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Edición, 7 de Diciembre de 2016


DEPREDACIÓN MASCULINA- La testosterona no es la responsable de la epidemia
machista en las sociedades del mundo, como si lo es la construcción cultural con la que
se le ha otorgado el poder.

Por BRIGITTE BAPTISTE. es una bióloga colombiana, experta en temas ambientales y


biodiversidad en Colombia. Exdirectora del Instituto de Investigación de Recursos
Biológicos Alexander von Humboldt y actual rectora de la Universidad EAN.

Depredación masculina Foto: Juan Carlos Sierra-Revista SEMANA

El dolor infringido estas semanas por los feminicidios atroces es inabarcable por
las palabras. Irrazonable y peor, irresoluble: no hay justicia posible, no hay reparación.
Cae sobre nuestras espaldas y debemos ponerlo sobre nosotros para cargar la
vergüenza entre todos, porque deshace la evolución humana, la presunción de cultura,
toda alegría. Nadie ha caído en conflicto, lícito o ilícito, nadie ha sumado la patología de
los otros a los riesgos que depara estar viva, nadie escogió participar de la locura. Hoy
estamos obligados al silencio, el ayuno, el retiro.

La testosterona no es la responsable de la epidemia machista en las sociedades del


mundo, como si lo es la construcción cultural con la que se le ha otorgado el poder. La
guerra justificó el consumo sexual que aún depreda, la historia lo consolidó. La excusa
no es biológica, ni mucho menos un atenuante. La trata de mujeres es aún una de las
peores plagas del mundo y conecta de manera dramática la vulnerabilidad local con el
consumismo sexual de un modelo abiertamente mafioso en el que la violencia contra la
mitad de la población se ejerce sistemáticamente desde la más antigua humanidad: el
mito fundador del paraíso nace con la sujeción de la mujer al hombre pero dice una
versión apócrifa que esto se debe a que la primera nacida exigió para sí el mismo
estatuto del varón y fue por ello expulsada a los infiernos. Hoy pareciera de nuevo que
fue al revés, y este es el infierno, pues las cifras de violencia contra las niñas y las
mujeres son aterradoras, no al contrario.

La pérdida del horizonte empático entre las personas, del goce consentido de los
cuerpos, es probablemente la insignia del robo original, no del pecado. Tras él, subyacen
todas las construcciones excluyentes del poder, el desdén por la vida, el falso ánimo
protector de lo masculino. La idea de que hay quienes tienen “lo que se necesita” para
hacerse cargo del mundo, confundiendo carácter con virilidad. La idea del emperador,
justo o tirano, que se sienta en la nube a gobernar gentes, montañas, plantas y animales
y dice que es su destino natural: la justificación moral de la debilidad de lo femenino y
la necesidad de protegerlo, pero no por el compromiso mutuo del cuidado de toda vida,
toda persona, sino por la avaricia de la mente del consumista, que compara la mujer con
mieles dulces, cervatillos y dice luego relamiéndose que hace poesía.

Cuesta escribir cuando solo se quiere guardar penoso silencio. Pero es imposible no
hacerlo cuando la evidencia revela la verdadera “ideología de género”, aquella que
destruye las personas cuando predica una familia disciplinada por el miedo, sujeta por
la reproducción biológica, atada a la herencia de sangre, como las bestias.

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