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Festejo

A cierta edad uno empieza a darse cuenta de las cosas, las enseñanzas que nos dejan los años
sobre la vida, el porvenir, aunque, irremediablemente, el pasado sigue ahí. En los días de mi
infancia la época de la navidad era un acontecimiento único, irrepetible. Recuerdo la semana
previa, la nostalgia de mis padres y vecinos porque estábamos a nada de terminar otro año y
esa oportunidad por empezar de nuevo distinto o igual.

El día de navidad era muy particular, ese aire de bondad se impregna en la calle y en toda la
ciudad, tenía una cita específica, la casa de mi abuela.

La mesa era particularmente larga, los sitios parecían previamente definidos pero el horario de
llegada ya no. Mis tías “del campo” eran las primeras en llegar, ellas traían un perfume
especial. En esa época lo identificaba como “perfume de vieja”, nunca me atreví a decirlo en
voz alta por temor a la terrible reprimenda. Luego llegaban mis tíos “del pueblo” con sus
esposas que sabían más rico, aunque sus caras de “ay yo no toco eso” delataba que en sus
casas seguramente no tocaban ni la escoba. Al final llegábamos nosotros que vivíamos a dos
cuadras. En total éramos, entre tíos, tías, primos, primas, sus novios, mis hermanas y dos
vecinos, unos 14 o 15.

El calor del día obligó acomodar a todos en la galería de la casa. Desde que tengo memoria
siempre hubo dos mesas. La mesa de los grandes y de los chicos. En la primera estaba mi
abuelo, a su derecha mi abuela (cerca de la puerta para traer las cosas), a su izquierda mi tío
Héctor, su preferido, mi tío Ricardo, mi papá. Distribuidos por azar mis tías y luego los demás
que iban cambiando la cara de año en año por desidia o descarte. En tanto, en la mesa de los
“chicos”, yo y mis primos.

El afecto se podía sentir esa noche en igual como toda la comida que había sobre la mesa y
toda aquella que aún no podíamos ver, pero sí saborear. El aire nocturno del verano traía algo
pesado, no ese aire que anuncia más calor o alguna tormenta sino otra cosa, como algo
distinto que sólo hoy identifico.

Llegaron las doce de la noche nos saludamos entre todos y a esa hora con un poco más de
sueño pude ver, en la mesa de los grandes, un sinfín de botellas vacías, chistes de mal gusto,
discusiones de políticas, de lo mal que se la estaba pasando, mientras no paraban de comer y
tomar. Las voces se iban tapando unas a otras, sonaba la misma canción desde hacía horas y, a
cada segundo, un poco más fuerte. Queriendo huir de lo que parecía un irritante, no podía.
Todos y cada uno de mis intentos para salir de la sillita eran en vano, la miraba a mi mamá para
que identificara con mi expresión un grito de ayuda, pero no lo lograba que ella mirara más
allá de cada esfuerzo. Cuando mis brazos se posicionaban para salir de la sillita uno de mis me
miraba fijamente a los ojos primos y me decía:

- “Vos, acá”.

Resignado de mi destino, me largué a llorar. Héctor, se levanta de la silla, apaga la música y


todos me empiezan a mirar. Sin saber qué hacer en esa situación sigo con los típicos espasmos
del llanto y aunque ya no lloro siguen mirando. Todos siguen con sus miradas cada movimiento
que hago. Héctor se pone al lado mío y expresa:

- Hoy es un gran día, hoy todos sabíamos que sus 3 años iban a llegar.
Un halo de calor sale de las profundidades de la casa hacia la galería y mis primas, en un
movimiento casi imperceptible, degüellan a sus noviecitos. La sangre se esparce por toda la
mesa, el piso y los perros, que estaban afuera, empiezan a ladrar como nunca los había oído.
Nadie se mueve o quita su mirada hacia mí. Mi tío arrastra los cuerpos aún tibios al lado mío,
moja sus dedos, escribe sobre mi frente un símbolo que para entonces me resultaba
desconocido.

- Hoy te vas a convertir en un verdadero Sanchez, hoy vas a comer comida de verdad.

Sus dedos aún húmedos de sangre posan sobre mis labios y furtivamente algo desde el interior
ansía despertar. Hoy tengo 33 años y estamos a pocas horas que mi hijo sea un Sanchez de
verdad.

Matias Sanchez

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