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PENSAMIENTO CRÍ1ICO/PENSAMIENTO UTOPICO

RAZÓN Y PASIÓN EN ÉTICA


LOS DILEMAS DE LA ÉTICA
CONTEMPORÁNEA

Esperanza Guisán

EDITORIAL DEL HOMBRE


PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO

Colección dirigida por José M. Ortega

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Esperanza Guisán

RAZÓN Y PASIÓN
EN ÉTICA
Los dilemas de la ética
contemporánea

Prólogo de José Ferrater Mora

-------- EDITORIAL DEL HOMBRE


Diseño gráfico: AUDIOV1SA
Munlaner, 445,4.°, 1 * 08021 Barcelona
Primera edición: marzo 1986
© Esperanza Guisán, 1986
Edita: Anthropos Editorial del Hombre
Enríe Granados, 114 08008 Barcelona Tel.: (93) 217 25 45
ISBN: 84-85887-99-9
Depósito legal: B. 37.873-1985
Composición: Tecfa, S.A., Pere IV, 160 08005 Barcelona
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de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquimico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el per­
miso previo por escrito de la editorial.
PRÓLOGO

Permítaseme recurrir por un momento al lenguaje de


las «disciplinas filosóficas»: lógica, epistemología, ética,
estética, etc. En cierto sentido, la ética es la disciplina
filosófica más fácil, con la estética pisándole los talones.
En ética no parece requerirse, como ocurre en lógica, gran
capacidad o esfuerzo de abstracción. No parece necesi­
tarse, como en epistemología (a menos que sea una epis­
temología muy aguada), un conocimiento a fondo de la
historia de las teorías científicas y de la estructura mate­
mática de estas teorías. La propia estética, aunque'al al­
cance de filósofos menos esforzados, requiere un conoci­
miento bastante circunstanciado de técnicas artísticas,
pictóricas, literarias, musicales, arquitectónicas, cinema­
tográficas, etc. ¿Qué requiere, en cambio, la ética? ¿No es,
pura y simplemente, el caudal normal de las experiencias
humanas? No todo el mundo se enfrenta con cuestiones
científicas y son muchos los que no tienen sino una muy
vaga experiencia estética, pero todo el mundo, o casi, tiene
que habérselas, lardeo temprano,con problemas morales.
¿Será, pues, la ética, asunto de coser y cantar?
De ningún modo. En otro sentido, la ética es la más
7
difícil de las disciplinas filosóficas. Por lo pronto, no basta
con tener experiencias morales; hay que entender lo que
hay de moral o no en ciertas experiencias. En segundo
lugar, las cuestiones éticas no se hallan perfectamente de­
limitadas; si hay un tipo de lógica que sea aplicable a la
ética, ha de ser la llamada «lógica borrosa». Finalmente,
y sobre todo, la ética es un laberinto, donde las encruci­
jadas y las vías muertas asoman a cada paso, y donde,
para complicar el asunto, lo más fácil de todo es dar pasos
en falso. Para transitar por este laberinto se necesita no
sólo un peculiar coraje, sino también una cabeza despe­
jada.
Una cabeza despejada, y muy despejada, tiene Espe­
ranza Guisán, según podrá comprobar todo el que lea este
libro, Razón y pasión en la ética. El propio titulo es signi­
ficativo: razón y pasión constituyen por igual, tanto el ob­
jeto como el método de la ética. Para llevar a cabo el pro­
grama que se ha propuesto desarrollar—un programa tan
completo que Razón y pasión en la ética es sólo un título
menos seco que el de «Ética general y completa»— la au­
tora ha puesto en juego una multitud de elementos: un
conocimiento muy acabado de la historia de los proble­
mas morales (incluyendo cuestiones políticas, sociales, re­
ligiosas y jurídicas), una información a fondo de los modos
como las cuestiones éticas han sido tratadas en la época
contemporánea, una refinada sensibilidad para descubrir,
donde los hay, conflictos, y para disolver, donde no los
hay, problemas; y una muy notable capacidad para pro­
porcionar argumentos válidos y para reducir a polvo toda
clase de falacias y argumentos inválidos.
El subtítulo de esta obra —«Los dilemas de la ética
contemporánea»— no es menos significativo que el título.
En ética ha habido siempre dilemas, pero en nuestra
época se han agudizado al máximo. Esperanza Guisán ha
comprendido que sólo enfrentándose valerosamente con
estos dilemas se puede hacer algo más que describirlos o
confesar acaso que son «insolubles». Uno de los méritos,
8
entre otros, de este libro es el modo como la autora ha
logrado reducir estos dilemas a su justa proporción. Los
dilemas no son negados —como que en gran parte son lo
que da vida a los problemas morales—, pero no son tam­
poco exacerbados.
En muchas cosas, pero sobre todo en ética, llega un
momento en que hay que poner las cartas sobre la mesa.
Esperanza Guisán ha cumplido con este requisito, espe­
cialmente en las dos últimas partes de su libro. Lo ha he­
cho del único modo como vale la pena hacerlo: acompa­
ñándose de toda clase de justificaciones y argumentos.
Este es un libro sentido —de ahí la pasión—, pero también
muy bien razonado. O, si se quiere, muy bien razonado,
pero también profundamente sentido. Y —miel sobre ho­
juelas— es todo él tan claro que nadie podrá llamarse a
engaño sobre lo que hay en él de razón y de pasión.
J. F e r r a te r M ora

9
INTRODUCCIÓN

El presente trabajo, en torno a los dilemas, perpleji­


dades y fatigas de la ética en el actual estadio de la inves­
tigación filosófica y sociológica, gira alrededor de tres
ejes. Éstos sirven de base a este conjunto de trabajos que,
elaborados a lo largo de un período de tiempo bastante
dilatado, obedecen a un plan conjunto y a un proyecto
único de responder y contestar de algún modo al reto que
la filosofía moral contemporánea tiene que afrontar. Se
trata, en rigor, de responder a una pluralidad de retos, que
han suscitado las tres cuestiones centrales que aquí se
abordan con ánimo decididamente polémico, como pro­
puestas provisionales a modo de incitación al diálogo,
nunca con carácter definitivo o con vistas a sentar de una
vez por siempre «los prolegómenos a toda ética futura que
pretenda ser científica», como postulara G.E. Moore pre­
tensiosamente en sus Principia Ethica.
En primer lugar, la crisis de la filosofía moral contem­
poránea es una crisis de identidad. Se dice que la ética
normativa no es posible o que la misión del filósofo de la
moral se reduce simplemente al análisis de los términos
éticos, sin dejar demasiado claro «¿qué es esa cosa Ha­
ll
mada ética?», cuáles son sus límites, cuáles sus conteni­
dos, cuál su sentido, su función y su vigencia.
A tal efecto, la primera parte de esta obra, que posee
un carácter de aproximación al meollo de la problemática
contemporánea, parte del análisis del ámbito de lo moral
y del estudio del hombre como animal particularmente
abocado a comportarse moralmente, cuando menos en el
sentido de animal de costumbres, que de un modo u otro
elige y delibera acerca de su conducta, lo cual lleva al
replanteamiento y reformulación del viejo y sempiterno
problema del libre arbitrio o de la responsabilidad moral.
Se distingue, así, en un primer término, entre moral y
ética, siendo esta última, su propia existencia, objeto de
debate filosófico, en contraste con la primera, que se nos
presenta como un hecho ineludible, y del que de un modo
u otro habremos de hacernos cargo. Por otra parte, se
plantea ya en este primer momento de aproximación a los
dilemas de la ética contemporánea, el tema tradicional­
mente debatido bajo el epígrafe de «el relativismo ético»,
que se retomará en un momento más avanzado de la dis­
cusión, y que ahora consiste en una reformulación del pro­
blema dentro de las coordenadas de la filosofía actual,
para proceder, una vez defendido un «relativo relati­
vismo» —que conlleva una relativa posibilidad de que la
ética goce de un estatuto epistemológico saludable— a la
delimitación entre la ética y otros dos ámbitos cercanos,
que se han querido confundir a menudo con la problemá­
tica propiamente ética, de un modo cuando menos ambi­
guo e inapropiado. Los límites de ética y religión, o ética
y derecho, no quedan tan solo esbozados, sino que se pro­
cede a dar un paso más, enunciando y anunciando la su­
premacía de la ética como autoridad moral a la que han
de supeditarse los restantes códigos normativos. Con lo
cual, como es fácil de advertir, no sólo se insiste con Kant
o Moore en la autonomía de la ética, sino que al tiempo se
insiste asimismo en su supremacía sobre todo otro tipo de
norma o criterio, a la hora de actuar individual o colecti-
12
vamente. Y ello, no hace falta decirlo, no a causa de una
autoridad superior que haya sido asignada desde fuera a la
ética, o por depender de supuestos postulados aprióricos
de la razón, o por intuiciones peculiares indiscutibles, sino
por ser la ética resultante del diálogo humano acerca de
aquello que más nos importa, cuando lo que nos importa
más no nos es dictado ni por la costumbre, la divinidad o
las normas al uso.
El segundo eje de la presente discusión se centra en la
cuestión compleja, problemática y ardua —para muchos
apasionante— de cuál es el soporte, si soporte existe, de la
filosofía moral. El puesto de la razón en ética y su contra­
posición con el papel no menos relevante y decisivo de las
pasiones, emociones, deseos e intereses humanos, es el nú­
cleo subterráneo, la raíz profunda, de la que surgen todos
los restantes debates y polémicas.
El problema del puesto de la «razón» se plantea como
un problema relativo a la «razón», con minúscula, para
hacer énfasis en el carácter humano, en el carácter de
«producto» social, cultural, inter-subjetivo de la raciona­
lidad, en contraste notorio con las pretensiones racio­
nalistas de constituir a la «Razón» en tribunal de las pa­
siones y deseos humanos. Por el contrario, la tesis princi­
pal de este trabajo consiste en apostar por la necesidad de
que la filosofía moral contemporánea reconozca la unión
inseparable razón-pasión, como momentos distintos, aun­
que continuos, no escindidos, sino interconexos, entre las
capacidades reflexivas del hombre y sus capacidades de
sentir, padecer, compadecer y sentir-con otros.
Se reconocen, así, los aciertos de determinados postu­
lados de las corrientes emotivistas contemporáneas, como
contrapunto a los excesos racionalistas del pasado, si bien
se denuncian a un tiempo los radicalismos en que pueden
incurrir al propiciar de algún modo un no cognoscitivismo
que relegue la ética a lo subjetivo-emotivo y puramente
arbitrario.
En tal sentido, se analizan, asimismo, las posibles vin-
13
dilaciones entre ética y «naturaleza», «naturaleza hu­
mana», sentimientos, actitudes favorables, etc., como fun­
damento y determinante de la moralidad, afirmando a un
tiempo una moral contra natura —natura deificada y ajena
a lo humano— y matizando la necesidad de que, con
Hume, la razón en ética se haga instrumento y sierva de
las pasiones humanas. Toda la problemática contempo­
ránea en tomo a la posibilidad de incurrir o no en la «fa­
lacia naturalista», que he examinado en otro lugar (Los
presupuestos de la falacia naturalista, Santiago de Compás-
tela, 1981) queda de este modo esclarecida, al exponerse
las bases de un «naturalismo» no falaz, que asuma y ma­
tice algunas propuestas coincidentes con el neonatura-
lismo de Wamock.
Puesto que, por otra parte, ya he estudiado en otro lu­
gar las diversas aportaciones a la filosofía moral contem­
poránea, así como la génesis de la crisis de la ética nor­
mativa (Ética sin religión, Santiago de Compostela, 1983),
aquí se esbozan únicamente dos posibles y destacados ma­
lentendidos, dos fuentes de confusionismo del que son res­
ponsables en igual medida algunos herederos de Comte y
de Marx, por cuanto, contraviniendo al espíritu de reno­
vación moral y social de los fundadores del positivismo y
del marxismo, se atuvieron en exceso a la letra e insistie­
ron de modo unilateral en el carácter social e histórico de
las moralidades concretas, olvidando los desiderata éticos
más o menos universales que entrecruzan la trama de la
historia de los hombres.
Y es, precisamente, conectando con los desiderata his­
tóricos cómo se plantea el tercer momento, el tercer eje de
este trabajo, que se refiere a las vinculaciones entre justi­
cia y felicidad, ideales que en muchos autores han apare­
cido disociados, cuando no divorciados, distanciados, con­
trapuestos e irreconciliables.
Coincidiendo con las propuestas de Haré y tantos
otros, se aboga aquí por la necesidad de reconciliar los
elementos de justicia, que destacan en éticas como las de
14
Kant, y los elementos hedonistas de Epicuro o Bentham,
o mejor, los más matizados de Mili, ya anticipados por lo
menos en Godwin.
Se defiende aquí nuevamente la fusión y confusión de
la pasión y la racionalidad, la búsqueda de la felicidad y
la imparcialidad, el cumplimiento de la justicia y la satis­
facción de deseos. Porque se parte del supuesto de que sólo
conjugando la pasión con la razón en ética podremos sol­
ventar los dilemas que se presentan tanto a nivel meta-
ético, como a nivel de ética normativa, en la filosofía mo­
ral contemporánea.
En el primer nivel es preciso reafirmar los aspectos
emotivos sin olvidar la dimensión «racional», con minús­
cula, del discurso ético, en el sentido de diálogo e inter­
cambio, coordinación de intereses y fomento de deseos
universalizables, compartidos por la humanidad. Con lo
cual queda a salvo la pretensión de un estatuto racional
para la ética, a la vez que tendrán cabida y lugar desta­
cado los componentes emotivos que sirven de sustrato a
nuestro diálogo en cuestiones éticas.
En el segundo nivel, y por lo que a ética normativa se
refiere, se intenta reconciliar para siempre a Hume y
Kant, a Kant y Mili, integrando en una propuesta reno­
vada lo que estos autores, en unión con la tradición racio­
nalista y hedonista, aportaron de positivo a la compren­
sión de aquello a lo que un ser humano no puede renunciar
si quiere desarrollar al máximo sus capacidades de goce,
comprendiendo en el goce la autoestima kantiana y la sim­
patía y comprensión de los dolores y alegrías disfrutados
por los demas.
Es esta una obra que se escribe con la misma ilusión y
optimismo de tiempos pretéritos, a los que se añade una
cierta, moderada dosis de perplejidad y escepticismo fruto
de su contemporaneidad. En ella se intenta recuperar el
pasado sin renunciar al presente, mirar hacia el futuro sin
olvidar las advertencias de cautela de nuestros coetáneos.
De alguna manera es expresión de homenaje y tributo a
15
quienes en la actualidad han puesto sobre el tapete el sin­
número de dificultades inherentes a una disciplina como
la filosofía moral. Dificultades sin embargo que, al menos
espero en este caso, no han servido sino a modo de un reto
para intentar superar, o al menos esclarecer, algunos de
los dilemas que parecían amenazar de muerte a la ética.
Invitar a que otros continúen la tarea que aquí se em­
prende no es el objetivo menor de esta obra.

16
EL FENÓMENO MORAL
EL ÁMBITO DE LA ÉTICA

La ética es la disciplina que indaga la finalidad de la


conducta humana, de las instituciones sociales, de la con­
vivencia en general.
Se le puede suprimir de los planes de estudio, pero no
se le puede eliminar ni a nivel académico ni a nivel coti­
diano. Todas las ciencias se sirven de, y sirven a, la ética.
La ética necesita saber del hombre, como animal con ne­
cesidades fisiológicas y psíquicas, como producto social,
como portador de «roles », como detentador de status. Pero
las ciencias, la propia actividad científica necesita de la
ética, o cuando menos de un momento de reflexión moral,
para pensar acerca de su sentido, su lelos o finalidad.
De hecho, la propia existencia de la ciencia reposa so­
bre una serie de valores morales por lo que en última ins­
tancia la cientificidad se disuelve en moralidad. La veri-
ficabilidad del dato, la búsqueda de certeza, el rigor en la
investigación, son valores que se contraponen a la false­
dad, la indiferencia entre lo cierto y lo falso, la desidia o
la inoperancia. Hacer ciencia es esforzarse en una em­
presa que tiene una finalidad primariamente moral.
El pragmatismo que traslada el énfasis de la verdad
19
incontestable a la eficacia, se asienta y se disuelve, asi­
mismo, en pura moralidad, en valores preferidos: lo que
sirve al hombre, a la convivencia es todo lo que necesita­
mos. La verdad y la falsedad se convierten en entes inne­
cesarios y superfluos. No existen como entidades absolu­
tas, o cuando menos, podríamos arreglárnoslas aunque no
existieran.
Por lo demás, los objetivos más concretos de las distin­
tas ciencias, no suelen ser puramente «teóricos», búsque­
das apasionadas por revelar el misterio o reducir la igno­
rancia. No sólo la curiosidad mueve al hombre a investi­
gar la conducta del cerebro, los movimientos de los astros
o los sistemas ecológicos. Desde las matemáticas a la bo­
tánica, la farmacología a la pedagogía, las ciencias tienen
metas y fines últimos que implican actividades prácticas.
Si desde el punto de vista puramente teórico, precisan
las ciencias de una metodología, o filosofía de la ciencia,
que analice sus supuestos y sus logros epistemológicos,
desde el punto de vista práctico es preciso un estudio fi-
losófico-moral, que pondere las metas que se persiguen, al
margen de la idoneidad de los medios o técnicas utili­
zadas.
Dicho de otro modo, cada ciencia necesita de tres mo­
mentos de reflexión y elaboración. El primero es filosófico
y se refiere a la fiabilidad de los métodos de investigación
o al tipo de verdades perseguidas. El segundo momento,
que es puramente técnico y científico, se refiere al diseño
y desarrollo de los instrumentos y técnicas propias de la
disciplina. Es decir, se estudia cómo hacer lo que se pre­
tende hacer. Es el momento aparentemente más glorioso,
donde la productividad es mayor y las dudas más livianas.
Para acabar, existe otro momento que es a mi modo de
ver el que produce mayor perplejidad y desconcierto y por
ello es, para mí, el más importante. Se refiere este mo­
mento a la reflexión filosófico-práctica. Es una etapa pe­
nosa, donde los logros aparentes decrecen produciéndose
una suerte de parálisis, un impasse. A veces el técnico cien-
20
tífico se torna grave y piensa. Detiene su actividad coti­
diana de atornillador del aparato y se pregunta ya no
acerca del qué y el cómo de la empresa que tiene entre
manos, sino del para qué. Es entonces cuando surgen mo­
vimientos aparentemente molestos y parasitarios, como
la antipsiquiatría, por poner un ejemplo, que son como
Sócrates, incordiantes, en una asamblea de fatuos, pre­
suntos conocedores de técnicas y fines.
La ética, por supuesto, no constituye una disciplina
excluyente, que cuente con sus propios sacerdotes e ini­
ciados. Cualquier hombre científico o lego en ciencias
puede pensar. Aunque hay técnicas mínimas para hacerlo
consistente y coherentemente, que pueden ser desarrolla­
das mediante el auxilio de la filosofía en general, y cuando
a cuestiones prácticas se refiere, con la ayuda de la filo­
sofía moral.
En cierto sentido la ética es únicamente, aunque esto
no disminuye su importancia, una técnica o método auxi­
liar de las ciencias, para ayudar a disolver interrogantes y
aclarar dudas acerca de los objetivos perseguidos, aunque,
desde luego, no esté capacitada para dar soluciones defi­
nitivas que, por lo demás, tampoco parecen deseables.
La ética no sólo ayuda a saber discernir, sino que en­
seña a dudar razonablemente y a buscar salidas razona­
bles al impasse al cual nos aboca la duda irrestringida.
¿Debe un médico practicar la eutanasia? ¿Colaborar
en un aborto? ¿Enriquecerse a costa de la salud de sus
enfermos? ¿Recetar vitaminas a niños desnutridos o lu­
char por una sociedad donde no exista la desnutrición?
¿Es misión del psicólogo o del psiquiatra corregir los
desajustes de los individuos al sistema o transformar los
sistemas?
El educador o el psicólogo escolar ¿han de limitarse a
colaborar con los padres y las instituciones instalando en
la mente de los niños aquellos valores que los intereses de
clase de sus progenitores o los grupos de presión sociales
quieren perpetuar?
21
El inquirir acerca de los valores en uso es uno de los
objetivos de las ciencias sociales en general. Los valores
de uno y otro signo mueven al mundo. Su extracción es,
indudablemente, social, aunque también podría hablarse
de componentes biogenéticos. La lucha por la superviven­
cia, la evitación del dolor, etc., parece que forman parte
del equipo de reacciones más o menos «naturales» o «in­
natas».
Por otra parte, los valores que proceden del hombre en
tanto individuo y en tanto ser social, revierten, como en
un sistema de retroalimentación en su constitución, como
individuo y como ser social. Los valores surgen de las ins­
tituciones y suelen estar anclados en los intereses de clase,
como denunció Marx (y Mili también, hecho que suele ig­
norarse), pero también son capaces de renovar las insti­
tuciones y hacer cambiar los propios intereses y el propio
sistema de clases. En todo caso, siempre será un problema
irresoluble el decidir si los hombres son egoístas y com­
petitivos porque las estructuras sociales demandan
egoísmo y compctitividad, o, si por el contrario, el
egoísmo y la agresividad «innatos» han dado lugar histó­
ricamente a distintos sistemas de favoritismo, desigual­
dad, etc.
En cualquier caso, los «valores», no en el sentido en
que se emplea el término en las éticas axiológicas, sino en
el más pedestre que aquí se utiliza, no como de cosas «va­
liosas en sí» o dignas de ser valoradas, sino de metas, fines,
etc., valorados por individuos y grupos, son, por decirlo
metafóricamente y utilizando una frase bíblica, «la sal de
la tierra». Los sentimientos que el hombre suele conside­
rar más preciados, como la camaradería, la amistad, el
amor, y todo tipo de afectos, tienen su asiento en una co­
munidad de valores compartidos.
Por otra parte, la falta de entendimiento, la incomu­
nicación, la soledad, las frustraciones, las crisis generacio­
nales, los enfrentamientos entre distintas clases sociales o
grupos religiosos, étnicos, etc., suelen deberse a la con­
frontación entre valores distintos.
22
El sociólogo Parsons acentuó adecuadamente que el
funcionamiento de la sociedad se debe a redes de sistemas
de valores compartidos que determinan las distintas ex­
pectativas de rol. Ahora bien, desde un punto de vista ético
y no meramente sociológico, no sólo importa que la socie­
dad funcione, o que un determinado conjunto de valores
sean «funcionales». Es imprescindible, además, que el
tipo de funcionamiento sea el mejor que cabe esperar, es
decir el que beneficie más y a más miembros del grupo y
que los beneficie además (resaltando el componente de
justicia o «imparcialidad» que a veces se presenta oscu­
ramente en el utilitarismo) de la mejor manera que sea
dado esperar, desde una perspectiva ética que salva­
guarde los derechos inalienables de cada individuo.
Se trata, pues, desde el punto de vista ético, de buscar
la salud del individuo y la salud social, potenciando la
creatividad, la colaboración mutua, la eudemonía o buen
estado psíquico, de cada uno en particular.
Buscar los valores mínimos que sería deseable fuesen
compartidos por los humanos para una sociedad más
justa y más feliz, es una tarea ambiciosa y para la que se
requiere el concurso de todas las ciencias, técnicas y artes.
La ética por sí misma poco puede hacer. A pesar de la
humildad de su tarca, le cabe, no obstante, el nada des­
deñable honor de ser, o deber ser la «conciencia del
mundo», la inquisidora del poder y la opresión, del desa­
juste y la soledad. A modo de brújula señala la dirección,
para que el gran barco del mundo no se pierda en la bruma
de la incomprensión, la intolerancia, o el sufrimiento inú­
til. La llegada a buen puerto es una meta todavía lejana,
pero ya es algo si alcanzamos a saber en dónde estamos y
quiénes pueden ayudarnos a conseguir nuestros propó­
sitos.

23
CARACTERIZACIÓN DE LO MORAL

La ética normativa estudia lo moral (mores, costum­


bres, leyes), y es asimismo estudiada por la ética crítica o
meta-ética.
Es decir, podemos considerar la ética desde tres pers­
pectivas:
1) La ética descriptiva, que colinda y se intersecciona
con la sociología de la moral, cuyo objeto de estudio es el
desarrollo de lo moral: los valores propios de cada cultura,
grupo, clase, lugar, época, etc.
2) La ética normativa, que es la que pretende prescri­
bir, o cuando menos recomendar valores y normas como
preferibles o deseables.
3) La ética critica o meta-ética, que es el estudio fun­
damentante de la posibilidad de lograr enunciados de va­
lor plausibles, o cuando menos el análisis y esclareci­
miento de la lógica de los términos y enunciados valora-
tivos.
Para empezar, es de rigor enfrentamos con el sustrato
fundamental. Si entendemos la ética (normativa) prome-
24
teicamente, como liberación y fuente de salud moral,
como una suerte de profilaxis de todos los trastornos, o al
menos los más importantes, de índole psicológica y socio­
lógica, será relevante comenzar por indagar qué es lo mo­
ral y qué son los valores morales, que la ética descriptiva
cataloga, la normativa recomienda y la crítica intenta jus­
tificar.
Una pregunta nada ociosa es de dónde a dónde abarca
el campo de lo moral, contenido u objeto de estudio de las
éticas normativa y crítica. En otras palabras, la pregunta
importante es qué constituye lo moral como elemento dis­
tintivo dentro del ámbito de lo social-vital.
Una respuesta que quizá parezca poco ilustrativa, pero
que para mí es la más aproximada a la verdad, es que lo
moral es todo, o mejor, está en todas partes siempre que
existan hombres en comunidad, hombres y seres sintien­
tes, para ser más exactos. Así lo moral o la moral no pue­
den ser transferidos a una esfera peculiar separada de las
demás esferas. Yo pregunto ¿hay seres humanos en inter­
acción social? ¿Hay seres humanos y de otras especies en
convivencia mutua? Entonces hay moral, y todo, absolu­
tamente todo lo que esos seres hagan en relación con sí
mismos y con los otros, desde el modo de vestirse, hasta el
status que ocupan, el rol que desempeñan, la parcela de
poder que ostentan, las relaciones de amistad o no amis­
tad con sus convecinos, la estima en que se tengan a sí
mismos, o dejen de tenerse, el desarrollo o amputación de
sus capacidades físicas, psíquicas, intelectuales, etc., todo
ello entra en el campo vasto de lo moral, porque todo ello
reúne los requisitos de ser:
1) vitalmente importante;
2) fuente de conflictividad entre impulsos individua­
les diversos;
3) fuente de conflictividad entre deseos ínter-indivi­
duales diversos;
4) socialmente modelable;
25
5) susceptible de ser normado en sentidos divergen­
tes;
6) susceptible de crear, hasta ciertos limites, exigen­
cias de responsabilidad en los agentes.
A diferencia de G.J. Wamock en The Object of Morality,
considero que todos los códigos sociales normativos son
morales, lo cual no aboca necesariamente a un relativismo
ético, ya que el que todos sean morales no implica que
todos sean buenos o igualmente buenos.
Dicho en otras palabras, «moral», tal como lo vengo
utilizando, es un término que denota más lo que es (un
estado peculiar de relaciones y reacciones humanas) que
lo que esas relaciones y reacciones deban ser.
Efectivamente, la ética, como yo la entiendo, estudia
lo «moral», pero no se limita a un examen pormenorizado
o exhaustivo de los fenómenos de este tipo. Lo «moral»,
como fenómeno socio-político, no es sino el marco que
sirve de límite para las investigaciones y las prescripcio­
nes. La ética «prometeica», no es una disciplina value-free
(libre de valoraciones), no es aséptica, sino fuerte y deli­
beradamente valorativa. En este sentido es, puede afir­
marse, normativa. Más que de una «sociología de la ética»
o de la moral, como Barsnely pretende en The Social Rea-
lity ofEthics, se trataría de una «moral de la sociología»,
forzando un tanto los términos, o una filosofía moral que
abarque los problemas sociológicos.
Tampoco coincidiría esta concepción de la ética exac­
tamente con el programa de María Ossowska de tratar los
problemas éticos a nivel meta-ético, psicológico, abar­
cando por último una sociología de la moral (véase Social
Determinants of Moral Ideas).
Regresando de nuevo al terreno de lo «moral» inten­
taré especificar, mediante algunos ejemplos, las caracte­
rísticas que señalo como demarcadoras de lo «moral».

26
1) Vitalmente importante
Aunque se me podría acusar ciertamente del paso de
una ambigüedad a otra (porque, ¿qué es realmente lo «vi­
talmente importante»?), creo que los asuntos que ocupan
un interés central en nuestras vidas son, por definición
casi, cuestiones vitales y cuestiones morales a la vez.
La sociología en cuanto «ciencia moral» (aunque no
necesariamente «moralizadora», al menos explícitamente
moralizadora, aunque si implícita y tácitamente moraii-
zadora) se ocupa también sin duda, al menos en sus orí­
genes, de los problemas vitales, aunque en los últimos de­
cenios, sobre todo en América del Norte, se haya constre­
ñido a problemas periféricos y de alcance local o nacional
únicamente, fase que está siendo superada.1
Recurriendo a los clásicos, el origen de la sociología en
la obra de Comte, está determinado por una cuestión vital:
el desconcierto originado por los efectos de la Revolución
francesa, con la destrucción violenta de grupos sociales
intermedios entre la familia y el Estado:
En consecuencia el mejoramiento de la sociedad se con­
virtió pronto en la principal preocupación de Comte, en la
verdadera finalidad de su vida. Pero creía que para mejorar
a la sociedad es necesaria una ciencia teórica de la socie­
dad...12
Las cuestiones vitales, ético-sociales, son el núcleo de
lo moral, que ha dado origen no sólo a las ciencias sociales,
sino al saber y decir popular, institucionalizado en nor­
mas más o menos laxas, sobreentendidas e implícitas.
Estas cuestiones vitales, son, asimismo, el área que ha
sido ocupada y cercada con más frecuencia por los grupos
de presión, impidiendo que el ciudadano común tuviese
1. Véase Timasheff: Sociológica! Theory. ¡ts Nature and Gmwth; ver­
sión cast. La teoría sociológica, F.C.E., México, 1981, p. 9.
2. Op. cit., p. 33.
27
voz o, si acaso, sólo ocasionalmente, por considerar los
grupos de presión que dichas cuestiones debían ser debi­
damente «controladas».
Podemos agregar, entonces, que el «control social» se
ha ejercido particularmente en tomo a estas cuestiones
vitales, que son a su vez morales.
La «vieja ética» y la sociología conservadora son, o al
menos han sido, los dos grandes soportes con apariencia
científico-racional en que se han amparado los que se han
atribuido a sí mismos el liderazgo acerca del curso a se­
guir en estas cuestiones de importancia vital. La «vieja
ética», con su insistencia en el deber respecto a la propie­
dad, el cumplimiento de las promesas, etc., la sociología
conservadora con su énfasis en el orden, la ejecución de
roles, el papel de la familia, la anomía, la delincuencia,
las conductas «desviadas», etc., han sido los dos puntales
utilizados para intentar mantener una sociedad «respe­
table». Las cuestiones vitales se daban por resueltas, o se
pseudo-justificaban los argumentos involucrados en su re­
solución.
Cuando, por otra parte, hablamos de «salud moral»
desde la perspectiva de esta ética prometeica, presupone­
mos que el individuo posee el máximo de libertades para
decidir en torno a esas cuestiones vitales. Libertades que
no suponen solipsismo a la hora de la elección.
Aquí habría que traer a colación que en las cuestiones
vitales-morales, sería menester tomar partido, quizá, con
Simone de Beauvoir, por una moral que «acuerde al indi­
viduo un valor absoluto y que no reconozca sino a él la
capacidad de fundar su existencia...». Individualismo que
se «opone a las doctrinas totalitarias que erigen por en­
cima del hombre el espejismo de la humanidad. Pero no
es un solipsismo, puesto que el individuo no se define sino
por su relación con el mundo y con los otros individuos.
No existe sino trascendiéndose y su libertad no puede rea­
lizarse más que a través de la libertad de los otros».3
3. Para una moral de la ambigüedad. La Pléyade, p. 165.
28
Como ha expresado muy recientemente Robert J.
McShea, ia obligación moral es esencialmente obligación
para nosotros mismos, como entidades con continuidad,
auto-identificados, capaces de acción a largo plazo, capa­
ces de responsabilidades y relaciones profundas con los
demás. Obligaciones que incluyen nuestra preocupación
por los demás, ya que «naturalmente», por así decirlo,
tendemos a los demás e incluimos a los demás en nuestra
propia esfera.4
De modo parejo la salud, moral supondría una elección
y una obligación para nosotros mismos en los asuntos vi­
tales. Elección y obligación no solipsistas ni excluyentes.

2) Fuente de conflictividad entre impulsos individuales


diversos
La salud moral residirá, precisamente, en la solución
de este gran dilema, a partir del cual se originan las cues­
tiones morales.
La moral tiene, justamente, razón de ser, en cuanto so­
mos individuos en los que coinciden deseos contrapuestos
y contradictorios. Deseos a corto plazo, por ejemplo, que
interfieren, a largo plazo, con el logro de otro tipo de de­
seos.
Supongamos que quiero especializarme en una rama
del saber que precisa muchas horas de estudio, investiga­
ción y observación, pero, a la vez: á) amo la música clá­
sica; b) me gusta practicar deportes; c) soy aficionado a
las tertulias con los amigos y compañeros de trabajo; d)
me entusiasma la literatura de evasión; e) me gusta cuidar
personalmente de la educación de mis hijos; /) encuentro
gran placer en la ornamentación y decoración del hogar;
g) siento afición por la jardinería, etc. ¿Cómo conjugar
4. McShea: «Human N ature Ethical Theory». Philosophy and Phe-
nomenological Research, m arzo, 1979, p. 394.

29
todos estos gustos y deseos y construir una personalidad
psíquica y moralmente sana? La solución no puede estar
en caminar a bandazos, acudiendo junto a los alumnos
cuando me reclaman, cuidando el jardín cuando me ape­
tece, charlando con, y ocupándome de, mis hijos cuando
me encuentro de humor, investigando en horas o días de
«inspiración» particular, etc.
Lo moral surge, precisamente, a causa de la compleji­
dad de nuestras vidas, nuestros deseos y la limitación de
nuestras capacidades y nuestro tiempo.
Lo moral se conecta así con la dimensión trágica de
nuestro existir. Como individuos del «quisiera que...»,
pero «no puedo porque...». Los traumas psicológicos, los
desajustes de la personalidad, vienen motivados, muchas
veces, por este insondable abismo de limitaciones que
subyace a nuestras plantas.
Y es aquí donde la ética prometeica, desde sus antici­
pos en la ética clásica (recuérdese particularmente a Epi-
curo), puede ayudar. Una de las principales (unciones de
la moralidad, según McShca, es, justamente, el papel que
desempeña en «nuestro intento de escapar a la locura de
un solipsismo normativo de la pasión actual, para cons­
truir y conservar nuestro sentido de ser uno mismo en
nuestros yos sucesivos».5
Es decir, tenemos que asegurarnos la construcción de
una personalidad equilibrada, desiderátum en el que coin­
ciden los que se ocupan de la salud psíquica y la salud
moral. Coincidencia no del todo casual si nos percatamos
que la Filosofía era ya en Sócrates «cuidado del alma» y
en Epicuro6 o en los estoicos, búsqueda de armonía psí­
quica.
Desde un punto de vista cuasi-biologicista, McShea de­
fiende la existencia de la moralidad para defender la su-
5. Op.cit., p. 391.
6. «Nadie por ser joven dude de filosofar, ni por ser viejo de filosofar
se hastie. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alm a» (Epicuro:
Carta a Meneceo, D.L.X., p. 122).

30
pervivencia del hombre, agobiado por deseos encontra­
dos. Los seres humanos deben, según este autor, ordenar
sus vidas mediante la deliberación, ya que no podrían so­
brevivir si actuasen a instancias de los impulsos momen­
táneos. Es preciso que los deseos sean sopesados en una
especie de «proceso de votación»:
Cuando nuestro parlamento de pasiones se ha llamado
a sí mismo al orden, cuando nuestra configuración estable
de sentimientos se ha auto-afirmado, hemos llegado a una
decisión moral.7
La «ético-terapia» sería, así, la puesta en práctica de
nuestras capacidades reflexivas para consolidar una per­
sonalidad integrada, con unas metas y fines que a su vez
se ajusten, en terminología de Mosterín, a unos «meta-
fines».8
No puedo dejar de reproducir un largo párrafo de Jesús
Mosterín, donde se expresa bellamente la función terapéu­
tica de la racionalidad que, en definitiva, vengo postu­
lando, y que es, a mi modo de ver, la fuente de una vida
armoniosa y moralmente sana:
Cuando en un contexto determinado hemos actuado de
un modo consciente, encajando cada acto concreto en un
designio más amplio que lo incluye, se dice que hemos ac­
tuado premeditadamente. Esta noción de premeditación
podemos extenderla a la totalidad de nuestra vida. Vivi­
mos premeditadamente cuando vivimos dándonos cuenta
de lo que hacemos y sabiendo a dónde vamos (o, al menos,
a dónde queremos ir), cuando tenemos un conjunto cons­
cientemente explicitado de fines últimos y metafines que or­
denan, orientan y dirigen nuestros fines concretos, nuestras
intenciones y nuestra acción. A este conjunto de fines últi-
7. McShea, op. cit., p. 393.
8. M osterín: Racionalidad y acción humana, M adrid. Alianza, 1981,
p. 82.

31
mos y metafines, a ese designio vital, podemos llamarle
nuestro plan de vida.
Vivimos premeditadamente cuando tenemos un plan
de vida. La acción en la que consiste la vida consciente
conforme a un plan de vida constituye una actividad ar­
tística. Todo humano que vive premeditadamente es un
artista.9

3) Fuente de conflictividad entre deseos inter-individuales


diversos.
La moral, la política, la teoría social y la teoría edu­
cativa, amén de la ética normativa, no tendrían lugar en
un mundo paradisíaco semejante ai de las utopías de Pla­
tón, Moro o Campanclla. En una sociedad como la que
Skinner proyecta en Beyond Freedom and Dignity (Más allá
de la libertad y la dignidad), los hombres estarían, asi­
mismo, más allá del bien y del mal, y no porque se hubie­
sen sublevado contra la «moral de esclavos», a la manera
nietzscheana, sino, simplemente, porque no existiría
«bien» ni «mal» ni «esclavos» ni «señores».
En una sociedad sin conflictos, si alguna vez se llegase
a ella, sería ociosa la existencia misma de la moral y, por
supuesto, de la ética normativa que estudia y se ocupa de
la moral.
Podría plantearse, no obstante, la cuestión de que la
ética normativa no obedece a una necesidad «natural». El
hombre no era lobo para el hombre sino que lo hicieron
ser lobo. Eliminadas las instituciones nefastas, como la
propiedad privada y la autoridad, los hombres regresa­
rían a un estado «natural» de cooperación y apoyo mutuo.
La ética normativa (de corte prometeico en nuestro caso)
no tendría otra misión que la de, si acaso, poner fin a una
situación conflictiva creada y fomentada artificialmente.
En cualquier caso el hecho, porque parece ser un he-
9. Op. cit., p. 83-84.
32
cho, es que en el estado actual de la sociedad, las agresio­
nes mutuas, las interferencias en la vida ajena, los actos
de poder, que no son a la postre sino «robos» contra la
individualidad de otros, son frecuentes.
Wamock hace consistir el objeto de la moralidad, pre­
cisamente, en la superación y expansión de la capacidad
limitada de nuestra sympatheia, cuestión que puede ser
discutida. Lo que sí es cierto es que la problemática con
que se enfrentan por igual el sociólogo, el moralista y el
ético, se deriva, en gran medida, de esta fuente de contro­
versias entre los miembros de la especie humana. De ahí
la frecuencia con que los sociólogos se embarcan en el es­
tudio del Orden, el conflicto social, las diferencias de
rango y status, las élites, etc., problemas que rozan de
cerca o de lejos el tema de la igualdad y la desigualdad
entre los humanos y los términos en que ha de entenderse
esa igualdad o desigualdad.
La ética «prometeica», hundiendo sus raíces en la ética
clásica, no puede permanecer muda e impasible en un
mundo de conflictos y competí ti vidades. La «máxima fe­
licidad del mayor número» es el principio utilitarista que
se incorpora, con las debidas matizaciones, a esta concep­
ción de la ética.
La salud moral, conforme a esta concepción de la moral
y la ética, estribaría en la eliminación de la conflictividad
yendo a la raíz de la misma. No mediante soluciones pe­
riféricas que no servirían sino para «calmar los ánimos»,
sino configurando una sociedad nueva.
No basta, para una ética prometeica, con un estudio de
los problemas implícitos en la búsqueda de la igualdad, o
las críticas que puedan hacérsele desde una teoría de las
élites. Nosotros, por supuesto, tenemos que atender este
aspecto, como lo hace adecuadamente Bottomore en Elites
and Society, pero sin abandonar, según hace este autor, el
intento de justificación moral de la opción que hayamos
tomado.
33
Por lo demás, sería un tanto ingenuo presuponer con
Bottomore que se puedan deslindar y separar las descrip­
ciones y objeciones «técnicas» a la igualdad o desigual­
dad, de las valoraciones ético-políticas subyacentes. Bot­
tomore argumenta así:
Si ni la desigualdad ni la igualdad son fenómenos na­
turales que los hombres tienen simplemente que aceptar,
abogar por una u otra no consiste en la presentación de un
argumento científico basado enteramente en cuestiones
fácticas, sino en la formulación de un ideal moral y social.101
Sin embargo, habría que matizar, toda «descripción»
de las presuntas ventajas o desventajas de la «igualdad»,
por seguir con el ejemplo, no es valorativamcnte aséptica,
sino contextual y tácitamente valorativa y prescriptiva.
De hecho, curiosamente, Bottomore, ofrece el modelo
de justificación que en nuestra ética prometeica se lla­
mará, precisamente, moral. Asi, al efecto, afirma que, de
hecho, podemos optar por la igualdad y aunque al hacerlo
tengamos que prestar atención a cuestiones fácticas res­
pecto a la viabilidad de la idea y los medios para ponerla
en práctica, en última instancia, la justificación de nues­
tra opción no se reducirá a ningún hecho fáctico sino que
se basará en un aserto razonado respecto a que la bús­
queda de la igualdad producirá una sociedad mejor," lo
cual está a un paso de distancia del utilitarismo cuasi-
idealista de Mili (en expresión de J.J.C. Smart) o del uti­
litarismo idealista de Moore. En cualquier caso, se con­
serva el esquema utilitarista de «bueno» en cuanto útil o
conducente a mejoras de una u otra índole.
La ética prometeica incorpora el esquema utilitarista
en su definición de salud moral respecto a los grupos socia­
les. Ahora bien, si nuestra definición de la «salud moral»
depende del esquema utilitarista adoptado, se plantea la
10. Bottomore: Elites and Society, pp. 130-131.
11. Ibid., p. 131.

34
siguiente cuestión: ¿Es posible justificar racionalmente el
esquema utilitarista?
Bentham responderá, al efecto, que no es susceptible
de demostración, ya que lo que se usa para justificar todo
lo demás no puede ser ello mismo justificado. La cadena
de pruebas tiene un final, más allá del cual es imposible
avanzar en nuestras justificaciones.12
Argumento que aparece repetido y ampliado en el Uti-
litariattism de J.S. Mili, al indicar este autor que los últi­
mos principios no son susceptibles de prueba mediante el
razonamiento; tanto si se refieren a primeros principios
del conocimiento como de la conducta, si bien en el caso
del primer tipo de principios siempre se puede apelar a
otras fuentes justificativas, como, por ejemplo, nuestros
sentidos o nuestra conciencia interna.13
Mili, sin embargo, pretende avanzar un paso más allá
de Bentham y, siguiendo el paralelismo con los primeros
principios de la ciencia, que tienen en último extremo un
punto de referencia o revalidación, intenta encontrar algo
semejante respecto a los principios de la conducta. Y esa
última instancia es, ni más ni menos, los deseos del hom­
bre, que se erigen como jueces últimos de la conducta de­
seable a nivel colectivo.
Así, para Mili, la única prueba de que algo sea deseable
es que, de hecho, la gente lo desee,14 lo cual motivó que
fuese acusado de incursión en la «falacia naturalista», por
parle de G.E. Moore, por haber confundido Mili, según la
apreciación de Moore, el significado de «deseable» con el
de «deseado».
Posiblemente, en efecto, existe una pequeña debilidad
en la argumentación de Mili, que ha sido denominada «fa­
lacia de composición»,15 cuando afirma que no puede
12. Bentham: An Inlroduction to the Principies of Moráis and Legis-
latían, cap. 1, p. 13.
13. Mili, op. cit., p. 308.
14. Ibid., p. 309.
15. Véase Hudson: Modem Moral Philosophy; versión cast. La filo­
sofía moral contemporánea, p. 82.

35
darse ninguna otra razón de la deseabilidad de la felicidad
general, excepto el que cada persona desea su propia feli­
cidad.
La «falacia de la composición» consistirá en que Mili
supone que «del hecho, si es un hecho, de que la felicidad
de A (FA) sea un bien para A, la felicidad de B (FB) sea un
bien para B y la felicidad de C (FC) sea un bien para C, se
sigue que la entidad FA más FB más FC sea un bien para
todos y cada uno de A, B y C, respectivamente».16
Se ha sugerido, por parte de Ryan, sin embargo, otra
posible interpretación que me parece más aceptable. Se­
gún ella, Mili intentaba deducir el principio de la mayor
felicidad de dos fuentes distintas:
a) el deseo generalizado de todo individuo de conse­
guir su felicidad;
b) el principio de universalizabilidad, que yo deno­
mino de imparcialidad.
La argumentación de Mili sería, entonces, la siguiente:
en cuanto ser sintiente, todo hombre desea su propia feli­
cidad.
En cuanto ser racional, todo hombre reconoce que to­
dos los demás tienen tanto derecho a la felicidad como ¿1
a la suya.
En cuanto ser sintiente y racional, por tanto, todo hom­
bre debe (lógicamente) reconocer que el fin moral último
es la mayor felicidad equitativamente distribuida.17
O, como Dryer indica en «Mills Utilitarianism* (en
réplica a los que critican a Mili por inferir del hecho de
que cada uno desea su felicidad particular que, por con­
siguiente, todo el mundo desea la felicidad general), Mili
no infiere que la felicidad general sea deseada. Más bien lo
que Mili mantiene, de acuerdo con la interpretación de
16. ¡bíd.. p. 82.
17. Ryan: «Mili and the N aturalistic Fallacy», Mind, LXXV, 1966,
pp. 424-425.

36
Dryer, es que si la felicidad de A es intrínsecamente desea­
ble, y la felicidad de B y C, también intrínsecamente de­
seables, entonces la «suma» de dichas felicidades será
también intrínsecamente deseable.18
Por lo demás, en la teoría ética contemporánea existe
un fuerte paralelismo con la posición de Mili en la obra de
Brandt que intenta, asimismo, buscar unos elementos que
sirvan de referente a los principios de la conducta, del
mismo modo en que los datos aportados por la observa­
ción sirven de referencia a los principios del conoci­
miento, encontrándolos en los deseos o «actitudes» hu­
manas, actitudes que han de ser «cualificadas» en deter­
minados sentidos.19
En cualquier caso, es posible mantener con Bentham
y Mili la aceptación casi universal del principio de la ma­
yor felicidad que aquí presento como paradigmático de la
salud moral (y me atrevería a añadir que mental) de una
sociedad.
Efectivamente, Bentham estima que los hombres son
llevados por su constitución natural a aceptar este prin­
cipio, incluso insconcientemente, tan arraigado se en­
cuentra en ellos,20señalando la imposibilidad, incluso, de
argumentar en contra de este principio utilitarista, sin
apelar a razones que son ellas mismas utilitaristas.21
Como Mili afirma, en el mismo sentido, el principio de
la mayor felicidad ha servido para conformar en gran me­
dida incluso doctrinas morales que rechazan despectiva­
mente su autoridad.22
Con referencia a la coincidencia entre la salud moral y
la salud mental, la salud ética y la salud psíquica, nada
más sugerente que los escritos de Erich Fromm, para
quien:
18. Dryer: «Mills Utilitarianism», en CoBected Works of J.S. Mili,
vol. 10, Essays on Ethics, Religión andSociety, p. LXXXIII.
19. Brandt: Ethical Theory, p. 242 y ss.
20. Op. cit., p. 13.
21. Ibtd., p. 14, par. 12 y nota d.
22. Mili, op. cit., p. 278.
37
La persona mentalmente sana es la persona productiva
y no enajenada: la persona que se relaciona amorosamente
con el mundo... que se siente a sí misma como una entidad
individual única, y al mismo tiempo se siente identificada
con su prójimo.23
Por supuesto que el aserto de Fromm es claramente
valorativo, como no podía ser de otro modo. Su validez
dependerá, en última instancia, de su ethical-appeal, es de­
cir, la fuerza de atracción que ejerza sobre nuestras dis­
posiciones morales; ethical-appeal que referida a nuestras
pro-attitudes básicas, en lenguaje de Nowell-Smith, es la
única prueba para refrendar o rebatir un postulado rela­
tivo a la salud mental o moral.

4) Socialmente modelable, o susceptible de ser normado


en sentidos diversos
Los sofistas fueron los primeros en diferenciar nomos
de fisis. Lo moral, lo normativo, no se corresponde nece­
sariamente con lo físico, aunque, indudablemente, sin una
base física no existe sociedad y, por ende, no existen leyes
o normas sociales o morales, por igual.
El hombre y la mujer pueden ser monógamos o polí­
gamos, se puede abortar (hoy en día con un índice elevado
de seguridad personal) o dejar de hacerlo, asumir creen­
cias ultra-terrenas, o no asumirlas. Comerse literalmente
unos hombres a otros, o no hacerlo. Comerse, en el sentido
metafórico de explotar, alienar a otros, o tomar la opción
contraria.
La naturaleza nos ha dotado con una serie de «pulsio­
nes» o «instintos» y nos ha dotado, también, de la flexibi­
lidad necesaria para desarrollarlos en un sentido u otro,
inhibirlos en uno u otro grado. El hombre «natural», por
23. Fromm: The Sane Society; versión cast. Psicoanálisis de la socie­
dad contemporánea, p. 228.
38
consiguiente, no es el que obra a instancias de sus impul­
sos inmediatos. Porque todo en el hombre es natural y
quizás una de sus condiciones más naturales, y en muchos
sentidos más perjudiciales, sea esa capacidad innata a la
que se ha referido Waddington en The Ethical Animal para
adquirir valores, para sublimar impulsos, etc.
Lo «moral» tiene el mismo origen que Ortega atribuye
a la Metafísica: «la situación del hombre en la vida es
desorientación, es estar perdido».24
Por otra parte, existen multitud de grupos de presión
intentando favorecerse a expensas de esta «desorientación
original». El hombre, en principio, puede ser cualquier
cosa, como sugería el conductista Watson (aunque habría
que hacer algunas matizaciones al respecto).
Como señala Ralph Linton:
Las personalidades humanas, usando el término en el
sentido más amplio, pueden ser modeladas hasta un grado
extraordinario por las culturas a las que están expuestos
los individuos durante su período de formación. La expre­
sión de casi todas las tendencias innatas puede inhibirse o
modificarse de tal modo que encuentre su expresión indi­
recta, socialmente aceptable.25
Esta cuasi-infinita maleabilidad de la conducta hu­
mana parecía, en principio, justificar cualquier tipo de
sociedad, al menos en términos biologicistas o «naturalis­
tas». Puesto que el hombre puede serlo todo, todo puede
ser para el hombre, podría colegirse.
Sin embargo, y aun a riesgo de incurrir en un «natu­
ralismo ético», habrá que afirmar que dentro de la malea­
bilidad del hombre existen límites que se refieren preci­
samente a las pro-altitudes humanas, que no pueden des­
cartarse. Como también Linton afirma: la posibilidad de
24. Ortega: Unas lecciones de metafísica, p. 29.
25. Linton: TheSludy ofMan: An Introduction; versión cast. Estudio
del hombre, p. 140.
39
modificación o inhibición de las tendencias del hombre
«no elimina las tendencias que inhibe o modifica: éstas se
conservan como factores que hay que tener en considera­
ción... Aunque nunca señalan una sola directriz como la
única posible en la evolución de los sistemas sociales, ha­
cen más fácil el desarrollo de unas que de otras e imponen
limites amplios a los patrones que acepta la sociedad».26
Por otra parte, no hay que olvidar el aserto de Fromm:
Las inclinaciones humanas más bellas, asi como las
más repugnantes, no forman parte de una naturaleza hu­
mana fija y biológicamente dada, sino que resultan del pro­
ceso social que crea al hombre. En otras palabras, la socie­
dad no ejerce solamente una función de represión —aun­
que no deja de tenerla— sino que posee también una fun­
ción creadora.2728
Aserto que es matizado más adelante, sin embargo, en
el sentido que antes indiqué al referirme a Linton:
Aun cuando no exista una naturaleza humana prefi­
jada, no podemos considerar dicha naturaleza como infi­
nitamente maleable y capaz de adaptarse a toda clase de
condiciones, sin desarrollar un dinamismo psicológico pro-

0, como también indica este autor en otra obra:


Es cierto, desde luego, que el hombre, a diferencia del
animal, da pruebas de maleabilidad casi infinita... Puede
vivir como hombre libre y como esclavo; rico y en lujo, y
casi muriéndose de hambre; puede vivir como guerrero y
pacificamente; como explorador y ladrón y como miembro
de una fraternidad de cooperación y amor.
26. Ibld., pp. 140-141.
27. Fromm: The Fear ofFreedom; versión casi. El miedo a la libertad,
p. 38.
28. Ibid., p. 40.
40
...Pero, no obstante estas pruebas, la historia del hom­
bre revela que hemos omitido un hecho: los déspotas y sus
camarillas dominantes pueden subyugar y explotar a sus
prójimos, pero no pueden impedir las reacciones contra ese
trato inhumano.
...el aserto de que el hombre puede vivir en casi todas
las situaciones no es sino media verdad y debe ser comple­
tado por este otro: que si vive en condiciones contrarias a
su naturaleza y a las exigencias básicas de su salud y el
desenvolvimiento humanos no puede impedir una reac­
ción: degenera y perece, o crea condiciones más de acuerdo
con sus necesidades.29
La cuestión, como se habrá podido apreciar, es suma­
mente ambigua y problemática. Por otra parte, los asertos
de Fromm están cargados de valoraciones («déspota»,
«degenera», etc.), si bien, por otra parte también, es cierto,
ello no los invalida del todo.
Tenemos que considerar, pues, dos aspectos: la socie­
dad que inhibe o desarrolla cualidades y actitudes y un
mínimo «natural» que hay que respetar en el hombre, so
pena, en caso contrario, de que sufra en demasía.
Desde los presupuestos hedonistas universalistas so­
bre los que se fundamenta la ética prometeica, la cuestión
no sería tanto encontrar el hombre «natural», como bus­
car qué es lo que hay en el hombre, «natural» o «artifi­
cial», que le haga más dichoso en una vida que no pode­
mos imaginar más que colectiva. (El lenguaje es el primer
principio de «colectivización», difícilmente podemos con­
siderar que exista un hombre sin algún tipo de lenguaje).
Los objetivos de una ética prometeica serían duales:
en primer lugar, socializar al hombre para que, incluso a
pesar de la naturaleza, a pesar de su naturaleza, pueda ser
feliz. Como Mili postula en «Nature», el hombre tiene
como deber corregir perpetuamente la naturaleza.30
29. Fromm: The Sane Society, versión casi., p. 23-24.
30. Mili: «Nature», en John Siuart Mili: Collected Works, vol. X, p.
402.
41
Es decir, habría que liberar al hombre de su fragilidad
y vulnerabilidad, desarrollando capacidades incipientes
que le hagan sentirse seguro de sí mismo y seguro en la
vida inter-subjetiva. En segundo lugar, los objetivos de
este tipo de ética, serían los de respetar aquello «natural»
del hombre, fuente de satisfacciones y útil para la convi­
vencia solidaria, que sólo un proceso de socialización
torpe veló o inhibió innecesariamente.
Respecto a este segundo cometido, podría formularse
la cuestión ¿para qué la necesidad de una ética normativa
(prometeica en este caso)? ¿No basta con que el hombre
actúe espontáneamente, buscando su máxima satisfac­
ción?
McShea contiende, al efecto, lo que parece ser a pri­
mera vista paradójico, pero no lo es tanto ort second
thought: el conocimiento de lo «natural» no es auto-evi­
dente.31
El hombre condicionado y manipulado por los mass-
ntedia, amén de una serie cuasi-infinita de agencias socia-
lizadoras, ha perdido, o no ha encontrado todavía, la pista
que le conduzca hacia la realización de sus intereses ge-
nuinos, intereses que habrían de coincidir necesariamente
con su felicidad.
La pregunta es insoslayable, sin embargo, ¿existe,
acaso, un parámetro objetivo de felicidad? Esta es otra de
las muchas cuestiones espinosas con que nos topamos
siempre que planificamos un estudio global de la con­
ducta del hombre. Posiblemente, como ocurre con otros
muchos términos, contenga a la vez elementos descripti­
vos y valorativos. Pero ese es un debate que de momento
habrá que aplazar.
Lo que ahora me interesa señalar es el carácter inelu­
dible de lo moral, como un factum subyacente a la convi­
vencia humana, que tiene sus raíces en la indeterminación
y plasticidad de la conducta de los seres humanos.
31. Op. cit., p. 396.
42
La salud mental y, por ende, la salud moral se encami­
nan a la búsqueda de aquellos aspectos más o menos «na­
turales» en el hombre, a fin de liberar los que han sido
sofocados innecesariamente, fomentar y desarrollar todos
cuantos contribuyan a la mayor satisfacción del indivi­
duo, consigo mismo y con los demás. Las necesidades in­
dividuales y los desiderata sociales son los dos polos entre
los que fluctúa y media el filósofo, con el objeto de atender
a los intereses de ambas partes.

5) Susceptible de crear, hasta ciertos límites, exigencias


de responsabilidad en los agentes
El presente apartado no es sino un corolario del ante­
rior. A un hombre no podemos responsabilizarle de tener
hambre, sueño, deseos sexuales, frustraciones, malestar,
malhumor, ira, etc., al menos en la medida en que estos
estados de hecho se originan independientemente de su
voluntad. Lo moral surge propiamente en el ámbito de
aquello en que el hombre puede, con mayor o menor
fuerza, intervenir. Es en el ámbito de lo «ambiguo» e «in­
determinado» donde se enseñorea lo moral y donde la
ética prometeica, como las éticas clásicas, echa sus raíces.
La responsabilidad del individuo no es, aunque a pri­
mera vista parezca lo contrario, sino la otra cara de la
característica reseñada en el apartado anterior, relativa
al carácter de ser susceptible de ser normado en sentidos
divergentes, como propio de lo moral.
Repito que, a primera vista, ambos aspectos parecen
mutuamente excluycntes. Puesto que el individuo es so­
cializado de acuerdo con un rol y un status impuesto por
la sociedad, que conllevan una serie de obligaciones o mo­
dos de actuación, parecería un tanto peregrino exigirle
responsabilidades por actuar como se le ha hecho actuar,
o por ser como ha sido hecho por las agencias socializa-
doras.
43
Fue mérito de Kant el haber señalado que la filosofía
práctica tenía como presupuesto la libertad del hombre.
Cierto que Kant se refería, preferentemente, a su libertad
frente a lo empírico-sensorial-contingente, pero, de algún
modo, aludía también a una cierta libertad del individuo
frente a las leyes establecidas.32
Skinner en Beyond Freedom and Dignity ha puesto én­
fasis, aunque en exceso, en los factores ambientales como
eximentes de la responsabilidad. Como él afirma: «un
análisis científico transfiere tanto el mérito como el de­
mérito al ambiente».33Pero esto es demasiado, a mi enten­
der. El ambiente no tiene mérito ni demérito, porque el
ambiente no es sino la confluencia de voluntades de gru­
pos o personas distintas.
Los ambientes no se crean por generación espontánea
ni tienen entidad propia, distinta y separada. Los ambien­
tes son las intenciones, los deseos, los logros y afanes de
individuos. Por tanto, hay siempre «álguienes» detrás
de los ambientes que han de ser responsabilizados de los
mismos.
En cierto sentido, existe un gran paralelismo, que
Skinner probablemente ignora, entre su tentativa y la de
Spencer. Este último autor pensaba que la «evolución» se
encargaría de lograr los mecanismos adecuados, para que
la conducta «natural» espontánea fuese del tipo aproxi­
mado que denominamos «moral»(que armonice intereses
individuales y colectivos, por ejemplo).
Skinner, tan víctima de la tecnología contemporánea
como Spencer del lamarckianismo de su tiempo, espera
encontrar en una «tecnología de la conducta» el remedio
de las lacras sociales y morales. Así afirma, no sin cierta
dosis de verdad, que «no hay razón por la que deba im­
pedirse el progreso en busca de un mundo en el cual la
gente pueda comportarse bien automáticamente. El pro-
32. Kant: Crítica de la razón práctica, par. 6.
33. Skinner, op. cit.; versión cast., p. 32.
44
blema no es inducir a la gente a ser buena, sino a que se
comporte bien».34
De hecho las fuerzas sociales están trabajando al am­
paro de la técnica en el sentido propugnado por Skinner.
Todas quieren que la gente se comporte «bien». El pro­
blema radica, precisamente, en qué razones hay para jus­
tificar lo que unos y otros entienden, distinta y diferencia-
damente, por «bien».
Desde cierto punto de vista parece, desde luego, más
útil y pragmático que un individuo se comporte «bien» a
que sea «bueno». De este modo el utilitarismo, cuando
menos en Mili, si bien no se desentendió del todo de la
intencionalidad del agente, acentuó con más fuerza la im­
portancia de promover conductas buenas que «buenas vo­
luntades». El núcleo de la cuestión radica en si es posible
promover conductas buenas con voluntades no ya malas,
sino incluso indiferentes al bienestar y la mejora social.
Parece haber un consenso bastante generalizado res­
pecto a la necesidad de cambiar las estructuras, con el
objeto de que la sociedad mejore, entendiéndose «mejore»
dentro de un paradigma axiológico que generalmente in­
volucra conceptos como: igualdad, libertad, solidaridad,
etc., etc., por ambiguos y laxos que tales términos descrip-
tivo-valorativos sean. Sin embargo, día a día, parece irse
acentuando la sospecha en la que Erich Fromm había
puesto énfasis, en su crítica a Marx, a saber, que sin el
cambio interior y moral de los agentes humanos los cam­
bios económicos no bastan para lograr la «sociedad
buena».35
O, como ya había anunciado Proudhon en una carta a
Jules Michelet de enero de 1860:
El viejo mundo está en un proceso de disolución... y sólo
se le puede cambiar con una revolución integral en las
ideas y los corazones.36
34. ¡bíd., p.90.
35. Fromm: The Sane Society; versión cast., pp. 220 y 225.
36. Citado en Fromm: The Sane Society; versión cast., p. 210.
45
Por supuesto que tenemos que ser sumamente cautos
al proclamar la «libertad» del hombre, su responsabilidad
moral. Las agencias sociales suelen ser tan poderosas que
el margen de libertad de elección es a veces ciertamente
mínimo. De ahí que Fesulte más digno de alabanza todo
intento de «liberación». Porque lo que Skinner no pudo
comprender es que: a) no existe sociedad «buena» sin
hombres felices; y b) no existen hombres felices sin liber­
tad moral.
Una de las facetas más atractivas de la ética existen-
cialista es, precisamente, que a diferencia de la utilita­
rista, más que concentrarse en señalar que la felicidad es
la base, la justificación de la ética y la moralidad en ge­
neral, sin desentrañar demasiado exhaustivamente qué es
la felicidad, la ética existencialista, por el contrario, cons­
tituye una búsqueda apasionada y sugestiva de la felici­
dad del hombre en la autenticidad, la auto-identificación,
el sentirse uno mismo, descubriendo así una, sino la ma­
yor, de las fuentes de satisfacción que al ser humano le
han sido dadas.
Como afirma Simone de Beauvoir:
Nada es útil si no es útil al hombre. Nada es útil al
hombre si éste no está en condiciones de definir sus propios
fines y valores, si no es libre. Sin duda un régimen de opre­
sión puede realizar construcciones que servirán al hombre:
le servirán sólo el día que sea libre de servirse de ellas...37
De igual manera, probablemente, una «tecnología de
la conducta» puede hacer hombres más laboriosos, más
cooperativos, pero si estos hombres no son lo que son por­
que quieren serlo, no podrán contribuir a una sociedad
feliz, ya que ellos mismos habrán perdido su oportunidad
vital de ser felices. Y es difícil imaginar en qué podría
consistir una sociedad «feliz» cuyos miembros son autó­
matas, estúpidos e ignorantes de una de las fuentes de
37. Op. cit., p. 101.
46
poder humano más satisfactorias: el poder de elegir, siem­
pre dentro de unos límites, nuestro propio Way of Ufe,
nuestro «estilo de vida».
La ética normativa prometeica se concibe, por su­
puesto, no como una «tecnología de la conducta», o una
obra de «ingeniería social», destinada a fomentar ambien­
tes más propicios para motivar conductas socialmente
funcionales. Por el contrarío, se cimenta en la radical am­
bigüedad humana, que implica seres llamados a elegir no
gracias a, sino a pesar de, los grupos de presión y las agen­
cias socializadoras.
La salud moral, y por añadidura la mental, que persigue
esta concepción de la ética, tiene como objetivo no la crea­
ción de una sociedad sin problemas, sino el ayudar a for­
mar individuos creativos, con imaginación y sentimientos
suficientes para, sin traicionarse a sí mismos y sus liber­
tades, asumir su responsabilidad, tener cuidado de sí mis­
mos, «pastores del ser», al modo heideggeríano, coope­
rando a un mundo de individuos más libres, igualmente
responsables ante sí mismos, diáfanos ante el espejo de su
propio ser. Alegres ante la propia imagen creada, no re­
petida o estereotipada.
En suma, la salud moral y mental se derivarían no de
la igualdad en la uniformidad, sino de la cooperatividad
en la tolerancia del pensamiento disidente.

47
EL ANIMAL MORAL

Waddington ha bautizado al hombre como the ethical


animal. De animal «racional» le había calificado Aristó­
teles, como es bien sabido. Indagar sobre qué clase de ani­
mal es el hombre sería ciertamente un trabajo ambicioso
que excedería los límites y pretensiones de esta investi­
gación.
Lo que aquí se quiere reseñar simplemente es que, al
margen de sus muchas otras facetas, el hombre es «el ani­
mal moral», aunque ello no impida que sea al mismo
tiempo el animal «racional». Quizás, y adelantando ideas
que serán desarrolladas posteriormente, podríamos decir
que, precisamente, en gran medida, el hombre es racional
en cuanto que moral y moral en cuanto que es racional.
Aunque ahora pueda resultar este aserto un tanto dog­
mático, la discusión posterior esclarecerá y justificará
esta afirmación. De forma reducida y anticipatoria qui­
siera adelantar que el hombre es racional en cuanto que
peculiarmente sintiente, esto es, con unos sentimientos
peculiares y determinados, y en cuanto que es moral, es
decir, más o menos libre y más o menos necesitado de
sujetarse a normas elegidas y/o aceptadas o asumidas.
48
Que el hombre es un «animal moral» implica que di­
fiere de todo el resto de los animales en poseer unas pautas
de conducta que han de ser aprendidas, asumidas o recha­
zadas. El postulado de la «moralidad» como atributo o
condición humana implica la condición de la libertad
existencial, que tuvo tanto énfasis en los escritos de Sar-
tre, por poner un ejemplo, o en los de los sociólogos Dar-
hendorf o Berger, entre otros.
Por supuesto que reconocer este «mínimo de libertad»
o esta condición de apertura de la condición humana, sus­
ceptible de adoptar normas distintas de vida, no prejuzga
necesariamente la disputa que afrontaré después en rela­
ción con el tema de la «responsabilidad moral». Es decir,
aun admitiendo un cierto grado de «libertad» o «indeter­
minismo» en la condición humana, podríamos llegar a
concluir que esta libertad se encuentra tan atada y vigi­
lada que el hombre no es ciertamente responsable de sus
actos. Pero este será tema a debatir más adelante.
Ahora me interesa destacar que el hombre aun sin ser
necesariamente una «tábula rasa» en la que cualquier
cosa pueda ser escrita, posee una estructura polimorfa,
susceptible de ser remoldeada de modo diverso.
La gloria y la cruz de la humanidad, la fuente de per­
plejidades, afectos y fidelidades, lealtades, animadversio­
nes, etc. radica primordialmente en esta estructura moral
constitutiva.
Un estudio de la personalidad, o de la conducta hu­
mana, en cualquiera de sus facetas implica que se tengan
en consideración los aspectos morales que confieren al ser
humano su identidad peculiar. Extraño y alarmante pa­
rece, en efecto, que motivaciones más gremiales que cien­
tíficas hayan llevado a compartimentalizar los problemas
de la conducta humana. Lo que Kohlberg indica en rela­
ción con el carácter interdisciplinario de la educación mo­
ral, que requiere la integración de perspectivas psicológi­
cas, filosóficas, sociológicas y políticas, podría quizás afir­
marse respecto del estudio del hombre que deberá preten-
49
dcr aunar los resultados procedentes de las ciencias socia­
les, la filosofía y la política.1
Es, precisamente, a causa del carácter moral del hom­
bre por lo que un estudio supuestamente «científico», en
el sentido de la «ciencia natural», sería siempre incom­
pleto. El hombre no es nunca algo acabado, sino un pro­
yecto de ser, dicho con los existencialistas o con Ortega. Y
dado que este proyecto no está determinado en su totali­
dad, puesto que existe un momento de decisión, de etiga-
gement, es preciso que el hombre «sepa a qué atenerse», y,
como quiera que no existe un modelo único a adoptar y
que la vida puede vivirse de modos múltiples, le va mucho
al hombre en ese acto decisorio o de «compromiso» por el
cual opta por un sistema u otro de conducta. Dado, ade­
más, que cada acto que ejecutamos engendra una serie de
hábitos que configuran nuestra personalidad, dado, tam­
bién, que existe un proceso casi irreversible, de forma que
una vez constituidos estos hábitos resulta muy difícil li­
beramos de ellos,12 no es banal ni gratuito ninguno de
nuestros «gestos» ni es banal ni gratuita ninguna de nues­
tras decisiones.
Lo moral, dicho de una forma amplia y laxa, constituye
todo aquello que nos convierte en seres diferenciables. Los
demás animales, distintos al hombre, no son morales en
la medida en que sus conductas están mediatizadas por su
pertenencia a una especie. En la medida en que no pueden
menos que comportarse de una manera u otra no pueden
participar del ámbito de lo moral. Quizá, sin embargo,
afirmar, sin más matizaciones, que el hombre es el único
animal con capacidad para adoptar más o menos volun­
tariamente pautas de conducta sea un tanto exagerado.
Aquí, como en la cuestión de la racionalidad, tal como ha
sido discutido por Fcrrater Mora (De la materia a la razón)
1. Kohlberg: The Philosophy of Moral Development, vol. I, Harper
and Row Pub. N. York, 1981, p. X.
2. Véanse Dewey: Naturaleza humana y conducta; y Aristóteles:
Ética a Nicómaco.
50
o Singer (Practical Ethics) se trata de una sutil frontera
que nos separa del resto de nuestros compañeros anima­
dos. La racionalidad como la moralidad no aparecen de
pronto en la especie humana sino que se desarrollan a
través del mundo animal, y encuentran en el hombre su
expresión más destacada.
Lo que importa, en cualquier caso, es que lo moral es
el elemento que permite las múltiples diferencias cultu­
rales e individuales. Individuos de distintas culturas son
distintos por su pertenencia a distintos sistemas axioló-
gicos. Y aun dentro de cada cultura, sobre todo cuando las
capacidades intelectivas han sido suficientemente desa­
rrolladas, los individuos de una misma cultura se diferen­
cian entre sí porque han asumido en grado diverso las
distintas normas prevalecientes en el grupo o porque han
sido capaces de crear e innovar normas diferentes.
Parsons, el sociólogo funcionalista americano, ha des­
tacado cómo la vida en comunidad implica un sistema de
normas compartidas. No juzgaré aquí los méritos o de­
méritos del funcionalismo y su tendencia a obviar el pro­
blema permanente del conflicto. Existe una parte impor­
tante de verdad en el aserto de Parsons, cualesquiera que
sean sus restantes logros a nivel científico o político-so­
cial.
Para mí el aserto parsonsiano es significativo y reve­
lador. Sólo, efectivamente, en una comunidad donde las
normas sean compartidas sería posible la convivencia no
beligerante.
De hecho lo que une o separa a los hombres entre si,
son sus respectivos sistemas de valores. En rigor, desde
luego, no todo «valor» es de suyo un «valor moral», pero
las fronteras son tenues y a veces diseñadas artificiosa­
mente. De momento preferiré hablar de lo moral, lo va­
lioso, lo normativo, o las creencias o postulados axiológi-
cos, como un conjunto indiferenciado, aunque llegado el
momento será preciso delinear qué normas, qué valores y
sistemas son o pueden ser llamados más propiamente
«morales».
51
Anticipo, pues, que utilizaré «lo moral» en un doble
sentido. Cuando no lo especifique expresamente, enten­
deré por moral todo el conjunto de valores, pautas y nor­
mas de conducta que son «elegibles», dentro de un marco
más o menos amplio de posibilidades. Cuando así lo es­
pecifique tomaré «lo moral» en un sentido más restrin­
gido, del que hablaré en un próximo capítulo.
Mi uso amplio o laxo de moral tiene como principal
cometido afirmar la estrecha vinculación entre la estética
y la ética, aunque tomaré mis precauciones a fin de no
caer como Moorc en una moral «estcticista*.3 En cual­
quier caso es importante resaltar que la posibilidad o im­
posibilidad de la convivencia y de la comunicación hu­
mana pasa por un mínimo de valores compartidos. No es
preciso que a todos nos gusten los atardeceres ni la música
sinfónica o «rockera». Por el contrario, la existencia hu­
mana deriva gran parte de su interés del intercambio de
pareceres al respecto y en la diversidad de matices relati­
vos a lo que es bello, interesante, o a lo que vale la pena
hacer o promover. Pero tal intercambio presupone, sin
embargo, un mínimo de intereses comunes a fin de que
sea posible la comunicación.
Una cosa aparentemente tan banal como una reunión
animada, o una conversación entretenida exigen una pla­
taforma o sustrato común de valores de referencia.
Es un tópico afirmar que cuando un inglés no sabe de
qué hablar, hablará del tiempo atmosférico. Pero la afir­
mación podría extenderse a hombres de muy diversas na­
cionalidades. Lo tedioso de las conversaciones acerca del
tiempo es que implican de alguna manera que los seres
que se comunican no tienen en común mucho más que
unas determinadas sensaciones frente al frío, el calor, la
nieve o la lluvia. Cuando los conversantes sean lo suficien­
temente hábiles buscarán de algún modo abandonar
cuanto antes el comentario acerca del «terrible calor» o
3. Moore: Principia Ethica.
52
«el frío insoportable» para establecer algún otro tipo de
nexo intercomunicativo que haga alusión a intereses más
vitales.
La vinculación entre lo estético y lo ético es evidente
por partida doble. No sólo la estética penetra en el área de
lo moral, sino que lo moral determina los valores estéti­
cos. La belleza de un Othello shakespeariano viene deter­
minada no sólo por la cadencia o musicalidad de un len­
guaje armonioso, sino por la trama humana de aspiracio­
nes, recelos, fidelidades, sospechas, etc., etc. La obra de
arte, se ha dicho, no tiene por qué suponer un «compro­
miso» moral o político. Pero, en un sentido amplio, las
obras de arte que no remuevan sentimientos relativos a
los afectos más profundos que componen los estratos úl­
timos de lo que constituye la moralidad, suelen ser obras
de puro virtuosismo que no prenden en los humanos, que
no les conmocionan, y que por ello difícilmente se mantie­
nen en el tiempo.
Por supuesto que lo «bello» no se reduce a lo «bueno»
sino que son términos que solapan, que se entrecruzan. Ni
ética sin estética, ni estética sin ética. Lo moral en sentido
amplio abarcaría ambas polaridades. Lo «puramente es­
tético» haría referencia a valores más individuales, mien­
tras que lo «ético» apelaría a valores más sociales. Aunque
aquí, como siempre, se trataría de sutiles fronteras que
habría que matizar, pues no existen opciones estricta­
mente individuales, es decir, que de alguna manera no
compliquen a los demás, no los condicionen o coaccionen.
El hecho de que el hombre sea «el animal moral» o al
menos «el más moral» de los animales, es indicativo de la
relevancia del estudio y reflexión acerca de la moralidad.
No se trata, como se malentiende muchas veces, del
estudio de los sistemas coercitivos restrictivos que el Todo
impone a sus partes indefensas.
Lo moral, por el contrario, o por lo menos al tiempo,
es a la vez que limitación, posibilidad, no sólo constreñi­
miento sino apertura. No sólo condena o esclavitud, sino
libertad.
53
Por supuesto que históricamente ha habido, y es de
sospechar que seguirá habiendo, diversas «moralidades»,
lo cual no deja de ser estimulante por otra parte.
Es la propia posibilidad de «moralidades» diversas lo
que confiere un atractivo peculiar a la existencia humana,
y lo que da lugar a la propia existencia de la Filosofía
Moral, como discurso moral de segundo orden o reflexión
discursiva con respecto al universo moral.
La moralidad, repito, constituye un objeto de estudio
preferente para todo el que se ocupa de la condición hu­
mana.
Por poner un ejemplo, la ejecución de roles, la osten­
tación de status, etc., los problemas de anomía, confor­
midad, conflicto social, etc., o el problema del cambio, que
son temas pivotes en el estudio de la sociología a la vez
que complementan los estudios sobre el hecho moral rea­
lizados desde otros frentes, deben a su vez tener en cuenta
esta cualidad peculiar del ser humano, como ser suscep­
tible de ser «moralizado» o de optar por diversos sistemas
normativos.
Cualquier estudio psicológico y/o psiquiátrico, por
otra parte, no puede descuidar el ingrediente moral como
constitutivo de los determinantes o capas más profundas
de la personalidad. El sentimiento de culpa magistral­
mente estudiado por Frcud, o en nuestros lares por Casti­
lla del Pino, pone de manifiesto solamente un aspecto de
la estructura moral del ser humano. Lo que no se ha te­
nido, sin embargo, excesivamente en cuenta, a no ser en
determinadas éticas hedonistas, es que el hombre sufre y
goza, precisamente, en virtud de su «ser moral». El senti­
miento de auto-estima o la indignación moral son aspec­
tos que no pueden ser desestimados a la hora del estudio
de la conducta o de la personalidad humana.
Resultan, por consiguiente, simplistas las teorías psi­
cológicas, sociológicas, educativas o políticas que consi­
deran únicamente al hombre como un ser de «pulsiones»
(drives) más o menos egocéntricas o anti-sociales. El hom-
54
bre se ocupa ciertamente de sí, lo cual es por demás desea­
ble desde la óptica que aquí he adoptado, pero además ese
ocuparse en sí mismo es un «cuidado de sí» que tiene con­
notaciones morales. Por supuesto, si hemos de hacer caso
a los estudios de Kohlberg, sólo en el estadio 6 del desa­
rrollo moral del hombre se alcanza este sentimiento que
lleva a preocuparse especialmente por evitar la auto-con­
dena o la auto-desestimación. Es decir, sólo mediante una
educación adecuada de las posibilidades morales del
hombre podemos sacar a la luz, a la manera de la mayéu-
tica socrática, a este ser moral que se nos presenta encar­
nado en la propia figura de Sócrates, como representativo
de uno de los aspectos más atractivos de la personalidad
humana (el término «atractivo» aquí tiene por supuesto
connotaciones altamente valorativas y presupone los
principios axiológicos que subyacen a este trabajo).
Por otra parte, el sentimiento de indignación moral,
que, como Piaget ha estudiado, ya es sentido por los niños
de alguna manera, nos muestra que el sentimiento de «jus­
ticia» no es totalmente una invención de los más astutos
para coaccionar nuestras voluntades, como mantenía el
sofista oligarca Cridas.
En relación con la «moralidad» como «superestruc­
tura» o ideología se han d.esarrollado históricamente dos
posturas contrapuestas, anticipadas por Platón. Por una
parte la de Trasímaco, en La República, donde mantiene
que la ley moral está al servicio de los poderosos, y que
tiene su eco en posiciones marxistas al respecto. Por otra,
la de Calicles en el Gorgias, donde intenta defender que la
naturaleza humana demuestra que es justo que el que vale
más tenga más que otro que vale menos, aun cuando las
leyes (la moralidad) hayan sido decretadas por los más
débiles para protegerse de los fuertes, legítimos poseedo­
res del poder y la «superioridad», doctrina que adelantará
de alguna manera la posición nietzscheana.
Por lo que a mí respecta, considero que ambas versio­
nes no se excluyen mutuamente sino que explican la gé-
55
nesis de diversos sistemas regulativos de la convivencia
humana. En cualquier caso, el sentimiento de «auto-es­
tima» o la «indignación moral» ante la injusticia (sea lo
que sea lo que entendamos por este término) apuntan a
interpretaciones y explicaciones más complejas del desa­
rrollo histórico de las moralidades.
Para terminar este breve capítulo introductorio sólo
quisiera señalar que el sentimiento de «indignación mo­
ral» es sumamente complejo. No sólo abarca la «indigna­
ción frente a la injusticia», sea cometida contra nosotros
mismos o contra otros (y esto en razón de sentimientos de
«sympatheia» que estudiaré en otro momento), sino que
abarca otra serie de sentimientos mucho más complejos
que apuntan a aspectos varios de la estructura humana.
Por una parte nos «indignamos» cuando los demás no
aceptan nuestro código normativo o cuando propugnan
otro que va en contra del nuestro propio. Dentro de una
teoría marxista simplista podría decirse que los «intereses
morales» son «intereses de clase». Es decir, nos domina el
deseo de poder, dicho hobbesianamente, y sufrimos y nos
indignamos cuando un sistema de normas pone en peligro
nuestras prerrogativas o las ventajas que disfrutamos en
el orden social establecido. No deja de haber mucho de
verdad en esta versión que he denominado «simplista».
Pero los hechos, sin embargo, son mucho más complejos
y, sin entrar ahora en la controversia de quién determina
a quién, de si la moral influye en la infraestructura, o a la
inversa, si habría que decir que no es sólo la pertenencia
a una clase sino el grupo de referencia, por decirlo con
Merton, lo que determina nuestro sistema de valores. La
indignación moral tiene que ver con los valores asumidos,
los cuales a su vez dependen de numerosas variables, entre
las que cabe reseñar la pertenencia a una clase social o
grupo determinado, amén de otras circunstancias nada
desdeñables, como grupos de referencia, o la propia idio­
sincrasia de cada individuo.
56
En cualquier caso la «moralidad» o el «hombre como
animal moral», suscita tal variedad de problemas que ha­
rán que hayamos de desarrollarlos paulatinamente.
Como conclusión final habría que señalar que «moral»
no es sinónimo alguno de «coerción» «inhibición», etc.,
como ya he anticipado, aunque algunos sistemas morales
hayan pretendido históricamente estos objetivos. Lo «mo­
ral» en sentido muy amplio es el factor de indetermina­
ción e individualización. Lo que nos hace y hace posible
que seamos distintos y únicos. La moralidad es la capa
más profunda de la «humanidad» si por este término en­
tendemos, existencialmente, la propiedad de ser «libres»
y «autodeterminados». Por supuesto que la «moralidad»
implica, asimismo, un sentido gregario, un tender a agru­
parnos en tomo a normas establecidas y compartidas por
los demás.
En principio, la «moralidad» o el hombre como animal
moral, no es más que un hecho más o menos bruto, del
que podremos sacar unas u otras consecuencias, del que
podremos obtener un tipo u otro de seres humanos, de
acuerdo con la utilización que hagamos de esta posibili­
dad de libertad/conformidad. La exasperación o indigna­
ción moral pueden dar lugar a la intransigencia con los
demás o la transformación de estructuras injustas.
En principio ser «moral» como ser «racional» son tér­
minos valorativos, pero que tienen como fundamento un
hecho: el hombre puede, dentro de ciertos límites, darse
normas de vida. El cómo y para qué lo haga marcará el
tipo de «moral», en sentido descriptivo restrictivo, que
tendrá vigencia en una sociedad determinada.

57
LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD MORAL

«La moral es el triunfo de la libertad


sobre la facticidad.»
S. de B e a u v o ir

Como se indicaba en el capítulo anterior, la moralidad


en su sentido más laxo presupone un ámbito de indeter­
minación, o lo que venía a ser igual, una suerte de «liber­
tad originaria» en el hombre, frente al carácter más aca­
bado del resto de los animales.
Esta característica humana es, precisamente, uno de
los aspectos que han sido más destacados en la filosofía
existencialista. Que la existencia precede a la esencia, y
no al revés, como se concebía tradicionalmente, presu­
pone en el pensamiento sartreano que el hombre, a dife­
rencia de los objetos «construidos» y programados de
acuerdo con una teleología determinada, posee, por el pro­
pio hecho de existir, la facultad de autoprogramarse, auto-
determinarse y marcarse sus propias metas o fines.1
El existencialismo, sin embargo, no consiste en modo
alguno en la constatación de hechos relativos a la condi-1
1. Véase, por ejemplo, Sartre: El existencialismo es un humanismo.
58
ción humana, sino más bien en la formulación de deside-
rata acerca de cómo deberíamos ser y actuar. A lo sumo,
la doctrina existencialista, por muy atractiva que pueda
resultarnos, sólo constituye un indicador de un tipo más o
menos aceptado de concepción del mundo.
La pregunta que nos haremos, para comenzar, es la de
en qué medida el hecho de la «libertad originaría», o in­
determinación del ser humano, comporta la libertad mo­
ral, que tendría como correlato la exigencia de responsa­
bilidad y la asignación de premios y castigos verbales o de
otra índole correspondientes a las nociones de alabanza y
censura.
Por supuesto, la respuesta que ofrezcamos a este inte­
rrogante tendrá importantes consecuencias prácticas en
una pluralidad de campos convergentes: la esfera educa­
tiva, legislativa, política, etc., etc.
De alguna manera, como suele ocurrir con los demás
temas propios de la filosofía moral, se trata más que de un
problema, de una plétora de cuestiones que, de algún
modo, inciden en multitud de temas. Así, de algún modo,
la temática de la responsabilidad moral colinda con la de
la educación o desarrollo de los valores morales, o con la
cuestión polémica formulada desde La República de Pla­
tón, hasta nuestros días de ¿por qué ser moral? A su vez
supone también un lema que será objeto de estudio pos­
terior, tal como es el referente al Relativismo Moral. En el
supuesto de un relativismo extremo o de un no-cognosci-
tivismo radical sería realmente ocioso el tema de la res­
ponsabilidad moral. Al preguntamos si los hombres son
responsables moralmente parece que damos ya por sen­
tado, de algún modo, tal como es mi caso personal, que
existe algún tipo de «forma» o «sustrato» moral, más o
menos aceptable universalmente y en relación con el cual
son exigibles unas responsabilidades. Por supuesto que un
determinado «relativismo sociológico» sería compatible
con la postulación de la conveniencia de premios y casti­
gos «morales», si bien, al reducir la moral al tribunal de
59
nuestros propios mores de alguna manera debilitaríamos
la fuerza moral de nuestra exigencia de responsabilidad.
La persistencia histórica del problema
Históricamente puede detectarse una marcha conjunta
de conceptos como determinismo/libertad. Se diría que
todos los hombres, como opina Hume, han estado siempre
de acuerdo respecto a que nuestras acciones están deter­
minadas, en el sentido de que son causadas y, al mismo
tiempo, ha habido siempre consenso respecto a que en
cierta medida y en ciertos aspectos existía un ámbito de
libertad o capacidad de decisión/elección personal y real.2
Schlick se hará eco posteriormente de la posición hu-
meana, para resaltar que la disputa determinismo/libre
voluntad no es nada más que una disputa puramente ver­
bal, debida en gran medida a una confusión entre la «ne­
cesidad» que se deriva de las leyes naturales y la «coac­
ción» que suponen las leyes civiles.
Sin embargo, cuando decimos que la voluntad de un
hombre «obedece» a leyes psicológicas, este tipo de «obe­
diencia» no tiene nada que ver con la que vendría exigida
por leyes socialmente establecidas. La libertad del hom­
bre no es ni puede ser otra cosa que el comportamiento de
acuerdo con sus deseos, es decir, con las «leyes» de su na­
turaleza. La «coacción» se da cuando al hombre se le im­
pide realizar aquello que su naturaleza demanda.3
2. Véase Hume: Enquiry Conceming the Human Understanding; ver­
sión cast.. Alianza, esp. p. 106.
3. *When we say that a man's will obeys psicologhical laws Ihese are
nol civic laws, which compel him lo make certain decisions, ar dictóte
desires to him, whick he would in fací prefer not to have. They are laws of
nature, merely expressing, which desires he actually has under given con-
ditions; they describe the nature of the will in the same manner as the astro­
nómica/ laws describe the nature of planets. “Compulsión’ ocurrs where
man is prevented from realizing his natural desires» (Schlick: Fragen der
Ethik; versión inglesa, The Problems of Ethics, Dover Pub., Nueva York,
1962, p. 148).

60
Sin embargo, la cuestión no resulta tan sencilla de sol­
ventar, como resalta Hospers en «Free-Will and Psycho-
analysis»,4 ya que si bien pudiera ser cierto que «libre»
significase simplemente no impuesto (uncompetled), el
ámbito de los actos impuestos podría ser mucho mayor de
lo que Schlick pudiese sospechar.5
Curiosamente, ya en la antigüedad clásica esta ambi­
gua apelación al determinismo y a la libertad/responsa-
bilidad tuvo influjo y resonancia en toda la literatura exis­
tente.
La frecuente apelación al hado (moira) como causa ex­
trínseca de la situación actual del hombre, sus «críme­
nes», calamidades, desventuras, etc., no significa simple­
mente, como Charles Moeller ha querido entender, que se
dé un antagonismo entre la concepción griega, que exime
a los mortales de responsabilidad moral, y la concepción
cristiana, que ignoraría el determinismo o la fatalidad.6
Como R. Mondolfo ha resaltado, el supuesto antagonismo
entre las dos realidades culturales es forzado y debido
a que se han resaltado aspectos unilaterales de ambas
culturas. Mondolfo intentará demostrar, por una parte,
que junto a las nociones de «fatalidad», «hado» o «des­
tino», aparece ya en Homero, desarrollándose en Hesíodo
y Esquilo, la noción pareja de libertad/responsabilidad
(asociada al concepto de «culpabilidad» de origen órfico).
Los ejemplos aducidos por Mondolfo merecen considera­
ción. Así, en Agamenón, de Esquilo, el coro declarará que
las acciones impías de los hombres son las causantes de
sus males, es decir el hombre no es ya víctima de un Hado
que le sobrepasa, sino que cosecha precisamente aquello
que ha sembrado: «el destino de las estirpes que siguen el
4. Readings in Ethical Theory, Sellars-Hospers (eds.).
5. «May it not be that, while ihe ideníification of "free" with "uncom-
pelled" is acceptable, the orea ofcompelled acts is vastly greater thatt he or
most other philosophers have ever suspected?» (Op. cit., p. 635).
6. Véase Moeller: Sagesse grecque et paradoxe chrétien, Parts, 1948,
p. 28.
61
camino recto es siempre rico en bella descendencia»,7 o,
en Prometeo, el dios torturado admitirá: «voluntaria­
mente, sí, voluntariamente he pecado: no quiero ne­
garlo».8 Por otra parte, mantendrá Mondolfo que el cris­
tianismo no es sólo la doctrina de la libertad individual,
sino a su vez del «determinismo» y la «fatalidad», en una
corriente que abarca cuando menos de Agustín a Calvino,
y frente a la cual palidecen «todas las afirmaciones de la
tragedia griega respecto de la voluntad de Zeus como
causa de la ruina de una estirpe».9
Sin entrar ahora en detalles respecto a la configura­
ción particular del dualismo «fatalidad/libertad», que
produce una serie de claroscuros sorprendentes, tanto en
la cultura griega como en la cristiana, será interesante
insistir en el continuo histórico de este debate singular, de
esta contienda sin final predecible.
Se diría que desde siempre se supo o se intuyó: a) que
algunos de nuestros actos o la totalidad de ellos, en alguna
medida, escapan a nuestra libertad de decisión, que existe
alguna fuerza ciega, llámese «hado» (moira), «voluntad
divina», «id» (ello) o subconsciente, «colectividad» o so­
ciedad; b) que algunos de nuestros actos, o la totalidad de
ellos, en alguna medida suponían algún tipo de autonomía
y capacidad decisoria por parte de los individuos.10
7. Agamenón, versos 750 y ss.
8. Verso 266.
9. Mondolfo: La comprensión delsujeto humano en lacultura antigua,
Eudeba, Buenos Aires. 1968. pp. 249-263.
10. Erde resume asi esta problemática de una manera muy parecida
a la que aquí se expone: «As a natural entity each human person particí­
pales in the world at three levels. As a material and biológicaI creature, one
has a relationship with the cosmic order. As a social being, one has a place
in a social order and social interaction with other persons. As a psychob-
gicalbeing, one has an intrapersonaldynamic—a relationship with oneseíf.
There are three levels on wich the human agent as creature may be contem-
plated. Determinism is theposition that claims that allevents are the neces-
sary residí of prior casual conditions—supematural, natural, social, psy-
chological, which were themselves the necessary resultsofearlierconditions
apparently infinitum.
62
Desde los órficos se proclamó que los hombres eran
responsables de sus actos. Desde la tragedia, o al menos
en parte de ella, el hombre apareció como instrumento de
algo que metafóricamente se llamó hado (moira) o «fata­
lidad».
La literatura universal, por otra parte, ha recogido esta
dual confrontación del hombre con sus decisiones, su ac­
tuación. En Dostoievski, por poner un ejemplo, aparece­
ría, por una parte el acento en la responsabilidad/culpa-
bilidad del hombre, ejemplificado en el protagonista de
Crimen y castigo, y, por otra parte, el énfasis en la confa­
bulación de un destino inexorable, la pérdida en manos de
fuerzas oscuras (que preludian el subconsciente freu-
diano), que aniquilan la voluntad del hombre, como en El
jugador.
Peter Berger, en el campo de la sociología, ha exami­
nado en Invitation to Sociology el anverso y reverso de esta
confrontación. El hombre es, por decirlo así, hechura y
hacedor, condición programada y programadora, arcilla
modelada y modeladora. Como se dice al final de la obra
mencionada, es cierto que no somos más que simples ma­
rionetas, actores en el «Gran teatro del mundo», podría­
mos agregar nosotros calderonianamente; sin embargo, la
esperanza humana estriba en que el estudio de nuestra
condición de marionetas pueda permitimos detener nues­
tros movimientos y descubrir a qué tipo de manipulación
estamos expuestos. «Este acto —afirmará Berger— cons­
tituye el primer paso hacia la libertad.»"
Por supuesto que la «libertad de acción y elección» es
un desiderátum, no un hecho. Es un valor, no una realidad.
Pero la moralidad, dirá Simone de Beauvoir, es eso preci­
samente, «el triunfo de la libertad sobre la facticidad».12
»There is, however, also a fowrth leve!, which describes an aspeci of
human personhood: the realm offreedom» («Free Will and Determinism»,
en Encyclopedia ofBioethics, vol. 2., pp. 500-501).
11. Berger: Invitation to Sociology, Pelican Books, p. 199.
12. Beauvoir: Pour une moralede Vambiguité; versión cast., Para una
moral de la ambigüedad. La Pléyade. Buenos Aires, 1972, p. 49.
63
Como desarrolla la mencionada filósofa espléndida­
mente en el capítulo 2 de Para una moral de la ambigüedad,
lo malo de los hombres es que hemos sido niños, es decir
sujetos no autónomos, engarzados en los roles y status se­
ñalados por la sociedad, subsumidos en los decretos ema­
nados de la autoridad paterna, académica, estatal, ecle-
sial, etc., etc. Y esta condición infantil en la que la socie­
dad —podíamos añadir nosotros— ocupa y usurpa el es­
pacio abierto de la «libertad originaria», condición en la
que se nos «libera» de la carga de tomar decisiones per­
sonales, nos conduce a un estadio de apatía y aparente
«confort».
Piaget ha demostrado, de alguna manera, que el psi­
coanálisis no tenía razón. La autoridad exterior (super-yo)
asumida y reconcentrada en el «id» (ello), no es más que
una etapa primaria de nuestro desarrollo moral: la moral
heterónoma de la etapa infantil abre paso, sin embargo, a
la moral autónoma de la adolescencia y la madurez, libe­
rando al invididuo de los lazos y vínculos con la norma
decretada por el super-yo para constituirse ahora en auto-
legislador.
Kohlberg desarrolla y matiza la tesis de Piaget en aná­
logo sentido. Los tres niveles que postula: pre-convencio-
nal, convencional y post-convencional, con los dos esta­
dios correspondientes a cada nivel, constituyen la hipóte­
sis de los seis estadios de desarrollo moral. El temor al
castigo físico o a la desaprobación social son fases del nivel
pre-convencional. La asunción de los dictados o normas
establecidos constituye el segundo nivel. Pero el individuo
desarrollado, mantendrá Kohlberg, ha avanzado hasta el
nivel post-convencional, donde prevalecen las normas que
elabora cooperativamente no sólo con su grupo o para su
grupo, sino teniendo como referencia el interés de todo
individuo humano y un ideal de justicia universal.1314
13. Piaget: Le jugement moral cha. I’enfant; versión cast. El criterio
moral en el niño, Fontanella, Barcelona, 1977, esp. pp. 164-165.
14. Véase esp. «From Is to Ought, How toCommit the Naturalistic
Fallacy and Get Away with it» en op. cit.
64
Si es cierta la hipótesis kohlbergiana, sin embargo, no
todos los individuos son libres en sentido estricto para al­
canzar su desarrollo en madurez moral. Al parecer, por
poner un ejemplo, las comunidades rurales o los grupos
analfabetos o semi-analfabetos nunca avanzan más allá
del nivel convencional.15 Sólo a través de una mayéutica
socrática en que el individuo reflexione sobre sí mismo y
sea un observador informado y capacitado, sólo un indi­
viduo en el que se dé un desarrollo mental adecuado y
unas estructuras lógicas mínimas podrá convertirse en un
ser totalmente autónomo, libre y moral.
Pero ¿le es dado a todo el mundo poseer unas estruc­
turas lógicas adecuadas, un amplio bagaje informativo,
un auto-desarrollo conveniente?
Hospers ha examinado el asunto desde una perspectiva
psicoanalítica con unos resultados16en apariencia demo­
ledores: «el inconsciente es el amo de todos los destinos y
el capitán de todas las almas».17
No sólo los neuróticos o los enfermos se encuentran
desprovistos de libertad para obrar, sujetos a las fuerzas
oscuras del subconsciente, sino que, en alguna medida, las
personas «normales» también participan de la misma
suerte. A veces somos libres para llevar a cabo lo que de­
seamos, pero parece que nunca somos enteramente libres
para desear lo que queremos desear.18
Tanto el cleptómano como el jugador empedernido,
como el amante de música clásica, están de algún modo
determinados por tensiones internas fruto de experiencias
pasadas, infancia, educación, etc., etc., a lo que podríamos
añadir los condicionamientos biológicos.19
15. Véase op. cit.
16. Véase el trabajo ya mencionado de Hospers: «Free-Will and Psy-
choanalysis».
17. Op., cit., p. 643.
18. Sobre este aspecto véase también la obra de Hospers: Human
Conduct; versión cast. La conducta humana.
19. Sobre la relación entre la esfera biológica y la «voluntad libre»,
véase el trabajo de John C. Eccles: «The Physiology and Physics of the
65
A nadie, sin embargo, se le ocurriría culpar a otro por
el color de sus ojos, o su estatura, por poner un ejemplo.
No obstante, culpamos a un hombre por ser mezquino,
poco generoso, déspota, autoritario o cruel. ¿Y qué si no
fuese más responsable de su carácter o sus acciones «mo­
rales» que de su estatura o el color de sus ojos? Imagine­
mos por un momento que en nuestros genes estuviese en
cierta medida programado nuestro futuro carácter (de he­
cho el «temperamento» es hereditario e «innato»). Que
este carácter, a su vez, fuese susceptible de ser remodelado
por las estructuras sociales y las experiencias vitales de
cada individuo, ¿seguiríamos pensando que éramos en al­
gún sentido «libres y responsables», o más bien víctimas,
a la vez, de lo físico y de lo social? Nuestra «voluntad» o
nuestra «libertad» serían en tal caso meros «nombres»
dados para calificar conductas cuyos determinantes o
causas no son todavía bien conocidas. En cuyo caso, el
desarrollo de las ciencias biológicas y sociales podría al­
gún día poner fuera de curso legal tales expresiones.
Gorgias fue uno de los pioneros en resaltar que existen
aspectos no conocidos, o al menos no reconocidos, en los
que el hombre es víctima o prisionero de presiones exter­
nas, si bien habitualmente es reputado de «responsable»
de ciertos actos que no eligió hacer, sino que se vio forzado
a ejecutar.
La sutileza de Gorgias ha consistido en revelar que los
modos o maneras de «fuerza» o «coacción» son varios.
Que no sólo el constreñimiento físico ha de contar. El len­
guaje, como persuasión, es una arma poderosa que para­
liza nuestra voluntad. Los consejos de los amigos, de los
amantes o, si Gorgias viviera en nuestro tiempo habría de
agregar, los mensajes publicitarios, la propaganda polí­
tica o religiosa, el sistema educativo, los mass media en su
totalidad, etc., la palabra, en fin, escrita o de viva voz,
Free Will Problems», en Progress in ihe Neurosciertces and Related Fields,
ed. por Stephan L. Mintz y Susan M. Widmayer, Síudies en The Natural
Sciences, vol, 6, Nueva York, Plenum Press, 1974, pp. 1-40.
66
actúan como una camisa de fuerza que paraliza nuestros
movimientos y nos deja a su merced.
De esta suerte, nos diferenciamos los hombres de cada
época, agregaríamos también, así como los de cada lugar,
no sólo por los condicionamientos físicos, técnicos, etc.,
sino por ser sujetos pacientes de discursos diversos. La
biblia cristiana refleja metafóricamente la confusión en­
tre los hombres a causa de una proliferación de lenguas
distintas.20Cada lengua codifica una cultura determinada
(está determinada por ella y a la vez la determina y crea
un tipo de individuo particular). Si yo ahora estudio Filo­
sofía Moral no es en absoluto una decisión libre sino con­
dicionada por el tipo de conocimientos previos, experien­
cias personales, tipo de sensibilidad, educación, etc., y mi
pertenencia al mundo occidental industrializado. A buen
seguro que si fuese miembro de una comunidad campe­
sina, incluso contemporánea y occidental, como Kohlberg
apuntaba, nunca me plantearía la necesidad de justificar
universalmente mis normas, sino que la reciprocidad en
las transacciones y la actuación conforme a las pautas im­
perantes satisfarían toda mi preocupación moral e inte­
lectual.
Por supuesto que el tipo de conocimientos previos y
mis propias experiencias personales no son del todo fruto
de la casualidad. Existe un margen, por pequeño que sea,
en el que somos libres, y esta pequeña y ambigua libertad
es quizá la causante del sueño de la «libertad moral», her­
mosamente expuesto, entre otros, por Beauvoir o Sartre,
y al que haremos mención en un apartado final.

Relevancia y/o irrelevancla de la «buena voluntad»


Una diferencia sustancial entre la filosofía kantiana y
la de John S. Mili es que para el primero de estos pensa-
20. Génesis 11,1-9.
67
dores lo único verdaderamente valioso es una «buena vo­
luntad»,21 mientras que John S. Mili si bien no prescindió
nunca de la buena intención del agente como un aspecto
moralmente positivo22 puso, sin embargo, un mayor én­
fasis en la ejecución de normas sociales que comportasen
una felicidad mayor a la mayoría implicada.
Una versión estereotipada y esquematizada del kan­
tismo rezaría así: «Lo único que cuenta es la “buena vo­
luntad", la intención y la responsabilidad del agente, en
suma el tipo de personas que tenemos en una sociedad, no
los beneficios sociales resultantes de sus conductas». Por
su parte, la versión también esquemática y estereotipada
del utilitarismo sería aproximadamente: «Lo que nos im­
porta es el tipo de beneficio social resultante de las con­
ductas particulares, no el tipo de individuos que produz­
can tales beneficios con sus conductas».
Por supuesto que tal tipo de esquematismo no haría en
modo alguno justicia ai utilitarismo de Mili, autor que
afirmó con insistencia cosas tales como: «Mejor es ser un
ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho».23
Es impensable, por otra parte, que a Kant le importase
únicamente las «buenas voluntades», con independencia
de que éstas produjesen regímenes justos o relaciones be­
néficas entre los humanos.24
Se diría, más bien, que Kant y Mili, cada uno por su
parte, acentúan respectivamente los dos componentes im­
portantes de toda actuación moral: a) que produzca resul­
tados satisfactorios para el colectivo, y b) que sea reali­
zada por motivos moralmente relevantes y esto, además,
21. Kant: Grundlegung zurMetaphysik derZitten, Riga, 1785; versión
cast. de Garcia Morenie, México, 1977, p. 21.
22. Véase Utilitarianism, Cap. 2: «a right aclion does not necessarity
indícate a virtuous character, and... actions which are blanuMe often pro-
ceedfrom qualities entitled to praise» (enJohn Stuart Mili: CoüectedWorks,
vol. X, Essays on Ethics, Religión and Society, p. 221).
23. Mili: Utilitarianism, en op. cit., p. 212.
24. Téngase en cuenta la interpretación que hace Mili de Kant a este
respecto en Utilitarianism, op. cit., p. 207.
68
desde una perspectiva utilitarista, porque es la única ga­
rantía de que las acciones buenas para la sociedad sean
realizadas en casos en que escapen a todo control social,
político o jurídico.
Es decir, si el individuo no estuviese realmente dis­
puesto a actuar moralmente, aun en el caso hipotético de
que poseyese el anillo de Giges que le haría invisible ante
los demás, tal como se plantea en La República platónica,
la sociedad no contaría con demasiadas garantías de que
los actos injustos no fuesen ejecutados en ausencia de
coerción. La «buena voluntad» es, por consiguiente, útil
desde esta perspectiva, y es sobre la base de su máxima
utilidad, más o menos implícita, por lo que posiblemente
se presente a los ojos kantianos como lo verdaderamente
valioso.
Las líneas paralelas que arrancaban de Kant y Mili
realizan así un brusco giro y se entrecruzan, llegando a la
confluencia al menos en algún punto. Sin embargo, se po­
dría proseguir la argumentación skinnerianamente, la
«buena voluntad», la libertad y la dignidad no son cosas
socialmente relevantes. Lo único que importa es producir
las condiciones ambientales idóneas a fin de que los hom­
bres adopten automáticamente el tipo de conducta social­
mente más beneficioso. Se trata, dirá Skinner, de «prestar
atención a la relación entre la conducta y su ambiente,
olvidando supuestos estados mentales intermedios».25
Por supuesto que las condiciones ambientales impor­
tan y mucho para la consecución no sólo de mejores resul­
tados sino de mejores personas. Y que existan personas
mejores, personas con mayor sensibilidad moral y con ca­
pacidad de decisión libre, parece ser un pre-requisito de
toda sociedad mejor.
En resumidas cuentas, en el caso de Skinner como en
tantos otros, se observa una tremenda ingenuidad e igno­
rancia de los aspectos verdaderamente cruciales. Postular
2S. Skinner: Beyond Freedom and Dignity; versión cast. Más allá de
la libertady la dignidad, Fontanella, Barcelona. 1977, p. 24.
69
una tecnología de la conducta o una planificación de la
cultura de tal forma que diseñemos un mundo que sea del
agrado «no de las personas como son en la realidad, sino
de las que vayan a vivir en él»,26o afirmar que «un mundo
que fuese del agrado de las personas que lo habitan no
haría sino perpetuar el statu quo»,27entraña toda una serie
de problemas valorativos. Sin detentemos ahora a exa­
minar toda la problemática inherente a una tecnología de
la conducta humana «value-free», habrá, sí, que constatar
que, previamente a la planificación de una sociedad «me­
jor» es imprescindible ponderar en qué sentido las gene­
raciones presentes o futuras podrían pasarse sin el «sueño
de la libertad moral» al que ya he hecho referencia y del
que anuncié se hablará en un apartado final.
Brandt, a su vez, intenta resolver de un plumazo la
dicotomía determinismo/libertad, indicando que las ac­
ciones morales son desde luego causadas, lo cual no im­
pide que los «premios» y «castigos» morales carezcan de
importancia social o de justificación.28
Sin embargo, la explicación que proporciona Brandt
sobre el empleo del elogio y la censura moral29 no resulta
del todo satisfactoria, pues al igual que en el caso de
Hume30 no parece diferenciar el elogio y la censura mo­
rales de los no morales.
De este modo, si bien es cierto que en ocasiones ala­
bamos la belleza, destreza o inteligencia de un hombre o
de una mujer —sin preguntamos si son atributos que ha
adquirido por su propio esfuerzo o cualidades con las que
ha sido adornado por la naturaleza y que a veces, incluso
como quería Brandt, alabamos la benevolencia, el espíritu
26. Skinner, op. cit., p. 205.
27. ¡bid.
28. Brandt: Ethical Theory, Prentice-Hall, Nueva Jersey, 1959, esp.
p. 526.
29. Op. cit., p. 524.
30. Hume: A Treatise of Human Nature, libro Ul, parte 111, sec. IV,
Pelican Books, 1969, esp. p. 658; versión casi., p. 862.
70
cooperativo, las cualidades morales, en suma, de una per­
sona, sin inquirir acerca de si son fruto de una decisión
personal o producto de condicionamientos sociales, cul­
turales, etc., o determinaciones del subconsciente— no
deja de ser del todo cierto que, en ocasiones al menos, elo­
giamos a un hombre que aunque no muy inteligente por
«naturaleza» se esfuerza por superarse, o a la persona ira­
cunda que trata de refrenar su ira, a la que es de tempe­
ramento autoritario y que sin embargo hace esfuerzos,
aunque quizá con no demasiado éxito, por no tratar de
imponerse a los demás.
Diríase así, pues, que Brandt sólo se circunscribe a un
tipo de alabanzas que hacemos en relación con cualidades
estéticas, intelectuales o morales, olvidando que también
alabamos al muchacho naturalmente poco agraciado que,
mediante el ejercicio físico o una dieta adecuada, intenta
superar su tendencia a la obesidad, o lucha por algún me­
dio por combatir su temprana calvicie, etc., etc.
Como he indicado en otro lugar31 la voluntariedad o
intencionalidad del agente es uno de los ingredientes esen­
ciales constitutivos del calificativo bueno en sus usos mo­
rales. Unos «buenos» chorizos son «buenos» desde el
punto de vista puramente práctico de satisfacer al ser hu­
mano. Un «buen» profesor puede serlo desde una perspec­
tiva meramente técnica o profesional. Pero si decimos del
profesor que además de ser un buen profesor es una per­
sona «buena», aludimos a algo más que a su excelente
preparación científica o a sus dotes pedagógicas. Existen
posiblemente muchos «buenos» profesores que no son
buenas personas en absoluto, al igual que hay «malos»
profesores y «malos» alumnos que no son malos. Es decir,
son «malos» técnicamente, pero no son malos en sentido
moral; se esfuerzan con poco éxito y si bien no merecen
un expediente académico brillante sí se hacen acreedores
a nuestra estima moral.
31. Guisán: «En tomo a la autonomía de la ética», Saitabi, Valencia,
1972.
71
Por supuesto que cabría sospechar que los profesores
que son moralmente malos (autoritarios, malevolentes,
etc.) no lo son por elección o decisión propia, sino a causa
de rasgos temperamentales tan inevitables como las arru­
gas de la piel o la caída del pelo. Sin embargo, se podría
contraatacar, las arrugas de la piel pueden combatirse, la
calvicie puede ser tratada (o siempre nos queda el recurso
del peluquín).
En alguna medida, siempre puede haber remedio para
un temperamento agrio o una malformación de carácter
a causa de experiencias personales desafortunadas, o a la
pertenencia a una determinada clase social, grupo cultu­
ral, etc., etc.
Bien es verdad que solemos ser injustos y aplicar cri­
terios «infantiles» en nuestra dispensa del elogio o la cen­
sura moral. Los trabajos de Piaget muestran que los niños
muy pequeños y las culturas muy poco desarrolladas son
las que alaban o censuran las acciones en virtud de la mag­
nitud de los resultados. Así, para un niño de seis años, por
ejemplo, romper doce tazas inintencionadamente es más
grave y merece un castigo mayor que romper una sola taza
deliberadamente.32 Los padres, sin embargo, y los mayo­
res, en general, como Piaget indica, son en gran medida
responsables de esta concepción «objetiva» de la respon­
sabilidad:
Los niños, incluso entre los más jóvenes de cuantos he­
mos interrogado, son capaces de captar los matices mora­
les exactos y de tener en cuenta las intenciones. Por lo
tanto, desde ahora podemos hacer la hipótesis de que las
evaluaciones basadas en la pérdida material son sólo un
producto de la presión adulta reflejada a través del respeto
infantil más que un fenómeno espontáneo de la psicología
del niño. De modo general, el adulto actúa contra las tor­
pezas, protesta. En la medida en que los padres no saben
32. Piaget: Le jugement moral chez l'enfant; versión casi. El criterio
moral en el niño, Fontanella, Barcelona, 1977, p. 104 y ss.
72
comprender las situaciones y se abandonan a su mal hu­
mor en función de la materialidad del acto, el niño empieza
por adoptar este punto de vista...33
Sin embargo, como Sánchez Vázquez resalta en su
Ética, es signo de sociedades avanzadas el tener en cuenta
a la hora de penalizar las conductas, el grado de «volun­
tariedad» o «libertad» de los agentes.
En el libro I, capítulo 1 de nuestro Código penal se en­
cuentran, en este sentido, algunos artículos interesantes.
Según el artículo 1: «Son delitos o faltas las acciones y
omisiones voluntarias (la cursiva es mía) penadas por la
ley».
Por supuesto que no todo el Código penal español se
basa en nociones de voluntariedad o decisión libre, sino
que hay reminiscencias de una concepción objetiva de la
responsabilidad, cuando, por ejemplo, el delito se mide en
cifras, tal como en el caso del robo, variando las sanciones
de acuerdo con la cuantía de lo robado.34Con todo, se suele
mantener como presupuesto de que es sólo en el caso de
que las decisiones sean libres cuando ha lugar al castigo o
sanción. Asi, por una parte, incluso los delitos frustrados
resultan punibles, tal vez, podíamos interpretar, porque
delatan una mala voluntad contraria a la concordia social
y a la cooperatividad deseable en una sociedad armo­
niosa.35
Por otra parte, puesto que delinquir supone «volun­
tad» de hacerlo, están exentos de responsabilidad crimi­
nal los que sufren trastornos mentales, aunque sean tran­
sitorios,36los menores de dieciséis años,37 los sordomudos
de nacimiento o desde la infancia que carezcan de instruc-
33. Op. til., p. 109.
34. Art.515, l.#.2.0.3.°y4*.
35. Art. 3: «Son punibles el delito consumado, el frustrado, la ten­
tativa y la conspiración...».
36. Art. 8, l.°.
37. Art. 8,2.°.
73
ción,38 los que obran violentados poruña fuerza irresistible
(la cursiva es mia)39 o los que son intimidados por miedo
insuperable de un mal igual o mayor.40
La premeditación, por el contrario, agrava la respon­
sabilidad criminal,41 así como la reiteración42o reinciden­
cia.43 Como, así mismo, se agrava dicha responsabilidad
«al aumentar deliberadamente (la cursiva es mía) el mal
del delito causando otros males innecesarios para su eje­
cución».44
Por supuesto que el Código penal español, como ya se
adelantó, penaliza algo más que la mera «mala voluntad».
Así, por ejemplo, es punible la «imprudencia temeraria,
aun carente de malicia»4S y en este sentido la justicia se
aparta de las consideraciones relativas a «intenciones»
para concentrar su atención simplemente en resultados.
Nos encontramos, de este modo, con la siguiente pa­
radoja, desde un punto de vista moral. Supongamos tres
conductores de automóvil temerarios en diverso grado. El
conductor A es sólo moderadamente temerario e impru­
dente, pero ha tenido la desgracia de arrollar a un niño
que cruzaba la calzada y le causó la muerte. El conductor
B, por su parte, un tanto más temerario e imprudente sólo
ha causado heridas leves a una anciana en parecidas cir­
cunstancias. Mientras que el conductor C, gravemente te­
merario e imprudente, después de una serie de maniobras
peligrosas que han hecho que estuviese a punto de llevarse
a otro vehículo por delante, ha tenido la pericia o la suerte
suficiente para no causar daño alguno tangible. ¿Cómo se
comportará el Código penal con estos tres conductores?
Desde una perspectiva moral, que asuma el postulado
38. Art. 8,3.°.
39. Art. 9.
40. An. 10.
41. Cap. IV. art. 10,6.°.
42. Art. 10, 15.°.
43. Art. 10,15.°.
44. Art. 10,15.°.
45. Cap. X; tlt. XIV, art. 561.
74
de la «responsabilidad», el Código procederá injusta­
mente. El conductor C, el más imprudente de todos, posi­
blemente con un poco de suerte ni siquiera pagará una
multa. El conductor B será sancionado de algún modo
más drástico, mientras que el conductor A, el más inocente
desde el punto de vista moral, sufrirá prisión menor (de
seis meses y un día a seis años) que podrá ser elevada a
prisión mayor (seis años y un día a doce años) o incluso
reclusión menor (de doce años y un día a veinte años)
«cuando el mal causado fuera de extrema gravedad*.46
Por supuesto, si hubiéramos de concluir, como en al­
gún momento parece concluir Hospers en el trabajo ci­
tado, que la mayor o menor imprudencia de los conduc­
tores, se debe a rasgos inevitables de su personalidad, el
Código penal estaría quizás acertado al penalizar, en au­
sencia de grados de «libertad», a quienes hayan ocasio­
nado los mayores males.
El hecho de que, de algún modo, nos repugne la mo­
ralidad de «resultados» recogida en parte en el código pe­
nal, prueba, si no otra cosa, el «sueño de libertad moral»
que hace —acaso por ignorancia de la totalidad de los he­
chos— que reputemos algunas acciones como realizadas
con mayor responsabilidad que otras.
De hecho, la práctica de la justicia se va haciendo con­
temporáneamente más y más sensible a la pregunta
acerca de la libertad moral. Sin embargo, afirmar con
Hospers que «las acciones criminales no son acciones de
las que sus agentes sean responsables; los agentes son pa­
sivos, no activos —víctimas de un conflicto neurótico»,47
quizá sea llevar el intento de exención de culpabilidad
demasiado lejos.
Ello sería, en cierto sentido, equivalente al aserto op­
timista y socrático sobre que nadie hace el mal a sabien­
das. Lo cual, en algunos sentidos, parece contradecir núes-
46. Art. 565.
47. Op. cit., p. 642.
75
tra experiencia cotidiana y lo que de nosotros mismos co­
nocemos mediante introspección.
A veces podemos hacer cosas que beneficiarían a los
demás, o al menos no causarles daño y dejamos, delibera­
damente, de hacerlas. Peor aun, a veces hacemos cosas que
sabemos positivamente que lesionan intereses y derechos
ajenos, para lograr algún beneficio personal por pequeño
que sea.
Podría argumentarse, vía Hospers, que no somos en
absoluto «libres» cuando obramos del modo reseñado, por
más que deliberemos acerca de nuestra conducta y por
más que seamos conscientes de los perjuicios que causa­
mos a los demás. Quizá nuestro egoísmo o egocentrismo
exacerbados, nuestra ambición, avaricia, nuestra falta de
escrúpulos respecto a los demás, no sean sino síntomas de
nuestra enfermiza psique.
Es siempre un consuelo, aunque pobre, pensar que po­
siblemente seamos más enfermos y necios, que «malos» o
«malvados».

El sueño de la libertad moral


Órficos y cristianos han insistido desde antiguo en el
ámbito de la libertad moral. La cultura occidental en la
que convergen la tradición griega y la tradición cristiana
es un mundo que, aunque desfallecidamente, alienta la
esperanza de encontrar al hombre «dueño de sí», de su
destino. Libre de elegir mediante el equilibrio psicológico
adecuado que lo libere del dominio del inconsciente o de
las presiones sociales.
Responsabilizar al hombre de sus actos tenía una
carga negativa que no podemos olvidar. Se le hacía arras­
trar su culpa y purgarla en esta u otra vida. En ese sentido
el Orestes de Las moscas de Sartre efectúa una liberación
«prometeica » al arrasar el sentido de culpa que, como una
losa, pesaba sobre el corazón humano impidiéndole el
goce de su libertad existencial.
76
Sin embargo, tanto la tradición griega como la cris­
tiana entrañan un elemento altamente positivo que con­
lleva una visión optimista del hombre, la que emerge no
de una visión simplista a la manera del «naturalismo»
rousseauniano, sino de la dolorosa confrontación con el
estado de deficiencia «natural» en que se haya sumido el
hombre y que es preciso combatir.
En su poco optimista trabajo («Free-Will and Deter-
minism»), Hospers apunta a la clave para la «salvación»
del hombre, perdido en las redes de su «id», amo y señor:
el hombre psicológicamente bien ajustado recupera su li­
bertad en la medida en que se independiza de los dictados
de su tirano inconsciente.48
Desde luego, como Hospers señala, seria más correcto
hablar únicamente de «grados de libertad». No existe, po­
siblemente, ningún individuo «sano», ningún individuo
libre de algún tipo de neurosis. En ese sentido es siempre
injusto responsabilizar moralmente al hombre de todos
sus actos.
Protágoras, en el diálogo platónico que lleva su nom­
bre, es un representante genuino de la fe en las capacida­
des humanas, en los poderes de la educación, en las posi­
bilidades de que el hombre sea dueño de sus actos y de su
destino. Para el sofista nadie se irrita con aquellos que han
sido desfavorecidos por la fortuna, como es el caso de un
hombre raquítico o poco hermoso. Pero existen un tipo
de cosas que son fruto de aplicación y de estudio. Es de­
cir, cosas que pueden ser conseguidas mediante la volun­
tad. Por eso, cuando nos encontramos con alguien carente
de las virtudes consiguientes a la aplicación y al estudio
nos irritamos con él, le corregimos y le castigamos, no a
modo de revancha, sino con la certeza de que nuestra irri­
tación, nuestra corrección o nuestro castigo pueden ha­
cerle cambiar, porque sabemos que puede cambiar, y que­
remos actuar, podríamos añadir nosotros, como con­
causa que produzca el efecto deseado.
48. Op.cit., p. 645.
77
En este mismo sentido, es acertada ia sugerencia de
Brandt justamente al final de Ethical Theory, donde nos
recomienda que no inhibamos nuestros sentimientos mo­
rales de admiración o indignación so pena de privar a la
sociedad de una de sus más eficaces maneras de control
informal. Los sentimientos antisociales, el egoísmo a ul­
tranza, pueden ser aliviados mediante la censura o la re­
probación. Una sociedad carente de «castigos» y «pre­
mios» verbales estaría abocada a recurrir a castigos o
premios físicos o materiales con objeto de impedir la des­
trucción de la especie. El Soberano Absoluto hobbesiano
tomaría el lugar de este «soberano» más benévolo y no
menos eficiente que es la censura y el elogio moral.
Mas, no se trata tan sólo de conseguir individuos más
aptos para la convivencia. El sueño de la libertad moral es
el sueño del individuo máximamente desarrollado.
John Stuart Mili, aunque esta faceta sea desconocida
por muchos, fue un pionero en la lucha a favor de todo tipo
de libertades, incluida por supuesto la libertad del indi­
viduo que desarrolla al máximo sus capacidades.49 En su
autobiografía hay un aserto curioso que pone de mani­
fiesto su enorme fe en la capacidad del hombre por supe­
rarse a sí mismo; la fe en que el hombre siempre puede
hacer más, y que precisa del estímulo social para producir
lo mejor de sí mismo: «A pupil from whom nothxng is ever
demanded which he cannot do, never does all he can».50 Es
decir, si no pedimos a un alumno que haga más de lo que
puede, nunca hará todo lo que puede hacer. La sociedad
mediante las sanciones verbales actúa así a modo de aci­
cate y motivación, demandando más y más de los indivi­
duos, no con el objeto de agobiarlos o subordinarlos, sino
con el propósito de recordarles que sus posibilidades de
realización son posiblemente inéditas y que siempre
puede conseguirse algo a poco que se intente.
El sueño de la libertad moral corre de modo paralelo
49. Mili: On Liberty.
50. Mili: Autobiography, pp. 20-21.
78
un camino semejante. El hombre siempre puede mejorar,
no sólo intelectual o físicamente, no sólo en las artes, las
letras o el trabajo manual. El hombre siempre puede ha­
cer mejor la obra de su vida, superado el «miedo a la li­
bertad», por decirlo con Erich Fromm.
Negar la libertad moral, la responsabilidad del hom­
bre no es sólo eximirle benévolamente de toda culpa. Es
reducirlo sempiternamente al estadio infantil o a la cate­
goría de Sub-hombre, como diría Simone de Beauvoir.
Los niños son inocentes. Un bebé no es culpable de nada.
Pero tampoco es merecedor de ningún elogio. Nada se le
carga en cuenta, nada se le adeuda. No tiene nada a su
favor, como tampoco nada en contra, a no ser sus gracias
infantiles de las cuales, efectivamente, no es responsable.
Es comprensible, dirá Simone de Beauvoir, que el
hombre sienta pereza y resignación, que se sienta, podría­
mos añadir, como maniatado en el estado de indefensión
de su infancia ficticiamente prolongada. «Pero en la me­
dida en que existe, su libertad permanece disponible, no
se reniega. Ellos pueden en su condición de individuos
ignorantes, impotentes, considerar la verdad de su exis­
tencia y elevarse a una vida propiamente moral.»51
Efectivamente, el discurso de la pensadora francesa es
abiertamente emotivo; la «vida propiamente moral» es en
verdad la cuestión en litigio. Lo que importa, sin embargo,
es cómo en Simone de Beauvoir o en su compañero Sartre
aparece con belleza y apasionamiento una de las versiones
más impresionantes del sueño del hombre por su libertad
moral.
«El hombre —dirá Sartre— al estar condenado a ser
libre, lleva sobre sus hombros el peso íntegro del mundo;
es responsable del mundo y de sí mismo en tanto que ma­
nera de ser.»52
Tenemos el mundo que merecemos. Somos los que
51. Beauvoir, op. cií., p. 52.
52. Sartre: L'étre et le néattt; versión cast., El ser y la nada, Losada,
Buenos Aires, 1966, p. 675.
79
queremos ser, responsables de todo, salvo de nuestra pro­
pia responsabilidad que fundamenta nuestro propio ser.53
Estoy arrojado en el mundo, no en el sentido de que
permanezca abandonado y pasivo en un universo hostil,
como la tabla que (Iota sobre el agua, sino, al contrario, en
el sentido de que me encuentro de pronto solo y sin ayuda,
comprometido en un mundo del que soy enteramente res­
ponsable.54
Más categóricamente, afirmará Sartre que en una vida
no hay accidentes, un acaecimiento social que de pronto
irrumpe y me arrastra no proviene de fuera; si soy movi­
lizado en una guerra, esta guerra es mía, está hecha a mi
imagen y la merezco... siempre podía haberme sustraído
a ella, por la deserción o el suicidio... Al no haberme sus­
traído, la he elegido: pudo ser por flaqueza, por cobardía
ante la opinión pública, porque prefiero ciertos valores a
la negación de hacer la guerra (la estima de mis allegados,
el honor de mi familia, etc.). De todos modos se trata de
una elección...
Siempre podemos hacer algo con tal que lo queramos
suficientemente. Negar la posibilidad de asumir las res­
ponsabilidades es incitar a nuestros conciudadanos a la
apatía y la deserción. Podemos serlo todo y no ser nada.
Las doctrinas indulgentes o la suave condescendencia de
Hospers «al comprenderlo todo, perdonarlo todo», en el
trabajo referido, pueden llevar a producir individuos real­
mente indefensos ante los poderes extrínsecos, la voluntad
de los demás, o ante sus propias experiencias pasadas que
viajan con él como un fardo pesado del que nunca intenta
liberarse.
El sueño de la libertad moral es como un aldabonazo
para que el individuo no deserte. Sabiendo que somos ani­
males gregarios es muy difícil sacudimos la abulia domi-
53. Cfr. op. cit., p. 677.
54. Op. cit., p. 677.
80
nanlc. Se requiere un mucho de heroicidad para intentar
caminos nuevos y no trillados. Son precisas voces patéti­
cas como la de Sartre o la de Beauvoir. Aunque también
resulten convincentes'asertos aparentemente más sobrios
pero no menos cargados de fuerza, como los de Dahren-
dorf:
...aunque podamos distinguir al Sr. Schmidt del
Schmidt representante de papeles, todos sus papeles le de­
jan una porción esencial que escapa al cálculo y al control.
No es nada fácil limitar su posible margen de libertad...
Las expectativas de papel son prescripciones definitivas
muy raras veces; en la mayoría de los casos se presentan
más bien como sector de desviaciones permitidas. Parti­
cularmente en las expectativas vinculadas a sanciones so­
bre todo negativas, en donde nuestro comportamiento
viene determinado individualmente; no nos están permi­
tidas ciertas cosas, pero en tanto las evitemos, podemos
comportamos como queramos... la relación alienada del
individuo con la sociedad implica que es y no es sociedad,
que la sociedad modela su personalidad y que, sin em­
bargo, tiene ésta la posibilidad de modelar a su vez la so­
ciedad.”
El sueño de la libertad moral no debería llevamos a
ser demasiado severos con nuestros semejantes, pero si
con sus conductas. No parece que sea indiferente que el
engaño, la desidia, la codicia o el egoísmo radical preva­
lezcan en las conductas humanas. Tenemos algo que hacer
para impedir a los demás, para impedimos a nosotros
mismos, desertar de la auto-estima o la estima para con
los demás.
Los que no creemos que el mundo pueda arreglarse a
latigazos, debemos por nuestra parte ejercer el derecho y
no olvidar el deber de censurar y censuramos, alabar y
alabamos, como si fuéramos libres para decidir y elegir
55. Dahrendorf: Homo Sociológicas; versión cast., Akal. Barcelona,
1975; versión original de 1958, pp. 62-63.
81
nuestras acciones. Quizá si nos comportamos como si los
demás y nosotros mismos fuéramos libres, habremos lo­
grado de alguna m anera alcanzar lo que en principio pa­
recía difícilmente alcanzable: expandir y acrecentar la li­
bertad moral.

82
POSIBILIDAD Y LÍMITES
DE LA ÉTICA
EL RELATIVISMO ÉTICO

La disputa entre relativismo/objetividad, permanen­


cia de los valores éticos, tiene sus antecedentes históricos
en las posturas de Protágoras y Platón, respectivamente
(siglo IV a. C.)
Tradicional mente, e incluso en la actualidad, se ha ten­
dido a considerar que relativismo y objetivismo presentan
las dos únicas formas de alternativa en esta disputa mile­
naria. Como Brandt viene a sugerir en contra de este pa­
recer, y aunque él no lo diga con estas palabras, se puede
ser, por así decirlo, «relativamente relativista», esto es,
relativista al 50 o al 30 %, relativista en relación con una
serie de valores y no relativista en relación con otros.1
Por otra parte, muchas de las discusiones y posibles
conflictos de opinión entre supuestos «relativistas» y
«anti-relativistas», se deben a una ambigüedad concep­
tual, que hace preciso el esclarecimiento y precisión de los
términos de los que se apropian los que se debaten bajo
banderas pro o anti-relativistas.
Para empezar, no es lo mismo afirmar:I.
I. Brandt: Ethical Theory, pp. 284-285 y 290; versión cast., p. 343.
85
ú) que las normas cambian de sociedad en sociedad;
b) que lo que puede ser bueno en un lugar y circuns­
tancias, puede ser malo en otras circunstancias y lugar;
c) que los criterios de bondad y maldad, y similares,
no son apriorísticos, «sobrenaturales», etc., sino relativos
al hombre;
d) que no existe ningún método racional válido para
dirimir las disputas en ética;
e) que existen ejemplos de opiniones éticas conflicti­
vas que resultan ser igualmente válidas;
f) que existen invariables modelos de vida ética­
mente «buena», y cada cual tiene derecho a «inventarse»
su propia moral.

a) Las normas cambian de sociedad en sociedad,


o el relativismo sociológico
Afirmar que las normas cambian de sociedad en socie­
dad es algo que no distingue precisamente a los relativis­
tas éticos de sus adversarios. Como indica M. Rader:
Tanto el relativismo como el absolutismo pueden ad­
mitir esta diversidad de costumbres morales, pero el ab­
solutista apela a un modelo superior inmutable, mientras
que el relativista no ve sino sentimientos subjetivos e idea­
les variables. El punto central en el que se oponen ambas
posiciones no es en la afirmación de que los ideales morales
difieran —este es un dato incuestionable— sino en la de si
deben diferir.2
O, como afirma Hospers, en un sentido semejante:
El relativismo sociológico no es en modo alguno una
doctrina ética: intenta describir lo que son las creencias
2. Rader: Ethics and Society; versión cast. Ética y democracia, pág.
130.
86
morales de la gente; no dice nada acerca de cuál de ellas es
preferible a las demás.3
Dicho de otro modo, el estudio comparativo de los dis­
tintos códigos en uso, en sociedades diversas en tiempo,
espacio, desarrollo tecnológico, etc., es primordialmente
relevante desde el punto de vista histórico, cultural, socio­
lógico o antropológico, y sólo secundariamente relevante
desde un punto de vista estrictamente ético. No existe nin­
guna conexión lógica necesaria entre lo que de hecho se da
(igualdad o diversidad en los códigos vigentes) y lo que,
como cuestión valorativa, debiera darse. Bien pudiera ser
el caso de que los códigos normativos de las diversas so­
ciedades presentasen una uniformidad total, y que tal uni­
formidad no fuese éticamente deseable. De igual modo
que pudiera también ocurrir que, siendo distintos los có­
digos normativos de las diversas sociedades, fuese ética­
mente deseable el logro de una uniformidad, de acuerdo
con algún patrón o estándar.
Aun admitiendo, como hipótesis de trabajo, una cone­
xión más íntima entre el relativismo sociológico y el rela­
tivismo ético que la que aquí se mantiene, habría que pre­
cisar hasta qué punto se dan diferencias reales en los jui­
cios valorativos que distintos grupos étnicos o comunida­
des realizan sobre los mismos hechos. Quizá nos encontrá­
semos en muchas ocasiones con que la diversidad en las
valoraciones no obedece a una distinta apreciación de un
hecho o acto idéntico, sino que se trata de hechos distintos,
en contextos distintos, que no pueden ser objeto sino de
una valoración distinta.
Aunque pueda ser indiscutible el hecho de la relativi­
dad de las mores en los distintos sistemas culturales, como
afirma Muguerza,4 existe un número considerable de au­
tores, filósofos, antropólogos, etc., que insisten en la posi-
3. Hospers: Human Conduct; versión cast. La conducta humana,
p. 61.
4. Muguen»: La razón sin esperanza, p. 206.
87
bilidad de que, a pesar de las diversidades aparentes, hay
unos principios morales básicos comunes a todos los gru­
pos humanos, como apunta el filósofo Hospers,56o el antro­
pólogo Kluckhohn, cuando afirma este último:
...todas las culturas tienen un concepto del asesinato,
distinguiendo éste de la ejecución, muerte por guerra y
otros «homicidios justificables». Las nociones de incesto
y otras reglas sobre conducta sexual, de prohibiciones de
mentir en circunstancias definidas, de restitución y reci­
procidad, de obligaciones mutuas entre padres e hijos, és­
tos y muchos otros conceptos morales son totalmente uni­
versales.4
Para Nowell-Smith, igualmente:
Cuanto más estudiamos los códigos morales mejor
comprendemos que no difieren en puntos importantes de
principio, y que las divergencias que existen se deben en
parte a diferentes opiniones acerca de hechos empíricos,
por ejemplo, acerca de los efectos de ciertos tipos de con­
ducta, y en parte a diferencias en la organización social y
económica.7
Aspecto que ya habfa sido adelantado por Schlick
cuando afirmó, paralelamente, que las diversidades en los
preceptos morales se deben a la diversidad de lo que en
las circunstancias prevalecientes se deriva de un hecho, a
saber, lo que resulta favorable para el bienestar de la so­
ciedad.8
Frankena tampoco acepta indiscriminadamente el
«relativismo sociológico», pues, aun admitiendo la diver-
5. Hospers, op. cit. pp. 60-61.
6. Brandt, op. cit. p. 286. Véase C. Kluckhohn: «Ethical Relativity:
Sic et Non», JournalofPhibsophy, LXIII, 19S5, pp. 663-677.
7. Nowell-Smith, Ethics, p. 18.
8. Schlick: Fragett derEthik; versión inglesa The Problems ofEthics,
p. 90.
88
sidad de prácticas sociales, subraya que éstas pueden es­
tar motivadas por principios morales idénticos que fun­
cionan en condiciones culturales distintas. El que en al­
gunas sociedades, por ejemplo, los hijos crean tener la
obligación moral de dar muerte a sus padres antes de que
alcancen la vejez, mientras que a nosotros nos repugne tal
práctica, puede deberse a un sistema de creencias peculia­
res, por parte de los que defienden la primera postura, esto
es, que los padres lo pasarán mejoren el más allá mientras
estén en buenas condiciones físicas. En uno y otro caso, la
postura ética de unos y otros se debe a un mismo principio
básico, que los hijos deben hacer aquello que más favo­
rezca a sus padres.9
Sea esto de una u otra manera, sea cierto o no el «re­
lativismo sociológico», de ello nada se colegirá en relación
con el «relativismo ético», a no ser que nos obstinemos en
convertir las «cuestiones de hecho» en «cuestiones de de­
recho». Es muy posible que incluso los principios básicos
varíen de sociedad en sociedad y de época en época, e in­
cluso de individuo a individuo, ello no garantizará, no obs­
tante, que no sea deseable buscar un mínimo de principios
«modelo» a los que se deban ajustar los distintos códigos
sociales y las distintas conductas individuales.
El problema que se plantearía, si acaso, sería prímor-
dialmente pragmático. Se trataría de dilucidar si existe
un mínimo de valores compartidos por todas las culturas,
un mínimo de pro-attitudes, en el lenguaje de Nowell-
Smith,10 es decir, si existe un mínimo de actitudes favo­
rables básicas que hagan posible la socialización en una
dirección común determinada.
La respuesta a esta cuestión parece obvia: determina­
mos denominar con un «nombre común» los objetos que
comparten características comunes. Sólo una visión sim­
plista del hombre podría llevarnos a pensar que lo único
que poseemos en común son unas determinadas caracte-
9. Frankena: Eihics; versión cast.. Ética.
10. Nowell-Smith, op. cit., pp. 112-121.
89
rísticas físicas o fisiológicas. Como Rader señala con bas­
tante tino, podrá variar el modo de satisfacer las necesi­
dades humanas materiales, psíquicas, etc., pero estas mis­
mas necesidades —como las de cobijo, alimentación,
afecto, sexo, etc.— son comunes a la especie humana.11
De igual modo, la utilización respecto a grupos diver­
sos del nombre común «sociedad» implica, como Rader
indica, que «toda sociedad es cuando menos una socie­
dad» en la que se reúnen seres humanos con objetivos más
o menos comunes, como vivir juntos y enfrentarse colec­
tivamente con determinadas necesidades que han de ser
satisfechas.1112 No sería extraño, por tanto, que necesida­
des comunes o similares diesen lugar umversalmente a re­
glas comunes o similares, con carácter transcultural. Ra­
der opina, al efecto, que:
En la medida en que los seres humanos son hombres y
viven unidos en sociedades, existen ciertos elementos mo­
rales universales. Existirá el ideal de satisfacer las necesi­
dades de su naturaleza común y el imperativo moral de
evitar una guerra suicida de todos contra todos. La moral
obliga a los hombres con ese grado indispensable de pru­
dencia, justicia y bondad sin el cual la vida en cualquier
época o sociedad seria intolerable.13
Mas, aun si esto no se diese así de hecho, ello no impli­
caría, como ya se ha indicado, la no deseabilidad de que
así fuese, y de que, en la medida en que las sociedades sean
susceptibles de cambios en sus mores, no luchemos por
conseguir que todas alcancen el desarrollo óptimo de ar­
monía social, que no impondrá en modo alguno normas
«uniformes», sino aquellas más idóneas dada su peculiar
idiosincrasia.

11. Rader, op. cil., p. 150.


12. Ibtd.. p. 147.
13. Ibtd.
90
b) Lo que puede ser bueno en un lugar y circunstancia,
puede ser malo en otras circunstancias y lugar
Esta formulación de lo que presuntamente se ha to­
mado en ocasiones como prueba de un determinado «re­
lativismo» enlaza con la cuestión que acabo de plantear.
No está reñido con la búsqueda de objetivos comunes,
el que utilicemos medios distintos según circunstancias y
lugar. El que procuremos disfrutar de una temperatura
benigna como objetivo común puede llevarnos a utilizar
medios tan diversos como abrir las ventanas o encender
la calefacción, según la época del año o el lugar geográfico.
Si por «relativismo» se entiende que los medios em­
pleados difieren en latitudes y circunstancias distintas,
todo individuo consecuente no podrá menos que manifes­
tarse relativista. Obligar a un hombre a caminar desnudo
por las calles de Estocolmo durante el invierno puede ser
un suplicio, mientras que puede resultar delicioso libe­
rarse de la vestimenta en una zona tropical. Lo cual no
prueba que lo que resulte «tortura» o «delicia» para el
hombre sea una cuestión «relativa», sino, únicamente, ha­
brá que insistir, una vez más, en que los medios para con­
seguir torturar o hacer felices a los hombres varían de
acuerdo con las circunstancias.
Como Brandt admite, es posible que la moralidad de
un mismo acto varíe según las circunstancias: mentir, por
ejemplo, puede ser moralmente reprensible o moralmente
aceptable, de acuerdo con diferentes contextos.14Incluso,
podríamos añadir nosotros, mentir puede resultar meri­
torio y digno de alabanza moral en circunstancias espe­
ciales, lo cual no implica desde luego un «relativismo mo­
ral», sino que el principio básico a tenor del cual la men­
tira es generalmente «maléfica» puede exigir que en de­
terminados contextos la mentira opere instrumental­
mente de modo «benéfico».
14. Brandt, op. cit., p. 271.
91
Si por «relativismo» se entendiese simplemente esto,
como Brandt también indica, todos, efectivamente, seria­
mos «relativistas».15

c) Los criterios de bondad y maldad, y similares, no son


aprioristicos, sobrenaturales, etc., sino relativos al hombre
Muchos de los que se dicen «relativistas» no parecen
sino querer demostrar que los valores son «relaciónales»,
que surgen en «relación con el hombre», y que no tienen
sentido como «entidades» abstractas, distintas a las preo­
cupaciones, intereses, deseos, humanos.
Me parece sumamente aceptable esta teoría ética. In­
cluso agregaría más, en mi opinión, considero que es esta
la única postura ética y epistemológicamente aceptable.
Sin embargo, que los valores sean relaciónales es una
cuestión totalmente distinta a que los valores sean «rela­
tivos», si por «relativos» se entiende dependientes de
sujetos particulares o grupos éticos o sociales particu­
lares.
Suponer que los valores pudieran ser «absolutos» e in­
dependientes de la condición humana y el hombre, en el
sentido genérico del término sería, como indica Alien,
«igual que suponer que pudiera haber causas sin efectos,
una dirección que tenga Norte pero no Sur, tíos sin sobri­
nos, futuro sin presente o pasado... Los valores son inco­
rregiblemente relaciónales».16
Pero que los valores sean «relativos» al hombre en ge­
neral, no supone que dichos valores sean subjetivos, arbi­
trarios, caprichosos, etc., en una palabra, no susceptibles
de ningún tipo de justificación racional. Podemos adoptar
la palabra «relativismo», si ese es nuestro gusto, para de­
is. Ibtd.
16. Alien: «From the 'Naturalistic Fallacy’ to the Ideal Observer
Theory», Philosophy and Phenomenological Research, Vol. XXX, 1969-
1970, pp. 543-544.
92
signar ia propiedad relacional del valor, siempre que nos
aseguremos que ello no implica incurrir en un subjeti­
vismo. Como expresa Schlick:
Un valor existe únicamente con respecto a un sujeto, es
relativo [la cursiva es mfa]. Si no existiese placer y dolor en
el mundo no habría valores. Todo sería indiferente.
Es importante tener en cuenta en qué sentido la relati­
vidad caracteriza a cada valor: su existencia depende de la
del sujeto y sus sentimientos, pero esta subjetividad no es
mero capricho, no significa que el sujeto pueda decidir por
su cuenta el objeto que ha de ser valioso o no valioso. En
tanto en cuanto los dolores de muelas producen molestias
carecen de valor para el que los sufre, y éste no puede al­
terar el hecho...17
Personalmente, suscribo de modo total la postura de
Schlick y considero que si ello me compromete a una pos­
tura «relativista» acepto ser «relativista», siempre y en
tanto que se especifique el significado del término. Es de­
cir, acepto ser relativista, e incluso gustosamente, si ello
conlleva la connotación de que los valores no existen como
entidades separadas, que no hay nada «valioso» sino en
cuanto valioso para el hombre, lo cual no supone, por su­
puesto:
a) que cualquier cosa pueda ser elegida arbitraria­
mente por un sujeto como valiosa;
b) que no exista un mínimo de permanencia de un
mínimo de valores, en tanto en cuanto la raza humana esté
constituida como lo está.
Respecto de a, considero acertada la postura de War-
nock, tal como aparece expresada en su obra The Object of
Morality (1971), al indicar que «al menos algunas cuestio­
nes referentes a lo que es bueno o malo para la gente, lo
17. Schlick, op. cit., p. 120.
93
que es dañino o beneficioso, no son en ningún sentido ri­
guroso, cuestiones de opinión. Que es malo ser torturado
o morir de hambre, humillado o herido, no es una opinión,
es un hecho. Que es mejor para la gente ser amada y cui­
dada, que odiada y olvidada, es también un hecho evi­
dente, no cuestión de opinión».18
En cuanto a b, opino con Hume que el hecho de que la
«justicia» o la moralidad en general carezcan de una san­
ción sobrenatural y hayan de ser consideradas más bien
como un «artificio» creado por el hombre para solventar
los problemas más acuciantes relativos a la convivencia
social, no implica que hayan de estar sujetas a modas ca­
prichosas o pasajeras, ya que los intereses a los que sirven
son intereses perennes a lo largo de la historia humana.
Con palabras de Hume:
La mayoría de las invenciones humanas están sujetas a
cambios, pues dependen del capricho y humor del mo­
mento. Están de moda por un tiempo y caen luego en el
olvido. Por ello es posible que alguien tema que la admi­
sión de que la justicia es una invención humana implique
que deba ser situada al mismo nivel. Sin embargo, el caso
es aqui diferente: el interés en que se basa la justicia es el
mayor imaginable y se extiende a todo tiempo y lugar.
Tampoco es evidente de suyo, y se descubre en la misma
formación primera de la sociedad. Todas estas causas ha­
cen de las reglas de justicia algo firme e inmutable o, al
menos, tan inmutable como la naturaleza humana.19

d) No existe ningún método racional válido para dirimir


las disputas en ética
Se trataría en este caso de lo que Brandt ha venido a
denominar la forma «más radical del relativismo» o «re­
ís. Waraock: The Object ofMorality, p. 60.
19. Hume: A Treatise of Human Naíure, libro III, parte III, sec. vi,
versión inglesa, p. 669; versión casi., p. 876.
94
lativismo metodológico».20Sus representantes más genui-
nos serían, dentro del panorama contemporáneo, los erao-
tivistas, sin duda, al postular, en el caso de Ayer, la no
posibilidad de verificar los enunciados propios de la ética
normativa, por no tratarse de enunciados analíticos ni
enunciados empíricos,21 o en el caso de Stevenson al pre­
conizar que si bien los «desacuerdos en creencias» (acerca
de hechos fácticos) pueden ser objeto de discusión racio­
nal, los «desacuerdos en actitudes», al ser valorativos, no
pueden ser defendidos ni atacados racionalmente, sino
que han de ser disueltos únicamente mediante métodos de
persuasión y contra-persuasión.22
Es evidente que si por «método racional» entendemos
el método lógico-deductivo no existe ningún método de
tal índole para resolver los conflictos y controversias en
ética, pero «razón» y «racionalidad» no son términos cuyo
contenido haya sido delimitado de una vez por siempre,
pues como dice Muguerza en su obra La razón sin espe­
ranza (1977), «la racionalidad... constituye una tarea ina­
cabable mientras la historia sea un proceso abierto».23
Por otra parte, muchos investigadores de las ciencias
sociales se han visto llevados a considerar que los enun­
ciados éticos no pueden ser demostrados «objetivamente»
debido a la errónea suposición, como indica Brandt, que,
a causa de que un enunciado como «es deseable» no puede
ser probado de la misma manera que el enunciado «es
deseado», no existe método racional para valorar el pri­
mer tipo de enunciado, sin tener en cuenta que el hecho
de que el tipo de pruebas sean distintas no implica que
uno de ellos sea menos defendible que el otro.24
Es cierto que las cuestiones que atañen a la ética pre­
sentan un carácter problemático especial, y como destacó
20. Op. cit., p. 275.
21. Ayer: Language, Trulh and Logic, cap. 6.
22. Stevenson: Ethics and Language.
23. Muguerza, op. cit., p. 172.
24. Brandt, op. cit., p. 276.
95
Aristóteles (384-322 a. C.), seria inadecuado reclamar res­
pecto de estas cuestiones el mismo grado de certidumbre
que en otros campos de investigación más susceptibles de
un estudio riguroso,25 lo cual no es óbice sin embargo, ha­
bría que añadir, para que no desalentemos en buscar al­
gún tipo de verdad aunque sea, como también sugería
Aristóteles, «de un modo tosco y esquemático».26
El problema de la «racionalidad» de los enunciados
éticos guarda estrecha relación con el binomio objeti-
vismo/subjetivismo en ética. Como ya se indicaba en el
apartado anterior, los juicios éticos son subjetivos única­
mente en el sentido de que guardan relación con sujetos
humanos (es decir, que no son absolutos o apriorísticos),
pero a la vez son objetivos en algún sentido. M. Markovic
ha matizado adecuadamente:
...los valores morales no son objetivos ni subjetivos en
el sentido estricto de estos términos. No pertenecen a la
esfera de las esencias absolutas en sí (que sólo pueden ma­
terializarse en un código específico moral). Dependen del
hombre puesto que, sin él, nada en el mundo será bueno o
malo... Por otra parte, los valores morales tampoco son pu­
ramente subjetivos y arbitrarios: no varían de hombre a
hombre y, en la medida en que satisfacen profundas nece­
sidades son interpersonales y objetivos.27
Por lo demás, el carácter «racional» de los enunciados
éticos no conlleva necesariamente la postulación de una
«Ética Absoluta». Como indica E. Fromm, tampoco la
ciencia es «absoluta», en el sentido de «perfecta» o «defi­
nitiva»: «El conocimiento científico no es absoluto sino
"óptimo"; contiene la verdad óptima obtenible en un pe­
ríodo histórico dado».28
25. Aristóteles: Ética a Nicómaco, 1.094b.
26. Ibtd.
27. Markovic: Dialéctica de la praxis, p. 52.
28. Fromm: Man for himself; versión cast. Ética y psicoanálisis,
p. 257.
96
Si por ética «absoluta» entendemos aquella que con­
tiene proposiciones inobjetables, eternamente verdade­
ras, que no admiten ni necesitan revisión, ética propia de
los sistemas autoritarios, como también señala Fromm,29
haremos muy bien en rechazarla y en refugiamos, como
contrapartida, en una «ética relativa» que sea, como la
ciencia, susceptible de progreso y revisión; mas, si inter­
pretamos «ética absoluta» y «ética relativa» como sinó­
nimos, respectivamente, de «ética universal», que com­
prende «aquellas normas de conducta cuyo fin es el cre­
cimiento y desarrollo del hombre» y «ética socialmente
inmanente», que comprende «las normas que son necesa­
rias para el funcionamiento y la supervivencia de una
clase específica de la sociedad y de los individuos que la
integran»,30 posiblemente nos sintamos inclinados a pro­
clamar con Fromm:
La tarea del pensador ético es sustentar y favorecer la
voz de la conciencia humana; reconocer aquello que es
bueno o malo para el hombre, prescindiendo de si es be­
néfico o nocivo para la sociedad en un periodo especial de
su evolución.31
Es decir, quizás estemos dispuestos a asumir el carác­
ter racional, intersubjetivo y supratemporal de las normas
morales basadas en tendencias fuertemente arraigadas en
el hombre. Como afirma M. Markovic:
Si el hombre experimenta cierta clase de rebeldía con­
tra el estado general en el cual es de tal forma degradado,
su crítica y su ideal para el futuro no constituyen una reac­
ción arbitraria, pasajera y transitoria: se basan en algunos
valores humanos muy antiguos, profundamente arraiga-
29. Ibíd., p. 256.
30. ¡bid., p. 259.
31. ¡bid., pp. 262-263.
97
dos y, por lo menos de modo abstracto, casi universalmente
aceptados.32

Q) Existen ejemplos de opiniones éticas conflictivas


que resultan ser igualmente válidos
Este tipo de posición sería la caracterizada por Brandt
como «relativismo no metodológico», o relativismo en
sentido propio.33 Es peculiar a este tipo de «relativismo»
el que, mientras que no niega la posibilidad de un método
racional para dirimir las cuestiones éticas, mantiene, a la
vez, que no existe una única conclusión a la que podamos
llegar mediante la aplicación del método en cuestión.
Si por «relativismo» se entiende esta variante episte­
mológica en relación con la moral, me siento bastante in­
clinada a considerarme relativista; cuando menos me
siento inclinada a sostener un relativismo de este tipo, en
el presente estadio de la investigación de los fenómenos
morales.
Dada la complejidad del «hecho moral» ya es mucho
que contemos con principios relativamente estables, re­
lativamente absolutos. Pretender asimismo que estos
principios den lugar a criterios y opiniones idénticas sería,
a mi entender, un optimismo excesivo, una excesiva sim­
plificación de la problemática moral. Si la moral existe,e
incluso si la teoría ética existe, si las discusiones morales
y éticas tienen y seguirán teniendo lugar, por lo que se
puede prever, no es tantas veces a causa de la diferencia
de principios adoptados, sino por la complejidad de las
reglas de aplicación de tales principios, y a la siempre
renovada «novedad» de las situaciones en las que se ori­
ginan las disputas éticas.
Se ha criticado a Kant numerosas veces la «vaciedad»
32. Markovic, op. cil., pp. 62-63.
33. Brandt, op. cit., p. 278.
98
de su imperativo categórico: «Obra de tal modo que la
máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo
tiempo, como principio de una legislación universal»,34al
igual que se critica contemporáneamente la ambigüedad
y vaciedad del «prescriptivismo» de Haré,35 especial­
mente el postulado que comparte con Kant de la «univer-
salizabilidad»: si cualquier cosa es buena con tal que sea
«universalizable», se sigue que las cosas más dispares e
incluso contrapuestas serán, de acuerdo con la ética de
Kant o Haré, igualmente válidas desde un punto de vista
moral, con tal que estemos subjetivamente dispuestos a
convertirlas en «principios de una legislación universal».
Se alega así, que principios tan dispares como la «discri­
minación racial» o la «solidaridad entre las distintas ra­
zas», por poner un ejemplo, serían postulados igualmente
«universalizables» y, por ende, igualmente válidos.
Por supuesto que, interpretadas grosso modo, tanto la
ética kantiana como la de nuestro coetáneo Haré, incurri­
rían en el relativismo no metodológico en su forma más
burda y radical. Si bien estoy dispuesta a aceptar que la
«universalizabilidad» o cualquier otra ley o principio en
ética no produce resultados obvios, concretos e idénticos
para toda ocasión y circunstancia, quizá sea posible una
interpretación más refinada y matizada que, penetrando
en el espíritu y no quedándose meramente en la letra de
las éticas «universalistas», nos muestre que aun si bien,
en efecto, cualquier hombre puede estar en principio dis­
puesto a «universalizar» cualquier cosa, en general el
principio de «universalizabilidad» tiende a fomentar ac­
titudes determinadas de un tipo peculiar. Como Hospers
indica al respecto:
...supongamos que estamos a punto de quebrantar una
promesa que hicimos solemnemente. ¿Podemos decir, con
34. Kant: Critica de la razón práctica, cap. I, p. 7.
35. Haré: Freedom and Reason, parte i, «Describing and Prescri-
bing».
99
verdad, que nos gustaría que esta acción nuestra se convir­
tiera en una regla universal? Supongamos que, a conse­
cuencia de nuestra próxima acción, pudiéramos hacer (a
través, quizá, de algún súbito efecto hipnótico) que todos
los miembros de la raza humana actuaran de ese modo ¿no
lo pensaríamos dos veces antes de hacer a otra persona algo
que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros?36
Las respuestas no son siempre nitidas, dado el umbral
de indeterminación y vaguedad que parece inherente a los
planteamientos éticos. Lo dicho con respecto a la «univer-
salizabilidad» de Kant y de Haré se aplicaría, por lo de­
más, a cualquier otro principio «formal» o «material».
Aun aceptando el principio utilitarista de maximizar la
felicidad general, siempre habría que enfrentarse con pro­
puestas distintas e incluso antagónicas derivadas del
mismo principio. Por ejemplo, quienes abogan por una ley
de divorcio, como quienes se oponen a ella, suelen basarse
en sus planteamientos sobre el bienestar de la comunidad.
Si se profundiza suficientemente se alcanzará, es pro­
bable, una postura relativista «no metodológica» relativa:
son muchas las cosas que pueden ser unlversalizadas,
y son muchas las que pueden justificarse en nombre de la
felicidad colectiva, mas cuando el argumento se lleva
hasta sus últimas consecuencias hay de hecho acciones
que nadie, o casi nadie, querría unlversalizar, y hay con­
secuencias de acciones que nadie, o casi nadie, podría pre­
tender que contribuyen a maximizar la felicidad general.

0 Existen invariables modelos de vida éticamente «buena»


y cada cual tiene derecho a «inventarse» su propia moral
La filosofía moral de Kant o de Haré, que he comen­
tado anteriormente, conducía de algún modo al postu­
lado, que ahora examino, de la libertad de elección moral.
36. Hospers, op. cit., p. 402.
100
Haré, en especial, ha resaltado de manera notoria que
cada cual tiene derecho a la libertad de elegir su propia
moral o, lo que es igual, a dotar de contenidos elegidos
libre e individualmente al marco del juego «moral», deli­
mitado por los pre-requisitos de prescriptividad y univer-
salizabilidad.37 Si existen limitaciones en la teoría de
Haré ellas no afectan las normas morales en cuanto nor­
mas, sino en cuanto a su carácter moral o no moral. Es
decir, somos libres de elegir cualesquiera normas morales
con tal que sean normas morales. Al igual que podemos ser
libres para elegir el alimento que mejor nos convenga, con
tal que sea realmente alimento.
El problema de decidir qué hace que una norma sea
realmente moral o cuál sea el marco que delimita el juego
de la moral, es una cuestión ardua y quizá, por ello mismo,
incontestable, de una manera deñnitiva, y apasionante.
En cualquier caso, supuesta, provisionalmente, la posibi­
lidad de delimitación del «marco» de la moralidad exis­
tiría una cierta libertad de movimientos en el caso de Haré
que haría plausible un relativismo entendido en el sentido
que venimos considerando, a saber: que no existen reglas
de juego determinadas y perennes, sino únicamente el
«marco» o las condiciones de las reglas del juego que no­
sotros mismos tenemos que confeccionar.
Dicho con palabras de Nowell-Smith, no existe una
respuesta de tipo general a la pregunta más inquietante y
crucial de la teoría ética: «¿Qué debo hacer?», ya que ésta
«no puede ser respondida de modo general, sino que ha de
tenerse en cuenta la idiosincrasia peculiar de cada indi­
viduo». Es cierto, Nowell-Smith admite que, en la medida
en que los seres humanos poseemos características fisio­
lógicas o psicológicas semejantes, es posible algún tipo de
generalización en relación con cosas que evidentemente
todo el mundo desea, o cosas que, también de modo evi­
dente, nadie parece desear, «pero el consejo práctico es
37. Nowell-Smith, op. cit., p. 320.
101
innecesario cuando es evidente», mientras que, por el con­
trario, en «los casos de difícil solución resulta vano, pre­
suntuoso y peligroso intentar dar una respuesta a estas
cuestiones sin conocimientos de psicología, o sin el cono­
cimiento del caso particular».38
La obra de Nowell-Smith, Ethics, publicada por vez
primera en 1954, concluye decisivamente afirmando que:
Las cuestiones «¿Qué debo hacer?» y «¿Qué principios
morales debo adotar?», deben ser contestadas por cada
hombre en particular; esa es, al menos, parte de la conno­
tación de la palabra «moral».39
Considero tal planteamiento sumamente plausible en
varios aspectos y comparto plenamente el sesgo cuasi-
existencialista de Freedom and Reason de Haré (editada
por vez primera en 1963), en donde se postula una «liber­
tad» moral que es más una carga que una «liberación» de
responsabi lidades .40
En efecto, resulta mucho más cómodo seguir lo re­
glado, lo normado, la costumbre, lo consuetudinario, que
plantearse en todas las ocasiones de la vida las cuestiones
morales como cuestiones nuevas e inéditas. Podría agre­
garse, incluso, que se precisa mucho más «coraje moral»
para zafarse del uno, en lenguaje de Heidegger, o para
colocamos en una actitud «auténtica», como nos exhorta
Ortega, que impida la «mala fe», sartreana, consistente en
«aceptar valores de otro en lugar de adoptar con conoci­
miento y deliberación nuestros propios valores».41
Como indica Heidegger en El ser y el tiempo (editada
originalmente en 1927) el «uno» (lo impersonal, lo que los
otros ordenan, deciden, etc.) ejerce sobre nosotros una ver­
dadera dictadura:
38. ¡b(d.
39. Ibtd.
40. Haré, op. cit., p. 3.
41. Wamock, Ethics since 1900; versión casi.. La ética contemporá­
nea, p. 49.
102
Disfrutamos y gozamos como se goza; leemos, vemos y
juzgamos de literatura y arte como se ve y juzga; incluso
nos apartamos del«montón »como se apartan de él; encon­
tramos «sublevante» lo que se encuentra sublevante.42
En las lecciones de metafísica explicadas por Ortega
durante el curso 1932-1933 se nos insta, precisamente, a
que abandonemos la situación ficticia «en que nos damos
por orientados» sin hacemos cuestión de cómo se nos
orienta y hacia dónde se nos orienta, adoptando una situa­
ción auténtica «que implica la desorientación y, por lo
mismo, nos obliga a intentar orientarnos».43 O, lo que es
igual, Ortega nos estimula a que nos atrevamos a ser libres,
porque intuye, de alguna manera, lo que Erich Fromm
expresaría más recientemente en El miedo a la libertad, a
saber, que tememos desprendernos de los valores «ficti­
cios», no asumidos personalmente, sino aceptados maqui­
nalmente. De alguna manera, como Ortega apunta, vis­
lumbramos, presentimos, lo ficticio y lo vacío, lo precario
de nuestra falsa situación, sintiéndonos entonces «radi­
calmente desorientados, perdidos». Este presentimiento
nos produce horror y hace que nos embotemos embarcán­
donos «ciegamente en las convicciones mostrencas de los
otros», instalándonos «en el lugar común, en lo que se oye
decir».44
El final de Las moscas de Jean-Paul Sartre (1947) ex­
presa significativamente el «regalo de la soledad», como
expresa Júpiter, que acaba de hacer Orestes a la multitud
que vivía segura en lo «mandado», «decretado», etc., etc.
Pero, como replica Orestes a Júpiter, los hombres «son
libres y la vida humana empieza al otro lado de la deses­
peración».45 Con gran belleza expresa Sartre por boca de
Orestes lo tremendo y lo grandioso, a la vez, de esta liber-
42. Heidegger: El sery el tiempo, p. 143.
43. Ortega: Unas lecciones de metafísica, p. 37.
44. Ibtd., p.38.
45. Sartre: Las moscas. Losada, Buenos Aires. 1972, p. 65.
103
tad a la que estamos condenados (éticamente condenados,
agregaría yo):
Pero de pronto la libertad cayó sobre mi y me traspasó,
la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad, y me
sentf completamente solo... como quien ha perdido su som­
bra; y ya no hubo nada en el cielo, ni Bien ni Mal, nadie
que me diera órdenes.4*
Por consiguiente, esta apelación al derecho de cada
uno a inventarse su propia moral, como coinciden en man­
tener, desde distintos frentes, analistas como Haré o No-
well-Smith, existencialistas como Heidegger o Sartre, es
más una responsabilidad, una carga que hay que asumir
moralmente, que no la actitud incomprometida del que
cede ante la comodidad. La libertad de elección lejos de
ser la expresión egoísta de mis caprichos personales se
convierte en un imperativo moral. Nuevamente, con pa­
labras de Sartre, por boca de Orestes en réplica a Júpiter
...estoy condenado a no tener otra ley que la mía... Por­
que soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe [la cursiva
es mía] inventar su camino.4647
Por supuesto que esta versión del relativismo ético es
susceptible de críticas, si bien, en cierta medida, ofrece
una buena dosis de plausibilidad.
Para empezar, quizá no sean del todo impertinentes
las observaciones de Mary Wamock en su crítica a Sartre:
Sin algún elemento de objetividad, sin algún criterio
para preferir un esquema de valores a otro, excepto el cri­
terio de lo que a uno le parece más atractivo, no puede
haber de hecho moralidad en absoluto, y la teoría moral
consistiría únicamente en la afirmación de que no existe
moralidad.48
46. Ibíd., p. 64.
47. Ibíd.
48. Wamock: Existentialist Ethics, p. 56.
104
Como también tiene su grano de verdad la crítica de
Sánchez Vázquez al emotivismo:
Pero si cada quien valora un mismo acto... ¿Cómo se
puede regular el comportamiento de los individuos de una
misma comunidad, y cómo puede hablarse incluso de un
comportamiento verdadero moral? Si todo es igualmente
válido y todo se halla igualmente justificado desde el punto
de vista moral, la consecuencia lógica no puede ser más
que ésta: todo está permitido. Nos hallamos así en pleno
amoralismo.49
La crítica de Husserl al relativismo individual, hecha
desde un plano lógico, también tiene visos de plausibili-
dad: «El relativismo individual es un escepticismo»50 y,
por consiguiente, una teoría tal «está refutada tan pronto
como queda formulada»51 ya que, como indica García
Maynez comentando esta crítica de Husserl, toda afirma­
ción «tiene el sentido de ser verdadera; pero el contenido
de las tesis subjetivistas es precisamente la negación de
que existan afirmaciones verdaderas —en la acepción ob­
jetiva de la palabra verdad».52
Sin embargo, habría que concluir, quienes mantienen
la versión del relativismo que venimos comentando se
mueven en un plano axiológico y lógico distinto del de sus
detractores. Los unos y los otros acentúan características
distintas del acto moral o el acto de realizar juicios mo­
rales. Es evidente, por una parte, como Mary Wamock
sostiene, que la libertad tiene sus límites en el terreno mo­
ral, como posiblemente también en cualquier otro. Por
ejemplo, como indica esta autora, «no somos libres de pre­
ferir el placer al dolor»53 y, posiblemente, como sostiene
Sánchez Vázquez, si hemos de convivir en sociedad sería
49. Sánchez Vázquez: Ética, p. 229.
50. Husserl: Investigaciones lógicas, I, p. 145.
51. Ibid.
52. García Maynez: Ética, p. 105
53. Wamock: Existentialist Ethics, p. 55.
105
bastante peregrino que eligiésemos arbitrariamente nues­
tra propia conducta, sin tener en cuenta los intereses del
grupo del que formamos parte.54 Como también sería pe­
regrino asegurar, como aserto verdadero, que no existen
las verdades, como nos indicaba Husserl.
Quienes mantienen que cada cual tiene derecho a in­
ventarse su propia moral han resaltado debidamente el
valor ético de la individualidad humana y el derecho a una
esfera personal de valores morales. Personalmente consi­
dero que el progreso moral, socialmente considerado, no
tendrá lugar sino en la medida en que la esfera de los de­
beres sociales se haga lo más restringida posible, amplián­
dose como contrapartida la esfera de la creatividad axio-
lógica individual. Con todo, sin embargo, y dadas las pe­
culiares limitaciones de la human predicament, como diría
Warnock, es decir, las limitaciones de la condición hu­
mana,55la libertad moral sólo es posible y deseable dentro
de un marco que tenga en cuenta las peculiaridades de
nuestra condición como seres sociales.
La frase de Sartre pronunciada por boca de Orestes
«cada hombre debe [la cursiva es mía] inventar su ca­
mino», ya citada, resalta debidamente la responsabilidad
moral de una opción o un compromiso que tiene que ser
asumido individualmente, que no puede ser nunca acep­
tado pasivamente, si la acción ha de ser moral, en el sen­
tido genuino del término, y no meramente legal o de
acuerdo con las costumbres, la educación recibida,
etc., etc.
Pero si lo que Sartre y los autores que mantienen po­
siciones paralelas pretenden es, no sólo la libertad para
asumir la moral, sino otra muy distinta libertad de hacer
«moral» lo que a uno le convenga, habría que responder­
les, quizá, con R.M. Haré, que uno por supuesto es libre
para adoptar cualquier tipo de acción, pero que esa «li-
54. Véase Sánchez Vázquez, op. cit., p. 228.
55. Warnock: The Object of Morality, p. 13 y ss.
106
bertad» tiene un precio: el de no poder seguir apoyándose
en argumentos morales.56
Dicho con otras palabras, y para rebatir esta última
forma de «relativismo» que he venido comentado, la mo­
ral, igual que la racionalidad, presupone criterios Ínter*
subjetivos. Sería realmente un contrasentido lógico pre­
tender tomar por «moral» o «racional» aquello que hace
referencia a individuos aislados.
Por lo demás, y aun cuando «racionalmente» me vea
obligada a combatir este tipo de relativismo, he de indi­
car, que desde un punto de vista «subjetivo» considero que
es una actitud perfectamente licita y, aunque ello pueda
sonar irrelevante, he de añadir que cuenta con todas mis
simpatías personales.
El más burdo psicoanálisis podría dar razón de este
posible dualismo que he manifestado, de este relativo re­
lativismo que he venido a sustentar. Ocurre, creo poder
generalizar, que todos los humanos cuando consideramos
la opción moral y la norma moral desde el punto de vista
en que somos sus agentes, deseamos una libertad irrestrin-
gida para llevar a cabo lo que deseamos desear. Se da el
caso, no obstante, de que, en cuanto nos consideramos su­
jetos pacientes, afectados por las normas que otros se de­
sean autodecretar, sentimos fuertemente la necesidad de
que esa libertad sea de alguna manera controlada y res­
tringida, a fin de que no pueda mermar nuestra propia
libertad.
En último análisis, y resumiendo lo comentado en las
secciones precedentes, la pugna entre «relativismo/abso-
lutismo», «subjetivismo/objetivismo» es, en cierto modo,
una pugna que tiene un doble telón, una doble vertiente.
Por una parte, se trata de decidir si los valores son creados
por el hombre en cuanto ente social, o si le han de venir
impuestos por alguna instancia «supranatural» o «no na­
tural». Respecto a este punto, mi posición es absoluta-
56. Haré, op. cit.. pp. 98-99.
107
mente nítida y clara. Los valores son, a menos que se de­
muestre lo contrario, creación social.
Ahora bien, como he demostrado insistentemente, que
los valores sean sociales y humanos no implica que en
ellos impere el capricho o la subjetividad. Si hemos de
convivir en sociedad, y dados los aspectos más o menos
permanentes de nuestras naturalezas y la naturaleza de
nuestra inter-acción social, es de esperar un mínimo de
objetividad y permanencia de un mínimo de valores que
se mantengan como un sustrato común a través de los
cambios históricos y coyunturales.
Por supuesto, la vida en sociedad es a un tiempo reali­
zación y límite. Tenemos derecho (éticamente hablando) a
una esfera cada vez más amplia de vida individual, no
normada, y es sólo y tan sólo en cuanto las vidas indivi­
duales de los demás lo exigen cuando cobra sentido la
norma social.
Por consiguiente, quisiera terminar más que con un
aserto apodíctico con una aporía: El hombre se «hace» y
se «deshace» con y por los demás. Lo cual plantea el pro­
blema ético de hasta qué punto es conveniente y hasta qué
punto no, en el estadio actual de la evolución social y hu­
mana, una ética basada en normas generales, por míni­
mas que sean, y una ética que cada hombre construya para
sí desde su libertad solitaria.

108
ÉTICA Y RELIGIÓN

I
Existe una diferencia sustancial entre «religión» y
«ética». La religión es un conjunto de dogmas que no ne­
cesitan ser justificados sino creídos. La ética es una disci­
plina racional que, de entrada, busca la justificación de
los principios que propone.
Históricamente «religión» y «ética» no han aparecido
lo suficientemente diferenciadas, siendo la segunda absor­
bida por la primera en una tarea común: el apartado, den­
tro del proceso general de «socialización», que podríamos
denominar de «moralización» en el sentido de crear há­
bitos de conducta moral.
Existía, y aún persiste en amplios sectores, la creencia
de que la ética era a modo de apéndice que no venía sino
a apuntalar aquellos decretos, normas, códigos morales
propugnados por un dogma religioso.
Es cierto, como hecho fáctico, que históricamente la
religión, en particular la procedente de la tradición judeo-
cristiana, ha tenido una participación activa en la deter­
minación de los códigos morales, de los «mores» o pautas
109
de conducta. Las cuestiones que en tomo a este hecho
ahora aquí se plantean son, sucintamente, dos: en primer
lugar, interesa determinar hasta qué punto existe algún
tipo de vinculación necesaria, no meramente contingente
e histórica entre la ética y la religión. En segundo lugar, y
a tenor de los presupuestos axiológicos que aquí se man­
tienen, habrá que determinar hasta qué punto son morales
las conductas que propugnan los códigos de valores reli­
giosos, tal como se han dado históricamente.

II
Respecto a la primera cuestión habría que plantearse
no sólo hasta qué punto la ética necesita de algún tipo de
dogma religioso sobre el que fundamentarse, sino también
hasta qué punto es lícito (moralmente) que la moral sea
condicionada por dogmas, o si más bien sería deseable
una moral totalmente laica.
La filosofía, a lo largo de su historia, ha dado respues­
tas distintas a una pregunta tal, respuestas que depen­
dían, sin duda, del sistema de valores y creencias de los
proponentes del sistema filosófico moral en cuestión.
Dado que filosofía y teología se fundieron y confundieron
a lo largo del medievo y gran parte de la edad moderna, y
en algunas latitudes incluso contemporánea, no es de ex­
trañar que la ética, o filosofía moral, haya sido conside­
rada por algunos como cancilla teologiae», sierva de la teo­
logía.
Por supuesto, que no todos los que vinculaban religión
y filosofía moral, o religión y moralidad, lo hacían desde
perspectivas iguales. Grosso modo podríamos diferenciar
entre:
a) aquellos para quienes «bueno» venía determinado
por lo que Dios arbitrariamente determinase, como en el
110
caso de los voluntaristas Scotto (1266-1308) y Ockham
(1285-1349);
b) aquellos para quienes no se daba el caso de que
«bueno» fuese lo mandado por Dios, sino que, por el con­
trario, querían mantener, con más o menos fortuna, que
«Dios mandaba lo que es bueno».
Las críticas a los partidarios de a tienen su precedente
histórico en el Eutifrón de Platón, donde se demuestra que
si definimos «bueno» como «lo que agrada a los dioses»
(o en el caso, podemos agregar nosotros, de las religiones
monoteístas, «lo que agrada a Dios») nos encontraríamos
con el enunciado tautológico, no informativo, de que «A
Dios le agrada lo que le agrada» o «Dios ordena lo que
ordena», por cuanto carecemos de una definición especí­
fica e independiente del significado de «bueno».1
En el caso de b se trataría más bien de una función
redundante de la religión por lo que a la moralidad se
refiere, por lo menos en lo que atañe al significado de
«bueno»: sea «bueno» lo que sea, Dios no dejará de san­
cionarlo favorablemente. Pero lo que sea «bueno» será
algo cuya investigación no vendrá determinada por las
escrituras sagradas, o los códigos religiosos, sino que pre­
cisará de un método propio y peculiar para su determi­
nación, como coincide en señalar Hospers.12
Hay que reconocer que la adherencia a un dogma reli­
gioso no siempre ha llevado al creyente a un «dogma­
tismo» moral, a nivel teórico cuando menos. Siempre que­
daba la puerta abierta a la determinación racional del sig­
nificado de «bueno», en atención a necesidades sociales,
felicidad humana, etc., etc. La divinidad sólo aparecía en
escena una vez que los hombres habían llegado a un con-
1. Véase Platón: Eutifrón, 6e y ss. También a S. Marc Cohén: «Só­
crates on the Defmition of Piety», en The Philosophy of Sócrates, ed. de
Vlastos, pp. 168-169.
2. Hospers: Human Conduct; versión casi., La conducta humana,
p. 58.
111
scnso acerca de aquello que era «bueno», es decir, favo­
rable para la raza humana.
Otra cuestión, que no va a ser mencionada aquí sino
de pasada, es la de investigar hasta qué punto el creyente
ha sido consecuente con esta postura y en su «praxis» co­
tidiana no se ha visto impelido a considerar, o realizar,
como «bueno», aquello para lo que no le asistía ninguna
razón ni justificación no religiosa. O, a la inversa, habría
que cuestionar hasta qué punto el creyente no se ha visto
obligado a considerar, o no realizar, como «malas» accio­
nes, acciones que en modo alguno perjudican a la convi­
vencia social o a la raza humana, y cuya presumible «mal­
dad» sólo puede ser justificada en atención a prejuicios de
índole mítico-religiosa. Otra cuestión adicional más sutil,
y que merecería una detallada atención, es la de si a la
hora de buscar «razones» no religiosas para una acción
moral, el creyente puede operar imparcialmcnte, o lo que
es igual, libre de prejuicios, no intentando ajustar a una
supuesta «razón» aquello que de antemano ya estaba dis­
puesto a aceptar.
Dada la ambigüedad de términos como «razón» y es­
pecialmente «razón moral», bien vendría que fuéramos
cautos y tratáramos de averiguar en qué medida un razo­
namiento moral apela a consecuencias meramente mun­
danas, o en qué sentido es un intento de «racionalización»
de creencias no verificables, o supuestos apriorísticos a los
que se intenta ajustar el «razonamiento». (Por supuesto
que lo dicho es válido también para toda creencia, no sim­
plemente para las creencias de tipo religioso.)
Otro término «comodín», sumamente ambiguo y
usado por los moralistas creyentes con harta frecuencia,
ha sido el de una «naturaleza», más o menos deificada,
que ya desde Heráclito o los estoicos (en la filosofía pa­
gana), Aquino o Rousseau, ha desempeñado un papel más
restrictivo e inhibidor de tendencias naturales que favo­
recedor de las mismas. Asimismo, habría que puntualizar
que las «tendencias naturales», aun en el supuesto de que
112
fuese factible determinarlas, en cuanto tales no tienen por
qué ser necesariamente «buenas» (como Moore en su de­
nuncia de la falacia naturalista ha dejado bien claro).3
Lo curioso del caso, sin embargo, es que la teoría moral
de corte religioso o cuasi-religioso, ha apelado a la «natu­
raleza», presuponiéndola «buena», como obra o reflejo del
creador, y, a la vez, ha atribuido o revestido a esta «natu­
raleza» humana o no humana, de aquellos atributos que
mejor se avenían con un sistema de creencias religiosas
determinadas. Es decir, se cometía un doble «fraude» o
«falacia»:
a) Se suponía a la «naturaleza » buena, cuando, como
Mili (1806-1873) ha indicado acertadamente, todo lo que
es bueno y malo para el hombre, la vida, la muerte, el
placer y el dolor son igualmente naturales,4 de modo que
es inadecuado cualquier intento de identificar «natural»
y «bueno».
b) Se suponían «naturales» aquellos afectos, senti­
mientos, tendencias, que se avenían con un código reli­
gioso determinado.
Es decir, se partía del «esse est bonum...» (el ser es
bueno, la naturaleza y lo natural son buenos), y se con­
cluía, sin embargo que no todo lo que existe es «ser», no
todo lo que hay es «natural», sino tan sólo aquello que, de
acuerdo con códigos determinados, es «bueno».
Las escaramuzas utilizadas por los teóricos de la moral
de base religiosa han sido muchas y sutiles para tratar de
mencionarlas aquí, siquiera sea someramente. Baste in­
dicar que en todo caso se trataba de intentos de «racio­
nalización», a fin de presentar como «naturales», «ra­
cionales», etc., normas morales generalmente difíciles de
aceptar por el hombre común, supuestamente «natural»
3. Véase Moore: Principia Ethica. esp. cap. 11.
4. Mili: «On Nature»; versión cast. «Sobre la naturaleza», en Tres
ensayas sobre la religión, pp. 73-74.
113
y «racional», normas que venian propugnadas como obli­
gatorias por los credos religiosos a los que tales teóricos
de la moral se adherían.
Como quiera que la ética contemporánea, tanto por lo
que respecta al intuicionismo de Moore, Prichard o Ross,
como las corrientes más o menos emotivistas defendidas
por Ayer y Stevenson, amén del prescriptivismo de Haré,
entre otras corrientes y teorías más difícilmente clasifi­
cares, parece haber dejado en entredicho la posibilidad
de una base «objetiva» natural o empírica de la ética,
acentuándose la «especificidad» de la ética, en algunos
casos, una nueva puerta se ha abierto para quienes preten­
den mantener que, en efecto, es imposible ningún tipo de
fundamento moral, a menos que contemos con un len­
guaje «especial», colindante con el lenguaje místico, o nos
basemos en unos «mandatos» promulgados por la Divi­
nidad desde siempre y para siempre.
Así, ya en un debate radiofónico que tuvo lugar en 1948
entre Copleston y Russell, manifestaba el primero:
Pienso que la gran mayoría tiene una cierta conciencia
de obligación en la esfera moral. Es mi opinión que ia per­
cepción de valores y la conciencia de la ley moral y la obli­
gación encuentran su mejor explicación mediante la hipó­
tesis de un fundamento trascendente del valor y de un au­
tor de la ley moral. Por «autor de la ley moral» entiendo
un autor arbitrario de la ley moral. Pienso que, de hecho,
los ateos modernos que han argumentado a la recíproca
diciendo: «no hay Dios, por lo tanto, no hay valores abso­
lutos ni ley absoluta», se han conducido con bastante ló­
gica.5
En un sentido pienso que es verdadero el aserto de Co­
pleston, a saber, a menos que creamos en una divinidad o
en un «topos uranós», a la manera platónica, difícilmente
5. Copleston y Russell: «Debate sobre la existencia de Dios», en Por
qui no soy cristiano, p. 42.
114
podremos mantener la existencia de valores absolutos, en
el sentido de apriorfstica y sempiternamente válidos,
como de forma inconsistente pretendía Moore desde una
ética presuntamente antimetafísica.6 Sin embargo, si Co-
pleston quiere concluir que en ausencia de una ley moral
de origen divino la moral humana carece de fundamento,
de razón de ser, que «muerto Dios» la «moral también ha
muerto», tal aserto carece de la mínima consistencia, y es,
además, contra-fáctico pues, de hecho, han existido y exis­
ten sistemas de moralidad no sancionados por instancias
divinas.
Comentando el testimonio del antropólogo Mali-
nowski, Nowell-Smith argumenta, al respecto, que las re­
glas morales, tanto en las sociedades primitivas como en
las contemporáneas:
...se obedecen en parte a causa de temor a sanciones
sociales y no sobrenaturales, en parte a causa del hábito y
en parte a causa del reconocimiento del valor de estas re­
glas para la sociedad.
Y agrega Nowell-Smith que las «fuerzas sociales vin­
culantes» que regulan la conducta moral tal como Mali-
nowski las define, se refieren a valores tales como la leal­
tad, reciprocidad de servicios, consideración de los dere­
chos de los demás, etc., que constituyen motivaciones
genuinamente morales y no religiosas.78
En cuanto a la no posibilidad de normas morales ab­
solutas, en ausencia de un credo religioso, considero que
esto es verdadero, lo cual no merma, sin embargo, la efec­
tividad de las normas éticas. Como señala Durkheim:
...la naturaleza de la sociedad está en perpetua evolu­
ción; entonces la moral debe ser lo suficientemente flexible
como para transformarse a medida que sea necesario.*
6. Véase Moore: Principia Ethica, pp. 29-30.
7. Nowell-Smith: «Religión and Morality», en The Encycíopedia of
Philosophy, vol. 3, p.152.
8. Durkheim: La educación moral, pp. 63-64.
115
Ni siquiera pienso que es acertada la postura de Toul-
min cuando en su obra An Examination of the Place of Rea-
son in Ethics, escrita en 1960, delimitando el campo pro­
pio de la ética del de la religión indica que mientras las
razones para decidir si una acción está bien han de ser
proporcionadas por la ética, los «motivos» o «razones»
para llevar a cabo aquello que hemos descubierto como
correcto sólo pueden ser suministrados por un acto reli­
gioso de fe:
...sobre cuestiones de deber a las que no se puede dar
ulterior justificación en términos éticos, la religión es la
que tiene que ayudamos a hacemos cargo de ellas, y de
este modo aceptarlas.9
Es cierto, por supuesto, que el «razonamiento lógico»
tiene sus limites tanto en las cuestiones éticas como en las
científicas y en las propias cuestiones lógicas. Llegamos
siempre a un punto en el que el razonamiento ha de ser
sustituido por el «engagement», el compromiso científico,
lógico o moral, que implica un sistema de valores, no ne­
cesariamente religioso, correlativo.
Por este motivo es que tampoco considero oportuna la
afirmación de Wamock sobre que:
...si no existe Dios, entonces todo está «permitido» no
por supuesto en el sentido de que nada es ni moralmente
correcto o incorrecto, sino en el sentido de que nada es
ordenado y nada está prohibido.10
Afirmación de la cual parecen desprenderse dos coro­
larios que considero igualmente falsos:
a) si Dios no existe, no existe Autoridad en cuestiones
morales;
9. Toulmin: An Examination of the Place ofReason in Ethics; versión
cast. El puesto de la razón en la ética, p. 244.
10. Wamock: The Object of Morality, p. 142.
116
b) si no existe una Autoridad en cuestiones morales,
no existe razón para actuar justa o injustamente.
Respecto a a, Durkheim (1853-1917) había adelantado
ya la posibilidad y conveniencia de sustituir la autoridad
que garantizase una educación laica atribuyendo a la so­
ciedad como un todo el papel que tradicionalmente había
venido desempeñando la divinidad, en cuanto promuiga-
dora y/o sancionadora de la ley moral.11
Por cierto que las argumentaciones de Durkheim pa­
recerían, en principio, rubricar lo contenido en b, a saber,
la necesidad de algún tipo de autoridad en ética, si bien,
en realidad, se trataría de un estilo peculiar de «autori­
dad» que contrariamente a otros tipos de actuar auto­
ritarios no presupondría la adhesión incondicional del in­
dividuo a un sistema de normas. En Durkheim, tras haber
sido sometida al escrutinio de la razón, «la moral se ve
liberada del inmovilismo al que está lógicamente conde­
nada cuando se apoya en una base religiosa».1112Se trata de
una «moral superior» que no ha de ser predicada o incul­
cada, sino explicada.13
La «autoridad» de la nueva moral postulada por Durk­
heim sería realmente más eficaz que cualquier otro tipo
de autoridad o autoritarismo. Es cierto que por temor al
infierno podremos lograr individuos sumisos a la ley mo­
ral, pero si conseguimos que amen la ley, porque en ella
hay efectivamente razones que la hacen amable, habremos
logrado no sólo los objetivos de cohesión social que suelen
ser inherentes a todas las morales, sino que habremos con­
seguido además seres dichosos en la práctica de una vida
moral adecuada a las necesidades individuales y sociales.

11. Durkheim, op. cit., pp. 51,71,72, 83-85,135.


12. Ibld., p. 120.
13. Ibid., p 136.
117
III
Es, o al menos ha sido, tan frecuente la subordinación
de la Ética a las religiones reveladas, que resultará un
tanto desconcertante abordar la segunda de las cuestiones
que en un principio se indicaban, a saber: ¿es el compor­
tamiento adoptado en función de móviles religiosos mo­
ralmente correcto? ¿Qué valor positivo ofrece la religión
desde un punto de vista ético?
Es decir, ya no se trata tan sólo de afirmar con O'Con-
nor la irrelevancia de las motivaciones religiosas para que
una acción sea genuinamente moral. No es sólo que, como
este autor afirma, «debemos practicar el bien y abstener­
nos del mal independientemente de la existencia o no de
un Dios y de su manifestación de preferencias morales».1415
Se trata de ir más allá y no establecer meramente que
se puede ser moral sin estar guiado por motivaciones re­
ligiosas, sino que lo que ahora se pretende investigar es el
valor que desde un punto de vista ético pueden reportar
las distintas religiones.
Dicho en términos utilitaristas, se pretende investigar
qué «utilidad» tiene la religión, o lo que es lo mismo, como
Mili se plantea: «¿Qué hace la religión en favor de la so­
ciedad? ¿Y qué en favor del individuo? ¿Qué monto de
beneficio para los intereses sociales, en el sentido co­
rriente del término, proviene de la creencia religiosa? ¿Y
qué influencia tiene en el progreso y el ennoblecimiento
de la naturaleza humana individual?».1’
Desde que Epicuro, en el siglo IV a. C. (341-270), co­
menzara su batalla moral contra la religión popular,16son
14. O'Connor: An Introduction lo the Philosophy ofEducation, 1957;
versión cast. Introducción a la filosofía de la educación, p. 197.
15. Mili: «The Utility of Religión»; versión cast. «La utilidad de la
religión», en Tres ensayos sobre la religión, p. 113.
16. «Y no es impio quien suprime los dioses del vulgo, sino quien
atribuye a los dioses las opiniones del vulgo, pues no son prenociones
sino falsas suposiciones los juicios del vulgo sobre los dioses» (Epicuro:
Carta a Meneceo, D. L. X., 123-124).
118
muchos los filósofos y pensadores que se le han ido su­
mando hasta la actualidad, atacando, desde distintos
frentes, tanto los daños que al cuerpo social como al indi­
viduo en particular puede ocasionar la puesta en práctica
de determinadas morales de base religiosa, o los perjui­
cios que determinadas creencias pueden ocasionar al in­
dividuo o a la sociedad humana.
La posición de Marx (1818-1883), concretamente, que
en cierto sentido había sido preludiada por Feuerbach
(1804-1872), y que tuvo su continuación, con matices pe­
culiares y distintos, en Nietzsche (1844-1900), se asemeja
a la revolución prometeica, o la rebelión de lo humano
contra la «autoridad» impuesta por la divinidad. Con pa­
labras de Marx:
La filosofía, mientras una gota de sangre haga latir su
corazón absolutamente libre y dominador del mundo, de­
clarará a sus adversarios junto con Epicuro: no es impío
aquel que desprecia a los dioses del vulgo, sino quien se
adhiere a la idea que la multitud se forma de los dioses.
La filosofía no oculta esto. La profesión de fe de Pro­
meteo: «En una palabra ¡yo odio a los dioses!» es la suya
propia, su propio juicio contra todas las deidades celestia­
les y terrestres que no reconocen a la auto-conciencia hu­
mana como la divinidad suprema.17
O como afirma Marx en otro célebre lugar:
La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el alma
de un mundo sin corazón, asi como el espíritu de una exis­
tencia sin espíritu. Es el opio del pueblo.18
Y es que, efectivamente, como Wamock reconoce con
acento más sobrio, en su obra The Object of Morality (1971),
17. Prólogo a la tesis doctoral de K. Marx: Diferencia de la filosofía
de la naturaleza en Demócritoy Epicuro, marzo de 1841.
18. Marx: La critica de la filosofia del derechode Hegel, 1844, MEGA,
1/1, p. 378 y ss.
119
es totalmente distinta la valoración moral de las miserias
humanas, el sufrimiento, la esclavitud, etc., etc., desde los
puntos de vista respectivos del moralista no creyente y del
moralista religioso. Como indica Wamock:
...aun cuando esté persuadido de que un tipo de acción
llevará a la muerte o a la miseria quizás a un gran número
de gente, puedo considerar esto, apoyándome en mis creen­
cias religiosas, como una circunstancia de hecho no espe­
cialmente importante. Ya que, ¿qué importa la muerte si
las almas son inmortales?19
El hecho de que morales de base religiosa se hayan
sensibilizado contemporáneamente en relación con los
problemas sociales y humanos no implica sino que estos
códigos religiosos no son totalmente impermeables a las
influencias morales, no religiosas. Como también afirma
Wamock:
Se acentúa frecuentemente que la religión ha influido
en las ideas morales; es igualmente evidente que las ideas
morales han influido en las religiones.20
Lo que caracteriza a un código religioso es, precisa­
mente, su carácter no moral en el sentido, como indica
Durkheim, de que:
...la mayoría de los deberes, y los más importantes, no
son los que el hombre tiene respecto a los demás hombres,
sino en relación con sus dioses. Las principales obligacio­
nes no son las de respetar al prójimo, ayudarlo, asistirlo,
sino las de cumplir exactamente los ritos prescritos, dar a
los dioses lo que les es debido, e incluso, si es necesario,
sacrificarse en aras de su gloria.21
19. Wamock, op. cit., p. 139.
20. IbtíL, p. 140.
21. Durkheim, op. cit., p. 13.
120
Es cierto, como también Durkheim reconoce, que las
denominadas religiones «más elevadas», entre las que ha­
bría que incluir sin duda la tradición judeo-cristiana, han
sustituido poco a poco los deberes para con la divinidad
por deberes para con los humanos, característica que se
acentúa en el protestantismo, para el que ritos y culto dis­
minuyen de modo notable.22
Sánchez Vázquez en su Ética (cuya primera edición
tuvo lugar en México, en 1969) hace una ponderada valo­
ración moral del desarrollo histórico de la religión cris­
tiana, en muchas ocasiones convenida en «instrumento
de conformismo, resignación o conservadurismo», ac­
tuando durante siglos como ideología al servicio de la
clase dominante, si bien, según la apreciación de Sánchez
Vázquez, no ocurrió así en sus orígenes, cuando surgió
como religión de los oprimidos-esclavos y libertos en
Roma.23 En la actualidad, de acuerdo con el criterio de
Sánchez Vázquez, asistimos a un «viraje que comienza a
apuntarse en nuestra época en el cristianismo... en el sen­
tido de que los cristianos se orienten más hacia el mundo
y hacia el hombre, participando incluso con los no creyen­
tes en su transformación real», lo cual «imprime un nuevo
sello a la moral de inspiración religiosa».24
J.S. Mili había reconocido ya la relevancia moral de
algunos preceptos evangélicos, como «el nuevo manda­
miento de amarse unos a otros»,25 entre otros, pero
apunta, sin embargo, a los peligros morales derivados de
adscribir origen sobrenatural a las máximas y códigos de
la moralidad:
Ese origen consagra el conjunto y lo protege de ser dis-
cutido o criticado. De modo que, si entre las doctrinas mo­
rales recibidas como una parte de la religión, hubiese al-
22. Ibid., pp. 13-14.
23. Sánchez Vázquez: Ética, p. 86.
24. Sánchez Vázquez, op. cit., pp. 87-88.
25. Mili, op. cit., p. 132.
121
gunas que fueran imperfectas o bien erróneas, desde el
principio... o que siendo excepcionales para una vez, no
hayan seguido ya los cambios que puedan haber tenido
lugar en las relaciones humanas (siendo mi creencia firme
que cabe encontrar ejemplos de esas especies en la llamada
moralidad cristiana), sin embargo, se consideran vincula­
das esas doctrinas por igual, en la conciencia, con los pre­
ceptos más nobles, más permanentes y más universales de
Cristo. Cualquier moralidad que se suponga de origen so­
brenatural es una moral estereotipada.26
Los sociólogos Maclver y Page, en su obra conjunta
Socieíy (1959), caracterizan como distintivo de las morales
de base religiosa el que la preocupación por los conflictos
y problemas sociales sea sólo indirecta y tangencial:
El código de un credo religioso expresa una orientación
de conductas y actitudes en tomo a una realidad a la que
se concibe como más allá de la vida y los propósitos hu­
manos. Asi, procura establecer relaciones sociales en las
que los fines humanos se hallen ligados, y a menudo se
subordinen, a lo que se supone ser voluntad de los poderes
sobrenaturales, tanto si se les considera como benéficos o
diabólicos e incluso como indiferentes a la humanidad...
Dichos códigos suelen viciar las relaciones sociales y
permiten o inspiran conductas que van en detrimento de
los intereses sociales.27
Entre el repertorio de «males» que, desde un punto de
vista moral, han deparado las distintas religiones al gé­
nero humano, Maclver y Page citan, entre otros, los sacri­
ficios humanos, los ritos de iniciación con mutilaciones,
en las religiones primitivas,28asi como otros «males» más
modernos, como por ejemplo «la oposición a la búsqueda
de la verdad respecto a los orígenes del hombre, a los pri­
meros empleos de los anestésicos para la mitigación del
26. lbid., p. 133.
27. Maclver y Page: Society; versión cast., Sociología, p. 177.
28. Maclver y Page, op. cit,, p. 178.
122
dolor, a la administración del divorcio en aquellos casos
en que el matrimonio es una muerte en vida...».29
En contraposición con los códigos normativos de tipo
religioso basados en el dogma y la autoridad, que han
«amenazado a menudo aquella autonomía de juicio que
constituye la principal cualidad de todo adulto instruido»,30
Maclver y Page distinguen como código estrictamente
moral a aquel que «promulga reglas de la interpretación
humana de lo bueno y lo malo».31
Es decir, la moral no sólo es autónoma sino necesaria­
mente tal, de suerte que, podemos colegir, sólo bajo la
condición de que los códigos de normas de conducta de
inspiración religiosa se avengan a ser contrastados con las
necesidades humanas, entonces podrán ser considerados
como moralmente positivos. La filosofía, como Karl Marx
nos urgía (y, particularmente, habría que añadir, la filo­
sofía moral) ha de luchar para que ninguna «autoridad
superior» imponga unos designios «sobrenaturales» a
nuestra actividad en cuanto individuos y seres sociales.
Respondiendo ahora a la primera de las cuestiones que
se planteaba J.S. Mili, a saber, qué utilidad social repor­
taba la religión, podríamos responder con Maclver y Page:
La religión, formando una conciencia del mundo, puede
muy bien servir de base a un sentido más estrecho de nues­
tra mutua pertenencia a la comunidad y, de este modo,
coincidir con un código moral puro. Pero lo que no podrá
continuar haciendo es dictar una moralidad autoritaria
puesto que, así sublimada, no será ya capaz de seguir de­
finiendo preceptos morales para las ocasiones concretas de
la vida.32
O, lo que es igual, a medida que los códigos religiosos
se moralicen y centren en las necesidades humanas sus
29. Ibid., p. 179.
30. Ibid.
31. Ibid.. p. 178.
32. Ibid., p. 181.
123
punios de mira, coadyuvarán a la creación de normas úti­
les al hombre y a la sociedad.
Respecto a la segunda pregunta formulada por Mili,
relativa a en qué sentido es la religión útil al individuo en
particular, habría que plantearse, entre otros muchos
puntos problemáticos, hasta qué extremo la creencia en
una inmortalidad puede perfeccionar al hombre, hacerle
más dichoso o causarle disturbios y temores sin número.
Para Epicuro, por ejemplo, la idea de la inmortalidad
no podía ser más que una idea perturbadora, ya que con­
llevaba la idea aterradora de posibles castigos para el
hombre en una existencia de ultratumba. Epicuro, como
es sabido, no niega la existencia de la divinidad, sino que
redefine la función que tiene encomendada, encargándola
exclusivamente de disfrutar de una existencia dichosa, sin
ocuparse de reconocimientos afectivos, agradecimientos y
venganzas, respecto a los humanos:
El ser feliz e incorruptible (la divinidad) ni tiene él preo­
cupaciones ni se las causa a otro; de modo que ni de indig­
naciones ni de agradecimientos se ocupa. Pues todo eso se
da sólo en el débil.33
Por eso, en su lucha por liberar al hombre del miedo a
la muerte y a su suerte futura, nos asevera:
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para no­
sotros porque todo bien y lodo mal residen en la sensación
y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual el recto
conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace
dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada una
temporalidad infinita sino porque elimina el ansia de in­
mortalidad. Nada temible hay, en efecto, en el vivir para
quien ha comprendido realmente que nada temible hay en
el no vivir.34
33. Epicuro: Máximas capitales (D. L. X., 139).
34. Epicuro: Cartea. Meneceo(D. L. X., 124-125).
124
Lucrecio, discípulo de Epicuro (94-51 a. C.), insistirá
igualmente por liberarnos del temor a los dioses, la
muerte y la inmortalidad:
Nada es, pues, la muerte y en nada nos afecta, ya que
entendemos que es mortal la sustancia del alma. Y así
como en el pasado ningún dolor sentimos cuando los car­
tagineses acudieron en son de guerra por todos lados... así,
cuando ya no existamos, consumado el divorcio del cuerpo
y del alma, cuya trabazón forma nuestra individualidad,
nada podría sin duda acaecemos, ya que no existiremos, ni
mover nuestros sentidos, aunque la tierra se confunda con
el mar y el mar con el cielo.35
En este mismo sentido, se moverá J.S. Mili en el siglo
XIX de nuestra era, al afirmar:
La mera cesación de la existencia no constituye mal
para nadie: la idea solamente resulta pavorosa debido a la
ilusión de la imaginación que le hace concebirse a uno
mismo como si estuviera vivo y sintiendo su muerte.36
Más explícitamente manifestará Mili que «la humani­
dad puede pasarse perfectamente sin la creencia en el
cielo»,3738y yendo todavía más lejos afirmará:
No solamente me parece posible sino probable que en
una condición de la vida humana más elevada y, sobre
todo, más feliz, no es la aniquilación sino la inmortalidad
la que puede ser la idea molesta; de forma que la natura­
leza humana, aunque satisfecha con el presente y en modo
alguno impaciente para dejarlo, encontrará agrado y no
tristeza en la idea de que no se está encadenado, para la
eternidad, a una existencia consciente de la que no cabe
asegurar que siempre resultará deseable conservarla.3*
35. Lucrecio: De rerum natura, libro III, p. 830 y ss.
36. Mill.op. cit„ p. 151.
37. ¡bíd., p. 152.
38. ¡bíd., p. 153.
125
Para Mili sólo los espíritus mezquinos, los metidos en
sí mismos, los incapaces de sentimientos desinteresados
«son incapaces de identificar sus sentimientos con algo
que les haya de sobrevivir, o de sentir que su vida se pro­
longa en sus contemporáneos más jóvenes y en todos los
que les ayudan a llevar a cabo el movimiento progresivo
de los asuntos humanos, necesitan la noción de otra vida
egoísta en ultratumba».39
A posiciones como éstas replicará dramáticamente Mi­
guel de Unamuno (1864-1936):
Sólo los débiles se resignan a la muerte final y sustitu­
yen con otro el anhelo de inmortalidad personal.40
Y agrega en otro lugar que hay quienes no se limitan a
no creer que existe otra vida «sino que les molesta y duele
que otros crean en ella, o hasta que quieran que la haya».41
Por lo que a mi posición personal respecta, replicaría
a los postulados de Epicuro, Lucrecio y Mili, con el mismo
dramatismo que Unamuno:
No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo;
quiero vivir siempre, siempre, siempre y vivir este pobre
yo que me soy y me siento ser ahora y aquí.42
Pero al propio Unamuno también tendría que objetarle
unas cuantas cosas. No es precisamente la idea de otra
vida la que nos molesta, ni el que otros crean en ella, o
deseen que la haya. Son los «chantajes» que en nombre de
una felicidad futura se nos hacen, los premios y castigos
que se nos prometen conforme hayamos sido o no obedien­
tes a preceptos a menudo arbitrarios y hasta antihuma­
nitarios.
39. Ibíd., p. 150.
40. Unamuno: Dd sentimiento trágico de la vida, p. 45.
41. ¡bid., p. 77.
42. IbitL, p.41.
126
A nadie, muy posiblemente, habría de molestarle la
idea de seguir siendo él mismo eternamente. Pero pocos
están dispuestos a vender su libertad, su posibilidad real
de felicidad aquí y ahora a una «divinidad» que trafica
con la dicha humana y sólo concede felicidades futuras y
eternas, a cambio de miserias y sacrificios presentes.

IV
Resumiendo los apartados desarrollados, ni la moral
depende lógica y necesariamente de la religión ni la reli­
gión se ajusta necesariamente a la moral.
Respecto al primer punto, como Nowell-Smith aclara,
aun si hubiéramos de admitir, lo cual parece improbable,
que toda moral ha surgido de un código religioso, ello se­
ría relevante únicamente desde un punto de vista histó­
rico, pero no mostraría que la moralidad depende de la
religión y no puede existir sin ella, al igual que la química
moderna que surgió a partir de las teorías mágicas, acien­
tíficas, de los alquimistas no depende para su validez de
la alquimia.43
Pero Nowell-Smith va todavía más lejos y afirma que
lejos de surgir la moralidad de la religión, es la religión la
que está en deuda con la moralidad, atribuyéndose a la
divinidad, en la tradición hebrea, por ejemplo, aquellas
cualidades, como justicia, misericordia, amor, que la mo­
ralidad había catalogado como valiosas.44
De hecho, y para concluir, podría aventurarse a modo
de hipótesis que aquello que los creyentes aman en su re­
ligión es aquello que concuerda con las ideas generales de
la moralidad. No es, como los teístas mantienen, que to­
dos, aun sin saberlo, amemos a la divinidad. Nosotros,
invirtiendo los términos, podríamos aseverar que los cre-
43. Nowell-Smith, op. cit., p. 153.
44. Ibíd.. p.155.
127
yentes, incluso sin saberlo, aman en su dios la moralidad,
y que sus dudas de fe y sus perplejidades surgen cuando el
dogma no se acomodá adecuadamente a aquello que de­
sean hacer y que, de todos modos, aunque no creyesen,
desearían hacer en beneficio propio y de los demás.

128
ÉTICA Y DERECHO

La relación o vinculación entre ética y derecho puede


ser examinada desde diferentes ángulos. En primer lugar,
podemos referirnos a la cuestión territorial de dónde a
dónde abarcan cada una de ambas disciplinas, así como
plantear la posibilidad de algún espacio común, a modo
de conjunto intersección formado por aquellos elementos
que pudieran pertenecer a un tiempo a la ética y al de­
recho.
En segundo lugar, podríamos ya bien dirigir nuestra
atención hacia la ética o hacia el derecho y plantear el
problema de la subordinación, dependencia, etc., entre
ambos campos. Por ejemplo, se podría plantear si la moral
precisa ser impuesta por medio de los códigos jurídicos,
por una parte, o si es posible la existencia de una norma
legal no moral, por otra parte.
De algún modo, por supuesto, estos tres tipos de cues­
tiones se conectan entre sí, de modo que difícilmente po­
dremos valorar la necesidad que la ética tiene del derecho
o el derecho de la ética, sin haber previamente enmarcado
debidamente el ámbito de ambas materias. O, de igual
manera, difícilmente podremos valorar críticamente la
129
institución del derecho si no contamos con definiciones
claras respecto a la función, características y vinculacio­
nes del derecho con la ética.
Por lo demás, paradójicamente, la determinación del
ámbito de la ética y el derecho, la relación entre ambas
disciplinas, dependen, en gran medida, del punto de vista
que hayamos decidido adoptar en relación con el carácter
ético o no ético del derecho como institución en general, o
algunos de sus aspectos característicos en particular. Lo
que es más importante, difícilmente podremos definir
cuál es el ámbito de una disciplina, sus diferencias o con­
vergencias con otra, a menos que contemos con una con­
cepción determinada de ellas, a menos que hayamos op­
tado por un sistema determinado de valores que aplica­
mos luego a la demarcación del territorio de la materia
objeto de estudio y que hace referencia a un sistema de
valores prioritarios, que subordina unos fines a otros, que
recorta y limita objetivos en atención a desiderata.
A fin de salir del impasse procederemos, según un or­
den convencional, al examen de los múltiples problemas
que convergen en el análisis comparativo del ámbito de la
ética y el derecho y sus relaciones mutuas.
Comenzaremos, como si de una velada teatral se tra­
tase, por disponer del escenario de la representación.
Luego los personajes harán oír su voz, las distintas pro­
puestas serán formuladas y el lector tendrá ocasión de lle­
var a cabo sus propias conclusiones.

Preludio
Antígona y Sócrates constituyen dos referencias histó­
ricas importantes que sirven para enmarcar el problema
de la valoración ética del derecho.
Antígona, como es bien sabido, puede considerarse
como la precursora del iusnaturalismo al apelar a leyes
«úl ti mas » o «primeras •, que no pueden ser soslayadas por
130
las nurmas decretadas por los humanos en el ejercicio de
legislar sobre pueblos y comunidades. Así, cuando Creonte
le recuerda a Antígona la prohibición existente de enterrar
a uno de los hermanos de ésta, la heroína declara:
No fue Zeus en modo alguno el que decretó esto, ni la
justicia que cohabita con las divinidades de allá abajo; de
ningún modo fijaron estas leyes entre los hombres. Y no
pensaba yo que tus proclamas tuvieran una fuerza tal que
siendo mortal se pudiera pasar por encima de las leyes no
escritas y firmes de los dioses. No son de hoy ni de ayer sino
de siempre estas cosas...1
Mientras que Sócrates, tal como aparece en el Critón
de Platón, hará una apología encendida de las leyes hu­
manas, a las cuales se debe la posibilidad de una vida
armoniosa en la polis, y que exigen, por lo tanto, obedien­
cia indiscutida, con independencia de la justicia o injus­
ticia que pudieran encerrar o conllevar:
Ciertamente no serían iguales tus derechos respecto a
tu padre y respecto a tu dueño, si lo tuvieras, como para
que respondieras, haciéndoles lo que ellos te hicieran, in­
sultando a tu vez al ser insultado, o golpeando al ser gol­
peado, y así sucesivamente. ¿Te seria posible, en cambio,
hacerlo con la patria y las leyes, de modo que si nos pro­
ponemos matarte, porque lo consideramos justo, por tu
parte intentes, en la medida de tus fuerzas, destruimos a
nosotras, las leyes y la patria, y afirmas que al hacerlo
obras justamente? ¿Acaso eres tan sabio que te pasa inad­
vertido que la patria merece más honor que la madre... que
hay que respetarla y ceder ante la patria y halagarla si está
irritada... que hay que convencerla y obedecerla haciendo
lo que ella disponga; que hay que padecer sin oponerse a
ella, si ordena padecer algo; que si ordena recibir golpes,
sufrir prisión o llevarte a la guerra para ser herido o para1
1. Sófocles: Attllgona, 450-460; versión cast. de José M. Lucas, Edi­
tora Nacional, Madrid, 1977. p. 188.
131
morir, hay que hacer esto porque es lo justo... sino que en
la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que hacer lo
que la ciudad y la patria ordenen, o persuadirle de lo que
es justo?2
Por supuesto que la posición de Sócrates es suma­
mente ambigua y no equivale por tanto a identificar
«justo» con «lo que es ordenado por las leyes», como por
ejemplo pretenderá el legalismo jurídico,34sino que invo­
lucra un cierto utilitarismo de la regla que considera acon­
sejable, como norma general, la obediencia a las leyes, en
atención a los efectos benéficos que de ello se derivan, si
bien las leyes pudieran ser modificadas mediante la «per­
suasión» de los particulares a fin de adecuarse a lo justo.
En cualquier caso, y de forma aproximada, la posición
de Antígona y la de Sócrates, de alguna manera, antici­
parían las confrontaciones contemporáneas entre los re­
presentantes actuales del iusnaturalismo y el positivismo
crítico * en el sentido de que en un caso se postulan unos
valores absolutos, a priori, a los cuales han de subordi­
narse las leyes positivas no sólo para ser justas, sino in­
cluso para ser leyes, y en el segundo se considera que las
leyes positivas poseen un status propio que les confiere
validez, al margen del juicio de valor que nos merezcan.
En el caso socrático la cuestión está planteada de un
modo tan impreciso que parece, en algún lugar, despren­
derse que la validez de la norma es, asimismo, un valor
positivo que demanda, por consiguiente, obediencia,
mientras que en líneas posteriores hay una clara alusión
a la posibilidad de modificar las leyes conforme a lo que
2. Critón, 50e-51c, en Platón: Diálogos, I, versión cast. de J. Calonge
Ruiz, Gredos, Madrid, 1981.
3. «...doctrina ético-política cuyo contenido consiste en afirmar que
las leyes son justas en cuanto tales y que por eso deben ser obedecidas»
(Bobbio: Contribución a la teoría del derecho. Femando Torres, Valencia.
1980, p. 125).
4. Véase E. Díaz: Sociología y filosofía del derecho. Tauras, Madrid,
1981, pp. 347 y ss.
132
es justo, de acuerdo con criterios extrínsecos a la propia
legalidad.
Sea de ello lo que fuere, lo que importa resaltar de la
confrontación Antígona-Sócrates es que en ella se antici­
pan multiplicidad de problemas que llegan hasta el pen­
samiento contemporáneo y que aluden, precisamente, al
ámbito de lo legal y lo moral, la subordinación o interco­
nexión de lo primero con lo segundo, o lo segundo con lo
primero, así como el tercer punto al que anteriormente he
aludido, a saber, el de la posible crítica moral a las normas
legales, en particular o en su conjunto, a partir de algún
criterio exterior, sociológico, «natural», «meta-empírico»,
o de alguna otra índole.

La caracterización de lo legal y lo moral


Casi todos los autores parecen coincidir en que existen,
a un tiempo, afinidades y discrepancias entre lo legal y lo
moral. Por una parte, como indica Lloyd, tanto la ley como
la moralidad se ocupan de imponer ciertas normas de con­
ducta sin las cuales difícilmente podría sobrevivir la hu­
manidad,5es decir, como Hart confirma, tanto las normas
legales como las morales imponen obligaciones o crean el
sentimiento de obligación en un sentido que difiere osten­
siblemente de la «obligatoriedad» compulsiva con que son
obedecidas las leyes dadas por alguien que nos apunta con
una pistola.6
En una primera aproximación al problema por parte
5. •Still the reason why there remains a broad territory common to law
and moraliiy is noi far to seek. For both are concemed to impose certain
standards of conduct without wich human society would hardly survive
and, in many of these fundamental standards, law and morality, reinforce
and supplement each other as parí of the fabric of social Ufe» (Lloyd: The
Idea ofLaw, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1979, p. 57).
6. Hart: The Concept of Law, Oxford University Press, 1979, pp. 80
y ss.
133
de Hart, diríase que tanto las normas morales como las
legales crean obligación a causa de que existe una fuerte
presión social para su cumplimiento, y debido a que las
obligaciones y deberes que conllevan implican sacrificios
o renuncias particulares.7 El tipo de presión social varía
en el caso de la ética y el derecho, es de tipo informal en
las normas morales (reacciones hostiles y críticas, mani­
festaciones verbales de desaprobación en relación con los
violadores de la norma) y consiste en sanciones físicas en
el caso de las normas legales.8 En cualquier caso, Hart
resalta suficientemente que tanto las normas morales
como las legales parecen derivarse de una especial impe­
riosidad, una peculiar «seriedad» de las presiones socia­
les, debido a que las normas involucradas se consideran
necesarias para el mantenimiento de la vida en sociedad.9
En otro lugar se refiere asimismo Hart a las sorpren­
dentes semejanzas entre las normas legales y las normas
morales, que resume en los siguientes puntos: 1) ambos
tipos de normas se consideran obligatorias, con indepen­
dencia del consentimiento del individuo por ellas obli­
gado y cuentan como apoyo con una fuerte presión social;
2) el cumplimiento de las obligaciones tanto legales como
morales se considera algo que no merece elogios en parti­
cular, sino que es una contribución mínima a la vida en
sociedad que ha de considerarse como algo que cabe es­
perar de todo el mundo. Asimismo en ambos casos; 3)
tanto el derecho como la moral, incluyen normas que go­
biernan la conducta de los individuos en situaciones que
se repiten constantemente a lo largo de la vida, más que
referirse a actividades u ocasiones especiales, y 4) en am­
bos casos se incluyen exigencias que deben ser satisfechas
por cualquier grupo de seres humanos que quieran preten­
der una vida en común, de ahí las prohibiciones de violen-
7. Ibíd., pp. 84-85.
8. Ibtd., p. 84.
9. Ibíd., p.85.

134
cia, o las exigencias de verdad y honradez que se encuen­
tran en ambos tipos de normas.101
No obstante lo cual. Hart, al igual que otros muchos,
insistirá en que «existen ciertas características» que el De­
recho y la Moral no pueden compartir conjuntamente.11
Por supuesto que estas características diferenciales va­
rían notoriamente de un autor a otro. Si bien se dan, asi­
mismo, coincidencias importantes. Así, Patzig pone énfa­
sis en el carácter temporal del derecho, afirmando:
La positividad de las normas jurídicas se expresa en el
hecho de que las normas entran en vigencia en un día de­
terminado y otras son derogadas en una fecha precisa...
Una tal precisión temporal sería un sinsentido en el caso
de las reglas morales. No tiene ningún sentido decir que a
partir de un determinado día es moralmente reprochable
imponer castigos corporales o que está permitido moral­
mente quitarse la vida.12
Hart, por su parte, insiste, asimismo, en que mientras
que se pueden sustituir mediante puro decreto normas
antiguas por nuevas normas legales, «es inconsistente con
el papel desempeñado por la moralidad en la vida de los
individuos el que las normas, principios o reglas morales
se consideren, como las leyes se consideran, como objetos
susceptibles de creación o cambio mediante un acto deli­
berado».13
Quizá, con mucho, los aspectos más diferenciadores
del derecho y la moral que contarían con un número ma­
yor de defensores, parecen radicar en: el carácter volunta­
rio de la acción moral, así como el tipo peculiar de la mo­
tivación y sanción moral, que se considera distinto de la
pura coerción física o psíquica.
10. Ibid., p. 168.
11. Ibtd., p. 168.
12. Patzig: Ethik ohne Methaphysik (1971); versión cast. de Ernesto
Garzón Valdés: Ética sin metafísica, Ed. Alfa, Buenos Aires, 1975, p. 15.
13. Op. cit., p. 171.
135
Es cierto, también, que tradicionalmente, y posible­
mente a causa de una concepción netamente kantiana de
la ética, se había intentado diferenciar el derecho de la
moral, afirmando que el primero se ocupaba solamente de
las acciones «externas», mientras que la moral lo hacía
únicamente de las acciones «internas». Se deba ello o no,
como Elias Díaz mantiene, a una simplificación y mala
interpretación de Kant,14 la cuestión más importante es
que por una parte, como afirma Hart, tal aserto supondría
que las normas legales y morales nunca podrían tener el
mismo contenido, lo cual parece contravenir la eviden­
cia.15mientras que por la otra, el considerar que la mora­
lidad sólo requiere buenas intenciones, buena voluntad o
buenos motivos supone confundir las excusas morales de
una conducta con su justificación moral.16
Por lo demás, desde una perspectiva utilitarista la
«buena voluntad» no podría presuponerse, sino que ha­
bría de demostrarse mediante «buenas obras». Como Pat-
zig indica, al respecto, la valoración moral «no tiene que
ver solamente con la convicción, como a menudo se sos­
tiene erróneamente, sino también con la convicción que se
encuentra detrás de una acción».17
Como se afirma en el Nuevo Testamento cristiano,
«por sus obras los conoceréis», o en romance castizo
«obras son amores y no buenas razones», lo cual refleja el
sentimiento popular de que ninguna conducta moral me­
rece una sanción positiva a no ser que se traduzca en un
esfuerzo real por producir no cualquier cosa con «buena
voluntad», sino en producir, voluntariamente, algún tipo
de cosas valiosas para la convivencia.
En un sentido semejante, la tensión o dicotomía entre
autonomía/heterenomía en las normas éticas y en las ju­
rídicas, padece de una interpretación de la moral excesi-
14. Op. cit., p. 18.
15. ¡btd., p. 168.
16. ¡btd., p. 169.
17. ¡btd.. p. 16.
136
vamente kantiana. Pretender una moralidad autónoma,
en el sentido de no condicionada por las pasiones, deseos,
etc., de los humanos, como Kant pretendía,18es algo que
no resulta claramente vindicable desde otras posiciones
éticas no kantianas. La cuestión no estriba tanto en colo­
car a la moral en una «esfera peculiar», como pretendían
entre otros Brentano, Max Scheler o Moore, al margen de
las tensiones de la inter-acción humana, sino en no supe­
ditar lo que se considera deseable (desde perspectivas de
imparcialidad, conocimiento, libertad, etc.) a lo que es
fácticamente deseado por un grupo con intereses deter­
minados. Desde una perspectiva sociológica, por lo de­
más, existen normas morales tan heterónomas, es decir
tan condicionadas por elementos externos a las volunta­
des individuales, como lo pudieran ser las normas legales
que estuviesen más de espaldas a la voluntad real de las
personas afectadas.
Por otra parte, no es del todo deseable que las normas,
bien morales o bien legales, se ajusten en todos los casos
a los deseos particulares y arbitrarios de cada individuo.
En la ética kantiana se da por supuesto un equívoco, ya
que la supuesta autonomía moral no es sino la subordi­
nación de todas las pasiones y deseos humanos a un des­
pótico gobierno de una supuesta pura racionalidad.19
18. Kant: GrundlegungzurMetaphysikder Sitien, Riga, 1785; versión
casi, de García Morente: Funda mentación de la metafísica de las costum­
bres, Ed. Porrúa, 1980, pp. 26,29,32 y 42. Cfr. también Krilik der praktis-
chen Vemunft, Riga, 1788; versión cast. de Manuel García Morente: Crí­
tica de la razón práctica, incluida con la obra anterior en Ed. Porrúa, 1980,
p. 107o, entre otras, la p. 153 donde se lee: «La majestad del deber nada
tiene que ver con el goce de la vida».
19. Acton formula algunas objeciones a esta interpretación de la
ética kantiana como «sumisión ciega» del individuo a la moralidad
(véase Acton: «Kant’s Moral Philosophy», en New Studies in Ethics, ed.
por W. D. Hudson, MacMillan, Londres, 1974, Vol. 1, p. 369). Si bien
reconoce que la ética kantiana es la ética de la soberanía de la razón
sobre los sentimientos {ibíd., p. 339), e indica asimismo que Kant •would
have been astonished and alarmed at the Existentialist idea that a man can
and should make his own morality» (ibíd., p. 345).

137
Sin aceptar sin más matizaciones el rigorismo kan­
tiano, habría que indicar, no obstante, que la vida en co­
munidad exige la coordinación de las voluntades, lo cual
puede expresarse debidamente mediante una apelación a
la «racionalidad», o mejor a la «imparcialidad» o la «jus­
ticia» (faimess). En este sentido, el ideal ético coincide con
el ideal jurídico, tal como lo postula Elias Díaz, en el sen­
tido de que moral y derecho serán más perfectos en la
medida en que sean más autónomos, entendiéndose «au­
tonomía» en la acepción de participación real de la colec­
tividad en la determinación de las normas.20
Es decir, la moral y el derecho, como cuestión fáctica,
posiblemente no sean autónomos, en el sentido mencio­
nado de basarse en la voluntad del colectivo afectado, sino
que más bien dependen de hábitos, costumbres o «auto­
ridades» extrínsecas al conjunto o mayoría de la colecti­
vidad. Sin embargo, desde un punto de vista prescriptivo
no existe, en principio, nada que impida que la moral y el
derecho se afanen en luchar por una autonomía lo mayor
posible en este sentido.
En cuanto a las características señaladas anterior­
mente, como aspectos diferenciadores del derecho y la
moral que parecen contar con un número mayor y el tipo
peculiar de motivación y sanción moral, habría que hacer
algunas matizaciones al respecto.
a) El carácter voluntario de la acción moral es real­
mente uno de los factores que la hace distinguible de una
acción que cumple meramente con los requisitos de la nor-
matividad legal.
Si bien es cierto que se acepta universalmente la ne­
cesidad de lo que los juristas denominan mens rea (mente
culpable) para que haya lugar a responsabilidad criminal,
sin embargo, como Elias Díaz destaca, en el «derecho la
referencia a la intencionalidad se produce únicamente en
20. Véase E. Díaz, op. cit., p. 24.
138
los supuestos de incumplimiento de la norma: entonces se
estiman los motivos y el grado de voluntariedad en la vio­
lación del derecho. En cambio, cuando la norma es obe­
decida y cumplida, el derecho se da por conforme sin exi­
gir adhesión interior a esa norma».21
Esto es, que mientras que la voluntariedad es un requi­
sito necesario para considerar que un hombre ha sido
bueno al realizar una determinada acción (lo cual no obsta
para que los resultados hayan de ser, asimismo, benéficos
a fin de que la propia acción pueda ser considerada como
buena), la norma legal no nos incita, generalmente, a una
adhesión intencionada, sino que se limita a la exigencia
de la conformidad. Por supuesto que la diferenciación no
deja de ser en algún sentido artificial. Para empezar, el
buen funcionamiento del orden jurídico precisa de la ad­
hesión voluntaria a la norma instituida, como garantía de
que en ausencia de testigos o posibles delatores el orden
legal tendrá cabal cumplimiento.
Por otra parte, es bien cierto que aunque se dan excep­
ciones al principio de mens rea, conforme la sensibilidad
social se desarrolla más y más, en este sentido, resulta
totalmente inaceptable cualquier decisión judicial que
haga responsable a alguien de un delito con independen­
cia de su estado de ánimo, conocimiento de causa y de­
más.22
21. tbtd., p.25.
22. Véase al respecto Lloyd, op. cit., p. 65, en donde el autor se refiere
a una resolución de la cámara de los Lores, DirectorofPublicProsecutions
v. Smith, 1961, en la que se consideraba que alguien podía ser condenado
como criminal con tal que actuase de un modo conforme al cual una
persona razonable pudiera haber comprendido que tal acción ocasiona­
rla muy graves daños al difunto, sin importar el estado de ánimo real del
acusado en relación con su previsión del daño a causar a su victima.
Indica asi mismo Lloyd al respecto que esta decisión fue muy severa­
mente criticada tanto en Inglaterra como fuera de ella, por cuanto tendía
a obviar la necesidad de determinar la responsabilidad moral del ofensor
particular. De hecho, según constata el propio Lloyd, The CriminalJus-
tice Act, de 1967 ha invertido los términos de tal sentencia (op. cit., p.
344).
139
De hecho en el Código penal español se dice expresa­
mente que: «Son delitos o faltas las acciones y omisiones
voluntarias [la cursiva es mía] penadas por la ley»,23y que­
dan eximidos de responsabilidad criminal los enajenados,
o los que sufran trastornos mentales transitorios, los sor­
domudos de nacimiento carentes de instrucción, o los que
se ven obligados a actuar de un modo determinado por
medios violentos no vencibles, entre otros.24 Del mismo
modo, el carácter de involuntariedad aparece como ate­
nuante de la responsabilidad criminal cuando se indica
claramente que constituye circunstancia que atenúa la
responsabilidad criminal:«La de no haber tenido el delin­
cuente intención de causar un mal de tanta gravedad
como el que produjo»,25 así como hay una referencia a la
«provocación» o «amenaza» por parte del ofendido como
circunstancia asimismo atenuante del delito.26Como con­
trapartida, la voluntad deliberada, la reincidencia en el
intento, constituyen agravantes de la culpabilidad del
encausado como se patentiza en la referencia a la pre­
meditación27 y a la reincidencia.28
La cuestión de la «voluntariedad» o «intencionalidad»
ha de ser, asimismo, matizada en el campo del pensa­
miento filosófico moral, ya que nos encontramos con in­
terpretaciones y valoraciones diversas de dicha caracte­
rística.
Es cierto que Aristóteles señaló el carácter distintiva­
mente voluntario de la acción moral,29 o que Tomás de
Aquino distinguió debidamente entre actos del hombre y
actos humanos, siendo estos últimos los propiamente éti­
cos, por cuanto suponían elección y voluntariedad.30Tam-
23. Cap. 1, art. 1.
24. Véase el art. 8, apartados 1,3 y 9.
25. Art. 9, apart. 4.
26. Art. 9, apart. 5.
27. Art. 6, apart. 6.
28. Art. 8, apart. 14 y 15.
29. Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro III, 110a-114b.
30. T. de Aquino: Summa Teológica I, II, que. I, articulo L, Concl.
140
poco hay que olvidar, en este sentido, a Abelardo, nacido
en el siglo XI, quien se había adelantado a Kant al afirmar
que «las acciones que deben o no deben hacerse las hacen
por igual los buenos y los malos... solamente la intención
[la cursiva es mía] las distingue»,3* de donde a «la inten­
ción la llamamos buena, esto es recta, por sí misma; pero
a la acción la llamamos buena no porque contenga en sí
algún bien sino porque procede de la intención buena»,3132
aserto que aparecerá reflejado como en un espejo en afir­
maciones kantianas tales como la de que: «La buena vo­
luntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena
por su adecuación para alcanzar algún fin que nos haya­
mos propuesto: es buena sólo por el querer, es decir, es
buena en sí misma... La utilidad o la esterilidad no pueden
ni añadir ni quitar nada a este valor».33
Pero, no obstante, no hay que olvidar que, según Hart
señala, la expresión «No pude evitarlo» puede ser una
buena excusa en ética, pero nunca constituye la justifica­
ción moral de una conducta.
«Si la buena intención fuese una justificación para ha­
cer lo que las reglas morales prohíben, no habría nada que
deplorar en el acto de un hombre que, accidentalmente, y
a pesar de toda precaución, matase a otro.»34356
Es verdad que disculpamos moralmente una actuación
realizada en condiciones no normales, lo cual no impide
que sigamos considerando improcedente una determi­
nada actuación, por inintencionada que haya sido, cuando
sus consecuencias no son éticamente deseables. El su­
puesto carácter de «interioridad» de la moral «no signi­
fica que la moral no sea una forma de control de la con­
ducta externa».35,36
31. Abelardo: Ethica, seu líber dictus Scito te ipsum; versión cast.,
Aguilar, Buenas Aires, 1971, p. 133.
32. Ibtd., p. 158.
33. Kant: Gmndlegung tur Methaphysik der Sitien; versión cast. ya
citada, pp. 21-22.
34. Hart, op. cit.. p. 174.
35. Ibtd., p. 175.
36. Recuérdese lo indicado por Patzig. Véase nota 17.
141
Como J.S. Mili había explicitado con claridad: «el mo­
tivo no tiene nada que ver con la moralidad de la acción,
aunque sí mucho con el mérito del agente».37
Con todo lo cual se quiere resaltar que, si bien la ética,
frente al derecho, valora y estima en gran manera la inten­
cionalidad de los agentes, su cometido no termina ahí sino
que, al menos en las versiones teleológicas, las teorías éti­
cas aspiran a dar cuenta de la «bondad» o «maldad», «co­
rrección» o «incorrección» de las conductas, conforme se
adecúen o no a la persecución de fines determinados que
afectan a la vida de la colectividad.
Así, las diferencias entre ética y derecho son solamente
cuestión de grado, y nunca suponen, por supuesto, una
dicotomía frontal.
b) El tipo peculiar de la motivación y la sanción moral.
Quizá el carácter distintivamente ético frente a la fuerza
puramente legal de una norma emerge de un modo parti­
cular en lo que se refiere al tipo de presión ejercida sobre
los agentes, o el tipo de motivación que les lleva a actuar
en un caso y en otro.
Autores, en otros aspectos dispares, como pudieran ser
Brentano y Spencer, coinciden en afirmar la autonomía
de las sanciones y las motivaciones éticas, frente a todo
tipo de requisitos, intereses, imperativos, órdenes, pre­
mios y castigos que no sean de suyo específicamente mo­
rales.
En el caso de Brentano, un sentimiento de compulsión
muy bien puede llevamos a una acción determinada, mas
ello no le otorga validez moral,38ni siquiera tratándose de
37. Mili: Utilitarianism, ed. por Samuel Gorovitz, The Bobbs-Merril
Co. Inc., Indianápolis, 1971, p. 25. Teniendo en cuenta, además, de
acuerdo con Mili, que «a la larga la mejor prueba de que una persona es
buena son sus buenas acciones», negándose los utilitaristas a considerar
como buenas cualesquiera disposiciones mentales «cuya tendencia pre­
dominante sea la de producir malas conductas» (ibld., p. 7).
38. Brentano: TheOriginofourKnowkdgeofRightandWrong, Rout-
ledge and Kegan Paul, Londres, 1969, par. 8, p. 7.
142
sentimientos de esperanza o temor.3940Tampoco posee una
acción, una sanción moral simplemente porque sea orde­
nada por alguna autoridad determinada. Como Brentano
argumenta al respecto «a cualquier orden emitida por una
autoridad externa siempre es posible preguntar: ¿está jus­
tificada o no está justificada? Y esta pregunta no se res­
ponde buscando una autoridad todavía más elevada que
haya emitido una orden exigiendo obediencia a la orden
primera. Si hemos de obedecer a la primera orden sólo si
tal obediencia viene exigida por una segunda orden, en­
tonces sólo tendremos que obedecer la segunda orden si
tal obediencia es exigida por una tercera orden y así ad
infinitum».*0
Por su parte Spencer, aun cuando considera que si bien
el control moral es la evolución natural de otro tipo de
controles, bien se trate de los mandatos de un poder su­
premo, o la voluntad divina revelada, o la opinión pública,
considera que estamos ahora en disposición de apreciar
que las prohibiciones que en sentido propio podemos con­
siderar como morales se diferencian de aquellas de las que
derivan en que no se refieren a los efectos extrínsecos de
las acciones sino a sus efectos intrínsecos.41
A este respecto Hart señala que «la presión moral es
ejercida, característicamente, aunque no exclusivamente,
no mediante amenazas o apelaciones al miedo o al interés,
sino en atención al carácter moral de la acción contem­
plada y a las demandas de la moralidad»,42 de modo que
si bien, en ocasiones, las apelaciones a la moralidad pue­
den ir acompañadas de castigos físicos o llamadas al in­
terés personal, son los sentimientos de culpa y remordi­
miento los que operan generalmente como reforzadores y
sancionadores en el orden moral.43
39. ¡bíd., par. 9, p. 8.
40. Ibíd., par. 10, p. 9.
41. Spencer: «The Principies of Ethics», I, en The Works of Herbert
Spencer, vol. IX, Osnabruck. Otto Zeller, 1966, pp. 119-120, pars. 44-45.
42. Op. cit., p. 175.
43. Ibíd., p. 176.
143
Como Elias Díaz reconoce, el derecho puede «hacerse
cumplir sin merma alguna de su integridad a través de la
fuerza. La ética en su sentido más propio exige, en cambio,
conductas no forzadas»,44aun cuando este autor reconoce
que, por supuesto, las normas morales vigentes no están
asimismo exentas de sanciones, sean de carácter social, o
bien lo sean de tipo religioso, y en cualquier caso mediante
el sentido de culpa, frustración, remordimientos de con­
ciencia, etc.45
Posturas a las que hay que añadir las defendidas por
los existencialistas, o las que contemporáneamente han
sido propuestas por Nowell-Smith o Haré, que suponen
que una conducta «moral», en el sentido restringido del
término, en el sentido de conducta «moralmente elogia­
ble» (no en el sentido de cualquier conducta que la socie­
dad repute como moral), ha de ser una conducta elegida al
margen de las presiones de los usos o normas vigentes.
Está claro que este último tipo de éticas, caracteriza­
das por resaltar la autonomía del individuo frente a las
normas del grupo, la normatividad consagrada por el uso,
la costumbre o la autoridad, son las que de una manera
más clara y decidida oponen moralidad a legalidad, por
cuanto que, a diferencia de otras concepciones éticas, po­
nen precisamente el acento en la creatividad individual,
que, dentro de un marco puramente formal, da contenido,
en cada caso, a las normas que cada cual elige para sí, no
de un modo arbitrario o caprichoso, sino como Haré se­
ñala, de modo parejo a Sartre, asumiendo la responsabi­
lidad de ser cada cual hacedor de su propia norma de
vida.46
Es cierto que el derecho no tiene, necesariamente, que
proscribir la creatividad a la hora de elaborar el ordena-
44. Op. cit., p. 26.
45. lbíd., p. 26 n.
46. Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1977, pp.
2-3. Las discrepancias entre Haré y el existencialismo pueden verse en
ibíd., p.41.
144
miento jurídico. Elias Díaz sugiere que, precisamente,
dada la «cuasi-omnipotencia del derecho, deviene una exi­
gencia, un deber ser, no sólo que la fuerza se utilice en la
prosecución de fines justos, que sirvan al interés general,
o que el individuo se encuentre debidamente seguro y li­
bre frente a posibles arbitrariedades legales, sino, así
mismo exige que la sociedad y los hombres de esa sociedad
controlen esta terrible fuerza que es el derecho, partici­
pando en la creación del ordenamiento jurídico y en la
correcta aplicación de sus normas».47
Sin embargo, también es verdad que los márgenes de
creatividad individual son más amplios en el campo de la
moral que en el del ordenamiento jurídico, aun cuando las
diversas teorías éticas varíen notoriamente a la hora de
delimitar el marco de referencia dentro del cual, y sólo
dentro de cual, el individuo es libre de actuar o elegir. Así,
principios de universalizabilidad y prescriptividad deli­
mitan, en Haré, las posibles elecciones.48Se puede agregar
que, en general, salvo casos realmente excepcionales, las
teorías éticas aun cuando liberan al individuo de la servi­
dumbre a la norma vigente, de algún modo le urgen a
crear normas que, kantianamente hablando, puedan tor­
narse imperativos categóricos, es decir, que puedan ser
elevadas a principios aplicables universalmente.
La motivación moral tal como se concibe, por otra
parte, desde perspectivas como la de Piaget o la de Kohl-
berg, implica que los individuos moralmente desarrolla­
dos no actúan en función de premios o castigos, ni siquiera
verbales, sino motivados por sentimientos de coopera­
ción, justicia y auto-estima.49
47. Op. cit., p. 25.
48. Ibtd., pp. 89-90.
49. Véase al respecto, Piaget: Le jugement moral chez l’enfant; ver­
sión cast. de Nuria Vidal: El criterio moral en el niño, Fontaneila, Barce­
lona, 1977, pp. 60, 73. También la obra de Kohlberg: The Philosophy of
Moral Developntent, Harper and Row Pub., San Francisco, 1981, esp. el
capítulo IV.
145
En cslc sentido, tanto las «moralidades vigentes»
como la institución del derecho parecen encontrarse, al
menos de momento, a años luz de lo que filósofos y psicó­
logos consideran como sanciones y motivaciones desea­
bles desde una perspectiva ética.

Posibles relaciones de subordinación entre ética/derecho


y derecho/ética
Nos planteamos ahora dos cuestiones, en cierta me­
dida complementarias y que se refieren a: 1) en qué sen­
tido la ética precisa de la ayuda y aval del derecho para
ser efectiva y, 2) en qué sentido el derecho precisa de la
ética para poseer validez en cuanto tal derecho.
Efectivamente, se trata de dos tipos distintos de subor­
dinación, por cuanto que las normas morales seguirían,
en cualquier caso, siendo morales, aun en ausencia de un
aparato legal coercitivo que las dotase de eficacia, mien­
tras que lo que debatimos como segunda cuestión dentro
de este apartado se refiere a la propia posibilidad de la
existencia de normas legales que no cumplan con el requi­
sito de ser al propio tiempo morales, de acuerdo con unos
patrones determinados de moralidad.
Los resultados obtenidos tras el escrutinio de estas dos
cuestiones tal vez nos harán un tanto más fácil la ardua
tarea de dictar un veredicto, desde una perspectiva ética,
en relación con lo que constituye el carácter peculiar del
derecho.

El derecho como garantía del cumplimiento de la moral


Es célebre en la actualidad la disputa Devlin/Hart en
tomo a la necesidad que el derecho tiene de ocuparse o no
ocuparse de la moral y su cumplimiento, o lo que es igual,
la urgencia y/o inoportunidad de que las normas morales
146
encuentren tutelaje y protección dentro de los códigos le­
gales.
Alusiones a esta polémica disputa se encuentran en
multiplicidad de obras, si bien, que yo sepa, Morality
and the Law, preparada y dirigida por Richard A. Was-
serstrom50es la que ha desarrollado más ampliamente las
discusiones habidas en torno a tal disputa.
Se inicia la obra mencionada con un importante frag­
mento tomado de On Liberty de J.S. Mili, en donde se rei­
vindica para cada individuo un ámbito de «privaticidad»,
en el que no haya lugar a interferencias por parte de la
sociedad, siendo este ámbito de libertad individual tan
amplio como lo permita el derecho igual de los otros
miembros de la sociedad a no ser molestados, en lo que a
sus creencias, costumbres y moral particular concierne.
Es decir, siempre y cuando no colisionen los intereses
particulares, o siempre y cuando mi modo de actuar no
resulte perjudicial para ningún otro ser humano, Mili con­
sidera que no he de estar sujeto a ley moral ni legal alguna,
sino que ha de asegurárseme el derecho a «equivocarme»
incluso en todo aquello que a mi solo bienestar concierne,
siempre —habrá que insistir— que ello no suponga me­
noscabo del bienestar de algún otro ser particular. Dicho
de modo claro y sucinto, los otros y su libertad son los
únicos limites a mi libertad.
Trabajos como los de Gerard Dworkin51 o Priscilla
Cohn y José Ferrater Mora,52 entre otros, ponen énfasis
especial en este aspecto resaltado por Mili de la conve­
niencia de que cada cual goce de un mínimo de autonomía
por lo que a su proyecto vital concierne. Como afirma Pris­
cilla Cohn: «puesto que las personas humanas no poseen
la misma exacta dosis de racionalidad y puesto que cada
50. Morality and the Law, ed. por Richard A. Wasserstrom, Wads-
worth Pub. Co. Inc., Belmom. California, 1971.
51. «Patemalism», en Morality and the Law.
52. Ferrater Mora y Cohn: «El patemalismo», en Ética aplicada.
Alianza, Madrid 1981.
147
una de ellas es un ser único del que no puede afirmarse
que sea completa y absolutamente racional, lo que es me­
jor para una persona puede muy bien ser lo que ella crea
que es efectivamente mejor, independientemente de lo
irracional que parezca desde un punto de vista objetivo o
más universal».*3
La posición adoptada por Devlin se encuentra, por el
contrario, en las antípodas de Mili y los detractores del
patemalismo. Enfrentándose con el Informe Wolfenden
que propugna un «ámbito de moralidad e inmoralidad
privada... que no es incumbencia del derecho»,*4 Devlin
va a propugnar su peculiar concepción de la moral y de la
función del derecho que le llevan a la formulación de una
serie de argumentaciones que se podrían resumir del
modo siguiente:
a) es misión de las leyes jurídicas la salvaguarda y
defensa de la sociedad;
b) la estabilidad de una sociedad viene determinada
no sólo por las ideas políticas sino también por las ideas
acerca de la conducta moral que se considera que debe ser
adoptada por sus miembros;ss
c) de esta forma, al igual que existen leyes jurídicas
que castigan toda violación del orden político establecido,
deben existir leyes jurídicas que penalicen toda violación
del orden moral vigente.535456
Con palabras de Devlin: «No es posible marcar, teóri­
camente, límites a la potestad del Estado para legislar en
contra de la inmoralidad...».57O, como indica un poco más
adelante: «Concierne tanto al derecho la supresión del vi-
53. lbtíL, p. 148.
54. Par. 62 citado por Devlin: «Moráis and the Criminal Law», en
Morality and the Law, p. 26.
55. Cfr. Ibíd., p. 32.
56. Cfr. Ibid., p. 36.
57. Ibfd.
148
ció como la supresión de las actividades subversivas»,58y
añade al respecto que es tan imposible definir una esfera
de moralidad privada como lo es definir una esfera de ac­
tividad subversiva privada. O, lo que es igual, para Devlin
todo acto realizado en contra de la moral vigente consti­
tuye un acto de subversión, una amenaza al orden admi­
tido y respetado por la generalidad, que debe ser contra­
rrestado mediante leyes y sanciones pertinentes.
No sólo Hart, sino autores como Dworkin, Louch, y en
cierta medida Schwart, dan réplica debida a los presu­
puestos de Devlin, desde perspectivas diversas, pero en
algunos puntos convergentes.
Así, para Hart, la objeción más seria al planteamiento
de Devlin es que no distingue adecuadamente entre los
valores que han de ser defendidos para mantener esta
forma de sociedad y los valores que, de alguna manera,
son imprescindibles para la existencia de cualquier tipo
de sociedad. Sin duda, afirmará Hart, todos admitimos
que es esencial que exista un consenso relativo a valores
morales para que sea posible una sociedad en la que me­
rezca la pena vivir. Sin embargo, determinados tipos de
disensiones no afectan en absoluto la armonía del grupo,
ni constituyen ningún tipo de amenaza seria a las posibi­
lidades de convivencia pacífica: «Tenemos testimonios
abundantes para mantener que la gente no abandonará
las prácticas morales, ni estimará más favorablemente el
asesinato, la crueldad, la falta de honradez, simplemente
porque algún tipo de prácticas sexuales que detestan no
sean castigadas por la ley».59
Como Schwartz indicará en este sentido, las denomi­
nadas «ofensas a la moralidad» que suelen comprender
actos tales como adulterio, fornicación, incesto, prostitu­
ción, bigamia, aborto, etc., cuando no implican «ofensas
a personas» u «ofensas a la propiedad», «no implican vio-
58. ¡bid., p. 37.
59. Hart: «Inmorality and Treason», en Morality and the Law, p. 53.
149
lación de principios morales en sentido alguno»;60su san­
ción negativa es peculiarmente religiosa y fuera de lugar
en un Estado no confesional,61 mientras que existe otro
tipo de ofensas, como robar, matar, jurar en falso, que
decididamente son repudiadas desde un punto de vista
moral, religioso o secular.62
O, lo que es igual, tanto en el caso de Hart, como en el
de Schwartz o el de Louch, que comentaré en breve, lo que
se quiere postular no es tanto la no penalización legal de
los atentados a la moralidad, como el discernimiento en­
tre lo moralmente relevante y aquello que sólo puede con­
siderarse moral a causa de «ignorancia, superstición o
falta de comprensión», como señalará Hart,63 o debido a
un sentimiento o emoción que no pueden ser justificados
racionalmente, como será el parecer de Dworkin.64
A.R. Louch lo ha indicado de un modo tal vez más
abierto y explícito, si bien las acusaciones que hace este
autor a Hart por no haber sido capaz de comprender que
los actos privados no están exentos de penalización en
cuanto privados, sino solamente en cuanto no inmorales,
no parecen hacer justicia a lo que Hart manifiesta en el
artículo que compone la obra preparada por Wasserstrom
que ya se ha mencionado.65 En realidad, su afirmación se
acerca notablemente a la tesis central de Hart, dado que
60. «Moral Offenses: and Model Penal Code», en Morality and the
Law, p. 86.
61. Ibid., pp. 86-87.
62. Ibtd., p. 86.
63. «Inmorality and Treason», en op. cit., p. 54.
64. Véase «Lord Devlin and the Enforcement of Moráis», en op. cit.,
donde se indica: «We distinguish moral positions from emotional reac-
lions, not because moral positions are supposed to be unemotional or dis-
passionate —quite the reverse is true—bul because the moral position is
supposed to justify the emotional reaction, and not vice versa. If a man is
unable to produce such reasons, we do not deny the fact of his emotional
invo/vement, which may have important social or political consequences,
bul wedo not lake this invohement asdemonstratinghis moraiconviaion»
(p- 63).
65. «Inmorality and Treason», en op. cit.. pp. 49-54.
150
ambos autores coinciden, aproximadamente, en que «la
violencia y la mentira muy bien pudieran considerarse
como incompatibles con cualquier tipo de sociedad»,
mientras que las aberraciones sexuales sólo son incom­
patibles con un cierto tipo de normas.66 Lo que viene a
equivaler a que no todas las normas al uso son igualmente
importantes o fundamentales.
Pero este carácter de importancia o fundamentalidad
de unas leyes o normas morales no guarda relación con
que se refieran a relaciones o efectos en el conjunto social,
frente a aquellas que afectan a los individuos en su esfera
privada. Para Louch, siguiendo a Mili en On Liberty, existe
un criterio definitivo que determina la importancia y, por
ende, la moralidad de los actos: «el dolor, deliberada­
mente causado, es paradigmático de lo que es malo, englo­
bando, si asi desea, la definición de una acción inmoral, y
sirviendo al mismo tiempo como criterio de lo que cons­
tituye una ofensa criminal».67
No se trata por tanto, podríamos interpretar, de ad­
mitir un ámbito privado donde puedan llevarse a cabo
toda serie de actos por «inmorales» que resulten sin que
haya lugar a la intromisión legal, como del Informe Wol-
fenden parecía desprenderse, sino de propugnar criterios
éticos a los que hayan de subordinarse la moralidad y la
legalidad vigentes.
En diversos sentidos Louch se opondrá a la tesis cen­
tral de la propuesta anti-patemalista de Gerald Dworkin.
Por poner un ejemplo, la prohibición del duelo no debería
considerarse como una intromisión legal en el campo de
las decisiones privadas, sino como una ley jurídico-moral
que trata de la violencia llevada a cabo deliberadamente,
aun con consentimiento de las partes implicadas 68 De lo
que viene a resultar que Devlin estaba equivocado al que­
rer imponer la moral popular como criterio determinante
66. «Sins and Crímes», en op. cit., p. 80.
67. lbid.,p. 81.
68. Cfr. op. cit., p. 79.

151
de las leyes penales, mas no en tanto en cuanto la moral
popular, mediante la ley, se inmiscuía en la vida privada
de los individuos, sino en tanto en cuanto no basaba sus
criterios de moralidad en algún dolor o perjuicio real cau­
sados a alguien, sino que su «celo moral», su «sensibilidad
moral herida», eran el único criterio a aplicar a la hora de
determinar la moralidad de los actos.69
Así, como Schwartz afirma, si bien el ciudadano puede
exigir de la ley no sólo protección a su integridad física,
sino también psíquica, esto requiere matizaciones. Posi­
blemente sea necesario compatibilizar la libre expresión
de creencias y sentimientos, de tal suerte que no causemos
mayor dolor del irremediable a aquellos que no compar­
ten nuestros ideales y valores70
En cualquier caso el interés de la aportación de Louch
radica en que, en contra de los moralistas legales y algu­
nas manifestaciones del liberalismo, pone el acento en la
necesidad de que la ley y la moral se encuentren en el
terreno de lo realmente importante para la comunidad y
los individuos, buscando un criterio básico, como lo es la
evitación del daño intencionado, como punto de referen­
cia a la hora de definir la moralidad o justificar la lega­
lidad.
La ética como garantía de la validez del derecho
La postura de Louch que acabo de exponer podría ser­
vir, asimismo, para iniciar el planteamiento de este nuevo
aspecto del debate relativo a las posibles relaciones de
69. mDevliris remark... is a piece ofequivocation, borrowing the strong
sense of injury from MiUand using it in the much weakercontext in which
injury is not shown, bul atteged. It also overiooks the fact that in prívate
consenting acts the injured Citizen invoking the law's aid is not the person
towards whom the act is directed... Devlin's injured Citizen is the moraly
zealous bystander, offendedat what otherpeopledo togetherlo their mutual
satisfaction* (op. cit., p. 77.)
70. Véase esp. op. cit., pp. 90-91.

152
subordinación entre moral y derecho, y/o el derecho y la
moral.
Frente al iusnaturalismo y el positivismo legal, que
postulan, respectivamente: a) que la ley injusta no es ley,
y b) que la validez de una ley es una cuestión que no se
relaciona en modo alguno con su moralidad, posiblemente
la propuesta de Louch, o la de Hart que ahora analizare­
mos, se inclinarán hacia una posición conciliadora que
reconocerá que, en última instancia, la ley y la moral tie­
nen sentido en atención a determinados criterios y va­
lores.
De esta suerte, según constata Hart, afirmaciones del
tipo ¡ex iniusta non est ¡ex no dan lugar sino a confusionis­
mos y, paradójicamente, sirven no para defender necesa­
riamente la moral frente al derecho, sino, por el contrario,
el derecho frente a la moral. Lo que se necesita es tener
bien presente que la legalidad no es sinónimo de morali­
dad, de forma que decidir que algo es legal no significa
propugnar que haya de ser obedecido, ya que, como
afirma Hart, por muy grande que sea el áurea de majestad
o autoridad con que pueda contar el sistema legal estable­
cido «sus exigencias deben someterse, en último término,
al escrutinio moral». Como agrega este mismo autor:
«Este sentido de que existe algo fuera del sistema oficial,
por referencia a lo cual en última instancia el individuo
debe resolver sus problemas de obediencia, con toda se­
guridad es más probable que se mantenga vivo entre aque­
llos que están acostumbrados a pensar que las reglas le­
gales pueden ser inicuas, que entre aquellos que conside­
ran que nada inicuo puede poseer jamás el status legal».71
Resulta fácil comprender que la afirmación de Hart es
atinada. El igualar la legalidad a la moralidad presta a la
postre un flaco servicio a la moralidad, ya que fácilmente
puede pasarse inadvertidamente de «lo que no es moral
no es (o no constituye) una ley», a «todo lo que se consti-
71. Hart: The Concept ofLaw, p. 206.
153
(uye en ley es moral». Es decir, es muy posible una con­
fusión semántica al no percatarse de la carga apreciativa
y no descriptiva de /ex iniusta non est /ex, o, lo que es igual,
es muy posible la no distinción entre el enunciado larva-
damente valorativo «la ley injusta no es ley», en el sentido
de «la ley injusta no debe ser respetada, obedecida, pro­
mulgada, etc.», y el enunciado descriptivo «no existe una
cosa tal que sea ley y sea injusta». Del primer sentido va­
lorativo del enunciado se desprend • efectivamente, una
crítica al derecho positivo, que hab *. de ser confrontado
con algún tipo de valores que se estillen como de superior
entidad moral que la mera facticidad de las leyes o normas
legales. Del segundo sentido descriptivo se deriva, por el
contrario, que, por definición, toda ley es justa, de lo que
es fácil colegir que toda «ley» por el hecho de serlo goza
del status apropiado que le confiere legitimidad y autori­
dad moral.
Todavía más. Los peligros del iusnaturalismo no se
agotan en la ambigüedad de sus declaraciones respecto a
lo que, como cuestión fáctica, constituye o no constituye
una ley, sino que su propia apelación a una «ley natural»
superior, árbitro y juez de las leyes humanas resulta su­
mamente problemática. Históricamente ha cumplido, se­
gún Aranguren, que la juzga con cierta simpatía y bene­
volencia, funciones diversas que este filósofo resume en
cinco puntos: 1) Función lógica, al servir para esclarecer y
complementar conceptos, como los de orthós logos, esqui­
tas, etc. Función, como Aranguren especifica, «de lógica
jurídica con aplicación, principalmente, de las reglas de
analogía y consecuencia».72 2) La función Ínter gentes que
ha servido para suplir las lagunas jurídicas en la interre­
lación de los sistemas legislativos de los diversos pueblos.
3) La función meta-jurídica, o de reflexión acerca de los
valores, la Weltanschauung o el way of life, que dan sentido
a la ley, y a los que, en última instancia, habrá que remi-
72. Aranguren: Ética y política, Ed. Guadarrama. Madrid, 1968,
p. 36.
154
tirse en su aplicación. 4) La función conservadora, que
consiste en que el derecho natural funciona volviéndose
hacia el pasado y sus viejas leyes que considera como «na­
turales» (physis), «es decir, dadas, frente al nuevo derecho
(nomos) meramente puesto».737475 5) La función progresista,
que supone una mirada hacia el futuro y una propuesta
nueva que sirva para propiciar el cambio de las leyes en
curso.74
Los peligros del iusnaturalismo estriban, precisa­
mente, a mi entender, en su carácter ambivalente, resal­
tado en las dos últimas funciones constatadas por Aran-
guren: la ley a la que se quiere apelar como metron que
sirva para juzgar las leyes jurídicas existentes puede con­
sistir en una apelación a desiderata generales humanos
—libertad, igualdad económica o social, etc.— o bien con­
vertirse en la defensa a ultranza de normas tradicionales
derivadas del privilegio de unos cuantos, la irracionalidad
de unos muchos, la ignorancia o la superstición de grandes
capas de la población, propiciados por los grupos de pre­
sión interesados en preservar el estado de cosas.
Dennis Lloyd ha indicado en relación con la «ley na­
tural», que si bien en sus versiones primitivas fue marca­
damente conservadora «estimulando la obediencia a las
normas establecidas que gozaban de autoridad en razón
de un orden natural decretado por el propio Dios»,75 no
hay nada inherente a ella que exija el apoyo a lo estable­
cido. Como ejemplos aduce Lloyd, el de Marsilio de Padua
que, en la Edad Media, a partir de premisas iusnaturalis-
tas defendió la democracia no sólo en el Estado sino en el
seno de la iglesia católica. Idea esta que fue desarrollán­
dose progresivamente en la historia, recibiendo un fuerte
impulso por parte de Locke, quien argumentó que el poder
sólo estaba legitimado en cuanto servicio al pueblo y que
si infringía «los derechos naturales» de la gente, perdía
73. Ibld.. p. 37.
74. Cfr. Ibld., pp. 37-39.
75. Lloyd, op. cit., p. 83.
155
toda fuente de autoridad. Postulado este que, a su vez,
influyó de manera extraordinaria en la Revolución ame­
ricana y que aparece explícitamente constatado en la
Constitución de los Estados Unidos, que reconoce la su­
bordinación del aparato legal a los «derechos naturales»
de los ciudadanos.76
Rousseau es, sin lugar a dudas, otro ejemplo impor­
tante de la carga revolucionaria que puede llevar consigo
una doctrina que se ampare en los «derechos naturales».
Los revolucionarios franceses, como se reconoce general­
mente, supieron servirse de esta inspiración iusnatura-
lista para derrocar al Ancien Régime e intentar imponer la
ley natural de la razón en su lugar.77
Tampoco en el mundo moderno ha dejado de prestar
servicios importantes la apelación a «derechos natura­
les», según Lloyd constata al referirse a casos como los de
la Alemania nazi, donde una mayoría intentaba destruir
a un grupo minoritario de la población, o el actual domi­
nio de la minoría blanca en Sudáfrica, que mediante el
uso de la fuerza intenta perpetuar el sometimiento de la
mayoría negra. Los defensores del iusnaturalismo en la
actualidad alegan que tales casos de flagrante «inmorali­
dad» sólo pueden resolverse apelando a una «ley natural»
que haga oír su voz por encima de lo establecido.78
Aranguren diría a este respecto: «el viejo nombre de
derecho natural puede no gustar (es lo que me ocurre a
mí), porque ni es estrictamente "natural" (dado con la
naturaleza), ni es estrictamente derecho (positivo). Pero
apunta a una actitud demandante que lleva en su seno la
pretensión jurídica...».79
No obstante lo dicho, los positivistas legales no están
por su parte del todo desposeídos de razón. Su propósito
de esclarecimiento ha tenido, y se supone que habrá de
76. Cfr. ibíd., pp. 83-84.
77. Cfr. Ibld., p. 85.
78. Cfr. Ibíd., p. 94.
79. Op. ci/., p. 43.
156
seguir teniendo, una influencia positiva al facilitar el dis­
cernimiento entre lo que «es» y lo que «debe ser», coad­
yuvando a la reforma social, tal como estaba, por ejemplo,
en el ánimo de Bentham, que insistió con firmeza en la
necesidad de separar las cuestiones legales de las religio­
sas y morales,80 sin duda, podemos interpretar, para agi­
lizar la reforma legal, liberándola del peso de la tradición
moral y religiosa.
El ataque de los positivistas al iusnaturalismo, pues,
no se ha debido exclusivamente a una búsqueda de escla­
recimiento conceptual. Le animaba, sin duda, una idea
moral, que subyacía al énfasis positivista en «separar» lo
legal de la moral no cuestionada. Así, Lloyd comenta: «Los
positivistas combaten la idea del "derecho natural"... por­
que, al considerar a una determinada cualidad moral in­
herente como una característica esencial a la ley, sin la
cual no existe ley en absoluto, tiende a conferir a la ley
establecida una santidad que no siempre le corresponde,
creando de este modo una barrera que imposibilita la re­
forma legal».81 Lo cual concuerda con la aprehensión de
Hart a la que se ha aludido anteriormente.
Por lo demás, la labor de esclarecimiento llevada a
cabo por el positivismo legal es importante. Austin indica:
«Una cosa es la existencia del derecho; otra su mérito
o demérito... La ley del Estado no es un ideal sino algo
que existe en la realidad... No es lo que debe ser, sino
lo que es*.82
De este modo, un positivismo extremado también po­
dría presentar peligros, desde una consideración moral del
derecho. Si bien es acertado separar lo que «es» de lo que
«debe ser», para aclarar conceptos y delimitar funciones,
sería absurdo conferir a lo que «es» status de autoridad o
legitimidad. Lloyd considera, en este sentido, que es erró-
80. Cfr. Lloyd, op. cit., p. 100.
81. tbtd., p. 102.
82. Austin: The Province o f Jurisprudence Defined, lectura V, ed. pre­
parada por Hart, Londres, 1954, pp. 184-85.
157
neo presuponer que lo que Bentham y sus seguidores ase­
guraban era que la ley y la moral constitutían cosas total­
mente distintas, o que le era debida obediencia por igual
a una mala y a una buena ley.83 No obstante, el propio
Lloyd debe admitir que, efectivamente, si bien el positi­
vista lógico no está abocado necesariamente a un relati­
vismo ético, en la práctica normalmente adopta tal pos­
tura. Esto viene a suponer que, si bien admite el positi­
vista lógico la posibilidad de discusión racional en ética y
está generalmente a favor de la reforma y el progreso mo­
ral, en última instancia, tiene que reconocer que si el ate­
niense cree en la libertad y el espartano en la disciplina
como valores más elevados, no hay modo racional para
resolver la controversia.84
Incluso positivistas criticos como Kelsen se adhieren
decididamente a tal postura que coincide extraordinaria­
mente con la de los emotivistas y el no cognoscitivismo en
general en el campo de la teoría ética.85
De gran interés es, a mi juicio, la aportación de Hart
en The Concept of Law, donde se demuestra la posibilidad
de salvaguardar las aportaciones más valiosas del positi­
vismo, a saber, como el propio Hart indica: 1) mantener
que las leyes son mandatos formulados por seres huma­
nos; 2) establecer que no existe conexión entre la ley y la
moral, o la ley tal como es y la ley como debiera ser; 3)
afirmar que el análisis o estudio del significado de los con­
ceptos legales es un estudio importante que ha de ser di­
ferenciado de (aunque en modo alguno se oponga a) las
investigaciones históricas, sociológicas y la valoración crí­
tica de la ley en términos de fines, funciones, etc., morales
o sociales, puntos todos estos que de acuerdo con Hart
habrían sido defendidos por Bentham o Austin.86
Hart no insistirá especialmente en lo que considera
83. Op. cit., p. 100.
84. Ibid., p. 114.
85. Véase E. Díaz, op. cit., p. 343.
86. Hart: The Concept of Law, p. 253.
158
como característica 4) del positivismo, a saber, que un
sistema legal es un «sistema lógico cerrado», en el cual
pueden deducirse decisiones correctas a partir de deter­
minadas normas legales sólo mediante medios lógicos.
Por lo que respecta a la característica 5) y última, a saber,
que los juicios éticos no pueden ser establecidos, como lo
son los enunciados fácticos, mediante argumentación, evi­
dencia o prueba racional («no cognoscitivismo en ética»)87
será debidamente matizada por Hart, como Elias Díaz ha
puesto de relieve.88
De este modo, el intento de mantener 1), es decir el
deseo de afirmar que las normas morales se derivan de las
relaciones humanas y carecen de cualquier tipo de status
supra-empírico, a la vez que el deseo de matizar 5), y ase­
gurar un mínimo de racionalidad en la formulación de las
normas morales y legales, se conjugan en la obra de Hart
admirablemente, postulando un contenido mínimo moral
y legal que garantice la convivencia humana.
El punto de partida de Hart se acerca extraordinaria­
mente a la tradición empirista anglosajona representada
por Hobbes o Hume. En lugar de buscar una apoyatura
metafísica para la definición de la «naturaleza» o la «con­
dición» humana, Hart, como habían hecho sus predece­
sores, intenta atenerse a aquello que de hecho constituye
el fin o el objetivo de los humanos, aquello sobre lo que
parece existir un consenso universal. No se trata tanto de
buscar el «fin natural del hombre» que, de acuerdo con
ciertas concepciones teológicas, se fundamente no en lo
que el hombre desea sino en lo que «no puede menos que
desear», sino de convertir lo que los hombres desean en el
fin u objetivo a perseguir por las leyes y la presión moral.
En lugar de fines «inmanentes» o transcendentes, fijos e
inmutables, se parte de la idea de que «podemos mantener
que es un hecho meramente contingente, que podría haber
sido de otro modo, el que, en general, los hombres desean
87. lb(d., p. 2S3.
88. E. Dfaz, op. cit., p. 325.
159
vivir... Con todo aun si lo consideramos en este modo ade­
cuado al sentido común, la supervivencia no carece, sin
embargo, de un status especial en relación con la conducta
humana y nuestra concepción de la misma».89
Hart había señalado, un poco antes, que el alimento y
el descanso, por poner un ejemplo, constituyen necesida­
des humanas, aun cuando alguien los rechace cuando los
necesite. «De ahí que podamos afirmar no sólo que es na­
tural que todos los hombres coman o duerman, sino que
todos los hombres deben (la cursiva es mía) comer y des­
cansar alguna vez, o que es naturalmente bueno que ha­
gan estas cosas.»90 O, lo que es igual, para Hart existe un
nexo entre aquello que, de hecho, los hombres necesitan y
lo que el derecho y la moral deben recomendar y sancionar
como bueno y deseable.
Hechos tales como 1) la vulnerabilidad humana, 2) la
igualdad aproximada entre los hombres, 3) el altruismo
limitado, 4) la limitación o escasez de recursos y 5) la ca­
pacidad de comprensión y la fuerza de voluntad limita­
das, hacen que Hart (como Hobbes o Hume, o nuestro con­
temporáneo Warnock que ha puesto tanto énfasis en que
el objeto de la moralidad es servir de contrapeso a las
capacidades limitadas de sympatheia) postule un conte­
nido mínimo que ha de estar presente en las leyes morales
y legales a fin de garantizar «las formas mínimas de pro­
tección de las personas, la propiedad y las promesas».91
Esto equivale a que la ley y la moral no pueden tener
«cualquier contenido» como los positivistas legales recla­
man respecto al derecho, sino que las sanciones han de
disponerse de modo que garanticen este mínimo de pro­
pósitos para seres que están constituidos como lo están los
humanos.
Reclama Hart, en suma, un lugar dentro de la racio­
nalidad del discurso no sólo para las definiciones o los
89. Hart: The Concept ofLaw, p. 188.
90. lbid., p. 186.
91. Ibtd..p. 195.
160
enunciados Tácticos ordinarios, sino, a su vez, para una
tercera categoría de enunciados: «aquellos cuya verdad es
contingente y derivada de que los seres humanos y el
mundo en que viven mantengan las características pre­
eminentes que ambos poseen».92
La moral y el derecho se reconcilian en Hart, en el ser­
vicio a los objetivos básicos de la convivencia humana.
Objetivos que de ser descuidados imposibilitarían toda
forma imaginable de convivencia. Valores y hechos, fre­
cuentemente divorciados en la filosofía moral y legal con­
temporánea, encuentran en Hart un lugar contiguo que
garantiza la independencia de los hombres frente a los
«entes» que Ies trascienden a la hora de formular y orga­
nizar sus códigos legales, y a la vez posibilita una fórmula
conciliatoria entre el mundo de lo moral-ideal y el mundo
de los hechos en donde nacen y brotan las exigencias mí­
nimas, derivadas de las necesidades de la convivencia hu­
mana, que toda norma legal o moral han de respetar.
Se diría que ni el derecho impera sobre la moral ni la
moral sobre el derecho, sino que ambas disciplinas se tor­
nan en Hart, como la razón en la filosofía moral de Hume,
en esclavas de las pasiones y necesidades humanas, tal
como éstas se originan en la convivencia de un hombre
con los demás hombres.

A modo de epílogo: ¿debe desaparecer el derecho?


Para terminar, una breve reflexión y una propuesta
personal que formularé, de un modo provisional, de la si­
guiente manera:
Es necesario un proceso de interiorización de aquellas
normas útiles para la convivencia armoniosa y solidaria, de
tal suerte que el sistema coercitivo propio de las leyes penales
92. Ibtd.
161
resulte innecesario y superfino y sea, por tanto, eliminado
como indeseable.93
Dicho de otro modo, aun admitiendo con Hart que los
sistemas jurídicos pueden haber representado histórica­
mente un importante progreso respecto a aquellas socie­
dades cerradas en donde las reglas de segundo orden in­
cluidas en el derecho (a saber, reglas acerca de cómo for­
mular, demarcar, sancionar y cumplimentar las reglas de
primer orden) no tenían lugar, dificultando con ello no
sólo el reconocimiento de las normas o su sancionamiento
sino, lo que es más importante desde mi perspectiva per­
sonal, imposibilitando el cambio de los preceptos tradicio­
nales,94con todo, no debe olvidarse, a mi modo de ver, que
las normas legales no pueden admitirse moralmente más
que en un estado transitorio de la sociedad humana no
totalmente moralizada, y donde, de no existir, efectiva­
mente se seguirían males irreparables, como Hobbes des­
tacó dramáticamente en el Leviathan al aludir al estado
natural de guerra de todos contra todos.95
Puede admitirse, con matices, la afirmación de Elias
Díaz de que: «Hoy por hoy no parece muy convincente la
tesis que pronostica la total desaparición del derecho en
un futuro relativamente cercano... y su sustitución por
normas no coactivas de organización, o por normas exclu­
sivamente de carácter ético».96 Resultando del todo acep­
table lo que Díaz agrega al constatar: «Con todo, es bien
cierto que el objetivo deseable y al cual hay que dirigir el
común esfuerzo es precisamente ése».97
93. Propuesta que coincide, en gran medida con el «anarquismo po­
sitivo» tal como lo matiza Horowitz, en el sentido de significar «la “¡n-
temalización* de las normas de conducta en grado tan elevado que eli­
minan por completo la necesidad de la coacción externa» (en Los anar­
quistas, I, Selec. de i.L. Horowitz, Alianza, Madrid, 1977, p. 14).
94. Hart: The Concept ofLaw, p. 90.
95. Hobbes: Leviathan, en English Works, III, ed. a cargo de Sir Wi-
lliam Molesworth, Scientia Aalen. 1966, p. 113.
96. Op. cit., p. 30.
97. ¡bid.
162
Volviendo a Hart, en quien hemos visto unas propues­
tas conciliadoras e interesantes respecto a las relaciones
derecho/moral/necesidadcs humanas, habría que tener
presente que, como este autor indica, el derecho es un
arma de doble filo, que si bien, por una parte, defiende a
los ciudadanos de quienes quebrantan la ley que protege
a todos por igual, por otra parte «puede ser utilizado para
dominar y mantener en una posición de permanente in­
ferioridad a un grupo sometido... Para aquellos así opri­
midos posiblemente no exista nada en el sistema que exija
su lealtad, sino sólo cosas que temer de él. Son sus vícti­
mas, no sus beneficiarios».98
Godwin, en el siglo XVIII, había rechazado, a base de
razones morales, el derecho como institución, destinado
en casi todos los lugares «a defender a los ricos contra los
pobres».99
Kropotkin, igualmente, había denostado el aparato le­
gal desde una perspectiva ética, al afirmar contundente­
mente que: «La ley confirma las costumbres, las crista­
liza, pero al propio tiempo se aprovecha de ellas y se am­
para en la general aprobación que encuentran para intro­
ducir con disimulo, bajo su sanción, alguna institución
nueva en beneficio enteramente de las minorías guerreras
o gobernantes».100
Al margen de las apreciaciones mencionadas relativas
a las posibles injusticias posibilitadas y potenciadas por
la ley, cabe la pregunta más radical e interesante de si es
posible en modo alguno un tipo de norma legal que sea
justa, o si por su propia «esencia», constitución o defini­
ción, toda normatividad jurídica está dañada a priori,
98. Hart: The Concept o f Law, p. 197.
99. •Legislation is in almost every country grossly the favourer o f the
rich against thepoor»(William Godwin: EnquiryConceming PoliticalJus-
tice [editada originariamente en 1798], Penguin Books, Middlesex, Ingla­
terra, 1976, p. 93).
100. «De la ciencia moderna y el anarquismo», trad. del inglés por
Ricardo Mella y recogido en Los anarquistas, selec. por I.L. Horowitz,
Alianza, Madrid, 1977, p. 178.
163
prostituida a priori, o, lo que es igual, es por «esencia» o
definición en cuanto sistema coercitivo amparado en la
fuerza, un atentado a valores o derechos básicos humanos,
naturales o no naturales.
Es cierto que sería demasiado burdo asimilar el dere­
cho a la pura coerción por la fuerza bruta, o a la coerción
de que somos víctimas cuando somos «asaltados» y obli­
gados a realizar un tipo de acción contra nuestra decisión
voluntaria. Hart hace la distinción también aquí, atina­
damente, entre «verse obligado» a realizar, como cuando
alguien nos apunta con una pistola, y «tener obligación»
de hacer algo, lo cual presupone razones y legitimidad en
las órdenes emitidas.101 Para que exista obligación no
basta con la simple formulación de órdenes o amenazas,
se precisan normas.102
Y para que una regla pueda obligar es necesario que
venga exigida por una fuerte necesidad social. So far, so
good (hasta aquí todo bien). Por lo demás, en este sentido,
las normas morales y las normas legales se diferencian
únicamente en que en el caso de estas últimas hacen acto
de presencia sanciones físicas.103 Sin embargo esta, en
apariencia, pequeña y sola diferencia, constituye, en defi­
nitiva , una diferencia abismal. Intentar persuadir, animar
o disuadir a la gente a fin de que se comporte del modo
que las necesidades de la convivencia demandan, parece
no sólo permisible sino éticamente recomendable. El re­
curso a la fuerza física, la penalización mediante la pri­
vación de la libertad de por vida, por no plantear el pro­
blema de la pena capital, nos enfrentan con problemas
morales lo suficientemente graves para que podamos des­
pacharlos dogmática y brevemente de un solo plumazo.
En cualquier caso habrá que indicar que, como Louch
afirmaba, causar daño a los demás constituye un acto
malo, al margen de las consecuencias benéficas que pue-
101. Ib íd ., pp. 80 y ss.
102. Ib íd .. p. 83.
103. Cfr. Ib íd .. p. 84.

164
dan derivarse para el grupo. O, lo que es igual, las penas
incluidas en los códigos legales son intrínsecamente ma­
las, aunque puedan ser instrumentalmente buenas, en de­
terminados contextos.
Parece conveniente, como objetivo moral, el conseguir
que los bienes deseables sean obtenidos mediante medios
o instrumentos asimismo deseables. En este sentido, no
parece desatinada una apuesta en favor de un sistema de
socialización que refuerce las sanciones morales y dismi­
nuya progresivamente, hasta su desaparición, el tipo de
sanciones peculiares y típicas de los códigos penales.

165
EL PUESTO DE LA RAZÓN
EN ÉTICA
LA CRISIS DE LA RACIONALIDAD EN ÉTICA:
LOS SEGUIDORES DE COMTE Y MARX*

Los problemas relativos a la fundamentación y método


de ética descriptiva resultan realmente minúsculos
cuando se les compara con el «problema» metodológico
por excelencia de la ética, a saber, el de cómo es posible
fundamentar y de qué modo los enunciados explícitamente
valora ti vos, es decir, aquellos que se incluyen en la parte
de la filosofía moral que ha sido más cuestionada en los
últimos tiempos: la ética normativa.
La ética normativa constituye, a decir verdad, el caba­
llo de batalla en el tratamiento metodológico de la filoso­
fía moral. No se trata tan sólo de delimitaren qué consiste
la ética normativa y cuál o cuáles han de ser estimados
como los métodos de fundamentación más adecuados de
esta parte de la disciplina objeto del presente estudio. El
problema de la ética normativa es mucho más complejo,
profundo y radical: se trata de dirimir su propia existencia
como disciplina científica y/o filosófica.
Mientras que nadie parece haber puesto jamás en en­
tredicho el que de hecho existen sistemas morales que con-
* Publicado en Agora. n.° 3, Santiago de Compostela, 1983, con el
título: «Comte, Marx y el fundamento racional de la ética».
169
dicionan y dirigen nuestra ínter-acción, ha existido en los
últimos tiempos una sospecha casi generalizada acerca de
que la pretensión de una justificación racional de los enun­
ciados valorativos estaba fuera de lugar y que no servía
sino de excusa para llevar a cabo «racionalizaciones» ino­
portunas e indeseables.
A decir verdad los intentos de «desenmascaramiento»
de la ética normativa son antiguos. Critias, el oligarca so­
fista podría quizá ser el pionero si extendemos su crítica
a las religiones, a la posible función paralela de las «mo­
rales» como intentos de interiorizar las normas externas.
Calicle en el Gorgias y Trasímaco en La República de Pla­
tón, como ya he indicado en otro lugar, han sido los ex­
ponentes de dos actitudes que el pensamiento contempo­
ráneo ha difundido y vulgarizado: a) La moral es el in­
vento de los débiles para protegerse contra los «natural­
mente» más capaces, b) La moral es el invento de los po­
derosos para someter a los más débiles.
Pero quizá los tres grandes desenmascaradores de los
tiempos modernos, Nietzsche, Freud y Marx, han contri­
buido de manera mucho más decisiva al desprestigio y
desconfianza generados en tomo a la posibilidad de enun­
ciados valorativos dotados de algún tipo de legitimidad.
Se colegía, erróneamente a mi modo de ver, que si his­
tóricamente unos determinados individuos, grupos, es­
tructuras, etc., habían sojuzgado a otros individuos, gru­
pos, clases, etc., mediante determinados sistemas de va­
lores morales, por ende, toda valoración moral estaba per­
vertida ad radice, no pudiendo consistir sino en la «racio­
nalización» de intereses determinados que atraían
beneficios a unos individuos o clases, a expensas de otros
individuos o clases de individuos.
Por otra parte, el positivismo que surge a partir de
Comte en el siglo XIX sirve, asimismo, para iniciar otro
tipo de «desenmascaramiento» que se agudizará en el neo-
positivismo de comienzos del siglo XX. La lucha anti-me-
tafísica de positivistas de viejo y nuevo cuño parecía con-
170
llevar la desintegración de los métodos tradicionales de
validación y justificación de los postulados de la ética nor­
mativa.
Sin embargo, podría aventurarse que los grandes de-
senmascaradores modernos no han sido sino vigilantes
moralistas que pretendían instaurar un orden que consi­
deraban preferible, más justo o más deseable, de valores
humanos.
Por limitarnos a Marx, parece sobradamente demos­
trado que tanto su doctrina como la de sus seguidores, a
pesar de las confusiones metodológicas y epistemológicas
que pudieran contener, no suponían en modo alguno un
impasse dramático en el hacer y actuar social. Se trataba,
muy por el contrario, de doctrinas y teorías fuertemente
prácticas, destinadas a cambiar el mundo, más que expli­
carlo, aunque, curiosamente, se resistieran, en un princi­
pio, los marxistas «ortodoxos» a admitir los elementos
fuertemente valorativos de su filosofía que, a causa del
impacto del positivismo y su supervaloración del méto­
do científico, querían encubrir bajo apariencia de enun­
ciados fácticos, es decir, de verdades irrebatibles de la
ciencia.
Son ilustrativas al respecto algunas disputas entre
tempranos marxistas como Konrad Schmidt y Ludwig
Woltmann, por una parte, y Otto Bauer y Karl Kautsky, a
las que me referiré brevemente, a fin de constatar: a) la
asunción tanto por parte de los «revisionistas», que reivin­
dicaban la necesidad de fudamentar filosóficamente los
asertos implícitamente valorativos del marxismo, como
de los «materialistas», de los principios éticos normativos
fundamentales, y b) el hecho de que el carácter anti-abso-
lutista del marxismo no imposibilitaba en modo alguno,
sino que fue impulsor de la búsqueda de valores no arbi­
trarios y de carácter universal.
Respecto de a quisiera traer a colación algunas afir­
maciones oportunas que hacen hincapié en un aspecto de
relevancia extraordinaria: es inoportuno y falso confun-
171
dir las «explicaciones genético-causales» de los fenóme­
nos morales con la «fundamentación» justificativa de los
mismos.
Como afirma Ludwing Woltmann: «Pero la fundamen­
tación crítica de la moral nada tiene que ver con las inves­
tigaciones acerca de las condiciones generadoras externas
de su desarrollo».1O, como mantiene Bauer: «una cosa es
convertir los fenómenos morales en objeto de la ciencia, in­
vestigar cómo tiene que surgir necesariamente, dadas
unas condiciones sociales y naturales, el contenido de de­
terminados fenómenos sociales, y otra cosa es responder
a una cuestión vital, responder a aquella acuciante pre­
gunta con la que me atormentó mi pobre amigo: ¿qué
debo hacer?».12
Desde otra perspectiva distinta, Richard B. Brandt ha
afirmado en 1959:
...una cosa es contar con una teoría científica, en el sen­
tido de una comprensión causal, de la creencia de un indi­
viduo o grupo relativa a que alguna conducta es correcta o
incorrecta; otra cosa completamente distinta es contar con
una teoría ética normativa que muestre que una conducta
realmente es correcta o incorrecta... podemos saber que un
hombre rechaza una determinada creencia ética porque su
padre es partidario de ella y porque el rechazo simboliza
la total independencia del detestado dominio de su padre:
el saber esto no influye, evidentemente, en que su creencia
ética sea válida o verdadera. En general, pues, no podemos
realizar inferencias acerca de la validez de los principios
éticos, al menos de una manera sencilla, a partir de la teo­
ría causal científica del desarrollo de las normas éticas in­
dividuales o culturales.3
1. «Die Bergründung der Moral»,Sozialistische Monatshefte, n.° II,
4 (1900), pp. 718-724, recogido en Zapatero: Socialismo y ética. Debate,
Madrid, 1980, p. 155.
2. «Marxismus und Ethik», Die Neue Zeii, 24, 1905-1906, en Zapa­
tero, tbíd., p. 233.
3. Brandt: Ethical Theory; versión cast. de E. Guisán, Teoría ética,
Alianza, Madrid, 1982, p. 108.
172
Bauer en su trabajo de 1905 había insistido en este
mismo sentido: una cosa es explicar al obrero en paro la
génesis de las distintas morales de clase, otra muy distinta
darle razones que le ayuden a contestar a su pregunta re­
lativa a qué debe hacer, si convertirse en un esquirol por
salvar a su hijo enfermo o ser fiel a los intereses de su clase.
«Lo que yo espero de ti —demandará el obrero de la fic­
ción de Bauer— no es una conferencia acerca de cómo se
generan las ideas sobre lo moral y cómo están relaciona­
das por el desarrollo de las fuerzas productivas. Lo que
quiero es que me respondas a esta cuestión: ¿qué debo
hacer?»4
El hecho de que autores marxistas como Kautsky pue­
dan haber llegado a pensar que el marxismo «no pretende
ser sino una concepción de la historia, un método de in­
vestigación de las causas que impulsan el desarrollo de la
sociedad»,5 de modo que la «dirección que adopta el de­
sarrollo social en la realidad no depende de nuestro ideal
moral, sino de las concretas condiciones materiales exis­
tentes, por lo que el ideal ético queda totalmente despro­
visto de fuerza normativa»,6 se debe, sin duda, no a que
los autores marxistas quieran prescindir de los ideales éti­
cos sino a su intento de encubrirlos, consciente o incons­
cientemente, bajo el ropaje científico que había de garan­
tizarles, bajo el predominio «cientifista» del positivismo,
un status de racionalidad más privilegiado. Este fenómeno
curiosamente se repetirá en el caso de la ética evolucio­
nista de Spencer o en el reduccionismo psicologista de
Schlick, a los que me referiré más adelante y que, por lo
demás, tendría sus antecedentes históricos en los recursos
«naturalistas» de Hobbes, Locke, Rousseau y otros tantos,
al pretender derivar de una supuesta «naturaleza» o «es­
tado natural», las leyes y normas de conducta que se ajus-
4. Op. cit., en Zapatero, op. cit., p. 231.
5. «Die materialistische Geschichtsauffassung und der psychologis-
che Antrieb», Die Neue Zeit, XIV, 2, en Zapatero, op. cit.,, p. 51.
6. lbfd., p. 118 y ss., en Zapatero, op. cit., p. 53.
173
tasen de algún modo a lo que cada autor en particular
juzgaba socialmente deseable.
Paradójicamente, Rousseau fue tal vez uno de los pri­
meros en discernir esta peculiar «falacia», que Rubert de
Vcntós ha dado en llamar «falacia moralista».7 «Se co­
mienza por buscar aquellas reglas que, en orden a la uti­
lidad común, sería idóneo que los hombres conviniesen
entre si; y luego se da el nombre de ley natural [la cursiva
es mía] a la colección de esas reglas, sin más pruebas que
el bien que se piensa que resultaría de su práctica univer­
sal. He ahí con toda seguridad una manera muy cómoda
de componer definiciones y de explicar la naturaleza de
las cosas por conveniencias casi arbitrarias.»8
En cualquier caso, si bien desde una perspectiva epis­
temológica la fundamentación del método de la ética nor­
mativa sufre detrimento, desde una perspectiva pragmá­
tica de la «ética normativa», en cuanto formuladora de
principios rectores a los que debe supeditarse nuestra con­
ducta, sigue garantizada. Poco importa, en este sentido,
que se propugne el Züruck zu Kant como método legiti­
mador de la ética, tal como ocurre en el caso de Woltmann
o Baucr, o se pretenda con Schmidt o Kautsky una ética
«naturalista». «Pues el modo de ver las cosas que impera
en el moderno socialismo y le imprime carácter es total­
mente naturalista. Prescinde de todo tipo de religión y me­
tafísica.»9
7. «Es más: tanto ésta como otras falacias naturalistas... no me pa­
recen tanto posiciones que naturalizan la moral como posiciones que mo­
ralizan la naturaleza: falacias ‘moralistas* pues, más que naturalistas.
De hecho, la confusión no se sigue de una deducción de principios mo­
rales a partir de datos empíricos, sino del carácter más valoralivo que
empírico de las premisas supuestamente ‘naturales* en que se basan
tales principios» (Rubert de Ventós: Moral y nueva cultura, Alianza, Ma­
drid. 1971, p. 80-81).
8. «Discours sur lorigincet les fondementsde l'inégalité parmi les
hommes» (Rousseau: El contrato social. Discursos, Alianza, Madrid,
1982, pp. 197-198).
9. Schmidt: «Sozialismus und Ethic», Sozialistische Monatshefte,
n.° 12,1900, p. 522-31 (en V. Zapatero, op. cit., p.153).
174
Se niega en este caso el carácter trascendental de la
ética, tal como se le concebía en las concepciones tradicio­
nales, pero se afirma por otras vías lo que constituía el
núcleo básico de la moralidad: Kautsky, en efecto, encon­
trará en el desarrollo espontáneo de los impulsos sociales
todo aquello que ha merecido la alabanza de los moralis­
tas clásicos, sin tener que recurrir a ningún dato que re­
base los ofrecidos por la experiencia. Afirmará asi que «en
el caso de colisión entre interés privado y social, el último
es el más elevado y tiene que ceder el primero, es sin duda
la ley fundamental de toda ética, el imperativo categórico
que está en la base de todas las máximas y sentimientos
morales desde los grados más bajos del mundo animal
hasta las cumbres más elevadas de la humanidad... Pero
nosotros derivamos nuestra ley fundamental ética de la
observación de la realidad de la experiencia, de la esencia
de cada sociedad y ciertamente sin hacer diferencias entre
hombre y animal»,101de tal suerte que la «claridad y deci­
sión ética sólo pueden derivar de la ciencia, y ante todo de
la vida, nunca del dominio de una ética que debe estar
fuera y por encima de la ciencia y la vida».11
La ciencia y la vida, sin embargo, no son conceptos
«value-free», sino que son recreaciones axiológicas, tra­
sunto de valores que se pretende defender bajo la bandera
de la ciencia. No importa, de momento, decidir en qué
sentido y hasta qué punto los marxistas «naturalistas» de­
fendían tesis más plausibles o menos plausibles que los
marxistas «racionalistas» more kantiano, ya que, posible­
mente, unos y otros apuntaban a distintos aspectos rele­
vantes de los fenómenos del conocimiento moral.
Lo que interesa señalar ahora es que, pese a que algu­
nos autores marxistas fueron más conscientes que otros
de la necesidad de un método filosófico-racional que vin­
dicase los asertos valorativos, las teorías marxistas, en ge­
neral, dieron cuenta y razón bajo ropaje «racionalista», o
10. Op. cit., en Zapatero, op. cit., p. 256.
11. Ibid., p. 261.
175
en tono «naturalista», de la necesidad de imperativos que
regulasen la conducta social.
Lo cual conecta intimamente con lo que he querido
adelantar en el punto b de mis presentes reflexiones: el
carácter crítico, antiabsolutista y anlidogmático de la teo­
ría marxista, en sus versiones «racionalistas» o «natura­
listas» no impidió que, si bien en ocasiones muy confusa­
mente, se propusiera a un tiempo un «relativismo» de nor­
mas de conducta «derivadas», dependientes del momento
histórico, la clase a la que se pertenece, etc., a la vez se
hacía apelación a una ética universal válida para todos los
hombres.12 Como indica Kamenka, para Marx la morali­
dad y la ley representaban el florecimiento del ser (Wesen)
esencial del hombre, «y la esencia, de acuerdo con Marx,
es siempre verdaderamente universal. La esencia o espí­
ritu humano es lo que hay de común en todos los hom­
bres... Debe expresarse sobre todo en la unidad de los
hombres, superando las divisiones creadas por sus parti­
cularidades empíricas».13 Como se explícita en el Mani­
fiesto comunista: «Y a la vieja sociedad burguesa, con sus
clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asocia­
ción en que el libre desarrollo de cada uno condicione el
libre desarrollo de todos».14
No cabe duda de que, en un sentido importante, el
marxismo asentó las bases para un relativismo peculiar.
Es más, a fuer de sinceros, habría que incidir en que el
marxismo se esforzó infatigablemente por poner de ma­
nifiesto el carácter histórico, coyuntural, no absoluto, de
las normas vigentes en las distintas sociedades. Puesto
que, en el propio Manifiesto se indica con claridad, las
12. *To theyouthful Marx, the goal of human history is the free society
—the universal kingdom of ends—and men and institutions are judged by
the Kantian criterio of universalizability» (Kamenka: The Ethical Foun-
dations of Marxism, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1962, p. 24;
véase también p. 37.
13. Op.cit., p. 37.
14. Versión cast. publicada por Ayuso, Madrid, 1976, p. 47.
176
«ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas
propias de la clase imperante»,15tal como se constata asi­
mismo en La ideología alemana, en donde se indica a un
tiempo la procedencia terrenal de nuestras ideas morales:
«No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida
la que determina la conciencia».16
Sin embargo, si bien en círculos marxistas, pretéritos
y presentes, se ha hablado insistentemente de «relati­
vismo» ético, tal como en los casos de Kautsky y Schmidt,
a comienzos de siglo, o en el caso de Fisk en la actualidad,
habría que matizar en qué consiste este «relativismo» y
en qué medida puede o no puede socavar la postulación
de un método racional en ética.
A mi modo de ver, la teoría marxista incidiría única­
mente en el carácter inacabado del ser humano que com­
portaría, paralelamente, el carácter inacabado de unas
normas éticas de vida que han de ajustarse en cada mo­
mento a lo que demandan las necesidades derivadas de la
condición humana. La ética sería universal, aunque no ab­
soluta, con palabras de Fisk,17 ya que solamente podría­
mos contar con valores absolutos a partir del supuesto
de una naturaleza humana «constituida», «pre-progra-
mada» y «clausurada». El supuesto defendido por Fisk pu­
diera muy bien ser vertido en moldes existencialistas afir­
mando la supremacía de la existencia sobre la esencia, y
negando la posibilidad de una «naturaleza esencial» al
hombre, de carácter ahistórico.
Curiosamente Maclntyre imputará el fracaso del mé­
todo racional de la ética normativa contemporánea al he­
cho de haberse prescindido de la «noción de fines o funcio­
nes humanos esenciales», con lo cual «comienza a resultar
15. Op. cit., p. 44.
16. Incluido en Marxs Concept of Man; versión cast. en F.C.E., Mé­
xico, 1962, p. 206.
17. Fisk: Ethics and Society. A Marxist Interpretation of Valué, The
Harvester Press, Gran Bretaña, 1980, p. 260.
177
implausible tratar los juicios morales como enunciados
fácticos*.18
Mas el supuesto de Maclntyre precisará ser revisado
con mayor detenimiento. Baste advertir, de momento, que
no parece del todo prudente postular como pre-requisito
del método racional en ética la existencia de esencias hu­
manas clausuradas, que hagan de los seres humanos «ob­
jetos funcionales», cuya bondad o maldad pueda ser de­
fendida a tenor de unos supuestos «fines» que el hombre
no puede elegir, sino que le son conferidos desde fuera.
Al mismo tiempo, convendrá también matizar que el
hecho de que el ser humano posea capacidad para su pro­
pio despliegue y desarrollo, que sea dueño de su destino,
conforme a la jerga sartreana, no invalida de suyo el in­
tento de una ética «no relativa» en el sentido de una ética
universal que sea susceptible de superar el tribunal al que
apelamos en nuestro discurso moral, a saber, el logos in-
ter-subjetivo. O, con palabras de Habermas, una ética que
se ajustase al «conocido principio de la universalización
—conocido desde la perspectiva de diversas éticas de
signo cognoscitivo— según el cual sólo han de tener vali­
dez aquellas normas cuya pretensión de validez podría ser
reconocida razonadamente por todos los sujetos poten­
cialmente afectados», dado que «la entrada en un discurso
significa ya la compartida suposición de que las condicio­
nes de una situación ideal de diálogo se encuentran sufi­
cientemente cumplidas, de forma que los implicados, sólo
por la fuerza del mejor argumento, llegan a un consenso
no forzado en tomo a pretensiones de validez controver­
tidas».19
Es decir, conforme a la teoría de la evolución social
habermasiana, el hecho de que tanto a nivel ontogenético
como filogenético exista un curso expansivo de desarrollo
18. Maclntyre: AfterVirtue, Duckworth. Londres, 1981, p. 57.
19. Habermas: Zur Rekonstruktion des historischen Materiatísmus;
fersión cast.. La reconstrucción del materialismo histórico, Taurus, Ma­
drid. 1981, p. 311.
178
individual y social, no sólo no nos condena al relativismo
moral, sino que nos motiva para quemar y superar etapas,
en la convicción de que existen niveles más elevados del
desarrollo del individuo y de la sociedad que resultan pre­
feribles a niveles previos, menos desarrollados.
Kohlberg ha atacado frontalmente, desde su perspec­
tiva ontogenética, el problema que de algún modo ya ha­
bía sido solventado por Piaget, pero al que Kohlberg dio
una expresión más explícita y precisa. El estudio del de­
sarrollo moral de los individuos patentiza la existencia de
diversos niveles que han de ser superados, lo cual eviden­
cia una serie de aspectos universales de la moral que con­
tradicen las pretensiones del relativismo ético, a la vez
que pone sobreaviso a los apresurados analistas del len­
guaje moral, ya que, como Kohlberg indica, no existe un
solo lenguaje moral ni un solo sentido común en la vida
moral, sino seis estadios diferenciados, teniéndose en
cuenta asimismo que, dado que el más elevado de los seis
estadios incluye los aspectos positivos básicos de los es­
tadios inferiores, «sólo una teoría ética normativa que in­
cluya todos estos aspectos puede indicarnos cómo debe­
mos efectuar ios juicios morales».20
O, lo que viene a resultar lo mismo, desde la perspec­
tiva ontogenética de Kohlberg, que Habermas amplía y
aplica al nivel filogenético del desarrollo moral, podemos
dar cuenta de estadios de desarrollo diversos en los distin­
tos individuos y sociedades, relativos a diferencias en con­
dicionamientos históricos, económicos, etc., que no impli­
can, sin embargo, la negación de la posibilidad de una
ética normativa no relativista. El hecho de que Schmidt,
pongamos por caso, insista en el carácter «relativo» de la
validez universal de las normas dentro del marxismo, no
hace sino resaltar que ninguna norma secundaria o deri-
20. «From Is toOught: How loCommit the Naturalistic Fallacy and
Get away with it in the Study of Moral Development» (Kohlberg: The
Philosophy of Moral Development, Harper and Row Pub., San Francisco,
1981, p. 180).
179
vada posee carácter absoluto, sino que ha de acomodarse
a la norma primaria, no derivada «del interés general», a
partir de la cual todas las demás normas han de ser juz-
gadas. «Si el hombre, por ejemplo, situándose en la pers­
pectiva social del interés general, acepta la norma de que
es moralmente inadmisible mentir, no lo absolutiza en el
sentido de considerar moralmente inadmisible mentir, no
lo absolutiza en el sentido de considerar moralmente re­
probable todo lo que pueda subsumirse bajo el concepto
de mentira.»21 En lo que Schmidt insiste es en «el carácter
social utilitarista de los preceptos morales, su origen terre­
nal, esto es, el origen y limitación de esta norma a través
de los objetivos que la voluntad social persigue».22 Es de­
cir, se insiste en la necesidad a la que se había referido
Marx en La ideología alemana, al indicar: «Totalmente al
contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana que des­
ciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra
al cielo».23
O, lo que es igual, la ética se basa en el «hombre de
carne y hueso», con palabras de Marx, lo cual no puede
presuponer la indiferencia gnoseológica o axiológica
frente a los distintos modelos de vida humana o frente a
las distintas opciones sociales.
Desafortunadamente, muchos divulgadores de Marx
han legado a la posteridad una imagen excesivamente cí­
nica sobre la moral. El desenmascaramiento de los con­
dicionamientos socio-económicos de nuestros sistemas de
valores pasados parecía llevarnos a un impasse filosófico
que suponía la suspensión/supresión de los intentos de le­
gitimación de las sociedades, los modelos de vida, las nor­
mas de conducta.
El reduccionismo sociologista de difusores e intérpre­
tes de Marx habría llevado a que, como Habermas afirma,
los propios teóricos marxistas, moviéndose dentro de la
21. Op. cit., en Zapatero, op. cit., pp. 137-138.
22. Ibtd., p. 140.
23. En Marx's Concept ofMan; versión cast., p. 206.
180
estela de Max Weber, juzgasen la legitimidad de un orden
de dominación en atención a la creencia de legitimidad
por parte de quienes se encuentran sujetos a tal orden,24
cuando, como Habermas había afirmado en páginas an­
teriores: «fuerza legitimante hoy sólo la poseen reglas y
premisas comunicativas que permiten discutir un
acuerdo o pacto obtenido entre personas libres e iguales
frente a un consenso contingente o forzado».25
Es decir, Habermas nos urge a la distinción entre una
legalidad presumida o asumida y una legalidad discutida,
generada en el ámbito de la inter-comunicación libre e
igual entre todos los miembros dialogantes de la comuni­
dad.
El materialismo histórico, por supuesto, no estaba
abocado a la «relativización» de los valores, sino a la cons­
tatación del desarrollo histórico de ellos: «La expansión
de las fuerzas productivas en unión con la madurez de la
integración social implica que se hacen progresos de
la capacidad de aprendizaje en dos dimensiones: en el
conocimiento objetivador y en la sabiduría práctico-
moral».26
Lo cual pone de manifiesto que las profesiones de «re­
lativismo ético» por parte de los «ortodoxos» marxistas
han de ser debidamente matizadas, si no queremos correr
el riesgo de tergiversar por completo una doctrina que si
en algo no incurrió fue en asepsia valorativa de índole
alguna.
Si consideramos brevemente las aportaciones del po­
sitivismo de viejo y nuevo cuño nos encontraremos con
algunas situaciones sorprendentes.
Contra lo que pudiera esperarse, ni Comte ni Mili ni
Spencer, entre los clásicos, ni siquiera Moritz Schlick en­
tre los «modernos», intentaron socavar las creencias op-
24. Habermas, op. cit., pp. 265 y ss.
25. Ibtd., p. 254.
26. Ibid., p. 180.
181
timistas del legado tradicional que confiaba en un desa­
rrollo armónico y progresivo del hombre y la humanidad,
y, por consiguiente, mantenían y defendían la existencia
de instancias valorativas inapelables. Así, Comte, concre­
tamente, quería prescindir sólo de los presupuestos teo­
lógicos que debilitaban y desacreditaban las bases intelec­
tuales de la moral,27 confiando de lleno en el espíritu po­
sitivo que, al ser directamente social, podría llevar a cabo
la convivencia armónica:
El conjunto de la nueva filosofía tenderá siempre a po­
ner de manifiesto, tanto en la vida activa como en la espe­
culativa, la relación de cada uno con todos, en una serie de
aspectos diversos, haciendo involuntariamente familiar el
sentimiento íntimo de la solidaridad social, conveniente­
mente extendido a todos los tiempos y todos los lugares.
No sólo la activa consecución del bien público será siempre
considerada como el modo más propio de asegurar gene­
ralmente el bien privado, sino que, por una influencia a la
vez más directa y más pura, y finalmente más eficaz, el
más completo ejercicio posible de las inclinaciones gene­
rales llegará a ser la principal fuente de la felicidad perso­
nal.28
Lo cual resonará en la también optimista concepción
spcnceriana de las posibilidades de armonía social, poten­
ciada en este caso y perfeccionada a través de una su­
puesta «evolución biológica», mediante la cual el indivi­
duo se adaptará totalmente al estado social, de tal suerte
que lo que ahora se hace por deber será realizado de una
manera espontánea: «A partir de las leyes de la vida debe
concluirse que la continua disciplina social moldeará de
tal suerte la naturaleza humana, que finalmente los pla­
ceres "simpáticos" serán buscados espontáneamente para
27. Comte: Discours sur Vesprit positif; versión cast. Discurso sobre
el espíritu positivo, Aguilar, Buenos Aires, 1980, pp. 120-121, par. 51.
28. íbid., p. 131, par. 56.
182
la mayor ventaja posible de todos y cada uno».29 Ya que,
como indica Spencer en otro lugar:
Yendo mucho más allá de que cada hombre consiga sus
fines sin impedir que los demás consigan los suyos, los
miembros de una sociedad pueden prestar ayuda mutua en
la consecución de los fines. Y si, ya bien indirectamente
mediante cooperación industrial, o directamente mediante
asistencia voluntaria, los conciudadanos pueden hacer
más fácil los unos a los otros el acoplamiento de actos a
fines, entonces su conducta presupone una fase todavia
más elevada de la evolución.30
Esta candorosa fe en las capacidades humanas arraigó
fuertemente en todas las corrientes «positivistas» de la
ética, entre las que habría que encuadrar, siguiendo a Ko-
lakowski, al utilitarismo. En efecto, son múltiples los lu­
gares en los que la confianza sin límites en las posibilida­
des de desarrollo de las capacidades de «sympatheia» y de
cooperación, el desarrollo, en suma, de los «sentimientos
sociales» son destacadas, exaltadas y estimuladas. Son, en
efecto, estos éticos positivistas hombres de fe, hombres de
esperanza en la capacidad de «mutuo apoyo» de la hu­
manidad. John Stuart Mili, con más atino que Spencer, a
mi juicio, confiará a la educación y no a la «evolución
biológica» la tarea de expandir y aumentar los sentimien­
tos de solidaridad entre los seres humanos:
Conforme se mejora el estado de la mente humana, se
aumentan constantemente las influencias que tienden a ge­
nerar en cada individuo un sentimiento de unidad con to­
dos los restantes.31
29. Spencer: The Works of Herbert Spencer, vol. IX, The Principies of
Ethics, Osnabnick, Otto Zeller, 1966, p. 250.
30. lbid.. p. 19.
31. Mili: Utilitarianism, cap. III, en MilhUlilitarianism, a caigo de
Gorovitz, The Bobbs-Merril Co. Inc., Indianápolis, 1971, p. 25.
183
O como se dice al concluir el capítulo m del Utilitaria-
ttism:
La convicción profundamente enraizada que todo in­
dividuo posee ya, incluso ahora, de sí mismo, como un ser
social, tiende a hacer que sienta como una de sus necesi­
dades naturales el que exista armonía entre sus sentimien­
tos y objetivos y los de sus semejantes... Este sentimiento
es en muchos individuos muy inferior en fuerza a sus sen­
timientos egoístas, y a menudo no existe en absoluto. Sin
embargo, para aquellos que lo poseen, presenta todas las
características de un sentimiento natural. No se presenta
a si mismo ante ellos como una superstición debida a la
educación o a una ley despóticamente impuesta por el po­
der de la sociedad, sino como un atributo del que no les
interesaría verse privados.32
Según Mili había indicado un poco antes, el Traité de
politique positive de Comte, aun cuando le resulte discuti­
ble y poco acertado respecto al sistema de política y moral
que postula, muestra sobradamente la posibilidad de en­
tregar para el servicio de la humanidad, aunque se carezca
del recurso a la ayuda o creencia en una Providencia, tanto
el poder psicológico como la eficacia social de una reli­
gión, cuyo único peligro, según el sentir de Mili, no sería
el de no ser suficientemente persuasiva, sino el de menos­
cabar indebidamente la libertad e individualidad de los
seres humanos.33
También en este caso y siguiendo a Kolakowski, si con­
sideramos ya a Hume como «el verdadero padre de la fi­
losofía positivista»,34 observaremos que desde el tem­
prano desarrollo de las éticas «empiristas» o «positivis­
tas» (cuyo origen, probablemente, haya que rastrear mu­
cho más lejos, en Epicuro), lo que se ha disputado única-
32. Ibíd., p. 36.
33. Ibíd., p. 35.
34. Kolakowski: Die Philosophie des Positivismus; versión cast. de
Genoveva Ruiz-Ramón, Cátedra, Madrid, 1979, p. 46.
184
mente es el fundamento «sobre-natural» o «religioso», en
suma «meta-empírico», de la ética, pero nunca la posibi­
lidad del propio fundamento de la ética, fundamento
nunca subjetivo o arbitrario, aunque según criterios como
el de Hume se hable de la imposibilidad de buscar en
la «razón» el fundamento y motivo de nuestra conducta
moral.
Así se alzará Hume contra la «razón» con pretensiones
de subordinación de las pasiones humanas para reclamar,
estimo que con justicia, que la razón es y sólo puede ser la
esclava de las pasiones y a ellas solas ha de servir y obe­
decer.35 Al tiempo que proclamará la no arbitrariedad de
las conclusiones alcanzadas por una ética arraigada en los
sentimientos humanos y en las necesidades humanas.
Afirmará, en este sentido, que aunque las leyes de la jus­
ticia sean artificiales (en alguna medida, por extraño que
pueda resultar, Hume es pionero de la ética construc-
tivista, ya que para él son los hombres y no la «natura­
leza», Dios o la razón, los que «constituyen» la moral),
no son por ello arbitrarias, puesto que podrían incluso
ser llamadas, de alguna manera «leyes de la natura­
leza», para significar no los dictados de una «naturaleza»
externa al hombre, sino aquello que es común a toda la
especie.36
Más que intentar ver en Hume a un abanderado del
«no naturalismo », como se lo ha considerado con excesiva
frecuencia por su célebre pasaje del «islought»,37 hay que
destacar que su posición, como la de los éticos «positivis­
tas» que le sucedieron, no consiste en postular un reino
«no natural» de los valores éticos, sino una base empírica
35. *Reason is, and ought only to be the slave of passions and can
never pretend lo any other office than to serve and obey them» (Hume:
Treatise, libros II, III, III, Penguin Books, 1969, p. 462).
36. *Though the rules ofjustice beartificial, they are not arbitrary. Ñor
is the expression improper to cali them Laws of Nature; if by natural we
understand what is common to any species, or even ifwe confine it to mean
what is inseparable from the species» (/bld., p. 536).
37. Hume, op. cit.,: véase ei final de la parte I, sec. i del libro III.
185
que entronque con necesidades y deseos humanos, con in­
dependencia de que sean «naturales» o «artificiales». Para
Hume no existe nada menos filosófico que mantener que
la virtud es igual a lo natural y el vicio a lo no natural, ya
que si entendemos por natural lo que se opone al mundo
de la magia y los milagros, tanto el vicio como la virtud
son igualmente naturales; si, por otra parte, entendemos
natural como lo opuesto a lo no habitual, posiblemente la
virtud sea una de las cosas menos habituales o más inu­
suales, y por último, si «natural» se opone a aquello que
se crea mediante artificio, tanto la virtud como el vicio
son creaciones humanas.38
Para Hume, en suma, adelantándose a Mili y conti­
nuando los planteamientos de Hobbes, la virtud está de­
terminada por el placer y el vicio por el dolor.39 La pre­
cariedad de la naturaleza humana, en Hume como en
Hobbes, da lugar a leyes morales, leyes que no son deri­
vaciones o consecuencia de la naturaleza, sino remedio a
la naturaleza o la condición natural. En suma, artificios
humanos «contra natura»; la justicia se origina así como
solución humana, o creación humana para paliar los efec­
tos del egoísmo y la generosidad limitada de los humanos,
junto con la escasez de provisiones con que nos ha equi­
pado la naturaleza,40aspecto que reaparecerá en versiones
contemporáneas como la de Mackie o Wamock.
En resumen, Hume, Comte, Mili o Spencer, junto a
38. «...nothing can be more unphilosophical than ihose systems which
assert that virtue is the same with what is natural, and vice with what is
unnatural. For in the first sense ofthe word, Nature, as opposedto miracles,
both vice and virtue areequally natural; and in the second sense, as opposed
to what is unusual, perhaps virtue wiUbe found to be the most unnatural
...As to the third sense of the word it is certain that both virtue and vice are
equally artificial, and out of nature* (Ibid., libro III, parte I, sec. ii, p. 527).
39. «...virtue is distinguised by the pleasure, and vice by the pain»
(Ibid., libro UI.p. 527).
40. «...it is only from the selfishness and confined generosity of men,
along with the scanty provisión nature has made for his wants, that justice
derives its origin* (Ibid., libro III, parte II, sec. ii, p. 547).
186
toda ia tradición positivista en ética, no negaron jamás la
posibilidad de la ética normativa, sino que realizaron una
de las más interesantes contribuciones a la misma. La
cuestión que debatieron, precisamente, fue la relativa a
cómo fundamentaren la convivencia humana, y al margen
de presupuestos metafísicos, una ética que pudiera tener
valor universal, es decir, una ética con fundamentos obje­
tivos que pudiese reclamar autoridad y validez.
Antes de pasar a considerar cómo se pudo derivar del
positivismo de viejo o nuevo cuño una «asepsia moral»,
un escepticismo y un relativismo metodológico, resaltaré
que tal vez ha habido, como en el caso del marxismo, un
confusionismo metodológico que ha llevado a olvidar el
verdadero sentido del positivismo clásico y del neopositi-
vismo, que consistía, en muchos aspectos, en una tarea
semejante a la de los grandes desenmascaradores de la
moral tradicional, poniendo al descubierto los presupues­
tos metafísicos que pudieran minar una moral y una ética
que, como ellos reclamaban, debía ser hecha por el hom­
bre y para el hombre.
El caso de Schlick, al que ya me he referido en otros
lugares41 es significativo al respecto, como lo es una carta
de Carnap a Ray Lapely de mayo de 1943, donde se pun­
tualiza:
El juicio crítico del empirismo lógico se centra exclu­
sivamente en contra de los enunciados de valor absoluto...
y no en contra de los relativos
Y añade:
Sobre la base de algunas interpretaciones de esta espe­
cie, por ejemplo de una función instrumental de intereses
41. Véase mi obra: Ética sin religión, Universidad de Santiago de
Compostela, 1983, y «Moritz Schlick cien años después», El País, 29 de
agosto de 1982, supl. «Libros», p. 6.
187
humanos, o cuestiones análogas, un enunciado de valor
tiene obviamente contenido fáctico cognoscitivo.42
Lo que viene a significar que la ética neopositivista, al
menos en esta interpretación de Camap, y tal como
Schlick ha testimoniado con sus Fragen der Ethik, es una
ética a favor de los intereses colectivos del hombre.
Como ya he indicado en otro lugar, la ética de Schlick
es la ética del amor, de la afabilidad universal, en contra
de «imperativos» supuestamente racionales, surgidos al
margen de nuestros sentimientos y afectos.
Quizá sea demasiado drástico Schlick, o excesiva­
mente ingenuo, desde nuestra atalaya contemporánea por
lo que a la estimación de los enunciados valorativos se
refiere. No podemos reducir la ética a la psicología sin
más, como Schlick parece pretender, aunque, de hecho, lo
que está haciendo es subsumir la ética en una «psicología »
que previamente ha sido «moralizada» y convertida en
«ética». No podemos zanjar alegremente el hiato entre lo
«deseado» y lo «deseable», y mucho menos podemos su­
primir lo «deseable» como carente de sentido o signifi­
cado, para concentramos únicamente en lo «deseado»
como objeto de estudio de la moral.
Schlick no es consciente del todo de que su uso de «de­
seado» es un uso peculiar, que parte de una concepción de
los deseos humanos propia de un sistema axiológico de­
terminado. Afirmar, por ejemplo, que «los impulsos socia­
les son los que mejor aseguran a los que los poseen una
vida gozosa»,43 es un enunciado que difícilmente podría­
mos calificar de «descriptivo». Como tampoco parece ser
42. Carta citada en la obra de Camap Philosophy andLógica!Synlax;
versión castellana de César N. Moliner, Filosofía y sintaxis lógica, Uni­
versidad Nacional Autónoma de México, 1963, pp. 16-17.
43. *...the social impubes are those which best assure their bearers of
a joyfull life» (Schlick: Fragen der Ethik; versión inglesa de David Rynin:
The Problems of Ethics, Dover Pub. Nueva York, 1962, ed. original de
1930, p. 186),
188
descriptiva la aseveración, de que «los sentimientos más
profundos de felicidad que jamás podemos disfrutar se
deben a un impulso social, a saber, el amor».44 Preconizar
el altruismo y el desarrollo de los sentimientos sociales
como distintivos de la conducta moral, como se hace en el
apartado 9 del capítulo VIII de Fragen der Ethik,4S o ase­
gurar que la virtud conduce a la máxima felicidad posible
de acuerdo con las condiciones externas de la vida,46 afir­
mar que «ser capaz de ser feliz significa ser digno de la
felicidad» o que «todo el que sea capaz y esté dispuesto a
participar en los goces del mundo está invitado a ellos»,47
son muestras suficientes de exhortaciones morales genui-
nas, sugerentes y atractivas, al menos desde mis presu­
puestos, que casan mal con la asepsia valorativa que se
quiere imputar a la concepción positivista de la ética.
Desafortunadamente, a mi modo de entender, Schlick
constituyó «el último pensador romántico» y no tuvo con­
tinuadores dentro del Circulo de Viena que él mismo
fundó. Al unísono con Comte, Spencer o Mili, él también
confiaba en el desarrollo y progreso de la moralidad, de
tal manera que los sacrificios y compulsiones de una mo­
ral primitiva serían sustituidos por una moral elevada,
donde el altruismo y el amor actuarían espontánea­
mente.48
Quizá fue a causa de los fallos metodológicos del posi­
tivismo de viejo y nuevo cuño por lo que su sentido origi-
44. lb(d.,p. 190.
45. Ibld., pp. 191 y ss.
46. Ibld.. p. 193.
47. Ibld., p. 199.
48. «7o be sute, befare this stage is reached in which ihe good is done
willingly, long periods of the development of civiliiation musí pass, during
which strong feelings af pain are necessary for the motivation of good be-
haviour, so that it residís from the “compulsión*of duty and conscience
(Kant, too, described the obedience lo duty as unpleasant); bul it would be
a perversión to see the essence of morality in this, and to wish to find mo-
rality onfy where compulsión and conflicts trouble the soul. This is charac-
teristic rather of the lower levels; the highest tevel ofmorality is the peace of
*innocence"• (Ibld., p. 201).
189
nal posteriormente se vio desvirtuado. Y es que, tal vez,
no sólo hagan falta buenos fundamentos éticos, sino bue­
nos argumentos para defender los fundamentos de la
ética, a fin de impedir que se produzcan situaciones extra­
ñas, en las que, contrariamente a lo que ocurre en la vida
cotidiana donde todos tenemos un marcado sistema de
preferencias, neguemos filosóficamente la posibilidad de
discernir y diferenciar cosas más o menos valiosas, y de­
jando al albur, o a merced de las fuerzas dominantes, el
establecimiento de los principios y normas dignos de ser
seguidos y propugnados.
El problema del método de la ética es algo más que una
cuestión teórica o un tema de debate académico. Contaro
no contar con un método racional en ética tiene repercu­
siones epistemológicas y prácticas importantes que val­
dría la pena no olvidar.

190
EL RELATIVISMO METODOLÓGICO

A tenor de lo expuesto en el capítulo anterior, habría


que comenzar diciendo que no a causa de, sino a pesar de
la filosofía marxista y positivista, el comienzo de siglo, con
la obra de G.E. Moore Principia Ethica, escrita en 1903,
marcó el inicio de una nueva etapa que podríamos carac­
terizar como absolutamente «revolucionaria», por lo que
al método de la ética normativa se refiere.
En sentido riguroso Moore tampoco fue totalmente res­
ponsable del clima de asepsia moral que habría de crearse
a tenor de su obra. Como Mary Warnock ha señalado en
Ethics since 1900, da la impresión de que la mayoría de
los autores contemporáneos no han leído sino los capítu­
los primeros de Principia Ethica, lo cual les ha dado pie
para fundamentar un no cognoscitivismo ético, tal vez sin
precedentes en la historia de la filosofía moral. Es fácil
conjeturar que de haber continuado la lectura de los Prin­
cipia habrían encontrado, para su sorpresa, una ética nor­
mativa explícita que guarda mucha semejanza con aque­
lla que ha sido defendida por numerosos axiólogos.
Pero más que estudiar aquí la aportación personal de
G.E. Moore a la filosofía moral, trabajo que he llevado a
191
cabo en otro lugar con bastante detalle y detenimiento,1
quiero insistir en las consecuencias, tal vez imprevisibles,
tal vez indeseadas, de la obra de Moore.
Como indica Maclntyre al respecto, Moore no sólo nos
«salvó» de éticas de corte utilitarista o cristiano, sino que,
inadvertidamente, tal vez, nos privó de toda posibilidad
de fundamentar objetivamente la ética, abriendo así las
puertas al incipiente emotivismo.12 En efecto, mantener,
como mantiene Moore, que «bueno es bueno y no hay nada
más que discutir»,3 es bloquear definitivamente toda
suerte de discusión racional relativa a los criterios obje­
tivos que puedan determinar la «bondad».
No entraré ahora a examinar la hibrida propuesta de
Moore, consistente en un intuicionismo peculiar respecto
a lo «bueno en sí» y en un «utilitarismo idealista» en re­
lación con lo «correcto» o «bueno como medio» (right), ni
a poner de manifiesto los falsos presupuestos de la falacia
naturalista.45Lo que importa en este contexto, más que
otra cosa, es dejar constancia de que el recurso a igualar
«bueno» con una «cualidad no natural», según G.E. Moore
intenta, es especialmente desafortunado, como Toulmin
ha puesto de relieve3 y especialmente desorientador, ya
1. Los presupuestos de la falacia naturalista. Una revisión critica, Uni­
versidad de Santiago de Compostela, 1981.
2. «And Moore's readers, for whom, as I noticed earlier, the enlight-
ment and the liberation wereparamount, saw themselves as rescuedthereby
frotn Sidgwick and any other utilitarianism as decisively as from Christia-
nity. What they did not see of course was that they had also been deprived
ofanygrmtndforclaitns ofobjectivity and they hadbegun in theirown Uves
and judgements to provide the evidence to which emotivism was as soon to
appeal so cogently» (Maclntyre: After Virtue, Duckworth. Londres, 1981,
p. 63).
3. «...goodisgoodant that’s theendofthequestion* (PrincipiaEthica,
cap. I, par. 6, Cambridge University Press, 1971, p. 6).
4. Véase el comentario de Gilberto Gutiérrez a mi libro Los presu­
puestos de la falacia naturalista, en Agora. 2, Santiago de Compostela,
1982.
5. Toulmin: An Examina/ion of the Place ofReason in Ethics; versión
cast. de I.F. Ariza: El puesto de la razón en la ética. Alianza, Madrid, 1979,
pp. 38-39.
192
que, con palabras de Toulmin, «no sólo no nos ayuda, sino
que es un posible estorbo que desvía hacia discusiones
sobre una “propiedad” puramente imaginaria, la aten­
ción que se debe prestar a la cuestión del razonamiento
ético».6
Más todavía, al dirigir la atención hacia una propiedad
«no natural», que se descubre rápidamente como no exis­
tente, el ético normativo se encuentra totalmente desar­
mado, carente de instancia objetiva alguna a la cual poder
recurrir.
Si no de otra cosa, habría que considerar a G.E. Moore
al menos como el precursor de un cierto desalentador pe­
simismo que no podía sino desembocar en el no cognos-
citivismo o relativismo metodológico en ética, según la ca­
lificación de Brandt, apuntalado por una breve pero inci­
siva y decisiva aportación de Ayer en su Language, Truth
and Logic, publicado originariamente en 1936 y conti­
nuado por la corriente emotivista que arranca de Ri­
chards y Ogden, en su The Meaning of Meaning de 1923,
para culminar con la obra de Stevenson Ethics and Lan­
guage de 1944.
Si bien se da una cierta continuidad entre el «impera-
tivismo» de Ayer y el «emotivismo» de Stevenson, existe
una importante diferencia en las matizaciones. Con vistas
a la reivindicación de un método racional en ética la teoría
de Stevenson es bastante menos corrosiva que el radica­
lismo juvenil de Ayer en la obra antes mencionada.
Ciertamente, que tanto Ayer como los proponentes del
emotivismo han contribuido con gran eficacia al desarro­
llo de un relativismo metodológico, que significa la nega­
ción del método racional en ética, Brandt puntualizará
que si bien la teoría emotivista, tal como se desarrolla
habitualmente pertenece a la especie de los relativismos
metodológicos, sin embargo, «no es necesario que la teoría
emotivista tenga que ser una especie de relativismo me-
6. Ibld., p. 44.

193
todológico. Por ejemplo, si se mantiene que los enunciados
éticos son expresiones de actitudes globales, impersona­
les, entonces un enunciado ético puede estar "equivo­
cado” si el hablante no posee la actitud global, impersonal
que mantiene poseer».7
El hecho cierto, sin embargo, es que tanto la aporta­
ción de Ayer, como, en buena medida, la del emotivismo
que culmina con Stevenson, suponen cuando no la supre­
sión, al menos la «suspensión» o parálisis de los intentos
de búsqueda de un método racional en ética.
Por lo que a Ayer atañe, sus afirmaciones son tajantes
e inmisericordes respecto a los intentos tradicionales de
dotar de respetabilidad racional a las tentativas de cons­
trucción de una ética normativa. Su criterio estrecha­
mente logicista en relación con el significado de «racio­
nalidad» le lleva a postular como únicos candidatos al
status de filósofos de la moral a aquellos que se limitan a
la «definición» de los términos morales, reconduciendo
hacia las ciencias sociales las proposiciones que describen
los fenómenos de la experiencia moral y sus causas, eli­
minando las exhortaciones a la virtud moral y dejando en
un incómodo status de «no sé qué hacer con esto» los enun­
ciados propios de la ética normativa, los denominados por
Ayer «juicios éticos», que no encajan dentro de los esque­
mas del principio de verificación por no ser «ni definicio­
nes, ni comentarios de definiciones, ni citas».8
7. Brandt: Ethical Theory; versión cast.de Esperanza Guisán, Teoría
ética, Alianza, Madrid, 1982, p. 325.
8. *ln fací, it is easy lo see that only the first ofour four classes, namely
that which comprises the propositions relating to the definitions of ethical
terms, can be said to constitute ethical philosophy. The propositions which
describe the phenomena of moral experience, and their causes, must be as-
signed to the Science of psycology or sociology, The exhortations to moral
virtue are not propositions ai all, but ejacidations or commands which are
designed to provohe the reader to action of a certain sort. Accordingly, tkey
do not belong to any branch ofphilosophy or Science. As for the expressions
of ethical judgements, we have not yet determinad how they should be clas-
sified. But inasmuch as they are certainly neither definitions ñor comments
upon definitions, ñor quotations, we may say decisively that they do not
194
Las conclusiones de Ayer son tajantes: la filosofía mo­
ral no puede contener propuestas valorativas;9 los enun­
ciados valorativos quedarán, pues, al margen del mundo
de la racionalidad.
En cierta medida no era, en realidad, esta afirmación
de Ayer excesivamente novedosa. Schlick, que como he
dejado patente en el capítulo anterior, llevó a cabo la tarea
de justificar una ética normativa, había adelantado la im­
posibilidad de justificar «valoraciones», teniendo que re­
currir al artificio de reducir su propia ética normativa a
una suerte de «descripción» de lo que de hecho es consi­
derado como bueno por la humanidad. Así, cuando de­
fiende su tesis pretende diferenciarla debidamente de la
utilitarista, pues mientras que esta última constituye el
enunciado de un valor determinado: «El bien es lo que
proporciona la mayor felicidad posible de la sociedad»,
Schlick pretende ser mucho más cauto al afirmar única­
mente que: «En la sociedad humana, se llanta bueno a
aquello que se cree que proporciona la mayor felicidad».10
De hecho, la proscripción de lo «valorativo» como
tema de debate y discurso racional ha calado profunda­
mente en la conciencia crítica de la filosofía moral con­
temporánea hasta el punto de que podría decirse que ya
parece imposible el retomo al estado virginal de la inocen­
cia crédula, que se afincaba en la racionalidad como una
característica incontestable de los asertos valorativos.
Es cierto también que el relativismo en ética es tan
belang to elhical phitosophy» (Ayer: Language, Truth and Logic, 1.* ed.
1936, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1978, p. 137).
9. «Astrictly philosophical treatise on ethics should therefore make no
ethical pronouncements* (Ibíd., p. 137).
10. *The formulation of our thesis is perhaps not unessentially diffe-
rent from that which it received in the classical Systems of Utilitarianism.
These Systems say (at least according to their sense): "The good is what
brings the greatest happiness to society". We express it more carefully: "In
human society, that is called good which is believed to bring the greatest
happiness"» (Schlick: Fragen derElhik, ed. original 1930: versión inglesa
de David Rynin, Dover Pub., Nueva York, 1962, p. 87).
195
antiguo, cuando menos, como Prolágoras, pero nunca
hasta la fecha había alcanzado tan altas cotas de radica*
lidad. Nunca, dicho de otro modo, se había dudado de la
capacidad racional del hombre para construir códigos y
normas que se ajustasen a lo que era «debido». Se recha­
zaba, en el caso de Protágoras, y de acuerdo con diversas
interpretaciones como la de Dupréel, la existencia de una
«objetividad» trans-social, pero no se negaba la validez
moral de los acuerdos consensuados socialmente.
Ni siquiera en el caso de Westermarck se trataría de
un relativismo radical que negase la posibilidad del mé­
todo en ética, como ha sido señalado por Brandt." Wes­
termarck, al igual que Protágoras, negará únicamente la
«objetividad» trans-social de los enunciados morales, y en
un sentido semejante al de Hume, construirá un «senti­
miento moral» caracterizado por el desinterés y la impar­
cialidad. El espectador imparcial que en Adam Smith1112 y
Hume13 juega un papel destacado es reintroducido por
Westermarck para caracterizar debidamente el placer ca­
racterístico y peculiar que acompaña a los juicios mora­
les.14Como indica el autor, al señalar que un acto es bueno
o malo queremos decir que ello es así con total indepcn-
11. Op.cil.. p.324.
12. «Pugnamos por examinar la conducta propia al modo que ima­
ginamos lo harfa cualquier espectador honrado e imparcial» (Smith: A
Theory of Moral Feelings; versión cast. de Edmundo O’Gorman, F.C.E.,
México, 1978, p. 100).
13. o-But notwithstanding this variation of our sumpathy, we give the
same approbation to the same moral qualities in China as in England. They
appear equally virtuous, and recommend themselves equally to the esteem
ofa ¡udicious spectator»(Hume: Treatise, libro 111.parte 111,sec. i, Pelican
Books, Middlesex, Inglaterra, 1969, p. 632).
14. «We may be angry with ourselves from purely selfish motives: he
who has lost at play may bevexedwith himselfas weüas he who has cheated
at play, and the egoist may reproch himselffor having yielded to a monten-
tary impulse of benevolence. Almost inseparable from the moral judgment
that we pass on our own conduct seems to be the image of an impartial
outside who acts as our judge* (Westermarck: Ethical Relativity, Green-
wood Press, Westport, Connecticut, 1970 [Iaedición, 1932], p. 95).
196
dencia de referencias personales, mostrando que el juicio
sería el mismo quienquiera que fuese el afectado por sus
consecuencias.15
En rigor, de modo semejante a Hume, introducirá con
la denominación de «sentimiento moral» un sentimiento
que, en realidad, ha sido convenientemente depurado y
dotado de «racionalidad». En este sentido, Acton comen­
tará respecto a Hume que cuando este autor proporciona
una explicación detallada de la diferencia entre el senti­
miento moral y los restantes sentimientos, lo que está ha­
ciendo, de hecho, es reintroducir la «Razón» con otro
nombre16
Por otra parte la dificultad de la «justificación racio­
nal» de los juicios morales fue vista ya con perspicacia por
Mili, cuando afirma que una característica común a todos
los principios es el de no poder ser demostrados mediante
la razón.17No obstante, esta dificultad no operaba en Mili
de modo paralizador, sino estimulante, llevándole a bus­
car una base empírica que sirviese de fundamento a la
moralidad, al modo en que los principios del conoci­
miento encontraban en la experiencia empírica su aval y
respaldo.
El relativismo radical o metodológico, muy por el con­
trario, «está afirmando que no existe ningún método que
15. *When pronouncing an act good or gad, l mean that ilis so quite
independently of any reference it might have to me personally. If a person
condemns an act whick does him harm, how can he vindícate the moral
nature ofhis judgement?Only by pointing ota that his condemnation is not
due to the particular circumstance that it is he himselfwho is the sufferer,
that his judgement would be thesame ifanybody else in similarcircumstan•
ces has been the victim, in other words, that it is desinterested* (Ibid.,
p. 90).
16. «When Hume gives a detailedaccount ofthe difference between the
moralsentiments and otherfeelings... Reason is being reinstatedunderano-
ther ñame» (Acton: «Kant’s Moral Philosophy», New Studies in Elhics,
vol. I, ed. por W.D. Hudson, MacMillan, Londres 1974, pp. 338-339).
17. •To be incapable of proofby reason is common to all first princi­
pies, to thefirstpremisesofourknowlege, as wellas tothose, ofourconducto
(Mili: Utilitarianism, en op. cit., p. 37).
197
sea un método "racional", en el sentido de ser el solo y
único método que pudiera utilizarse para las cuestiones
éticas por parte de las personas inteligentes».18
Ayer, sin lugar a dudas, parece haber sido el máximo
responsable de la creación de un clima de asepsia radical
tal. Prueba de ello son multitud de asertos, entre ellos el
relativo a que los juicios éticos son simples «pseudo-con-
ceptos»,19 intentando llegar todavía más lejos que el sub­
jetivismo clásico ortodoxo que, a la postre, según el propio
Ayer manifiesta, no negaba el status de «proposición» a
las sentencias morales, sino que se limitaba a afirmar que
expresaban proposiciones de un carácter no empírico.20
Es cierto, como he reconocido en otro lugar,21 que no
deja de tener importancia la aportación de Ayer, en el sen­
tido de haber diferenciado y delimitado, dentro de la filo­
sofía moral tradicional, diversos tipos de enunciados: fác-
ticos, analíticos, prescriptivos y exhortativos. Habría que
añadir ahora que esa, en apariencia humilde, labor de es­
clarecimiento filosófico que Ayer intenta llevar a cabo
puede resultar, desde un punto de vista epistemológico,
más fructífera que el intento de elaboración de sistemas
aparentemente colosales que se alzan, sin embargo, sobre
las arenas movedizas de la especulación, la ambigüedad y
la falta de precisión.
Las críticas que desde aquí se dirigen a Ayer no van
dictadas desde una exigencia de «absolutos» éticos, sino
18. Brandt.op. cit., p.324.
19. *But unlike the absolulists, we are able to give an explanation af
this fact about ethical concepts. We say that the reasan why they are una-
nalysable is that they are mere pseudo-concepts* (op. cit., p. 142).
20. *Thus although otir theory of ethics may be said to be radically
subjectivist, it differs in a very important respect from the orthodox subjec-
tivist theory. For the orthodox subjectivist does not deny, as we do, that the
senlences of a moralizer express genuine propositions. Alt he denles is that
they express propositions of a unique nonempirical character» (op. cit., p.
144).
21. Ética sin religión. Universidad de Santiago de Compostela, 1983,
p. 111.
198
de la misma claridad y precisión lingüística preconizada
por Ayer. Porque parece una clara falta de consecuencia
que quien supo matizar adecuadamente entre «exhorta­
ciones», «prescripciones», «descripciones», etc., dentro de
la filosofía moral tradicional, no haya sido sensible a as­
pectos tan relevantes como los siguientes:
a) la distinción entre argumentaciones acerca de he­
chos y argumentaciones acerca de valores;
b) la distinción entre la función de la racionalidad en
contextos explicativos y prescriptivos.
Respecto de a, Ayer va demasiado lejos, realmente, al
afirmar que todas las discusiones y argumentaciones
acerca de los valores son subsumibles en discusiones re­
ferentes al campo de la lógica o acerca de una cuestión de
hecho empírico.22 Con lo cual la filosofía moral carecería
no sólo de método sino de objeto y contenido. La filosofía
moral, con Ayer, tendría únicamente un funesto y lúgubre
cometido, levantar el acta de defunción de sí misma.23
O, a lo sumo, realizar una operación de «transferencias»,
poniendo bajo la tutela de la psicología y la sociología
aquellos aspectos de la ética merecedores de un estatuto
racional.24
En relación con b, la falta de sensibilidad respecto a
este apartado es, sin duda, consecuencia del reduccio-
nismo que se patentiza en a, así como del criterio verifi-
cacionista que subyace a toda la crítica de Ayer a los enun-
22. *Ifanybody doubts the accuracy ofthis account ofmoral dispules,
let him try to construct even an imaginary argument on a question of valué
which does not reduce itself to an argument ábout a question of logic or
about an empirical matter of fací. I am ccmfident that he will not succeed
in producing a single example» (op. cit., p. 148).
23. «IVe find that ethical philosophy consistí simply in saying that
ethical concepts arepseudo-concepts and therefore unanalysable»(ibid., p.
148).
24. *¡t appears, then, that ethics, as a branch of knovAege is nothing
more than a department ofpsycology and sociology» (ibid., p. 150).
199
ciados éticos, que pretende reducir repetidamente a
pseudo-conceptos.25
Toulmin ha expresado su repulsa a aceptar el reduc-
cionismo de Ayer, quien pretende que nuestras discusio­
nes éticas no son sino discusiones acerca de hechos, de tal
suerte que cuando intentamos debatir una cuestión
«ética» lo que hacemos es mostrar a nuestro oponente que
su conocimiento es erróneo respecto a los motivos del
agente, los efectos de la acción, etc., etc.26
Como Toulmin indica: «Alguna gente se ha engañado
por esto al argüir que muchas de las llamadas afirmacio­
nes "éticas” son solamente afirmaciones de hechos disfra­
zadas, que "lo que parece ser un juicio ético es muy fre­
cuentemente una clasificación fáctica de una acción”. Pero
esto es una equivocación. Lo que hace que llamemos a un
juicio "ético” es el hecho de que se usa para armonizar las
acciones de las personas, más que para dar una descrip­
ción recognoscible de un estado de cosas».27
Respecto de b, a saber la distinción entre la racionali­
dad en contextos explicativos y prescriptivos ignorada por
Ayer, Toulmin ha hecho, asimismo, atinadas matizacio-
nes. En primer lugar, Toulmin indica que el Filósofo que
adopta el enfoque imperativo, tal como es el caso de Ayer,
«tiene una visión demasiado estrecha de los usos del ra­
zonar, presupone demasiado fácilmente que una prueba
matemática o lógica o una verificación científica pueden
ser las únicas clases de “buena razón” para una afirma­
ción».28
O, como expresa más adelante: «Un punto flaco, im­
portante de la doctrina imperativa de la Ética es, por
tanto, que considera la proposición contingente de que las
cuestiones sobre la verdad, falsedad y verificación no sur­
gen frecuentemente en el razonamiento ético como si
25. Ibld., p. 150.
26. Op. cit., pp. 146-147.
27. ¡bid., p. 167.
28. lbíd.,p.62.
200
fuera idéntica lógicamente con la proposición apodíctica
de que tales cuestiones sobre exclamaciones y órdenes no
pueden surgir. Es decir, considera las afirmaciones éticas,
que se acercan en algunos aspectos a las órdenes e inter­
jecciones, como si fuesen precisamente órdenes e interjec­
ciones».29
En efecto, como he indicado reiteradamente en diver­
sos trabajos,30 Ayer es totalmente insensible a la diferen­
cia entre sentencias en las que se describen hechos, «Jí
robó dinero», y las que aprecian y valoran estos hechos,
«X es culpable por haber robado dinero», «X hizo mal al
robar dinero», etc. Por lo demás, seria ignorar la realidad
de los hechos el afirmar que cuando los distintos miem­
bros de un jurado discuten acerca de la culpabilidad de
un presunto delincuente se están limitando a intercam­
biar exclamaciones de aceptación y repulsa. Parece bas­
tante evidente que no sólo existen desacuerdos reales en­
tre quienes optan por la culpabilidad y la no culpabilidad
de un determinado individuo, sino, asimismo, criterios a
los cuales apelar para «verificar» o «vindicar» las afir­
maciones o proposiciones contrapuestas. Lo cual parece
fácilmente extensible a las disputas acerca de los juicios
relativos a lo justo o injusto de los veredictos, o a lo co­
rrecto o incorrecto de procedimientos y conductas en ge­
neral.
Una crítica profunda a la negación del método racional
en ética por parte de Ayer nos llevarla, sin duda, a una
crítica radical de los dogmas positivistas que sustentasen
su relativismo metodológico.
A modo de apunte convendrá señalar, aunque sea muy
de pasada, que, como ha sido confirmado por los críticos
contemporáneos del neopositivismo y Toulmin señala
muy certeramente, no existe ninguna «realidad», ningún
hecho que pueda confirmar o refutar nuestras teorías, sino
29. Ibtd., p. 70.
30. «¿Qué es la filosofía moral?». Agora, 1,1981, pp. 33 y ss. y Ética
sin religión, Santiago de Compostela, 1983, p. 110.
201
que de acuerdo con nuestras teorías, o mejor, con nuestros
propósitos humanos al actuar en una y otras esferas, nos
encontramos con «realidades» de uno u otro tipo.31
Utilizando un ejemplo al que Toulmin recurre con fre­
cuencia, determinar si el bastón que veo sumergido en el
agua está realmente torcido o no, es algo que no puedo
dilucidar acudiendo a la realidad empírica. Si damos cré­
dito a Toulmin, decidir si el bastón está derecho o no de­
penderá del criterio que utilicemos de «derechura»,32 de
tal modo que si nos encontramos entre dos tipos de crite­
rios hallados «cualquier teoría de la Realidad absoluta,
que requiere que haya siempre una respuesta no ambigua
al problema, es una posición sin esperanza: no habrá nin­
guna razón en absoluto para considerar un criterio más
que otro como "último"».33
De este modo podríamos concluir que la «verificabili-
dad» de los enunciados fácticos y los enunciados valora-
tivos es, en algún sentido, igualmente problemática. En
uno y otro caso los enunciados no apuntan a una realidad
«física» sino a una realidad constituida de acuerdo con
finalidades y criterios humanos.
Desde una perspectiva un tanto divergente como la de
Ferrater Mora podríamos concluir, asimismo, que enun­
ciados descriptivos y prescriptivos no pertenecen a mun­
dos separados y distintos, sino que hechos y valores están
insertos como polos extremos del continuo de continuos
que es el mundo.34
Es cierto que Ferrater considera una «estrategia
errada» la de intentar diluir la diferencia entre juicios de
hecho y juicios de valor en base a que es un error pensar
que las descripciones o los juicios de hecho conciernen a
31. Toulmin, op. cit., pp. 125,129, 131,135.
32. Ibid., p. 129.
33. Ibid., p. 131.
34. «El ser un nivel tiene lugar dentro de algún continuo de niveles,
y lo que llamamos *el mundo* es, a la postre, un continuo de continuos»
(Ferrater Mora: De ¡a materia a la razón. Alianza, Madrid, 1979, p. 34).
202
«hechos puros», sino que tales descripciones y juicios es­
tán cargados de teoría, por cuanto que, agrega Ferrater,
esta estrategia incurre en varias confusiones.«La más no­
toria, y a la vez la más reiterada, es la que consiste en
equiparar el "estar cargado de teoría" con un supuesto "ser
dependiente de valores". Puede muy bien ocurrir que, en
el curso de la investigación científica, intervengan juicios
de valor y que algunos de estos determinen el curso de la
investigación. Nada de ello justifica suponer que los jui­
cios de valor de referencia formen parte de una teoría.»35
No obstante lo anterior, Ferrater va a concluir que
existe una correlación entre «producciones teóricas» y
«producciones prácticas» (la moral correspondería, por
supuesto, a estas últimas). Para empezar, tanto las unas
como las otras son siempre provisionales. «No hay cono­
cimientos absolutos, dados de una vez y para siempre, y
no hay tampoco normas absolutas, establecidas o a esta­
blecer, de una vez y para siempre.»36 O, como el mismo
autor indica un poco antes: «No hay ningún nivel especial
constituido por normas, prescripciones, deberes, valora­
ciones, etc., en la misma forma en que no hay nivel espe­
cial constituido por afirmaciones, proposiciones, teorías,
etc. Normas, prescripciones, deberes, proposiciones, teo­
rías, etc., resultan de actividades ejecutadas por seres hu­
manos, que hemos entendido como cuerpos materiales es­
tructurados biológicamente y comportándose social y cul­
turalmente».37
Contrariamente a Ayer, sin embargo, Ferrater no va a
concluir ningún tipo de reduccionismo psicologista, socio-
logista, o, más apropiadamente tal vez, en este caso, «fi-
sicalista», del hecho de que, en última instancia, las nor­
mas se refieran a actividades de cuerpos materiales, etc.,
sino que va a encontrar, en el sustrato último de la mora­
lidad su sustentáculo. De esta manera habrá que tener en
35. Ibld.. p. 133.
36. IbtíL, p. 136.
37. íbid., p. 135.
203
cuenta para la fundamentación de la moral «ciertos inte­
reses primarios, como la satisfacción de las necesidades
básicas de todos y cada uno de los miembros de la socie­
dad, la evitación del dolor y el sufrimiento por parte de
todos y cada uno de los miembros de la sociedad, etc.».38
Lo cual permite a Ferrater establecer un sistema de pre­
ferencias que siendo antidogmático consiga a un tiempo
superar el escepticismo y el subjetivismo arbitrario. Así
afirmará Ferrater que el naturalismo al que alude con­
lleva no un relativismo absoluto ni un subjetivismo «sino
más bien un intersubjetivismo cultural e histórico».39 In-
tersubjetivismo que, como explicará más adelante, «ex­
presa simplemente el hecho de que una teoría, lo mismo
que un programa práctico que contenga fines supersufi-
cientes, son propuestos a la consideración de todos los su­
jetos humanos con la aspiración a producir un consenso,
incluyendo una vez más, el consenso de admitir su carác­
ter provisional y su revisabilidad.40
En suma, los fines que perseguimos mediante la utili­
zación del lenguaje descriptivo y el lenguaje prescriptivo
difieren, como Toulmin ha puesto de manifiesto. Así, las
diferencias entre juicios científicos y juicios morales son
importantes, por lo que a su función respecta; los prime­
ros tienden a modificar las predicciones, mientras que los
segundos se dirigen a la modificación de opiniones y con­
ductas.41 Lo cual no debe llevar a pretender, como ocurre
en Ayer, la identificación de «ciencia» con «razón» y de
«ética» con «retórica».42 Lo único que se sigue es que en
atención, precisamente, a la diversidad de los fines per­
seguidos por la ciencia y por la ética tenemos que contar
con una lógica distinta que dé razón de nuestras predic­
ciones en ciencia y nuestras convicciones en ética.
38. Ibld.. p. 138.
39. Ibld., p. 142.
40. /¿>tá.,p. 171.
41. Ibtd., p. 149.
42. Ibld.. id.
204
Efectivamente, como el propio Toulmin señala, no sólo
«empiristas» como Ayer han favorecido los usos de la ra­
zón limitados al campo de la lógica, la matemática y la
ciencia. «Los lógicos de todas las escuelas se han intere­
sado, tradicionalmente, primero por la lógica deductiva,
después por la lógica de la probabilidad —una simpática
mezcla de deducción e inducción— y, finalmente, y más
brevemente, por la lógica inductiva. Comúnmente se han
ignorado los otros usos del razonamiento.»43Sin embargo,
este tradicional descuido de la pluralidad de usos del ra­
zonamiento no justifica, en opinión de Toulmin, la negli­
gencia actual. «Nosotros estamos familiarizados con la
idea de “dar razones" en otros contextos que no sean lógi­
cos, matemáticos o fácticos. Lo que más se puede decir
para el defensor de la doctrina imperativa es que este uso
más extenso de "razón" y de "válido" es un uso cotidiano
y coloquial, más que esotérico y técnico. Pero esto no le
justifica para declarar que los juicios éticos no tengan va­
lidez: todo lo más ayudan a explicar la tentación lógica
con la que él fracasa.»44
La conclusión de Toulmin respecto al imperativismo
de Ayer parece pecar, tal vez, de excesivo optimismo, al
considerar que la teoría de Ayer no sólo es falsa sino ino­
cua. El sentimiento de pesimismo que parece derivarse
del imperativismo se supera cuando comprendemos, se­
gún Toulmin lo expresa, que lo único que el imperativista
pretende es que cambiemos el uso de nuestras palabras
«razón » y «validez» en el terreno de la ética; por lo demás
«nuestro natural conservadurismo se afirmará en sí
mismo y nos libraremos de la tentación de tomar su teoría
demasiado en serio... ya que, si, como él recomienda, de­
jamos de llamar "razones” a los hechos que apoyan nues­
tras conclusiones éticas, tendremos que encontrar otro
nombre para ellos, y si dejamos de hablar de la "validez”
43. Ibld., p. 71.
44. Ibíd., p. 72.
205
de las conclusiones evaluadoras, también tendremos que
inventar otra palabra para eso».45
La teoría imperativista, según Toulmin, enseña sus
propios colmillos. Si nos negamos a admitir sus presu­
puestos que consideran los juicios éticos como gritos o
exclamaciones simplemente, no puede aducir ninguna
«razón» que sirva para avalar su punto de vista. «Según
su propio resultado, todo lo que puede hacer es mostrar
su repulsa a nuestro proceder e incitarnos a abandonarlo:
sería inconsecuente por su parte adelantar “razones” a es­
tas alturas.»44
En efecto, las debilidades de la interpretación ofrecida
por Ayer de los enunciados éticos resultan palmarias. No
obstante, cuando se piensa que el no cognoscitivismo y el
relativismo metodológico que Ayer inauguró con tal vi­
veza y energía perduran, aunque matizados y moderados,
en nuestros días, no puede menos que resultamos preo­
cupante la fuerza corrosiva de su «irracionalismo» ético.
Tal vez, sin embargo, habría que concluir que en más
de un sentido el escepticismo de Ayer puede haber tenido,
y seguir teniendo, la función de un contrapeso corrector
interesante, que ha llevado a reexaminar posturas dog­
máticas y a flexibilizar planteamientos que conducían
a lo que Ferrater ha denostado como «cristalización
moral».47
El hecho llamativo de que J J.C. Smart se presente a sí
mismo como un «utilitarista del acto» al tiempo que «no
cognosci ti vista» no deja de resultar curioso y paradójico
a primera vista. A la postre, sin embargo, no deja de ser
«razonable» la propuesta de Smart. Sólo apelando a las
actitudes últimas de los seres humanos podremos hacer
defendible una doctrina ética como el utilitarismo o cual­
quier otra.48
45. ¡bíd., p. 76.
46. Ibíd., p. 77.
47. Op. cit., p. 168.
48. Véase Smart: «An Outline of a System of Utilitarian Ethics», en
206
Esto nos llevará a ponderar, en el próximo capítulo, la
corriente emotivista que continuó y matizó el relativismo
metodológico.

la obra conjunta con Williams, Utilitarianism. For and Against, Cam­


bridge University Press. 1973, pp. 7 y 73.
207
RACIONALIDAD Y EMOTIVIDAD

Este capítulo tiene como objetivo primordial poner de


manifiesto la verdad que el emotivismo falsea, a saber, el
carácter fuertemente emotivo y valorativo de los enuncia­
dos éticos. Lo cual no implica que puedan, en sentido
alguno, ser calificados como «irracionales» o «no racio­
nales».
Lo que pretendo demostrar es algo que a primera vista
resultará paradójico, pero que «om second thoughts» apa­
recerá como palmario: el carácter profundamente emo­
tivo de los enunciados éticos deriva precisamente de la
carga racional que transportan. Esto significa que la emo­
tividad peculiar de la ética no es explicable sino a causa
de la fuerza moral con la que contamos al enunciar nuestro
sistema de preferencias, cuando en su formulación dispo­
nemos de razones.
Es este, tal vez, un capítulo un tanto peculiar que tiene
como finalidad sugerir más que afirmar supuestos o con­
clusiones. La meta perseguida es la reconciliación del mé­
todo racional con la «verdad» que el emotivismo adultera
y maltrata: las actitudes humanas cualificadas, como pro­
pondrá el método de la actitud cualificada de Brandt que
examinaré en un próximo capítulo, llevan a cabo la sín-
208
tesis entre los polos supuestamente antagónicos: razón y
pasión, racionalismo y emotivismo.
El método racional se enriquece abriendo sus puertas
a la aportación generosa del mundo de la emotividad pe­
culiarmente ética. Y la carga emotiva de nuestros enun­
ciados se redobla al saberse sustentada por razones, ya
que como Toulmin ha indicado con tino «al decir que una
cosa es buena uno está diciendo, por supuesto, que la
aprueba... y que quiere que el que le escucha la apruebe
también. Pero no está haciendo simplemente esto, se está
diciendo que es verdaderamente digna de aprobación, que
hay verdaderamente un argumento válido (una buena ra­
zón) para decir que es buena y por tanto para aprobarla y
para recomendar a los otros que también lo hagan».1
Precisamente, esta fuerza «moral» es la que confiere a
los enunciados éticos una fuerza ilocucionaria y perlocu-
cionaria particular. «Si hemos de concluir que algún acto
pasado fue ‘ bueno”, o que alguna forma de actuación pro­
puesta "está bien”, no es suficiente para nosotros saber
que nosotros mismos estamos dispuestos psicológica­
mente a aprobar el acto, o que la manera de actuar pro­
puesta parece ser recta para el agente que la va a hacer;
tenemos que disponer de razones para pensar que el acto
era digno de aprobación o que la manera de actuar es
digna de elección.»12
De modo paralelo reclamará Habermas que la legiti­
mación de un orden político supone más que el que, de
hecho, sea reconocido como legítimo; en realidad se pre­
cisa que el orden político en cuestión sea digno de ser te­
nido como legítimo o, lo que es igual, que cuente con «bue­
nas razones» para creer en su legitimidad.3
Este peculiar carácter gerundivo de los conceptos
1. Toulmin, op. cit., p. 56.
2. Ibld., p. 90.
3. Habermas: Zur Rekonstruktion der historischen Materialismos;
versión cast. de Jaime Nicolás Muñiz y Ramón García Cotarelo, La re­
construcción del materialismo histórico, Taurus, Madrid, 1981, p. 266.
209
éticos4 es lo que va a explicar y afirmar la verdad entre­
cortada del emotivismo, a la vez que pondrá en evidencia
todo lo que hay de falso en una explicación inacabada e
incompleta del complejo fenómeno moral.
No estará de más señalar, para iniciar este controver­
tido tema, que las polémicas en torno al dilema raciona­
lidad-emotividad del discurso moral son a la vez muy ac­
tuales y de origen muy antiguo.
Gorgias es, sin lugar a dudas, un importante pionero
del «emotivismo», al menos en un sentido peculiar. El so­
fista había sido ya sensible a aspectos destacados contem­
poráneamente por Stevenson, en particular. A saber, el
carácter peculiarmente dinámico del lenguaje moral, sus
fuerzas ilocucionaria y perlocucionaria, siguiendo la no­
menclatura de Austin, que hace que no sólo digamos cosas
y hagamos cosas al decir estas cosas, sino que hagamos
que los demás hagan cosas. De esta suerte, queda resca­
tado el lenguaje o discurso como algo que va más allá de
una mera y simple exposición lineal de ideas, que consti­
tuye una fuerza que va a generar el contagio de nuestras
propias convicciones a los demás mediante la persuasión.
Quizá, se podría argumentar, eso es todo y lo único que
ha venido haciendo el lenguaje moral desde sus orígenes:
tratar de persuadir a otros o tratar de persuadimos a no­
sotros mismos,5 para llevar a cabo tipos de acciones que
tenemos interés en que se realicen, sea a) por motivos al­
truistas (podemos considerar que si los otros hacen lo que
4. Toulmin, op. cit., pp. 88-90.
5. «Muchas veces una persona no se ve confrontada por la necesidad
de convencer a otras o de alternar con ellas, sino por el problema de
convencerse a si misma» (Stevenson, Ethics and Language; versión cast.
de Eduardo A. Rabossi, Paidós, Buenos Aires, 1971, p. 125). O, como
indica Stevenson en otro lugar: «Cuando una persona exhorta a Otra, no
siempre es a ella a la que trata de convencer. Su actitud puede ser el
síntoma de un conflicto interno y la presencia del interlocutor puede
servir para tener presentes las tendencias que está tratando de fortalecer
o reprimir. En tal caso, la persona es un oradorcuyo discurso le convence
a él mismo» (ibld.. p. 143).
210
nosotros queremos que hagan algún tercero o incluso la
humanidad en general, podrán salir beneficiados); o b) por
motivos puramente egoístas o de un altruismo auto-refe-
rencial, como diría Mackie.6Es decir, podemos pensar que
si los demás, o nosotros mismos, hacen o hacemos lo
que nosotros queremos, ellos mismos, o nosotros mismos,
según el caso, sus allegados, o los nuestros, su grupo so­
cial o nuestro grupo social, su nación o nuestra nación, su
raza o nuestra raza, obtendrán algún beneficio.
Quizá no sería fácilmente rebatible una posición como
la acabada de exponer, según la cual nuestro discurso mo­
ral sería en apariencia primordialmente emotivo, por
cuanto las fuerzas predominantes serían la ilocucionaria,
es decir, la expresión de nuestros propios deseos, y la per-
locucionaria, o lo que es igual, la presión de nuestros pro­
pios deseos sobre los demás, intentándoles persuadir para
que ejecuten un tipo de actos determinados.
Personalmente, yo estaría dispuesta a mantener una
versión semejante sobre la explicación del funciona­
miento del lenguaje ético, incorporando, por supuesto,
matizaciones que la diferencian sustancialmente del emo-
tivismo estándar, en lo que respecta al papel importante
de la fuerza locucionaria en el discurso ético, como ha sido
destacado por Warnock,7 Urmson8 o Toulmin, ya que,
6. •Moraljudgements are universalizable. Bul this kind of universali-
zability does nol rule our the variety of egoism which says that everyone
should seek (exclustveh, or primarily) his own happiness...-and in general
this kind ofuniversalizabilitydoes not ruleout any varietyofwhat has been
calied self-referential altruism —such maxims as “Everyone should look
after the welfareofhis own children”for "his own relativas"or ‘his friends"
or “those who have hetped him" and so on)• (Mackie: Ethics. Inventing
Right and Wrong, Penguin Books. Middlesex, Inglaterra, 1977, pp. 83-85).
7. *For neither the "periocutionary’ acts studied by the enwtivist, ñor
the “illocutionary" acts on to which prescriptivism fastens, are in any way
distinctive of, orpeculiar to moraldiscourse. The ‘locutions’ of moral dis-
course have a better claim to be distinctive of it» (GJ. Warnock: Contem-
porary Moral Phüosophy (1967), NewStudies in Ethics, MacMillan, Lon­
dres, 1968, p. 3).
8. •The conclusión to the whole argument of this chapter must there-
211
como muy bien indica este último autor, «al decir que una
cosa es buena uno está diciendo, por supuesto, que la
aprueba (o que, de todos modos le gustaría poder apro­
barla) y que quiere que el que escucha la apruebe también.
Pero no está haciendo simplemente esto, se está diciendo
que es verdaderamente digna de aprobación, que hay ver­
daderamente un argumento válido (una buena razón)
para decir que es buena y por tanto para aprobarla y re­
comendar a los otros que también lo hagan».9
La postura del emotivismo «oficial» o estándar difiere
de la que aquí se adopta en aspectos relevantes, por su­
puesto. Tal como fue formulada por Richards y Odgen en
The Meaning of Meaning (1923) sugiere que el uso del tér­
mino «bueno» es puramente emotivo y no representa nada
en absoluto,10 e indica que cuando utilizamos «bueno»,
por ejemplo en la oración «esto es bueno», simplemente
nos referimos a «esto» y no añadimos ningún tipo de sig­
nificación al decir que «es bueno». Es decir, «es bueno»
sólo serviría como signo emotivo que expresa nuestra ac­
titud hacia esto, actitud que quizás evoque actitudes se­
mejantes en los demás, o los incite a realizar determina­
das acciones.11
Postura muy semejante a la adoptada por Susan
Stebbin que en su A Módem ¡ntroduction to Logic de 1930
ha insistido en que no todo el lenguaje tiene necesaria­
mente que proporcionar información sino que (como
parece ser el caso del lenguaje ético, habría que inferir),
fore be that we musí distinguish carefully, as wehad notpreviouslycarefully
distinguished, ihe act of commending frorn a judgement of goodness with
the illocutionary forcé ofcommendation and the illocutionaryforcéofcom-
mendation from the meaningofsentences utteredwith thatforcé» (Uraison,
The Emotive Theory of Ethics, Hutchinson University, Library, Londres.
1971, p. 145).
9. Op. cit., p. 56.
10. «The peculiarethical use of "good" is, wesuggest, a purelyemotive
use» (Richards y Odgen: The Meaning ofMeaning, Londres, 1923 [2.aed.
1946], p. 125).
11. Ibtd.
212
puede limitarse a despertar una actitud emocional en el
oyente.12
Podríamos reconsiderar las tesis de Ayer como reco­
nocido iniciador de las propuestas emotivistas. Sin em­
bargo, será preferible concentrarse en la aportación de
Stevenson quien, en opinión de Urmson, fue el primer au­
tor que dedicó un interés peculiar a la formulación del
argumento positivo del emotivismo, en su conocido tra­
bajo «The Emotive Meaning of Ethical Terms», publicado
en la revista Mind en 1937.*3 Este trabajo sirvió de prelu­
dio a la obra más importante del autor, Ethics and Lan-
guage, publicada en 1944, en la que pretende llevamos a
conclusiones diversas, entre ellas la de que mediante el
lenguaje moral ejercemos una serie de influencias, a la vez
que somos influidos por las sentencias morales de los
demás.
Como había anticipado en «The Emotive Meaning of
Ethical Terms», entre los requisitos que se espera que sean
cumplidos por el sentido «típico» de bueno figura el de
que dicho término posea fuerza magnética.1415De esta
forma explica Stevenson cómo las personalidades más
fuertes, de alguna manera, impondrán sus criterios que
serán extendidos a toda la comunidad, de modo que cada
grupo cultural posea un código normativo compartido.13
12. Stebbin: A Modent fnlroduction lo Logic, Methuen, Londres.
1930, pp. 16-19.
13. Véase Urmson, op. cit., pp. 21-22.
14. •...“goodness" musí have. so lo speak, a magnetism. A person who
recognizesX tobe "good" musí ipso fado acquire a slrongertendeney lo act
itt ils favor than he otherwise would have had» (recogido en Stevenson:
Facts and Valúes, Greenwood Press, Westport. Connecticut, 1975, p. 13).
15. •People praise one anolher lo encourage certain inclinalions and
Mameoneanolherlo discourageothers. Thoseofforeefulpersonalities issue
commands which weakerpeople. for complicated instinctive reasons, find
il difflcull lo disobey, quite apan from fears ofconsequences... The reason,
ihen, ihal mwfind a greater similarity in the moral altitudes of one com-
munity than in those of different communilies is largdy this: ethical jud-
gementspropágatethemselves» (Stevenson: «The Emotive Meaning...», en
Facts and Valúes, pp. 17-18).
213
Por lo demás, no es sólo la «tiranía del más fuerte»,
sino, en rigor, la confrontación de fuerzas distintas lo que
da lugar a nuestra inter-acción social, de tal suerte que,
mediante un proceso más o menos democrático-liberal,
nuestras ideas morales, nuestros gustos y opiniones en­
tran en una especie de libre mercado de ideas donde «com­
pramos» y «vendemos» a la vez, damos y recibimos, in­
fluimos en la medida en que somos capaces de influir, y
somos influidos en la medida en que los demás son capa­
ces de influir en nosotros.16
Un aspecto quizás a destacar en la aportación de Ste-
venson es que, según este autor, habitualmente, nuestras
actitudes morales no son cerradas y clausuradas: no sólo
queremos influir sino que, de alguna manera, estamos
abiertos y dispuestos a ser influidos.17
16. «Para que surjan actitudes plenas y vigorosas —sin las cuales es
muy poco lo que se puede lograr—debe darse un contagioso entusiasmo
directamente expresado. No cabe duda de que la persuasión es un arma
empleada por el«propagandista »y el orador de barricada. Pero también
ha sido el arma de cuanto reformador altruista ha conocido el mundo...»
(Stevenson: Elhics and Language; versión cast., pp. 155-156).
17. «Aforethat ¡heethicalsentencecenters ¡hehearer's attention not ott
his interests bul on ¡he object of interest, and thereby facilítales suggestion.
Because of its subtley, moreover, an ethical sentence readify permits coun-
ter-suggestion and leads to thegive and lake situation that is so characteris-
tic ofarguments about valúes» (Stevenson: «The Emotive Meaning...», en
Facts and Valúes, p. 25).
«El que intenta ejercer influencia sobre otro no necesita aislarse de
toda forma de influencia opuesta. Puede iniciar una discusión en la que,
progresivamente, las actitudes de las personas intervinientes se vayan
modificando y dirigiendo hacia un objetivo que, sólo desde entonces, se
comprenderá mejor. Muchas personas miran más allá de sus necesidades
inmediatas y desean tomar parte en una empresa moral común. Esas
personas intentan ver las distintas facetas de la cuestión, no pretenden
derrotar al contrario y gustan someter sus juicios morales a la conside­
ración de otros puntos de vista» (Stevenson: Elhics and Language; ver­
sión cast. de Eduardo A. Rabossi, Paidós, Buenos Aires, 1971, p. 41).
•Sooner or later any man is likely to let his personal problems become
interpersonal; he will discuss it with others, either in the hope of revising
his judgements in the light of what they say, or else in the hope of leading
214
Queremos hacer a los otros a nuestra imagen, quizás a
causa del esfuerzo o conatus spinoziano, o debido a aquel
sueño que aparece esbozado en el Symposium platónico de
que nuestras ideas no mueran con nosotros sino que to­
men cuerpo en otros. O, tal vez, simplemente por un deseo
egocéntrico de reafirmar nuestra personalidad. O un im­
pulso cuasi-sádico de dominio «espiritual».
Por otra parte, habría que decir, parafraseando a
Adam Smith, que no hay ser por egoísta que sea a quien
no le importe la suerte de los demás.18A lo que habría que
añadir el corolario de que no existe ser por «solipsista»
que sea que no desee estar en buenos términos con los
demás. De ahí que en nuestros discursos éticos estemos
muy atentos no sólo a que nuestras ideas o criterios sean
aceptados, sino a aceptar las ideas o criterios de los demás,
con el objeto de granjeamos su amistad, su simpatía, o
simplemente eludir los castigos sociales, como la expul­
sión del grupo, la marginación, el ostracismo, etc.
Posiblemente, nuestras ideas morales se formen así, en
inter-acción con el grupo. Como, también, quizá sean
plausibles las explicaciones psicosociológicas de acepta­
ción pasiva de las normas establecidas, por temor al ridí­
culo, la crítica, etc., o por motivaciones subconscientes
que pueden remontarse a los primeros años de nuestra
vida, en los que nos formamos criterios morales hete-
rónomos o dependientes del criterio de la autoridad;19
criterios que a veces se «fijan» en nuestra personalidad y
nos impiden alcanzar lo que Piaget o Kohlberg consideran
la fase madura del desarrollo del individuo, capaz de unos
criterios independientes y autónomos.20
them to revise theirjudgements»(Stevenson: «The Emotive Conception of
Ethics and its Cognitive Implications» (1950), en Factsand Valúes, p. 55).
18. Véase Smith: A Theory of Moral Feelings, cap. I, sec. i; versión
cast., p. 31.
19. Véase Brandt. op. cit.; versión cast. de E. Guisán, pp. 150 y ss.
20. «..Jo que le gusta al yo se sustituye simplemente por lo que le
gusta a una autoridad soberana. Esto, sin duda, representa un progreso.
215
Sea lo que fuere, habrá que dejar claro que una cosa es
cómo de hecho funcionan los términos morales, o cómo
formamos nuestro criterio moral, cuestiones a dilucidar
al menos parcialmente por la sociolingüística, la psicolo­
gía social o cualquier otra rama de las ciencias sociales, y
la cuestión enteramente filosófica de cómo seria deseable
y óptimo que funcionasen los términos morales y cómo
deberíamos fundamentar nuestros criterios éticos con el
objeto de liberamos de la facticidad bruta que parece que­
rer encadenar nuestros «debes» a presuntos «hechos»,21
cuando, como Haré ha proclamado, en cuestiones de ética
poseemos una libertad frente a lo fáctico que no posee el
científico.22 Los hechos no nos encadenan, o, al menos, no
nos determinan unilateralmente, unívocamente.
puesto que una transferencia de este tipo habitúa a la mente a la bús­
queda de una verdad común, pero este progreso está lleno de peligros
reales si, al mismo tiempo, la autoridad soberana no es criticada en
nombre de la razón. Pero la critica nace de la discusión y la discusión
sólo es posible entre iguales: por tanto, sólo la cooperación puede reali­
zar lo que la presión intelectual es incapaz de llevar a cabo» (Piaget: Le
jugement moral chez l’enfant; versión cast. de Nuria Vidal, El criterio mo­
ral en el niño, Fontanella, Barcelona. 1977, p. 339).
«Efectivamente, hemos reconocido la existencia de dos morales en el
niño: la de la presión y la de la cooperación. La moral de la presión es la
moral del deber puro y la heterenomia: el niño acepta del adulto cierto
número de consignas a las que hay que someterse sean cuales sea las
circunstancias. El bien es lo que está conforme, el mal es lo que no está
conforme con estas consignas: la intención tiene un papel minimo en
esta concepción y la responsabilidad es objetiva. Pero, al margen de esta
moral y en oposición con ella, se desarrolla poco a poco una moral de la
cooperación, cuyo principio es la solidaridad, que se apoya especial­
mente en la autonomía de la conciencia, la intencionalidad y, por con­
siguiente, la responsabilidad subjetiva» (op. cit.. p. 280).
Véanse también, en este mismo sentido, las diversas caracterizacio­
nes del estadio 6 de Kohlberg en The Philosophy of Moral Development,
Harpcr and Row, San Francisco, 1981, pp. 19-20,157,168 y 412.
21. Una consideración semejante se puede ver en Brandt, cuando
afirma que «existe diferencia entre comprender las causas y la génesis
de los valores individuales y el saber si estos valores o normas son justi­
ficables» (op. cit., p. 143).
22. •...there can be no lógical deduction ofmoraljudgementsfrom sta-
216
Como ya adelanté, es muy posible que los términos
éticos sean utilizados casi siempre para evidenciar o ex­
presar simplemente sentimientos más o menos egoístas, o
más o menos altruistas. Sin embargo, la cuestión que se
plantea, filosóficamente, es la de determinar qué usos de
los términos éticos son los más apropiados y en qué casos
se tratará, simplemente, de «abusos» éticos y lingüísticos.
Se ha reconocido en el lenguaje moral un plus persua­
sivo, aunque no siempre, como es el caso de Stevenson, se
ha explicado de modo claro en dónde reside el fundamento
de este carácter peculiarmente persuasivo.23No puede ser
la mera pronunciación de una palabra lo que le otorgue el
«halo» especial de emotividad. Si «good» tiene una fuerza
persuasiva que una palabra imaginaría «doog» no posee,
no puede deberse meramente al simple orden en la colo­
cación de las letras, como ha indicado Glossop,24sino que
tements offact... it follows that we are free to form our owrt moral opirtions
in a much stronger sense ihan we are free to form our own opirtions as to
what the facts are» (Haré: Freedom and Reason fl* ed. 1963], Oxford
University Press, 1977, p. 2).
23. Es significativo, no obstante, al respecto, que ya en «The Emo-
tive Meaning of Ethical Terms» (1937) se alude al carácter peculiar de la
persuasión ética, a diferencia de otros tipos de aprobación y persuasión.
«A word must be addedabout the moral use ofmgpod". This differs from
the above in that it is about a different kind of interest. Instead of being
about what the hearer and the speaker like. it is about a stronger san of
approbal. When aperson likessomething, he is pleasedwhen it prospersand
disappointed when it does not. When a person morally approves ofsome­
thing he experiences a rich feeling ofsecurity when it prospers and is indig­
nan! or “shocked" when it does not» (Stevenson: Facts and Valúes, p. 25).
Lo cual concuerda con el carácter peculiar de las actitudes morales,
como se expresó en 1950: *The peculiarly moral altitudes manifest them-
selves to introspection by feelings ofguilt, remorse, indignation, shock and
so else (when theirobjectprospers rather than fails to prosper) by a specially
heightenedfeeling ofsecurity and intemal strength... When we act in accor-
dance with a peculiar moral approbal we have a secondary approbal, so lo
speak, which makes us proud to recognize ourprimary one...* (Stevenson:
«The Emotive Conception of Ethics and its Cognitive Implications», en
Facts and Valúes, p. 59).
24. «*Good* and 'Doog' and Naturalism in Ethics», Philosophy and
PhenomenologicalResearch, marzo de 1974.
217
la fuerza emotiva de «good» o de «bueno» debe residir de
algún modo en características descriptivas a las que dicho
término alude, características que gozan, generalmente,
de una determinada aceptación.
En este punto, precisamente, es donde mi versión par­
ticular del emotivismo ético se aparta del emotivismo es­
tándar. Personalmente estoy dispuesta a proponer que si
los hombres se mueven en alguna medida de acuerdo con
criterios éticos no es a causa de que los enunciados éticos
posean algún tipo de racionalidad especial de orden meta-
empírico25 que, a la manera kantiana, se nos impone en
contra y a expensas de nuestras inclinaciones.26 Precisa­
mente, puesto que los términos éticos son emotivos en un
sentido peculiar es por lo que pueden movernos a actuar y
25. Como ha afirmado recientemente Haré: •...certainly if moralphi-
losophy can be done without ontology, as 1think it can, that makes it a fot
easier» (Moral Thinking, Oxford University Press, 1981, p. 6).
26. «...la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a
las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por asi decirlo,
y desatención hacia esas pretensiones tan impetuosas» (Kant: Grundle-
gung zur Metaphysik der Sitien, Riga, 1785, final del cap. 1; versión cast.
de García Morente, La fundamentación metafísica de las costumbres. Po­
rrúa, México, 1980, p. 29). O, como se dice en el capitulo III de la Kritik
derpraktischen Vemunft, Riga, 1788: «jDeber! Nombre sublime y grande,
tú que no encierras nada amable que lleve consigo insinuante lisonja,
sino que pides sumisión, sin amenazar, sin embargo, con nada que des­
pierte aversión natural en el ánimo para mover la voluntad, tú que sólo
exiges una ley que halla por si misma acceso en el ánimo y que se con­
quista, sin embargo y aun contra nuestra voluntad, veneración por si
misma (aunque no siempre observancia); tú, ante quien todas las incli­
naciones enmudecen, aun cuando en secreto obran contra ti, ¿cuál es el
origen digno de ti? ¿Dónde se halla la raiz de tu noble ascendencia, que
rechaza orgullosamente todo parentesco con las inclinaciones...? No
puede ser nada menos que loque eleva al hombre por encima de si mismo
(como una parte del mundo de los sentidos), loque le enlaza con un orden
de cosas que sólo el entendimiento puede pensar y que, al mismo tiempo,
tiene bajo si todo el mundo de los sentidos y con él la existencia empíri­
camente determinable del hombre en el tiempo y el todo de todos los
fines» (Kant, ibíd.; versión cast. de Manuel Garcia Morente, Crítica de la
razón práctica, Porrúa, México, 1980, p. 151).
218
por lo que pueden influir en nosotros con mayor fuerza
que enunciados puramente apreciativos o juicios simple­
mente acerca de gustos o preferencias individuales.27
Como cuestión fáctica, por una parte, podemos emitir
los juicios éticos para tratar de crear una influencia en los
demás que redunde en beneficio propio. También, como
cuestión fáctica otra vez, los hombres podemos asumir lo
que se nos indica por medio de enunciados éticos, al modo
que asumimos y admitimos una orden dada en el ejército,
o cuando la legislación vigente nos urge a que nos com­
portemos de un modo determinado. Pero la función de la
ética es muy otra, como ha hecho ver Toulmin28y la fuerza
persuasiva de los enunciados éticos emana, precisamente,
de esta función peculiar que hace que tengamos no sólo
motivos para actuar sino que contemos con razones, según
Nowell-Smith ha destacado.29
Como es cierto también que, como cuestión fáctica, po­
demos decir a alguien «aprecio tu compañía» para signi­
ficar simplemente «deseo tus favores personales» o
27. No es pura coincidencia que autores que representan corrientes
en apariencia tan diversas como Hume y Kant coincidan en poner énfasis
en el carácter «universalizable» de los juicios éticos. Aspecto que ha sido
debidamente destacado por H.B. Acton, entre otros, cuando al comparar
la filosofía moral de Kant con la de Hume concluye: *Reason breaks out,
so to say, from Hume's "senliments", just as experience is uncovered when
we examine Kant's “puré a priori moral law". What is common lo them
both is the idea ihai moral rules are not mere personal maxims bul are
impersonal and objective in the sense that they forcé or impose themselves
on particular individuáis»(«Kant’s Moral Philosophy», en NewStudies in
Elhics, vol. I, Classical Theories, ed. por W.D. Hudson, Macmillan, Lon­
dres, 1974, p. 339).
28. «Más aún, ahora es cuando puede complementarse el análisis de
lo que yo he llamado la "función’’ de la ¿tica: podemos definirla provi­
sionalmente como correlacionar nuestras opiniones y conductas de tal
manera que se haga compatible el cumplimiento de las intenciones y
deseos de cada cual» (Toulmin, op. cil., p. 158).
29. «7Y>tell someone that something is the best thing for him to do is
lo advise him to do it, but not irresponsibly. The speaker implies that he has
good reasons forhis advice* (Ethics [1.a ed. 1954], Penguin Books, Mid-
dlesex, Inglaterra, 1969, p. 162).
219
«quiero de ti un comportamiento que me distinga y pri­
vilegie frente a otros sujetos». Pero la fuerza emotiva de
«aprecio tu compañía», «deseo tu amistad» o «te quiero»,
vienen dadas porque se les supone un uso primario en el
que se sugiere un trato deferente hacia la otra persona,
una donación desinteresada por nuestra parte y no la
mera búsqueda de algún tipo de beneficio para nosotros
mismos.
Si alguien afirmase que, de hecho, como cuestión so­
ciológica, un porcentaje realmente elevado de hablantes
utiliza sentencias tales como las que acabo de mencionar,
para: a) expresar simplemente su deseo egoísta de algo, y
b) persuadir al que le escucha a fin de que se comporte de
un modo determinado que favorezca los intereses del que
habla, tal vez tendríamos que llegar a la conclusión de que
parece existir evidencia suficiente que avala tal afirma­
ción. Lo cual no implica, por supuesto, que «aprecio tu
compañía» o «te quiero» signifiquen, sin embargo, aque­
llo a lo que parecen referirse los hablantes en la utilización
abusiva de estas expresiones.
Es fácilmente comprensible que si «te quiero» posee
una fuerza perlocucionaria peculiar que no posee la sen­
tencia «deseo tu dinero», pongamos por caso, se deberá a
que la fuerza locucionaria, a saber, aquello acerca de lo
que hablan ambas sentencias, es, en algún sentido impor­
tante, diferente.
Searle en Speech Acts, y como réplica a Haré, había
indicado que el hecho de que dos expresiones no posean la
misma fuerza ilocucionaria no significa que no puedan
establecerse conexiones lógicas entre ellas, o que no se
refieran al mismo tipo de hechos. «Esta naranja posee las
cualidades A, B y C» y «esta es una naranja extra-fina»
poseen efectivamente distinta fuerza ilocucionaria y per­
locucionaria. La primera consiste en una simple descrip­
ción, mientras que la segunda constituye un aserto valo-
rativo, lo cual no priva para que el tipo de hechos a los que
se refieren ambas no sean los mismos. De alguna manera,
220
si podemos decir «esta naranja es de calidad extra-fina»
es, precisamente, a causa de que posee las cualidades A, B
y C, de donde se sigue un nexo lógico entre dos tipos dife­
renciados de enunciados.30
Como corolario de lo antedicho pudiera colegirse, en
contra de lo que he mantenido, que la distinta fuerza ilo-
cucionaria no tiene por qué implicar necesariamente dis­
tintos contenidos referenciales, o distintas fuerzas locu-
cionarias. De donde, se podría concluir, que el hecho de
que «te quiero» y «deseo tu dinero» no posean la misma
fuerza ilocucionaria y perlocucionaria, no supone, nece­
sariamente que no puedan referirse a un mismo factum.
0, que en el caso del lenguaje ético, el hecho de que *X es
bueno» y «deseo de ti que hagasX» carezcan de la misma
fuerza ilocucionaria, no presupone que no signifiquen 1>
mismo, es decir, que no posean la misma fuerza locucio-
naria.
Sin embargo, si se analiza el caso en profundidad, se
verá que la cuestión es distinta. Es cierto que decir «la
naranja posee las cualidades A, B y C» no es lo mismo que
decir que se trata de una naranja extra-fina, o, mucho me­
nos, que se trata de una «buena» naranja. Pero lo que sí es
verdad es que si podemos decir de una naranja que es
«extra-fina» o que es «buena» será debido a la posesión de
determinadas cualidades en atención a las cuales surge el
«halo» de emotividad que hace que recomendemos deter­
minadas naranjas y que nuestros oyentes sean asimismo
persuadidos a adquirirlas.
Cierto que aquí también se podrían dar abusos lingüís­
ticos, de tal suerte que alguien afirmara: «esta es una na­
ranja extra-fina» para significar simplemente «deseo ven­
derte este tipo de naranjas», «deseo que comas estas na­
ranjas», etc., etc.
El hablante es «libre», en el caso de vender naranjas,
hacer declaraciones amorosas o emitir juicios éticos, para
30. Searle: Speech Acts; versión cast., Actos de habla, Cátedra, Ma­
drid, 1980, pp. 141 y ss.
221
significar intencionadamente lo que quiera. Pero el ha­
blante no es «libre», ni en el lenguaje comercial, amoroso
ni ético, para conectar el «halo» de emotividad en que
sumerge sus pronunciamientos con presupuestos elegidos
a su libre arbitrio. Nowell-Smith ha señalado claramente
que la emotividad especial de los términos éticos deriva
de su referencia original a actitudes o intereses básicos.31
Si el comprador es persuadido a adquirir una «buena na­
ranja» no es en atención a una pura emotividad que el
hablante imprime a discreción a sus discursos, sino en
atención a unos criterios que suelen hacer recomendable
a una naranja como buena. Puesto que la mentira, el
fraude, tanto a nivel lingüfstico como en otros niveles son
hechos habituales en nuestra inter-acción social, ello hace,
precisamente, que enunciados cargados deliberadamente
de emotividad, como «es un buen X» o «es una buena X»,
«te quiero», etc., suelan tener escasa fuerza perlocucio-
naria cuando no van acompañados de una demostración
ostensible que de algún modo «verifique» nuestros enun­
ciados.
Es decir, sólo a un nivel muy primario e ingenuo somos
persuadidos a actuar por el puro efecto de las sentencias
valorativas. En general, el conocimiento de los hechos de
la realidad humana nos suele llevar casi siempre a inves­
tigar acerca de los sustratos y características objetivas en
los que se apoyan las recomendaciones y ponderaciones
positivas o negativas.
Es sólo en nuestra infancia, como explica Simone de
Beauvoir, cuando asumimos «esto es bueno» y «esto es
malo», como hechos incuestionables acerca de la existen­
cia. Admitimos como facía lo que no son sino valoracio-
31. «// is only because “good" is used in applying criterio in cases
where uv use ¡he criterio u* do because our desires, interests and tastes are
what they are that men can come to acquire a taste [la redonda es mfa] for
what counts as “good’ under the accepted criterio even in cases where the
originalconnexion between thecriterio and the taste hasbeen lost* (Nowell-
Smith, op. cit., p. 173).
222
nes,32pero cuando se efectúa el descubrimiento de que las
valoraciones implican sistemas axiológicos particulares
se despierta una sana desconfianza que nos lleva a inves­
tigar en ética, con no menos pasión que en ciencia, acerca
de lo verdadero y lo falso de los asertos y afirmaciones
pronunciadas dentro de unos contextos morales.
En efecto, el descubrimiento de que los otros utilizan
los términos éticos para «encubrir» juicios puramente
emotivos, relativos a sus gustos o deseos, prescripciones o
mandatos, no tiene por qué tener como corolario el escep­
ticismo moral: por lo menos, como Wamock intenta, no
vamos a hundimos de buenas a primeras en tal estéril
postura sin haber librado previamente nuestra batalla 33
El descubrimiento de que la ideología dominante es la
ideología de la clase dominante o, como Mili afirmaba de
modo paralelo a Marx, el que la moral dominante sea la
moral de la clase dominante34 no tiene por qué sumimos
en la desconfianza total, en el subjetivismo insuperable,
32. «...lo que caracteriza la situación del niño es que se encuentra
arrojado en un universo que no ha contribuido a constituir, que ha sido
formado sin ¿1 y que se le aparece como un absoluto... A sus ojos las
invenciones humanas: las palabras, las costumbres, los valores, son he­
chos dados, ineluctables como el cielo y los árboles... El mundo verda­
dero es el de los adultos en el que no le está permitido más que respetar
y obedecer. Victima ingenua del espejismo del para-otro, cree en el ser
de sus padres, de sus profesores: los toma por las divinidades que éstos
tratan en vano de ser y de las cuales se complacen en adoptar la aparien­
cia delante de sus ojos ingenuos. Las recompensas, los castigos, los pre­
mios, las palabras de elogio o de censura le insuflan la convicción de que
existe un bien, un mal, fines en si mismos, como existen un sol y una
luna» (Beauvoir: Pour une monde de l’ambiguite; versión cast., Para una
moral de la ambigüedad, La Pléyade, Buenos Aires, 1972, pp. 39-40).
33. •...if we are, in a pkrase of Berkeley's to “sil down in a foHom
scepticism" on this subject, al leasi before doing so we should pul up a bit
of a struggle* (GJ. Wamock: The Object of Moralily, Methuen and Co.,
Londres, 1976, p. 11).
34. mWherever there is an ascendant class, a large portion of ihe mo-
rality of ihe country emanóles from its class interesls and feelings of class
superioliiy* (Mili: On Liberty [1.a ed. 1859], Penguin Books, Mid-
dlesex, Inglaterra, 1974, p. 65).
223
ni situarnos cinica o desesperadamente «más allá del bien
y del mal». Los abusos del lenguaje no son, necesaria­
mente, sus usos. Y es, precisamente, la búsqueda del sen­
tido originario del lenguaje moral, del cual son parásitos
los abusos subjetivos, caprichosos o interesados de los ha­
blantes, lo que es preciso llevar a cabo.
Hudson ha anunciado un tanto pomposamente en Mó­
dem Moral Philosophy, como analizaré en un capítulo pos­
terior, que los resultados de las controversias entre los
prescriptivistas que admiten la libertad del individuo a la
hora de elegir sus criterios en ética, y los descriptivistas
que, de algún modo, conectan los criterios de la ética con
hechos del mundo empírico, marcaría el futuro de la filo­
sofía moral.
En otro sentido podría decirse también, de modo pa­
ralelo y con igual énfasis, que de lo que resulte de la con­
frontación entre «emotividad» y «racionalidad» depen­
derá no sólo el futuro de la filosofía moral sino, posible­
mente, algo más importante para todos nosotros: el futuro
de nuestras actitudes éticas y nuestros códigos morales.
Me propongo en el capítulo siguiente retomar esta pro­
blemática, con el propósito de esclarecer los presupuestos
implicados y recomendar un método del que tendré oca­
sión de hablar —si bien no todo lo profundamente que el
tema merece— y que ya ha sido propuesto por Brandt en
1959, como daré constancia.

224
DEL EMOTIVISMO AL «MÉTODO
DE LA ACTITUD CUALIFICADA»

Los planteamientos realizados en el capitulo anterior


nos conducen, de algún modo, al desarrollo de una alter­
nativa interesante al «emotivismo» estándar, que se apro­
xima muy de cerca al método de la actitud cualificada pre­
conizado por Brandt y al que haré referencia más ade­
lante.
En primer lugar, habrá que consignar que la filosofía
moral de nuestros días ha dado un giro de noventa grados
en relación con el no cognoscitivismo derivado de la apor­
tación neopositivista de Ayer de 1936 o el no naturalismo
de Moore imperante desde 1903. No sólo han surgido nue­
vos enfoques, como el denominadogood-reasons approach,
representando principalmente por Baier y Naverson, sino
que se han ofrecido alternativas de métodos «cuasi-racio-
nales» de gran interés, como es el caso de Nowell-Smith,
propuestas claramente racionales como la de Toulmin y
su cualificado y matizado «utilitarismo de la regla». O
Brandt con su también peculiar «método de la actitud
cualificada» que responde a una propuesta normativa en
favor de un extended rule-utilitarianism. Por otra parte, lo
que resulta casi todavía más interesante es el progresivo
225
«despegue» de autores en principio muy remisos al «com­
promiso» ético, que han ido distanciándose más y más del
relativismo metodológico.
Tal vez sea de interés excepcional, en este último sen­
tido, el caso de Stevenson, al que haré una breve refe­
rencia. Si comparamos su Ethics and Language de 1944
con trabajos publicados con posterioridad, observaremos
significativas diferencias. Para empezar, resulta muy su-
gerente su ensayo de 1962, «Relativism and Nonrelati-
vism in the Theory of Valué», en el que el autor insiste
hasta la saciedad en que el no cognoscitivismo que de­
fiende no implica, en modo alguno, un relativismo meto­
dológico. Así, afirma que la teoría del valor propuesta en
sus trabajos previos se distingue claramente de posiciones
relativistas, si bien, debido a faltas de precisión por su
propia parte, puede haber dado lugar a recelos indebidos,
por lo que a la justificación de los juicios de valor con­
cierne.1 Más aún, en opinión de Stevenson, el punto de
vista no cognoscitivista que él mantiene, cuando se matiza
adecuadamente, cuando se profundiza hasta su raíz, re­
vela, precisamente, el error que otorga plausibilidad al
relativismo, a saber, el de confundir enunciados fácticos
tales como los concernientes a lo que la gente considera
bueno, con enunciados valorativos que hacen relación a
una dimensión inédita del lenguaje, peculiar a los juicios
éticos.12
Es decir, la perspectiva no cognoscitivista desde la que
1. «/ shall want to show that the latter theory, even in its simplified
form, has implications that sharply distinguish it front relativism; and l
shall particularly want to show this with regará to the justification of valué
judgements. The topic ofjustifying reasons being one on which my previous
work through faults that are possibly my own, has been seriously mislea•
ding* (Stevenson: Facts and Valúes, p. 71).
2. •...the so-called noncognitive view not only rejeets relativism but
also locales its error: it claims that relativism blurs the distinction between
the direct discourse ofX is good" and the indirect discourse of“X is consi-
dered good“, and that it thereafter proceeds to mislead us by handling the
former expression as though it ivere the latter»(Ibtd., p. 91).
226
Stevenson enfoca los problemas éticos hace el debido hin­
capié en el carácter específico y distintivo de los términos
éticos, revelando su complejidad. La diferencia entre de­
cir, pongamos por caso, «X es amarillo» y «X es bueno»
radica en que mientras en el primer tipo de enunciado el
hablante expresa su creencia acerca de X, mediante el se­
gundo expresa en si mismo algo más, a saber, su aproba­
ción respecto a X.3
En realidad, en cierto sentido, esto no implica novedad
en el pensamiento de Stevenson sino reiteración de las
múltiples declaraciones en la obra previa del autor, rela­
tivas a la no reductibilidad de la ética a la ciencia, o, lo
que es igual, la no posibilidad de equiparar los enunciados
valorativos con enunciados fácticos.45Como indica Steven­
son en relación con la improcedencia de reducir la ética a
la psicología:
La persona que se ve confrontada con una decisión ética
debe hacer algo más que conocer: debe hacer que sus creen­
cias puedan orientar su vida emotiva.1
La insistencia entre «desacuerdos en creencias» y
«desacuerdos en actitudes» en Stevenson, data cuando
menos de 1937, si bien en aquella fecha los últimos desa-
3. «...aitough a speakernormally uses "Xisyellow“toexpresshis belief
aboutX, he nonnally uses “X is good' lo express somelhing else, namely his
approbal of X. lt addes thai 'good”, being a temí of praise, usuaJly com-
mends X lo oihers and thus tends lo evoke tehir approbal as well» (Ibld.. p.
79).
4. Asi en Ethics and Languaje se afirma, entre otras cosas: «Toda
definición que trata de identificar el significado de los términos éticos
con el de los términos científicos corre el riesgo de ser equívoca. Sugerirá
que los problemas de la ética normativa, igual que los de la ciencia,
producen exclusivamente acuerdo o desacuerdo en la creencia. De esta
manera, al ignorar el desacuerdo en la actitud ofrecerán en el mejor de
los casos una visión parcial de las situaciones en las que se emplean
dichos términos éticos» (op. cit., versión casi., p. 31).
5. Ibld.. p. 123.
227
cuerdos aparecían bajo el rótulo de «Disagreement in
interest».6
Lo interesante y novedoso del artículo de 1962 que es­
toy comentando, es una actitud más proclive a buscar, o
sugerir, algún tipo de fundamento «empírico», que pueda
ayudar a solventar los desacuerdos en actitud o en interés.
En este sentido, resulta revelador el aserto de que no tiene
por qué haber lugar al escepticismo respecto a la imposi­
bilidad de llevar a cabo juicios de valor válidos. Dicho
escepticismo sólo puede originarse si intentamos encon­
trar fuera de nuestra vida cotidiana algo que sirva de
asiento y fundamento al método de la ética normativa.
¿Por qué no partir, pues, de donde partimos en nuestra
vida cotidiana? «En ella —indicará Stevenson— conta­
mos ya (la cursiva es mía) con actitudes previas en función
de las cuales llevamos a cabo razonamientos morales. El
razonamiento no crea estas actitudes sino que las recon­
duce».78Con lo cual se aproxima extraordinariamente Ste­
venson a Nowell-Smith con su apelación a las pro-attitudes
y las con-attiíudes para proporcionar el fundamento de
nuestras elecciones.®
6. «We musí distinguish betweert “disagreement in belieT (typical of
tiie science) and “disagreement in interest“. Disagreement in beliefoccurs
when A believes p and B disbelieves it. Disagreement in interest occurs when
A has a favorable interest in X and when B has en unfavorable one in it»
(Stevenson: Facts and Valúes, p. 26).
7. *Our initial skepticism will never be dispeiled. Bul that will be true,
let mepoint out, only if we start with an initial skepticism, and indeedwhilh
an initial skepticism that infects all our valué judgements. And why should
we start in any such manner as that? Why cannot we start as we do in
common life? There we have attitudes that we initially trust and we proceed
to express them. Reason serves not to hring our attitudes into being bul only
to redirect them» Ubtd., p. 90).
8. *Sentences containing pro- and con-words provide good, that is to
say, logically complete explanations ofchoice» (Op. cit., p. 113). «...there is
the same logical absurdity in calling something “good" without any direct
or indirect reference to a pro-attitude» Ubtd., p. 178).«Hiere is an obvious
connection between the modes of conduct that men praise and the modes of
conduct that they believe to bring about consequences towards which they
already have a pro-attitude* Ubtd., p. 249). *...the original motive for trea-
228
Sin embargo, en el caso de Stevenson, el problema es
que, a pesar de sus intentos últimos de «redimir» al no
cognoscitivismo, que él defiende, del relativismo meto­
dológico —y proclamar la validez de la aplicación de pre­
dicados como «verdadero» y «falso» a los enunciados éti­
cos, en contra de sus argumentaciones dadas a la luz en
trabajos previos—,9 continúa en una linea sumamente
ambigua que no puede, o no quiere, explicitar las relacio­
nes precisas entre lo emotivo y lo racional a la hora de
realizar valoraciones éticas. Su llamada a trascender el
«naturalismo» y buscar una metodología apropiada para
las cuestiones realmente difíciles de la ética (cuestiones
que si bien, por una parte, nos permiten esperar respues­
tas empíricas, nos exigen, a un tiempo, una cautela empí­
rica, de modo que la información que nos proporcione el
mundo de los hechos no será nunca concluyente)10 no re­
sulta excesivamente esclarecedora.
Cierto que la «ética es tan difícil como importante» y
que «sus problemas no pueden ser resueltos en un libro,
por un autor o una generación*.11Pero si hemos de avan­
zar hacia el conocimiento de lo que hacemos cuando emi­
timos juicios éticos, y si hemos de tocar fondo en el pro-
ting any mode of conduct as praise-worthy musí either have been that
men had a direct pro-attitude towards it or the belief that ¡t has, in
general, consequences towards which we have a pro-attitude» (¡bid.,
p. 251).
9. *Forthe present I needordy to say that my examplespoint to a sense,
whether typical or atypical, in which the remark, "ethical judgements are
neither true ñor false" is absurd. Those who have insisted on the remark
have spoken withan insensibility to the ways ofour language. Ñor can I, in
spite of my critical discussions of the remark in Ethics and Language,
preterid to have been entirely freefrom such an insensitivity» (¡bld., pp. 219-
220).
10. «So we must look well beyond such terms if we are to envisage a
methodology appropiate to the really diftcult questions ofethics —questions
that permit us to hope for empirical answers but require us to hope with
empirical caution, and questions so pervasive that the very son of Infor­
mation that bear on them, so far from being specifiable in advance, can
bewilderour imagination» (Ibíd., pp. 231-232).
11. lbld., p.232.
229
blema del método a seguir para justificar nuestros enun­
ciados éticos, necesitamos un poco más de decisión, cla­
ridad y compromiso, respecto a esas vaporosas relaciones
entre la razón que nos sirve de apoyo para tomar decisio­
nes y las actitudes, intereses y deseos que son reconduci­
dos mediante el razonamiento.
En este sentido, quisiera referirme al método de la ac­
titud cualificada enunciado por Brandt en su Ethical
Theory de 1959, como una de las propuestas más sugeren-
tes al efecto. Propuesta que, por otra parte, coincide con
posiciones clásicas y contemporáneas de filósofos repu­
tados.
En síntesis, el planteamiento de Brandt equivale, apro­
ximadamente, a lo siguiente:
a) Por una parte es necesario reconocer el elemento
emotivo en los juicios éticos.
b) Se hace preciso, también, contar con un método que
nos permita hacer uso de principios consolidados a los que
podamos acudir para contrarrestar nuestra visión parcia-
lista de los hechos.
Todo lo cual le lleva a la postulación de que las convic­
ciones éticas han de identificarse no con la posesión de
actitudes o deseos personales, sino, tal vez, con actitudes
impersonales o morales.12 Señala, al respecto, cómo las
propuestas de Haré en The Language of Moráis (1952) su­
ponen importantes refinamientos de la teoría emotivista,
en el sentido de que constituye «un grueso error confundir
un enunciado ético con la expresión de un mero deseo per­
sonal»,1314y cómo Haré incorpora elementos kantianos de­
bidamente matizados que suponen incluso una notable
mejora respecto a algunas inconsistencias de la teoría ori­
ginariamente formulada por Kant.u
12. Brandt. op. cit., p.262.
13. ¡bid., p.265,
14. Véase Brandt, ibtd., pp. 265-266.
230
Por supuesto, la postura de Haré en obras posteriores
a The Language of Moráis, converge más y más con el mé­
todo de la actitud cualificada de Brandt, e incluso puede
suponer, como veremos, algunas importantes mejoras so­
bre él. En el caso de Freedom and Reason se encontraba
Haré todavía demasiado cercano a postulados afines al
«no cognoscitivismo» como para poder superar más que
de un modo parcial el relativismo metodológico.
Desde luego, se da una clara defensa del método racio­
nal, si bien éste aparece totalmente desvinculado de cual­
quier tipo de «actitud», «sentimiento» o «interés hu­
mano». El postulado de Nowell-Smith, por él mismo in­
cumplido, en torno a que las teorías morales que excluían
las consideraciones sobre la naturaleza humana no eran
ni siquiera teorías morales,15rozaba sólo levemente algu­
nos pasajes de su obra. Tal vez, en el capítulo dedicado al
utilitarismo se da un reconocimiento, más o menos explí­
cito, del papel de los «intereses» humanos a la hora de
configurar un método en ética,16explicitándose asimismo
sus simpatías respecto a un utilitarismo peculiar en el que
se garantizase la universalizabilidad de los juicios mora­
les.17 Lo cual no impide, sin embargo, que se mantenga
una suerte de asepsia moral que hace que si bien se reco­
nocen las condiciones que ha de reunir un método ético a
nivel formal, se descuiden las proyecciones empíricas del
mismo. De aquí que el método de Haré que exige el cum­
plimiento de los dos requisitos de universalizabilidad y
prescriptividad18 no compromete a su proponente con
15. •...the moral theories which attempt lo exeludeattconsideration of
human nature as it is do not even begin lo be moral theories» (Nowell-
Smith: Ethics, p. 182).
16. «/ am inclined lo think that less trouble will be ineurred if, instead,
the reformulation is basedon the attempt to give an account of, not what it
is to maximize the happiness of all parties collectively, bul of what it is to
do justice between the interests of the different parties severally• (Haré:
Freedom and Reason. Oxford University Press, 1977 [l*ed. 1963],p. 129).
17. Ibtd., pp. 135-136.
18. «The rules ofmoral reasoning are, basically, two, corresponding to
231
ninguna ética normativa determinada.19 Lo cual entra en
contradicción no sólo con la valoración positiva de una
reformulación del utilitarismo propuesta por Haré, sino
con afirmaciones varias a lo largo de Freedom and Reason,
en donde se insiste, a la manera de Toulmín, en que la
función de la ética es conjugar las distintas actitudes e
intereses de acuerdo con principios imparciales, y se se­
ñala, asimismo, en convergencia con la postura de Brandt
de 1959, la necesidad del conocimiento exhaustivo y la
libertad creativa por parte de quienes participan en los
debates morales.20
Freedom and Reason de Haré, sin embargo, presentaba,
frente a la postura de Brandt a la que vengo refiriéndome
tangencial e indirectamente, una mayor vaguedad y una
menor consistencia en principios que hubieran de com­
prometemos a tener en cuenta, al unisono, los aspectos
racionales y emotivos del diálogo moral. Así, frente a la
insistencia en la actitud cualificada por parte de Brandt,
se da en Haré, como consecuencia de la sombra no cog-
noscitivista que le cobija, una exaltación de la libertad
individual. Parece desprenderse de Freedom and Reason
que, con tal que se cumplan los dos mencionados requisi-
the two features of moral ¡udgements which I argued for... prescriptivity
and universalitability. When we are trying, in a concrete case, to decide
what we ought to do, what we are looking for (as I have already said) is
an action to which we can commit ourselves (prescriptivity) but which
we are at the same time prepared lo accept as exemplifying a principie
of action to be prescribed for others in like circumstances (unlversaliza-
bility)* (Ibid.. p. 90).
19. •...to say that moral and other value-judgements are prescriptive
anduniversalimble is ñor, by that alone, to commit oneselfto anyparticular
moral opinión* (Ibid., p. 192).
20. •If we can show that there is a form of argument which, without
assuming any antecedent moralpremisses, but given that people areas they
are and the worid as it is, wiU lead them (provided that they will think
morally and exencise their imaginations, and will face the facts, and take
pains to understand what they aresaying) to agreeupon certain moralprin­
cipieswhich areconductive lo thejust reconciliation ofconflicting interests,
then we shall have done, perhaps, al! that is required» (Ib/d., p. 185).
232
tos de prescriptividad y universalizabilidad, cada indivi­
duo puede hacer prácticamente lo que desee sin incurrir
en falta moral, si bien se matiza, adecuadamente, que no
se trata de «cualquier tipo de libertad» sino de la asunción
de la propia responsabilidad a la hora de elegir,21 si­
guiendo una línea que conecta en varios aspectos con las
éticas existencialistas.22
La obra más reciente de Haré, Moral Thittking (1981),
resulta mucho más interesante en numerosos aspectos, no
sólo porque supera con creces ambigüedades de obras an­
teriores, sino porque matiza y constriñe moralmente el
sentido de «libertad» en las cuestiones morales. Se trata,
como Haré le llama ahora, de un «prescriptivismo racio­
nal universal»,23que implica una posición cercana, en mu­
chos sentidos, a la preconizada por Habermas en su ética
comunicativa, al postular que cada cual es libre de preferir
que ocurra lo que, de estar en la misma posición que los
demás, ellos preferirían que ocurriera, abocando a una
preferencia imparcial igual para lodos y utilitarista.24 Lo
cual le libraría de las críticas que generalmente se presen­
tan a éticas «formales», que pueden dar lugar, como en el
caso de la de Kant, a conductas abiertamente en contra­
dicción con aquello que habitualmente consideramos mo­
ral25 a la vez que demarcaría el papel importante de lo
21. «So the freedom that we have ¡ti rnorab is to bedistinguishedfrom
the freedom which comes when ¡t simpfy does not matter what we do or
say» (tbid., p. 3).
22. Véase Nielsen: •EÜiics.History o(»,en TheEncyclopedia ofPhi-
losophy, ed. por Edwards, vols. 3 y 4, p. 109. Véase, sin embargo, el co­
mentario de Haré en contra del existencialismo, en Freedomand Reason,
p.41.
23. Moral Thinking, Oxford University Press, 1981, p. 228.
24. «We retain, allofus. the freedom to preferwhateverweprefer, sub-
ject to the constraint that we have, ceteris paribus, to prefer that, were we
tn other's exact positions, that should happen which they prefer should
happen... the claim is that this ¡mpartialpreference witt be the same for all.
and will be utilitarian»(Ibfd., pp. 226-227).
25. Véase la critica de Brandt a Kant en Ethical Theory; versión
cast.. p. 44 y ss.
233
cmolivo-subjetivo en ética, junto con el componente in­
discutiblemente racional.
Es en este sentido en el que el método de la actitud cua­
lificada resulta atractivo y adecuado, al ponderar debida­
mente el papel de los dos vértices, emotividad/racionali-
dad, en la deliberación ética.
«Las consideraciones lógicas no son suficientes —ar­
gumentará Brandt—; lo que precisamos es algo a lo que
podamos apelar de forma muy parecida al modo en que la
ciencia empírica puede apelar a las experiencias sensibles
para completar principios y para decidir entre principios
conflictivos. Las actitudes o los sentimientos26 pueden
realizar esta tarea, y no está claro que exista ninguna otra
cosa que pueda hacerlo.»27
Es verdad que dichas actitudes actúan conformadas de
acuerdo con principios y siempre con algunas restricciones
y reservas 28 Para que una actitud sea «cualificada» se pre­
cisa que cumpla los requisitos de ser imparcial, infor­
mada, producto de un estado de ánimo normal y que sea
compatible con la posesión de un conjunto consistente de
principios generales no excesivamente complejo.29
Por lo que a la «imparcialidad» se refiere, «investiga­
mos si una persona está dispuesta a defender un principio
correspondiente a su actitud; si no lo está, cuestionamos
su imparcialidad».30 Para que se cumpla el requisito de
ser informada es preciso que «la actitud se mantuviese a
la vista de una percepción viva de los hechos relevantes,
26. GJ. Wamock diferenciará entre «actitudes» y «sentimientos».
Y son las actitudes, según su apreciación, sentimientos «cualificados»,
en sentido análogo a las actitudes cualificadas de Brandt: »There was a
constant tendency to identify altitudes with feelings —lo identify, soy, rny
disappmval of someone's behaviour with the disgust or revulsión which I
may feel on witnessing it» (en Contemporary Moral PhUosophy [1* ed.
1967], MacMillan Press, Londres, 1978, p. 29).
27. Brandt: Ethical Theory; versión cast., pp. 307-308.
28. IbtíL. p.294.
29. Véase Brandt, ibld., p. 295.
30. Ibtd.. p.294.
234
si la persona fuese imparcial».31 Una actitud es producto
de un estado de ánimo normal si corresponde no a lo que
se entiende por normalidad estadística, sino que más bien
«pensamos en un concepto de un estado de ánimo sano:
alerta, sensible a los hechos, libre de cargas represivas. Lo
contraponemos al estado de enfermedad, locura, fatiga,
furia, agravio y depresión».32 Una actitud, además, como
ya se ha indicado, podría ser desestimada si «aceptar lo
que ella propone fuera incompatible con poseer un sis­
tema de principios a la vez consistente y general».33
Por supuesto, el método de la actitud cualificada no im­
plica que todos tengamos que formular juicios éticos exac­
tamente iguales, o que existan «normas» o «principios»
fijos. El método de la actitud cualificada es sumamente su­
til: disipa los peligros de incurrir en un relativismo me­
todológico paralizante que imposibilitase el diálogo en la
discusión ética, a la vez que abre las puertas a la creati­
vidad humana, a la búsqueda de soluciones inéditas y per­
sonales a los problemas éticos. Es decir, como afirma
Brandt, «concluimos que los seres humanos poseen una
base común sobre la que pueden hacer descansar la solu­
ción de los problemas éticos; aunque no sea una garantía
de que todo el mundo tenga respuestas idénticas para ta­
les cuestiones».34
Lo cual coincidiría, en alguna medida, con la libertad
postulada por Haré en 1981 para que cada uno prefiera lo
que considere preferible, de tal modo que las normas mo­
rales, más que hechos «objetivos» indisputables, sean me­
tas a fijar, a cambiar, a cuestionar, con la única exigencia
de que al aferramos a nuestras preferencias nos acomo­
demos a las preferencias de los demás. Haré, sin embargo,
está rebasando a Brandt, en sentido positivo a mi modo
de ver, superando asimismo el relativisimo tanto meto-
31. Ibid., p.295.
32. Ibid.
33. Ibid.
34. Ibid., p.310.
235
dológico como no metodológico, ya que va a postular la
necesidad de que, al elegir racionalmente, todos preferi­
mos las mismas prescripciones acerca de las cuestiones
que afectan a los demás.
En esta superación del relativismo, de alguna manera.
Haré vendría a coincidir con Habermas, cuando este úl­
timo autor nos insta a formar «discursivamente» nuestra
voluntad, o lo que viene a ser lo mismo, a tratar de edificar
una sociedad no sobre intereses individuales «armoniza­
dos», sino sobre intereses de individuos surgidos en inter­
acción con los intereses de los demás.36
Ni qué decir tiene que el método de la actitud cualifi­
cada no es un método totalmente novedoso u original. En
más de un aspecto sus precedentes históricos se remontan
cuando menos a Hume, cuando el autor insiste hasta la
saciedad en a) basar los juicios éticos en sentimientos, ac­
titudes, etc.37 y b) matizar y explicitar el carácter «cuali-
35. •...the liberty we all have to prefer whal we prefer; this liberty has
the consequence that the facls from which a descriptivist might seek lo
deduce moral judgements are shifting facls aboul people’s prescriplions,
which can change. So it is not so much a maller of us all confronting
inelectable objective facts to which our moral judgements have lo conform.
Rather, in preferring whal we prefer, morality campéis us to accomoddte
ourselves to the preferences of others, and this has the effect that when we
are thinking morally and doing it naturallyweshaffallpreferthesamemoral
prescriplions about matters which affect other people» (Moral Thinking,
Oxford University Press, 1981, p. 228).
36. «El individuo ya no se enfrenta a su identidad colectiva a la
manera de un contenido tradicional sobre la base del que se pudiera
formar la propia identidad, como si de un objetivo prefijado se tratara;
lo que sucede es, más bien, que los individuos mismas toman parte en el
proceso de formación (y, en un estadio ulterior de formación de la volun­
tad) de una identidad sólo esbozable en común. La racionalidad de los
contenidos de identidad se mide entonces sólo a base de la estructura de
este proceso de generación, esto es: las condiciones formales de la reali­
zación y comprobación de una identidad flexible en la que todos los
miembros de la sociedad pueden reconocerse y respetarse reciproca­
mente» (Habermas: Zur Reconstruktion der historischen Materialismus,
Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1976; versión cast.: La reconstrucción del
materialismo histórico, Taurus, Madrid. 1981, p. 100).
37. •...when you pnmounce any action or character to be vicious. you
236
ficado» de los sentimientos o actitudes que son relevantes
en las discusiones morales.38
Por otra parte, también habría que añadir que el mé­
todo de la actitud cualificada no es totalmente satisfacto­
rio. En algún aspecto, la obra de Haré de 1981 lo aventaja
al proponer criterios más claros respecto a los límites del
relativismo, como ya he indicado. Asimismo, el método
propuesto por Habermas, al que también ya he hecho va­
rias alusiones, parece más atractivo al propugnar la ela­
boración de actitudes generadas en la comunicación in­
terpersonal, que supondrían un estadio más desarrollado
desde un punto de vista filogenético (al igual que el estadio
seis de Kohlberg presupone un estadio más desarrollado
desde un punto de vista ontogenético).39
Por lo demás, y al margen de muchas otras críticas que
podrían hacérsele al método de la actitud cualificada, se
echa en falta, tanto en este autor como en los restantes
representantes de la filosofía moral contemporánea, una
debida ponderación de las relaciones mutuas entre emo­
tividad y racionalidad en ética.
Por ello, quisiera terminar este capítulo formulando
una serie de propuestas que, sin descartar el método de la
actitud cualificada, pudieran complementarlo, apunta­
lando algunas dimensiones olvidadas.
De modo muy conciso, dichas propuestas podrían
enunciarse así:
1) El lenguaje moral no es •racional», si por racional
se entiende su desconexión de lo emocional, haciéndolo de­
mean nothing, bul that from the constitution of your nalure you have a
feeling or sentimenl of btame from that contemplation of ¡t. Virtue and
vice are not qualities in objects, bul perceplions in the mind» (Hume:
Treatise, libro III. parte I, sec. i, Penguin Books, Middlesex, 1969, pp. 520-
521).
38. «// is onfy whett a character is considered in general, without refe-
rence to our particular interests. that it causes such a feeling or sentimenl,
as denomínales it moraliy good or evih (Ibid., p. 524).
39. Cfr. la apreciación de la teoría de Kohlberg hecha por Habermas
en op. cit., pp. 57-83.
237
pendiente de verdades universales y eternas respecto al
«recto» obrar, o imperativos categóricos que, sin tener en
cuenta las inclinaciones humanas, nos constríñan a obrar
en una u otra dirección.40
2) El lenguaje moral no es •emotivo», si por emotivo
se entiende el recurso a la pura subjetividad, a saber, lo
que cada uno desea que sea el comportamiento de los de­
más sin tener en cuenta sino sus solos intereses, gustos o
preferencias; ni siquiera cuando estas preferencias se en­
cuentran enmarcadas dentro de un prescríptivismo como
el de Haré, en el que cada uno determina lo que desea
auto-prescribirse.
3) Los enunciados éticos son racionales únicamente
en tanto en cuanto la racionalidad emana de la intersub­
jetividad. En tanto en cuanto se asienta en la facticidad
de las necesidades generadas en la convivencia humana.
4) Los enunciados éticos son emotivos únicamente en
la medida en que se visten de racionalidad. Si poseen un
«halo» de emotividad, una fuerza peculiarmente ilocucio-
naria y perlocucionaria lo es en tanto y en cuanto se deri­
van de la autoridad racional.
Es decir, somos movidos por un tipo peculiar de sen­
timientos que impregnan de una emotividad peculiar
nuestro lenguaje ético, a causa, precisamente, de su carác­
ter intersubjetivo y racional. La indignación que sentimos
40. En este sentido, considero que la aportación de Baier es, sin
lugar a dudas, de las más valiosas, al insistir en el carácter antropocén-
trico de la ética, en contra de morales «absolutistas». Asi, afirma este
autor enfrentándose a Kant: *The realizaron that practical reason is in­
separable from the desires enables us to distinguish between the claim that
what is right and wrong is independent af what a particular individual
wants or desires on a particular occasion and the claim that what is right
and wrong is independent of what all normal human beings desire. When
employed from the moralpoint of view, reason rejects killing, bul it does so
onfy because it is parí ofhuman nature to want to Uveand because Ufe is a
presupposition of the satisfaction of every other desire. If human nature
were constituted differentfy, reason might not have to reject the taking of
life» (Baier: The Moral Point ofView, Comell Univcrsity Press, Londres,
1974 [l*ed. 1958]).
238
ante las situaciones que consideramos inmorales, las
afrentas a los códigos éticos (que incluyen y subsumen
todos los códigos sociales y políticos), es una indignación
pecuiiarmente honda. La fuerza que ponemos en nuestros
discursos morales, nuestro esfuerzo por producir la per­
suasión y el consenso, presentan también un carácter pe­
culiar que Stevenson, como se vio en el capítulo prece­
dente, no supo precisar. Nos sentimos como movidos por
un impulso que nos otorga una especial autoridad en las
cuestiones éticas.
De modo semejante, los demás se sienten especial­
mente conmovidos por nuestros juicios morales. Espe­
cialmente conmocionados, especialmente determinados a
obrar en uno u otro sentido. Pero la indignación moral va
más allá de la que experimentemos al ver lesionados nues­
tros intereses particulares.41 (Aunque, a veces, pretenda­
mos vestir la lesión de nuestros intereses particulares con
el «halo» de la exigencia moral.) La indignación moral
surge de la pretensión racional de que nos es dado exigir
de los otros el mismo respeto, el mismo amor y cuidado
que a los otros les es dado exigir de nosotros. La indigna­
ción moral, como todos los sentimientos morales, mora en
la capa más profunda de nuestra personalidad, determi­
nada por una tendencia de origen oscuro que cristaliza en
lo que, provisionalmente, denomino «racionalidad», y que
es a modo de un sentimiento de faimess, equidad o impar­
cialidad.42
41. En este sentido resulta profunda la aseveración kantiana: «El
que ha perdido en el juego puede enfadarse consigo mismo y su impru­
dencia, pero si tiene conciencia de haber hecho trampa en el juego, aun
cuando por ello haya ganado, tiene que despreciarse a si mismo» (Kant:
Kritik derpraktischen Vemunft, Riga, 1788; versión cast. de Manuel Gar­
cía Morente, Porrúa, México, 1980, p. 117).
42. En relación con esto, considero que si bien Rawls apela a la
justicia como faimess, no demuestra satisfactoriamente el porqué del
atractivo moral de la misma, limitándose, sin más, a postularla como un
requisito a cumplir por la sociedad bien ordenada (véase A Theory of
Justice [1 *ed. 1971] Oxford llniversity Press, 1980, cap. 1). No obstante
239
A causa de este deseo de racionalidad que habita en no­
sotros buscamos con calor la verdad en la ciencia, más allá
de la pura pragmática utilización de la misma, y en cues­
tiones éticas pretendemos, como el preferidor racional de
Muguerza,43el espectador imparcial de Adam Smith44o el
observador juicioso de Hume,45 la fuerza y la autoridad
moral que nos viene dada cuando nuestras actitudes se
toman «cualificadas», como en la propuesta reiterada­
mente comentada de Brandt, apurando nuestro conoci­
miento de los hechos, librándonos de prejuicios y juz­
gando con imparcialidad.
5) El lenguaje no sólo es efectivamente emotivo, como
Stcvenson ha destacado con acierto, sino que es, aunque
nadie parezca haber reparado en ello, el más emotivo de
todos los lenguajes, el lenguaje cargado de una mayor
fuerza y con una mayor hondura emocional.
Por supuesto, no se puede confundir el lenguaje moral
con la propaganda, como ha protestado Wamock, enfren­
tándose a los emotivistas,46pero esta protesta sería mucho
lo dicho, resulta en muchos sentidos convincente la explicación ofrecida
por Rawls de los sentimientos morales en el par. 73 de la misma obra,
pp. 479 y ss.
43. Muguerza: La razón sin esperanza, Taurus, Madrid, 1977, pp.
242-259.
44. «Pugnamos por examinar la conducta propia al modo que ima­
ginamos lo haría cualquier espectador honrado e imparcial. Si, ponién­
donos en su lugar, logramos concienzudamente penetrar en todas las
pasiones y motivos que la determinaron, la aprobamos, por simpatía con
el sentimiento aprobatorio de ese supuesto tan equitativo juez» (Smith,
op. cit., p. 100).
45. *But notwithstanding this variarían ofour sympaíhy, wegive ihe
same approbation lo the same moralqualities in China as in England. They
appear equatfy virtuous, and recomend themsetves equatly lo the esleem of
a judicious spectator»(Hume: Treatise, libro III, parte III, sec. i, p. 632).
46. «/« this way moral discourse emerged —notwithstanding much
strenuous speeial pteading— as essentiaüy in the same boat wilh propa­
ganda, or advertising, or even intimidation; it tvas intended to influence
people, to affect their feelings and behaviour, and unos to be assesed not as
rational, in terms ofgood or bad reasons, bul as effective or ineffective. m
240
más defendible si se hiciese desde el supuesto de que frente
al lenguaje propagandístico, comercial, estético, etc., el
lenguaje moral posee una carga de emotividad mucho
más fuerte. Pero Wamock, como muchos otros que esta­
mos tal vez excesivamente deseosos de rescatar la moral
de la pura subjetividad y arbitrariedad, ha incurrido,
como hemos incurrido los demás, en el error de negar,
inapropiada e indebidamente, el plus de emotividad que
distingue el discurso ético de todos los demás.
Y ello debido a que, como apuntó Nowell-Smith en su
Ethics, el lenguaje moral hace referencia a nuestros inte­
reses.47 A lo que habría que añadir el matiz de que el len­
guaje moral hace referencia a los intereses que más nos
interesan. Tal vez podríamos aceptar, con Perry, que la
«moralidad es un logro progresivo que requiere la integra­
ción de intereses» mediante la reflexión,48 de tal modo
que, una vez más, lo emotivo y lo racional se funden para
completar y desarrollar la propuesta de Brandt de un mé­
todo que cualifique nuestras actitudes.

lerms of what did or did not yield the residís intended» (GJ. Wamock:
Contemporary Moral Phitosophy, p. 28).
47. •Unless moralwords had first been used in a way which connects
them with otarown interests... we could neverhave come lo bepersuadedor
dissuaded by their use and they could not act, as they sometimos do, as
levers with which to manipúlate the conduct of others» (Nowell-Smith:
Ethics, p. 159).
48. •Reflection overcomes the effects of forgetfulness and disassocia-
tion. tí carnets the perspective of time and immediacy, anticipating the
interests oftomanow and giving consideration to the interests which at the
mornent are coid or remóte»(Perry: Realms of Valué [1.* ed. 1957], Green-
wood Press, 1975).
241
LA BASE NATURAL DE LA ÉTICA
NATURALEZA Y LIBERTAD

En este capitulo me propongo examinar la posibilidad


de que el método de la actitud cualificada debidamente
matizado, como se ha hecho en el capítulo precedente, se
enraíce con fundamentos empíricos que validen los enun­
ciados de la moral, limitándome en mi examen al escru­
tinio de aquellas teorías «naturalistas» que han surgido a
partir de 1903, por haberme dedicado en otro trabajo al
análisis pormenorizado del «naturalismo» clásico.1
Aunque quizá, como Hudson declara, sea demasiado
pronto para hablar del neonaturalismo o descriptivismo
como una escuela de pensamiento, he elegido una serie de
autores que podrían ser encuadrados, con más o menos
dificultad bajo ese rótulo, como punto de guía y medita­
ción, ya que considero que las reflexiones en torno a este
tema constituyen uno de los focos de atención principales
de la filosofía moral contemporánea y porque, como Hud­
son también indica, de lo que resulte de la confrontación
entre el neonaturalismo y el prescriptivismo dependerá lo
que haya de ser la filosofía moral del futuro.
1. Naturalismoy empirismo ático, ed. en offset, Santiago de Compos-
tela, 1979.
245
Sin pretender ahondar ahora demasiado en el reciente
desarrollo de la filosofía moral, podría resumirse en pocas
palabras el estado actual de las discusiones. El no natu­
ralismo defendido por G.E. Moore en Principia Ethica de
1903, prosiguió un curso más o menos azaroso que dio
lugar a una serie de posiciones no naturalistas que, de
algún modo, pretendían resaltar el carácter peculiar y es­
pecífico de la ética, como realidad distinta de lo mera­
mente «natural». El prescriptivismo de Haré es, posible­
mente, el logro más acabado y la postura más atractiva, a
mi modo de ver, que de algún modo culmina tal tipo de
desarrollos.
Frente a unas tendencias más conservadoras, como
pueden ser las de los intuicionistas, o más demoledoras o
nihilistas, relativistas, o como quiera que se desee deno­
minarlas, como las representadas por Ayer y Stevenson,
que ya hemos comentado, la postura de Haré resulta li­
beradora, esperanzadora y reconfortante por cuanto,
como también he examinado sumariamente, postula la
reconciliación entre estos dos polos: libertad y racionali­
dad, que se confrontan y conjugan en el terreno de la vida
propiamente moral.
Hay una propuesta de Haré, que comenté previamente
y que en el contexto que nos ocupa debe ser bienvenida:
del mundo de los hechos brutos no se sigue ningún tipo de
verdad moral, ningún aserto relativo a lo que es bueno y
malo. En un estilo cuasi-existencialista el hombre entra
nuevamente en escena y da nombre y valor al universo.
Ocurre, sin embargo, que la «libertad» a la que Haré
apunta, puede disolverse, al menos en Freedom and Rea-
son, en pura arbitrariedad subjetiva, en capricho parti­
cular, por más que Haré haya querido apuntalar ya en
aquella obra, debidamente, el carácter inter-subjetivo de
la moralidad, introduciendo los requisitos de prescrípti-
vidad y universalizabilidad, a los que ya he aludido en
otros capítulos, o la exigencia de que, dicho kantiana­
mente, elevemos nuestras normas de conducta a normas
246
universales, válidas para todos los hombres. No obstante
el refuerzo kantiano y las exigencias «formales», la liber­
tad que Haré quiso preconizar en la obra referida podría
convertirse fácilmente en amenaza de libertades, si la pro­
pia «libertad» campa por sus respetos, infundamentada,
como «bien en sí mismo» y no pura instrumentalidad
para un beneficio mayoritario (como aparecerá corregido
en la última obra de Haré, Moral Thinking de 1981).
Es decir, la pugna que modernamente está teniendo
lugar entre prescriptivistas, léase Haré, y neonaturalistas,
no es, en modo alguno el enfrentamiento entre «libertad»
y «realidad», o «libertad» y/o «naturaleza». Para empezar,
los neonaturalistas no apelan a una «naturaleza» majes­
tuosa, deificada, sustituto secular de la divinidad, sino a
cosas más próximas como la «condición humana» o los
hechos relativos a nuestra existencia, nuestra vida en co­
mún, etc. Para continuar, los neonaturalistas no desechan
el elemento de «libertad», sino que simplemente enmar­
can el concepto, lo dotan de contenido al «contenerlo» e
impedir que se disipe en vaguedades y amenazas en detri-
miento de «libertades» concretas y particulares.
No basta con que el hombre asuma libre y racional­
mente sus postulados. El hombre más concienzudo, más
honrado para consigo mismo, puede ser un elemento no­
civo para la humanidad. La única garantía que poseemos
de que nuestras libertades serán respetadas por igual es el
contar con un método que las fundamente en una serie de
hechos relativos a nuestra propia convivencia.
El propósito de este capítulo consiste en —al hilo de
las aportaciones a una concepción neonaturalista— dejar
constancia de que al margen de las posibles e inevitables
críticas que puedan hacerse a este conjunto de doctrinas,
existe un elemento positivo en casi todas sus manifesta­
ciones (las excepciones se indicarán también) y que este
elemento positivo radica en haber superado la contrapo­
sición entre «libertad», en el sentido romántico existen-
cialista de creación de valores por parte del hombre «ex
247
nihilo», y «Naturaleza» en el sentido tradicional de enti­
dad sobrehumana, a la que habíamos de someternos ine­
xorablemente.
Los representantes más ilustrativos, a mi modo de ver,
del neonaturalismo, han puesto las bases, precisamente,
para que la libertad pueda ser definida y el hombre, en
lugar de atenerse a los hechos, sepa qué hacer y cómo ac­
tuar a la vista de ellos. Con otras palabras, si bien el neo-
naturalismo no puede ser la última palabra por lo que a
método en ética se refiere, como insistiré más adelante,
supone, a mi entender, un importante avance para quie­
nes sin dimitir de nuestras capacidades de racionalidad y
libertad queremos encontrar un asidero o punto de refe­
rencia que de alguna manera nos garantice la solución a
los problemas generados por el relativismo metodológico,
estudiado capítulos atrás.
Trataré con cierta extensión algunas de las aportacio­
nes neonaturalistas, con la esperanza de que de sus acier­
tos y equivocaciones podamos extraer algún principio, por
rudimentario que sea, sobre el que asentar un método para
la ética normativa.
Por supuesto, las aportaciones al neonaturalismo son
muy desiguales. Simplificando las cosas, podría afirmarse
que las hay «liberadoras» y «limitadoras», «progresistas»
y «regresivas». Este estudio no pretende resaltar nítida­
mente las dicotomías, sino, más bien, buscar criterios más
o menos académicos que sirvan para agrupar posiciones,
dentro de las cuales se encuentran aportaciones de desi­
gual valor por lo que al método de la ética se refiere.
Respetando la nomenclatura de neonaturalismo o des-
criptivismo ético entenderé englobado bajo este epígrafe
más de lo que es usual; es decir, extenderé el rótulo para
agrupar a todos aquellos autores que con posterioridad a
los Principia Ethica de G.E. Moore de 1903, intentaron, de
un modo u otro, dar una réplica adecuada a las acusacio­
nes de «naturalismo» con que se pretendía retirar de la
circulación filosófica a las teóricas éticas basadas en algún
248
tipo de «hechos», o con alguna suerte de fundamento en
las estructuras sociales, biológicas, etc., del ser humano.
Consideraré por razones técnicas dos modos de apor­
tación peculiares al neonaturalismo:
1) la una consiste en una reafirmación del es a expen­
sas de la supresión o derogación del debe;
2) la otra se refiere a la forma más estandarizada de
neonaturalismo, o descriptivismo, y consiste en la deri­
vación del «debe» a partir de enunciados descriptivos,
manteniendo por tanto que los criterios éticos no son cues­
tión de «libre» elección, en el sentido de que cada sujeto
pueda elegirlos arbitrariamente.

La reaflrmación del «es» a expensas del «debe»


Dentro del primer tipo de aportaciones, consideraré
autores tan distantes en el tiempo, y de tendencias tan
variadas, como Schlick, ya aludido en un capitulo anterior
en otro contexto, Dewey, Zimmcrman y Anscombe.
1. Para Schlick las normas de la ética, los bienes o va­
lores «últimos» deben ser derivados de la naturaleza hu­
mana y la vida, en cuanto hechos, según indica en el apar­
tado 9 del capítulo 1 de Fragen der Ethik. De este modo
para dicho autor «la ética tiene que ver enteramente con
lo real», desechando «el orgullo de aquellos filósofos que
mantienen que las cuestiones de la ética deben ser las más
nobles y elevadas de las cuestiones, justamente porque no
se refieren al común "is", sino que se dedican al puro
“oughí"», como también indica en el apartado 9, titulado
«La ética como ciencia fáctica».2
En el apartado 2 del capítulo IV Schlick afirma que
«los preceptos morales no son sino la expresión de los de-
2. Schlick. op. cil., pp. 20-22.
249
seos de la sociedad humana»/ lo cual parece sumamente
plausible pero es a la vez, cosa que Schlick no parece ad­
vertir, un enunciado cargado de valoración.
2. El profesor Zimmerman en su trabajo «The Is-
Ought: An Unnecessary Dualism», publicado en Mind en
1962, intenta, no sin cierta ironía, subsumir, así mismo,
los enunciados ought en enunciados is. siquiera sea para
evitar el fastidioso trabajo de tener que estar siempre pro­
bando y justificando cómo hemos 1' :*ado a nuestros «de­
bes» a partir de nuestro «es». Ironi i ; aparte, lo que sub­
yace a los presupuestos de Zimmem* m se parece bastante
al sustrato de la filosofía moral di Schlick, o la de Oewey,
autor este último a quien, por cieno, Zimmerman alude
aprobatoriamente.
En todos estos casos se parte de la existencia de unos
deseos que generan las normas y de que debemos concen­
trar nuestra atención en estos deseos y la génesis de la
moral.
Efectivamente, Dewey, ya en 1922, en su Human Na-
ture and Condijct efectúa un razonamiento muy semejante
al de Zimmennan: Si se separa la naturaleza humana de
los principios morales «se termina por retirar dichos prin­
cipios del aire libre y de la luz del día para encerrarlos en
la oscuridad y reclusión de una vida intelectual».34
Para Zimmerman, de modo semejante, si las discusio­
nes se refieren a «debe» o «no debe», «debo» o «no debo»,
y no existe ningún tipo de conexión entre hechos y valores,
estamos en una situación realmente desesperanzadora, ya
que no existirá posibilidad de acuerdo acerca de los de­
beres «debidos», valga la redundancia. La gente lucha por
3. •For us it is clear that there musí be no insuperable opposition bet-
ween an ethics as iheory of pleasure and as theory of moral obligation...
moral precepts are nothing bul the expressions of the destres of human
society* Ubíd., pp. 84-85).
4. Dewey: Human Nature andConduct, 1922; versión casi.. Natura­
leza humana y conducta. Breviarios del Fondo de Cultura Económica,
México, 1964, p. 20.
250
la vida, la libertad, etc., sin necesidad de recurrir a «de­
bes» o «debo», mientras que a partir del ought es posible
llegar a las conclusiones más atroces y que vayan en con­
tra de los desiderata más caros a la raza humana.
Dewey insistía ya en su obra mencionada de 1922, en
estos aspectos recalcados por Zimmerman en 1962, pre­
cisamente cuarenta años después. «La ciencia moral
—mantenía Dewey— no es algo que ocupe un territorio
separado, es el conocimiento físico, biológico e histórico
puesto en un contexto humano el que iluminará y guiará
las actividades del hombre».5
Sin embargo, ni Dewey ni Zimmerman ni el propio
Schlick, pueden ser consecuentes con sus principios de
«cientificidad». Solapadamente, de un modo u otro, se in­
troducen en sus definiciones «científicas» elementos espú­
reos, recargados de valoración. «La moralidad comienza en
este punto del uso del conocimiento de la ley natural»,678afir­
mará Dewey en 1922, lo cual ya implica una serie de valo­
raciones, a saber, la estima del conocimiento, como son va-
lorativos en su inmensa mayoría los asertos contenidos en
la obra que comentamos, de entre los cuales podríamos
mostrar como ejemplo el que indica «cuando las costumbres
son flexibles y se educa a ios jóvenes como tales y no como
adultos prematuros, ninguna nación envejece».
Maritain en su Filosofía rnoraf preconiza que la moral
de Dewey no se halla carente de un elemento de normad-
vidad que hace que, pese a sus críticas al absolutismo, se
sitúe en la línea de la tradición filosófica, invocando la
posibilidad y plausibilidad de una ética normativa.
Efectivamente, en «A Theory of Valuation», que fue
escrita para el volumen II de las Foundations o f the Unity
of Science en 1939,* Dewey ataca desde distintos frentes
5. Ibid., p. 269.
6. tbfd., p.102.
7. Maritain: La philosophie morale, París, 1960.
8. Foundations of the Unity ofScience, vol. 11, ed. por Otto Neurath,
251
posiciones como la del incipiente emotivismo o imperati­
vísimo de Ayer en Language, Truth and Logic (1936),9 e in­
siste una y otra vez en la necesidad de superar el presunto
hiato entre lo normativo y lo fáctico, afirmando una y otra
vez la posibilidad de la verificabilidad de las proposicio­
nes éticas,10o, lo que es igual, reclamando para la mora­
lidad un status de objetividad que nada tiene que ver con
la teoría puramente «exclamativa» de Ayer en relación
con los términos éticos.
También de Maritain procede el reproche hecho a De­
wey de pretender prescindir de lo normativo (o, con otras
palabras, abdicar, al igual que Zimmerman, del ought en
favor del is), cuando, de hecho, solapadamente, en su no­
ción de is, en sus enunciados descriptivos y en su concepto
de ciencia ha introducido elementos valorativos: una pa­
sión religiosa por el crecimiento de la vida, la perpetua
renovación de fines, la expansión de la naturaleza humana
y sus potencialidades, el enriquecimiento de la existencia
en significación y poderes, su insistencia en la racionali­
dad y la madurez del espíritu, etc.11
Hay que decir, sin embargo, en favor de Dewey, que él
mismo es consciente de algunas de las dificultades inhe­
rentes a la subsunción de normas en hechos, o de enuncia­
dos valorativos en enunciados fácticos. El estudio fáctico
de cómo los hombres llegan o han llegado, de hecho, a
Rodolf Camap, Charles Morris, The University of Chicago Press, Lon­
dres, 1970 (l*ed. 1939).
9. En contra de Ayer afirmará Dewey: «...i/ follows (i) that valualion-
phenomena are social or interpersonal phenomena and (ii) that they are
such as to provide material for propositions about observable events —pro-
positions subject toempirical test andverification orrefutation» («ATheory
ofValuation»,en Foundations of the UnityofScience, p. 392).
10. *The separa!ion alleged to exist betuven the “world of facts" and
the *realm of valúes" will disappear from human beliefs only as valuation-
phenomena are seen to have their immediate source in biológica! modes of
behaviour and to owe their concrete contení to the influertce of cultural
conditions* (Ibld., p. 444).
11. Véase Maritain, op. cit., cap. XV, par. 14.
252
valorar, a tener valores determinados es, según Dewey, un
tipo de conocimiento histórico o de antropología cultural.
Sin embargo, tal tipo de conocimiento no proporciona
proposiciones valorativas.12 La propuesta de Dewey re­
sulta muy sugerente: si bien de tai tipo de conocimiento
no se siguen propuestas de valor, constituye, no obstante,
un factor sirte qua non a la hora de formular proposiciones
valorativas.13
Con uno de los ejemplos propuestos por Dewey, supon­
gamos que se determina que un conjunto de valoraciones
al uso tienen, como condicionamiento histórico antece­
dente, el interés de un pequeño grupo o de una clase de­
terminada para mantener ciertos privilegios y ventajas
exclusivas, y que este mantenimiento tiene como efecto
limitar tanto el ámbito de los deseos de los demás como
las posibilidades de realizarlos. En tal caso, resultará evi­
dente, de acuerdo con Dewey, que este conocimiento de
condiciones y consecuencias llevará con toda seguridad a
un nuevo modo de valorar los deseos y fines que se habian
propuesto como fuentes de autoridad de la valoración.14
Contemporáneamente, la postura de Zimmerman
ha tenido también su réplica en el trabajo de Kenneth
Hanly: «Zimmerman's "is-is”: A Schizophrenic Mo-
nism».15 Hanly, al igual que Maritain lo hacía en relación
con Dewey, señala cómo en estos intentos reduccionistas
del ought al is, lo que se hace no es prescindir de las nocio-
12. •Knowledge of these valualion does not of itself, as we have seett,
provide valuation-propositions» (op. cit., p. 438).
13. •But such factual knowledge is a sine qua non of ability to for­
múlate valuation-propositions» ilbid., p. 438).
14. «Suppose, for exampte, that it be ascertained that a particular set
of current valuations have, as their antecedenI historical conditions, the
interest of a small group or special class in maintaining certain exclusive
privileges and advantages, and that this maintenance has the effect of li-
miting both the range of the desires ofothers and their capacity to actualize
them. Is it not obvious that this knowledge of conditions and consequences
would surely lead to revaluation of the desires and endes that had been
assumed to be authoritative sources of valualion?» (Ibtd., p. 439).
15. Publicado en Mind, LXXIII, 1964.
253
nos cubiertas por el término ought, sino incorporar algún
término aparentemente descriptivo, como en el caso de
Zimmerman wants (deseos o necesidades), que es usado a
la vez descriptiva y prescriptivamente.
Lo que ocurre, afirmará Hanly, es que nuestros «is-
statements» cobran una personalidad dual: es decir, rea­
lizan no solamente las viejas tareas que antes realizaban,
sino también las que ought solía desempeñar.16
En efecto, es criticable en Zimmerman, como lo era en
Dewey, la introducción subrepticia de términos como «ra­
zones para desear».17 Se nos dice así, en el caso de Zim­
merman, que el hecho de que un criminal esté loco es una
razón (fácticamente vindicable, al parecer) para no desear
castigarle, no desear que otros le castiguen, no castigarle
y tratar de persuadir a otros para que tampoco lo hagan.
Pero, como Hanly replica, si simplemente afirmamos que
tenemos un fuerte deseo de no castigar a tal hombre, en­
tonces no tiene sentido hablar de «razones para desear».
Si tratamos de justificar lo que deseamos estamos subsu­
miendo lo que deseamos bajo algún valor. De lo contrario,
argumentará Hanly, sólo podemos buscar causas pero no
razones de lo que deseamos.18
Basándonos en el enunciado fáctico de que castigar a
un hombre mentalmente enfermo no le llevaría a cambiar
de conducta, no se sigue que no deseemos castigar. Esto
sólo se seguiría si apelamos a la regla (valorativa) de que
no se debe castigar a nadie cuando el hacerlo no puede
llevarle a cambiar de conducta.
El procedimiento de Dewey, Schlick o Zimmerman, de
borrar del mapa la problemática is-ought a costa de la
16. •My main critics ofZimmerman's position is that we do nol really
crash the is-ought barrier by removing "ought" from our language. What
happens is that our ’is" statements take on a dual personality: that is, they
perform not only the oíd tasks which they did befarethe revolution, bul also
all the tasks that *ought" used lo do* (en The Is-Ought Question, ed. por
Hudson. MacMillan. Londres, 1979, p. 92).
17. Ibtd.. p. 94.
18. Ibtd.
254
supresión de juicios valorativos, no parece acertado del
todo, por cuanto, de una forma u otra, reintroducen valo­
raciones solapadas en términos tales como «racionali­
dad», «deseos armonizados», etc., que se superponen al
deseo puramente anárquico o a la pura arbitrariedad.
En otro sentido, también parece excesivamente drás­
tica la llamada hecha desde otros parámetros ideológicos,
pero con resultados en apariencia semejantes, a suspender
la actividad filosófico-moral en tanto no contemos con
una «filosofía de la psicología», como nos urge a hacer la
profesora Anscombe en su trabajo «Modem Moral Philo-
sophy» (1958)1920que despertó la perplejidad y la critica de
D.Z. Philipps y H.O. Mounse en su «On Morality’s having
a point» (1965), trabajo al que me referiré más adelante.
El propósito de Anscombe es el de prescindir de la no­
ción «ought», como noción enojosa que dificulta innece­
sariamente la postulación de enunciados objetivos de va­
lor. Puesto que para esta autora la noción de •ought» sólo
tiene sentido dentro de una concepción legal de la ética (a
law conception of Ethics),10es decir, una concepción como
la teísta que suponga un Dios dador de leyes, ante quien
nos sintamos «obligados» y «comprometidos», es preferi­
ble —puesto que hemos prescindido del background que
daba sentido a términos tales como «moralmente obliga­
torio», «deber», etc.— retornar a una ética como la griega
y ver qué posibles «yerros» podemos cometer contra nues­
tra propia naturaleza, olvidando el sentido de wrong como
moralmente incorrecto.
Parece, sin embargo, como si se diese una excesiva sim­
plificación del asunto en el enfoque de Anscombe de la
cuestión is-ought. Si en vez de morally wrong u ought uti­
lizamos términos como «falso», «injusto», «impuro», etc.,
ya no tendríamos, en opinión de Anscombe, que dar el
19. «...if is ñor profitahle forusat presen! to do moralphilosophy... ir
shoutd be laid aside at any rale until we have al adequate philosophy o/
psychology» (en The is-Ought Question, p. 175).
20. Ibld.. p. 179 y ss.
255
laborioso rodeo de un «es» a un «debe», sino que pasaría­
mos directamente de la descripción de una acción a una
noción tal como las mencionadas. Nos preguntamos, por
ejemplo, si el acto era injusto y la respuesta estaría inme­
diatamente clara, según palabras textuales de Ans-
combe.21 Lo cual no puede menos que llenamos de perple­
jidad. Es como si todos los nudos de una madeja se des­
hiciesen milagrosamente ¡simplemente haciendo desapa­
recer la madeja!
Puesto que ought para Anscombe sugiere un «vere­
dicto» acerca de mi acción, cuando se piensa que no existe
juez o ley, la noción de «veredicto» puede retener su efecto
psicológico, pero no su significado.22
Ahora bien, al margen de muchas otras posibles obje­
ciones, que ahora no vienen al caso, hay algo palmaria­
mente erróneo y falaz en la argumentación de Anscombe.
Contrariamente a lo que esta filósofa piensa, el problema
no estriba en deshacemos de un término ético especial­
mente embarazoso, como sería ought, sino en solucionar,
de una vez por todas, o mejor aclarar de una vez por todas,
el problema de si existe o no existe una relación, y de qué
tipo, entre los enunciados valorativos y los enunciados en
apariencia meramente descriptivos. No parece juego lim­
pio, fair play, decir que no existe el problema, simple­
mente ocultándolo o pretendiendo no damos por entera­
dos de los matices valorativos que cargan nuestros enun­
ciados presuntamente fácticos.
Para Anscombe decidir que algo sea morally right o nto-
21. «// would be a great improvement ¡f, instead of “morally wrong",
one always named a genus such as “untruthful", “unchaste", “unjustWe
should no longer ask whether doing something was “wrong“, passing di-
rectly (rom some description ofan action lo this notion; we should ask whe­
ther, e. g., it was unjust; and the asnwer would somettmes, be clear at once»
(¡btd., p. 183).
22. *For its suggestion is one ofa veredict on my action, according as
it agreesordisagreeswith thedescription in the “ought" sentence. Andwhere
one does not think there is a judge or a taw, the notion of a veredict may
retain its psychological effect, bul not its meaning»(¡btd., p. 182).
256
rally wrong supone un paso del «es» al «debe», mientras
que, por el contrario, decidir si un hombre es justo o no es
justo, constituye una cuestión de pura y simple descrip­
ción.
Paradójicamente, con su absolutismo ético, Anscombe
niega la posibilidad de diálogo en ética, en no menor me­
dida que el no cognoscitivismo en general. Si para el Haré
de Freedom and Reason cualquier conducta es válida con
tal que sea asumida por el agente como una ley universal,
de modo que la controversia en ética no ha lugar, para
Anscombe existen cosas que no está dispuesta a discutir,
como la ejecución criminal de un inocente, pues demues­
tra, simplemente, según esta autora, una mente corrom­
pida por parte de quien mantiene tal posibilidad.23
Hay que hacer notar, sin embargo, que el recurso a la
carga emotiva de términos como mente «corrompida» en
este ejemplo, es una muestra de malhacer filosófico. Por
detestable que nos pueda parecer, en principio, quien
quiera mantener la posibilidad de la conveniencia de eje­
cutar a un inocente tenemos siempre que contar con algún
tipo de razonamiento para rechazar sus pretensiones y no
recurrir a la simple descalificación mediante el insulto.
Anscombe achaca a la filosofía moral contemporánea
anglosajona, a partir de Sidgwick, el haberse apartado del
camino «correcto», por decirlo así, dando de lado al pre­
supuesto de que existen cosas y actos que son realmente
buenos o malos, justos o injustos, honestos o deshonestos,
con independencia de las consecuencias que puedan deri­
varse de las actuaciones en situaciones concretas. Es de­
cir, en Anscombe se patentiza la añoranza de una moral
en la que ciertas acciones sean «en sí» malas, y estén in­
condicionalmente prohibidas, cualquiera que sea el resul­
tado que de ellas se origine: matar a un inocente, la trai-
23. *But is someonereally thinks, itt advence, that it is open lo question
whethersuch an actiort as procuring the judicial execution of the innocent
should be quite excluded from consideration —/ do not want lo argüe with
him; he shows a corrupt mind» (Ibid., p. 192).
257
ción, la idolatría, la sodomía, el adulterio, etc., serían, al
parecer, para Anscombe tal tipo de acciones.24
Sin entrar en detalles, y limitándome al caso que pa­
rece, a primera vista, más inmoral, como lo es el de matar
a un inocente, ejemplo que Anscombe exhibe reiterada­
mente para mostrar las insuficiencias de la filosofía moral
contemporánea, que no es capaz de precisar con energía
que se trata de un caso injusto, cualesquiera que sean las
consecuencias, habrá que matizar que solamente pode­
mos admitir el veredicto de Anscombe en tanto en cuanto,
como indica Baier, la naturaleza humana es lo que es. Pues
¿qué ocurriría si mediante una serie de mutaciones gené­
ticas, ambientales, etc., la vida resultase una tortura para
el hombre? ¿No sería entonces «ejecutar a un inocente» el
mejor premio a la virtud? O, sin llevar las cosas tan lejos,
¿seguiríamos contemplando la acción de matar a un ino­
cente como decididamente injusta en el caso, no siempre
quimérico, de que, por una causa u otra, el hombre ino­
cente no desease continuar viviendo (una dolencia incu­
rable, una pérdida irreparable, etc. etc. podían ser la
causa de ello), y que con su muerte se consiguiese algún
tipo de bien para la humanidad?
Es factible postular que si nos repugna matar a un ino­
cente no es porque haya nada malo, en el sentido de intrín­
secamente malo, en matarlo, sino porque, dada la consti­
tución de los seres vivos «Unaquaeque res, quantum in se
est, in suo esseperseveran conatur», como indica Spinoza.25
Santayana en «Hypostatic Ethics» ha resaltado, por
ejemplo, que para el sistema humano el whisky es más
intoxicante que el café, lo cual no implica que el whisky,
quieto en la botella, sea intrínsecamente más intoxicante
por sí mismo, sin referencia a ningún animal. Con lo cual,
Santayana quiere rebatir puntos de vista como los de
Russell en su «The Elements of Ethics», o los de Moore,
que apelan a la existencia de bienes intrínsecos. Son tales
24. íbtd., pp. 134-185.
25. Spinoza: Ética, 111parte, proposición VI.
258
puntos de vista, como indica Santayana, los que impiden
el razonamiento y la autocrítica en ética. Necesitamos de
un punto de referencia en ética, y, de no existir éste, nada
más que la presión fisica dará a un aserto valorativo ma­
yor fuerza que a otro.26
Quizá, salvando las diferencias entre Russell y Moore,
por una parte, y Anscombe por otra, lo mismo se podría
decir en relación con esta última autora. A su favor habrá
que decir, sin embargo, que los valores que postula no son
totalmente absolutos, sino relativamente absolutos, es de­
cir, absolutos respecto de la «naturaleza humana». Sin
embargo, el problema que aquí se plantea, sobre el que
Anscombe pasa rápidamente como si no lo advirtiese, es
el de si, por decirlo con Sartre, la esencia precede a la
existencia o se da el caso contrario. O, lo que es igual, si el
hombre es libre para hacerse a sí mismo y elegir sus va­
lores, si está «condenado a ser libre» o, por el contrario,
destinado a no serlo.
Como réplica a Anscombe y su intento de fundir el
ought en el is, y reducirlo todo lisa y llanamente a una
naturaleza humana que está ahí, y unos hechos que deter­
minan lo justo e injusto, lo honesto y lo deshonesto. Phi­
llips y Mounce en su trabajo «On Morality's having a
point» (1965) plantean el reverso de la cuestión. Para estos
autores no son nuestros deseos los que determinan nues­
tras creencias, sino, por el contrario, nuestras creencias
las que determinan lo que deseamos.
De acuerdo con Phillips y Mounce es imposible la dis­
cusión ética en torno a un punto común que pudiese ser
«human good and harm» (lo bueno y lo dañino para el
hombre).27 No es posible buscar la evidencia de lo que
constituye el bien y el mal para el hombre, ya que ésta es,
26. Véase Santayana: Winds af Doctrine. 1915, p. 133.
27. •Bul there is no settling af the issue in terms of some supposed
common evidence calledhuman goodand harm, since what they differover
is preciseiy the question of what constitutes human good and harm» (en
The Is-Ought Question, ed. por Hudson, p. 239).
259
a juicio de estos pensadores, una noción artificial. Quienes
discuten acerca de lo que es bueno o malo, moralmente
hablando, lo hacen a tenor de lo que entienden por bueno
o malo (en el sentido no ético), y desde la perspectiva hu­
mana. Y como quiera que el desacuerdo acerca de lo que
uno considera su bien y su mal (en el sentido no ético)
pende de sus creencias éticas acerca de lo que «debe» ser
su naturaleza, su bien, su prosperidad, su flourishing, no
existe la posibilidad de esa «filosofía de la psicología» a la
que Anscombe había invocado, que vendrá a sacarnos de
la encrucijada.28
Los resultados de la aportación de Phillips y Mounce
son drásticos: «La noción de lo que todos los hombres de­
sean es tan artificial como la evidencia común que se su­
pone la apoya. No existen teorías de la bondad».29 Un
aserto semejante, por supuesto, sería el punto final de la
filosofía moral: el acta notarial de su defunción, tantas
veces redactada y a pesar de lo cual, la filosofía moral
parece siempre deseosa de mostrarse renacida.
Quizá pudiera haber algo de razón en los asertos de
Phillips y Mounce, como pudiera haber algo de razón en
la filosofía moral contemporánea, de las décadas del 20 al
60, que parecen excluir la posibilidad de razonamiento en
ética. Pero «algo» de razón no significa que sean posturas
concluyentes que anulen a sus contrincantes.
Para empezar, el aserto de Phillips y Mounce parece,
por decir lo menos malo, excesivamente rígido y extre­
mado. Stevenson en su Ethics and Language (1944) ha ex­
plicado con mucha mayor riqueza de matices la implica­
ción mutua que se da entre nuestros desacuerdos de creen-
28. *in so far as philosophers construct a paradigm in theirsearch for
the “unity of the facls of human good and harm", they are not far removed
from the so-called scientific rationalists and their talk ofproper functions,
primary parpóse, etc. One of these, in an argument with a Román Catholic
housewife over birth control...» (Ibid., pp. 238-239).
29. *The notion of what atl men want is as artificial as the common
evidence which is supposed to support it. There are no theories ofgoodness•
(Ibid., p. 239).
260
cias (es decir, desacuerdos acerca de lo que son las cosas,
desacuerdos teóricos) con los desacuerdos en actitudes (es
decir, desacuerdos en nuestras valoraciones e intereses).
Nos interesa lo que nos interesa porque pensamos lo que
pensamos, y pensamos lo que pensamos porque nos inte­
resa lo que nos interesa.30
Por otra parte, si bien somos fruto del proceso de socia­
lización, hechura de la sociedad en alguna manera, quizá
se podria decir con Robert J. McShea que «desde luego
que los hombres son hechos por la sociedad, pero las so­
ciedades son hechas por los hombres, y nosotros estába­
mos allí primero»,31 lo cual, sin embargo, resulta un tanto
arriesgado, ya que se podría afirmar, asimismo, que
donde no hay sociedad tampoco hay seres humanos, al
menos tal como entendemos comúnmente el concepto de
«ser humano».
En cualquier caso la crítica de Phillips y Mounce, si
bien es sugerente y pone énfasis en un aspecto a menudo
descuidado, a saber, el de cómo la realidad es un cons-
tructo social y, por ende, un constructo en el que se inser­
tan valoraciones y en donde no se dan nunca «hechos bru­
tos», no resulta del todo demoledora. O, por menos, puede
ser vencida y resistida. Si el hombre quiere algo en aten­
ción a una creencia, no es menos cierto que la creencia que
tiene obedece a algún tipo de deseo o apetencia. A lo sumo
habría que hablar de un sistema de retroalimcntación o
feedback entre deseos y creencias, lo cual no nos privaría,
sin embargo, de la esperanza de encontrar un campo co­
mún, un punto de referencia, para calibrar creencias y
deseos.
Una crítica más devastadora posiblemente que la de
Phillips y Mounce es la que Haré dirige al trabajo de
30. «..«1 hecho de que las creencias cambian las actitudes resulta
indubitable...» (Stevenson: Ética y lenguaje, p. 112).
31. McShea: «Human Nature Ethical Theory», Ph. and Phenome-
nologicalResearch, marzo de 1979.
261
Gcatch «The Good and the Evil» y que, por extensión,
aplica a gran número de teorías neonaturalistas.
Geatch, en el trabajo mencionado,32 había mantenido,
acertadamente a mi modo de ver, la diferencia entre ad­
jetivos atributivos y adjetivos predicativos. Los adjetivos
atributivos son, por así decirlo, términos cuya significa­
ción pende del sujeto al que acompañan. Decir «una
mosca grande» no es decir que exista un objeto tal que es
una mosca y es grande sino que es grande en cuanto
mosca. Para Geatch «bueno» y «malo» (good y evil) son,
precisamente, adjetivos de este tipo, lo cual no impide que
sean términos primariamente descriptivos como el que
más. De hecho siempre describen cualidades de las cosas,
aunque no siempre describan las mismas cualidades
acerca de todas las cosas. Aplicado a libros, el adjetivo
«bueno» tendría que cumplir, pongamos por caso, los re­
quisitos XYZ, mientras que aplicado a cuchillos, por ejem­
plo, tendría que cumplir con los requisitos UVW, lo cual
no implica ninguna vaguedad consustancial a la palabra
«bueno», al igual que sería ridículo suponer ambigüedad
en la expresión «cuadrado de», simplemente porque el
cuadrado de 2 no sea el mismo que el cuadrado de 4.33
La réplica de Haré a este trabajo en el suyo titulado,
precisamente: «Geatch: "Good and Evil”» (1957), resulta
bastante atinada y un tanto demoledora. Bien está, se ar­
gumenta la aplicación de Geatch en relación con good
siempre que sea referida a palabras «funcionales», es de­
cir, palabras que utilizamos, como «cuchillo», «mesa»,
«libro» o «carpintero», para referirnos a una determinada
funcionalidad o instrumentalidad que se les presupone.
32. «The Good and the Evil», Analysis, 1956, incluido en Ph. Foot,
Theories of Ethics, Oxford University Press, 1967; versión cast.: Teorías
sobre la ética. Breviarios del F.C.E., Madrid, 1974.
33. «No existe número alguno por el que se pueda multiplicar otro
para que dé su cuadrado; pero de aqui no se sigue ni que 'cuadrado de*
sea una expresión ambigua que a veces significa 'doble de*, 'triple de',
etc., ni que se deba hacer algo diferente que multiplicar para hallar el
cuadrado de un número...» (tb id p. 106),
262
Pero ¿qué ocurre con palabras como «hombre» o «acción
humana»? Para Haré, Geatch está intentando convertir
«hombre», indebidamente, en una palabra funcional,34
cuando, como Haré había insistido en Freedom and Rea-
son, el hombre es libre para elegir su conducta moral y no
moral.
El problema al que nos ha abocado el enfrentamiento
entre neonaturalistas y prescriptivistas es, en resumidas
cuentas, el problema existencialista de si la existencia pre­
cede a la esencia o se da el caso inverso.
Sartre, por supuesto, negará contundentemente la po­
sibilidad de una «naturaleza humana». En el caso de un
objeto fabricado, un libro o un cortapapel, hechos con un
fín y un propósito, por seres humanos, la esencia precede
a la existencia, se nos dirá en L'existentialisme est un hu-
manisme. El existencialismo ateo que Sartre dice repre­
sentar declara que si Dios no existe, si no existe un arte­
sano o demiurgo platónico, podríamos agregar, hay por lo
menos un ser en el que la existencia precede a la esencia.
No hay naturaleza humana, porque no hay Dios para con­
cebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él
se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe
después de la existencia, como se quiere después de este
impulso hacia la existencia, el hombre no es otra cosa que
lo que él se hace.35
A pesar de lo atractivo y sugerente de la tesis sartreana,
no parece ajustarse estrictamente a los hechos. En su obra,
el hombre se alza como Prometeo contra los dioses y la
34. «Si "hombre* se emplea (como ocurre a veces) significando "sol­
dado" o "criado* (ambas palabras funcionales), la expresión “buen hom­
bre' es no moral, precisamente porque la palabra "hombre" se emplea
de manera funcional... Pero si "hombre" se emplea de la misma manera
ordinaria y general para indicar "miembro de la especie humana" no es
funcional» («Geatch: "Good and Evil”», incluido en la obra de Ph. Foot
Theories ofEthics, Oxford University Press, 1967; versión castellana de
Manuel Arbol!, Teorías sobre la ética. F.C.E., México, 1974, p. 122).
35. L'existentialisme est un humanisme; versión cast. El existencia­
lismo es un humanismo, Ed. Sur, Buenos Aires, 1978, pp. 17-18.
263
fortuna, y hay algo de heroico y patético, tremendamente
humano, en esta rebelión. Pero, por desgracia o fortuna,
el hombre no es libre, en casi ningún aspecto de su vida,
sino fruto de condicionamientos sociales. Suponiendo que
una existencia auténtica consistiese en superar los condi­
cionamientos sociales, y que pudiera lograrse tal empresa,
siempre tendríamos que movemos dentro de unos esque­
mas heredados genéticamente que limitarían no sólo la
consecución de nuestros deseos, sino incluso la formula­
ción de los mismos. Por supuesto, como alega Nowell-
Smith, «ser libre... es ser libre para hacer lo que uno desea
hacer, no ser capaz de obrar a pesar de los deseos perso­
nales».36
Sin embargo, habrá que recalcar, los deseos personales
no se eligen libremente, y si bien podemos prescindir de
la idea del artesano o el demiurgo, o la de una providencia
que nos ha diseñado conforme a un lelos o finalidad, exis­
ten serías dudas relativas a hasta qué punto podemos ele­
gir nuestros valores de modo arbitrario. En efecto, ni si­
quiera el existencialismo ni Haré con su insistencia en la
libertad individual, veían en la elección humana un signo
de actuación caprichosa, sino el sentido mucho más ético
de una responsabilidad que el hombre tiene que tomar
para si, como contrapartida de ser más lábil y maleable
que todos los demás seres animados, más libre y menos
sujeto a drives o impulsos transmitidos genéticamente.

La Justificación del «debe» a partir del «es»


Me referiré ahora a la forma estándar del neonatura-
lismo, que Hudson ha sintetizado como aquella opción en
la que se mantienen al menos estas dos opciones: a) que
no es siempre lógicamente posible separar los significados
descriptivos y valorativos de un juicio moral y b) que los
36. Nowell-Smith: Ethics, p. 179.
264
criterios aplicados en los juicios morales no son, en último
análisis, simplemente cuestión de libre elección.37
Consideraré dos tipos de aportaciones: en primer lugar
me referiré al caso de la profesora Foot, que creo meritorio
y que analizaré dentro de una línea de argumentación clá­
sica que no ha incorporado todavía las últimas sutilezas
del análisis lingüístico. En segundo, e importante, lugar,
me referiré a las que considero aportaciones más acaba­
das a la concepción neonaturalista de la ética, como son
las de Searle y Wamock, que incorporan importantes ele­
mentos novedosos, siguiendo una línea austiniana en re­
lación con las funciones del lenguaje.
Como preámbulo habrá que destacar, no obstante, se­
gún Hudson advierte, que el descriptivismo o nconatura-
lismo ha de ser entendido como una suerte de guerra anti-
prescriptivista, en el sentido de oponerse a dos de las con­
clusiones que parecen derivarse de la aportación de Haré
y, habría que añadir, los inmediatos antecesores, Steven-
son y Ayer.
Para los prescriptivistas, en efecto, existe una especie
de línea demarcatoria entre lo descriptivo y lo prescrip-
tivo, por una parte, y, por la otra, los juicios morales son
«libres», en el sentido de que no existen límites para lo
que un hombre deba desear, tesis que, de alguna manera,
está presente en la obra de Nowell-Smith, Ethics, cuando
incita a cada hombre a construir su propio sistema nor­
mativo de acuerdo con su peculiar idiosincrasia,38 «liber­
tad» que, por lo demás, goza de muy amplia aceptación
incluso dentro de concepciones «consensuadas» y empi-
ristas de los valores éticos, como en el caso de Monro en
37. Hudson: Modem Moral Philosophy, MacMillan, Londres. 1970;
versión cast. de José Hierro S. Pescador: La filosofía moral contemporá­
nea, Alianza, Madrid, 1974, p. 277.
38. *Decísions and imperatives do not follow logically from psycholo-
gical or biological descriptions; bul the sort of life that will in fací be satis-
factory to a man will depend on the sort of man that he is... The questions
’What shall I do?" and "What moral principies should 1 adopt?" musí be
answered by each man for himself»(en Ethics, p. 320).
265
Empiricism and Ethics (1967) o la obra, más reciente, de
Mackie, miembro de la Academia Británica desde 1974,
que en 1977 expuso su punto de vista en Ethics lnventing
Right and Wrong, al postular una ética marcadamente
subjetivista y liberal.
En el caso específico de Monro, acercándose en algún
sentido a Haré, la moral es simplemente lo over-riding, es
decir, el deseo que se sobrepone a todos los demás. Sin
embargo, no se sobrepone o antepone por ser moral (no
existe para Monro ninguna característica distintiva de lo
moral), sino que es precisamente moral por ser over-riding,
es decir, por tratarse de un sentimiento que goza de un
status privilegiado entre los humanos.39
De ello se sigue, según Monro, que la moralidad de un
hombre puede diferir perfectamente de la moralidad de
otro hombre, si bien admite que, a causa de factores psi­
cológicos y sociológicos las moralidades de los distintos
hombres suelen parecerse bastante, especialmente dentro
de una misma cultura.40 Es cierto que no hay elección po­
sible entre dos moralidades distintas, pero se mantiene,
no obstante, una especie de fe en una «naturaleza común»
entre los hombres que hará que se alcancen acuerdos mo­
rales. Tratar a los otros como desearíamos que nos trata­
sen a nosotros no es, para Monro, un principio «lógico»,
aunque sí acepta que se trata de un principio moral que
casi todos asumimos «de hecho».41
Mackie, por su parte, admite un universo polivalente
de normas, en donde lo único que cabe hacer es lograr
algún tipo de acuerdo que nos sirva para mantener los
principios mínimos que hagan viable la convivencia.42
39. Véase Monro: Empiricism and Ethics, Cambridge University
Press, 1967, cap. 17, «Morality as over-riding», pp. 208-229.
40. *It does not follow, either, that reason and argument are out of
place in moral matters... because, forpsychological and social reasons, men
do agreepretty well in theirbasic moral assumptions» (en op. cit., p. 231).
41. «7o treat others as one would wish to be treated oneself is, I have
argued, not a logical principie; I do not deny that it is a quite fundamental
moral principie which nearly all men do in fact accept• (Ibid., p. 233).
42. •Bul since there will ahvays be divergent conceptions of the good.
266
Por supuesto. Haré en Freedom and Reason (1963) era
mucho menos aséptico y modesto. Por lo menos había
puesto límites al «juego de la moral» con sus requisitos de
prescriptividad y universalizabilidad, si bien es cierto
que, por lo que a normas concretas se refiere, había rehu­
sado entonces establecer ninguna.
Por lo que respecta al trabajo de Haré «Descripti-
vism» 43constituye un auténtico desafío, como lo son tam­
bién las obras de los autores antes mencionados, a las tesis
mantenidas por Philippa Foot.
Philippa Foot había argumentado que las decisiones
en ética no pueden ser arbitrarias, como no lo son los usos
cotidianos de la palabra «good»; tanto en «Moral Argu-
ments»,44 como en «Moral Bcliefs»45 o en «Goodness and
Choice»,46aparecen reiteradamente estos dos puntos: hay
una relación necesaria entre lo fáctico y lo normativo y,
como corolario, existen criterios objetivos en ética y no
mera arbitrariedad o subjetividad 47 Lo cual podría resu­
mirse en un solo aserto: existe la posibilidad de una ética
normativa basada en hechos. O, lo que es igual, contamos
con un método •empírico», en ética.
En «Moral Arguments» (1958), por ejemplo, en oposi-
different preferred kinds of life, a good form of society musí somehow be a
liberal one... For in the end we are in the same posilion as Locke's oullaws
and thieves: wilh no innale principies lo guide us —ñor even, as Locke
himself ihoughl, laws of nalure discoverable by reason— we have to find
principies of equity and ways of making and keeping agreements without
which we cannot hold together» (Mackic: Ethics. Inventing Right and
Wrong, Penguin Books. Middlesex, Inglaterra 1977, pp. 236-239).
43. Haré: The Proceedings ofthe British Academy, 1963.
44. Mind, 1958.
45. En TheProceedingsoftheAristolelian Society, vol. 59(1958-1959).
46. /6/d. (1961).
47. Curiosamente Monro aun admitiendo el carácter subjetivo de
las creencias morales abogará por su no arbitrariedad: «7osay that moral
beliefs. oraltitudes, are ultimately subjeclive is nol to say that are arbitrary,
or that we can assume them al will. We have the moral altitudes we have
because we are the son of men tve are» (op. cit., p. 231).
267
ción a corrientes puramente emotivistas, replica Foot que
el hecho de que los argumentos morales necesiten defensa,
parece diferenciar el impacto que producen los puntos de
vista morales de un individuo en otro de la simple persua­
sión y coerción, y a los propios argumentos morales de las
meras expresiones de gustos o disgustos.48
Enfrentándose con la postura de Haré como con la de
Stevenson, va a establecer que, contrariamente a ellos,
pretende demostrar que «algunas cosas cuentan y otras
no cuentan a favor de una conclusión moral y que un hom­
bre no puede decidir por sí mismo lo que es evidencia para
la corrección y la incorrección moral, al igual que no
puede decidir qué es evidencia para la inflación monetaria
o un tumor cerebral.49
De manera algo vaga se adelanta lo que será un punto
central en las tesis de Searle: el lenguaje es una institu­
ción. Como dirá Berger, el lenguaje es el paradigma de las
instituciones.50 Entrar en el lenguaje es entrar en un sis­
tema establecido de reglas. Nadie puede usar arbitraria­
mente ninguna palabra, so pena de vaciarla de todo tipo
de contenido y significado.
Utilizando un artificio similar al de Searle, aunque
mucho menos refinado, Foot va a apuntar que la posibili­
dad de pasar de un es a un debe es, contrariamente a lo que
se supone, un hecho cotidiano del lenguaje. O, dicho con
otras palabras, que existe una especie de continuo insti­
tuido lingüísticamente entre descripción-valoración.
Es interesante, al efecto, el análisis llevado a cabo por
Foot del predicado rude (grosero, maleducado), término
claramente valorativo, mostrando que dicho vocablo no
48. Véase en Readings in Contemporary Ethical Theory, ed. por Pahel
y Schiller, p. 145.
49. Ibld., p. 147.
50. «Language is Ihe social institution above all others. Il provides the
most powerful hold that society has over us»(Berger y Peter: Sociology: A
Biographical Approach, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1978,
p. 88).
268
puede ser utilizado caprichosamente, sino que se produce
en conexión con una serie determinada de características.
Por supuesto, podemos negarnos a participar en el
«juego» del lenguaje relativo a la asignación del epíteto
rude, pero lo que no podemos hacer, en opinión de Foot, es
aceptar la utilización de rude sin aceptar a un tiempo las
normas establecidas para su uso. En este sentido, consi­
dera Foot que la «grosería» se aplica a algún tipo de ofensa
que indica falta de respeto. Es evidente que podemos dis­
cutir qué es lo que constituye una ofensa. Existen casos en
que se trata de meras convenciones (como quitarse o no
quitarse el sombrero al entrar en casa), pero existen otros
donde parece darse un sentido «natural» de ofensa, como
cuando alguien da un empujón a otro para sacárselo de en
medio.51
En cualquier caso, no es posible aceptar que se han
satisfecho los criterios O (referentes a la ofensa) y negar R
(que la acción sea rude, es decir, grosera, o denotativa de
falta de educación). Y puesto que en el caso de —(p • —q)
se sigue que p implica q, nos encontramos con que de O
(que es un hecho) se ha seguido R (que es una valoración),
es decir, hemos pasado naturalmente de un is a un ought,
esto es, de lo fáctico a lo normativo.
Hay una serie de problemas implicados en tal tipo de
argumentación que ignoraré en atención a la brevedad,
aunque habré de mencionarlos de pasada, sin detenerme
en un escrutinio riguroso. Una objeción obvia que sólo
quiero señalar, y que Foot parece haber pasado por alto,
es que O (ofensa) no es un expresión puramente descrip­
tiva sino ya valorativa. Quien admite que hay ofensa ad­
mite que hay grosería, por definición del término grosería.
El problema radica, justamente, en cómo decidir cuándo
hay ofensa, qué tipo de hechos son relevantes al caso,
etc., etc.
A favor de Foot se podría contra-argumentar que lo que
SI. tbtd.. p.150.
269
sea o no sea una ofensa es una cuestión debatible, que debe
darse, sin embargo, dentro de ciertos limites, dentro de un
cierto marco de objetividad, por flexible que éste sea.
Dado lo que el hombre es, se espera que ciertas cosas le
ofendan y que otras cosas, salvo en casos realmente excep­
cionales o excéntricos, no puedan producir ofensa alguna.
A partir del ejemplo mencionado, pasa Foot a la con­
sideración del término good, concluyendo que existen
igualmente criterios para su aplicación dentro del len­
guaje. Un hombre no puede tomar decisiones personales
acerca de lo que debe contar como evidencia moral, sino
que, al igual que en el caso de rude se daba una relación
con «ofensa», en el caso de «bueno» existen una serie de
relaciones, que habrá que determinar tras paciente inves­
tigación, con conceptos tales como «daño», «ventajas»,
«beneficio», «importancia», etc.520, como se dice en «Mo­
ral Beliefs»: «Resulta sin duda claro que las virtudes mo­
rales tienen que estar conectadas con el bien o el perjuicio
humano y que es imposible llamar bueno o perjudicial a
lo que uno quiera».53
Aserto del que hay un eco en la obra de Baier, The Mo­
ral Point ofView (1958), cuando afirma que al valorar una
vida uno de los criterios que utilizamos es cuanto más de
satisfacción y cuanto menos de frustración hay en esa
vida.54 Si bien Baier es menos «absolutista» que Foot, sí
está de acuerdo con ella en que debe haber verdades mo­
rales absolutas, independientes de los cambios sociales55
52. Ibld., p. 153.
53. «Moral Beliefs» (1958), incluido en The Is-Ought Queslion, p.
205.
54. *¡n evalualing a Ufe, míe of the criterio of merit which we use is
how much satisfaction and how liltle satisfaction there is in that life* (op.
cit., p. 301).
55. «There can be no reason lo doubt, then. that there are absolute
moral truths. independent of social changes. Law and custom are social
producís, which, from their nature, change when the "willofsociety" chan­
ges. By contrast, there are moral truths which are not thus logicaUy depen­
den! on the willofsociety* (Baier: The Moral Point ofView, p. 235).
270
y que estas verdades están vinculadas a la naturaleza hu­
mana. Punto en el que también va a coincidir posterior­
mente G.J. Wamock, al afirmar en 1967 que lo que sea
dañino o beneficioso no es una «cuesión de opinión », y que
debemos luchar porque no se nos prive de esta convicción
de que existen cosas que efectivamente son buenas para la
gente y otras que efectiva e indiscutiblemente son malas,
como morir de hambre, ser torturado, humillado o herido,
lo cual constituye no una opinión, sino un hecho “
Haré, sin embargo, va a rebatir esta convicción de Phi-
lippa Foot, compartida por Baier y Wamock, entre otros,
argumentando en su trabajo «Descriptivism» (1963), que
si bien el hombre de hecho puede tener una serie de pro­
altitudes, no es lógicamente necesario que las tenga, de
suerte que no existe ningún tipo de conexión lógica entre
«bueno» y algún tipo de deseos, si bien, como cuestión
fáctica, los hombres suelen utilizar «bueno» para univer-
salizar conductas que les benefician. No obstante, no
existe ninguna compulsión lógica, ni siquiera ninguna res­
tricción por débil que sea, de tipo lógico, que me impida
comer lo que sé que me matará. No lo como porque sé que
me matará, pero si hiciese lo contrario y lo comiese porque
sabía que me mataría no estaría contrariando ninguna
regla lógica respecto al uso de las palabras.5657
De la premisa fáctica de que las setas me matarán sólo
puedo inferir que no debo comerlas si también acepto una
premisa adicional relativa a que no debo comer lo que me
mataría. De no contar con dicha premisa valorativa, adi­
cional, nada valorativo puedo deducir del mundo de los
56. «/ believe that we all have, and should not let ourselves be bullied
out of, the conviction that al least sonte questions as to what is goodor bad
forpeople, what is hamtftdorbeneficia!, arenot in any serious serse matters
of opinión. That it is a bad thing to be tortured or starved, humiliated or
hurí, is not a opinión: it is a fací» (GJ. Wamock: Contemporary Moral
Phitosophy, p. 60).
57. «Descriptivism», incluido en The Is-Ought Question, ed. por
Hudson, pp. 257-258.
271
hechos.5" Lo cual no es óbice, por otra parte, para que a
partir del mundo de los hechos no pueda dar cuenta del
porqué de mis acciones o incluso de mis sentimientos mo­
rales. Del enunciado de que el cianuro es un veneno, junto
con el enunciado de que este plato contiene cianuro, puedo
concluir que este plato contiene veneno, argumentará
Haré, pero no existe ninguna conexión lógica que pueda
justificar la inferencia, a partir del simple enunciado de
que este plato contiene cianuro, de la conclusión de que
contiene veneno. Sin embargo, agregará Haré, el plato es
venenoso porque contiene cianuro.5859
Con lo cual viene a sugerir Haré la posibilidad de que
los enunciados éticos no tengan que ser ni estrictamente
lógicos ni totalmente irracionales. Un enunciado del tipo
«q porque p» no tiene que implicar una conexión lógica
entre p y q, sin embargo, el porqué nos proporciona un tipo
de explicación cuyo estatuto epistemológico Haré no de­
termina y que, quizá, me atrevo a sugerir a mi vez, debiera
bastarnos a la hora de vindicar el método de la ética nor­
mativa.
Queda en pie, sin embargo, la cuestión de si Philippa
Foot aceptaría asimismo este tipo de sugerencia, o si no
estará intentando, por el contrario, probar lógicamente lo
que, según Haré, no es lógicamente demostrable. Es decir,
queda por resolver si la conexión que Foot preconiza entre
«X es a» y *X es bueno» es de tipo analitico o sintético.
Searle en su trabajo «How to derive "ought" from "is”»
(1964),60 que tantas polémicas ha suscitado, ha intentado
seguir una línea sugerente, pero tal vez fallida, como han
apuntado Flew en «On not Deriving Ought from Is» (1964)
o Haré en «The Promising Game» (1964).
El punto más iluminador respecto a la línea seguida
por Searle, que entronca con la filosofía del lenguaje aus-
58. ¡bid., p.258.
59. Ibtd.
60. Publicado originalmente en The Philosophical Review, 1964; in­
cluido en The Is-Oughl Question, pp. 120-143.
272
liniana, es la concepción del lenguaje como la realización
de actos lingüísticos de acuerdo con reglas (lenguaje-ins­
titución que da lugar a acciones y no sólo dice cosas sino
que hace cosas como sugería Austin en How to do Things
with Words), tal como aparece expresado por el propio
Searle en el apartado 8.1 del capítulo VIII de su obra
Speech Acts (1969), capítulo que se titula precisamente
«Deriving “Ought” from "Is"».
Searle analiza el caso de la promesa y de una forma
aparentemente nítida desarrolla en cinco pasos el tránsito
gradual e insensible de enunciados fácticos a enunciados
valorativos. Tendríamos, así, la siguiente cadena de pro­
posiciones, a las que luego Searle intercalará una serie de
cláusulas adicionales que hagan posible la relación de en-
tailment:
1) Jones pronunció las palabras: «Con esto prometo
pagarte a ti, Smith, cinco dólares».
2) Jones prometió pagar a Smith cinco dólares;
3) Jones se puso a sí mismo bajo (asumió) la obliga­
ción de pagar a Smith cinco dólares;
4) Jones está bajo la obligación de pagar a Smith
cinco dólares; y
5) Jones debe pagar a Smith cinco dólares.61
De acuerdo con Searle, la relación de estos enunciados
entre sí no siempre es de implicación, pero tampoco se
trata de una relación contingente, y una vez que se sumi­
nistran una serie de cláusulas ceteris paribus intermedias,
es factible lograr una nítida deducción lógica de 1 a 2,2 a
3, y así sucesivamente.62
Con ello pretenderá Searle haber demostrado que la
presunta falacia consistente en derivar un «debe» a partir
de un «es» no es una falacia en absoluto, pues existe al
61. ¡bíd.. p.121.
62. Ibid., pp. 121 y ss.
273
menos un tipo de hechos, a saber, los hechos institucio­
nalizados, como el hecho de prometer, que conllevan a la
par que un elemento descriptivo un elemento prescrip-
tivo, de tal suerte que se siguen naturalmente de ellos con­
clusiones normativas.63
Sin embargo, las objeciones de Flew y Haré no parecen
del todo irrelevantes, mientras que la respuesta que
Searle intenta darle en Speech Acts no es del todo satisfac­
toria.
Flew y Haré plantean el problema del espectador no
comprometido que si bien contempla cómo son pronun­
ciadas tales palabras y en circunstancias tales que suelen
ser denominadas «promesas», no está dispuesto a asumir
todo lo que conlleva la institución de la «promesa». Es
decir, es posible que alguien acepte el enunciado 1 de
Searle, a saber, «Jones pronunció las palabras “con esto
prometo pagarte a ti, Smith, cinco dólares”», sin que de
ello se siga que acepte asimismo que Jones hizo una «pro­
mesa», a no ser utilizando «promesa» entre comillas y, por
consiguiente, no esté dispuesto a aceptar que Jones haya
contraido ningún tipo peculiar de obligación moral.64
De igual manera, sugeriría yo, uno puede hablar de
«propiedad» y afirmar con Proudhon que «la propiedad
es un robo», manifestando con ello que no acepta los de­
rechos que se suponen inherentes a los propietarios en la
institución de la propiedad vigente en nuestras socieda­
des.
Por consiguiente, bien pudiera alguien indicar que «las
promesas no deben ser cumplidas» o que «la propiedad
no debe ser respetada », sin incurrir en auto-contradicción.
La frase antes mencionada de Proudhon, «la propiedad es
un robo», es una manera de decir, paradójicamente «la
propiedad (es decir lo que se entiende por tal en sentido
63. Ibld., p. 133.
64. Véase Flew: «On not Deriving “Ought" from “Is"», y Haré: «The
Promising Game», ambos incluidos en The ls-Oughl Question, ed. por
Hudson pp. 135-143 y 144-162, respectivamente.
274
descriptivo) no es propiedad (es decir, valorativamente,
no es un derecho que deba ser reconocido)».
El propio Searle, si hemos de hacerle justicia, admite
esta posibilidad. Afirmará asi, que es posible mantener
«uno no debe nunca cumplir sus promesas», por ejemplo,
en el caso de un anarquista nihilista que argumentase que
uno no debe cumplir sus promesas porque una dependen­
cia de tal obligación impediría la auto-realización. Tal ar­
gumento podrá ser estúpido, concluirá Searle, pero no es
lógicamente absurdo. Lo único que ocurre, apostillará
Searle, es que se están aduciendo argumentos «externos»
a la propia institución para combatirla, rechazarla, etc. Y
esto es lógica, e incluso éticamente, posible. Ahora bien,
el argumento nihilista no niega, según Searle, que las pro­
mesas supongan obligación, lo único que niega es que ta­
les obligaciones deban ser cumplidas, en atención a los
presupuestos axiológicos que mantiene.63
Para Searle lo anteriormente expuesto es suficiente
para demostrar que existe, por lo menos, un tipo de con­
tra-ejemplo que muestra la posibilidad de extraer un
«debe» a partir de un «es», a saber, en el caso de las pro­
mesas, el «debe» de la obligación de cumplirlas, a partir
del «hecho institucionalizado» de prometer.6566
Como en el caso de Foot, sin embargo, nos encontra­
mos con que, en cierto sentido, no hemos avanzado de­
masiado. Las promesas obligan siempre que se acepten
las promesas, es decir, siempre que del hecho de que al­
guien pronuncie unas determinadas palabras en unas de­
terminadas circunstancias, asumamos que existe un de­
ber contraído y que existe, por ende, la obligación de cum­
plir este deber.
65. Searle: Speech Acts, Cambridge University Press; versión casi,
de Luis M. Valdés: Actos de habla. Cátedra. Madrid. 1980. p. 192.
66. «Pero el retirarse del uso comprometido de las palabras debe
incluir en última instancia una retirada del lenguaje mismo, puesto que
hablar un lenguaje... consiste en realizar actos de habla de acuerdo con
reglas y no hay separación de esos actos de hablar de los compromisos
que forman parte de ellos» (¡bld., p. 201).
275
¿No es posible, sin embargo, hablar de «obligaciones»
(en el sentido descriptivo del término, es decir, lo que una
sociedad entiende por «obligación») y negar que debamos
cumplir con estas obligaciones?
El problema moral radica, precisamente, en determi­
nar qué juego debemos jugar. Y de lo que se trata, si asu­
mimos la posición neonaturalista, es de encontrar una
base fáctica de donde extraer las razones de nuestros com­
promisos. En este sentido, cuando menos, Searle ha fra­
casado en lo que podría ser un intento de construir un
método neonaturalista de la ética.
Me referiré, en último lugar, al neonaturalismo de
GJ. Wamock. A mi modo de ver, con mucho, la aportación
de este filósofo, director del Hertford College de Oxford,
es la más extensa, rica y matizada, en lo que al método
neonaturalista se refiere.
Influido asimismo por Austin, Wamock ha sabido rea­
lizar una crítica a la denominada «Linguistic Philosophy»
desde dentro, haciéndonos ver que no está en la naturaleza
de la «filosofía lingüística» el que no se encuentre mucho
que decir en teoría moral.67 Posiblemente, la filosofía del
lenguaje puede ser un arma importante para distinguir
las fuerzas ilocucionarias, perlocucionarias y locuciona-
rias del discurso moral, y se puede dedicar así a este úl­
timo aspecto, el locucionario, tal como Wamock hace, la
atención que se merece.
Subyacentes a toda la obra de GJ. Wamock hay dos
presupuestos que estimo de interés, si bien no aparecen
explícitamente. En una nota crítica por parte de Wamock
a The Commonplace Book of G.E. Moore68 aparece, más o
menos entre líneas, uno de ellos. Así, allí se afirma, por
ejemplo, que Moore tenía absolutamente razón al afirmar
que existen muchas cosas que no es sensato que los filó­
sofos nieguen o pretendan negar o dudar. Cosas que el
hombre común sabe que son ciertas. Esta confianza en el
67. GJ. Wamock: Contemporary Moral Philosophy, p. 3.
68. En Mind. LXXXV1I (1968).
276
«common sense», en la doxa popular, le lleva a Wamock a
asumir como «hechos» el que el morir de hambre es malo
(en sentido no ético) y que es sólo un paso natural conti­
nuar a partir de esta valoración pre-moral hasta llegar a
alcanzar valoraciones morales, como el autor me ha indi­
cado en el comunicado epistolar que me ha dirigido.6970
Es decir, quiero leer entre líneas en dicho escrito de
Wamock, una actitud muy semejante a la de Ferrater
Mora en De la materia a la razón. Actitud que, por otra
parte, encuentra asimismo en el desarrollo contemporá­
neo de la fenomenología un importante asidero. Los he­
chos y el mundo, como han hecho ver Berger y Luckmann,
son una «construcción social»
Otro aspecto importante de la filosofía moral de War-
nock es que escaparía a toda posible acusación de «natu­
ralismo falaz», ya se trate de un empirismo a ultranza o
de un «esencialismo» de raigambre metafísica. Wamock
coincidiría con Sartre en poner como centro neurálgico de
la preocupación ética, no una «naturaleza humana», más
o menos fija, más o menos ambigua y desvaída; lo que a
Wamock le preocupa, especialmente, es la Human Predi­
camento0 es decir, la condición humana.
Precisamente, esta «universalidad humana de condi­
ción» es lo que va a dar contenido a la moral, tal como
Wamock la entiende, en un sentido muy restringido del
término que de alguna manera ya había sido preludiado
por Philippa Foot en «Moral Arguments» o por Baier en
The Moral Point ofView.
Es importante señalar, sin embargo, que la «condición
humana» no es un patrón a seguir en Wamock, sino un
reto a superar o un obstáculo que vencer. Maritain había
indicado en su Filosofía moral que «todo gran sistema mo­
ral es, en realidad, un esfuerzo para impeler al hombre, de
una manera u otra, y en un grado u otro, a que supere de
69. Carta de fecha 22 de abril de 1979.
70. G. J. Wamock: TheObjectofMorality, Methuen andCo., Londres,
1971, pp. 17-26.
277
alguna manera su condición natural».7172De acuerdo con
ello, por tanto, en algún sentido al menos, Waraock par­
ticipa en la común empresa llevada a cabo por todos los
grandes sistemas morales. Su razonamiento no es, a la
manera que sí lo es en Rousseau o en Kropotkin: «la con­
dición natural es tal que el hombre es bueno», por lo tanto
«volvamos al hombre a su condición benévola natural».
Por el contrario, Wamock se encuentra muy lejos de con­
cepciones tan optimistas como las indicadas, o aquella de
Malatesta para quien la ley que gobierna la sociedad es la
dulce ley de la solidaridad, aunque tampoco se identifi­
caría totalmente con un Stirner, para quien el hombre
maduro es el hombre egoísta, que pone por encima de todo
su interés personal. Y, sobre todo, de ahí el interés de la
obra de Wamock, en ningún caso tratará este autor de
justificar unas leyes o normas de conducta como emana­
das espontáneamente de la condición natural humana.
Dentro de una tradición tan remota como la de Protá-
goras, Hobbes o Hume, Wamock combina dos elementos
en su reflexión filosófica que hacen plausibles y convin­
centes sus razonamientos: a) por una parte aquello que es
deseable desde una perspectiva social; b) Por otra parte, lo
que cabe esperarse de la condición humana natural.
Para salvar la distancia entre lo que es deseable que la
sociedad sea y lo que la sociedad está abocada a ser de
actuar el hombre conforme a su «condición natural»,
surge, precisamente, la moral. Como se nos narra en el
Protágoras platónico, compadecido Zeus de la maltrecha
condición humana que llevaba a los hombres a su mutuo
aniquilamiento, envió a Hermes para que otorgase a los
hombres aidós y diké.n Aidós que podría ser traducido por
«sentido moral»73y diké, ley o justicia, que en suma apun-
71. Op.cit., p. 582.
72. Protágoras 320 d-322 d.
73. Véase en ese sentido la traducción realizada por Carlos García
Cual en Platón: Diálogos. 1, Biblioteca Clásica Credos, Madrid, 1981,
p. 526, asi como la nota 31 en pp. 526-527. También Mackie es de opinión
278
tan al propio hecho de la moralidad como remedio a una
necesidad, metafóricamente suplida por los dioses en Pía*
tón, y que en la filosofía de Hobbes se convierte en el con­
trato entre los hombres que los libera del ius naturale bajo
el patrocinio del soberano absoluto, y que en Hume o War-
nock es obra exclusiva de los propios hombres en su con­
vivencia interpersonal (aunque en Hume esta labor venga
reforzada asimismo por el poder judicial).
Por supuesto, tampoco Wamock descartará del todo la
necesidad de un sistema coercitivo, si bien piensa que, en
general, se trata de desarrollar acciones más o menos es­
pontáneas, mediante una serie de «buenas disposiciones»
que deben ser recomendadas.74
Como en el caso de Aristóteles, habría que decir que en
Wamock «las virtudes no se producen ni por naturaleza
ni contra naturaleza, sino por tener aptitud natural para
recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre».75
La costumbre y el hábito han de crear en la filosofía
moral de Wamock, al igual que en la de Aristóteles, esas
«buenas disposiciones» que puedan remediar la inheren­
temente mala condición humana.76
semejante, pues afirma «aidós which se can perhaps transíate as "a moral
sense"»(Ethics, p. 108).
74. «..jcoercion... Now there is every reason to think that this is part or
tke answer; there is also every reason to think that it is not and could not be.
as perhapsHobbes thought it was, thesolé and wholeattwer... It is not incon-
ceivable that a systemoftawshould benon-coercive... andthough sornewould
argüe that ideally such systems of coerción would be dispensare, it is pretty
clear that they are in fact a practical necessity in nearly all circumstances»
(GJ. Wamock: The Object ofMorality, p. 74).
75. Ética a Nicómaco, 1.103 a.
76. «... If things are not actuatty to go quite so badly as, given the nature
ofhumanpredicament, theyareinherentiy Habletodo, thereareconspicuously
foursorts ofgeneraldesiderata —Knowledge... organizaron... coerción... and
“good dispositions", that is, some degree of readiness voluntarih to act desi-
rably, and to abstam from behaving otherwise... Bul it seems to me reasonable
to insist that, among all these ramifledand mutuaBy inter-action desiderata,
a certain absoluta priority musí be seen as attaching to human dispositions»
(Wamock, op. cit., p. 76).
279
En la filosofía moral de Wamock se constata nueva­
mente lo que Hume ya había vislumbrado en su Treatise
de 1739, a saber, que si bien los hombres son como cuerdas
unidas, de tal suerte que el movimiento de una se comu­
nica a las restantes, sin embargo, existe una cierta propen­
sión a que nos dejemos llevar por los objetos más cercanos
y no sepamos valorar en lo que de por sí valen los que están
más lejanos. Para Wamock, además, la condición humana
es de tal suerte que los hombres tienden no sólo a no cui­
darse los unos de los otros suficientemente, sino incluso a
ejercitar la maleficencia activa.77
A pesar de importantes e innegables fallos,78 hay que
reconocer que la aportación de Wamock es fundamental
dentro de la ética contemporánea. Muy brevemente: su
mérito principal radica en saber manejar el lenguaje mo­
ral para trascenderlo, a la búsqueda del objeto o tema del
que ese lenguaje debe hablar. Por lo demás, si bien no cons­
tituye, por supuesto, la última palabra, por lo que a los
planteamientos de la moral respecta, la aportación de
Wamock constituye una contribución importante que ga­
rantiza lo que hemos intentado buscar: la racionalidad del
método en ética, señalando, al tiempo, los requisitos «em­
píricos» que la posibilitan.

77. Ibtd.. p.2l.


78. En este sentido resultan de interés las criticas de Narveson en
su comentario a The Objecí ofMorality publicado en Mind, abril de 1972,
pp. 288-299. asi como el comentario critico de Haré a Contemporary Mo­
ral Philosophy, publicado en Mind, 1968. pp. 436-440.
280
A p é n d ic e

UTILIDAD Y JUSTICIA
CÓMO SER UN BUEN HEDONISTA

La tesis que me propongo mantener en este trabajo no


es en absoluto novedosa. Por lo que a mi propia biografía
intelectual concierne, creo que data cuando menos de
1969 o 1970. Por lo demás, ya el autor de Utilitarianism la
había anticipado más o menos explícitamente.
La tesis, o mejor propuesta, que quiero someter a de­
bate es la de la necesidad de ser hedonistas en ética y ade­
más, especialmente, de ser buenos hedonistas (punto que
tocaré más adelante). Benn y Peters lo habían dicho ya en
1979:
...tanto la contribución kantiana como la utilitarista a
la teoría moral necesitan ser incluidas en una formulación
adecuada del criterio moral.1
Aspecto en el que Haré había insistido ya en 1963,12 y
del que volverá a ocuparse en 1981.3
1. Benn y Peters: SocialPrincipies and the DemocaticState, Alien and
Unwin, Ltd., 1959, p. 52.
2. «...a synthesis between two standpoints in ethics which have been
thought to be opposed. These are the standpoints of the utilitarians and
Kant» (Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1963, pp.
123-124).
3. Haré: Moral Thinking, Oxford University Press, 1981.
283
Dicho de otro modo, la «imparcialidad» (el «impera­
tivo categórico», o comoquiera que le denominemos) por
una parte, y la felicidad, por la otra, constituyen las dos
caras que han de exhibirse cuando se trate de discusiones
que puedan ser denominadas morales, a diferencia de ar­
gumentaciones teológicas, estéticas, etc. etc.
¿Se trata, acaso, de «millizar» a Kant o de «kantiani-
zar» a Mili? Personalmente, y teniendo en cuenta todas
las consideraciones pertinentes al caso, me inclino por re­
comendar como más urgente que Kant sea sometido a la
ley de la felicidad universal que el que Mili lo sea al im­
perativo categórico ya que, si bien las aportaciones de am­
bos filósofos de la moral me parecen insoslayables, ceteris
paribus, considero más peligroso el rigorismo kantiano de­
jado a su aire que la benevolencia de un espíritu candoroso
y amigable como el de Mili que, si puede pecar de alguna
cosa será de imprecisión y, si acaso, de inconsistencia,
pero nunca de falta de amor a la libertad y a la igualdad
entre los hombres, desiderata estimables como los que más
desde la perspectiva que yo adopto.
Por lo demás, mientras que en Kant hay un rechazo
explícito de la «felicidad general» como meta deseable en
ética, Mili, por el contrario, si bien fue un tanto parco a la
hora de explicitar la imparcialidad, no dejó de encomiarla
y encarecerla, como puede verse en Utilitarianism* y han
señalado Benn y Peters.45
Efectivamente, como Quinton ha puesto de relieve en
«Utilitarian Ethics», el hedonismo universalista defen­
dido por el utilitarismo, doctrina que me propongo de al­
gún modo vindicar y matizar, ha sido víctima reciente­
mente de dos tipos de críticas. En primer lugar, a partir
de los Principia Ethica de Moore de 1903, y con el consi­
guiente desarrollo del «no naturalismo» o «anti-natura-
lismo» ético, el componente hedónico del utilitarismo fue
4. En Collected Works, University of Toronto Press, Routledge and
Kegan Paul, 1969, vol. X, p. 251.
5. Op. cit., p. 52.
284
puesto en entredicho, so pretexto de que la fundamenta-
ción («definición» diría Moore) de «bueno» sobre la base
de «placentero» implicaba una falacia lógica (la falacia
naturalista). Por otra parte, sin embargo, y esta es, sin
duda, la crítica más severa y más persistente de que ha
sido víctima el utilitarismo o hedonismo universalista (de
aquí en adelante HU) una vez superadas, más o menos
felizmente, las acusaciones de incursión en la falacia na­
turalista, sigue sufriendo los airados envites de los que se
proclaman partidarios de la justicia como un derecho
prima facie, independiente de las consecuencias felices o
desdichadas que puedan derivarse o no de los actos jus­
tos.6
En rigor, la crítica de Moore al utilitarismo no es sino
el correlato contemporáneo de la respuesta recelosa y sus­
picaz que el hedonismo, individual o universal, generó en
el transcurso del tiempo.
Desde Platón cuando menos el «placer» como princi­
pio moral fue visto con malos ojos y ha contado desde
entonces con bastante mala prensa. Se suponía, errónea­
mente a mi entender, que para hacer aquello que nos com­
placía no precisábamos consejo, exhortación o clarifica­
ción alguna.
El hedonismo ético fue negado, ocultado, solapado o
atacado, pero en general, ni Platón ni Tomás de Aquino ni
siquiera Kant se atrevieron a negar que la «felicidad», por
vaga que la expresión sea, y su búsqueda, por quimérica
que pueda parecer, constituían el resorte más eficaz para
mover al intelecto y la voluntad humanos.
Se nos dijo así en La República de Platón que, a la pos-
6. •At thepresera time the altegedinadequacies of(heutilitarian theory
of justice is the main theme of the destructive criticism that is brought to
bearon the doctrine. It replaces in this role the objection that utilitarianism
commits the “naturalistic failacy" which was itsdf the successor to the
criticism that its hedonist criterion ofvalué was inmoraUydegradad»(«Uti­
litarian Ethics», en W.D. Hudson [ed.], New Sludies in Ethics, vol. 2.
MacMillan Press, Londres, 1974, p. 83).
285
irc, la vida «verdaderamente feliz» era la vida del hombre
sabio y moral. Tomás de Aquino nos prometió la beatiíude,
que no alcanzaba jamás nuestro corazón desasosegado, en
la divina, eterna contemplación de la deidad suprema. Y
Kant nos exhortó a ser morales como medio de merecer la
felicidad.
Schlick, el padre del círculo de Viena, de cuyo naci­
miento se cumplió en 1982 el primer centenario, lo ha ma­
nifestado expresamente en Fragen derEthik de 1930: todas
las instituciones humanas, religiosas, educativas, etc., tra­
tan de mover al hombre a actuar con la promesa tácita o
expresa de una felicidad remota o próxima.7
Es decir, pensadores, educadores e instituciones acep­
taban como un hecho el «hedonismo psicológico», pero se
negaban a realizar el salto del «es» al «debe» penalizado
tan duramente por Moore y sus epígonos, para concluir
como Mili lo hacía, un tanto ingenuamente quizá, que,
puesto que el hombre deseaba la felicidad, no se le ocurría
qué otra cosa podía ser deseable sino aquello que era de­
seado.
La supuesta confusión entre «deseado» y «deseable»
por parte de Mili es una cuestión que ha sido abordada
suficientemente, por lo que ahora será deliberadamente
soslayada. La posición más radical de Schlick sí debe ser
mencionada por ser escasamente aludida. Preguntarse
por algo que sea «deseable en sí» es una cuestión vacua,
mantendrá Schlick, existe únicamente el reino de lo de­
seado y esta cuestión, la relativa a qué cosas son deseadas,
es la única que incumbe a la ética.8
Por supuesto que las cosas nos parecen, ahora, ligera-
7. Schlick, op. cit.; versión inglesa trad. por David Rynin: The Pro-
blems ofEthics, Dover Pub., Nueva York, 1962, p. 50 y ss,
8. «The question whether something is desirable for ils own sake is no
question al all, bul mere empty words. On Ihe olher hand the question of
what actually is desired for ils own sake is of course quite sensible, and
ethics is actually concemed only with answering this question» (op. cit.,
p. 19).
286
mente más complejas. «Deseable», indudablemente, tiene
su propia lógica, distinta de la del término «deseado», si
bien, también es cierto que las vinculaciones son, sin em­
bargo, más estrechas de lo que habitualmente se supone,
como Brandt constató en su obra de 1959,’ ya que si no
todo lo «deseado» es sin más «deseable», todo cuanto es
«deseable» lo habrá de ser en atención a que cumplimenta
los deseos de algún individuo, grupo o comunidad.
Posiblemente, nos resistimos a identificar sin más «de­
seable» con «deseado» por dos razones bastante eviden­
tes: existen dos planos del desear a nivel individual:9101
aquello que «deseamos» más o menos irreflexivamente y
un segundo plano en que los deseos no obedecen a una
urgencia o derive, sino al entramado de nuestra persona­
lidad completa, teniendo en cuenta el conjunto de nues­
tras apetencias. El deseo generado por el «parlamento de
nuestros deseos», con palabras de MacShea11 sería, indi­
vidualmente, lo «deseable».
La cuestión se complica un poco más por el hecho ine­
ludible de que los «parlamentos de deseos» son múltiples
y variados. O mejor, por el hecho de que somos muchos
los parlamentarios en el gran foro de la convivencia hu­
mana. Por este motivo, no cualquier deseo de cualquier
individuo puede ser «deseable» sin ulterior cualificación,
sino que habrá de apelarse en cualquier caso al «parla­
mento general de los deseos». Así, a nivel inter-subjetivo,
lo deseable sería el resultado de la mediación entre los
distintos deseos de los diversos individuos, lográndose
una armonización lo más satisfactoria posible, que no
tiene que ser, necesariamente, aquella donde la «canti-
9. Brandt: Ethical Theory, Prentice-Hall Inc., Englcwood Cliffs,
Nueva Jersey, 1959.
10. Sobre otra perspectiva, desde la que puede hablarse de dos sen­
tidos de desear, véase: Gosling: Pteasure and Desire, Clarendon Press,
Oxford, 1969, p. 97 y ss.
11. «Human Nature Ethical Theory», Philosophy and Phenomeno-
logicalResearch, vol. XXXIX, n.° 3, marzo de 1979, p. 393.
287
dad» de placer sea mayor, ni siquiera donde el placer sea
de mejor «calidad» (como se acepta que fue la concepción
de Mili enmendando a Bentham), como tampoco donde
más personas sean más felices con independencia de la
suerte de las «minorías» marginadas, o de las víctimas
inocentes que siempre son traídas a colación por los de­
tractores del hedonismo para echarnos en cara a los defen­
sores de la doctrina, incluso cuando la apellidamos de
«universalista», nuestra falta de escrúpulos morales,
nuestra «bajeza» ética, nuestra falta de talla moral, al
aceptar una sociedad donde una mayoría engorda de feli­
cidad (los críticos incluso niegan que los hedonistas utili­
taristas luchen por una felicidad que valga la pena, y nos
cuelgan el sambenito de adoradores y propiciadores de la
sociedad del «bienestar»), de espaldas a los derechos de
las minorías.
Por supuesto, se presentan casos «enojosos», casos de
laboratorio más que propios de la vida real, que ponen al
utilitarista o hedonista universal estricto en una situación
un tanto embarazosa. «¿Y qué, se nos pregunta, si casti­
gando a un ser inocente lográsemos contentar a un gran
número de personas?»
Lo que los detractores del utilitarismo quieren signi­
ficar aquí es que la felicidad es un derecho inalienable y
que (odo ser humano, o todo ser racional, tiene que tener
opción a ser igualmente feliz que los demás. De hecho un
«buen» hedonista no puede sino coincidir en tal aprecia­
ción.
Un buen hedonista, por supuesto, debe corregir la in­
terpretación habitual que se hace de Mili e ir más al espí­
ritu del texto del Utilitarismo que a su propia letra. No se
trata de beneficiar a los más a costa de los menos. Quien
en On Liberty defendió con tanta pasión y ardor el derecho
de cada individuo a desarrollarse y ser dichoso no puede
ser tan maltratado y mal interpretado por la posteridad.
Desafortunadamente, sin embargo, muy pocos pare­
cen haber leído, y mucho menos comprendido, el espíritu
288
de Utilitarianism y de On Liberty, dos obras que han de
leerse conjuntamente para saber dónde comienzan los de­
rechos de la «mayoría» y dónde acaban.
Por lo demás, no dejan de ser sorprendentes los párra­
fos casi primeros de A Theory ofJustice de J. Rawls; diríase
que «Justice as Faimess», trabajo de 1958, e incorporado
ahora en esta obra de 1971, se ha gestado de espaldas a las
grandes controversias del siglo respecto a la cognoscibili-
dad/no cognoscibilidad en ética, así como de espaldas a
las críticas no siempre impertinentes de Ayer o Stevenson,
respecto a la emotividad del lenguaje moral o la confusión
de planos, filosófico y propagandístico, habitual en la fi­
losofía moral tradicional.
Para John Rawls toda la disputa parece haber sido en
vano. Con cierta alegre inconsciencia viene a establecer
como axioma lo que es precisamente la cuestión a debatir:
«¿Por qué la justicia y no más bien la injusticia?». O, aun­
que sea reiterativo, o pueda resultar cansino, no es del
todo desatinado el inquirir acerca de qué significa Rawls
mediante «justicia», o, mejor, si su definición de «justi­
cia» no es simplemente una definición persuasiva, una
mera estipulación, o posee algún tipo de fundamento.12
La propuesta de Rawls de presentar una moral alter­
nativa al hedonismo universalista (HU) representado por
el utilitarismo, parece haber contado con una acogida
muy favorable que quizá podría ser atribuida al cansancio
producido por los debates aparentemente infructuosos de
los filósofos del lenguaje moral, o por el deseo de variar,
siquiera sea ligeramente, el background habitual en el
mundo anglosajón.
En cualquier caso, afirmaciones de Rawls como «la
justicia es la primera virtud de las instituciones sociales»
o «cada persona posee una inviolabilidad fundada en la
justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad como
12. Sobre los fallos metodológicos de Rawls véase Haré: «Rawls's
Theory ofJustice» en Norman Daniels (ed.) Reading Rawls, Basil Black-
well, Oxford, 1975, p. 81 y ss.
289
un todo puede soslayar»,13 se presentan inmediatamente
como asertos valorativos que, si acaso, son fruto de su
modo personal de concebir la moral, los derechos y la jus­
ticia. Se trata, en efecto, de una propuesta alternativa al
hedonismo universalista (HU), aunque no necesariamente
esté en contradicción abierta con el buen hedonismo del
que hablaré más adelante y —lo que es más importante,
por lo demás— la teoría de los derechos prima facie repre­
sentada por Rawls no escapa a ninguna de las críticas de
que fue objeto la teoría utilitarista de Mili por parte
de sus detractores contemporáneos, por lo que se refiere
a la fundamentación y justificación de los respectivos
asertos.
Da la impresión, simplemente, de que ante la amenaza
de la colectivización que de alguna manera emergía de la
teoría de la «mayor felicidad del mayor número», era pre­
ciso la afirmación del individuo como primera instancia
de referencia en ética.
Me atrevo a suponer que una mala lectura de Mili, que
lo responsabilizaría de una supuesta «dictadura de las
masas», es la que ha propiciado la casi devoción con que
los seguidores de Rawls intentan defender, emotiva más
que racionalmente, una teoría de derechos frente a una
teoría, al parecer menos «ética», del bienestar.
Curiosamente, sin embargo, nadie como Mili se ade­
lantó a la denuncia de lo que el despotismo del mayor
número podría suponer respecto a las minorías disidentes,
como puede leerse en On liberty de 1859.
Sin embargo, no es mi propósito en esta ocasión defen­
der la figura de Mili, que sobresale por su hondura filosó­
fica y humana en la historia del pensamiento político-mo­
ral, sino elaborar una teoría hcdonista universal que,
retomando algunos de los asertos de Mili, sirva para arti-
13. «Justice is the finí virtue of social institutions, as truth is of Sys­
tems of thought... Each person possesses an inviolabüity foundedon justice
that even the welfare of society as a whole cannot override» (Rawls: A
Theory ofJustice, Oxford University Press, 1980. p. 3).
290
cular una teoría ética que satisfaga las demandas de jus­
ticia y a la vez, de alguna manera, proporcione las bases
para su propia autojustificación.

El hedonismo y la falacia naturalista


Como quiera que ya he estudiado con bastante detalle
en qué sentido no incurren las éticas de base empírica en
la falacia naturalista,14señalaré sucintamente en qué sen­
tido no afecta la formulación de la falacia naturalista al
HU que pretendo mantener.
Una ética hedonista sería falaz si y sólo si mantuviese
que afirmar «bueno» resultaba igual, extensional o inten­
cionalmente, a afirmar «placentero», entendiendo ade­
más «bueno» en el sentido peculiar de Moore de good in
itself, es decir «bueno» con independencia de los deseos,
necesidades, etc., humanas.
Para ser buen hedonista es preciso, en primer lugar, no
incurrir en la simplicidad de Moore que «cosifica» o «reí-
fica» términos como «placer», convirtiéndolos en el refe­
rente de un objeto real que existe en el mundo de los he­
chos.
Como ya he indicado en otro lugar,15 «placer» es una
abreviatura que hace mención a una interpelación sujeto/
objeto. Por supuesto que nadie busca el «placer», como
podría buscarse una pareja para pasar la noche, o un tren
para viajar a Badajoz. El «placer» no es nada, posible­
mente, aparte de la actividad humana que persigue fines,
como apuntaba Dewey en una crítica falaz e inadecuada
al hedonismo.16
14. Guisán: Los presupuestos de la falacia naturalista, Universidad
de Santiago de Compostela, 1981.
15. Guisán: Naturalismo y empirismo ético, edición offset, Santiago
de Compostela, 1978.
16. Dewey: Outlinesofa Critical Theory ofEthics, Greenwood Press,
Nueva York, 1969, p. 20.
291
Sidwick se había expresado, con anterioridad, en este
mismo sentido y desde una perspectiva igualmente erró­
nea, al hablar de la «paradoja del hedonismo», en el sen­
tido de que quien sólo busca el placer no lo encuentra, es
decir, paradójicamente el placer no se encuentra en el
«placer» sino en los objetos perseguidos en su nombre.17
Un buen hedonista necesita saber, en primer lugar, lo
que significa «placer», «felicidad», «bienestar», etc., per­
catándose, en primer lugar, de que en ningún caso apun­
tan a objetos aprehensibles, sino que se trata de términos
fuertemente valorativos, con un amplio umbral de vague­
dad, no obstante lo cual, en contraposición a lo que pudie­
ran argumentar los detractores del hedonismo, significan
y mentan estados peculiares de hechos, dentro de un mar­
gen de posibilidades que nunca puede ser delimitado con
exactitud, como ocurre con gran número de términos del
lenguaje, lo cual no obsta para que no sea de algún modo
posible la comunicación fructífera entre los hablantes.
Una critica semejante a las ya mencionadas es la efec­
tuada por Nowell-Smith en su obra Ethics, al indicar que
lo que deseamos son cosas (bebidas, comida, etc.) y que es
un error presuponer que lo que realmente deseamos no es
sino el placer.18
Realmente un hedonista incurriría no sólo en la falacia
naturalista, sino en toda suerte de inconsistencias lógicas
y lingüísticas si se propusiese manipular el concepto «pla­
cer» como el definiens de un objeto real, discemible e iden-
tificable, al modo platónico en el Filebo.
Por lo demás, un hedonista ético no tiene por qué emi­
tir juicios fácticos acerca de lo que los hombres de hecho
17. «Amanwhomantainsthroughoutanepicúreanmood,keepinghis
main conscious aim perpetually fixed on his own pleasure, does not catch
the full spirit of ihe chase... Here comes into view what we may cali Ihe
fundamental paradox of Hedonism [la Fedonda es mfa] that the impulse
towards pleasure, if too predominant, defeats its own aim» (Sidwick: The
Method ofEthics, [1.* ed.de 1874],7*ed.MacMillan, Londres. 1967).
18. Ethics, Penguin Books, 1969, p. 106.
292
desean, sino únicamcnle aventurar asertos acerca de lo
que debieran desear. La psicología de la moral o el estudio
de los comportamientos sociales y políticos pueden ilus­
trar fácilmente casos de seres humanos que no buscan si­
tuaciones placenteras. La arrebatada arenga kantiana res­
pecto al deber responde, posiblemente, al modo de sentir
de muchos rigoristas que no desean sino cumplir con los
dictados de una supuesta razón práctica o alguna autori­
dad de otro tipo y, al parecer, no tienen interés alguno en
promocionar para sí mismos o para otros lo que podría­
mos encubrir bajo el término «bienestar» (que suele, o al
menos solía, ser menospreciado, indebidamente a mi
modo de ver, por mentalidades «progresistas», so pretexto
de constituir, supuestamente, un ideal típicamente bur­
gués).
De hecho, los seres humanos desean cosas muy distin­
tas a estados placenteros o felices. Muchos, de hecho, tra­
tan toda su vida de conformarse simplemente con el papel
o «rol» que les ha sido asignado, o de actuar de acuerdo
con las «expectativas de rol», dicho parsonsianamente.
La búsqueda de situaciones placenteras o de «bienes­
tar» (utilizaré todos los términos afines tales como «pla­
cer», «bienestar», «felicidad», etc., intercambiablemente)
presupone un estadio en cierto modo superior (si se me
permite el uso de un término tan fuertemente valorativo)
de la organización social.
Para muchos, como es el caso de Wamock o de Mackie,
no se trata tanto de que procuremos ser felices, como de
que evitemos ser tan desgraciados dada la human predi-
cament o condición humana.19
También podría alegarse con tino que las propuestas
utilitaristas pueden resultar «vaporosas» o vagas, frente a
las necesidades humanas apremiantes. Por poner un ejem­
plo, la ética marxista es, indudablemente, más realista,
19. Véase GJ. Wamock: The Object of Morality, Methuen and Co.,
Londres, 1976, p. 12 y ss.
293
mientras que el utilitarismo se mueve a un nivel más teó­
rico pero no necesariamente menos relevante.
En cualquier caso en lo que quiero insistir, y con ello
una vez más rechazaría la acusación de incursión en la
falacia naturalista por parte del hedonismo utilitarista
(tal como Moore pretendía en 1903), es en que el hedo­
nismo ético universalista realiza una propuesta moral, no
una descripción de hechos fácticos. Es decir, no indica
cómo el mundo es, o lo que los hombres de hecho desean,
para de ahí concluir lo que deben desear o cómo el mundo
debe ser. Más bien, a la vista del hecho de que los hombres
no desean, habitualmente, sino lo que la costumbre, la
inercia, la educación o los intereses a corto plazo les dic­
tan, intenta exhortarles a que adopten una posición vital
distinta y a que adquieran un compromiso moral que dé
una nueva tonalidad a su quehacer cotidiano.
En este sentido, cuando menos, el HU no concluiría
«valores» a partir de «hechos», o «enunciados normati­
vos» a partir de «enunciados descriptivos».
Sin embargo, se me podría rebatir, Mili, pongamos por
caso, afirmaba que lo deseable era lo que de hecho resul­
taba deseado y que, puesto que el placer resultaba deseado
universalmente, habría de considerarse a su vez como lo
universalmente deseable.20
A este respecto Dryer ha señalado, con tino, que Mili
ha insistido en que los hombres en modo alguno desean
únicamente aquello que produce la felicidad general 21
Yo añadiría que si se han escrito libros como Utilitaria-
nism es, precisamente, a causa de que pocos hombres de­
sean fomentar el bienestar social, aunque, de hecho, para
el hedonista universalista es esta la única meta deseable.
20. •The only proofcapable ofbeing given thal an objecl is visible, is
ihal people aclually see it... In like manner... ihe solé evidence it is possible
to produce that anything is desirable, is that people do actuatty desire it»
(op. cit., p. 234).
21. «Mill’s Utilitarianism». enJohn Stuart MilhCollecied Works, vol.
X, University of Toronto Press. Routledge and Kegan Paul, 1969,
p.XX.
294
Mas, si al margen de lo que en realidad se desprenda
de la doctrina de Mili, lo deseable no se identifica con lo
deseado, ¿qué pruebas tenemos para demostrar que aun­
que los hombres deseen hacer X, en realidad, deberían de­
sear Y, pongamos por caso? Schlick, entre otros, rechaza­
ría nuestra propuesta alegando que lo «deseable» es un
término que carece absolutamente de sentido. Para dicho
autor no hay nada deseable, sino que sólo existen deseos
reales de seres humanos reales, y, puesto que los hombres
desean ser felices y todos ellos lo desean por igual, es por
lo que no existe, ni puede existir, ninguna otra justifica­
ción en ética que la que proporciona el HU.
Es decir, contrariamente a Moore, para Schlick, el pro­
blema no radica en proclamar la autonomía de una ética
no naturalista; el líder del Círculo de Viena no tiene re­
paros en reducir la ética a la psicología, si ello fuera pre­
ciso, ya que el saber es universal y la causa de los hombres,
a saber, la realización de sus deseos, lo único éticamente
relevante.
Desde una óptica determinada Schlick parece estar en
lo cierto, aunque quizá la ambigüedad de los términos
«deseado» o «deseable» pueda llevar a confusionismos. Si
los hombres, como afirma Brandt, no desearan nunca una
cosa determinada no podríamos calificarla como «desea­
ble», del mismo modo que si todas las personas desean
alguna cosa concreta en todas las circunstancias imagi­
nables tendríamos, necesariamente, que considerarla
como «deseable».22 El problema, habría que insistir con
Gosling,23 radica en la ambigüedad mencionada del tér­
mino «desear».
Entre otros. Hume ya fue consciente de que la gente se
deja cegar e impresionar por los objetos inmediatos o pró-
22. •Wiü anybody in fací deny that a certain kind ofthing is desirable,
if in fací everybody would desire it in att circumstances? Or, will anybody
in fací deny that a thing is not desirable. if nobody would desire it under
any circumstances whatever?» (op. cit., p. 262).
23. Op. cit., p. 86 y ss.
295
ximos, es decir, los desea con preferencia a otros que se­
rían más deseados, es decir son más deseables, si tuviera
un conocimiento adecuado de los mismos.
El problema nos remite a Platón en La República
cuando decide qué tipo de felicidad ha de ser preferida o
qué tipo de deseos han de ser considerados como más de­
seables. El propio Mili fue, asimismo, consciente de que
no todos los deseos ni todos los placeres poseían el mismo
rango, y ello, no a causa de criterios externos al propio
placer, como tantos autores han sostenido pertinaz­
mente.2425Como Norman O. Dahl señala. Mili es totalmente
consistente con el hedonismo al señalar que unos placeres
pueden ser preferibles a otros a tenor de su calidad y no
su mera «cantidad», en atención a que «más» no significa
siempre mayor cantidad o «una suma mayor de»zs y te­
niendo en cuenta además el hecho de que aunque un pla­
cer con cierto grado de una determinada cualidad 0 es
valioso ello no significa que algo distinto del placer, a sa­
ber 0, sea por ello valioso. Todo lo que implica el principio
de consistencia hedonística es que el hedonista reconozca
que los objetos que poseen la cualidad 0 y no sean placen­
teros no son valiosos.26
El buen hedonista, pues, se ve constreñido a adoptar
este tipo de «hedonismo ilustrado» en el que las pasiones
tranquilas, las calm passions de Hume, determinan nues­
tra conducta, haciéndonos obrar de manera que obtenga­
mos el placer más intenso y no meramente el más asequi­
ble (aunque algunas veces razones prudenciales nos acón-
24. Véanse como muestra: Moore: Principia Ethica (1.a ed. 1903),
Cambridge University Press, 1971, p. 77 y ss.; Abelson: «History oí
Ethics», en TheEncyclopedia ofPhilosophy, vol. 3, ed. por Paul Edwards,
Nueva York, 1967, p.97; Taylor: GoodandEvil, Nueva York, 1970, p. 94;
asi como Ewing: Ethics, Nueva York, 1965, pp. 42-43.
25. «Is Mill’s Hedonism inconsistent?», en Dahl: American Philoso-
phicalQuarterly, Monograph Seríes, n.°7.Studies inEthics, Oxford, 1973,
p. 47.
26. Op.cit,, p. 51.
296
sejarán que prefiramos un placer menor a corto plazo que
otro algo mayor a un plazo demasiado largo, por ejemplo).
Dicho de otra manera, lo deseable viene determinado
por lo deseado de acuerdo con lo que uno elegiría si, como
indica Haré, estuviese totalmente informado y fuese del
todo prudente.27
En otros términos, el buen hedonista no corre el peli­
gro de incurrir en la falacia naturalista porque nunca des­
cansa o se basa, para sus argumentaciones, en la pura fac-
ticidad. Diríase, más bien, que, de continuo se ha pro­
puesto la tarea de transformar los hechos, de acuerdo con
una estructura de algún modo subyacente a la propia di­
námica de la psique humana y la interacción social.
El buen hedonismo no incurre en la falacia naturalista,
entre otros motivos porque si bien «bueno» es igual a «lo
que produce la mayor felicidad del mayor número», el
término «felicidad» no es ya meramente fáctico. (La fala­
cia naturalista, como es bien sabido, al menos en su ver­
sión más común, supone el paso indebido del mundo de lo
fáctico al mundo de lo prescriptivo o normativo.)
Haré ha indicado al efecto que «felicidad» dista mucho
de ser un concepto empírico,28 a pesar de que, como el
propio Haré reconoce, no es tampoco puramente aprecia­
tivo. Es decir, no llamaríamos feliz a alguien que esté sim­
plemente satisfecho pero con cuya forma de satisfacción
estemos en desacuerdo. Pero tampoco podríamos llamar
feliz a alguien que actúe de acuerdo con nuestro modelo
de felicidad y se sienta personalmente desgraciado.29
Por su parte, Richard Kraut ha resaltado la ambivalen­
cia del concepto «felicidad», con un mínimo de carga ob-
27. •...what is in a person’s greaiesi interes... is what he would choose
to happen if he were fully informed and comptetefy prudent» («Utilitaria-
nism», en TheEnciclopedia ofBioethics, The Free Press, MacMillan, Lon­
dres, 1978, pp. 424-428).
28. Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1977,
p. 129.
29. Ibíd., pp. 128-129.
297
jetiva (existen cosas tales que constituyen el modelo a se­
guir) y otro tanto de carga subjetiva (cada individuo en­
cuentra su felicidad a su manera).30
En algún sentido, cuando menos, parece que tanto
Haré como Kraut apuntan en la dirección correcta: 1)
cuando llamamos «feliz» a alguien no describimos, sim­
plemente, a un individuo sino que lo valoramos; 2) cuando
llamamos «feliz» a alguien suponemos que se siente mí­
nimamente satisfecho, y 3) (condición que el no descrip-
tivismo de Haré rechazaría) posiblemente existe un límite
«natural» a los estados y conductas que pueden ser deno­
minados «felices».
Es decir, a mi modo de ver, cuando denominamos o
consideramos «feliz» a alguien presuponemos cuando me­
nos tres cosas: a) que valoramos positivamente su con­
ducta (es decir, en términos de Haré, se ajusta a nuestros
ideales relativos al ser humano),31 b) que el ser humano de
quien emitimos el juicio se encuentra satisfecho, y c) que
lo que entendemos por satisfacción, por nuestra parte y
por parte del individuo juzgado, concuerda con pro-atti-
íudes humanas básicas, por utilizar una expresión de No-
well-Smith.
Como quiera que Haré negaría el tercer requisito, lle­
gará a afirmar que las éticas utilitaristas, pretendida­
mente empíricas, están abocadas al fracaso, ya que el con­
cepto de «felicidad» sobre el que descansan no es para
Haré un concepto empírico, como ya indiqué.32
Un aserto de Haré, unas líneas más arriba, me parece
mucho más atinado: es un error, vendrá a decir, tanto el
tratar a los enunciados acerca de la «felicidad» como si no
implicasen información acerca del estado de ánimo de un
30. Véase Kraut: «Two Conceptions of Happiness», The Philosophi-
caí Review LXXXVIII, n.° 2, abril de 1979, p. 167 y ss.
31. Véase Haré: Freedom andReason, cap. 8, «Ideáis».
32. *This explains why the utilitarians had so Hule success in their
attempts to found an empiricist ethical theory upon the concept of happi­
ness»(op. cit., p. 129).
298
individuo, como si no fuesen más que la información
acerca de ese estado de ánimo.33
De igual manera, yo quisiera añadir que considero un
error tanto el estimar que los enunciados acerca de la fe­
licidad no son en absoluto la constatación de hechos rela­
tivos al mundo empfrico, como el que son sólo afirmación
de hechos empíricamente constatables.
Para empezar, y a tenor de lo indicado anteriormente,
la verificación de en qué medida es un individuo «feliz»
resulta sumamente compleja. Mientras que existen carac­
terísticas bien definidas acerca de los individuos rubios,
morenos, blancos, negros o amarillos (con excepción de
casos fronterizos que puedan plantear problemas o per­
plejidades), en el caso de «feliz» o «felicidad» nos encon­
tramos con que la carga emotiva del que habla acerca de
la felicidad ajena y la carga subjetiva del que se considera
o no se considera «feliz» es muy fuerte.
En cualquier caso, y aunque esto nos llevaría a un re­
planteamiento de toda la problemática relativa al emoti-
vismo o no emotivismo de nuestro lenguaje valorativo en
general, o moral en particular, habrá que poner énfasis en
que existen límites más o menos «naturales» a lo que
puede ser juzgado como estado «feliz» en relación con
otros (nadie diría que un hombre que solloza desespera­
damente «sin embargo es feliz»). De igual modo, si un in­
dividuo se considera a si mismo «feliz» lo hará a tenor de
determinadas satisfacciones que percibe en atención a ca­
racterísticas o consecuencias de acciones, relaciones, etc.,
que él percibe como reales (aunque muy bien pudieran ser
simples espejismos, ilusiones, etc. de su mente, o, sencilla­
mente, ignorancia de las verdaderas relaciones impli­
cadas, o las verdaderas consecuencias de acciones y rela­
ciones).
En otras palabras, existirá una base más o menos fác-
tica, aunque nunca puramente fáctica, que fundamente
nuestros asertos relativos a la felicidad.
33. Ibid.

299
Ferrater Mora, en la filosofía de habla hispana, ha ex­
presado como nadie que yo sepa la superación del su­
puesto hiato is/ought, partiendo de su concepción del
mundo como un continuo de continuos.34
Dicho con mis propias palabras, lo cual no es en abso­
luto novedoso sino que de algún modo entronca con la
tradición fenomenológica, los hechos son siempre hechos
«para el hombre», es decir hechos ya valorados. La ambi­
güedad de «felicidad», si cabe más acentuada que la de
otros términos, no es, sin embargo, ejemplo de un caso
excepcional en el uso ordinario de los términos, sino su­
mamente común.
Hablar, por decirlo con Austin, es hacer muchas cosas
al tiempo. Describir estados de hechos puede ser una de
ellas, lo cual también conlleva, parejamente, otras mu­
chas tareas como la de intentar transformar los mismos
hechos que presuntamente se describen.
El buen hedonista no incurre en la falacia naturalista
porque su tarea no es la de descripción, sino que implica
el compromiso de transformación. A tenor de lo que el
mundo es, y de lo que puede llegar a ser, elige una alter­
nativa que le parece satisface con más intensidad a mayor
número de individuos.
Y puesto que la universalidad y la imparcialidad son
requisitos generalmente aceptados como distintivos de lo
moral, y como todo el mundo desea algún tipo de satisfac­
ción, algún tipo de «felicidad», no parece posible encon­
trar una doctrina filosófica que, como el hedonismo, re­
concilie los intereses del individuo y los de la comunidad
como tal.
Haré ha sugerido en dos lugares, que yo sepa, sustituir
el ambiguo lema hedonista de la promoción de la mayor
felicidad del mayor número, por una doctrina que se preo-
34. «...lo que llamamos el “mundo* es, a la postre, un continuo de
continuos» (Ferrater Mora: De la materia a la razón. Alianza, Madrid,
1979. p. 34).
300
cupe de hacer justicia entre los intereses diversos de las
distintas partes en litigio.35
Por lo que a mí respecta, considero que se trata de una
cuestión puramente «verbal». El buen hedonista, por su­
puesto, no puede entender la mayor felicidad del mayor
número sin tratar de hacer justicia entre los intereses de
los distintos individuos. Es parte de la definición de la
«mayor felicidad del mayor número» que se hará justicia
a los intereses diversos.
El único peligro que podría detectarse en cualquiera
de las dos opciones seria el de abocar a una concepción
excesivamente objetivista de lo que son los intereses reales
o la felicidad auténtica de los demás. Sería realmente una
mala jugada, y decididamente *unfairplay», si después de
animar a los hombres a que persigan sus intereses o su
felicidad intentamos prescribirles cuáles han de ser sus
intereses o su felicidad.
De hecho un posible peligro que pudiera encerrar un
tipo determinado de hedonismo sería el de servir de ca­
muflaje a doctrinas que incurran no en la falacia natura­
lista (interpretada esta falacia en su sentido habitual),
sino que pudiesen recaer en lo que se ha dado en denomi­
nar por parte de Broad «naturalismo teológico» o de cual­
quier otra Índole, como el patentizado en buena medida
en Tomás de Aquino, quien una vez demostrado que el
bien del hombre se confunde con su felicidad, «muestra»
que la felicidad y la visión beatífica de la divinidad no son
sino una y la misma cosa.36 En suma, desde mi perspec-
35. «/ am inclined to think that less troubte will be incurred if, instead,
the reformulation is based o» the attempt to give account of, not what it is
to maximize the happiness of all parties collectively, but of what it is to do
justice as between the interests of the different parties severatfy» (Haré:
Freedom and Reason, p. 129). Véase tam bién el final de su articulo «Uti-
litarianism », en The Encyclopedia of Bioethics, The Free Press, Mac-
Millan, Londres, 1978, p. 428.
36. «Y como decimos que el fin últim o del hom bre es la beatitud, la
felicidad del hom bre o beatitud consiste en esto: ver a Dios por esencia»
(iCompendium Teologiae, cap. 105-106; cfr. Quaest quodlibetales, quod.,
Vil, qu. L, art. I , Concl.).

301
tiva.el único peligro que pudiera encerrar el «hedonismo»
sería el abuso del término, al utilizarlo como rótulo para
ocultar intereses oscuros que en nombre de la «felicidad»
intentan privar al hombre de toda posibilidad de indagar
por si mismo qué cosas desea.
Que un hombre, una vez averiguado y experimentado
lo que realmente desea, debidamente informado acerca de
todas las restantes alternativas, decida que es deseable lle­
var a cabo sus deseos, no parece que contravenga la lógica
en general, ni mucho menos la lógica de la argumentación
moral.
Sólo cuando existen intereses o deseos que entran en
conflicto tiene cada individuo que decidir con prudencia,
conocimiento e información acerca de su «plan de vida».
Debido a esta eventual conflictividad entre diversos inte­
reses o deseos es por lo que nos resistimos a igualar «de­
seable» con «deseado», exigiendo, por el contrario, que se
cumplan los requisitos requeridos por aquella «actitud
cualificada» preconizada por Brandt.37
De igual modo, cuando un grupo que ha averiguado y
experimentado lo que realmente desea y le interesa como
tal grupo, debidamente informado acerca de las restantes
alternativas, decide que es deseable llevar a cabo lo que
sus deseos demandan, no parece contravenir tampoco la
lógica del discurso en general, ni tampoco la lógica del
discurso ético.
Es sólo a causa de la posible conflictividad entre los
diversos deseos de los distintos grupos por lo que nos re­
sistimos también aquí a igualar, sin matizaciones, «desea­
ble» con cualquier cosa «deseada».
El buen hedonismo requiere esa imparcialidad que
forma el sustrato de la doctrina de Mili, como ha sido re­
conocido.38 El hecho de que lo «deseado» no sea siempre
37. Op. cil. p. 244 y ss.
38. Véase Ryan: The Philosophy of J.S. Mili. MacMillan, Londres,
1970, pp. 210-211, asi como Haré: «Utilitarianism», en TheEncyclopedia
of Bioethics, The Frec Press, MacMillan, Londres, 1978, pp. 424-428.
302
«deseable», sino cuando se cumplen los requisitos de co­
nocimiento, imparcialidad, etc., hace que el buen hedo-
nista supere fácilmente la tentación de incurrir en reduc-
cionismos psicologistas o sociologistas que, por supuesto,
le llevarían a la comisión de la falacia naturalista.
Pero el hecho, también, de que el conocimiento y la
imparcialidad operen sobre intereses reales de individuos,
grupos o macrocomunidades, hace que el buen hedonista
pueda reclamar para sí el protagonismo en la operación
de bajar la filosofía moral de los cielos platonizantes a la
realidad humana, que nunca es una realidad puramente
fáctica, sino revestida de ese halo de valoraciones que pa­
rece inherente a toda relación interhumana.
Por decirlo de alguna manera, el hedonismo, o al me­
nos el buen hedonismo que vengo preconizando, se situa­
ría más allá del naturalismo impugnado por Moore y el no
naturalismo propuesto por el autor de los Principia Ethica
y sus epígonos.
Felicidad y justicia
Se ha dicho hasta la saciedad que los principios de
justicia y de utilidad aparecen claramente contrapuestos.
Así, para Philip hay buenas razones para que cualquiera
que tenga inclinaciones igualitarias se resista a los encan­
tos de una concepción de la justicia como bienestar.39 O,
como indica otro autor, si bien no existe una total oposi­
ción entre la justicia y la utilidad, sin embargo ambos
ideales pueden entrar fácilmente en conflicto.40
39. *There was good reason why anyone wilh egalitarian intuilions
should resisl the eharms ofa welfareconception ofjustice» (JudgingJustice.
Art Introduction lo Contemporary Political Philosophy, Routlegde and Ke-
gan Paul, Londres, 1980, p. 138).
40. *This does not mean that there isa totalopposition between justice
and utility... Yet it remains true that justice and utility can and do conflict
quite frequently» (Raphael: Justice and Liberty, The Athlone Press, Lon­
dres, 1980, p. 183).

303
Las críticas de Rawls al utilitarismo son ya bien co­
nocidas, pero, que yo sepa, no han sido discutidas suficien­
temente. Asi, para dicho autor, la faimess y la utilidad son
conceptos que se contraponen. (A faimess la traduciré por
«justicia», excepto en ocasiones en que resulte imposible
como en justice as faimess, donde el equivalente español
más aproximado sea quizás «equidad».) Tal como Rawls
interpreta el HU, de acuerdo con esta doctrina lo que im­
porta es que la suma global de los intereses totales satis­
fechos sea la mayor imaginable, con independencia de que
se trate, por ejemplo, del tipo de placeres o intereses de
quienes se complacen en discriminar a los demás.41
En Rawls, como en muchos otros autores, como por
ejemplo en Frankena, se interpreta el HU como la doctrina
que pretende que lo único importante a conseguir es la
suma máxima de placeres posibles, sin importar, en modo
alguno, la forma en que se obtengan o se distribuyan.42
La lista de detractores del HU como doctrina injusta
(unfair) sería realmente inacabable. John Plamenatz es
implacable con esta corriente de la filosofía moral en The
English Utilitarians, a la que acusa de individualismo y
dogmatismo,43 mientras que desde otra óptica el HU ha
sido acusado de cometer injusticias en atención, precisa­
mente, a lo contrario: el no tener en consideración los de­
rechos individuales.44
Curiosamente, incluso algunos buenos defensores del
41. Op. cit., par. 6, p. 30.
42. Ibtd., p. 26.
43. Plamenatz: The English Utilitarians, Basil Btackwell, Oxford,
1966, pp. 150-151. Una versión semejante delHl/es la ofrecida por Dwor-
kin en Taking Rights Seriously, Duckworth and Co., Londres, 1977, p.232.
Criterio que es compartido por Ewing: Ethics, Hodder and Stoughton,
Kent, Gran Bretaña. 1976(edición original: Nueva York, 1953), p. 46; asi
como por Frankena: Ethics, cap. III; versión castellana: Ética, UTEHA.
México, 1965, pp. 47 y ss.
44. «/ conclude that RFU, like unrefine utilitarianism, can be incom­
patible with respecl for individual rights» (Ezorsky: «Comments and Cri-
ticism on Refined Utilitarianism», The Journal o f Philosophy, vol.
LXXV1II, n.° 3, marzo de 1981).
304
HU se han visto perturbados por lo que parecería ser una
objeción insalvable. Así, Brandt en Ethical Theory tiene
que recurrir a un extended rule-utilitarianism que de algún
modo incorpore principios foráneos que garanticen justi­
cia e igualdad.45También J.J.C. Smart se ve sumido en un
mar de perplejidades cuando tiene que afrontar el clásico
dilema del sacrificio «útil» de la víctima inocente.
J.J.C. Smart admite que un utilitarista consecuente
aceptaría el sacrificio de una víctima inocente que pro­
porcione una determinada utilidad social (por ejemplo,
impedir la muerte de un número determinado de personas
también inocentes), lo cual le hace sentirse un tanto incó­
modo dentro de sus zapatos utilitaristas. Quizá, viene a
decir Smart, ninguna teoría moral es totalmente satisfac­
toria, y el utilitarismo es la opción menos mala que nos es
dado elegir.46
Veinte años después de la publicación de Ethical
Theory (1959), Brandt se esforzó, sin embargo, en demos­
trar en A Theory of the Good and the Right (1979) que la
maximalización de la felicidad no está reñida, en princi­
pio, con el principio de la igualdad47en vista de la dismi­
nución de la utilidad marginal del dinero.
También en 1979 se publicó una obra importante res­
pecto al tema que nos ocupa. Me refiero a Practical Ethics
de Peter Singer, donde se muestra suficientemente cómo
el principio de utilidad exige y conlleva el principio de
igualdad en la consideración de los intereses de las distin­
tas personas, haciendo ver cómo los principios de la jus­
ticia y la utilidad serían mejor servidos en una sociedad
donde se cumpliera la consigna de Marx: «De cada uno
45. Op. cit., p. 405.
46. Sm art y W illiams: «An O utline of a System of U ülitarian
Ethics», en Utilitarianism: Forattd Against, Cambridge University Press,
1973, pp. 72-73.
47. «...an equaldistribution ¡s the besl stralegy for maximizing happi-
ness, in viewofthedeclining marginal utilityofmoney»(Brandt: A Theory
of the Goodand the Right, Oxford University Press, 1979, p. 312).
305
según sus méritos, a cada uno según sus necesidades»,48
que en una sociedad donde fuesen premiadas las habili­
dades o aptitudes particulares.
Sin entrar a examinar la restante, abundantísima, li­
teratura al respecto, me limitaré a exponer mi propio
punto de vista en lo que atañe a la relación entre justicia
y felicidad.
No sólo, de acuerdo con mi posición, el HU no está
reñido con una teoría de la justicia, sino que cualquier
teoría de la justicia tiene sentido únicamente a causa de la
felicidad colectiva o individual que proporciona.
En efecto, resultaría chocante afirmar que la felicidad
es más importante que la justicia, como también es cier­
tamente chocante afirmar que la justicia ha de privar éti­
camente sobre la felicidad.
La cuestión es más compleja y a la vez más sencilla.
En primer lugar, tanto «felicidad universal» como
«justicia» son abreviaturas que acotan parcelas de la rea­
lidad humana inter-subjetiva. De hecho el lenguaje es a
un tiempo una posibilidad y es un límite, de donde resulta
que a la hora de barajar conceptos, de definirlos y expli­
carlos, nos encontramos siempre en esta embarazosa si­
tuación: hablamos vagamente acerca de algo que es mu­
cho más rico que todo lo que podemos expresar mediante
nuestras palabras. Por supuesto, en ausencia de un len­
guaje no podríamos, ni siquiera, ser conscientes de esta
perplejidad.
Conviene tener en cuenta, pues, que «felicidad univer­
sal» o «justicia», por tomar las dos expresiones mencio­
nadas, no aluden, ciertamente, no apuntan ni refieren a
ningún tipo de entidad independiente como algunos pu­
dieran suponer.49 Se trata, por el contrario, de abreviatu­
ras con las que pretendemos expresar algún fenómeno de
48. Singer: PracticalEthics, Cambridge University Press, >980, pp.
34-36.
49. Guisán: Los presupuestos de la falacia naturalista, Santiago de
Compostela, 1981.
306
la realidad social. Pero la realidad social, sin embargo, o
lo que orleguianamente podríamos denominar «la vida»,
es demasiado fluida y rica para dejarse apresar en concep­
tos o palabras. Cuando menos habrá que reparar en que
los conceptos no delimitan nítidamente parcelas de «rea­
lidad», sino que frecuentemente se entrecruzan o solapan.
En el caso de «felicidad colectiva» (o «felicidad univer­
sal») y «justicia» se trata, claramente, de un caso de sola-
pamiento. No es cierto, como mantiene Rawls, que existan
una serie de derechos inalienables del individuo en cuanto
individuo, al margen de la utilidad colectiva que devenga
del ejercicio de tales derechos. Cuando se afirma que
«cada persona posee una inviolabilidad fundada en la jus­
ticia que ni siquiera el bienestar de la sociedad como
un todo puede soslayar»50 se está apuntando a algo im­
portante, indudablemente cierto, pero que precisa matiza-
dones.
El «bienestar de la sociedad como un todo» es una frase
tremendamente ambigua. ¿Se trata de un cierto tipo de
bienestar? ¿El nivel económico o el poder adquisitivo
acaso? A menos que se especifique qué se entiende por
welfare of society as a whole (bienestar de la sociedad como
un todo) no será posible progreso alguno en la discusión.
Creo que es a causa de la ambigüedad de expresiones
tales por lo que la gente está dispuesta a mostrar una
suerte de animadversión respecto al HU. Si se lograse di­
sipar tal equívoco se mostraría que el HU es una teoría
que goza de una aceptación generalizada.
En rigor, lo que escandaliza a muchos, incluidos los
hedonistas, por supuesto, al menos los buenos hedonistas,
es que un beneficio cualquiera, por muchos que sean los
que de él disfruten, pueda soslayar o sobrepujar el benefi­
cio total de la colectividad humana. Es decir, lo que re­
sulta alarmante e incluso escandaloso es que se olviden
cotas más altas de satisfacción general, en atención a ven­
tajas aparentes o fácilmente asequibles.
50. Op. cil., p. 3.
307
La inviolabilidad de cada individuo es, contraria­
mente a lo que parece suponer Rawls, algo que importa
no a cada individuo en particular, sino, por supuesto, al
todo compuesto por los individuos de la colectividad. A la
postre el todo (a menos que se ontifique y se convierta en
cualquier cosa que interese a cualquier grupo) no puede
ser sino el conjunto de las individualidades. El «beneficio
de la sociedad como un todo» y la violación de los dere­
chos de cada individuo en cuanto tal son, desde esta pers­
pectiva, nociones contradictorias entre sí. Afirmar «hay
que olvidar los derechos de cada uno en atención al bene­
ficio de todos» sería una contradicción in terminis, ya que
el «beneficio de todos» no puede excluir lo que a todos
interesa: sus derechos, la inviolabilidad de su persona, etc.
Por supuesto, «derechos», «inviolabilidad», etc. son
conceptos asimismo ambiguos que al igual que «felicidad
universal», «beneficio», «bienestar», etc. conllevan una
carga altamente valorativa.
No es lo mismo, por tanto, mantener la inviolabilidad
de la persona, desde una perspectiva liberal o neoliberal
que hacerlo desde una postura socialista, pongamos por
caso. Cuando Rawls afirma que el utilitarismo demanda
«sacrificio» a los individuos, de tal suerte que han de re­
ducir sus metas en atención al beneficio de otros —lo cual
le parece una exigencia excesiva que sólo puede ser soste­
nida por un desarrollo de la benevolencia y la sympa-
theia—51 da la impresión de que el talante neoliberal de
Rawls teme de alguna manera no la falta de faimess por
parte del utilitarismo, sino un celo excesivo en aplicar la
justicia a la colectividad. Diríase que la imparcialidad re­
sulta demasiado costosa para un contractualista, a no ser
tras la farsa más o menos feliz del llamado por Rawls
«velo de la ignorancia».52 Como John M. Robson ha de­
mostrado, Mili (ejemplo singular de buen hedonismo) fue
51. Op. cit.,p. 178.
52. Véase especialmente el par. 24, «The Veil of Ignorance», pp.
136-137.
308
sin lugar a dudas un «socialista cualificado»,53 aunque
este aspecto no haya sido suficientemente comprendido;
lo cual parece poner de manifiesto que no sólo el HU no es
contrario a la justicia como faimess o imparcialidad, sino
que asume precisamente éste como un objetivo y postu­
lado prioritario.
Es curioso, no obstante, que cuando Rawls presenta su
doctrina de la justicia como faimess parece dar la impre­
sión de que está postulando una doctrina más «pura», más
«moral», que la que es propia del HU. Sin embargo, un
escrutinio atento de la doctrina de Rawls y el HU al que
se contrapone, bien pudiera sugerir conclusiones contra­
rias. Desde otros supuestos axiológicos, por supuesto, la
doctrina de Rawls aparece empañada de un cierto
egoísmo prudencial, mientras que el HU presupone una
postura de benevolencia y la disposición al sacrificio útil.
Así, es preciso matizar estos dos últimos términos.
Todo ser humano debe sacrificar parte de la felicidad que
su estado, posición, o dotes naturales habrían de propor­
cionarle, si con ello puede dispensar alivio a dolores o pa­
decimientos de otras personas peor dotadas social, cultu­
ral o físicamente. El sacrificio resulta importante desde la
perspectiva del HU, mas no como mero ejercicio de supe­
ditación de las «pasiones» a la «pura racionalidad», como
parece desprenderse de los escritos kantianos. El sacrificio
requerido, elogiado y encomiado ha de tender a la utili­
dad, mas no, desde luego, en el sentido grosero con que la
utilidad suele ser entendida, como simplemente un mayor
disfrute de beneficios de índole económica. Cuando John
Rawls, por ejemplo, nos instiga a no aceptar un menor
disfrute de libertades en gracia a posibles mayores ven­
tajas sociales y económicas54 está siendo compañero de
viaje del HU, cuyo máximo exponente, John Stuart Mili,
53. Robson: The ímprovement o f Mankind. The Social and Political
Thought o f John Stuart Mili, University of Toronto Press, Routledge and
Kegan Paul, Londres, 1968, p. 271.
54. O p.cit., p. 243.
309
elogió la figura de Sócrates insatisfecho como ideal a per­
seguir, contraponiéndola a la del necio satisfecho.
La utilidad en aras de la cual se nos invita al sacrificio
desde el punto de vista del HU, supone una mirada inte­
ligente y sensible al mundo, un desarrollo y cultivo de la
mente y la sensibilidad. Sólo conociendo al hombre y la
complejidad de su condición podremos barruntar en qué
sentido podríamos dirigir nuestros esfuerzos para lograr
una sociedad donde existan más seres felices o, si se pre­
fiere obviar las alusiones a la «felicidad», seres cuyos in­
tereses personales sean mejor atendidos.
Pretender que el HU desatiende cuestiones como liber­
tad, igualdad, etc., es, a mi juicio, no comprender en ab­
soluto cuál es el objetivo último del HU.
«Felicidad», «justicia», «libertad», «igualdad», etc.,
son rótulos para entendemos o malentendernos más bien.
A veces resulta del todo irrelevante lo que uno diga man­
tener. Quienes nos dicen que son defensores de la libertad
y no de la felicidad colectiva realmente o no entienden la
«libertad» o no comprenden de qué trata la «felicidad co­
lectiva». Y otro tanto podría afirmarse de los que poster­
gan la felicidad a un segundo plano, insistiendo en que lo
prioritario es la igualdad.
Ejemplo de las argumentaciones clásicas en esta línea
son las que nos ofrecen Maclntyre en A Short History of
Ethics o Simone de Beauvoir en Le Deuxiéme Sexe. Para
Maclntyre lo importante no es que los hombres sean feli­
ces, pues bien pudiera conseguirse la felicidad al precio
del adocenamiento, el engaño, la falsa ilusión, el pater-
nalismo, etc.55 Para Simone de Beauvoir una mujer del
harén podría ser tan dichosa como una mujer más «eman­
cipada». Lo importante sería la justicia social en el caso
de Maclntyre o la igualdad entre los sexos en el caso de la
filósofa francesa.56
55. Maclntyre: A Short History ofEthics. Routledge and Kegan Paul,
Londres. 1967. pp. 237-238.
56. LeDeuxiémeSexe; versióncast. de PabloPlant, SigloVeinte, Bue­
nos Aires, 1977, pp. 24-25.
310
Sin embargo no cabe duda de que aquí, como en otros
tantos contextos, el lenguaje nos tiende trampas. Una mu­
jer no emancipada no puede ser «dichosa» porque la feli­
cidad no es solamente un sentimiento subjetivo. Como ha
subrayado Richard Kraut, no es suficiente con que una
persona viva de acuerdo con los valores que ha elegido
para poder considerarla «feliz». Es preciso, asimismo,
«que las cosas que uno valora sean verdaderamente gra­
tificantes y no simplemente la mejor de una mala serie de
alternativas».57
Del mismo modo, en el lenguaje común son habituales
usos de «feliz» en su acepción puramente subjetiva. «Ése
vive feliz» puede significar, simplemente, en la lengua cas­
tellana, que se despreocupa de los problemas graves, que
intenta esforzarse lo menos posible, que se conforma con
su suerte, etc. etc. «Hay masoquistas felices» es otro ejem­
plo interesante de las múltiples acepciones de «felicidad».
Sin que pretenda ofrecer un catálogo exhaustivo de
usos, me limitaré a señalar que el uso ambiguo de térmi­
nos como «felicidad», «placer», etc., es lo que ha traído
descrédito al HV, a la vez que dificultaba la comprensión
de sus postulados. Resulta evidente que si por «felicidad
colectiva» entendemos una mansa manada de borregos
satisfechos, el HU es una teoría moral muy poco atrayente.
O, si suponemos, como se hace en el Filebo de Platón, un
mundo donde sólo existe placer, sin la compañía de la
belleza, la inteligencia, etc., haremos bien en rechazarlo
por razones estrictamente hedonistas, ya que se tratará de
un mundo realmente poco o nada placentero.
Sólo a partir de una comprensión profunda de la con­
dición humana, de la situación del hombre en relación con
la naturaleza y los demás hombres, así como del desplie­
gue y desarrollo de las capacidades intelectuales y afecti­
vas humanas, podremos aventurar una «teoría de la feli­
cidad» que sin caer en el objetivismo extremo que presu-
57. «Two Conceptions of Happiness», The Phüosophical Review,
LXXXV1U, n.° 2. abril de 1979, p. 180.
311
pone que todos los seres humanos han de conducirse del
mismo modo a fin de ser felices, sí, en cambio, recoja de
algún modo la creencia de los objetivistas para quienes,
según Kraut, no depende de uno mismo el fijar dónde ra­
dica su felicidad, sino que las condiciones de la misma se
encuentran determinadas por nuestra propia naturaleza
y todo lo que tenemos que hacer es descubrirlas.58
Como quiera que el concepto de «naturaleza humana»
es sumamente problemático y complejo no ahondaré en
este aserto. Matizaré tan sólo lo dicho anteriormente, en
el sentido de que no entiendo que exista un solo modelo de
hombre y una sola forma «natural» de obrar. Ello no es
óbice para que la naturaleza, o el nivel físico, no supongan
unos límites, por amplios que ellos sean. El hombre no
está condenado solamente a su libertad, como Sartre pre­
tendía, también está condenado a sus limitaciones y a su
dependencia del aire, del agua, del alimento, condenado a
la soledad, al hambre, la fatiga, condenado a depender de
sus fuerzas físicas, psíquicas, de la compañía y coopera­
ción de los demás, etc. etc.
Una «teoría de la felicidad», una felicitologie como pro­
pugna NeurathS9supondría un estudio exhaustivo que en­
globaría disciplinas tan dispares como la economía, la psi­
cología, la educación, el arte, la literatura, la historia, etc.
y, por supuesto, la filosofía moral.
La filosofía moral surge, precisamente, o al menos en
gran parte de contextos, a causa de la insatisfacción hu­
mana ante el estado de cosas. No sólo la filosofía moral,
sino la filosofía toda, y si se me apura, la ciencia, la téc­
nica, el arte y las religiones son formas de búsqueda de
una existencia más dichosa. Si hemos de aceptar, como
parece ser lo más prudente, que la opinión de la mayoría
informada, imparcial y reflexiva ha de tener algún peso
58. Ibld., p. 181.
59. Véase Neurath en: «Sociologie in Physikalismus», incluido en A.
J. Ayer (cd.). LógicaI Positivism; versión casi.. El positivismo lógico,
F.C.E., Madrid, 1965, pp. 310-311.
312
en la configuración de la vida social y comunitaria, el HU
no es sólo una «buena» doctrina ética sino, posiblemente,
la única doctrina ética que es capaz de satisfacer todos los
desiderata imaginables.
Por supuesto, no basta con ser hedonista, como no
basta con ser pintor o músico, si uno se ha decidido por
una de estas profesiones. Como en todas las cosas que rea­
lizamos los humanos la excelencia en la ejecución parece
auto-recomendarse. El HU exige de nosotros no sólo que
seamos hedonistas sino que seamos buenos hedonistas. Un
mal hedonista, en efecto, resultaría calamitoso y peligroso
sin duda.
Pero sobre este punto me extenderé más ampliamente
en el apartado final.
Respecto del tema que nos ocupa en este apartado, a
saber, el de la relación entre felicidad y justicia todo de­
penderá, por supuesto, de qué designemos mediante uno
y otro término. Si se supone que por felicidad entendemos
un estado subjetivamente satisfactorio de individuos que
objetivamente han alcanzado tantas metas como sería de­
seable, dadas sus habilidades, capacidades, apetencias,
etc., y si por justicia entendemos una «libertad igual»
como quiere Rawls, amén de una «igualdad igual», una
«igual participación en los poderes públicos», un «igual
acceso a los bienes económicos y culturales», etc., no pa­
rece, en principio, existir ninguna incompatibilidad ma­
nifiesta entre la realización de la justicia y la consecución
de la máxima felicidad colectiva.
De hecho, curiosamente, las argumentaciones de
Rawls, uno de los mayores detractores del HU en el mo­
mento presente, no están exentas de una carga hedonís-
tica, aunque no se trate precisamente del mejor modelo
de hedonismo posible. Así, por poner un ejemplo, para
Rawls son justificables las desigualdades económicas,
siempre que sean para beneficio de todos. «La injusticia
—dice textualmente— es simplemente que existan desi­
gualdades que no sean para beneficio de todos.»60 De tal
60. Op. cit., p. 62.
313
suerte que la concepción general de la justicia de este au­
tor «no impone ningún tipo de restricción sobre qué tipo
de desigualdades son permisibles; sólo exige que sea me­
jorada la posición de todo el mundo».61
Uno no puede menos que examinar con cierta cautela
y recelo expresiones tales como «beneficio de todos» o po­
siciones «mejoradas». Dada la naturaleza y/o condición
humana ¿es legítimo presuponer que un estado de desi­
gualdades pueda «mejorar» o «beneficiar» a todos? Si
todo lo que se pretende afirmar es que permitiendo ciertas
desigualdades económicas, es decir potenciando el desa­
rrollo de capital, todos dispondremos de más dinero, quizá
la doctrina sea más o menos cierta, si bien dejo para los
expertos la resolución de esta cuestión.
Desde el punto de vista ético, la doctrina de Rawls al
respecto es claramente inmoral y provocativamente am­
bigua.
Ambigua y, quizá, malintencionadamente ambigua,
porque al hablar de «mejorar» y «beneficiar» parece co­
legirse una «mejora» total o un «beneficio» total. Ahora
bien, como Singer ha demostrado, el HU exige la igualdad
en relación con el respeto merecido por los intereses de
todo el mundo. Las «mejoras» o «beneficios» sobre la base
de desigualdades económicas o de poder, sólo pueden ser
«mejoras» o «beneficios» parciales.
Rawls, por el contrario, no tiene escrúpulos en aceptar
que si las desigualdades actúan como incentivos que con­
llevan esfuerzos productivos no existe motivo para dese­
charlas.62 Mas, ¿a qué esfuerzos productivos se refiere
Rawls? «Productivo» es un término cargado de emoti­
vidad.
Por otra parte, además, «productivo», al igual que
«útil», puede ser entendido desde distintos planos.
61. Ibid.
62. *If there are inequalities in ihe basic structure that work lo malee
everyone better off in comparison wilh the benchmark of initial equalily.
why not permit them?» (ibíd.. p. 151).
314
«Productivo)» puede significar por ejemplo lo que mejo­
ra la llamada calidad de vida (mejores viviendas, mejor
asistencia sanitaria, una escolarización mayor, etc.).
«Productivo2» puede significar, por su parte, aquello que
mejora las relaciones humanas intersubjetivas, supo­
niendo una reducción de tensiones, de diferenciaciones en
status, poder, riqueza, etc. No sólo por motivos de «envi­
dia», como Rawls parece suponer, serían indeseables las
desigualdades de rango, prestigio o poder económico o de
otra índole.63
Considero, por el contrario, que la «inviolabilidad de
la persona» que funda la justicia —que no puede ser su­
plantada ni siquiera por el bienestar de la sociedad como
un todo, como Rawls reclama en el capítulo I de su obra
ya citada— implica que ningún «resultado» o «mejora»
aparente puede pasar por alto el deseo generalizado de
todo individuo de ser tratado como «igual». La «igual li­
bertad» preconizada por Rawls se convierte en un mero
soporte «moral» del neoliberalismo si no conlleva una «li­
bertad para ser igual».
El HU, contrariamente a la teoría contractualista de
Rawls, aboga por este último desiderátum. La felicidad de
todos requiere la libertad para la igualdad. Toda libertad
que se fundamenta en «incentivar» a los unos oprimiendo
a los otros, con tal que de ello se deriven determinadas
ventajas, contraviene y se opone al tipo de ventajas que el
HU postula. Salvo en casos extremos, por supuesto, no
importa tanto disponer de bienes determinados, sino com­
partir poderes y bienes con los demás. Una sociedad rica
pero insolidaria se parecería muy poco al modelo de socie­
dad moral que pudiera haber postulado J.S. Mili.
63. *A persan in ihe original posilion would, therefore, concede Ihe
justice of these inequaJilies. Indeed, it would be shorisighted of him not lo
do so. He would hesitóte lo agree to these reguhrities onfy if he would be
dejectedby the haréknowledgeorperception that others werebettersituated;
and I haveassumedthat thepartiosdecideas if theyarenot movedbyenvy»
(ibíd., p. 151; la redonda es mfa).
315
Por supuesto, no fallarán quienes persistan en afirmar
que el HU lógicamente no implica nociones de justicia,
sino que, si ha de ser consecuente, tendrá que aceptar
cualquier situación de injusticia con tal que de ella se de­
rive una mayor felicidad universal.
Curiosamente, sin embargo, como he indicado con an­
terioridad esa sería, precisamente, la actitud del neocon-
tractualismo neoliberal de Rawls, que no hace sino una
ligera matización a lo anteriormente expresado, en el sen­
tido de que se exige el cumplimiento de la regla maximin,
es decir, que toda suerte de situaciones estarían justifica­
das con tal que los que estén peor situados en la estructura
social resulten «mejorados». Sorprendentemente, parece
presuponer Rawls que alguien pueda ser «mejorado» a
pesar de una estructura de incentivos que produzcan la
desigualdad.
Por el contrario las «mejoras» que el HU propone su­
ponen una igualdad inicial. Todo el mundo ha de ser con­
siderado con los mismos derechos no sólo a la libertad sino
a la igualdad. Y esto, no como una verdad intuida, o un
imperativo categórico a priori, al margen de las condicio­
nes de la existencia humana. Porque es cierto —hay que
conceder al adversario— que, en más de un sentido, el HU
tendría que aceptar las injusticias con tal que de ellas se
derivasen ventajas sociales universales.
Resulta, sin embargo, una verdad evidente que cual­
quier género de injusticia constituye una grave desventaja
social que difícilmente podrá ser subsanada a tenor de
«beneficios» económicos o de otra índole.
Los caminos de la felicidad están de algún modo deter­
minados por la propia condición humana y las relaciones
inter-personales. Nadie puede ser feliz como esclavo de
otro, a no ser que ignore la propia relación de esclavitud.
Al menos sabemos por la experiencia histórica que los
pueblos en general, y los hombres en particular, experi­
mentan una satisfacción inenarrable cuando se liberan de
vínculos de opresión política o social. El HU no puede ca-
316
talogar simplemente en el capítulo de «bienes» o «produc­
ciones» las cotizaciones en bolsa, o la renta per capita. La
complejidad del ser humano requiere un análisis de la «fe­
licidad», o de la realización de los intereses de los indivi­
duos, que sea lo suficientemente prolijo para no desesti­
mar todas las condiciones que satisfacen y hacen armo­
niosa la vida. La justicia, en el sentido aquí expresado, que
implica igual libertad y libertad para la igualdad, no
puede ser desestimada en ninguna teoría psicológica, so­
ciológica y especialmente ética que tenga como objetivo
dar cumplimiento a los deseos o desiderata humanos, por
el sencillo hecho de que los hombres, así lo constata la
historia, desean la justicia. Y en la medida en que algún
tipo de bien x es deseado fervorosamente parece plausible
inferir que la felicidad ha de consistir, al menos parcia •
mente, en la consecución de x.

Cómo ser un «buen» hedonlsta


Podría objetarse al título de este trabajo que si ser
«bueno» es, por definición, equivalente a ser «hedonista»,
todo «hedonista», por definición también, es «bueno» y
resulta, por lo tanto, inadecuado hablar de «buenos» y
«malos» hedonistas.
La cuestión se aclarará, sin embargo, si consideramos
que «buen» hedonista no posee un sentido literal. «Cómo
ser un "buen” hedonista» supone simplemente afirmar
«cómo ser hedonista en el sentido deseado», es decir, en el
sentido en que considero en que únicamente se puede ser
hedonista. Podría haberse expresado igualmente el con­
tenido del título con la expresión «cómo ser realmente he­
donista», o «cómo ser un hedonista inteligente» o, dicho
más castizamente «cómo ser “hedonista hedonista"», al
igual que se anuncia el «café, café», para distinguirlo de
sus sucedáneos.
El buen hedonista universal es, pues, sencillamente el
317
que utiliza la inteligencia y la sensibilidad, el que asume
las condiciones postuladas por Brandt de información
completa, libertad e imparcialidad a la hora de emitir sus
juicios.
El buen hedonista es, por supuesto, un ser humano ple­
namente desarrollado intelectual y moralmente: al menos
tendrá que haber alcanzado lo que Kohlberg denomina
estadio 5, o posiblemente el estadio 6 del desarrollo moral
en el que los individuos no pueden ser simples medios sino
fines en sí mismos.64 No hace falta decir que el buen he­
donista, como se ha demostrado en el apartado primero
no podrá confundir los usos de «bueno» con los de ningún
otro término ni, por otra parte, deberá olvidar que la in­
dignación moral ante las injusticias y las luchas por una
mayor igualdad y libertad constituyen desiderata huma­
nos básicos que no pueden ser olvidados a la hora de ela­
borar una teoría de la acción moral.
El buen hedonista es, desde los supuestos aquí asumi­
dos, el hedonista universal, aquel para quien los hombres
tienen derechos iguales a la hora de reclamar igualdad en
el trato, igualdad en el respeto a los intereses respectivos.
Para el hedonista universal, por consiguiente, cuentan to­
dos los hombres y todas las facetas de la personalidad hu­
mana. No será, por lo tanto, un buen hedonista quien pre­
fiera cualquier placer al mayor placer, o el placer de unos
cuantos al placer de la inmensa mayoría o de la totalidad.
Contrariamente a lo que se suele pensar, ser un buen
hedonista es mucho más difícil y heroico que lo que una
simple teoría contractualista pudiera demandar. Porque
esa indiferencia respecto a los demás, esa «racionalidad»
exacerbada exenta de afectividad y sentimiento, se susti­
tuyen aquí por una sensibilidad ilustrada y por un inte­
lecto sensibilizado. Se nos demanda, en suma, expandir
nuestros sentimientos de simpatía, en el convencimiento
64. Kohlberg: The Philosophy of Moral Devektpment, Harper and
Row Pub. San Francisco. 1981, p.412.
318
wamockiano de que sólo aumentando nuestra capacidad
de sentir con los otros podremos ser morales.
Quizá se podría objetar que ser un buen hedonista sig­
nifica no ser hedonista en absoluto, tal como se entiende
«hedonista» en la versión vulgar. Sin embargo es mi in­
tención no sólo conservar los principios que cubro bajo la
denominación de HU, sino no desprenderme tampoco del
rótulo que tradicionalmente los cobija. Mi idea es la de
que si nos alejamos de los intereses, deseos, etc., humanos,
caeremos irremisiblemente en numerosas trampas lin­
güísticas y de toda índole que bien pudieran dañar al hom­
bre, a cada hombre particular. Evitar el dolor y expandir
el gozo me siguen pareciendo, después de tantas acusacio­
nes más o menos inconsistentes o inoportunas, los dos úni­
cos principios que vale la pena mantener en la filosofía
moral académica y en la vida práctica. Pero por supuesto
aquí, como en tantos otros casos, no se trata de una verdad
indubitable, sino como Smart sugeriría, de una opción
personal. El HU no podría, desde luego, ser demostrado
racionalmente.
Mas en esto no difiere la suerte del HU de la del propio
concepto de «razón» y «racionalidad». A fin de cuentas
siempre hay que apelar a un método meramente vindica­
tivo. La causa del HU será defendible, a mi entender, sim­
plemente si los hombres, cuando consideran el tema refle­
xivamente, quieren defenderlo. Intentar que esa consi­
deración reflexiva comience ha sido el objetivo de este
trabajo.

319
LA JUSTICIA COMO FELICIDAD*

La tesis que pretendo defender es un tanto atrevida y,


posiblemente, suscitará polémicas. No obstante, tengo la
firme convicción de que es una tesis fructífera que puede
llegar a arrojar luz sobre los intrincados problemas de la
justificación moral de la justicia, el sentimiento de justicia
y el papel predominante que la «felicidad» —por ambiguo
que el término sea y que podrá ser perfectamente susti­
tuido en ocasiones por «intereses», «deseos», etc.— de­
sempeña a la hora de llevar a cabo un razonamiento en
filosofía moral o política.
Mi propuesta establecida ahora en un primer mo­
mento de un modo un tanto dogmático es la que sigue.
1) La justicia ha de entenderse no como faimess, úni­
camente, como ha sido sugerido por Rawls, sino, princi­
palmente, como instrumento conducente a la happiness.
Un título no del todo inadecuado para este trabajo sería,
en su traducción inglesa, «Justice as Happiness», como
réplica al popular escrito rawlsiano «Justice as Faimess».
Sería simplificar las cosas en exceso, sin embargo, pro­
clamar ahora la vuelta a un utilitarismo naive, sin mati-
* Publicadoen Sistema. Constituye una reafirmación de loexpresado
en el capitulo anterior, desde un nuevo enfoque.
320
zaciones. La tesis o propuesta que aquí se defiende tiene
sus raíces tanto en Bentham como en Platón, en Mili como
en Kant, en Haré como en Habermas.
Dicho sumariamente, y como luego espero explicitar:
la justicia no es sino el instrumento que potencia la feli­
cidad general, o el diálogo entre seres racionales a fin de
que los intereses generalizables sean atendidos.
2) Por la otra cara de la moneda que presento, sin
embargo, se mantiene al mismo tiempo, siguiendo igual­
mente a Platón y a Mili, que la «felicidad» tiene como
componente importante el sentido de justicia. O, lo que es
igual, no cualquier estado de «contento» o «conformidad»
por parte de los seres humanos es lo que cuenta. Es decir,
se mantiene con cautela, por supuesto, que la felicidad no
es simplemente un estado subjetivo, sino que, puesto que
me adhiero a posiciones como las de Piaget, Kohlberg y
Habermas entre otros, considero que el ser humano es sus­
ceptible de experimentar desarrollos y mejoras importan­
tes en un sentido que le llevaría hacia, cuando menos, el
estadio 6 de Kohlberg, puesto que la auto-estima, tal como
yo la interpreto, sería el ingrediente más importante de la
felicidad. O incluso hacia el estadio 7 propuesto por Ha-
bermas,1 de tal suerte que la concepción de lo que uno
considera como deseable y objeto de su interés (o felici­
dad) se genera en la inter-acción comunicativa.
Es decir, en la concepción que propongo de justice as
happiness, «happiness» hace referencia a aquella conse­
guida por los individuos más desarrollados para quienes
se hace preciso tanto la auto-estima generada en el monó­
logo, como el compartir intereses generalizables con los
demás, como producto del diá-logo.12
1. Véase MacCarthy: The Criticat Theory o f Habermas, Hutchinson.
Londres, 1978, p. 344. Cfr. Habermas: «Esquema de competencia de roles
y niveles de la conciencia moral», en Zur Rekonstruktion des historischen
Materialismos, 1976; versión cast. de Jaime Nicolás Muñiz y Ramón Gar­
cía Colando, Taurus, Madrid, 1981, p. 78.
2. Sobre la contraposición entre actitudes generadas monológica-
mente y dialógicamente, véase Habermas, op. cit., p. 79.
321
3) Por lo demás, y como también espero poner de ma­
nifiesto, last but not least, la «justicia» o es un término
abstracto absolutamente carente de significado o no es
sino la constatación de un desiderátum humano. En otras
palabras, las distintas teorías de la justicia, son distintos
modelos de cómo conseguir sociedades con individuos fe­
lices. De igual manera, las propuestas relativas a qué ha
de constituir la justicia son propuestas, a la postre, de lo
que constituirá una sociedad «bien ordenada», armónica,
ajustada, en suma, «feliz».

La felicidad como meta de la justicia


En cuanto al primer punto de mi propuesta, no es en
absoluto original. Cuando menos Godwin en 1798 había
ya adelantado, dentro de una concepción moderadamente
anarquista de la justicia, la vinculación entre justicia y
felicidad:
Por justicia —afirmará este autor— yo entiendo aquel
trato imparcial de todo hombre en cuestiones que se refie­
ren a su felicidad.3
O, como anticipa en el «Summary» que antecede a la
exposición de su obra:
La justicia es un principio que se propone la producción
de la mayor suma de placer o felicidad.
La justicia requiere que yo adopte la posición de un
espectador imparcial de los intereses humanos... [la cursiva
es mia].
La justicia es una regla de la máxima universalidad,
que prescribe un modo específico de proceder en todos los
3. By justice I understand that impartial treatment of every man in
matters that relate to his happiness»(Godwin: Enquiry Conceming Politi-
calJustice [1.*ed. 1798], libro U, cap. U, Penguin Books, 1976, p. 169).
322
a su n to s q u e p u e d a n a fe c ta r a la felicidad [la c u rsiv a es m ía]
d e los seres h u m an o s.4
Es decir, frente a concepciones más o menos contem­
poráneas y más o menos tradicionales, para las que «jus­
ticia», «deber» y otros términos éticos aparecen disocia­
dos de la consecución y logro de la felicidad, quiero man­
tener la tesis, polémica por supuesto, de que «justicia» y
«felicidad», «deber» y «felicidad», no son sino como las
dos caras de una misma moneda, los dos modos de perse­
guir un mismo y único fin: la felicidad general. O, si se
quiere expresarlo habermasianamente, el logro de un es­
tadio 7 —ampliado respecto a los 6 estadios establecidos
por Kohlberg— en donde las interpretaciones de intereses
y necesidades son objeto del discurso práctico.5
No quisiera entrar ahora en la polémica relativa a si la
concepción habermasiana de la moral se aparta de la kan­
tiana precisamente en este aspecto; así, sería conforme a
la concepción de McCarthy, para quien la autonomía de
la voluntad requiere la exclusión de todos los intereses
patológicos a la hora de la elección de las máximas, mien­
tras que la «voluntad racional» en Habermas presupone
que los intereses generalizables no sean algo puramente
convencional, algo simplemente «fáctico», ni algo simple­
mente presupuesto, sino más bien algo formado y descu­
bierto. O, igualmente, la voluntad racional no operaría
«formalmente» en Habermas, sino para dar contenido
material a la propia justicia. La voluntad racional no
obraría de espaldas a los intereses (para mis propósitos
4. *Justice is a principie which proposes to itselfthe production of the
greatesl sum ofpleasure or happiness.
•Justice requires that I should put myself in the place of att impartial
spectator of human concems...
•Justice is a rule of the utmost universality, and prescribes a speciflc
mode ofproceeding, in all affairs by which the happiness ofa human being
may be affected• (op. cit., p. 76).
5. En «Moralcntwicklung», pp. 84-85, citado por McCarthy, op. cit.,
p. 351.
323
«felicidad») de los individuos, sino que, por el contrario,
los forzaría a la formación y descubrimiento de aquello
que constituye los intereses «generalizables».
Con palabras de McCarthy, para Habermas:
El p ro p ó sito del d isc u rso es lle g a r a u n co n sen so ac erca
de q u é in te re se s son g en eraliza b les. E n e sta co n stru c ció n ,
los deseos, n ecesid ad es, asp ira c io n e s e in te re se s in d iv id u a ­
les n o tien en p o r q u é ser ex clu id o s — p o r su p u e sto n o p u e ­
den ser ex cluido s— ya q u e es p re c isa m e n te en relació n co n
ello s p o r lo q u e se b u sca el consenso.6

En efecto, como agregará McCarthy, un interés que re­


sulta ser puramente individual sería inadecuado como
base de una legislación universal, mas no por tratarse de
un interés sino por no ser generalizable, de tal suerte que
la autonomía de la moral no se definiría ya en términos
de oposición a los intereses en si mismos, sino en térmi­
nos de la racionalización de los propios intereses.7 La au­
tonomía —comentará McCarthy— precisa, pues, no de la
supresión de las inclinaciones sino de su «inserción» en, o
«formación» a través de, una comunicación no distorsio­
nada.8
Es decir, de acuerdo con esta interpretación, para Ha-
bermas versus Kant, de lo que se trata no es de suprimir
los intereses o los deseos humanos, sino de que la racio­
nalidad ha de contribuir de algún modo a que el individuo
pueda formar su voluntad y su querer discursiva y comu­
nicativamente.
Las barreras que nos procuran «la engañosa certidum­
bre de que fuéramos nosotros, los individuos aislados, la
6. *The aim of discourse is to come lo a consensos about which ime-
rests are generalizable. In this construction, individual wants, needs, desires
and interests tteed not —indeed cannot— be excluded, for ií is preciseJy
conceming them that agreement is sought»(op. cit., p. 327).
7. Ibld., pp. 327-328.
8. Ibid.. p.328.
324
última instancia en el enjuiciamiento de nuestros intere­
ses, tendrían que eliminarse si ha de acometerse con con­
ciencia el proceso de la interpretación de las necesidades
que, hasta la fecha, se viene verificando de forma espon­
tánea, o lo que es igual: si ha de incluirse dicho proceso en
la formación discursiva de la voluntad».9
Por supuesto que existen interpretaciones de la filoso­
fía moral kantiana, como la de Keith Ward,101de acuerdo
con las cuales incluso Kant suscribiría la tesis que aquí
vengo manteniendo, a saber, que el propósito principal de
la ética (o en este contexto la justicia) es el desarrollo hu­
mano y la felicidad como su corolario natural."
Sin embargo, no es mi propósito, de momento, hacer
suscribir a Kant mi propia tesis. Aunque posiblemente,
Kant estuvo tan preocupado como el que más en resaltar
el segundo punto de mi presente propuesta, a saber, el
componente de «justicia » o faimess a la hora de conseguir
la auto-satisfacción y la auto-estima. Pero ése es un as­
pecto que examinaré más adelante.
La justice as happiness que propicio, hace hincapié por
igual en dos elementos en los que he venido insistiendo
desde largo tiempo atrás: la felicidad y la imparcialidad
(happiness and faimess).
Es decir, la justicia tiene sentido cuando sirve a los
intereses colectivos, pero dichos intereses colectivos sólo
tienen relevancia moral cuando se tornan, de acuerdo con
la propuesta de Habermas, «universalizables». O, si­
guiendo a Rousseau, la justicia tiende a cumplir aquello
que decreta la «voluntad general», bien entendido que la
«voluntad general» no es igual a la suma de las voluntades
individuales.12Piaget lo expresa, así mismo y con tino, al
9. Haberm as, op. cit., pp. 312-313.
10. W ard: Kanl's View ofEthics, Blackwell, Oxford. 1972.
11. •Kant makes it quite clear in many places that his main concern
in Ethics is with human fulfilment and the happiness which is its natural
coroUary» (op. cit., p. 85).
12. Véase esp. Rousseau: Du contrat social, libro 11, cap. III.

325
diferenciar entre el «mutuo consentimiento» y «el respeto
mutuo»
El re sp e to m u tu o d e d o s p e rso n a lid a d e s es u n v e rd a ­
d e ro resp eto , en lu g a r d e c o n fu n d irse co n el m u tu o co n sen ­
tim ie n to d e su s d os «yo» in d iv id u ale s, su c e p tib le s de
a lia rse e n el b ie n y en el m a l.13
De igual manera, la felicidad general o los intereses
compartidos son de un tipo peculiar que podríamos cali*
ficar como «moral».
Esta concepción de la felicidad como «moral» no
merma su componente hedónico, antes bien lo incre­
menta. Pero éste es un punto que se desarrollará en el
siguiente apartado.
Lo que ahora interesa resaltar es que la defensa de la
justice as happiness requiere, como cuestión previa, el es­
clarecimiento de los términos empleados.
Con lo cual, dicho sea de paso, se pone de manifiesto la
importancia que el análisis y el esclarecimiento lingüís­
tico tienen dentro de la tarea filosófica. Quienes acusan a
la filosofía anglosajona contemporánea de ser simple­
mente «análisis» incurren en dos faltas graves. Para em­
pezar, dentro de la filosofía anglosajona contemporánea
se hacen muchas cosas más que «analizar» conceptos o
términos. En segundo lugar, los intentos de «análisis» y
esclarecimiento de nuestros términos morales y no mora­
les no son un invento británico. Frente a quienes carecen
de memoria histórica habría que mencionar que la filo­
sofía de Platón, especialmente en los diálogos platónicos
del periódico socrático, es el primer y fructífero intento de
«analizar» lo que significamos con nuestros usos habitua­
les de términos éticos.
Sin embargo, no es mi intención en esta ocasión llevar
a cabo una defensa del análisis filosófico en sus versiones
13. Piaget: Le jugement moral chez l'enfant; versión cast., El criterio
moral en el niño, p. 80.
326
contemporánea o clásica. Lo que sí me importa es señalar
que en el caso de la concepción de la «justicia como feli­
cidad», como en tantos otros, las disputas se originan a
causa de la ambigüedad de los términos utilizados. Dicho
de otra manera, considero que la falta de atractivo que
pueda presentar una «justicia» que tiene como objetivo
ser sierva e instrumento, al servicio del logro de las sa­
tisfacciones humanas, está determinada precisamente
por malentendidos o interpretaciones, que considero no
del todo acertadas, de los términos incluidos en mi pro­
puesta.
Sería una tarea demasiado ardua la de analizar los
equívocos a los que puede dar lugar el uso de «felicidad»
en una propuesta ética. Quisiera manifestar, simple­
mente, con toda la brevedad posible, lo que no entiendo
por este término y lo que sí entiendo por él, añadiendo por
adelantado que no me importaría en absoluto sustituirlo
por otro más apropiado. (La propuesta de Haré de susti­
tuir «felicidad» por interés es sumamente sugerente. O la
de Nowell-Smith de colocar las pro-attitudes como funda­
mento de la ética.) Siempre y cuando se conserve el espí­
ritu de mi propuesta no me siento excesivamente apegada
al modo en que se formule. Lo único que deseo, al conser­
var si es posible la expresión «felicidad», es rendir un en­
cendido tributo a John Stuart Mili, quien, a mi modo de
ver, utilizó dicho término conjugando de modo magistral
desiderata tales como la libertad individual y las necesi­
dades de la convivencia en común.
Para empezar:1
1) no entiendo por «felicidad» cualquier tipo de goce
o satisfacción individual, sino aquel más profundo y du­
radero;
2) la «felicidad» que aquí se recomienda como tér­
mino y fin de la justicia no se refiere únicamente a la feli­
cidad del agente de una determinada acción, sino a la de
todos los implicados por ella; y
327
3) la «felicidad colectiva» o «máxima felicidad del
mayor número», por utilizar la terminología clásica, no se
entiende aquí como la mera suma aritmética de satisfac­
ciones individuales, sino como el logro de unos fines «uni-
versalizables» (siguiendo a Habermas) que sean deseados
por las voluntades particulares en el curso y decurso de la
interacción comunicativa.
Lo que viene a suponer, siguiendo tanto a Rousseau en
su concepción de la «voluntad general» como a Piaget,
según apunté antes, que no se trata de un mero «consenso»
que pudiera muy bien dar lugar a conductas claramente
inmorales. El «egoísmo universal», el «hacer y dejar ha­
cer» de un liberalismo crudo, podrían muy bien responder
a una propuesta no matizada de justice as happiness: cada
cual procura su felicidad, su bienestar, de acuerdo con los
medios a su alcance y se trata de no interferir en el logro
de los mismos fines por parte de los demás.
Nada más lejos, sin embargo, de mi propuesta, como
nada más lejos del espíritu del Utilitarianism de Mili, que
defender un sistema de justicia basado en la mera toleran­
cia y el consenso, cualesquiera sean los fines que persigan
cada uno de los implicados en el «contrato».
El Leviaíhan de Hobbes sí presenta, ai menos en una
primera lectura, el aspecto de un pacto entre individuos
puramente egoístas, o en terminología de Rawls, total­
mente des-interesados los unos por los otros, aunque curio­
samente y como fruto del interés puramente individual,
surge la necesidad de la imparcialidad o justicia. Lo cual,
dicho sea de paso, nos hace ver la raíz hobbesiana y no
meramente kantiana de la justice as faimess de Rawls, en
donde se parte asimismo de individuos que no sienten es­
pecial interés los unos por los otros (de hecho en la ficción
del «velo de la ignorancia» no se supone interés o sympa-
theia alguna), sino que llevados por el deseo «racional» de
lograr las máximas ventajas para ellos mismos, y dado
que, de acuerdo con la ficción del «velo de la ignorancia»
328
que acabo de mencionar, desconocen qué suerte van a co­
rrer o qué puesto van a ocupar en la sociedad, optan por
aceptar los dos principios de la justicia rawlsiana que se
refieren al igual derecho al uso de la libertad,14 siempre
que no interfiera con la libertad de los otros, y a la acep­
tación de determinadas desigualdades inherentes a cargos
y oficios para los que se respete en principio la «igualdad
de oportunidades».15
Curiosamente, sin embargo, tanto el principio de la
equal liberty como el difference principie vienen justificados
y requeridos por las exigencias de individuos carentes de
preocupación por los demás. Son, podríamos añadir, prin­
cipios motivados, aparentemente al menos, por razones
más prudenciales que morales. Al igual que en el caso de
Hobbes, el «estado de naturaleza» parece implicar el
«egoísmo» más o menos natural del hombre. La diferencia
con Hobbes es, sin embargo, importante, por cuanto en la
ficción rawlsiana se introduce ya un elemento subrepti­
ciamente moral, el cual condiciona que el resultado haya
de ser normas asimismo morales. El requisito de «igno­
rar» el puesto que cada cual va a ocupar en la sociedad es
una maniobra inteligente para colocar como condición de
la deliberación moral lo que no es sino un principio ético,
que tendría que ser debatido y asumido por la colectivi­
dad. Verdaderamente, a partir de la situación originaria,
tras el veil of ignorance, no pueden sino derivarse conclu­
siones morales, dado que la puesta en escena de tal situa­
ción originaria se ha hecho ya conforme a principios mo­
rales. Quien acepta situarse tras el velo de la ignorancia,
acepta ya el principio de imparcialidad o faimess.
Se trata, precisamente, de persuadir a seres mutua-
14. *Each person is to have an equal right to the most extensiva basic
liberty compatible with a similar liberty for others* (Rawls: A Theory of
Justice, Oxford University Press. 1980, p. 60).
15. *...socialand economic inequalities are to be arrangedso thal they
are both (a) reasonably expected to be to everybody's advantage, and (b)
attached to positions and offices open to alh (ibhL. p. 60).
329
mente desinteresados, insensibles al bienestar de los de­
más, para que adopten la posición del observador impar­
cial, figura ésta no sólo presente en la obra de Adam
Smith, sino en la de Hume y, cómo no, ya en la de Hobbes.
En este sentido la obra de Rawls presenta filosófica­
mente un fallo metodológico que parece haber sido disi­
mulado tras el impresionante aparato conceptual de A
Theory of Justice. El fallo metodológico estriba en que no
se justifica en absoluto la justice as faimess, sino que sim­
plemente se sigue como corolario el que si uno adopta una
posición de «imparcialidad» (exigida inexorablemente
por la posición original) como resultado tiene uno que ser
imparcial o fair.
En este aspecto, la obra de Hobbes, en apariencia más
tosca y rudimentaria, resulta filosóficamente mucho más
gratificante, aun cuando podamos disentir de los presu­
puestos hobbesianos relativos a la «situación original» o
«estado de la naturaleza». Es mérito precisamente de
Hobbes el intento de justificar el paso del individuo «de­
sinteresado» al individuo que acepta la faimess o impar­
cialidad. El individuo egoísta acepta el «velo de la igno­
rancia» y asume el principio de tratar a los demás como
él quisiera ser tratado,16porque comprende que sólo sobre
esa base «moral» puede construirse una sociedad en paz,
en la cual su vida e integridad no corran peligro.
En cualquier caso, y aceptando las conclusiones mo­
rales tanto de Hobbes como de Rawls, la propuesta que
aquí se hace difiere de la de los mencionados autores, más
en el planteamiento que en los resultados que de él se si­
guen. Es preciso, por supuesto, practicar y encomiar la
imparcialidad que es, por lo demás, como veremos más
adelante, un requisito de la «felicidad», mas no como mé-
16. •And though this may seem too subtile a deduction of the Laws of
Nature, to be taken notice ofby all men... they have been contracted into one
easie sum, inielligible even to the meanesi capadty, and that is. Do not that
to another, which thou wouldest not have done to thy selfe» (Hobbes: Le-
viathan, Penguin Books, Middlesex, Inglaterra, 1972, cap. 15, p. 214).
330
todo para generar un mero pacto o consenso de modo que
las voluntades o inclinaciones particulares se vean satis­
fechas. Se trata más bien, desde el inicio, de transformar
las voluntades, de forma que la consecución de la felicidad
general y la felicidad individual sean una misma cosa.
Puesto que sobre este tema me extenderé más adelante
quisiera hacer hincapié en lo que he mencionado como
punto primero de mi concepción de la «felicidad». Asaber,
que no se trata de concebir la justicia como un mero ins­
trumento para el logro de individuos más o menos satis­
fechos: una justicia al servicio de un Brave New World, tal
como aparece caracterizado en la obra de Huxley. Por el
contrario, más bien, con las debidas matizaciones, yo sus­
cribiría la propuesta de Huxley en el prólogo de 1946 a la
obra mencionada, publicada originariamente en 1932,
propuesta que se refiere a un tipo de utilitarismo más ele­
vado, en el que el principio de la mayor felicidad fuese
secundario en relación con el principio del fin del hom­
bre.17 Lo cual le acerca extraordinariamente al denomi­
nado por Smart «utilitarismo idealista» de Moore que
llega a proponer la sustitución del principio de la greatest
happiness por el principio del greatest good.
Por supuesto, yo personalmente no quisiera incurrir en
ningún tipo de utilitarismo «idealista». El utilitarismo
«semiidealista» de Mili me parece lo suficientemente
bueno: es decir, lo suficientemente «empfrico» como para
no tener que recurrir a instancias superiores al hombre a
la hora de determinar los elementos constitutivos de su
felicidad; y lo suficientemente «ideal» para comprender
que en el ser humano la gama de satisfacciones es muy
17. *Attd the prevailing philosophy of life would be a kirtd of Higher
Utililananism. in which the Greatest Happiness principie would be secón-
dary to the FinalEndprincipie—thefirst question to beaskedandanswered
in every contingency of life being: “How will this thought or action contri­
bute to, or interfere with, the achievement, by me and the greatest possible
number of other individuáis, of man's final E n d (Huxley: Brave New
World, Penguin Modem Classics, Middlesex, Inglaterra, 1976. p. 9).
331
varía y —como ya había adelantado Godwin— las que se
derivan de lo que podríamos denominar «espíritu» no son
en modo alguno las de menor relevancia.18
Por lo demás, quisiera apuntar en honor de cuantos
hedonistas han sido, que sólo una lectura sesgada de sus
escritos podría haber llevado a malentender su propuesta,
por cuanto lo que ellos venían defendiendo, en general, no
era cualquier tipo de placer, sino el placer de mayor cali­
dad, el más exquisito, en atención a la peculiar naturaleza
del ser humano.
De este modo, si bien es cierto que Epicuro —en algún
lugar— pudo haber dado pie al malentendido de que lo
único que cuenta es el placer sensual, como cuando
afirma:
Principio y raíz de todo bien es el placer del vientre.
Incluso los actos más sabios e importantes a él guardan
referencia.19
Fue también contundente al expresar en el fragmento 131
de la Carta a Meneceo:
Cuando, por tanto, decimos que el placeres el fin no nos
referimos a los placeres de los disolutos a los que se dan en
el goce... Pues ni banquetes ni orgias constantes ni disfrutar
de muchachos ni de mujeres ni de peces, ni de las demás
18. *The true object of morat and political disquisition is pleasure or
happiness.
»The primary, oreariiest, class ofhuman pleasure is the pleasures of the
extemal senses.
»ln addition to these, man is suceplible of certain secondary pleasures.
as the pleasures of intellectual feeling, the pleasures of sympathy, and the
pleasures ofself-approbation.
»Thesecondarypleasures areprobably moreexquisite than theprimary»
(Godwin: Enquiry Conceming Political Justice, Penguin Books, Middle-
sex, Inglaterra, 1976, p. 75).
19. Frag. 33 de «Fragmenta et Testimonia Selecta», en Epicuro. La
génesis de una moral utilitaria, C. García Cual y E. Acosta, Barral, Bar­
celona. 1974, p. 153.
332
cosas que ofrece una vida lujosa, engendran una vida feliz,
sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda
elección y rechace y disipe las falsas opiniones de las que
nace las más grande turbación que se adueña del alma.2021
Históricamente habría que señalar que, si bien se han
dado reiteradamente rechazos del «placer» indiscrimi­
nado como base y fundamento de la moral, la «felicidad»
en cambio ha tenido, en general, mejor suerte; se reconoce
por lo menos el anhelo legítimo de felicidad. Como seña­
laba el viejo Séneca:
Vivare, Gallio Frater, omnes beate voluta.11
Aunque, por supuesto, no todos los autores reconocían
la misma capacidad humana para conseguir el objetivo de
la raza de los hombres. («Quod sit quato beatum vitam ef-
ficiat, caligat» como añadiría Séneca.)
«La amistad danza en tomo de la tierra y, como un
heraldo, anuncia a todos nosotros que despertemos para
la felicidad», nos indicará Epicuro.22 O como afirma Mo-
ritz Schlick: «Quienquiera que sea capaz y esté dispuesto
a compartir los goces del mundo está invitado a ellos».23
Pero se da por supuesto que es preciso algún tipo de
esfuerzo, de ejercítación, de capacitación. El arte de gozar
es tal vez el más delicado, el más difícil. Y el más enco-
miable también. Sólo cuando por «gozar» o «goce» se
quiere dar a entender una vida disoluta, sin planificación,
discorde, surge la repulsa.
Sin embargo, la idea de que «lo mejor, lo más hermoso
y lo más agradable es la felicidad», que aparece en Aris­
tóteles 24 y que tiene sus raíces en Platón, es una especie
20. Ibid., pp. 98-99.
21. Séneca: De Vita Beata, I.
22. Op. cit., p. 127 (Exhortaciones de Epicuro 52).
23. Schlick: Fragen derEthik; versión inglesa, p. 199.
24. Aristóteles: Ética a Nicómaco. 1.099a.
333
de hilo que entrecruza el tejido de todo nuestro pensa­
miento occidental en cuestiones morales y que apenas
cuenta más que con detractores esporádicos. Más aún, es­
tos supuestos detractores, esporádicos, posiblemente no
lo sean sino a un nivel puramente verbal, por cuanto no
pretenden suprimir la felicidad del hombre, sino encon­
trar, como el Huxley de Brave New World, formas de vida
más satisfactorias que las del mero acomodamiento y
«contento». A la postre, pues, la disensión no se refiere a
la aceptación o no de la «felicidad» sino a su propia con­
cepción y formulación que admite, por supuesto, propues­
tas plurales y varias, aunque no tantas como el relativista
o el escéptico pudieran suponer.
Por poner un ejemplo, a unos pueden gustarle los he­
lados de fresa, a otros los de vainilla, y unos terceros pre­
ferir las fresas con nata al helado, a la hora de elegir un
postre. Sería, sin embargo, raro, anómalo y extraordinario
que alguien prefiriese moscas o chinchetas como postre
ideal. La felicidad no se acomoda a fórmulas uniformes,
pero si le es posible al filósofo (y en esto consiste su «arte»
como tal) encontrar el denominador común de aquellos
estados que producen en general una mayor satisfacción
a los seres humanos (suponiendo, por supuesto, que los
seres humanos comparten determinadas cualidades, pro­
clividades y desiderata en común, por variados que sean
en su individual y peculiar modo de personificar dichas
cualidades y proclividades).
Partiendo, pues, de ese mínimo común de «propieda­
des» compartidas por los humanos, llegaríamos a un con­
cepto aproximado de lo que un individuo informado y li­
bre de presiones externas podría desear y necesitar.
La concepción de la justice as happiness se refiere, pre­
cisamente, a la elaboración de las estructuras que garan­
ticen que cada hombre obtiene la información y la liber­
tad precisa para formarse su plan de vida y que, asimismo
cuenta con los medios precisos para satisfacer sus necesi­
dades de toda índole (desde las más materiales, como vi-
334
vicnda, cobijo, alimentación, sexo, etc., a las necesidades
de afecto, prestigio, etc.).
La concepción rawlsiana de la justice as faimess tam­
bién, por supuesto, presupone una serie de necesidades
comunes compartidas por la raza humana, a las que la
justicia tiene que servir. El deber de la «justicia» no es un
deber kantiano en Rawls, es decir, no se trata de un im­
perativo categórico válido para toda criatura racional,
sino para hombres que poseen determinadas característi­
cas y un sistema determinado de prioridades. En este sen­
tido, la concepción de justice as faimess no parece ex­
cesivamente objetable, desde la perspectiva que yo
adopto, con la salvedad de que los bienes primarios esta­
blecidos por Rawls, a saber, derechos y libertades, pode­
res y oportunidades, ingresos y riqueza, y el sentido de la
propia valía23 no se presentan como tan indiscutibles y
racionales, según pretende Rawls.
Se trata, en el caso de Rawls, de una concepción de la
naturaleza humana a la que se supone con una serie de
necesidades que reclaman bienes correlativos. La justicia
como faimess sería el procedimiento adecuado para con­
seguir que todos disfrutasen de la misma libertad para
alcanzar estos fines y objetivos. Con lo cual, en el fondo, el
«neocontractualismo» rawlsiano no sería sino una va­
riante más de las éticas teleológicas o consecuencialistas
de las que la justice as happiness no es sino otra alterna­
tiva.
Las críticas a la teoría rawlsiana nos llevarían muy
lejos. En esta ocasión sólo deseo destacar dos importantes:
1) A nivel de ética normativa, su sistema de valores
coloca la libertad como el bien más alto, lo cual, cuando25
25. *Nowprimary goods, as I have already nmatked, are things which
it is supposed a rational man wants whaiever else he wants... The primary
goods, to give them irt broad categories, are rights and liberties, opportuni-
ties and powers. income atul wealth. A very importara primary good is a
settse of one's own worth, bul for simptícity i leave this aside until much
later»(en op. cit., p. 92).
335
menos, es discutible. «La máxima libertad del mayor nú­
mero» (o mejor «la libertad total de la totalidad de la
gente») podría ser el lema rawlsiano sustitutivo de la fór­
mula de la «máxima felicidad». Sin entrar en excesivas
profundidades cabría apuntar, a modo de réplica a Rawls,
que la «libertad» siempre es un bien subsidiario y enca­
minado a fomentar en el individuo su capacidad de dis­
frute como ser humano. La «libertad» de injuriar a otro
no se considera válida, como tampoco la «libertad» de
hacerle cualquier tipo de daño, a causa de que produce
dolor. La «libertad» de ser analfabeto, egocéntrico, igno­
rante, avaro, etc., no se considera tampoco deseable por­
que produce más dolor que bien al propio individuo y a
los que con él conviven.
Por lo demás, la «libertad» sólo existe dentro de mar­
cos bien configurados, marcos que suponen el resto de
condiciones mínimas que hacen posible una sociedad so­
lidaria. Por poner un ejemplo, uno puede tener libertad
para elegir expresarse en cualquier lengua que desee, den­
tro de las lenguas que habla o comprende su comunidad.
Pero seria totalmente ridiculo que alguien se considerase
con «libertad» para dirigirse en inglés, pongamos por
caso, a los miembros de una comunidad que ignorase tal
lengua. O, mucho peor todavía, seria una extravagancia
injustificable que alguien se inventase «libremente» su
propia lengua y pretendiese dirigirse mediante ella a sus
conciudadanos.
La «libertad», pues, sólo cobra sentido una vez que
contamos con las condiciones que aseguran nuestra co­
municación y que hacen posible nuestra supervivencia
como grupo. Más aún, la «libertad» moral, como Haré ha
apuntado con tino, supone el operar dentro del marco de
la prescriptividad y universalizabilidad.26 O, lo que viene
a ser lo mismo, sólo somos libres, moral mente hablando,
cuando respetamos por igual a todos los demás. De donde
26. Véase Haré: Freedom and Reason, Oxford University Press, 1963.
336
la «libertad» en abstracto no puede constituir nunca el
mayor bien, ni mucho menos el valor supremo de una
sociedad. La propia definición de «libertad», a diferencia
del término peyorativo «libertinaje», supone el tener en
cuenta valores primarios de respeto mutuo, consecución
de satisfacciones profundas, etc.
Como cuestión fáctica, sin embargo, es indudable que
ciertas formas de libertad son indispensables para toda
vida satisfactoria. El poder elegir entre las lenguas diver­
sas de la comunidad, el poder escoger nuestra profesión,
el poder participar con los demás en la elaboración de
leyes y normas de convivencia, la capacidad de expresar
nuestras opiniones, etc., constituyen cosas que son moral­
mente buenas y deseables, pero no en sí mismas, sino en
tanto y en cuanto constituyen una parte fundamental de
las condiciones mínimas para que nuestra existencia sea
satisfactoria.
2) Por lo demás, la teoría rawlsiana me parece toda­
vía mucho más criticable desde un punto de vista episte­
mológico y meta-ético. Pretender que la «justicia» o la
faimess sean valores en sí mismos, o que la justicia agote
sus posibilidades en distribuir cosas imparcialmente, me
parece totalmente absurdo.
Imparcialmente, podría ser distribuida, en principio,
cualquier cosa: el dolor, la mala suerte, la incapacitación
para determinadas actividades, etc. O, por poner ejemplos
más triviales, se podrían distribuir imparcialmente sellos,
lápices de colores o entradas para el circo. Ninguna teoría
seria de la justicia apuntaría sin embargo a tales tipos de
distribuciones. De lo que se trata, el objetivo que tiene la
justicia, es servir para la distribución de bienes, y lo que
consideramos «bienes» no puede obedecer a concepciones
arbitrarías, sino a la constatación de que se trata de obje­
tos que producen o ayudan a producir «felicidad».
Mi insistencia en proponer una concepción de la justi­
cia como felicidad, más que imparcialidad, tiene el pro­
pósito de cambiar el acento de la concepción formalista
337
de la justicia. La faimess por sí misma tiene sólo, única­
mente, un valor principalmente instrumental. Lo cual no
viene a suponer menoscabo para la faimess. (Como indi­
caré más adelante la faimess tiene importancia también
como elemento sustantivo en la configuración de aquellas
condiciones óptimas para una vida feliz en comunidad.)
Lo único en que aquí quiere hacerse énfasis es en que la
justicia no se agota en la imparcialidad ni la imparciali­
dad se agota o se justifica en si misma. Son, ambos ele­
mentos, importantes, por supuesto, en la medida en que,
como espero demostrar, sin ellas la vida humana sería
totalmente insatisfactoria.
La justicia como componente de la felicidad
Las relaciones entre justicia, imparcialidad y felici­
dad, son realmente más complejas de lo que pudiera des­
prenderse de lo desarrollado en el primer apartado de este
trabajo.
Contra lo que pudiera parecer en un primer momento,
mi propuesta es más platónica que utilitarista (si no se
tiene en cuenta el utilitarismo cualificado de Mili). Como
es bien sabido, todo el propósito de Platón en La República
ha sido el de demostrar que no existe justicia sin felicidad
ni felicidad sin justicia. Como Epicuro ha expresado con
belleza:
No es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y jus­
tamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir
feliz.27
Lo que viene a ser lo mismo, existe una suerte de com­
plicación entre felicidad y justicia, de tal modo que se pre­
cisan mutuamente para su realización.
Mi propuesta de justice as happiness sería, por consi-
27. Carta a Meneceo, par. 132, en op. cil., p. 99.
338
guíente, parcial, incompleta e improcedente si no incor­
porase como complemento la propuesta de una «felici­
dad» en la que el elemento de justicia o imparcialidad
fuesen elementos indispensables.
Lo cual viene a apuntar a la conveniencia de proponer
a un tiempo la justicia como felicidad y la felicidad como
justicia, que supone algo más que un intento de rizar el
rizo, y no tiene, por lo demás, que implicar necesaria­
mente un cerrado e infranqueable circulo vicioso.
Se podría alegar, por supuesto, que, por definición, la
justicia es felicidad si la felicidad es justicia. La concep­
ción de justicia como felicidad y la felicidad como justicia
no implica, sin embargo, la equiparación de ambos tér­
minos ni la definición de uno de ellos en función del otro.
«Justicia» y «felicidad» mantienen su identidad propia.
Poseen sentido y referencia propios y diferenciados, si
bien, al igual que ocurre con muchos otros términos del
lenguaje moral («libertad» e «igualdad», pongamos por
caso) no pueden explicarse por separado y precisa cada
uno de ellos acudir en ayuda del otro a la hora de matizar
su sentido y su referencia.
A decir verdad, resulta un tanto difícil explicar la re­
lación lógica entre lo significado y señalado por «justicia»
y «felicidad». ¿Existen elementos d e/ (justicia) que son al
tiempo elementos de F (felicidad), mientras que existen
otros elementos de / que no pertenecen necesariamente a
F y elementos de F que no pertenecen necesariamente a/?
Sin el ánimo de presentar ninguna tesis lógica respecto
a las relaciones entre nombres distintos, me atrevería a
sugerir que la complejidad de las relaciones entre térmi­
nos distintos resulta difícilmente explicable en los térmi­
nos de la lógica habitual. La justicia requiere la felicidad
como meta. La felicidad exige la justicia como marco con­
formador. Son servicios mutuos y distintos los que ambos
conceptos se prestan para subsistir. Al igual que cuando
decimos que un maestro implica un discípulo y un discí­
pulo implica un maestro, tampoco queremos significar
339
que el primero sea igual al segundo, o el segundo ai pri­
mero, o que determinadas cualidades del primero estén
presentes en el segundo o a la inversa. Son simplemente
términos (como los de padre e hijo) que se precisan mu­
tuamente, por definición. Ya que maestro es el que posee
discípulos, padre el que tiene hijo, discípulo el que tiene
maestro, e hijo el que tiene padre.
En un sentido semejante, nuestra propuesta de jusíice
as happiness supondría de algún modo que justicia es lo
que conduce a la felicidad y felicidad lo que conduce a la
justicia. Por supuesto que la correlación entre «justicia» y
«felicidad» es, a todas luces, distinta de la que une entre
sí conceptos como «padre/hijo», «maestro/discípulo», etc.
En el caso de los últimos ejemplos nadie que comprenda
el significado habitual de «padre» e «hijo» podrá negar la
correlación entre ambos términos, mientras que bien pu­
diera darse el caso (de hecho es el caso más frecuente) de
que quienes entienden el significado habitual de «justicia»
y «felicidad» no aciertan a comprender que dichos térmi­
nos puedan ser correlativos.
Para complicar todavía más las cosas, ocurre que
mientras «padre» e «hijo» son, en los contextos habitua­
les, términos perfectamente neutrales, marcadamente
descriptivos, «justicia» y «felicidad», por el contrario,
presuponen preferencias, opciones y valoraciones. Todo el
mundo entiende por padre (al menos en su sentido bioló­
gico) las mismas cosas (no, por supuesto, «padre» en el
sentido del rol que se supone ha de desempeñar el padre,
por cuanto la asignación de este rol supone, asimismo,
preferencias, opciones y valoraciones).
Afortunadamente, sin embargo, no es tarea de la filo­
sofía la de informar acerca de los usos habituales de los
términos, trátese de «justicia», «felicidad» u otros cuales­
quiera. Más bien, si seguimos la propuesta de Raphael y
consideramos que la filosofía tiene como misión la mejora
de los conceptos (improvement of concepts)28 comprende-
28. Véase Raphael: Problems of PoliticalPhibsophy, cap. I.
340
remos que no podemos quedamos en el uso habitual de
los términos «felicidad» y «justicia», sino que tenemos
que desarrollar la lógica implfcita en su utilización.
La difusa relación entre «felicidad» y «justicia» en el
uso cotidiano viene determinada, sin duda, por el hecho
de que a la «felicidad moral», a la «felicidad estimable»
suele denominársele con términos distintivos que la se­
paren suficientemente de la «felicidad en sentido vulgar»,
obtenida a partir de las satisfacciones inmediatas, cuando
no media la reflexión ni existe conocimiento exhaustivo,
imparcialidad y libertad en las elecciones. En este sentido,
es comprensible que Kant rechace todo tipo de relación
entre «felicidad» y «moralidad». Cuando indica que: «El
que ha perdido en el juego puede enfadarse consigo mismo
y su imprudencia, pero si tiene conciencia de haber hecho
trampa en el juego (aunque por ello haya ganado) tiene
que despreciarse a sí mismo en cuanto se compara con la
ley moral», está delimitando claramente dos tipos distin­
tos de insatisfacción. Es inapropiada, sin embargo, la con­
clusión de Kant, a partir de este hecho, de que la ley moral
(en el caso que aquí examinamos, la «justicia») «tiene que
ser algo distinto del principio de la propia felicidad. Pues
tenerse que decir de sí mismo: soy un indigno aun cuando
he llenado mi bolsa, tiene que tener otra regla de juicio
que el aplaudirse a sí mismo y decir: soy un hombre pru­
dente pues he enriquecido mi caja».29
Sería realmente ingenuo suponer que los hombres sólo
se hacen felices obrando conforme a la justicia (existen
muchos grados del desarrollo hedónico correlativos a los
distintos grados del desarrollo moral), pero también re­
sulta demasiado burdo suponer que los hombres no pue­
den hacerse felices (incluso no pueden hacerse todo lo fe­
lices que sea posible esperar) obrando de acuerdo con lo
que conciben como conforme a su dignidad.
29. Kant: Krilik derpraklischen Vemunft, Primera parte, libro I, cap.
I, par. 8, observación II
341
Curiosa y paradójicamente, Kant no pudo menos que
dar testimonio de este hecho, cuando añrma:
El hombre que es virtuoso no llegará a estar contento
de la vida si no tiene en cada acción consciencia de su rec­
titud, por favorable que pueda serle la felicidad en el estado
físico [la cursiva es mía].30
Es decir, se distinguen dos planos de «felicidad» o
«contento». En un sentido primero, funciona como sinó­
nimo de satisfacción psicológica profunda; en el segundo,
como mera satisfacción de determinadas apetencias fisio­
lógicas o «físicas». El primer tipo de felicidad aparece así
indiscutiblemente vinculado a la consecución de la vida
virtuosa y la justicia; el segundo puede darse independien­
temente, sin duda, pero tenemos razones para sospechar
con Platón que no se trata de una felicidad que pueda sa­
tisfacer más que a los ignorantes y desinformados, o a los
carentes de la sensibilidad moral que es fruto, según los
presupuestos de la psicología «desarrollamentista», de la
madurez en el desarrollo moral.
Como ya anticipé, consideraré en paralelo con las
aportaciones de Piaget y Kohlberg, distintos niveles y es­
tadios de felicidad. En el nivel I, o pre-convencional, el
hombre es feliz simplemente siguiendo sus impulsos y go­
zando de gratificaciones inmediatas a sus sentidos y de­
seos. En el nivel II, o convencional, gran parte de la feli­
cidad se deriva de la buena o mala acogida que a uno se le
dispense en su grupo social. Y sólo en el nivel III, post­
convencional se alcanza aquella auto-satisfacción, aquel
contento de uno mismo, elogiados a un tiempo por Sócra­
tes, Kant y John Stuart Mili.
O, más aún, y de mayor relevancia, es en el nivel post­
convencional, en un estadio séptimo habermasiano,
donde se produce el encuentro entre la felicidad personal
y el fomento de la justicia. La auto-satisfacción perso­
30. Ibtd., libro II, cap. I
342
nal se origina no simplemente en el cumplimiento de un
deber «compulsivo», sino que tiene como contenido el dar
lugar a que los otros sean con plenitud de derechos. O, lo
que viene a ser lo mismo, la felicidad de cada individuo
tiene sólo lugar, cuando, como en La República platónica,
uno ha obrado conforme a la virtud y a la justicia.
Recordar a Piaget no sería excesivamente improce­
dente aquí. Como este autor afirma:
La lógica es una moral del pensamiento, como la moral
es una lógica de la acción.31
Es decir, existe una relación de parentesco entre nues­
tro desarrollo lógico y nuestro desarrollo moral. Precisa­
mente, como el propio Rawls reconoce, es nuestro desa­
rrollo moral el que nos lleva a una concepción de la justi­
cia que difiere de un primitivo sentido originado del temor
o el respeto únicamente.32 Por lo que al tema en discusión
concierne, importa subrayar que sólo un ser humano es­
casamente desarrollado moral e intelectualmente podría
ser feliz en determinadas situaciones de injusticia (aun
cuando le afectasen favorablemente). Por ejemplo, sólo un
niño egocéntrico podría sentir satisfacción dando rienda
suelta a lo que le dicte su capricho o su fantasía. El ajuste
al discurso racional, la entrada en el diálogo humano
exige, como invocará Habermas, la aceptación de la racio­
nalidad y la universalidad.33
31. Piaget, op. cit., p. 33S
32. Véase Rawls, op. cit.. cap. VIII
33. «Ahora bien, la entrada en un discurso significa ya la compar­
tida suposición de que las condiciones de una situación ideal de diálogo
se encuentran suficientemente cumplidas, de forma que los implicados,
sólo por la fuerza de mejor argumento, llegan a un consenso no forzado
en torno a pretensiones de validez controvertidas. Mediante las propie­
dades formales de dicha situación ideal de diálogo queda también ga­
rantizado que sólo tienen perspectivas de ser solventadas discursiva­
mente las pretensiones de validez de aquellas normas en las que... se
encuentran adecuadamente expresados intereses susceptibles de gene­
ralización» (op. cit., p. 311).
343
Y esto es así al nivel del desarrollo de la personalidad
humana en su convivencia social, hasta tal punto que sólo
el individuo solitario podría conseguir algo semejante a la
felicidad con independencia de la satisfacción de las con­
diciones que garanticen la consecución de la justicia.
Pero si por justicia entendemos la puesta en marcha de
los mecanismos de universalidad y reciprocidad, ningún
ser humano maduro podría sentirse mínimamente satis­
fecho en una sociedad en la que, descorrido el velo de la
ignorancia, conociese que, de hecho, otros seres humanos
son víctimas de discriminaciones o de un trato indebido.
Por supuesto que soy totalmente consciente de que ex­
presiones tales como ser humano «desarrollado» y «ma­
duro», son, sin duda alguna, valorativas y obedecen a una
concepción determinada del hombre.
Mi propuesta de una justicia como felicidad (justice as
happiness) obedece precisamente a unos presupuestos de­
terminados en relación con la «naturaleza» o «condición»
de los humanos. La human predicament que en Wamock
supone una capacidad limitada de simpatías, aparece
ahora bajo una luz distinta. Dichas capacidades limitadas
tienen lugar, desde la óptica que adopto, sólo en los esta­
dios primarios del desarrollo humano. Siguiendo a Piaget
y a Kohlberg, el individuo iría desplegando sus capacida­
des racionales y, al unísono, ampliando su ámbito de in­
tereses, de tal suerte que mientras que en el nivel precon­
vencional las satisfacciones se producirían prácticamente
en solitario, a nivel convencional la satisfacción vendría
derivada de la participación activa en el grupo social, así
como en una serie de servicios y contraprestaciones mu­
tuos entre los diversos miembros del grupo. Por último, a
nivel post-convencional, el individuo derivaría sus satis­
facciones de dos fuentes: la conformidad consigo mismo y
los principios libre y racionalmente asumidos (siguiendo
las sugerencias de Kohlberg respecto al estadio sexto) y la
conformidad de sus acciones y principios con aquellos que
se originen en la inter-acción lógica y práctica entre indi-
344
viduos dispuestos a universaiizar sus intereses y desideraia
(siguiendo a Habermas en esto).
Dicho de otro modo, al igual que en la propuesta de
Piaget ética y lógica siguen cursos paralelos, aquí se añade
la precisión de que es precisamente a causa de los desarro­
llos lógico y ético del individuo por lo que su concepción
de la felicidad, en sus niveles más avanzados, no puede
ignorar el componente de justicia que se manifiesta en
tendencias a la reciprocidad, expansión de la sympa-
theia y la asunción de los intereses universalizables de los
demás como intereses propios.
En rigor, lo que aquí se propone es una tesis que tiene
un origen tan antiguo como La República de Platón, como
ya he indicado, y que en el siglo XIX ha sido reformulada
con tino tanto por parte de Mili como de Spencer.34

El Estado justo como Estado feliz


Para terminar, quisiera considerar, al menos breve­
mente y de modo esquemático, la tercera implicación que
he señalado al comienzo de este trabajo, de una concep­
ción de la justicia como felicidad.
Como indiqué previamente, los distintos diseños del
«Estado justo» se corresponden aproximadamente a las
distintas concepciones del «Estado feliz».
Por no repetir lo que ya he expresado en Aproximación
34. Asi, Platón en La República, 581 d y ss., demuestra cómo sólo el
hombre virtuoso y sabio que conoce y practica la justicia alcanza la
felicidad, mientras que Mili afirma que, mediante la evolución social y
la educación, el ser humano llega a la identificación de su felicidad con
el bien de los demás:
•The goodofothers becomes to him a thing naturally and necessarily to
be attended to, like any of the physical conditions ofour existence* (Utili•
tarianism, en Mili: Vtilitarianism, ed. por Samuel Gorovitz, The Bobbs-
Merrill Co., Inc., Indianápolis. 1971, p. 35). En relación con Spencer,
véase «The Data of Ethics», p. 250, en The Principies ofEthics, vol. IX de
The Works ofH. Spencer, Osnabruck, Otto Zeller, 1966
345
analítica al pensamiento platónico,35me remito a dicho tra­
bajo donde he tratado de poner de manifiesto cómo La
República platónica es un tratado de «felicidad» tanto a
nivel individual como colectivo.
En efecto, las concepciones de «felicidad» no son ino­
centes, neutras ni tampoco casuales. Generalmente, lo que
uno entiende o postula como felicidad para los demás e
incluso para si mismo, depende de otros postulados ideo­
lógicos. Pero los postulados ideoló »eos también se ali­
mentan de nuestra forma de confi .rar la felicidad hu­
mana, personal y colectiva.
Lo que la tesis que presento de 'a justicia como felici­
dad quiere destacar es que todos los proyectos más o me­
nos utópicos de conformar la polis de acuerdo con reglas
de justicia, reciprocidad, etc., no son sino intentos de de­
finir lo que conviene a la comunidad, lo que evita el con­
flicto social.
Ocurre, y es esta una observación hecha como de pa­
sada pero que no debería ser considerada como irrele­
vante, que la fc licidad tiene mil rostros y que es imposible
diseñar ni siquiera para un período de tiempo muy breve
el modelo de sociedad feliz, plenamente satisfecha. No
sólo los condicionamientos económico-sociales de cada
momento histórico imponen una serie de demandas y «ne­
cesidades», sino que, en muchas ocasiones, son las deman­
das y necesidades humanas, de una y otra procedencia, las
que fuerzan los cambios económicos y sociales. Se trata,
sin duda, de uno de los temas más polémicos y escurridi­
zos de la filosofía moral y social, por lo que no sería facti­
ble despacharlo en unos trazos tan gruesos y rudimenta­
rios como los que aquí se hacen.
Baste lo antedicho, sin embargo, para ponernos so­
breaviso acerca de la complejidad de la noción de «felici­
dad» y de la lucha secular ininterrumpida por definir y
delimitar éste concepto.
35. Santiago de Compostela, 1982.
346
Lo que aquí se postula, únicamente, como se indicó al
principio, es que o bien, en última instancia, los diseños
del Estado justo tienen como objetivo asegurar la mayor
felicidad del mayor número o, de lo contrario, «justicia»
se convierte en un concepto vacío puramente formal, que
sirve para articular las sociedades de signo más vario.
Pues, como ya se anticipó de un modo u otro, el énfasis en
la distribución equitativa sólo tiene sentido cuando se
apunta a algún objeto que merece ser repartido. O lo que
es igual, a no ser que contemos con una teoría acerca del
bien no tiene sentido una teoría de la justicia. Dicho de
otro modo, la teoría de la justicia sólo tiene cabida dentro
de una concepción teleológica, y no meramente deontoló-
gica de la ética. El deber por el deber y la justicia por la
justicia, no pueden ser nunca justificables racionalmente,
sino mediante apelación a intuiciones.36
Desde el punto de vista que aquí se adopta, una teoría
del Estado justo, deliberada o implícitamente, es una teo­
ría acerca de cómo el Estado sería, o debería ser, o podría
ser, garante de la felicidad de los ciudadanos.
Este no es el momento, sin embargo, de llevar a cabo
un estudio pormenorizado de las distintas concepciones
de la justicia indicando sus implicaciones hedonistas, uni­
versalistas. A modo de ejemplo me limitaré a comprobar
que tanto Platón en el mundo clásico, como Marx en el
siglo XIX, como Rawls desde una posición neoliberal, nos
han proporcionado a un tiempo una teoría de la justicia y
una teoría de la felicidad humana, inseparables ambas,
por supuesto, de una teoría de la naturaleza humana y la
convivencia social.
Una concepción de la «justicia como felicidad» puede
parecer demasiado simple. De alguna manera es delibe­
radamente simple, ya que sin desestimar la complejidad
de los problemas que la justicia comporta he querido po­
ner énfasis en el punto central que suele pasar inadver-
36. Cfr. Albert: Ética y metaética, Cuadernos Teorema, Valencia,
1978, p. 48.
347
litio, a saber, que la justicia nunca es un fin, sino un medio.
Que si bien no hay felicidad humana completa posible
donde no existe justicia, la justicia no es «mayor» ética­
mente hablando, o más relevante, que aquello que ha de
ser su corolario: el bienestar (por ambiguo que el término
sea), de quienes crean, aplican y cumplen leyes que se pre­
suponen justas, dentro de órdenes justos y sociedades
«bien ordenadas».
Posiblemente, bien miradas las cosas, esta propuesta
de «justicia como felicidad» es muy poco novedosa, y no
supone sino un volver a empezar una discusión que se ha­
bía, forzadamente, dado por zanjada y finalizada. El in­
tento de contribuir a poner de manifiesto que la noción de
justicia como imparcialidad es cuando menos equívoca y
excesivamente formal, socialmente infructífera, es uno de
los principales objetivos de esta propuesta.
Por lo demás, la «justicia como felicidad» se propone
algo más importante que poner en entredicho una concep­
ción de la justicia que hoy goza, a mi modo de ver, de
inmerecida popularidad. Lo que aquí he pretendido, aun­
que sea de modo precario, es iniciar una discusión más
importante en tomo al problema de la justificación de la
justicia y de la propia moral. Con lo cual espero también
haber asentado las bases para una posible explicación ra­
cional del modelo justificativo del poder, como expondré
a continuación.

Reflexiones Anales
Me gustaría añadir, como nota final, que la propuesta
que he venido manteniendo no pretende ser únicamente
una contribución más a una disputa larga y en apariencia
ociosa entre filósofos más o menos desocupados, en tomo
al carácter teleológico o deontológico de la ética.
Considero que una concepción de la «justicia como fe­
licidad» tiene una incidencia práctica inmediata en nues-
348
tra concepción y valoración de la actuación de los poderes
públicos.
Es decir, a la postre, mi teoría de la «justicia como
felicidad» comporta una teoría aneja relativa al poder.
Puesto que considero con Mili o Russell, que el individuo
es más feliz cuando participa en la cosa pública, y de mero
sujeto de las leyes se transforma en co-legislador, la teoría
de la justicia como felicidad abocaría a la consecución
más lograda y acelerada posible de un sistema de demo­
cracia directa o de gobierno autogestionario, al menos en
todos aquellos ámbitos de la vida profesional, social y po­
lítica en que en cada momento fuera viable.
Por otra parte, la concepción de la «justicia como feli­
cidad» conlleva la exigencia de los cambios en profundi­
dad que garanticen el pleno desarrollo y la satisfacción
plena de los individuos que componen una comunidad.
Ningún principio, teoría o ideología es intocable. No
existe dogma alguno, salvo el precepto indiscutible de que
nuestra felicidad importa más que ninguna otra cosa. Las
teorías políticas nos ayudan a transformar la sociedad,
pero son meros instrumentos de los que nos servimos en
cuanto nos sirven. No mantenemos culto a ningún credo
político, porque ninguno de ellos contiene la solución de­
finitiva a nuestros problemas y necesidades. Nuestra ac­
titud es a la vez de continua revisión, de crítica y transfor­
mación continua y, asimismo, de prudencia y cautela. No
podemos «obligar» a la gente a ser feliz, al amparo de un
Estado paternalista, por la simple razón de que la «felici­
dad» lleva anidado en su corazón el ansia de libertad y
creatividad, de autodeterminación y capacidad de elec­
ción. Tampoco podemos permitir que unos cuantos sean
libres y felices a cuenta de los dolores, sufrimientos y frus­
traciones de la mayoría. Ni siquiera podemos permitir, si
nos es posible, que los deseos de la mayoría exijan el sa­
crificio de la felicidad de grupos marginales, a no ser que
se trate de grupos que se automarginan, de grupos cuya
satisfacción radica en causar dolor a los demás.
349
Por poner ejemplos concretos: no tenemos que obligar
a todo el mundo a seguir los dictados de la mayoría. Pero
un gobierno tampoco puede permitir que grupos minori­
tarios se arroguen el derecho a imponer en la sociedad sus
opiniones, o a gobernar mediante armas materiales, mo­
rales o psíquicas las conciencias y las vidas de los demás.
La libertad individual, la libertad de disidencia, se re­
fieren al ámbito de lo privado. En la vida pública, como
parece claro desde Rousseau, la voluntad general es so­
berana.
El Estado, pues, no es sino siervo o instrumento de la
voluntad general de los ciudadanos. Los gobernantes, los
líderes políticos, intelectuales y demás pueden intentar
persuadir a los demás acerca de la deseabilidad de ciertos
cambios, al igual que los ciudadanos deben tener la opor­
tunidad de intentar persuadir a los que los gobiernan en
el terreno político, espiritual, intelectual, etc., de la desea­
bilidad de determinadas transformaciones, pero quienes
ostentan el poder legitimado jamás pueden «imponer» en
nombre de la «justicia» un cambio no deseado, por más
que lo consideren deseable
Como quiera que en nombre de la «justicia» en el
mundo del Este, o en nombre de la «libertad» en el bloque
occidental, se han venido desestimando las demandas rea­
les de los individuos concretos, procediéndose a «dictar»
la justicia, llenando cárceles y psiquiátricos de disidentes,
o pretendiendo, en su caso, defender la «libertad» cuando
lo único que se defendía y favorecía eran los intereses de
unos cuantos que atentaban claramente contra la mayo­
ría, parece que la meditación que hemos llevado a cabo de
la «justicia como felicidad» (y, paralelamente, de la feli­
cidad como justicia) debería sugerir una nueva vía que
reconciliase los principios de faimess o imparcialidad y la
máxima felicidad del mayor número. De este modo, la
«justicia» sería contrastada por el grado de bienestar pro­
fundo producido en los individuos mediante su aplicación.
Y la «libertad», asimismo, tendría que ser medida con la
350
misma vara. Los «iluminados», profetas, líderes carismá-
ticos, los reyes-filósofos de Platón, tendrían que cejar en
su empeño de «dictar» la justicia.
Los revolucionarios impacientes tendrían que suspen­
der el hacha de guerra. Sólo la felicidad real de los seres
reales tendría que contar a la hora de la legitimación del
poder. Poder y justicia se aliarían cordialmente para tra­
tar de fomentar los cambios precisos, de tal suerte que las
voluntades particulares se aunasen en la búsqueda de
ideales universalizables. Se trataría de lograr que el viejo
sueño de Mili o Spencer encontrase expresión a través de
una ética comunicativa y dialógica. Es decir, se intentaría
que, a través del diálogo y la comunicación, los unos sin­
tiesen como suyos los deseos universalizables, los que re­
dundan en la promoción de los sentimientos de solidari­
dad, más que limitarse a una ética de puro «consenso»
entre individuos egoístas o simplemente egocéntricos.
Por lo demás, una concepción de la «justicia como fe­
licidad» lejos de servir de apoyo a cualquier tipo de dic­
tadura, con tal que garantice la conformidad o ciertos ti­
pos de «bienestar» económico o de otra índole, apunta
hacia la investigación de qué tipo de gobierno podría sa­
tisfacer las demandas de los seres humanos desarrollados.
Se pregunta no por qué tipo de gobierno gozaría de más
consenso en un momento determinado, sino por el go­
bierno que idealmente satisfaría a individuos imparciales,
informados y libres.
En el caso hipotético de que un dictador benévolo e
ilustrado pudiese conseguir mayores «bienes» para una
determinada sociedad que el gobierno en el que los miem­
bros de la sociedad participan en su totalidad activa­
mente, la teoría de la justice as happiness nos llevaría a
profundizar en el tipo de individuos satisfechos y en el tipo
de satisfacciones que se producen en una y otra situación.
Sería totalmente absurdo, doy por descontado, que en el
capítulo de «bienes» no contasen por lo menos con igual
peso los que se refiren a la satisfacción creativa del auto-
351
despliegue y la auto-legislación, que los «bienes» más fá­
cilmente contabilizabas referentes a ingresos económi­
cos, poder adquisitivo del dinero, etc. etc.
Posiblemente, sólo quienes parten de una concepción
de «bienestar» y «felicidad» en la que dichos términos son
cuasi-sinónimos de bienestar y satisfacción puramente
materiales podrían encontrar objetable la subordinación
de la justicia y el poder al fin último de la promoción del
mayor número de seres felices o la mayor cantidad y ca­
lidad de bienestar.
En última instancia, tal vez, aquí una vez más los que
defendemos la justice as happiness frente a la justice as
faimess, difiramos simplemente en el uso que hacemos de
nuestros términos éticos.
Cada definición de felicidad conecta con unos ideales
de vida, al igual que los ideales de vida obedecen a una
determinada concepción de felicidad.
Posiblemente, la filosofía moral y política no sea sino
el intento más o menos larvado de persuadir y convencer
a los demás de que nuestro modelo de felicidad es el que
vale. Lo cual no nos lleva necesariamente a un emotivismo
ni a un no cognoscitivismo, sino al simple reconocimiento
de la diversidad de intentos de la definición de los fines y
metas de la vida humana, de acuerdo con distintas con­
cepciones de bienestar, satisfacción, etc., a su vez, con­
forme a distintas teorías respecto a la naturaleza humana.
La posibilidad de que mediante el discurso racional
alcancemos acuerdos al respecto, por mínimos que sean,
por provisionales que asimismo sean, es algo que no sólo
no se descarta, sino que se espera conseguir mediante la
propuesta de una justicia y un poder que encuentren su
cumplimiento empírico en las actitudes cualificadas de los
seres humanos.

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362
ÍNDICE

Prólogo, por José Ferrater Mora ............................... 7


Introducción............................................................ 11

EL FENÓMENO MORAL
El ámbito de la ética................................................ 19
Caracterización de lo moral .................................... 24
El animal moral ....................................................... 48
Libertad y responsabilidad moral .......................... 58
La persistencia histórica del problema ............ 60
Relevancia y/o irrelevancia de la «buena vo­
luntad» .......................................................... 67
El sueño de la libertad moral ............................ 76

POSIBILIDAD Y LÍMITES DE LA ÉTICA


El relativismo ético.................................................. 85
Ética y religión......................................................... 109
Ética y derecho......................................................... 129
Preludio.............................................................. 130
La caracterización de lo legal y lo m oral.......... 133
Posibles relaciones de subordinación entre éti-
ca/derecho y derecho/ética ........................... 146
A modo de epílogo: ¿debe desaparecer el dere­
cho? ............................................................... 161

EL PUESTO DE LA RAZÓN EN ÉTICA


La crisis de la racionalidad en ética: los seguidores
de Comte y M arx................................................. 169
El relativismo metodológico................................... 191
Racionalidad y emotividad..................................... 208
Del emotivismo al «método de la actitud cualifi­
cada» ................................................................... 225

LA BASE NATURAL DE LA ÉTICA


Naturaleza y libertad............................................... 245
La reafirmación del «es» a expensas del «debe» 249
La justificación del «debe» a partir del «es».... 264

A péndice : UTILIDAD Y JUSTICIA

Cómo ser un buen hedonista ................................... 283


El hedonismo y la falacia naturalista............... 291
Felicidad y justicia ............................................. 303
Cómo ser un «buen» hedonista.........,»............... 317
La justicia como felicidad ....................................... 320
La felicidad como meta de la justicia ............... 322
La justicia como componente de la felicidad .... 338
El Estado justo como Estado feliz..................... 345
Reflexiones finales.............................................. 348

Bibliografía utilizada............................................... 353


Razón y pasión en ética constituye un texto básico no sólo para
comprender el núcleo de las disputas contemporáneas en torno a
la ética, sino para ensayar una alternativa que sirva para superar
el impasse a que han conducido los enfrentamientos entre
diversas corrientes. Continuando con lo sugerido previamente
por la autora en Etica sin religión (de próxima edición en
Anthropos Editorial del Hombre) se proclama tanto la
autonomía como la supremacía de la Etica frente a las
pretensiones de códigos religiosos, normas jurídicas, etc. Por
otra parte, y ello constituye el núcleo de la obra, prosiguiendo
los planteamientos de la autora en Los presupuestos de la falacia
naturalista (Universidad de Santiago de Compostela, 1981), se
intenta buscar «razones» en ética, así como tender puentes entre
«razones.» y «pasiones» humanas, con objeto de reformular
propuestas de «vivencias» y «convivencias» más sugerentes.
Como el apéndice de la obra apunta, tanto el vivir como el
convivir han de ser reformulados dentro de una ética normativa
que incluya, a un tiempo, las aportaciones de las ^ticas déla
justicia y las éticas del placer.
Esperanza Guisán, directora del Departamento dejÉtica de la
Universidad de Santiago, es profesora titular de Filosofía del
Derecho, Moral y Política de esta Universidad; destaca su labor
investigadora en sus trabajos sobre ética en filosofía clásica
(Hobbes, Kant, empirismo...) así como en cuestiones que la
ética plantea actualmente.

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