisis» y
esclarecimiento de nuestros términos morales y no mora
les no son un invento británico. Frente a quienes carecen
de memoria histórica habría que mencionar que la filo
sofía de Platón, especialmente en los diálogos platónicos
del periódico socrático, es el primer y fructífero intento de
«analizar» lo que significamos con nuestros usos habitua
les de términos éticos.
Sin embargo, no es mi intención en esta ocasión llevar
a cabo una defensa del análisis filosófico en sus versiones
13. Piaget: Le jugement moral chez l'enfant; versión cast., El criterio
moral en el niño, p. 80.
326
contemporánea o clásica. Lo que sí me importa es señalar
que en el caso de la concepción de la «justicia como feli
cidad», como en tantos otros, las disputas se originan a
causa de la ambigüedad de los términos utilizados. Dicho
de otra manera, considero que la falta de atractivo que
pueda presentar una «justicia» que tiene como objetivo
ser sierva e instrumento, al servicio del logro de las sa
tisfacciones humanas, está determinada precisamente
por malentendidos o interpretaciones, que considero no
del todo acertadas, de los términos incluidos en mi pro
puesta.
Sería una tarea demasiado ardua la de analizar los
equívocos a los que puede dar lugar el uso de «felicidad»
en una propuesta ética. Quisiera manifestar, simple
mente, con toda la brevedad posible, lo que no entiendo
por este término y lo que sí entiendo por él, añadiendo por
adelantado que no me importaría en absoluto sustituirlo
por otro más apropiado. (La propuesta de Haré de susti
tuir «felicidad» por interés es sumamente sugerente. O la
de Nowell-Smith de colocar las pro-attitudes como funda
mento de la ética.) Siempre y cuando se conserve el espí
ritu de mi propuesta no me siento excesivamente apegada
al modo en que se formule. Lo único que deseo, al conser
var si es posible la expresión «felicidad», es rendir un en
cendido tributo a John Stuart Mili, quien, a mi modo de
ver, utilizó dicho término conjugando de modo magistral
desiderata tales como la libertad individual y las necesi
dades de la convivencia en común.
Para empezar:1
1) no entiendo por «felicidad» cualquier tipo de goce
o satisfacción individual, sino aquel más profundo y du
radero;
2) la «felicidad» que aquí se recomienda como tér
mino y fin de la justicia no se refiere únicamente a la feli
cidad del agente de una determinada acción, sino a la de
todos los implicados por ella; y
327
3) la «felicidad colectiva» o «máxima felicidad del
mayor número», por utilizar la terminología clásica, no se
entiende aquí como la mera suma aritmética de satisfac
ciones individuales, sino como el logro de unos fines «uni-
versalizables» (siguiendo a Habermas) que sean deseados
por las voluntades particulares en el curso y decurso de la
interacción comunicativa.
Lo que viene a suponer, siguiendo tanto a Rousseau en
su concepción de la «voluntad general» como a Piaget,
según apunté antes, que no se trata de un mero «consenso»
que pudiera muy bien dar lugar a conductas claramente
inmorales. El «egoísmo universal», el «hacer y dejar ha
cer» de un liberalismo crudo, podrían muy bien responder
a una propuesta no matizada de justice as happiness: cada
cual procura su felicidad, su bienestar, de acuerdo con los
medios a su alcance y se trata de no interferir en el logro
de los mismos fines por parte de los demás.
Nada más lejos, sin embargo, de mi propuesta, como
nada más lejos del espíritu del Utilitarianism de Mili, que
defender un sistema de justicia basado en la mera toleran
cia y el consenso, cualesquiera sean los fines que persigan
cada uno de los implicados en el «contrato».
El Leviaíhan de Hobbes sí presenta, ai menos en una
primera lectura, el aspecto de un pacto entre individuos
puramente egoístas, o en terminología de Rawls, total
mente des-interesados los unos por los otros, aunque curio
samente y como fruto del interés puramente individual,
surge la necesidad de la imparcialidad o justicia. Lo cual,
dicho sea de paso, nos hace ver la raíz hobbesiana y no
meramente kantiana de la justice as faimess de Rawls, en
donde se parte asimismo de individuos que no sienten es
pecial interés los unos por los otros (de hecho en la ficción
del «velo de la ignorancia» no se supone interés o sympa-
theia alguna), sino que llevados por el deseo «racional» de
lograr las máximas ventajas para ellos mismos, y dado
que, de acuerdo con la ficción del «velo de la ignorancia»
328
que acabo de mencionar, desconocen qué suerte van a co
rrer o qué puesto van a ocupar en la sociedad, optan por
aceptar los dos principios de la justicia rawlsiana que se
refieren al igual derecho al uso de la libertad,14 siempre
que no interfiera con la libertad de los otros, y a la acep
tación de determinadas desigualdades inherentes a cargos
y oficios para los que se respete en principio la «igualdad
de oportunidades».15
Curiosamente, sin embargo, tanto el principio de la
equal liberty como el difference principie vienen justificados
y requeridos por las exigencias de individuos carentes de
preocupación por los demás. Son, podríamos añadir, prin
cipios motivados, aparentemente al menos, por razones
más prudenciales que morales. Al igual que en el caso de
Hobbes, el «estado de naturaleza» parece implicar el
«egoísmo» más o menos natural del hombre. La diferencia
con Hobbes es, sin embargo, importante, por cuanto en la
ficción rawlsiana se introduce ya un elemento subrepti
ciamente moral, el cual condiciona que el resultado haya
de ser normas asimismo morales. El requisito de «igno
rar» el puesto que cada cual va a ocupar en la sociedad es
una maniobra inteligente para colocar como condición de
la deliberación moral lo que no es sino un principio ético,
que tendría que ser debatido y asumido por la colectivi
dad. Verdaderamente, a partir de la situación originaria,
tras el veil of ignorance, no pueden sino derivarse conclu
siones morales, dado que la puesta en escena de tal situa
ción originaria se ha hecho ya conforme a principios mo
rales. Quien acepta situarse tras el velo de la ignorancia,
acepta ya el principio de imparcialidad o faimess.
Se trata, precisamente, de persuadir a seres mutua-
14. *Each person is to have an equal right to the most extensiva basic
liberty compatible with a similar liberty for others* (Rawls: A Theory of
Justice, Oxford University Press. 1980, p. 60).
15. *...socialand economic inequalities are to be arrangedso thal they
are both (a) reasonably expected to be to everybody's advantage, and (b)
attached to positions and offices open to alh (ibhL. p. 60).
329
mente desinteresados, insensibles al bienestar de los de
más, para que adopten la posición del observador impar
cial, figura ésta no sólo presente en la obra de Adam
Smith, sino en la de Hume y, cómo no, ya en la de Hobbes.
En este sentido la obra de Rawls presenta filosófica
mente un fallo metodológico que parece haber sido disi
mulado tras el impresionante aparato conceptual de A
Theory of Justice. El fallo metodológico estriba en que no
se justifica en absoluto la justice as faimess, sino que sim
plemente se sigue como corolario el que si uno adopta una
posición de «imparcialidad» (exigida inexorablemente
por la posición original) como resultado tiene uno que ser
imparcial o fair.
En este aspecto, la obra de Hobbes, en apariencia más
tosca y rudimentaria, resulta filosóficamente mucho más
gratificante, aun cuando podamos disentir de los presu
puestos hobbesianos relativos a la «situación original» o
«estado de la naturaleza». Es mérito precisamente de
Hobbes el intento de justificar el paso del individuo «de
sinteresado» al individuo que acepta la faimess o impar
cialidad. El individuo egoísta acepta el «velo de la igno
rancia» y asume el principio de tratar a los demás como
él quisiera ser tratado,16porque comprende que sólo sobre
esa base «moral» puede construirse una sociedad en paz,
en la cual su vida e integridad no corran peligro.
En cualquier caso, y aceptando las conclusiones mo
rales tanto de Hobbes como de Rawls, la propuesta que
aquí se hace difiere de la de los mencionados autores, más
en el planteamiento que en los resultados que de él se si
guen. Es preciso, por supuesto, practicar y encomiar la
imparcialidad que es, por lo demás, como veremos más
adelante, un requisito de la «felicidad», mas no como mé-
16. •And though this may seem too subtile a deduction of the Laws of
Nature, to be taken notice ofby all men... they have been contracted into one
easie sum, inielligible even to the meanesi capadty, and that is. Do not that
to another, which thou wouldest not have done to thy selfe» (Hobbes: Le-
viathan, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1972, cap. 15, p. 214).
330
todo para generar un mero pacto o consenso de modo que
las voluntades o inclinaciones particulares se vean satis
fechas. Se trata más bien, desde el inicio, de transformar
las voluntades, de forma que la consecución de la felicidad
general y la felicidad individual sean una misma cosa.
Puesto que sobre este tema me extenderé más adelante
quisiera hacer hincapié en lo que he mencionado como
punto primero de mi concepción de la «felicidad». Asaber,
que no se trata de concebir la justicia como un mero ins
trumento para el logro de individuos más o menos satis
fechos: una justicia al servicio de un Brave New World, tal
como aparece caracterizado en la obra de Huxley. Por el
contrario, más bien, con las debidas matizaciones, yo sus
cribiría la propuesta de Huxley en el prólogo de 1946 a la
obra mencionada, publicada originariamente en 1932,
propuesta que se refiere a un tipo de utilitarismo más ele
vado, en el que el principio de la mayor felicidad fuese
secundario en relación con el principio del fin del hom
bre.17 Lo cual le acerca extraordinariamente al denomi
nado por Smart «utilitarismo idealista» de Moore que
llega a proponer la sustitución del principio de la greatest
happiness por el principio del greatest good.
Por supuesto, yo personalmente no quisiera incurrir en
ningún tipo de utilitarismo «idealista». El utilitarismo
«semiidealista» de Mili me parece lo suficientemente
bueno: es decir, lo suficientemente «empfrico» como para
no tener que recurrir a instancias superiores al hombre a
la hora de determinar los elementos constitutivos de su
felicidad; y lo suficientemente «ideal» para comprender
que en el ser humano la gama de satisfacciones es muy
17. *Attd the prevailing philosophy of life would be a kirtd of Higher
Utililananism. in which the Greatest Happiness principie would be secón-
dary to the FinalEndprincipie—thefirst question to beaskedandanswered
in every contingency of life being: “How will this thought or action contri
bute to, or interfere with, the achievement, by me and the greatest possible
number of other individuáis, of man's final E n d (Huxley: Brave New
World, Penguin Modem Classics, Middlesex, Inglaterra, 1976. p. 9).
331
varía y —como ya había adelantado Godwin— las que se
derivan de lo que podríamos denominar «espíritu» no son
en modo alguno las de menor relevancia.18
Por lo demás, quisiera apuntar en honor de cuantos
hedonistas han sido, que sólo una lectura sesgada de sus
escritos podría haber llevado a malentender su propuesta,
por cuanto lo que ellos venían defendiendo, en general, no
era cualquier tipo de placer, sino el placer de mayor cali
dad, el más exquisito, en atención a la peculiar naturaleza
del ser humano.
De este modo, si bien es cierto que Epicuro —en algún
lugar— pudo haber dado pie al malentendido de que lo
único que cuenta es el placer sensual, como cuando
afirma:
Principio y raíz de todo bien es el placer del vientre.
Incluso los actos más sabios e importantes a él guardan
referencia.19
Fue también contundente al expresar en el fragmento 131
de la Carta a Meneceo:
Cuando, por tanto, decimos que el placeres el fin no nos
referimos a los placeres de los disolutos a los que se dan en
el goce... Pues ni banquetes ni orgias constantes ni disfrutar
de muchachos ni de mujeres ni de peces, ni de las demás
18. *The true object of morat and political disquisition is pleasure or
happiness.
»The primary, oreariiest, class ofhuman pleasure is the pleasures of the
extemal senses.
»ln addition to these, man is suceplible of certain secondary pleasures.
as the pleasures of intellectual feeling, the pleasures of sympathy, and the
pleasures ofself-approbation.
»Thesecondarypleasures areprobably moreexquisite than theprimary»
(Godwin: Enquiry Conceming Political Justice, Penguin Books, Middle-
sex, Inglaterra, 1976, p. 75).
19. Frag. 33 de «Fragmenta et Testimonia Selecta», en Epicuro. La
génesis de una moral utilitaria, C. García Cual y E. Acosta, Barral, Bar
celona. 1974, p. 153.
332
cosas que ofrece una vida lujosa, engendran una vida feliz,
sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda
elección y rechace y disipe las falsas opiniones de las que
nace las más grande turbación que se adueña del alma.2021
Históricamente habría que señalar que, si bien se han
dado reiteradamente rechazos del «placer» indiscrimi
nado como base y fundamento de la moral, la «felicidad»
en cambio ha tenido, en general, mejor suerte; se reconoce
por lo menos el anhelo legítimo de felicidad. Como seña
laba el viejo Séneca:
Vivare, Gallio Frater, omnes beate voluta.11
Aunque, por supuesto, no todos los autores reconocían
la misma capacidad humana para conseguir el objetivo de
la raza de los hombres. («Quod sit quato beatum vitam ef-
ficiat, caligat» como añadiría Séneca.)
«La amistad danza en tomo de la tierra y, como un
heraldo, anuncia a todos nosotros que despertemos para
la felicidad», nos indicará Epicuro.22 O como afirma Mo-
ritz Schlick: «Quienquiera que sea capaz y esté dispuesto
a compartir los goces del mundo está invitado a ellos».23
Pero se da por supuesto que es preciso algún tipo de
esfuerzo, de ejercítación, de capacitación. El arte de gozar
es tal vez el más delicado, el más difícil. Y el más enco-
miable también. Sólo cuando por «gozar» o «goce» se
quiere dar a entender una vida disoluta, sin planificación,
discorde, surge la repulsa.
Sin embargo, la idea de que «lo mejor, lo más hermoso
y lo más agradable es la felicidad», que aparece en Aris
tóteles 24 y que tiene sus raíces en Platón, es una especie
20. Ibid., pp. 98-99.
21. Séneca: De Vita Beata, I.
22. Op. cit., p. 127 (Exhortaciones de Epicuro 52).
23. Schlick: Fragen derEthik; versión inglesa, p. 199.
24. Aristóteles: Ética a Nicómaco. 1.099a.
333
de hilo que entrecruza el tejido de todo nuestro pensa
miento occidental en cuestiones morales y que apenas
cuenta más que con detractores esporádicos. Más aún, es
tos supuestos detractores, esporádicos, posiblemente no
lo sean sino a un nivel puramente verbal, por cuanto no
pretenden suprimir la felicidad del hombre, sino encon
trar, como el Huxley de Brave New World, formas de vida
más satisfactorias que las del mero acomodamiento y
«contento». A la postre, pues, la disensión no se refiere a
la aceptación o no de la «felicidad» sino a su propia con
cepción y formulación que admite, por supuesto, propues
tas plurales y varias, aunque no tantas como el relativista
o el escéptico pudieran suponer.
Por poner un ejemplo, a unos pueden gustarle los he
lados de fresa, a otros los de vainilla, y unos terceros pre
ferir las fresas con nata al helado, a la hora de elegir un
postre. Sería, sin embargo, raro, anómalo y extraordinario
que alguien prefiriese moscas o chinchetas como postre
ideal. La felicidad no se acomoda a fórmulas uniformes,
pero si le es posible al filósofo (y en esto consiste su «arte»
como tal) encontrar el denominador común de aquellos
estados que producen en general una mayor satisfacción
a los seres humanos (suponiendo, por supuesto, que los
seres humanos comparten determinadas cualidades, pro
clividades y desiderata en común, por variados que sean
en su individual y peculiar modo de personificar dichas
cualidades y proclividades).
Partiendo, pues, de ese mínimo común de «propieda
des» compartidas por los humanos, llegaríamos a un con
cepto aproximado de lo que un individuo informado y li
bre de presiones externas podría desear y necesitar.
La concepción de la justice as happiness se refiere, pre
cisamente, a la elaboración de las estructuras que garan
ticen que cada hombre obtiene la información y la liber
tad precisa para formarse su plan de vida y que, asimismo
cuenta con los medios precisos para satisfacer sus necesi
dades de toda índole (desde las más materiales, como vi-
334
vicnda, cobijo, alimentación, sexo, etc., a las necesidades
de afecto, prestigio, etc.).
La concepción rawlsiana de la justice as faimess tam
bién, por supuesto, presupone una serie de necesidades
comunes compartidas por la raza humana, a las que la
justicia tiene que servir. El deber de la «justicia» no es un
deber kantiano en Rawls, es decir, no se trata de un im
perativo categórico válido para toda criatura racional,
sino para hombres que poseen determinadas característi
cas y un sistema determinado de prioridades. En este sen
tido, la concepción de justice as faimess no parece ex
cesivamente objetable, desde la perspectiva que yo
adopto, con la salvedad de que los bienes primarios esta
blecidos por Rawls, a saber, derechos y libertades, pode
res y oportunidades, ingresos y riqueza, y el sentido de la
propia valía23 no se presentan como tan indiscutibles y
racionales, según pretende Rawls.
Se trata, en el caso de Rawls, de una concepción de la
naturaleza humana a la que se supone con una serie de
necesidades que reclaman bienes correlativos. La justicia
como faimess sería el procedimiento adecuado para con
seguir que todos disfrutasen de la misma libertad para
alcanzar estos fines y objetivos. Con lo cual, en el fondo, el
«neocontractualismo» rawlsiano no sería sino una va
riante más de las éticas teleológicas o consecuencialistas
de las que la justice as happiness no es sino otra alterna
tiva.
Las críticas a la teoría rawlsiana nos llevarían muy
lejos. En esta ocasión sólo deseo destacar dos importantes:
1) A nivel de ética normativa, su sistema de valores
coloca la libertad como el bien más alto, lo cual, cuando25
25. *Nowprimary goods, as I have already nmatked, are things which
it is supposed a rational man wants whaiever else he wants... The primary
goods, to give them irt broad categories, are rights and liberties, opportuni-
ties and powers. income atul wealth. A very importara primary good is a
settse of one's own worth, bul for simptícity i leave this aside until much
later»(en op. cit., p. 92).
335
menos, es discutible. «La máxima libertad del mayor nú
mero» (o mejor «la libertad total de la totalidad de la
gente») podría ser el lema rawlsiano sustitutivo de la fór
mula de la «máxima felicidad». Sin entrar en excesivas
profundidades cabría apuntar, a modo de réplica a Rawls,
que la «libertad» siempre es un bien subsidiario y enca
minado a fomentar en el individuo su capacidad de dis
frute como ser humano. La «libertad» de injuriar a otro
no se considera válida, como tampoco la «libertad» de
hacerle cualquier tipo de daño, a causa de que produce
dolor. La «libertad» de ser analfabeto, egocéntrico, igno
rante, avaro, etc., no se considera tampoco deseable por
que produce más dolor que bien al propio individuo y a
los que con él conviven.
Por lo demás, la «libertad» sólo existe dentro de mar
cos bien configurados, marcos que suponen el resto de
condiciones mínimas que hacen posible una sociedad so
lidaria. Por poner un ejemplo, uno puede tener libertad
para elegir expresarse en cualquier lengua que desee, den
tro de las lenguas que habla o comprende su comunidad.
Pero seria totalmente ridiculo que alguien se considerase
con «libertad» para dirigirse en inglés, pongamos por
caso, a los miembros de una comunidad que ignorase tal
lengua. O, mucho peor todavía, seria una extravagancia
injustificable que alguien se inventase «libremente» su
propia lengua y pretendiese dirigirse mediante ella a sus
conciudadanos.
La «libertad», pues, sólo cobra sentido una vez que
contamos con las condiciones que aseguran nuestra co
municación y que hacen posible nuestra supervivencia
como grupo. Más aún, la «libertad» moral, como Haré ha
apuntado con tino, supone el operar dentro del marco de
la prescriptividad y universalizabilidad.26 O, lo que viene
a ser lo mismo, sólo somos libres, moral mente hablando,
cuando respetamos por igual a todos los demás. De donde
26. Véase Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1963.
336
la «libertad» en abstracto no puede constituir nunca el
mayor bien, ni mucho menos el valor supremo de una
sociedad. La propia definición de «libertad», a diferencia
del término peyorativo «libertinaje», supone el tener en
cuenta valores primarios de respeto mutuo, consecución
de satisfacciones profundas, etc.
Como cuestión fáctica, sin embargo, es indudable que
ciertas formas de libertad son indispensables para toda
vida satisfactoria. El poder elegir entre las lenguas diver
sas de la comunidad, el poder escoger nuestra profesión,
el poder participar con los demás en la elaboración de
leyes y normas de convivencia, la capacidad de expresar
nuestras opiniones, etc., constituyen cosas que son moral
mente buenas y deseables, pero no en sí mismas, sino en
tanto y en cuanto constituyen una parte fundamental de
las condiciones mínimas para que nuestra existencia sea
satisfactoria.
2) Por lo demás, la teoría rawlsiana me parece toda
vía mucho más criticable desde un punto de vista episte
mológico y meta-ético. Pretender que la «justicia» o la
faimess sean valores en sí mismos, o que la justicia agote
sus posibilidades en distribuir cosas imparcialmente, me
parece totalmente absurdo.
Imparcialmente, podría ser distribuida, en principio,
cualquier cosa: el dolor, la mala suerte, la incapacitación
para determinadas actividades, etc. O, por poner ejemplos
más triviales, se podrían distribuir imparcialmente sellos,
lápices de colores o entradas para el circo. Ninguna teoría
seria de la justicia apuntaría sin embargo a tales tipos de
distribuciones. De lo que se trata, el objetivo que tiene la
justicia, es servir para la distribución de bienes, y lo que
consideramos «bienes» no puede obedecer a concepciones
arbitrarías, sino a la constatación de que se trata de obje
tos que producen o ayudan a producir «felicidad».
Mi insistencia en proponer una concepción de la justi
cia como felicidad, más que imparcialidad, tiene el pro
pósito de cambiar el acento de la concepción formalista
337
de la justicia. La faimess por sí misma tiene sólo, única
mente, un valor principalmente instrumental. Lo cual no
viene a suponer menoscabo para la faimess. (Como indi
caré más adelante la faimess tiene importancia también
como elemento sustantivo en la configuración de aquellas
condiciones óptimas para una vida feliz en comunidad.)
Lo único en que aquí quiere hacerse énfasis es en que la
justicia no se agota en la imparcialidad ni la imparciali
dad se agota o se justifica en si misma. Son, ambos ele
mentos, importantes, por supuesto, en la medida en que,
como espero demostrar, sin ellas la vida humana sería
totalmente insatisfactoria.
La justicia como componente de la felicidad
Las relaciones entre justicia, imparcialidad y felici
dad, son realmente más complejas de lo que pudiera des
prenderse de lo desarrollado en el primer apartado de este
trabajo.
Contra lo que pudiera parecer en un primer momento,
mi propuesta es más platónica que utilitarista (si no se
tiene en cuenta el utilitarismo cualificado de Mili). Como
es bien sabido, todo el propósito de Platón en La República
ha sido el de demostrar que no existe justicia sin felicidad
ni felicidad sin justicia. Como Epicuro ha expresado con
belleza:
No es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y jus
tamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir
feliz.27
Lo que viene a ser lo mismo, existe una suerte de com
plicación entre felicidad y justicia, de tal modo que se pre
cisan mutuamente para su realización.
Mi propuesta de justice as happiness sería, por consi-
27. Carta a Meneceo, par. 132, en op. cil., p. 99.
338
guíente, parcial, incompleta e improcedente si no incor
porase como complemento la propuesta de una «felici
dad» en la que el elemento de justicia o imparcialidad
fuesen elementos indispensables.
Lo cual viene a apuntar a la conveniencia de proponer
a un tiempo la justicia como felicidad y la felicidad como
justicia, que supone algo más que un intento de rizar el
rizo, y no tiene, por lo demás, que implicar necesaria
mente un cerrado e infranqueable circulo vicioso.
Se podría alegar, por supuesto, que, por definición, la
justicia es felicidad si la felicidad es justicia. La concep
ción de justicia como felicidad y la felicidad como justicia
no implica, sin embargo, la equiparación de ambos tér
minos ni la definición de uno de ellos en función del otro.
«Justicia» y «felicidad» mantienen su identidad propia.
Poseen sentido y referencia propios y diferenciados, si
bien, al igual que ocurre con muchos otros términos del
lenguaje moral («libertad» e «igualdad», pongamos por
caso) no pueden explicarse por separado y precisa cada
uno de ellos acudir en ayuda del otro a la hora de matizar
su sentido y su referencia.
A decir verdad, resulta un tanto difícil explicar la re
lación lógica entre lo significado y señalado por «justicia»
y «felicidad». ¿Existen elementos d e/ (justicia) que son al
tiempo elementos de F (felicidad), mientras que existen
otros elementos de / que no pertenecen necesariamente a
F y elementos de F que no pertenecen necesariamente a/?
Sin el ánimo de presentar ninguna tesis lógica respecto
a las relaciones entre nombres distintos, me atrevería a
sugerir que la complejidad de las relaciones entre térmi
nos distintos resulta difícilmente explicable en los térmi
nos de la lógica habitual. La justicia requiere la felicidad
como meta. La felicidad exige la justicia como marco con
formador. Son servicios mutuos y distintos los que ambos
conceptos se prestan para subsistir. Al igual que cuando
decimos que un maestro implica un discípulo y un discí
pulo implica un maestro, tampoco queremos significar
339
que el primero sea igual al segundo, o el segundo ai pri
mero, o que determinadas cualidades del primero estén
presentes en el segundo o a la inversa. Son simplemente
términos (como los de padre e hijo) que se precisan mu
tuamente, por definición. Ya que maestro es el que posee
discípulos, padre el que tiene hijo, discípulo el que tiene
maestro, e hijo el que tiene padre.
En un sentido semejante, nuestra propuesta de jusíice
as happiness supondría de algún modo que justicia es lo
que conduce a la felicidad y felicidad lo que conduce a la
justicia. Por supuesto que la correlación entre «justicia» y
«felicidad» es, a todas luces, distinta de la que une entre
sí conceptos como «padre/hijo», «maestro/discípulo», etc.
En el caso de los últimos ejemplos nadie que comprenda
el significado habitual de «padre» e «hijo» podrá negar la
correlación entre ambos términos, mientras que bien pu
diera darse el caso (de hecho es el caso más frecuente) de
que quienes entienden el significado habitual de «justicia»
y «felicidad» no aciertan a comprender que dichos térmi
nos puedan ser correlativos.
Para complicar todavía más las cosas, ocurre que
mientras «padre» e «hijo» son, en los contextos habitua
les, términos perfectamente neutrales, marcadamente
descriptivos, «justicia» y «felicidad», por el contrario,
presuponen preferencias, opciones y valoraciones. Todo el
mundo entiende por padre (al menos en su sentido bioló
gico) las mismas cosas (no, por supuesto, «padre» en el
sentido del rol que se supone ha de desempeñar el padre,
por cuanto la asignación de este rol supone, asimismo,
preferencias, opciones y valoraciones).
Afortunadamente, sin embargo, no es tarea de la filo
sofía la de informar acerca de los usos habituales de los
términos, trátese de «justicia», «felicidad» u otros cuales
quiera. Más bien, si seguimos la propuesta de Raphael y
consideramos que la filosofía tiene como misión la mejora
de los conceptos (improvement of concepts)28 comprende-
28. Véase Raphael: Problems of PoliticalPhibsophy, cap. I.
340
remos que no podemos quedamos en el uso habitual de
los términos «felicidad» y «justicia», sino que tenemos
que desarrollar la lógica implfcita en su utilización.
La difusa relación entre «felicidad» y «justicia» en el
uso cotidiano viene determinada, sin duda, por el hecho
de que a la «felicidad moral», a la «felicidad estimable»
suele denominársele con términos distintivos que la se
paren suficientemente de la «felicidad en sentido vulgar»,
obtenida a partir de las satisfacciones inmediatas, cuando
no media la reflexión ni existe conocimiento exhaustivo,
imparcialidad y libertad en las elecciones. En este sentido,
es comprensible que Kant rechace todo tipo de relación
entre «felicidad» y «moralidad». Cuando indica que: «El
que ha perdido en el juego puede enfadarse consigo mismo
y su imprudencia, pero si tiene conciencia de haber hecho
trampa en el juego (aunque por ello haya ganado) tiene
que despreciarse a sí mismo en cuanto se compara con la
ley moral», está delimitando claramente dos tipos distin
tos de insatisfacción. Es inapropiada, sin embargo, la con
clusión de Kant, a partir de este hecho, de que la ley moral
(en el caso que aquí examinamos, la «justicia») «tiene que
ser algo distinto del principio de la propia felicidad. Pues
tenerse que decir de sí mismo: soy un indigno aun cuando
he llenado mi bolsa, tiene que tener otra regla de juicio
que el aplaudirse a sí mismo y decir: soy un hombre pru
dente pues he enriquecido mi caja».29
Sería realmente ingenuo suponer que los hombres sólo
se hacen felices obrando conforme a la justicia (existen
muchos grados del desarrollo hedónico correlativos a los
distintos grados del desarrollo moral), pero también re
sulta demasiado burdo suponer que los hombres no pue
den hacerse felices (incluso no pueden hacerse todo lo fe
lices que sea posible esperar) obrando de acuerdo con lo
que conciben como conforme a su dignidad.
29. Kant: Krilik derpraklischen Vemunft, Primera parte, libro I, cap.
I, par. 8, observación II
341
Curiosa y paradójicamente, Kant no pudo menos que
dar testimonio de este hecho, cuando añrma:
El hombre que es virtuoso no llegará a estar contento
de la vida si no tiene en cada acción consciencia de su rec
titud, por favorable que pueda serle la felicidad en el estado
físico [la cursiva es mía].30
Es decir, se distinguen dos planos de «felicidad» o
«contento». En un sentido primero, funciona como sinó
nimo de satisfacción psicológica profunda; en el segundo,
como mera satisfacción de determinadas apetencias fisio
lógicas o «físicas». El primer tipo de felicidad aparece así
indiscutiblemente vinculado a la consecución de la vida
virtuosa y la justicia; el segundo puede darse independien
temente, sin duda, pero tenemos razones para sospechar
con Platón que no se trata de una felicidad que pueda sa
tisfacer más que a los ignorantes y desinformados, o a los
carentes de la sensibilidad moral que es fruto, según los
presupuestos de la psicología «desarrollamentista», de la
madurez en el desarrollo moral.
Como ya anticipé, consideraré en paralelo con las
aportaciones de Piaget y Kohlberg, distintos niveles y es
tadios de felicidad. En el nivel I, o pre-convencional, el
hombre es feliz simplemente siguiendo sus impulsos y go
zando de gratificaciones inmediatas a sus sentidos y de
seos. En el nivel II, o convencional, gran parte de la feli
cidad se deriva de la buena o mala acogida que a uno se le
dispense en su grupo social. Y sólo en el nivel III, post
convencional se alcanza aquella auto-satisfacción, aquel
contento de uno mismo, elogiados a un tiempo por Sócra
tes, Kant y John Stuart Mili.
O, más aún, y de mayor relevancia, es en el nivel post
convencional, en un estadio séptimo habermasiano,
donde se produce el encuentro entre la felicidad personal
y el fomento de la justicia. La auto-satisfacción perso
30. Ibtd., libro II, cap. I
342
nal se origina no simplemente en el cumplimiento de un
deber «compulsivo», sino que tiene como contenido el dar
lugar a que los otros sean con plenitud de derechos. O, lo
que viene a ser lo mismo, la felicidad de cada individuo
tiene sólo lugar, cuando, como en La República platónica,
uno ha obrado conforme a la virtud y a la justicia.
Recordar a Piaget no sería excesivamente improce
dente aquí. Como este autor afirma:
La lógica es una moral del pensamiento, como la moral
es una lógica de la acción.31
Es decir, existe una relación de parentesco entre nues
tro desarrollo lógico y nuestro desarrollo moral. Precisa
mente, como el propio Rawls reconoce, es nuestro desa
rrollo moral el que nos lleva a una concepción de la justi
cia que difiere de un primitivo sentido originado del temor
o el respeto únicamente.32 Por lo que al tema en discusión
concierne, importa subrayar que sólo un ser humano es
casamente desarrollado moral e intelectualmente podría
ser feliz en determinadas situaciones de injusticia (aun
cuando le afectasen favorablemente). Por ejemplo, sólo un
niño egocéntrico podría sentir satisfacción dando rienda
suelta a lo que le dicte su capricho o su fantasía. El ajuste
al discurso racional, la entrada en el diálogo humano
exige, como invocará Habermas, la aceptación de la racio
nalidad y la universalidad.33
31. Piaget, op. cit., p. 33S
32. Véase Rawls, op. cit.. cap. VIII
33. «Ahora bien, la entrada en un discurso significa ya la compar
tida suposición de que las condiciones de una situación ideal de diálogo
se encuentran suficientemente cumplidas, de forma que los implicados,
sólo por la fuerza de mejor argumento, llegan a un consenso no forzado
en torno a pretensiones de validez controvertidas. Mediante las propie
dades formales de dicha situación ideal de diálogo queda también ga
rantizado que sólo tienen perspectivas de ser solventadas discursiva
mente las pretensiones de validez de aquellas normas en las que... se
encuentran adecuadamente expresados intereses susceptibles de gene
ralización» (op. cit., p. 311).
343
Y esto es así al nivel del desarrollo de la personalidad
humana en su convivencia social, hasta tal punto que sólo
el individuo solitario podría conseguir algo semejante a la
felicidad con independencia de la satisfacción de las con
diciones que garanticen la consecución de la justicia.
Pero si por justicia entendemos la puesta en marcha de
los mecanismos de universalidad y reciprocidad, ningún
ser humano maduro podría sentirse mínimamente satis
fecho en una sociedad en la que, descorrido el velo de la
ignorancia, conociese que, de hecho, otros seres humanos
son víctimas de discriminaciones o de un trato indebido.
Por supuesto que soy totalmente consciente de que ex
presiones tales como ser humano «desarrollado» y «ma
duro», son, sin duda alguna, valorativas y obedecen a una
concepción determinada del hombre.
Mi propuesta de una justicia como felicidad (justice as
happiness) obedece precisamente a unos presupuestos de
terminados en relación con la «naturaleza» o «condición»
de los humanos. La human predicament que en Wamock
supone una capacidad limitada de simpatías, aparece
ahora bajo una luz distinta. Dichas capacidades limitadas
tienen lugar, desde la óptica que adopto, sólo en los esta
dios primarios del desarrollo humano. Siguiendo a Piaget
y a Kohlberg, el individuo iría desplegando sus capacida
des racionales y, al unísono, ampliando su ámbito de in
tereses, de tal suerte que mientras que en el nivel precon
vencional las satisfacciones se producirían prácticamente
en solitario, a nivel convencional la satisfacción vendría
derivada de la participación activa en el grupo social, así
como en una serie de servicios y contraprestaciones mu
tuos entre los diversos miembros del grupo. Por último, a
nivel post-convencional, el individuo derivaría sus satis
facciones de dos fuentes: la conformidad consigo mismo y
los principios libre y racionalmente asumidos (siguiendo
las sugerencias de Kohlberg respecto al estadio sexto) y la
conformidad de sus acciones y principios con aquellos que
se originen en la inter-acción lógica y práctica entre indi-
344
viduos dispuestos a universaiizar sus intereses y desideraia
(siguiendo a Habermas en esto).
Dicho de otro modo, al igual que en la propuesta de
Piaget ética y lógica siguen cursos paralelos, aquí se añade
la precisión de que es precisamente a causa de los desarro
llos lógico y ético del individuo por lo que su concepción
de la felicidad, en sus niveles más avanzados, no puede
ignorar el componente de justicia que se manifiesta en
tendencias a la reciprocidad, expansión de la sympa-
theia y la asunción de los intereses universalizables de los
demás como intereses propios.
En rigor, lo que aquí se propone es una tesis que tiene
un origen tan antiguo como La República de Platón, como
ya he indicado, y que en el siglo XIX ha sido reformulada
con tino tanto por parte de Mili como de Spencer.34
Reflexiones Anales
Me gustaría añadir, como nota final, que la propuesta
que he venido manteniendo no pretende ser únicamente
una contribución más a una disputa larga y en apariencia
ociosa entre filósofos más o menos desocupados, en tomo
al carácter teleológico o deontológico de la ética.
Considero que una concepción de la «justicia como fe
licidad» tiene una incidencia práctica inmediata en nues-
348
tra concepción y valoración de la actuación de los poderes
públicos.
Es decir, a la postre, mi teoría de la «justicia como
felicidad» comporta una teoría aneja relativa al poder.
Puesto que considero con Mili o Russell, que el individuo
es más feliz cuando participa en la cosa pública, y de mero
sujeto de las leyes se transforma en co-legislador, la teoría
de la justicia como felicidad abocaría a la consecución
más lograda y acelerada posible de un sistema de demo
cracia directa o de gobierno autogestionario, al menos en
todos aquellos ámbitos de la vida profesional, social y po
lítica en que en cada momento fuera viable.
Por otra parte, la concepción de la «justicia como feli
cidad» conlleva la exigencia de los cambios en profundi
dad que garanticen el pleno desarrollo y la satisfacción
plena de los individuos que componen una comunidad.
Ningún principio, teoría o ideología es intocable. No
existe dogma alguno, salvo el precepto indiscutible de que
nuestra felicidad importa más que ninguna otra cosa. Las
teorías políticas nos ayudan a transformar la sociedad,
pero son meros instrumentos de los que nos servimos en
cuanto nos sirven. No mantenemos culto a ningún credo
político, porque ninguno de ellos contiene la solución de
finitiva a nuestros problemas y necesidades. Nuestra ac
titud es a la vez de continua revisión, de crítica y transfor
mación continua y, asimismo, de prudencia y cautela. No
podemos «obligar» a la gente a ser feliz, al amparo de un
Estado paternalista, por la simple razón de que la «felici
dad» lleva anidado en su corazón el ansia de libertad y
creatividad, de autodeterminación y capacidad de elec
ción. Tampoco podemos permitir que unos cuantos sean
libres y felices a cuenta de los dolores, sufrimientos y frus
traciones de la mayoría. Ni siquiera podemos permitir, si
nos es posible, que los deseos de la mayoría exijan el sa
crificio de la felicidad de grupos marginales, a no ser que
se trate de grupos que se automarginan, de grupos cuya
satisfacción radica en causar dolor a los demás.
349
Por poner ejemplos concretos: no tenemos que obligar
a todo el mundo a seguir los dictados de la mayoría. Pero
un gobierno tampoco puede permitir que grupos minori
tarios se arroguen el derecho a imponer en la sociedad sus
opiniones, o a gobernar mediante armas materiales, mo
rales o psíquicas las conciencias y las vidas de los demás.
La libertad individual, la libertad de disidencia, se re
fieren al ámbito de lo privado. En la vida pública, como
parece claro desde Rousseau, la voluntad general es so
berana.
El Estado, pues, no es sino siervo o instrumento de la
voluntad general de los ciudadanos. Los gobernantes, los
líderes políticos, intelectuales y demás pueden intentar
persuadir a los demás acerca de la deseabilidad de ciertos
cambios, al igual que los ciudadanos deben tener la opor
tunidad de intentar persuadir a los que los gobiernan en
el terreno político, espiritual, intelectual, etc., de la desea
bilidad de determinadas transformaciones, pero quienes
ostentan el poder legitimado jamás pueden «imponer» en
nombre de la «justicia» un cambio no deseado, por más
que lo consideren deseable
Como quiera que en nombre de la «justicia» en el
mundo del Este, o en nombre de la «libertad» en el bloque
occidental, se han venido desestimando las demandas rea
les de los individuos concretos, procediéndose a «dictar»
la justicia, llenando cárceles y psiquiátricos de disidentes,
o pretendiendo, en su caso, defender la «libertad» cuando
lo único que se defendía y favorecía eran los intereses de
unos cuantos que atentaban claramente contra la mayo
ría, parece que la meditación que hemos llevado a cabo de
la «justicia como felicidad» (y, paralelamente, de la feli
cidad como justicia) debería sugerir una nueva vía que
reconciliase los principios de faimess o imparcialidad y la
máxima felicidad del mayor número. De este modo, la
«justicia» sería contrastada por el grado de bienestar pro
fundo producido en los individuos mediante su aplicación.
Y la «libertad», asimismo, tendría que ser medida con la
350
misma vara. Los «iluminados», profetas, líderes carismá-
ticos, los reyes-filósofos de Platón, tendrían que cejar en
su empeño de «dictar» la justicia.
Los revolucionarios impacientes tendrían que suspen
der el hacha de guerra. Sólo la felicidad real de los seres
reales tendría que contar a la hora de la legitimación del
poder. Poder y justicia se aliarían cordialmente para tra
tar de fomentar los cambios precisos, de tal suerte que las
voluntades particulares se aunasen en la búsqueda de
ideales universalizables. Se trataría de lograr que el viejo
sueño de Mili o Spencer encontrase expresión a través de
una ética comunicativa y dialógica. Es decir, se intentaría
que, a través del diálogo y la comunicación, los unos sin
tiesen como suyos los deseos universalizables, los que re
dundan en la promoción de los sentimientos de solidari
dad, más que limitarse a una ética de puro «consenso»
entre individuos egoístas o simplemente egocéntricos.
Por lo demás, una concepción de la «justicia como fe
licidad» lejos de servir de apoyo a cualquier tipo de dic
tadura, con tal que garantice la conformidad o ciertos ti
pos de «bienestar» económico o de otra índole, apunta
hacia la investigación de qué tipo de gobierno podría sa
tisfacer las demandas de los seres humanos desarrollados.
Se pregunta no por qué tipo de gobierno gozaría de más
consenso en un momento determinado, sino por el go
bierno que idealmente satisfaría a individuos imparciales,
informados y libres.
En el caso hipotético de que un dictador benévolo e
ilustrado pudiese conseguir mayores «bienes» para una
determinada sociedad que el gobierno en el que los miem
bros de la sociedad participan en su totalidad activa
mente, la teoría de la justice as happiness nos llevaría a
profundizar en el tipo de individuos satisfechos y en el tipo
de satisfacciones que se producen en una y otra situación.
Sería totalmente absurdo, doy por descontado, que en el
capítulo de «bienes» no contasen por lo menos con igual
peso los que se refiren a la satisfacción creativa del auto-
351
despliegue y la auto-legislación, que los «bienes» más fá
cilmente contabilizabas referentes a ingresos económi
cos, poder adquisitivo del dinero, etc. etc.
Posiblemente, sólo quienes parten de una concepción
de «bienestar» y «felicidad» en la que dichos términos son
cuasi-sinónimos de bienestar y satisfacción puramente
materiales podrían encontrar objetable la subordinación
de la justicia y el poder al fin último de la promoción del
mayor número de seres felices o la mayor cantidad y ca
lidad de bienestar.
En última instancia, tal vez, aquí una vez más los que
defendemos la justice as happiness frente a la justice as
faimess, difiramos simplemente en el uso que hacemos de
nuestros términos éticos.
Cada definición de felicidad conecta con unos ideales
de vida, al igual que los ideales de vida obedecen a una
determinada concepción de felicidad.
Posiblemente, la filosofía moral y política no sea sino
el intento más o menos larvado de persuadir y convencer
a los demás de que nuestro modelo de felicidad es el que
vale. Lo cual no nos lleva necesariamente a un emotivismo
ni a un no cognoscitivismo, sino al simple reconocimiento
de la diversidad de intentos de la definición de los fines y
metas de la vida humana, de acuerdo con distintas con
cepciones de bienestar, satisfacción, etc., a su vez, con
forme a distintas teorías respecto a la naturaleza humana.
La posibilidad de que mediante el discurso racional
alcancemos acuerdos al respecto, por mínimos que sean,
por provisionales que asimismo sean, es algo que no sólo
no se descarta, sino que se espera conseguir mediante la
propuesta de una justicia y un poder que encuentren su
cumplimiento empírico en las actitudes cualificadas de los
seres humanos.
352
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Caracterización de lo moral .................................... 24
El animal moral ....................................................... 48
Libertad y responsabilidad moral .......................... 58
La persistencia histórica del problema ............ 60
Relevancia y/o irrelevancia de la «buena vo
luntad» .......................................................... 67
El sueño de la libertad moral ............................ 76