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Gestionar ausencias / Bailar los muertos II.

FIT de Cádiz
2020
Publicado el 8 noviembre, 2020 por Óscar Cornago
Ahora que el derecho a la movilidad está restringido en tres cuartas partes del
mundo, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre las ausencias como una
forma de presencia, o lo que es lo mismo, sobre las presencias como un modo de
ausencia. Ahora que el virus nos ha recordado que la frontera entre estar y no estar
es tan incierta, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre los cuerpos y los
vacíos, los medios, la economía y los recursos.

Latente, el proyecto de Teatro Ojo presentado en forma de vídeo/instalación,


disponible en la web del Festival, está dividido en 7 imágenes que avanzan a un ritmo
de intensidad creciente, como una especie de rapsodia fúnebre del mundo civilizado.
La tercera imagen se detiene en los detalles del plano de un barco del siglo XVIII, el
Brookes, usado para el transporte de esclavos de la costa oeste de África a
Norteamérica. El dibujo da cuenta de la minuciosa organización de los cuerpos
hacinados en las bodegas de la nave. Reducidos a mercancía los cuerpos se
confunden con la máquina.
A modo de ensayo audiovisual, el trabajo se presenta como “apuntes y especulaciones
para un proyecto teatral por venir”, como si fuera algo que no estuviera acabado del
todo, a pesar de que todo el montaje, como si fuera un instrumento de precisión para
interrogarse, está cuidadosamente elaborado. El tipo de composición puede recordar
a los montajes de Harum Farocki en Como ves, pero también al archivo
benjaminiano, en el que las relaciones lógicas saltan por los aires para entrar en una
órbita misteriosa, a veces fascinante, a veces siniestra. El ritmo intenso mantiene la
escucha alerta, como si imágenes, conceptos y relatos fueran parte de un jeroglífico
cuya solución se fuera desvelar en algún momento. Pero lo podríamos estar mirando
en bucle, una y otra vez, de forma hipnótica, y el secreto seguiría ahí.
El ensayo profundiza en distintos escenarios del colonialismo, de los colonialismos
antiguos y los modernos, los que ocurrían en las afueras del imperio y los que
ocurren ahora en el corazón del  imperio. Es la otra cara de un sistema económico y
una mentalidad que llega hasta nuestros días. En el siglo XVIII el comercio de
esclavos era un negocio floreciente, como hoy puede serlo a otras escalas el
desplazamiento forzado de personas.

Los dibujos de este barco fueron ampliamente difundidos en su época. El que sean
fruto de un encargo del propio movimiento abolicionista como parte de una campaña
contra la esclavitud no les resta verdad, pero ayuda a explicar lo impactante del
resultado. Entonces no podían imaginar que tres siglos más tarde la esclavitud
estaría prohibida por la ley, pero continuaría existiendo bajo otras formas de un
modo igualmente sistémico como parte de un sistema más complejo y menos
evidente. Abolir la esclavitud puede parecer hasta un objetivo más abarcable que
acabar en la actualidad con los movimientos forzados de población. Hoy habría que
prohibir una manera de pensar y de estar en el mundo. ¿Pero no era eso lo que
sostenía la esclavitud?

Los recursos son los medios y los medios son los cuerpos. Además de la tierra, el aire,
el agua, las plantas, la memoria, la historia, las inteligencias o las experiencias
compartidas, que decía Dewey, medios son sobre todo los cuerpos. No podemos
considerar un medio al margen de los otros, por eso les llamamos medios y no fines.
El principio de esta economía, que es en realidad un modo de pensar, es en todo caso
el aprovechamiento de estos hasta su agotamiento. Como si consumirlos fuera el
único modo de disfrutar de ellos, de disfrutar de la tierra, del aire, del agua, las
inteligencias y los cuerpos.

Por aquel entonces, antes de la Gran


Guerra, cuando ocurrieron los hechos de
los que se informa en estas páginas,
todavía importaba si un hombre vivía o
moría. Cuando uno era retirado de la
multitud de los terrestres, no llegaba otro
enseguida para ocupar su lugar y borrar la
memoria del difunto, sino que quedaba un
hueco donde este faltaba, y los testigos de
su desaparición, tanto los cercanos como
los lejanos, callaban cuando veían ese
hueco. Si el fuego barría una casa de la
calle, el lugar del incendio permanecía
vacío por mucho tiempo. Los albañiles
trabajaban despacio y pensativos, y los
vecinos más próximos, al igual que los
transeúntes ocasionales, recordaban,
cuando contemplaban el solar vacío, la
estructura y las paredes de la casa
desaparecida. Así era entonces. Todo lo
que crecía necesitaba mucho tiempo para
crecer. Y todo lo que desaparecía
necesitaba mucho tiempo para ser
olvidado. Pero todo lo que una vez había
existido dejaba su huella, y se vivía de los
recuerdos igual que hoy en día se vive de
la capacidad de olvidar rápida y
deliberadamente.
J.R.
 

No hay que extrañar que en una cultura en la cual el que no produce no cuenta, las
ausencias, sean borradas con rapidez. Si algo positivo puede traer la pandemia es que
ha colocado las ausencias en primera línea. Antes los ausentes eran los otros, ahora
somos también nos otros. El mundo se ha hecho extraño. No es que no lo fuera antes,
es que no lo veíamos. El virus nos ha recordado que todo puede dejar de ser, que
todos estamos dentro y fuera de la historia.
Latente es una partitura de cuerpos, mercancías y máquinas, una danza, como dicen
ellos, oscura que nos atrae por lo que oculta. Con estos hilos se teje un ensayo de
ideas transformadas en imágenes e imágenes que son conceptos: desmantelar,
bodega, oculto, negro, latir, ladrar, latente, mercancía, encantamiento. Detrás hay
una compleja maquinaria intelectual sostenida por el mismo vacío que da vida a este
ejercicio de invocación de los que no están. “La durabilidad del mundo depende de
nuestra capacidad de resucitar sujetos y cosas aparentemente muertas”, se escucha
en el vídeo, y esa es también la función del teatro, a decir de Héctor Bourges en el
coloquio posterior, también incluido en la grabación del FIT. Son esos huecos entre
medias de los cuerpos reducidos a objetos o de las máquinas destripadas como
organismos fantasmales, los que se proyectan hacia fuera convertidos en preguntas
sobre lo que no vemos aunque lo tenemos delante, lo que sentimos aunque no
podemos nombrarlo.
 

Los muertos son la imaginación de los


vivos.
 
Quizá sea efectivamente la capacidad de la maquinaria teatral de trabajar con un
sentimiento de deuda y pérdida la que pueda resultar más actual en los tiempos que
corren. El teatro se ha discutido y rescatado desde distintos lados: la historia que
cuenta, el texto, la puesta en escena, el actor, la acción y el que más atención ha
recibido últimamente, el público. Focalizar la atención en cualquiera de ellos hace
que terminemos perdiendo de vista el resto, cuando la potencia de la teatralidad
reside en el tejido de relaciones inciertas entre una heterogeneidad de elementos
entendidos como variables de una ecuación imposible de resolver. De esta
inadecuación, y de los huecos que deja, surgen los fantasmas: cuerpos sin historia,
máquinas que simulan mecanismos vivos, actores sin vida, imágenes huecas, voces
sin rostro. Resolverla es un triste ejercicio de autoengaño forzando la
correspondencia entre personaje y actor, cuerpo e imagen, relato y experiencia,
cuando el secreto reside en las brechas. No se trata de hacer historias, sino de
desarmarlas, lo que quizá sea otro modo de hacerlas, pero bajo el signo de la duda.

La partitura de Teatro Ojo, tras incluir en su danza episodios más recientes de


esclavitud, otros modos de cuerpos-mercancía, personas congelados en las bodegas
ahora de un avión o asfixiadas en las tripas de un camión, toma como motivo central
a Mame Mbaye, el mantero senegalés que murió en el barrio de Lavapiés de un paro
cardíaco en Madrid huyendo de la policía. La imagen en bucle de mesas y sillas
estrellándose contra los escudos de la policía en medio de una revuelta en la Calle
Mesón de Paredes es la expresión rotunda de la fortaleza de una maquinaria de
exclusiones e inclusiones, que es también un sistema de producción de presencias y
ausencias, de cosas que cuentan y cosas que no cuentan. ¿Acaso no es este el objeto
del teatro?

Como medio por antonomasia para invocar fantasmas han funcionado siempre las
voces y los sonidos, una lógica táctil y envolvente alejada de la perspectiva visual y
patriarcal que ha servido para organizar los modos representación en Occidente,
transformando el espacio en una cuestión de cálculos y medidas. En Latente es una
voz metálica, una voz de máquina, la que preside este ejercicio de desvelamientos,
una voz impersonal que nos confronta con el interior oscuro de estos sistemas de
representación.
Para La pandemia en germinal, presentada igualmente en el FIT, Marcelo Expósito
recurre también al plano sonoro, ahora ya con ausencia total de imágenes visuales,
para dar cuenta de los meses de confinamiento a través de conversaciones y
reflexiones sobre lo que ocurrió durante este tiempo. Su Elegía global de la
pandemia, como subtitula el trabajo, pareciera dialogar con esa otra elegía del
colonialismo de Teatro Ojo. Tiempos de elegías, composiciones donde se lamentan
muertes, separaciones, ausencias. El trabajo de Marcelo Expósito es una grabación
sonora dividida en tres capítulos donde se entretejen voces, referencias y
pensamientos, suyos propios y de otras personas, intelectuales, activistas y agentes
culturales a los que entrevistó durante estos meses. La voz del autor hace de guía,
conduciendo al público por este mundo de voces y ruidos. El público está sentado en
las gradas de un teatro a oscuras confrontado con un escenario en el que se adivinan
varias filas de sillas vacías. Son dos horas de grabación con numerosas referencias
cuidadosamente tejidos al hilo de una reflexión de fondo en la que la capa intelectual
termina pesando más que el trabajo material con los sonidos y las imágenes.
La pandemia se presenta como la etapa final de una época neoliberal que se abrió con
otra pandemia, la del sida. La tercera parte, quizá la que más perdura en la memoria
del espectador por la crudeza de lo que narra, es una descripción literal, segundo a
segundo, del vídeo donde quedó registrado la muerte en directo de George Floyd
asfixiado por la rodilla de un policía cuando trataban de detenerle como sospechoso
por haber pagado con un billete falso de 20 dólares. Latidos que cesan, cuerpos que
se asfixian, ritmos que persisten, son el mantra de una realidad cambiante en la que
nada es lo que parece.

El ritmo es también el medio de la Societat Doctor Alonso para enfrentarse a las


ausencias invocadas por los huesos. Estos presiden materialmente el escenario,
donde son arrojados al comienzo, formando una pequeña montaña como si fuera la
mercancía de un mantero vendiendo lo último que le queda, huesos falsificados. Y
los huesos hablaron consiste en hacer hablar a los huesos, no en sentido figurado,
sino en hacerlos sonar literalmente. De ese espacio rítmico se encarga Nilo Gallego,
un maestro en hacer que las cosas suenen. Este trabajo con los ritmos y las voces se
extiende a las conversaciones, bailes, canciones, poemas e imágenes. Una de las
escenas finales, antes de entonar a capella ese antológico cutre, todo es
cutre mantenido en bucle hasta que el público abandona la sala, hay literalmente un
baile de muertos y huesos, como sombras chinas de una danza macabra.
El ritmo es una forma ancestral de transmitir saberes. Cuando se inventó la escritura
el conocimiento y la autoridad pasaron a los textos; pero antes el que mandaba,
cantaba; también cantaban los otros como un modo de participar de ese saber/poder,
pero hoy solo cantan los otros. El ritmo como otros lenguajes sensoriales quedó
relegado como formas ilegítimas de saber, conocimientos sin genealogía, saberes
ausentes. A estos se refiere lo del conocimiento práctico y la investigación a través de
las artes, de lo que tanto se habla aunque no sepamos bien cómo nombrarlos.
Cuando hoy se habla de ritmo lo primero en lo que se piensa es en los ritmos de
trabajo, ritmos que nos superan, nos asfixian, marcando el paso de esa danza secreta
de cuerpos y mercancías de la que hablaban los de Teatro Ojo.

Tras la obra los espectadores compartieron la emoción que les había producido el
trabajo: fosas, desapariciones, huesos, desenterramientos, memoria, ocultaciones,
ofreciendo distintas interpretaciones. En torno a estos temas existe un imaginario
potente; discursos, representaciones y posiciones ya establecidas. Casi al cierre del
coloquio, el micrófono pasó por las manos de Nilo, que aprovechó para añadir un
pequeño detalle: se lo habían pasado muy bien preparando la obra. Dicho así a bote
pronto la declaración quedó un poco en el aire, lo que le obligó a extenderse un poco
diciendo lo mismo pero con más palabras. Fue como el punctum, del que hablaba
Barthes para referirse a esos pequeños detalles que desde los márgenes revelan el
sentido oculto de una fotografía. Aunque a bote pronto aquello de pasárselo bien
parece que no aporta mucho al debate sobre los desaparecidos, que lógicamente
había tenido un tono más trascendental, el inciso sirvió para llamar la atención sobre
algo que nos podíamos estar perdiendo. La línea divisoria es sutil y se escapa a
menudo: podemos hablar de los fines o de los medios, del lugar al que hemos llegado
o del modo de hacer un camino y usar unos medios; pero es importante no perder de
vista este cambio de perspectiva. Para ahondar en la idea de Nilo, Sofía Asencio,
directora y dramaturga del grupo, aclaró que se habían centrado en la parte material
y sonora de los huesos. Los huesos tal cual. Que habían convivido con ellos, y hasta
con sus gusanos, tratando de esquivar tópicos y discursos establecidos. Y que habían
querido hacer una obra blandita, quizá como contraste con la dureza de los huesos y
del tema. Esto no quiere decir que hubieran escurrido el bulto, dejándolo a cargo de
un arqueólogo forense de la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica, que en esta ocasión no pudo venir pero lo escuchamos en audio (momento
conferencia). Esta toma de distancia es otro modo de colocarse frente a un tema
desde un lugar más incierto por un lado, pero más cierto, material y concreto por
otro. Aclarar ese punto no contradice las interpretaciones del público. Hablar del
modo como se trabaja, que es el terreno por definición de la actividad artística, no
significa darle una interpretación, sino al contrario, abrir huecos a una y muchas
interpretaciones. El arte es una apuesta por lo que se puede tocar, oler o escuchar.
La distancia entre como los artistas se relacionan con su trabajo a un nivel más
íntimo y dan cuenta de él, a veces solo cuando no les queda otro remedio, y como se
recibe e interpreta desde fuera suele resulta llamativa. Un lugar no excluye el otra,
pero da qué pensar que en un momento en el que se está tratando de romper con el
mito romántico del genio creador proponiendo otros modos de socializar la actividad
artística, hablar del trabajo con los materiales a un nivel más concreto, sin
demasiadas mixtificaciones, siga estando a menudo limitado al ámbito cotidiano de
los creadores, mientras que de cara a su discusión y recepción pública lo que siga
predominando sea el discurso teórico y las interpretaciones sesudas. Daría la
impresión de que en el balance que podemos hacer de ese giro hacia fuera, el lado
más intelectual y abstracto, a menudo legitimado con un contenido político, no tanto
en la forma, pero en el fondo, es el que va ganando y por goleada. Quizá habría que
repensar esta relación, no para negar las potencias del pensamiento, sino para
ponerlas en valor desde lugares más inmediatos, desde el sitio en el que estamos
personas, objetos, sonidos, relaciones e imágenes cuando somos solo solo personas,
objetos, sonidos, relaciones o imágenes, porque es ahí cuando estos se cargan con sus
sombras y ausencias, con sus historias no contadas, fantasías y deseos. Son las
bodegas de los medios, que los mantienen en movimiento, vulnerables y sin hacer.

Confiar en las imágenes, los ruidos, la sonoridad de las palabras o la fragilidad de los
cuerpos significa insistir en el vacío que les da vida más allá de cualquier
interpretación que legitime su valor. Es un viaje a ninguna parte, un lugar de paso
desde el que continuar para otro sitio. Pero nunca un destino final. Por eso los de
Teatro Ojo insisten en este como en otros trabajos en su condición de materiales para
hacer luego otra cosa, que tampoco saben si se hará o no se hará, lo que sí saben es
que lo que han llamado Latente, por llamarlo de algún modo, está sin acabar, no
porque no esté suficientemente elaborado, sino porque lo vivo está incompleto, por
eso está vivo.
(Este texto, que habla de ausencias, está pensado y tramado con Carlota Bustos.)

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