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Los autores que colaboran en

este volum en son todos


historiadores e investigadores
a quienes se les encargó la
redacción del ensayo para este
libro. La mayoría ha
incursionado en la historia de
la vida privada y quienes no
habían explorado este terreno
se acercaron con m otivo de la
contribución a este libro. Ellos
son: José Ignacio Avellaneda
Navas, Pablo Rodríguez
Jiménez, Jaim e Borja,
Beatriz Castro Carvajal,
Margarita Garrido,
Michael F. Jiménez,
Catalina Reyes, Lina Marcela
González, Malcolm Deas,
Carlos Eduardo Jaramillo
Castillo, Efraín Sánchez,
Aída Martínez Carreño,
Anthony McFarlane,
Renán Silva y Pilar de Zuleta.
C O L E C C I Ó N
V IT R A L
Historia de la vida
cotidiana en Colombia
Historia
de la vida
cotidiana
en Colombia
BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

EDITO R A

DONACIÓN
AIDA MARTÍNEZ CARREÑO

GRUPO EDITORIAL NORMA


Barcelona Rueños Aires. Caracas. Guatemala. México. Panamá.
San José, San Juan. San Salvador, Santaf'é de Bogotá. Santiago
Primera edición, noviembre de 1996
t í Editorial Norma S.A.,1996
Apartado 53550, Santafé de Bogotá

La investigación gráfica fue realizada por Magdalena Arango C.


Las reproducciones de las imágenes provienen de los archivos de
Cordillera Editores, Oscar Monsalve y Clemencia Isaz.a.

Ilustración de cubierta: Señora preparando alimentos.


Jo sé Manuel CJroot. Biblioteca Luis-Angel Arango.
Fondo Sala Audiovisuales

Impreso en Colombia-Printed in Colombia


Impreso por Cargraphics S .v - Impresión Digital.

Prohibidalareproduccióntotaloparcialdeestaobra
porcualquiermediosinautorizaciónescritadelaeditorial

Este libro se com pu so en caracteres Caslon Berthold

c c 2 10 18 324
isnN 958-04-3099-3
Contenido

Prefacio g

PRIMERA PAR T E
L a Conquista 13

La vida cotidiana en la Conquista 15


José Ignacio Avellaneda Navas

SEGUNDA PARTE

La Colonia 57
Lrf vida cotidiana en ias minas coloniales 59
Pablo Rodríguez / Jaime Humberto Borja

La vida cotidiana en la las haciendas coloniales 79


Pablo Rodríguez / Beatriz Castro Carvajal

Casa y ordot cotidiano en el Nuevo


Reino de Granada, s. xvm 103
Pablo Rodríguez Jiménez

La vida cotidiana y pública *


en las ciudades coloniales 13 1
Margarita Garrido

TERCERA PARTE
La república 159

La vida rural cotidiana en la República 16 1


Michael F. Jiménez
L a vida doméstica en las ciudades republicanas 205
Catalina Reyes / Lina Marcela González

La vida pública en las ciudades republicanas 241


Beatriz Castro Carvajal

La política en la vida cotidiana republicana 271


Malcolm Deas

Guerras civiles \>vida cotidiana 291


Carlos Eduardo Jaramillo Castillo

Antiguo modo de viajar en Colombia 3 11


Efraín Sánchez

L a vida material en los espacios domésticos 337


Aída Martínez Carreño

E l comercio en la vida económica


y social neogranádina 363
Anthony McFarlane

L a vida cotidiana universitaiia en él


Nuevo Reino de Granada 391
Renán Silva

L a vida cotidiana en los conventos de mujeres 421


Pilar de Zuleta
Prefacio

Las investigaciones sobre historia de la vida cotidiana en


Colombia son recientes. Aunque en los últimos diez años
se han publicado algunos trabajos aislados alrededor de
este campo, contenidos en artículos bajo diversos títulos,
sólo en las últimas publicaciones de obras colectivas de
historia se incluye la vida cotidiana como una temática in­
dependiente.1
El propósito de este libro es, por un lado, recopilar y
sintetizar los trabajos realizados sobre el tema y por otro,
presentar nuevas investigaciones que incluyen documenta­
ción desconocida y aspectos novedosos de la vida cotidia­
na hasta ahora poco divulgados. Esperamos con ello crear
un ambiente propicio para futuras investigaciones.
La disciplina de la historia, anteriormente, se ocupaba
de personajes destacados, especialmente de los héroes, de
los gobernantes y de los sucesos sobresalientes y únicos,
sin preocuparse por la gente común, por lo habitual, por lo
aparentemente trivial; como diría la historiadora inglesa
Eileen Power: “hablar de la gente corriente habría sido in­
digno de la historia”.2
Al plantear en la historia la temática de lo cotidiano,
procuramos rescatar el quehacer diario, el transcurrir habi­
tual, la vida de la gente común. Pero no tratamos de hacer

1. l/oniloño, Patricia. Los estudios sobre las costumbres de la vida coti­


diana realizados en Colombia durante el decenio de iq 8 o . Ponencia presen­
tada en el Seminario las ciencias sociales en la historiografía en la len­
gua española, Cartagena, julio de 1990.
2. Power. F.ilecn, Gente m edieval primera publicación 1924. Edito­
rial Ariel, Barcelona, [988.
1 0 I BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

un recuento, de reescribir las crónicas, las anécdotas, sino


de encontrar en esta mirada lo significativo y explicativo
para el conocimiento de nuestra historia. Intentamos, me­
jor, hallar el secreto del funcionamiento de un grupo, de
un medio social o de una institución, y de perfilar sus rela­
ciones.
En la preocupación por lo cotidiano encontramos la
estabilidad, lo que se resiste al cambio, expresado en las
formas de mayor arraigo, en las costumbres, en los hábitos,
que son parte de la forma de ser de una sociedad, de su for­
ma de pensar, de actuar, de su imaginario. Ello nos impone
la necesidad de trabajar sobre períodos amplios, buscando
el juego múltiple de la vida, todos sus movimientos, todas
sus duraciones, rupturas y variaciones eludiendo el aconte­
cimiento aislado. Esta es la razón para que abarquemos en
el libro un largo período histórico, a fin de poder mostrar
los cambios lentos o precipitados de la forma de vida al filo
de cada época.
Al tocar el tema de lo cotidiano para las gentes, los
mundos de lo público y lo privado se encuentran perma­
nentemente porque es allí donde los individuos trajinan
día a día. Esto significa que si la historia prescindiera del
ámbito de lo cotidiano, estaría haciendo a un lado la histo­
ria de gran parte de la vida de la gente. Ahora, la línea divi­
soria entre lo público y lo privado a veces no es fácil de
trazar, se sobrepone, se desdibuja y en ocasiones desapare­
ce. Se trata de mostrar, en lo posible, los cambios en esta
línea divisoria entre el mundo de lo público y el de lo pri­
vado, como también, sus interrelaciones en el quehacer
diario.
L o privado lo entendemos como el lugar de lo familiar,
de lo doméstico, de lo secreto. Como lo afirma Georges
Duby, lo privado se encuentra encerrado en lo que posee­
mos como lo más precioso, lo que sólo pertenece a uno
Prefacio | 11

mismo, lo que no concierne a los demás, lo que no cabe


divulgar ni mostrar porque es algo demasiado diferente a
las apariencias cuya salvaguarda pública exige el honor. Es
el interior del hogar, de la morada, está bajo llave y
enclaustrada.3 Lo público lo entendemos como el conjun­
to de normas relacionadas con el Estado o con el sen-icio
del Estado, como también, lo que está bajo el claro control
de la mirada de la sociedad, en particular tratándose de
una sociedad del “cara a cara” de otros tiempos. Podemos
hablar entonces de la preocupación y la importancia del
“qué dirán” y del control impuesto por la comunidad a tra­
vés del “deber ser". El límite borroso de lo público y lo pri­
vado es quizás más visible en las fiestas y celebraciones y
en aquello a lo que todos tenían derecho, como los servi­
cios urbanos o las instancias de la justicia o la administra­
ción.4
Esta obra quiere difundir con amplitud la temática de
la historia de la vida cotidiana, por lo tanto procuramos
que el lenguaje se aleje de los vicios engorrosos de la aca­
demia y suavizar el estilo, convirtiéndose en un texto más
ameno y asequible.
El conjunto de artículos aquí incluidos expone explica­
ciones viejas y nuevas preguntas. Muestra tópicos ya trata­
dos como la conquista, la hacienda y la mina colonial, el
comercio y la vida política desde una óptica diferente; y
presenta temas novedosos, como la vida doméstica y pú­
blica, la vida de las instituciones como las universidades y
conventos coloniales.
Muchos elementos de la vida cotidiana permanecen;

3. Aries, Philippe y Duhv. (¡eorges, Historia de la vida privada,


Taurus, Madrid, 1988, (prefacio).
4. (i'onzalho. Pilar, I,a historia de ¡a vida privada en Ja Nueva Espa­
ña, en la revista Historia Mexicana, vol. xi.11, N ° 2, 1992, pág. 353 a 377.
12 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

se manifiestan en la presencia conjunta de lo tradicional


con lo moderno, de lo viejo con lo nuevo. Aunque lo mo­
derno generalmente aparece en los avances tecnológicos y
en los nuevos pensamientos, que supuestamente imponen
otro tipo de vida, el cambio es, más bien, un acomodo de
lo nuevo con lo viejo. Los cambios en la vida cotidiana
colombiana han sido lentos, lo tradicional tiene mucho
más arraigo de lo esperado, a pesar de la dinámica que ad­
quiere el país en ciertos momentosi La cotidianidad está
hecha, finalmente, de una sumatoria de rituales que las so­
ciedades van creando, cambiando y acomodando para
convivir diariamente.
El aparente olvido de la temática indígena no fue in­
tencional. Desde cuando ideamos esta obra invitamos al
insigne Gerardo Reichel-DolmatofFa colaborar con un en­
sayo sobre la vida cotidiana en la época precolombina,
pero sus ocupaciones y su estado de salud no le permitie­
ron cumplir con el cometido. A dos colegas se les encargó
estudiar la vida cotidiana de los resguardos indígenas en la
república, pero en el último momento desistieron de la
empresa. La deuda con la problemática indígena sigue en
pie.
Por último, nos queda compartir con los lectores lo su­
gestivo, novedoso y divertido que encuentren en el mundo
de lo cotidiano.

B E A T R IZ CA STRO C A R V A JA L
PRIMERA PARTE

La C onquista
L a vida cotidiana en la Conquista
JOSÉ IGNACIO
AVELLANEDA NAVAS*

En memoria del historiador Juan Eriede,


quien tanto contribuyó al entendimiento
de la historia de Colombia.

L / a vida cotidiana durante la conquista del territorio des­


tinado a llamarse Colombia se inicia en la periferia, en
1509, en Urabá y para 1536 se habrá extendido a Santa
Marta, Cartagena y Popayán. Para este estudio se observa­
ron las expediciones dirigidas por Gonzalo Jiménez de
Quesada, Nicolás Federmán y Sebastián de Belalcázar,
quienes complementaron este territorio con la creación en
1539, de su división política central que llamaron la pro­
vincia del Nuevo Reino de Granada. Cuando sea conve­
niente al propósito, también se considerarán otras tres
expediciones colonizadoras del Nuevo Reino, que entre
1540 y 1543, dirigieron Jerónimo Lebrón, Lope Montalvo
de Lugo y Alonso Luis de Lugo.

Antecedentes de ¡as expediciones conquistadoras


Para saber por qué en 1539 tres expediciones independien­
tes se encontraron en el corazón de la tierra habitada por
la nación muisca, es necesario investigar sus antecedentes.
La de Jiménez fue gestada en las islas Canarias y en Santa
Marta, la de Federmán en Venezuela, y la de Belalcázar en
el norte del Perú.

* Gainesville, I'L, marzo de 1994


l 6 | JOSÉ IGNACIO AVF.LI.ANFIJA
L a expedición de G onzalo Jim én ez de Quesada

En enero de 1535, la corona concedió a don Pedro


Fernández de Lugo la gobernación de Santa Marta, origi­
nalmente establecida por Rodrigo de Bastidas.' Este
sexagenario y rico adelantado, gobernador de las Canarias,
tenía poderosas razones para cambiar su cómoda situación
en las islas por la vida extraña, exótica e incómoda de las
Indias; seguramente conocía mucho de lo que sigue.
Cuando en 15 2 7 Francisco Pizarro exploró la costa norte
del Perú, recogió algunas llamas para presentarlas a la cor­
te y las envió a España en un navio que se detuvo en Santa
Marta. El gobernador de esta población quedó tan impre­
sionado con estos animales, que inmediatamente empezó
a preparar una expedición para llegar por tierra al Perú. La
muerte le impidió llevarla a cabo, pero su sucesor, García
de Lerma, envió en 1 5 3 1 a un grupo explorador que llegó
hasta la confluencia del río Magdalena con el Lebrija, este
último bautizado en honor a un capitán que tomó parte en
esa aventura. Así conocieron unas tres cuartas partes del
trecho de ese río que se debía recorrer para iniciar la des­
viación a tierra muisca. Al año siguiente, Jerónimo de
Meló venció la boca marítima del Magdalena y lo navegó
unas 30 leguas, en cuyo recorrido un cacique le informó
que el río era tan largo y profundo que se podía seguir co­
rriente arriba durante cinco meses.
Estas condiciones motivaron una acción inmediata:
por un lado, Hernando Pizarro (hermano de Francisco)
acababa de llegar a Santa Marta con la noticia de la inmen­

1. Sobre el contenido de este párrafo véase Juan Friede, Doatmen-


tos inéditos para la historia de Colombia, Bogotá, J955, 11, págs. 232-38,
266-67 más 3 18 y 368; m, págs. 19 6-210; Anónimo, Relation de la con­
quista de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada en Juan Friede, Desert-
brimiento del Nuevo Reino de Granada y fundación de Bogotá (1536 1539),
Bogotá, i960, págs. 201-52.
La vida cotidiana en la Conquista | 17

sa riqueza encontrada en Perú, la que podía certificar con


el tesoro que llevaba consigo; por otra parte, Diego de
ürdás, a quien seguiría posteriormente Gerónimo Ortal,
había estado buscando Orinoco arriba los ricos veneros de
oro que se suponía crecían bajo la tierra cercana a la línea
ecuatorial y que se distinguirían con el nombre de Meta.2
Rápidamente Lerma envió la expedición de Viana, que lle­
gó hasta la remota población indígena de Sompallón, so­
bre el Magdalena, lugar situado un poco más al sur del
Tamalameque indígena (El Banco), quizás cerca de La
Gloria actual.
La cuidadosa planeación, financiación y ejecución de
los preparativos del viaje a Indias, incluido el enrolamiento
de unos mil hombres y la organización del hospedaje,
transporte y alimentación durante el viaje marítimo, suyo
y de sus acompañantes, ocupó a don Pedro hasta noviem­
bre de 1535.5 Envió a Sevilla a su hijo Alonso Luis de
Lugo, para que enrolara soldados y contratara naves mien­
tras él obtenía otras embarcaciones en las Canarias. Obtu­
vo la financiación de buena parte del capital necesario, de
mercaderes, prestamistas y particulares, hipotecando las
extensas propiedades que tenía en las Canarias; el resto
completado con sus propios haberes. Con esos fondos cu­
brió el alquiler completo de unas diez naves, más la com­
pra de herrajes, armas, provisiones y alimentos para el
viaje y para su estadía en Santa Marta.
El ibérico que aspirara a formar parte en la empresa de
don Pedro, vi otra cualquiera de conquista, debía cubrir el
valor de su comida y hospedaje desde su lugar de origen

2. Demetrio Ramos, Estudios de historia venezolana, Caracas, 1976,


págs. 259-81.
3. I X'opoldo De la Rosa Olivera, “ Don Pedro Fernández de Lugo
Prepara la Kxpedición a Santa M arta”, en Anuario de estudios atlánticos
N° 5- *959- P'ifís- 399-444-
l8 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

hasta Sevilla, puerto de embarque. Las más de las veces


viajaba a pie, recorriendo entre 9 y 18 kilómetros por día;
así, si salía de León o Segovia, el viaje le tomaba unos cin­
cuenta días y si provenía de Madrid o Valladolid, unos
treinta. Llevaba sólo sus ropas y se hospedaba donde hu­
biese un techo. A veces encontraba una cama en un hostal
municipal, pero tenía que pagar por su comida. Sus gastos
diarios fluctuaban entre 30 y 60 maravedíes.4 Llegado a
Sevilla, tenía que procurarse manutención y albergue hasta
el día del embarque. En adelante, tenía que cubrir el valor
del pasaje marítimo, el de su alimentación (que oscilaba
entre 10 y 25 ducados) y el de su “aperada”. Por todo, un
soldado de a pie tenía que gastar unos 25 ducados para
pasar a Indias, una cantidad considerable si se tiene en
cuenta que con ésta podía subsistir durante unos 300 días.
Los desposeídos y los miembros de las capas sociales me­
nos privilegiadas, no podían aspirar entonces a conquistar
las Indias legalmente, aunque, claro, los marineros podían
desertar al llegar al puerto de destino y los polizones no
faltaban. Si el viaje a Sevilla, su estadía allí, la compra de
equipo y el valor del pasaje representaban una barrera eco­
nómica que limitaba a los posibles aspirantes a soldados de
a pie, mucho más lo era para los que deseaban hacer sus
conquistas a caballo, pues en ese caso necesitaban tener
unos 120 ducados, suma considerable.5

4. Auke Pieter Jacobs, “ Ilegal and Illegal Emigration from Seville,


1550 -16 50 ", en Ida Altman y James Horn, editores, “To Make America’
European Emigra!ion in the Early Modem Period, Berkeley, 19 9 1, págs.
58-84. En cuanto a las medidas monetarias: un ducado era igual a 375
maravedíes y un peso de oro fino igual a 450, o sea que 1,2 ducados
eran iguales a un peso; además, el real era igual a 1/ 8 de peso. El mara­
vedí era sólo una medida; no existían monedas de ese valor.
5. José Ignacio Avellaneda, “T h e Conquerors o f the New
Kingdom o f Granada,” tesis de doctorado, University o f Morilla,
Gainesville, 1990, págs. 114 - 12 0 .
Lt7 vida cotidiana en la Conquista \ 19

Ir a Indias era costoso; los que no tenían dinero, no


podían hacerlo. Además de este filtro económico-social, el
aspirante debía pasar los requisitos de la Casa de Contrata­
ción en Sevilla: ser cristiano viejo (los conversos no eran
bien vistos), no ser moro, ni judío ni “luterano,” o sea se­
guidor de la Reforma protestante.
Con unos mil hombres enrolados en Sevilla, su segun­
do, el licenciado Gonzalo Jiménez, varias mujeres y algu­
nos esclavos negros (y hasta moriscos), don Pedro llegó a
Santa Marta en enero de 1536. Como ese puerto no estaba
preparado para alojar al triple de la población que enton­
ces tenía, los recién llegados tuvieron que acomodarse en
cualquier alojamiento disponible o en ranchos improvisa­
dos sobre la bella bahía. Esta concentración de gente sería
fatal, pues las fuentes de agua potable pronto resultaron
contaminadas. De acuerdo a las quizás exageradas relacio­
nes de los cronistas coloniales, la gente empezó a enfermar
de un tipo de disentería tan devastador, que a diario se
acomodaban en fosas comunes entre 20 y 30 cadáveres.
Para no entristecer aun más a los enfermos, el gobernador
prohibió que las campanas tañeran por los muertos.6 Re­
sultaba apremiante que don Pedro tomara una decisión in­

6. Los cronistas coloniales aquí considerados y sus obras son: fray


Pedro Aguado, Recopilación historial, Bogotá. 1956; fray Juan de Caste­
llanos, Elegías de varones ilustres de Indias, Bogotá, 1955; fray Pedro
Simón, Noticias historiales de las conquistas de Tiara Eirtne en las Indias
Occidentales, Bogotá, 19 8 1: y el obispo Lucas Fernández de Piedrahita,
Noticia historial de las conquistas del Nuevo Reino de Granada, Bogotá,
1973. Sus obras son lo suficientemente conocidas como para no reque­
rir introducción. Fn esta lista también se pueden incluir a Pedro Cieza
de León, Gonzalo Fernández de Oviedo, Antonio de Herrera, v fray
Alonso de Zam ora; adicionalmente se pueden considerar las obras de
|uan Rodríguez Freyle y Juan Flórez de Ocariz, quienes a pesar de no
ser cronistas, recogen valioso material histórico. Para esta nota véase
Aguado Recopilación, 1:209; Castellanos, Elegías, 11, pág. 4 14 ; Simón,
Notiaas, 111. pág. 51.
2 0 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

mediata para aliviar esas condiciones. Considerando lo lo­


grado por sus antecesores y seguro de que el futuro de su
gobernación estaba hacia el sur -hacia el occidente estaba
limitado por la de Cartagena y al oriente por la de Vene­
zuela-, decidió iniciar su gran expedición en busca de un
camino terrestre al Perú y al Mar del Sur.

L a expedición de Nicolás Federm án

Determinante crucial de la expedición de Nicolás


Federmán fue la concesión de la gobernación de Venezue­
la, que en 1528 la corona española hizo a la casa comercial
alemana de los Welser, firma dedicada al intercambio co­
mercial y a la conversión de materias primas.7 Interesada
en expandir sus actividades a las Indias y al Lejano Orien­
te, esa casa había extendido sus factorías y agencias prime­
ro a las Canarias y Madera y luego a la isla de Santo
Domingo en el Caribe. Ese camino se le había abierto en
15 19 , cuando apoyó al rey español para que fuera corona­
do emperador del Sacro Imperio Romano, quien, como
Carlos V, permitió a todas las naves de su imperio -inclui­
das desde luego las alemanas- tomar parte en la empresa
de América.8
La financiación de la empresa venezolana fiie menos
complicada que la de Santa Marta porque la compañía
Welser asumió todo el riesgo y suplió el equipo y provisio­
nes necesarios; no obstante, las gentes llevadas a Venezue­
la tuvieron que pagar por su transporte trasatlántico los
mismos ocho o doce ducados que se sabe cobraron a un

7. Juan Friede, Los Welser en la conquista de Venezuela, Caracas,


19 6 1, págs. 77-92.
8. Demetrio Ramos, L a fundación de Venezuela: Ampies y Coro, una
singularidad histórica, Valladolid, 1978, pág. 263.
La vida cotidiana eti ¡a Conquista | 21

grupo de éstos.9 Com o una de las grandes esperanzas de


los Welser era encontrar una conexión acuática de Améri­
ca con el Lejano Oriente, fue que, en 1529, Ambrosio de
Alfinger, el primer gobernador de Venezuela, al poco
tiempo de desembarcar salió de Coro a explorar el lago de
Venezuela y en 1 5 3 1 dirigió una expedición al Mar del Sur
en la que perdió su vida.
Esta última expedición determinaría la de Federmán
por dos razones: en primer lugar, después de haber alcan­
zado la lejana confluencia del río Cesar con el Magdalena,
Alfinger regresó describiendo un amplio arco que pasó por
tierras de la nación Guane, vecinos de los muiscas (sobre
cuyas tierras se establecería el Nuevo Reino de Granada),
donde se informó sobre la existencia del rico Xerira, secre­
to que los Welser supieron guardar por varios años, y que
Alfinger 110 pudo alcanzar por falta de gentes y provisio­
nes.10 En segundo lugar, el empeño de Alfinger en las ex­
ploraciones, que se traducía en prolongadas ausencias de
las ciudades que había establecido en Venezuela, reñía con
los intereses de sus moradores, más interesados en el éxito
de las colonizaciones que en el de las exploraciones. Éstos,
españoles en su gran mayoría, se quejaban ante el rey y lo­
graban que la autoridad de los oficiales reales y de los ca­
bildos municipales creciera a expensas de la de los
gobernadores alemanes.
Federmán, quien había llegado a Venezuela como se­
gundo de Alfinger, en ausencia de su jefe y contraviniendo
sus órdenes, realizó una exploración que le iba a servir en
el futuro; en 1530 partiría en dirección al Mar del Sur y lle­

9. Friede, Los IVelser, pág. 342 y sobre lo que sigue en este párrafo
véanse págs. 18 1-18 2 . Sobre las acciones de Alfinger en Venezuela,
véase este mismo autor v obra, págs. 166-234.
10. Archivo General de Indias (A G I)Justicia 110 7 N ° 1, fl. 94 y ss.,
declaración de Andrés de Ayala compañero de Federmán.
2 2 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

garía a Acarigua, situada cerca de la puerta a los Llanos."


Su desobediencia fue castigada obligándolo a regresar a
Europa, de donde volvió en 1535 como segundo del go­
bernador Jorge Espira, quien lo dejó encargado del gobier­
no y con instrucciones precisas de lo que debía hacer,
incluyendo la colonización del Cabo de la Vela. Tres me­
ses después se dirigió al sur en una dilatada y demorada
expedición que tomó el nombre de Los Choques.
Federmán fue al Cabo de la Vela, pero a pesar de sus
esfuerzos nada logró. La aridez de la Guajira, la ausencia
de recursos naturales tangibles -excepto las perlas que no
logró extraer- y la ausencia de indígenas sumisos, obliga­
ron a Federmán a abandonar la región sin haber fundado
ciudad o edificado fortaleza alguna. Fue entonces cuando
dio el primer paso en el camino que lo llevaría a participar
en la creación del Nuevo Reino: ordenó al grueso de sus
gentes ir al valle de Acarigua, mientras él se dirigía a Coro,
para conseguir más soldados y provisiones.
En vista del fracaso de su aventura al Cabo de la Vela,
la atmósfera que encontró en Coro en lo relativo a su auto­
ridad como gobernador encargado, bastante mala desde
antes, ahora le era francamente hostil. Apesadumbrado y
contraviniendo las órdenes de Espira, en diciembre de
1536 Federmán decidió seguir al área del Tocuyo, donde
se reunió con el capitán Martínez y encabezó sus tropas
tras la conocida noticia del Meta, que tanto Ordás como
Ortal sabían se encontraba Orinoco arriba, río que Alfin-
ger había identificado como Xerira y que quedaba al sur de
la nación Guane.

L a expedición de Sebastián de Belalcázar

El veterano Belalcázar había sido uno de los 168 euro-

1 1 . Nicolás Federmán, Historia Indiana, Madrid, 1958.


La vida cotidiana en la Conquista | 23

peos que junto con Francisco Pizarro aprisionaron al Inca


en Cajamarca. A diferencia dejim énez y Federmán, estaba
familiarizado con el Perú y el Mar del Sur y había conquis­
tado tierras al norte del imperio incaico donde había fun­
dado varias ciudades. Cuando empezó a dar los primeros
pasos que le conducirían impensadamente a participar en
la creación del Nuevo Reino, acababa de regresar a Quito,
después de haber fundado Cali y Popayán en la provincia
que tomaría el nombre de esta última población. En julio
de 1537 volvió a asumir el cargo de teniente gobernador y
capitán general de Quito, que le había conferido su jefe
Francisco Pizarro, pero no regresó para permanecer sino
para obtener más soldados, provisiones e indios de servi­
cio y así consolidar sus ambiciosos y secretos planes de
comandar su propia gobernación independiente de Piza­
rro.” Continuó haciendo preparativos hasta el 4 de marzo
de 1538, fecha en la que se enrumbó hacia el norte, acom­
pañado de 200 soldados y unos 5 000 indios. Públicamente
declaró que iba a asistir a las ciudades de Cali y Popayán y
a conquistar otros reinos para ponerlos a los pies de Su
Majestad, pero dentro de este contexto tan general y abne­
gado, bien podía tener otras intenciones más específicas en
procura de mayor beneficio personal.
Los cronistas coloniales estuvieron de acuerdo en ma­
nifestar años más tarde de ocurridos los hechos, que
Belalcázar había salido de Quito para ir tras El Dorado
(hoy en duda), para obtener título de la gobernación de
Popayán, y para continuar su exploración hasta la Mar del

12. José Rumazo González, l.ibmprimero de cabildos de Quito, Qui­


to, 19 34,1. págs. 270-74. Sobre los velados planes de Belalcázar y el res­
to de lo contenido en este párrafo véase esta misma fuente, págs. 30 2­
303, 325, 362-363 v 400, y Friede, Documentos inéditos, v, pág. 206.
24 I JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

Norte.'3 A Belalcázar no se le escapaba lo importante que


sería para su futura gobernación tener acceso terrestre y
directo a ese mar, evitando así el molesto trasbordo de un
mar a otro a través de Panamá, donde la influencia de Piza­
rro era entonces tan notable. Además, había que llegar a
ese mar para seguir a España e ir a su corte, el único lugar
donde podía obtener por merced real su título de gober­
nador.
Otra razón para que Belalcázar se dirigiese al norte de­
bía estar relacionada con las experiencias de dos de sus
compañeros, Juan de Avendaño y Luis de Sanabria. Aven-
daño había hecho parte de la exploración de Diego de
Ordás, Orinoco arriba, y había estado presente cuando los
indígenas les habían informado sobre la existencia del rico
Meta; Sanabria, por su parte, había estado en Cubagua y
Maracapana cuando Gerónimo Ortal buscaba el mismo
Meta. Estos dos debieron convencer a Belalcázar de alcan­
zar esa tierra rica, pues de otro modo, si su único deseo era
llegar al mar, no se explica la lentitud con la que avanzó su
expedición. De ser así, apenas alcanzó la porción navega­
ble del Magdalena debería haber ordenado la construcción
de unas naves que les permitieran navegar corriente abajo,
siempre y cuando contase con los recursos para hacerlo y
supiese a donde fluía ese río. De acuerdo con lo que él mis­
mo escribió al rey, tenía los conocimientos geográficos
suficientes y contaba con las herramientas y los hombres
para construir tales naves.14

3 13 . Aguado, No/idas, m, pág. 332; Castellanos, Elegías, m. pág.


375, iv, pág. 293; Simón, No/idas, 111, pág. 332, 336; Fernández, No/iría
historial, 1, pág. 193, 302.
14. Carta del 20 de marzo de 1540 transcrita por Juan Friede, Gon­
zalo Jiménez de Quesada a través de documentos históricos, tomo 1, Bogotá,
i960, págs. 239-40.
La vida cotidiana en la Conquista \ 25
Organización y avance de las expediciones

Organización

Las seis expediciones que crearon o colonizaron el


Nuevo Reino fueron organizadas siguiendo un modelo mi­
litar, aunque su disciplina osciló entre una estricta (la de
Gonzalo Jiménez) a otra flexible (la de Jerónimo Lebrón),
dependiendo de si su intención era más de carácter explo­
ratorio (la de Jiménez) o colonizador (la de Lebrón). Bajo
un supremo líder llamado capitán general, se encontraban
los bien armados maeses de campo, alféreces, capitanes,
soldados de a caballo, y los caporales encargados de sus
grupos de soldados de a pie divididos en arcabuceros, ba­
llesteros, rodeleros, macheteros y azadoneros, la gran ma­
yoría de ellos de dudoso entrenamiento o experiencia
militar. Jiménez, por ejemplo, dividió sus 600 hombres
-que avanzaban por tierra- entre ocho capitanes escogi­
dos entre la gente que trajo don Pedro Fernández y los que
ya se encontraban en Santa Marta; paralelamente, por el
Magdalena avanzaban cinco bergantines cargados de ca­
ballos, mercancías y provisiones (muchas para vender a
buen precio).
Entre esta gente se encontraban los indispensables ci­
rujano, boticario, veterinario o cuidador de caballos, herre­
ro v artesanos como carpinteros, calafateadores, curtidores
y otros que se podían encargar no sólo del mantenimiento
de todo lo que llevaban, incluidos vestidos y armas, sino
hasta de hacer herramientas y construir naves y puentes.
También entre ellos se encontraba el escribano, que regis­
traba cualquier acontecer con significado legal; el tenedor
de bienes de difuntos, que se encargaba de los bienes deja­
dos por éstos; los tres oficiales reales -contador, tesorero y
veedor- quienes a nombre del rey colectaban impuestos y
llevaban cuenta de todo valor quitado a los indígenas y que
2 0 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

iba a parar a un fondo común que sería al final repartido


entre todos los expedicionarios.'5 Entre ellos también se
encontraban, aunque sin título militar, los clérigos, que
proveían soporte moral y guía espiritual a los conquistado­
res y quienes a veces protegían a los americanos de los eu­
ropeos.
El capitán general era la suprema autoridad adminis­
trativa, ejecutiva y judicial durante la expedición. Militar­
mente tenía la última palabra: podía ascender o degradar a
cualquiera de sus hombres e imponer cualquier regla que
encontrara conveniente para el progreso de la expedición.
Como justicia superior podía juzgar y castigar aun con la
pérdida de la vida del infractor, tal y como Jiménez, por
ejemplo, condenó y ejecutó a Juan Gordo. Sin embargo,
no debía abusar de su autoridad porque sus gentes se po­
dían rebelar y deponerlo. Los soldados eran libres de parti­
cipar o no en las expediciones, pero una vez aceptados,
quedaban muy comprometidos. Cuando Juan de Rivera y
sus 40 hombres se unieron a Federmán en el Cabo de la
Vela, fueron bien recibidos, pero cuando algunos de ellos
trataron de regresar a Santa Marta, de donde provenían, se
les juzgó por insubordinación y dos fueron ejecutados.'6
El general, sus capitanes, soldados y otros miembros
formaban una compañía que tenía una causa común. Cada
uno proveía sus propias armas, caballos, esclavos, equipo y
provisiones. Aunque había excepciones, ninguno percibía

15 . El documento por excelencia para estudiar ki operación, com ­


posición y relaciones internas de cualquier expedición de conquista es­
pañola en las Indias es el Reparto del Botín, hecho por el licenciado
Jim énez el 6 de junio de 153 8 entre todos los soldados que sobrevivie­
ron en su empresa. Éste, que ahora se encuentra en A G I Justicia 536B,
está transcrito en Friede, Gonzalo Jim enez, págs. 13 6 -16 1.
16. A G I Justicia 56, resumido en Academia Nacional de la Histo­
ria, Juicios de residencia de la provincia de Venezuela, l Los IVelser, Cara­
cas, 1977, págs. 192-96.
La vida cotidiana en la Conquista | 27

un salario, pero todos tenían derecho a una parte del botín


habido, dependiendo de su rango y después de desconta­
do el quinto real. Don Pedro Fernández percibiría diez
partes, Jiménez nueve, los capitanes cuatro, los soldados
de a caballo dos, y los de a pie entre una y una y media. De
las tres primeras expediciones, la de Jiménez recogió más
de 200 000 pesos en oro y 1 630 esmeraldas, mientras que
las de Federmán y Belalcázar percibieron 10 000 y 2 625
respectivamente.'7
Los líderes de las expediciones y muchos de sus capita­
nes eran asistidos por otros compañeros europeos. Mu­
chos de ellos gozaban del servicio de secretarios, asistentes
y criados. Los soldados se unían en pequeños grupos que
llamaban “ranchos” y contribuyendo con sus recursos al
común, avanzaban como una unidad, cocinando y acam­
pando juntos. Entre los de Jiménez, Juan Tafiir y Francisco
de Figueredo, pertenecían al mismo rancho, Juan Rodrí­
guez viajaba en el de Juan de San Martín, y Alonso Martín
era del rancho de Martín Sánchez Ropero. Existen eviden­
cias sobre las varias unidades en que se dividían los de
Federmán. Como ejemplo de lo variadas que podían ser
las asociaciones entre soldados, se cita la siguiente: en di­
ciembre de 1540 Jácom e Díaz y juan Trujillo, ambos com­
pañeros de Federmán, hicieron una sociedad hermanable
para ir a la conquista de las Sierras Nevadas (del Ruiz),
para la cual el primero ponía 20 cabezas de puerco y una
india del Perú y el otro contribuía con un caballo enfrena­
do y ensillado.'8
El guerrero no iba vestido como tradicionalmente ha

A G I Justicia 534H; A G I Contaduría 1292; Fricde, Documentos,


v, pág. 209.
18. A G I Justicia 545, fl. f>2ir; Fricde, Gonzalo Jiménez, págs. 152;
A GI Patronato 160-1-9, declaración de Alonso de Olalla; Archivo Re­
gional de Hoyacá (ARIi). Notaría Primera de Tunja, Libro 1, fl. 408.
28 I J O S É IGNACIO AVELLANEDA

sido descrito, con armadura compuesta de coraza, cota de


malla, falda, guardabrazos y otras piezas de acero. Al salir
de España, podía llevar la cabeza cubierta con un casco de
cuero semejante al yelmo romano, o boina adornada de
plumas; el tronco cubierto con jubón o sayo relleno de al­
godón o pelo de animal para protegerlo contra las flechas
indígenas; y el resto del cuerpo vestido con pantalones lar­
gos de lino y los pies con alpargatas. Sin embargo, al llegar
a su destino y al volverse baquiano, cambiaba esas galas
por otras más a propósito para conquistar la América. La
vestimenta del soldado de jornada “era un capotillo de dos
aguas sobre la camisa de lienzo de la tierra que es de algo­
dón, con forros de lo mismo; los gregüescos eran de la
misma tela, y el que más se adelantaba traía esto de manta
de algodón, que es un poco más dura. Otros, por dife­
renciar, hacían del mismo lienzo unas que por acá llaman
camisetas, que son a modo de saltambarcas, y todos co­
múnmente traían medias de lo mismo y calzaban alpar­
gates”.'9 Explicando la diferencia en vestido, un cronista
colonial escribió que en las Indias las armaduras hechas
con algodón eran mucho mas efectivas que las de acero
usadas en España, cuando se deseaba protección contra
las flechas indígenas, así las describió: “De anjeo o de man­
tas delgadas de algodón se hacen unos sayos que llaman
sayos de armas; éstos son largos, que llegan debajo de la
rodilla o a la pantorrilla, estofados todos de alto, abajo de
algodón, de grueso de tres dedos... y de esta suerte y por
esta orden hacen las mangas del sayo y su babera... los ar-
neses o coseletes, y los morriones o celadas... y testera para

19. Sobre los vestidos de los soldados al salir de Sevilla, véase la


descripción de Jerónim o Koeler, en Hannah S. M. Amburger, Die
Vamiliengcschichíe der Knelcr (l.xmdres, 1930), págs. 158-289, o Friede,
Los fVeher, (págs. 341-42); Simón, Noticias, 111, págs. 49 (acá transcrito);
y Agnado, Recopilación, i, pág. 195.
La vida cotidiana en la Conquista \ 29

el caballo que le cubre rostro y pescuezo, y pecho... y fal­


das... cubriendo ancas y piernas del caballo. Puesto un
hombre encima de un caballo y armado con todas estas
armas, parece cosa más disforme y monstruosa de la que
aquí se puede figurar". Pues bien, Ríe con estas armaduras a
la americana y con la vestimenta del soldado de campaña
que se conquistaron las Indias y no con yelmos, corazas y
mallas de acero.

Avance

Leyendo las relaciones que han quedado sobre estas


expediciones es evidente que éstas avanzaban confiadas en
hallar el alimento en el camino, o sea en encontrar cultivos
o depósitos de granos y raíces indígenas. Poco después de
salir Jiménez de Santa Marta ya les faltó comida, que pu­
dieron suplir saqueando los sembrados de maíz de la na­
ción Chimila. Esta iba a ser la primera de las muchas veces
que se aprovecharon de lo que pertenecía a los indígenas, a
la vez que los de Federmán se hicieron notorios por los
saqueos que realizaron desde el sur de Coro hasta el bo­
querón de Barquisimeto y de allí, pegados a las montañas,
siguiendo al Pauto y más al sur, hasta las vecindades del
Ariari habitadas por los sufridos Guayupes, a quienes obli­
garon a compartir con ellos los fértiles cultivos de maíz y
yucas que tenían. De igual modo avanzó Belalcázar sobre
las montañas al este de Popayán, en busca del nacimiento
del Magdalena para seguir luego su curso, en cuyo valle
siempre encontró con qué alimentar a su tropa.
Las mismas relaciones informan cómo los soldados de
a caballo de Jiménez a veces complementaban su alimen­
tación con venados cazados a orillas de los ríos Cesar y
Magdalena y cómo, cuando un caballo quedaba inhabilita­
do, era consumido. Es curioso anotar que ninguna de esas
crónicas señala que los soldados pescasen o que los sóida-
3 0 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

dos de a pie cazaran. Tanta era la dependencia del alimen­


to indígena que cuando éste escaseaba, morían de hambre,
a pesar de que hoy cueste trabajo imaginar cómo, en un
medio tropical no abusado y donde había abundante caza,
pesca, nueces y frutas, alguien pudiese realmente morir de
hambre.20
El alimento, sin embargo, no era repartido entre todos
tan equitativamente como se cree. Agustín Castellano, sol­
dado de Alonso Luis de Lugo, refiriéndose bajo juramento
a las hambres que sufrieron durante esa expedición, mani­
festó que “solamente los muy favorecidos comían alguna
carne de caballo o macho”. Cuando los de Lebrón subían
al Nuevo Reino, un Valenzuela estaba tan hastiado de co­
mer tallos de bihao que juró matar a una india acompa­
ñante para comerle los hígados; Iñigo López de Mendoza
lo convenció de abandonar semejante idea tan poco cris­
tiana, dándole un pedazo de queso que llevaba en las alfor­
jas, un manjar que entonces, unos tenían y otros no. Lope
Montalvo de Lugo refirió cómo, en otra expedición, era
tan grande el hambre que para alimentar a los enfermos
compraron a otros soldados un perro en 100 pesos.3' El
intento de canibalismo de Valenzuela no fue el único.
Baltasar Maldonado refirió años después que durante la
expedición de Jiménez “comieron carne de indios e indias
más sapos y culebras”, hecho que confirman los cronistas
coloniales. Parece que quien tenía dinero o había llevado

20. Para ejemplo véase la descripción de la región de Tam ala-


meque fechada en enero de 15 7 9 en Juan Friede, Fuentes documentales
para la historia de!Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1976, vti, págs. 275­
30 1.
2 1. Un su orden: Probanza de Castellano en A G I Patronato 15 6 - 1­
5; Simón, Noticias, iv, pág. 73; Probanza de Jorge Espira, A G I Justicia
990. Para lo de M aldonado (que sigue) véase su probanza en A G I Pa­
tronato 157-2-5.
I éíi vida cotidiana en la Conquista | 31

mayores provisiones o caballos tenía mas acceso al ali­


mento y hasta podía evitar tener que comerse a sus seme­
jantes.
Considerando la expedición de Jiménez, es evidente
que desde que los de tierra salieron de Santa Marta, hacia
el sur, pegados a las laderas occidentales de la Sierra, andu­
vieron por caminos indígenas llevando consigo esclavos,
indios de servicio, caballos de guerra y bestias de carga,
perros y posiblemente cerdos, cabras u ovejas, pues el cro­
nista Aguado escribió que llevaban un hato que el cronista
Simón llamaba carnada. Entre tanto los cinco bergantines
remontaban el bien conocido Magdalena. Al atravesar el
Ariguaní, salieron de la región Chimila y se dirigieron
hacia el sureste hasta llegar al bien habitado valle del C e­
sar, por donde siguiendo caminos indígenas bajaron a
Chiriguaná donde recogieron algún oro de los indígenas y
continuaron por sendas -indígenas también- hasta llegar
al viejo Tamalameque, sitio americano muy bien provisto
de alimentos y todo tipo de frutas. Atravesando el río Ce­
sar en canoas que gentilmente les prestaron los locales,
continuaron al sur por buenos caminos indígenas hasta lle­
gar a otro buen sitio de aborígenes conocido como Som-
pallón. Mientras tanto, los de los bergantines avanzaban
lentamente por regiones bien conocidas.
Ahora iban a empezar los problemas por ausencia de
indígenas. La región entre Sompallón y La Tora no estaba
muy habitada y los pocos que la frecuentaban usaban ca­
noas para transportarse y labraban sus cultivos en sitios
resguardados en cualquiera de sus dos cenagosas riberas.
El hambre aumentó y por falta de caminos indígenas fue
necesario abrir trocha. Tampoco había nativos que les pu­
dieran guiar ni ayudar a transportar sus pesadas cargas,
que incluían algunos cañoncitos, yunques para la forja y
mucho herraje y cadenas. Los sufrimientos se multiplica­
32 I J O S É IGNACIO AVELLANEDA

ron y las muertes de europeos continuaron hasta que, pe­


nosamente, llegaron a La Tora, sitio asentado sobre las
Barrancas Bermejas.
Allí reposaron y en sus alrededores notaron una canoa
cargada con mantas de algodón preciosamente decoradas
al pincel y sal de mina muy distinta a la que consumían río
abajo, que provenía del mar. Estas fueron las señales que
interpretó bien el licenciado Jiménez al deducir que esos
productos debían provenir de tierras habitadas por civili­
zaciones más avanzadas. En este momento, añade el histo­
riador Friede, Gonzalo Jiménez cambió el oro del Perú por
la sal muisca. Después de salir de La Tora y remontar un
tanto el Opón, por donde bajaban esos artículos, dieron
con la ruta indígena Camino de la Sal, a cuya vera se encon­
traban depósitos de sal y comida y lugares de descanso
para los transportadores. Arriba encontraron el valle de la
Grita, situado ya en el altiplano muisca. Desde allí divisa­
ron muchos caminos y múltiples columnas de humo indi­
cativas de cuán bien habitada era la tierra. Volviendo atrás,
Jiménez, Federmán y Belalcázar tuvieron distintas razones
para dirigir sus expediciones, pero hubo una en común:
todos iban tras las noticias obtenidas de los indígenas so­
bre la existencia de una tierra rica que se conocía como
Meta o Xerira, en donde sus naturales se vestían con man­
tas de algodón finamente decoradas y explotaban minas
de sal.

Los obstáculos a l avance: la naturaleza y los indios

L a natu raleza

Los primeros cronistas escribieron cómo los expedi­


cionarios padecieron enfermedades, hambres, incomodi­
dades y trabajos derivados de las condiciones físicas
inherentes a una naturaleza tropical, describiendo viva-
La vida cotidiana en la Conquista | 33

mente las condiciones geográficas y climáticas que se opo­


nían a su avance. Los escritores posteriores fueron gra­
dualmente exagerando la dureza de esas condiciones,
quizás para hacer aparecer a los conquistadores más apre-
ciables y valientes porque habían logrado superarlas. Es­
cribieron cómo las espinas y ramazones les destruían los
cuerpos ya atormentados por los tábanos y un ejército de
zancudos, jejenes, roedores y muchas sabandijas; cómo los
tigres los comían, las culebras les picaban y los feroces cai­
manes los atemorizaban mientras aguantaban excesivos
calores y trataban de guarecerse bajo las hojas de los árbo­
les, de las tempestades acompañadas de rayos, truenos y
relámpagos espantosos.22
A pesar de que la extensión y conformación del territo­
rio atravesado por las huestes del licenciado Jiménez fue
sin duda una dura prueba a su resistencia, se deben consi­
derar también las ventajas de la ruta que escogieron. Las
sabanas de Fundación y las del suroeste y sur de la Sierra
Nevada, el valle del Cesar que se extiende hasta el Magda­
lena, el valle de éste hasta su afluente, el Opón, todas eran
tierras planas y conformaban las cuatro quintas partes del
camino que recorrieron desde Santa Marta hasta Bogotá;
además no ofrecían otros obstáculos geográficos distintos
a los ríos y las ciénagas. El río Magdalena fue por varios
siglos el mejor y más fácil camino de penetración al Nuevo
Reino y aunque bogar en bergantín río arriba era una labor
durísima, que dependía únicamente del esfuerzo humano
(realizado más por los esclavos e indígenas que por los eu-

22. Fray Alonso de Zam ora, Historia de la provincia de San Antonino


de!Nuevo Reino de (.¡¡uñada, Hogotá. 1980, 1, págs. 197-98. Para una dis­
cusión más amplia sobre el tema véase Jo sé Ignacio Avellaneda. L a ex­
pedición de Gonzalo Jiménez de Quesada a l M ar del Sur y la creación del
Nuevo Reino de Granada, capítulo 2, próximo a aparecer.
3 4 I JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

ropeos), muchas veces hubiera sido peor transportar las


pesadas cargas a la espalda.
Bajar a Guataquí, puerto sobre el Magdalena no muy
lejano de Tocaima, para luego llegar hasta la costa, fue tra­
yecto fácil (salvo el Salto de Honda) y tanto Jiménez como
Federmán y Belalcázar lo hicieron en quince días cuando
decidieron ir a España. El Magdalena y su valle no debe,
por tanto, considerarse como un inconveniente sino, me­
jor, como una gran ayuda que facilitó el avance y permitió
la asistencia prestada por los bergantines que cargaron en­
fermos y llevaron provisiones.
Al avance de los conquistadores se interpusieron algu­
nos ríos, pero, por lo que relatan los cronistas sobre el cru­
ce del Ariguaní y el Cesar, se llega a una conclusión
diferente. Según éstos, la labor de atravesar el Ariguaní fue
improvisada y hecha “con mal aderezo”. Con una mejor
preparación de quienes hicieron las maromas, este cruce
hubiese sido un evento corriente que no hubiera merecido
mención en las crónicas. También a la inexperiencia adju­
dicó el cronista Aguado las dificultades que tuvieron al
cruzar el Cesar, pues escribió que “pasaron en pequeñas
canoas, con harto riesgo y peligro de las vidas de muchos
por no tener el sostén y hueco que se requería para nave­
gar gentes bisoñas y chapetonas. Este nombre de chape­
tón o chapetones comúnmente se usa en muchas partes de
Indias, y se dice por la gente que nuevamente va a ellas, y
que no entienden los tratos, usanzas, dobleces y cautelas
de las gentes de Indias, hombre que ignora lo que ha de
hacer, decir, o tratar”. Las ciénagas ribereñas fueron un
obstáculo que alargaba el camino al tener que circundarlas
si no se vadeaban. El que las hubiesen encontrado más cre­
cidas de lo normal era natural, pues desafortunadamente la
expedición se inició en abril, el “mes de aguas mil”.
El terreno continuó plano hasta que al ascender por el
La vida cotidiana en la Conquista | 3 5

valle del río Opón, encontraron el Camino de la Sal. Esta


era una buena senda indígena que le facilitó al licenciado el
tránsito de su tropa en éste, el primer tramo montañoso
que encontró. Durante el recorrido de sus 20 leguas había
partes tan inclinadas, que a veces fue necesario retrasar la
marcha para permitir el paso de las bestias, pero no se
debe subestimar el gran alivio que debieron significar los
albergues y depósitos de alimentos que mantenían los in­
dígenas a la vera del camino. Llegado al valle del Alférez y
de la Grita en adelante, el terreno lo conformaban lomas
amenas cruzadas por múltiples y cómodos, aunque primi­
tivos caminos indígenas. Las condiciones climáticas que
sufrieron los expedicionarios fueron las lluvias, el calor, el
frío y los “vapores dañinos y aires destemplados”. Aunque
ninguno de los tres primeros causan la muerte, sí podían
contribuir a debilitar el cuerpo y hacerlo más propenso a
las enfermedades. Los calores del valle del Magdalena son
sin duda sofocantes pero no son mayores que los de los
fuertes veranos andaluces, provincia de donde venían
muchos de los conquistadores. Allí, en Erija, llamada La
Sartén de España, el termómetro sube a los 45 grados cen­
tígrados a la sombra, cosa que muy raramente sucede en el
valle del Magdalena. Así mismo, cuando subían a la altipla­
nicie cundibovacense, les incomodó el frío, porque ya ve­
nían muy escasos de ropa, pero, nuevamente, esas
temperaturas son suavísimas al compararlas con los cru­
dos inviernos de Castilla, Extremadura o León. Además, el
frío lo combatieron exitosa y rápidamente con las mantas
que tomaron de los indígenas. No se puede olvidar, sin
embargo, que varios de los soldados de Federmán y mu­
chos indios acompañantes, murieron congelados cuando
atravesaban el páramo de Sumapaz camino a Bogotá.21
23. José Ignacio Avellaneda Navas, Los com/tañeros de Federmán,
cojundndores de Siint/i he de Bogotá, Bogotá, 1990, págs. 40, 81-82.
36 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

Los aires y vapores dañinos son algo más difícil de


identificar. Un escritor del siglo xix, refiriéndose a la salu­
bridad de la región de Tamalameque, apuntó que “su tem­
peramento es cálido y las miasmas que se levantan de las
ciénagas y pantanos producen fiebres intermitentes, peli­
grosas para el extranjero”.24 Obviamente se refería a un fe­
nómeno que entonces no se conocía bien, pero sus efectos
sí: que en las aguas estancadas se criaban mosquitos cuyas
picaduras transmitían la malaria y la fiebre amarilla. A pe­
sar de que parece existir cierto paralelo entre las des­
cripciones del siglo xvi y las del xix, hasta allí llega toda
similitud. Está razonablemente comprobado que ninguna
de esas enfermedades existían en América antes del siglo
xvin, cuando se cree fueron importadas del África occi­
dental. Probablemente los cronistas se referían a algún tipo
de fiebres originadas antes por dietas inadecuadas o mala
nutrición que por transmisiones parasitarias. Conviene
tener en cuenta que el cronista Simón escribió “porque
como los más eran chapetones y no acostumbrados a los
aires y destemples de estas tierras, que son bien diferentes
a los de España”, lo que sugiere que existía alguna relación
entre lo que consideraba la causa de un tipo de enferme­
dad y la falta de experiencia en Indias.
El hábitat tropical ofrece nichos ecológicos favorables
a insectos como mosquitos, garrapatas, hormigas, avispas,
niguas y otros parásitos; a sabandijas como culebras, sa­
pos, alacranes y murciélagos; a fieras como los jaguares
(no había tigres) y osos; a saurios como los caimanes. Los
más molestos debieron ser los mosquitos, de los que
Simón aclaró en su crónica que los de acá, llamados zan­

24. Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha, Bogotá, 1956, pág.


430. Sobre la malaria y fiebre amarilla, véase William H. McNeill,
Plagues and People, Garden City, N Y, 1963, pág. 430.
La vida cotidiana en la Conquista | 37

cudos, eran los mismos bientearé de España. Conviene re­


cordar que los mosquitos son mucho más molestos para
los forasteros que para los locales. Afortunadamente, con
cuidado se podían evitar las molestias de las hormigas y
avispas y las de las garrapatas, que a veces no se pueden
ver a simple vista. Las culebras debieron ser tan molestas
como los mosquitos, pero es posible que por no haber sido
la causa directa de la muerte de ninguno de los de Jiménez,
los cronistas coloniales no las hubieran mencionado mu­
cho. Hoy, como seguramente entonces, se encuentran sa­
pos que exudan veneno y quizás aún exista alguno igual al
que comió el soldado Juan Duarte y que le produjo locura;
sin embargo, estos animales no se han caracterizado por
ser un azote humano. En cuanto a los murciélagos que les
chupaban la sangre de noche, el único remedio conocido
era dormir cubierto, práctica que, señaló Simón, no cum­
plían los soldados.
El caimán, animal muy exótico a los ojos europeos, se
menciona en las crónicas como el causante de la muerte
del soldado Juan Lorenzo; sin embargo, esto parece más
una conjetura de los cronistas, pues uno de ellos escribió
que “le debió asir el pie un caimán”, porque cuando estaba
en el agua sólo pudo sacar la cabeza una vez para gritar
“Señor mío, misericordia”. Su agobio pudo también habér­
selo causado un calambre. Estos saurios se cebaron y se
volvieron atrevidos cuando eran alimentados por los cadá­
veres que los expedicionarios arrojaban al agua mientras
descansaban en La Tora. Tanto, que hay menciones de
haber atacado a un asno y ser un peligro para los perros,
pero nunca para los humanos. Los huidizos “tigres” (ja­
guares), que ocupan un lugar predominante en nuestro
folclor, aparecen en las crónicas como causantes de la
muerte de un soldado, a quien, para quien desee creerlo,
mientras descansaba en su hamaca, se lo llevó un tigre
38 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

“como un gato a un ratón.” Concedido; es probable que


los jaguares hubiesen causado la muerte de un soldado o
dos que hubiesen quedado rezagados por enfermos, pero
de allí a inferir que fuesen un factor importante de pérdidas
humanas, hay mucho trecho.

L o s indios

El segundo obstáculo que se oponía a los designios de


los conquistadores después de la naturaleza, eran los in­
dios. Para vencerlos contaban con capitanes y soldados,
caballos de guerra, arcabuces, ballestas, espadas, lanzas y
otras armas. Sin embargo, si se estudian las crónicas y las
relaciones sobre la expedición del licenciado Jiménez, se
concluye que otra fue la realidad: los indígenas constituye­
ron una ayuda para el progreso de la expedición y no un
obstáculo, salvo en unos pocos casos. La primera vez que
los expedicionarios de a pie (los de los bergantines fueron
duramente atacados especialmente cuando regresaban a
Santa Marta) encontraron alguna oposición, sin conse­
cuencias para ellos, fue cuando estaban entrando a Tama-
lameque. Después, otro grupo sería atacado en las riberas
del Magdalena cerca de la Tora; un tercer grupo, dirigido
por el capitán San Martín, sería acosado cuando regresaba
del altiplano muisca y un cuarto grupo fue acosado cuando
Hernán Pérez quiso quitarles unas casas a los Opón. Sólo
la última contienda les causó dos bajas.
Quizá la mayor resistencia provino de los habitantes
del valle de la Grita, pero fue tan insignificante que sólo
requirió un soldado de a caballo y unos pocos de a pie para
vencer esa oposición. Los muiscas estaban muy mal arma­
dos, con pequeños dardos que lanzaban con unas tiraderas
-no usaban el arco y las flechas-, con lanzas de madera y
espadas de palma. Además, su concepto de hacer la guerra
estaba cargado de ideas religiosas, donde primaba la fina­
La vida cotidiana en la Conquista \ 39

lidad de “tomar a mano al contrario" y no de matarle en el


campo de batalla, a lo que creían les ayudaban las momias
de sus antepasados, que cuando hacían la guerra, llevaban
a la espalda. Desafortunadamente para los indígenas, no
era dable “tomar a mano” a los avezados españoles, exper­
tos en correr a los moros de la península ibérica y en pelear
con todos los ejércitos de Europa.
Tan pequeño obstáculo serían los indígenas, que a
ellos sólo se les puede atribuir la muerte de dos soldados
del licenciado Jiménez, desde que avanzaron por tierra
desde Santa Marta hasta llegar a la región muisca. Tam po­
co se les puede culpar de la muerte de ninguno de los
acompañantes europeos de los generales Belalcázar o
Federmán, si en el caso de éste último se exceptúa que
mientras sus gentes escalaban las montañas para llegar al
páramo de Sumapaz, los indios pegaron fuego a la paja, de
lo cual resultó muerto un español enfermo y otro que, ate­
rrado, se lanzó al abismo.25 No, los indígenas no fueron un
obstáculo, fueron la gran ayuda que ya se ha vislumbrado.
Desde su salida de Santa Marta los europeos se alimen­
taron de los cultivos indígenas, avanzaban en buena parte
por caminos indígenas, atravesaban los ríos en canoas in­
dígenas y frecuentemente se hospedaban en habitaciones
indígenas. Desde su salida llevaban centenares de indios
para que les llevaran sus cargas y les prestaran otros ser­
vicios, y cuando estos morían o escapaban, eran reempla­
zados por otros tomados a la fuerza como sucedió en
Chimila; en Chiriguaná, donde apresaron algunos para
que los enrumbaran nuevamente, pues estaban perdidos;
en Tamalameque, donde los locales fueron quienes les in­
formaron sobre la suerte de los bergantines; en el Opón,
donde se hicieron a otros, quienes les llevarían donde se

25. A piado, RtrnpUadñn m, pág. 178.


4 0 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

hacía la sal y les servirían de intérpretes. Los indígenas fue­


ron quienes les dieron mantas para que se protegieran del
frío, les mostraron dónde vivían sus soberanos y otros se­
ñores principales, dónde guardaban algunos de sus teso­
ros, dónde estaban sus adoratorios más importantes como
el templo de Sogamuxi, dónde las tumbas de sus antepasa­
dos, dónde las minas de esmeraldas y cómo las explotaba
el señor de “Somyndoco”. En fin, el indígena mostró al
conquistador mucho de lo que quiso ver, mientras lo ali­
mentaba y entretenía hasta prestándole sus mujeres e hijas
y sirviéndole a cuerpo de rey o mejor, pues hasta el mismo
licenciado Jiménez sugirió -quizás equivocadamente- que
los indígenas percibieron a los cristianos como hijos del
Sol y la Luna.26
Para terminar el tema, la expedición mejor servida fue
con mucho la de Belalcázar, que venía acompañada no de
centenares sino de millares de indígenas mejor alecciona­
dos por los privilegiados incas y curacas a prestar un servi­
cio óptimo. Este grupo iba bien dotado de caballos de
guerra y de carga, más centenares de cerdos; vestían lujo­
sas ropas y finos paños, sedas, granas, perpiñanes y encres­
padas plumas; acampaban en tiendas de suaves lanas
peruanas y algunos comían en vajilla de plata las viandas
preparadas por expertos cocineros mientras duchas “seño­
ras de juego” les entretenían en sus ratos de ocio.27 El lujo
de esta expedición contrastaba con las espartanas de
Jiménez y Federmán que, cuando Belalcázar las conoció,
sus gentes calzaban alpargatas y se cubrían con humildes

26. G onzalo Jim énez “Epítom e de ia Conquista del Nuevo Reino


de Granada”, en Friede, Descubrimiento, pág. 262.
27. Véase Avellaneda Navas Jo sé Ignacio, L a expedición de Sebas­
tián de Relacázar al M ar del Norte y su llegada a l Nuevo Reino de Grana­
da, Bogotá, 1992. págs. 6 - 11.
La vida cotidiana en la Conquista

G . Gallina.
Grabado Iluminado 18 27.
Le costume anden et modeme ou historie.
Amerique ler. partier
por Jules Ferrario.
Milán.

Poblado indígena con sementeras.


Theodoro de Bry.
Grabado 1602.
Biblioteca Nacional.
Cristóbal C olón llega a América.
P. Palaggi— D .K . Bonatti.
Grabado iluminado 1827.
L e costume anden et moderne ou historie.
Am erique ier. partier
por Ju les Ferrario.
M ilán.
I.a vida cotidiana en la Conquista | 41

ropas de algodón cuando no con pieles de animales. Fuera


como Riera, todas estas expediciones gozaron permanen­
temente del servicio de los indígenas que les aliviaron las
cargas y les señalaron el recorrido hasta llegar el corazón
del futuro Nuevo Reino.
Allí, en el altiplano, encontraron los recién llegados
una civilización acostumbrada a vivir en paz con la natura­
leza y que, sin destruirla, extractaba de ella lo indispensa­
ble para subsistir. Allí tenían su casa medio millón de
indígenas;28 allí cultivaban sus tierras, cazaban, pescaban,
comerciaban, se alimentaban, construían sus edificios y fa­
bricaban sus artefactos, rendían tributo a sus señores, de­
fendían su territorio, adoraban a sus dioses, se expresaban
artísticamente, se divertían y practicaban sus deportes, se
reproducían y educaban a sus hijos, tal como los europeos
lo hacían al otro lado del mar aunque en un grado inferior
de civilización si ésta se mide materialmente. Allí, en ese
altiplano, sucedió un encuentro entre dos grupos humanos
que tenían idénticos derechos e idéntica dignidad. El que
110 lo hubiesen percibido así entonces aquellos que escri­
bieron la historia, no da cabida a que hoy no se le mire
como fue. Sin embargo, inclinarse en favor de uno u otro
grupo previene que hagamos lo más valioso: estudiar
nuestro pasado para comprender mejor nuestra identidad.

E!primer paso colonizador: la fundación de ciudades


“Quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquis­
tando la tierra, no se convertirá la gente; así que la máxima
del conquistador ha de ser poblar”, escribió el cronista

28. Jaim e Jaram illo Urihe, Ensayos de historia soria! colombiana, Bo­
gotá, 1968, pág. 93; Germ án Colmenares, Historia económica y social de
( .’olombia, 1537-171Q, Bogotá, 1978. pág. 10 1.
42 I JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

Francisco López de Gomara.29 La colonización se consi­


deraba entonces inherente al proceso de conquista y para
el líder de la expedición poblar quería decir establecer ciu­
dades permanentes siguiendo el modelo castellano defi­
nido por sus antepasados durante la Reconquista española.
Sin embargo, casi dos años habrían de pasar desde cuando
Gonzalo Jiménez llegó a tierra muisca, hasta cuando la pri­
mera ciudad de tipo español fue fundada con la ayuda de
Nicolás Federmán y Sebastián de Belalcázar, el primer
paso dado en el proceso colonizador del Nuevo Reino.
Las instrucciones dadas por don Pedro Fernández de
Lugo ajiménez, no incluían la autorización necesaria para
fundar ciudades y mucho menos, para crear una división
política completa, lo que inesperadamente fue el resultado
final de la expedición. Com o buen licenciado en leyes que
era, ajim énez no se le escapaba la implicación legal de no
tener tal autorización. Sin embargo, el estar sus hombres
en un ambiente extraño, rodeados de los inescrutables
muiscas, con quienes no se podían comunicar directamen­
te y quienes les aventajaban en más de dos mil a uno, de­
seando vivir agrupados entre sí, como acostumbraban, en
un sitio donde les fuera posible intercambiar ideas y expe­
riencias, para así, gozando de mutua compañía sentirse un
poco más seguros, todo esto movió a Jiménez a concen­
trarlos en una comunidad. Así que después de estar su gen­
te recorriendo la tierra muisca y sus alrededores, en el valle
de los Alcázares, Jim énez ordenó la construcción de un
campamento más permanente para sus soldados, consis­
tente en una iglesia y doce primitivos ranchos grandes al
estilo indígena. Com o no tenía autoridad, Jiménez no fun­

29. Francisco I^ópez de Gomara, Historia general de las Indias, Bar­


celona, 1965, págs. I-75.
La vida cotidiana en la Conquista | 43

dó ciudad alguna, pero ese 6 de agosto de 1538, día de la


Transfiguración del Señor, estableció la ciudad de Santa
Fe de Bogotá, la futura capital del Nuevo Reino de G ra­
nada.
Unos siete meses después llegaron a los Alcázares
Federmán y el experimentado Belalcázar. Hacía años que
éste último había recibido autorización de Francisco Piza­
rro para fundar ciudades y la había ejercido al establecer
Quito, Cali, Popayán y luego Timaná. El mismo, Belal­
cázar, también había estado presente cuando en 15 19
Pedrarias Dávila fundó Panamá y quizás conocía las ins­
trucciones reales que éste había recibido para efectuar tal
fundación, y hasta las cédulas regulando el establecimiento
de ciudades que Carlos v firmó cuatro años después. De
acuerdo con ambas órdenes reales, las ciudades se debían
situar en lugares protegidos y de fértil tierra, dotados de
aguas, leña, buenos pastos y materiales de construcción
abundantes. Deberían quedar en lugar ventilado por vien­
tos de norte a sur y cercano a buenas fuentes de trabajo
indígena. Los lotes para las casas deberían ser rectangula­
res, la plaza bien delineada, la iglesia localizada claramen­
te, y el buen orden se debía seguir desde el principio.'’0
Si bien Jiménez, Belalcázar o Federmán sabían espon­
táneamente que un diseño de cuadrilla era el más con­
veniente a seguir en el trazo de una ciudad, o ya que
hubieran estudiado los planos de las antiguas ciudades chi­
nas, romanas o las modernas establecidas durante el rena­
cimiento italiano, o las que habían dejado los indígenas en
México o Perú, lo cierto fue que Jiménez decidió seguir ese

30. “Ynstrucción para el ( íohernador de Tierra Firme, la qual se le


entregó el agosto de 13x111" en Manuel Serrano y Sáenz, ed. Oríge­
4 de
nes de la dominación española en América, Madrid, 19 18 , i, pág. c c l x x x i .
Vcase también Carlos Martínez, Santa Fe, capital del Nuevo Reino de
Granada, Bogotá, 1987, págs. 14 -71.
4 4 I JO SÉ IGNACIO AVELLANEDA

diseño después que Belalcázar lo convenció para que fun­


dara la ciudad con todas las legalidades y ceremonias.1' No
se sabe si mientras Jim énez practicaba la abogacía en Gra­
nada, España, al visitar la vecina Santa Fe recién fundada
por los Reyes Católicos, quedó impresionado por su orde­
nado diseño rectangular; lo que sí parece cierto es que esta
ciudad le inspiró el nombre de la que fundó en el valle de
los Alcázares, como Granada le inspiró el nombre del
Nuevo Reino.
Bien basada estaba la insistencia de Belalcázar en que
Jiménez debía fundar. Muy probablemente a estas alturas
ya habían decidido, en unión con Federmán, someter a la
corte española sus disputas sobre la jurisdicción de la nue­
va tierra, y por consiguiente ya estaban convencidos de
que debían dejar su gente y el territorio bajo una autoridad
bien establecida, y a los indígenas organizados bajo el or­
den de la corona española. Estos objetivos podrían satisfa­
cerse con el establecimiento de municipalidades al estilo
castellano, aunque aún quedara por resolver cómo hacerlo
ante la falta de autoridad de Jiménez. Sin embargo, si vein­
te años atrás, en iguales circunstancias Hernán Cortés ha­
bía encontrado un recurso legal para fundar Veracruz,
también Jiménez podía hacer lo propio estimulado por
Belalcázar, para dejar dividida la región en tres jurisdiccio­
nes encabezadas por tres ciudades donde residirían los eu­
ropeos: Santa Fe, Vélez y Tunja.
Santa Fe fue fondada sobre una fértil sabana, en un si­
tio bien irrigado por dos arroyos, protegido a su espalda
por una cordillera que corre de sur a norte y bien provisto
de leña, madera, arcilla, piedra, arena, cal y buenos pastos.
El 27 de abril de 1539, en presencia de los campos de los

3 1. Juan Friede, Fuentes documentales, 111, págs. 13 0 -3 1; Castellanos.


Elegías, iv, págs. 291-94.
La vida cotidiana en la Conquista | 45

tres generales, Jiménez montó su corcel y blandiendo su


desnuda espada, retó a quienes se le opusieran a establecer
la ciudad en el nombre del rey español. En esta forma ini­
ció las ceremonias de fundación, seleccionando el sitio
para la plaza -b o y llamada de Bolívar- en cuyo marco co­
locó la iglesia y el cabildo municipal, e irradiando de ésta
hacia afuera, distribuyó lotes entre sus futuros residentes
siguiendo un orden jerárquico hoy poco conocido. Acto
seguido procedió a establecer el gobierno municipal, com ­
puesto por dos alcaldes y seis regidores, quienes al estar
reunidos formaban el regimiento; un procurador, un algua­
cil mayor y el escribano, que anotaría lo tratado durante
las reuniones de ese cabildo. Terminó la ceremonia crean­
do la primera parroquia, llamando a su iglesia Nuestra Se­
ñora de la Concepción, y nombrando a su primer cura y al
asistente de éste. '2
Grandes eran los poderes de la municipalidad castella­
na ahora trasladados a suelo indígena. Investida con pode­
res ejecutivos, legislativos y judiciales, podía gobernar la
comunidad asentada sobre una extensa jurisdicción defini­
da sobre límites territoriales próximos. Podía decidir casos
legales, registrar a los vecinos que iban a vivir permanente­
mente en ella y proveerlos no sólo de lotes municipales
para que edificaran sus casas, sino también de huertas cer­
canas a la ciudad y de estancias situadas más lejos. Podía
reglamentar todo lo relacionado con la comunidad, tal
como definir los precios de artículos y servicios, supervisar
sus pesas y medidas, asignar hierros para marcar ganados,

32. Simón, Noticias, 111, págs. 303-7 y 343-46; véase también Sylvia
M. Broadhcnt, “ I/a Fundación de Santa Fe, Rectificaciones a Recti
ficaciones," en fío/etín de Historia y Antigüedades, 56, págs. 630-32 (abril-
junio, 1967), págs. 189-207.
46 I JOSfi IGNACIO AVELLANEDA

y distribuir mano de obra indígena entre los vecinos que la


requiriesen y para la ejecución de trabajos públicos.33
A la fundación de Santa Fe siguieron las otras dos
acordadas al tiempo, las de las ciudades de Vélez y Tunja.
Vélez pudo haber sido fundada tan temprano como abril
de 1539 por Martín Galeano, quien al notar que el sitio ori­
ginalmente escogido no era el adecuado, en septiembre
del mismo año la movió al que actualmente ocupa. Su ju ­
risdicción era muy amplia, pues cubría tierras no sólo
muiscas sino también guane, muzo, carare, opón y yaregüí.
La fundación de Tunja está mucho mejor documentada
que la de sus dos hermanas, como resultado del celo con
que sus habitantes guardaron los documentos de su crea­
ción, empezando con el acta de su fundación efectuada el
6 de agosto de 1539 por Gonzalo Suárez. Aunque Suárez
seguramente creyó que había escogido el mejor sitio, pues
allí vivía el zaque muisca, desde los primeros años se queja­
ron sus vecinos del riguroso clima y de la falta de agua. Los
límites de la ciudad fueron delineados en buena parte si­
guiendo las divisiones políticas previamente establecidas
por los indígenas.
A estas tres ciudades siguieron la fundación de Cocuy,
en enero de 15 4 1 por Gonzalo García Zorro, la de Málaga,
en marzo de 1542 por Jerónimo de Aguayo, la de Tocai-
ma, el 20 de marzo de 1544 por Hernán Venegas, y la de
Pamplona, en noviembre de 1549 por Pedro de Orsúa. A
éstas, siguieron las fundaciones efectuadas en la siguiente
década, a saber, Ibagué del Valle de las Lanzas, Villeta de
San Miguel, Tudela, León de Yaregüí, Mariquita, San Juan
de los Llanos, Burgos, Victoria, Mérida, y Trinidad de los
Muzos. A pesar de que Cocuy, Málaga, Tudela, León y

33. Véase por e jemplo, Libro de cabildos de la a.. Ja d de Tunja, 1539­


1542, volumen 1, Bogotá, 19 4 1.
La vida cotidiana en la Conquista | 47

Burgos fueron posteriormente abandonadas e Ibagué tras­


ladada a otro sitio, esas fundaciones constituyeron un gru­
po de centros cívicos lo suficientemente amplio como para
permitir a los habitantes del Nuevo Reino residenciarse en
ellos más equilibradamente que en otras colonias españo­
las, donde sólo había una o unas pocas ciudades.

Causas de la muerte de los conquistadores


Concentrando la atención en los 600 hombres que salieron
de Santa Marta con el licenciado Jiménez, cuentan las cró­
nicas y las relaciones que cien de ellos perdieron la vida
entre Santa Marta y Sompallón, otros cien desde allí a La
Tora, doscientos más mientras en este sitio descansaban, y
finalmente otros veinte más al llegar a las cumbres de las
sierras del Opón, donde empezaban las tierras muiscas. De
acuerdo con esos escritos, las principales causas de dichas
muertes Rieron mucho más las hambres y las enfermeda­
des, que la conformación geográfica de los terrenos que
atravesaron, el clima, los animales, y los ataques de los in­
dígenas, implicando que había una cierta interrelación,
aunque no entendida, entre el hambre y la muerte.
Parece que estos escritores percibieron un ciclo en el
que los trabajos debilitaban a las gentes y las predisponían
a las enfermedades y, cuando les faltaba el alimento, mo­
rían mas rápidamente. Las primeras muertes de unos que
ya iban enfermos se sucedieron después de que les faltó el
alimento recorriendo la nación Chimila y, cuando perdi­
dos, no encontraron qué comer en la zona de Chiriguaná.
Siguieron hasta llegar al oasis indígena que era Tamala-
meque, donde los alimentos no sólo eran abundantes sino
delicados, y de allí continuaron por camino llano hasta
Sompallón que también estaba bien provisto. A simple vis­
ta parece inexplicable que la tropa perdiera una sexta parte
de sus efectivos recorriendo tierras llanas y lugares ya co­
48 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

nocidos y que ofrecían pocos peligros y dificultades, y en


donde habían sufrido pocas hambres pues las que experi­
mentaron no duraron mucho.
El siguiente trecho para llegar a La Tora fue mucho
más duro. Hasta el río Lebrija el camino era conocido,
pero la ausencia de aborígenes en esa región se tradujo en
muchas más penalidades para los expedicionarios, quienes
avanzaron abriendo trocha y sin encontrar cultivos indíge­
nas. En este trayecto murieron otros cien cristianos. A
simple vista esto parece más comprensible que durante el
fácil tramo anterior. Disminuidos en una tercera parte lle­
garon al cómodo sitio de Sompallón, donde descansaron
por más de dos meses. Sin embargo, a pesar de que los sol­
dados no estaban soportando las incomodidades inheren­
tes a estar avanzando en medio de una selva tropical y de
tener comida más o menos a la mano, continuaron mu­
riendo. Tantos se perdieron en La Tora -idoscientos!-
como en todo el trayecto de Santa Marta a ella. Entonces,
si las muertes se sucedían cuando los soldados estaban ha­
ciendo tanto caminos fáciles como difíciles, o incluso nin­
guno, hay que descartar cualquier influencia sobre las
enfermedades y las muertes derivada de los trabajos inhe­
rentes al estar viajando. La gente moría igualmente ha­
ciendo puentes, abriendo trochas, atravesando ríos y
vadeando ciénagas, mientras las lluvias les acortaban el
sueño, que descansando en un lugar permanente protegi­
dos de los elementos.
No es viable pensar en una rara enfermedad que igual
atacaba a hombres en ejercicio o en reposo, pero no al ge­
neral de la expedición ni a su hermano, ni tampoco a los
tres oficiales reales, ni a los dos sacerdotes, ni a siete de los
ocho capitanes, ni a la gran mayoría de los soldados de a
caballo, a no ser que se considere otro aspecto: el alimen­
to. Ya se señalaron algunos indicios que permiten pensar
/,<7 vida cotidiana en la Conquista | 49

que el capitán, el soldado de a caballo y el clérigo, tenían


prelación en la distribución de la comida. Quizás éstos, o
sus indios de servicio, sabían que había necesidad de man­
tener una dieta balanceada, o estaban mejor acostumbra­
dos que sus compañeros más rudos a consumir venado,
aves, pescado y tortuga. Parece claro que el capitán murió
menos que el soldado, posiblemente porque se alimentaba
mejor.
En este siglo ya no es necesario explicar la importancia
de las vitaminas. La deficiencia de tiamina puede causar
beriberi; la de niacina, pelagra; la de cobalamin, anemia; la
de ácido ascórbico, escorbuto. Una dieta basada en maíz,
como la usualmente seguida en el curso de estas expedi­
ciones, es alta en carbohidratos, baja en proteínas y muy
baja en las vitaminas acabadas de mencionar. De esas en­
fermedades, el escorbuto ha sido señalado como la princi­
pal causa de la muerte de otros conquistadores.14 Hay
evidencias de que éste afectó a los de Jiménez. Los cronis­
tas escribieron cómo los enfermos de su expedición huían
sigilosamente del real y se escondían en el monte en busca
de una muerte pacífica. Este deseo de morir tranquilo es
una manifestación típica del escorbuto, como también lo
es la caída de los dientes -no mencionada por los cronis­
tas- e hinchazón en las extremidades con posible ulcera­
ción, lo cual sí describieron aunque muy someramente.
A los conquistadores los mató no tanto el hambre y las
enfermedades, estrictamente hablando, como las enferme­
dades causadas por el hambre, o mejor, por el mal comer,
lo cual, lamentablemente, también estaba relacionado con
la falta de experiencia en las cosas de Indias que afectaba a
la mayoría de los que acompañaban ajim énez, aunque no

34. Percy M. Aslihurn, The Ranks o f Death: A Medical History o f the


Conquest o f America (New York, 1947), págs. 57-79.
5 0 | JO SÉ IGNACIO AVE LL A N F DA

tanto a los de Federmán o Belalcázar, quienes ya llevaban


un tiempo en ellas. Esa falta de experiencia, o la terquedad,
les resultó fatal, por no dar crédito a la posible cura: el co­
nocimiento del indio que sabía alimentarse bien.

Características de los conquistadores


La definición de las características de los conquistadores
del Nuevo Reino está basado en el estudio de 658 sobrevi­
vientes de las seis expediciones que crearon e iniciaron su
colonización.35 Además de las tres ya mencionadas, dirigi­
das por Jiménez, Federmán, y Belalcázar, se registraron las
de Jerónimo Lebrón, Lope Montalvo de Lugo y Alonso
Luis de Lugo. Lebrón subió al Reino a encabezar su go­
bierno formado bajo la jurisdicción de Santa Marta, pero
tuvo que regresar cuando no fue admitido en esa dignidad,
dejando a casi todos sus hombres. Desilusionado con su
situación en Venezuela, donde era el segundo del goberna­
dor, Lope Montalvo de Lugo se dirigió al Reino, a donde
llegó en mayo de 15 4 1. Dividida en dos grupos, entre 1542
y 1543, la expedición llegó al Reino con los acompañantes
de Alonso Luis de Lugo, quien iba a hacerse cargo de su
gobierno. Para visualizar esto mejor mírese el cuadro 1,
donde se puede observar el número de los conquistadores
que salieron, llegaron y el número de los sobrevivientes
identificados. En el grupo de Jiménez se incluye a los que
viajaron en los bergantines, a pesar de que unos cien regre­
saron a Santa Marta. De los doscientos originales de Bela-

35. El análisis com pleto se encuentra en Avellaneda, “T he Con­


querors,” tesis de doctorado. University o f Florida. (1990). Con algunas
modificaciones en los números de los conquistadores activos, este mis­
mo análisis está siendo publicado en Jo sé Ignacio Avellaneda, The
Conquerors o f the New Kingdom o f Granada (Albuquerque: University o f
New M exico Press, 1994), que será publicado en español con el título
Los conquistadores del Nuevo Reino de Granada.
La vida cotidiana en la Conquista | 5 t

cazar, unos cincuenta se quedaron en el camino fundando


a Timaná y solo ciento cincuenta continuaron al Nuevo
Reino. También se incluye un grupo adicional de cuarenta
y cuatro sobrevivientes identificados, de quienes no se co­
noce a cuál de las expediciones pertenecían.

E X P E D IC IÓ N S A L IE R O N L L E G A R O N ID E N T IF IC A D O S

Jiménez 800 J73 I73


Federmán 300 160 116
Belalcázar I 5° T5° 64
Lebrón 300 200 124
Montalvo 80 80 34
Luis de L. 300 170 103
Desconocida 44

Total * 93° 933 658

C uadro 1. N úm ero de conquistadores que Rieron al N u evo R e i­


no, cuaántos llegaron, y cuántos lian sido identificados.

Se hace énfasis en que este cuadro sólo incluye a los


hombres conquistadores y excluye a las mujeres, mulatos,
mestizos, indios y esclavos que han sido identificados
como sobrevivientes de estas mismas expediciones y que
serán tratados más adelante. La definición de estos con­
quistadores se ha hecho examinando dos características
generales: aquellas definidas al nacer, tales como lugar y
fecha de nacimiento, raza y género, y aquellas adquiridas
después, tales como educación, religión, previa experien­
cia, y la clase social a que pertenecían al momento de lle­
gar al Nuevo Reino.
52 I JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

El 91% de los sobrevivientes eran españoles, pero


figuran once portugueses, cuatro franceses, tres alemanes,
dos italianos y dos flamencos. El 27% del total eran anda­
luces, otro 27% eran castellanos, el 13% extremeños, el
10% leoneses y el resto lo formaban los nacidos en las
otras provincias de España.
El año de nacimiento resulta más significativo ya que
sirve para calcular la edad que tenían los conquistadores a
su llegada. El más joven de ellos tenía 16 años y el más vie­
jo 62. El 13% tenía entre 16 y 20 años y el 15% estaba entre
los 41 y los 62 años de edad. El mayor grupo lo formaban
aquellos entre los 26 y los 30 años (el 29%) y la edad pro­
medio era 27 años.
Todos los conquistadores pertenecían a la raza blanca,
resultante de las muchas mezclas étnicas que tuvieron
lugar principalmente en la península ibérica desde la ex­
pansión griega hasta la Reconquista, con una excepción:
Pedro de Lerma. Este compañero de Lebrón fue el único
conquistador negro libre que tomó parte en las expedicio­
nes aquí tratadas.
Muchas más mujeres de las hasta ahora conocidas,
acompañaron a los conquistadores, pues de ellas se han
identificado 18. Con Belalcázar vinieron la mexicana Bea­
triz de Bejarano (seguramente llevada por Pedro de Alva­
rado desde Centroamérica al Perú), la mestiza Mencia de
Collantes, más las peruanas Francisca Inga -india noble-
la famosa Beatriz o Yunbo (“señora de juegos”) y Catalina.
Las primeras tres mujeres españolas y una esclava negra
llegaron con Lebrón: la recién nacida María de Céspedes
con su madre Isabel Romera, más Catalina de Quintanilla,
y la esclava Isabel. Las siguientes españolas llegaron con
Luis de Lugo y fueron Mari Díaz, Leonor Gómez, Ana
Domínguez, la mulata Juana García, las hermanas Ana,
La vida cotidiana en ¡a Conquista | 53

Isabel y Juana Ramírez, más Eloísa Gutiérrez. No se sabe si


Catalina López vino con Lebrón o con Lugo.
De los mestizos ya se han mencionado las mujeres,
pero faltan los hombres, aunque de uno de ellos ya se ha
hablado: Francisco de Belalcázar, hijo del general Sebas­
tián. El otro fue Lucas Bejarano, niño recién nacido del
primer matrimonio cristiano celebrado en el Nuevo Reino,
el de Beatriz de México con Lucas Bejarano, compañero
de Belalcázar.
Muy pocos de los millares de indígenas que trajeron las
expediciones han sido identificados. Además de las muje­
res indígenas ya mencionadas, también vinieron con
Belalcázar los peruanos Antón Coro y el noble Pedro Inga,
y con Lebrón vinieron voluntariamente los distinguidos
caciques Meló y Malebú, quienes volvieron a su lugar de
origen.
Igualmente significativo es el número de esclavos ne­
gros que sobrevivieron y que han sido identificados: con
Lebrón llegaron siete en total, seis varones y la ya mencio­
nada esclava Isabel; y con Luis de Lugo 17, todos hom­
bres, incluyendo a Mangalonga de Etiopía y a Gasparillo.
Con seguridad éstos no son todos, pues hay evidencia de
que por lo menos Jiménez venía acompañado de un escla­
vo, y Belalcázar de una esclava, y que había varios de ellos
viviendo en el Nuevo Reino entre 1540 y 1543 y que tuvie­
ron que llegar allí con estas expediciones. Además, se co­
noce la existencia de un esclavo morisco que murió en
1539, mientras su amo Gonzalo García Zorro buscaba la
Casa del Sol y quien seguramente le acompañó si no desde
España, por lo menos desde Santa Marta.
Es muy fácil juzgar el grado de educación de personas
como Jiménez y Federmán, que escribieron libros sobre
sus conquistas; o el de personas que dejaron crónicas sobre
su participación en ellas; o de los escribanos, oficiales rea­
5 4 I JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

les, tenedores de bienes de difuntos y clérigos que tenían


necesidad de leer y escribir para hacer sus oficios. De los
otros queda el testimonio de las cartas que escribieron,
pero más comúnmente, de si pudieron o no estampar su
firma en algún documento que la requería. Aquellos que
podían firmar se consideran potencialmente literatos y
aquellos que no lo pudieron hacer o “estamparon su se­
ñal”, como analfabetas. De un detallado análisis que tiene
en cuenta esos factores, se concluye que hasta un 79% de
los conquistadores del Nuevo Reino podía estar en condi­
ciones de saber leer y escribir, y por consiguiente, de tener
un grado de educación relativamente alto en las condicio­
nes del siglo xvi. Esta característica sugiere una vez más
que los conquistadores no pertenecían a la clase menos fa­
vorecida de la sociedad española.
Durante una época en que España, por medio del Pa­
tronato negociado con los papas, había asumido la defensa
de la influyente Iglesia Católica, y después de que los mo­
ros y judíos habían sido expulsados de España para man­
tener en ella una homogeneidad religiosa, no se podía
esperar sino que todos los conquistadores fueran católicos,
aunque aún hoy están por resolverse algunas dudas. Toda­
vía se sospecha que el mismísimo licenciado Jiménez pro­
venía de una familia de conversos. Federmán, reputado
como católico, Ríe acompañado por dos flamencos y dos
alemanes, estos últimos provenientes de donde reciente­
mente se había iniciado la Reforma protestante. Alguno de
éstos podría ser “luterano”, como los llamaban entonces,
porque de otra forma no se explica para qué, en 1535, la
corona española expidió una cédula prohibiendo a los ale­
manes ir a Venezuela sin un permiso especial.-16 Queda por

36. Juan Friede, Gonzalo Jiménez, págs. 17-20; Enrique Otte, Ce-
I.a vida cotidiana en Ja Conquista | 55

ver si el esclavo morisco que acompañó a García Zorro, en


su intimidad veneraba más a Malioma que a Cristo.
Teniendo en cuenta el énfasis de todos los cronistas en
la importancia de ser baquiano para el conquistador, o sea,
experimentado en las cosas de Indias, aquí se considerará
en primer lugar los años de experiencia en la América que
estos hombres tenían al llegar al Nuevo Reino. Como es de
esperar, los menos expertos deberían ser los compañeros
de Jiménez y Luis de Lugo, pues poco después de llegar de
España siguieron hacia el Reino, llegando a éste sólo con
la experiencia obtenida durante el camino. Los más expe­
rimentados, los de Belalcázar, Federmán y Montalvo,
quienes ya llevaban un tiempo en Indias antes de llegar al
Reino. En resumen, se tiene que el 32% del total no tenía
más experiencia que la obtenida en el camino (aproxima­
damente un año), el 3 1% la tenía de cinco a nueve años, el
20% de dos a cuatro años y el 17% de 10 años o más.
El análisis de la clase social se limitará a determinar si
estos hombres pertenecían al común de las gentes -los
plebeyos- o si eran miembros del primer escalón de la no­
bleza española, los hidalgos. La conquista de América fue
una empresa relativamente popular en la que no tuvo par­
ticipación activa la alta nobleza (salvo unos pocos altos
gobernantes de México y Perú). Los grandes riesgos del
viaje y las incomodidades encontradas al otro lado del
océano, evitaron que los hombres ricos y los altos nobles
abandonaran la comodidad de sus hogares para estar de
cuerpo presente en las conquistas.
Pertenecer a la nobleza tenía ciertas ventajas económi­
cas además del prestigio que conllevaba. Por esa razón,
muchos conquistadores del Nuevo Reino reclamaron ser

didario de la prm inaa de Venezuela, tS29 ' 53S' Curacas, 19H2, págs.
253 54-
56 | JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA

hidalgos, y, como se sabe que sólo diez pudieron demos­


trarlo con la correspondiente ejecutoria, los otros reclama­
ron ser hidalgos notorios, en otras palabras que si se
comportaban como hidalgos era porque lo eran, sin nece­
sidad de tener que demostrarlo con documentos como se
requería en España. Con esta salvedad, se sabe de 73 con­
quistadores (el 11% ) que manifestaron ser hidalgos: 27
eran compañeros de Jiménez, 15 de Federmán, 8 de L e ­
brón, 2 de Montalvo y 13 de Luis de Lugo. El resto de los
658 conquistadores identificados eran entonces plebeyos o
pecheros, como también se les llamaba, porque pagaban
un cierto impuesto municipal llamado pecho. Esta menta­
lidad hidalguesca, que entre otras cosas consideraba deni­
grantes los trabajos manuales, hasta mediados del siglo
x v i i t iba a ser parte integral de la ética laboral de alguna

gente. Sin importar el número de hidalgos o pecheros, la


conquista del Nuevo Reino ofreció a quienes tomaron par­
te en ella y que luego se convirtieron en sus colonizadores,
grandes oportunidades para mejorar sus condiciones eco­
nómicas y sociales, que a la vez les permitieron ser políti­
camente influyentes. Lamentablemente, esa mejoría se
basó inicialmente en el oro y las esmeraldas arrebatados a
los muiscas y vecinos, y subsecuentemente en el trabajo y
en el tributo que arbitrariamente impusieron al sufrido in­
dígena y que en algunas partes duró hasta cuando se
ganó la independencia de España. Ése ftie el precio que
pagó el indígena por el beneficio de conocer la civilización
europea.
SEGUNDA PARTE

L a C o lo n ia
L a vida cotidiana en las
minas coloniales
PARI O
r o d r í g u e z ’

JAIM E HUMBERTO
b o r j a ”

/■;/ blanco vive en su casa


tie madera con balcón.
F l negro, en rancho de paja,
en un solo paredón.
Cuando vuelvo de la mina
cansado del cairetón,
encuentro a mi negra triste,
abandonada de Dios
V a mis negritos con hambre.
Por qué esto, pregunto yo.

“A la mina". Poema anónimo del


Siglo Xt'II

Las tnittas
La inmensa riqueza aurífera de la Nueva Granada, deposi­
tada en montañas, en vetas y en el lecho de los ríos, se con­
virtió desde los primeros años de la Conquista en el
principal interés de los españoles. Para los hombres del si-

' Pablo Rodríguez (1955) Historiador. Profesor del Departamento


de Historia de la Universidad Nacional. Ha publicado Cabildo y vida
urbana en el Medellin colonial, ró jf-ijja , Universidad de Antioquia, M e­
dellin. 1992. Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, Simón
y Ixila (¡iiberek. Santafc de Hogotá, 1991. Ha coordinado la elabora­
ción de la Las mujeres en /a historia de Colombia, Editorial Norma. 1995.
F,n distintas revistas v libros colectivos ha publicado ensayos sobre la
historia de la familia y de la sociedad coloniales.
“ Jaim e Humberto lioija (1962) Historiador. Profesor-Investigador
6 o | PABI.O RO D R IG UE Z / J A I M E H U M B E R T O B ORJ A

glo xvi el oro era sinónimo de riqueza sin fin, por su obten­
ción no importaba padecer sacrificios ni penalidades. El
oro tenía la virtud de encantar, de ensoñar. En su desespe­
rada búsqueda, los aventureros veían ciudades rutilantes,
“dorados” y lagunas encantadas. Su extraño e inequívoco
poder llevó a que muchos españoles dejaran sus armaduras
y se adentraran en su búsqueda en inhóspitas regiones
acompañados de cuadrillas de indígenas o esclavos. Du­
rante los tres siglos de vida colonial, las más variadas y
distantes regiones neogranadinas vieron florecer ranche­
rías de hombres enloquecidos por el oro, aunque en pocas
ocasiones alcanzaron a convertirse en ciudades.
En Antioquia, por ejemplo, a fines del siglo xvi, el des­
cubrimiento de los ricos sedimentos del río Nechí provocó
el rápido desplazamiento de casi todos los mineros que se
encontraban en Buriticá. En muy pocos años fundaron
Cáceres, Zaragoza y Guamocó. El rescate fue tan intenso,
que hacia 1640 se empezó a manifestar el desencanto.
Guamocó, que llegó a ser considerada la “Villa de Oro”,
Ríe totalmente abandonada y hoy sólo sobreviven sus mi­
nas en medio de la selva. Cáceres y Zaragoza se sumieron
en una profunda depresión y pobreza, de las cuales aún no
han salido.
El oro de la Nueva Granada se encontraba principal­
mente en los aluviones de los ríos y quebradas. Las vetas,
que fueron fuentes significativas de la riqueza mineral, de­
bían contar para su explotación con la cercanía de un río
que se pudiera canalizar. Los Reales de Minas, nombre
con el que se conocían en la época los lugares de excava­
ción y laboreo, eran rancherías o conjuntos de ranchos que

de la Universidad Javeriana. Coordinador del Seminario de Mentalida­


des. Ha publicado diversos artículos de investigación sobre historia de
la cultura en libros colectivos y revistas.
La vida cotidiana en las minas coloniales | 61

se levantaban cerca a los ríos y servían de vivienda a la


gente. Según su importancia y la cantidad de gente que
concentraban, poseían una capilla con campana. En los
ranchos vivía la “gente”, sin separación de sexos ni de fa­
milias. Un rancho era dedicado a la cocina, otro para las
herramientas y la herrería, otro para guardar la sal y los ali­
mentos y, en no pocos casos, un cepo para los esclavos re­
misos. Que se sepa, muy pocas minas tuvieron rancho para
los enfermos. En construcciones separadas vivían el capa­
taz y los lugartenientes. El amo, que casi nunca visitaba es­
tas posesiones, se alojaba en estas casas.
Los asentamientos mineros con sus ranchos, capilla y
despensa, prefiguraban la vida urbana en lugares selváticos
y húmedos. La ranchería, como también se conocía, po­
seía en lugar cercano sembradíos de maíz y yuca. Normal­
mente, eran puntos diseminados a lo largo de un río o en
torno a una área rica en mineral. Sin embargo, la abundan­
cia de minerales y el interés que lograban concitar en todo
el Reino, hizo que muchos asentamientos surgieran como
ciudades desde sus inicios. De Zaragoza y de Cáceres se
decía que, en sus propias calles, se encontraba oro. Reme­
dios, Marmato y Caloto, aunque inmediatas a los sitios de
laboreo, fueron fundadas a cierta distancia entre sí en
busca de terrenos más propicios. En estas ciudades las
edificaciones en adobe y teja eran más consistentes; es­
taban alineadas en calles que concluían en una plaza ador­
nada con Iglesia, casa de Cabildo y Caja Real. En estas
fundaciones el Estado español se interesó por hacer pre­
sencia, especialmente con una oficina y un Contador para
recibir el pago del quinto real y perseguir el contrabando
de oro.
Desde el punto de vista administrativo, las regiones en
las que estaban situados grupos de Reales de Minas eran
denominadas Distritos Mineros. En la Nueva Granada sur-
0 2 | PABLO RO D R IG UE Z / J A I M E H U M B E R T O BOR JA

gieron, durante los tres siglos de vida colonial, distintos


distritos que indican tanto los ejes de la colonización como
las trayectorias de la expansión. En el oriente del país se
situaban los distritos de Pamplona y Vélez, de muy tem­
prana explotación. En el centro, Mariquita cubría lugares
tan distintos como Victoria, Lajas e Ibagué. Antioquia,
Buriticá, Cáceres, Zaragoza y Remedios, casi constituían
un arco continuo. En el occidente, Arma, Anserma y Car-
tago conformaban un eje a lo largo del río Cauca. Más al
sur, Popayán vigilaba los Reales de Mondomo, Chisquío y
Almaguer. Los yacimientos del Chocó tuvieron a Nóvita y
Tadó como los núcleos principales de este inmenso terri­
torio minero. Y, finalmente, desde Cali se controlaba Da-
gua, Raposo, Iscuandé y Barbacoas.
En contraste con la riqueza que proveían las zonas mi­
neras, la vida material de los Reales de Minas era muy pre­
caria. En buena medida esto se debía a la dificultad de
acceso de mercancías necesarias para la vida diaria a luga­
res tan aislados y de compleja geografía. De otro lado, en
distintos casos la Corona tomó medidas para impedir el
contrabando a estas regiones. En el caso del Chocó, hubo
disposiciones que regulaban el comercio de ropa y oro por
los ríos San Juan y Atrato. Las prohibiciones recayeron
también sobre la introducción de “aguardiente y vino de
Perú, nasca, sal, fierro, aceite y dulces”, por lo que decían
“casi siempre se vive con escasez en la Provincia del Cho­
có: todo cuesta sobre caro a los mineros y consiguiente­
mente no es fácil que logren adelantamiento las minas sino
notorio atraso (...) pues apenas hay minero alguno que no
viva empeñado de deudas, trampeando para conservarse y
mantenerse...” 1. El Chocó dependía para su abastecimien-

i. M oreno y Fscandón, Francisco Antonio, “listado del Virreinato


de Santa Fe. Nuevo Reino de (¡ranada, 17 7 2 ”, Bogotá, en Boletín de
Historia y Antigüedades, vol. 23, N ° 264-265, sept-oct 1936, pág. 568.
La vida cotidiana en las minas coloniales \ 63

to, de los pocos barcos que venían con autorización desde


Guayaquil con las mercaderías permitidas, tales como es­
clavos, herramientas, lienzos para vestir a los esclavos y
manufacturas. Antioquia, por su parte, dependía de Honda
sobre el río Magdalena, lugar al que era heroico llegar por
el Nare. Esto hacía que artículos como el hierro y el acero,
indispensables para la fabricación de las herramientas, al­
canzaran precios notablemente altos.

La gente de las minas


Nadie discute que la actividad económica más atractiva y
extendida durante la Colonia fiie la minería. Los encomen­
deros de los siglos xvi y x v i i no dudaron en emplear a los
indígenas, legal o ilegalmente, en el rescate de minerales.
Luego, con el exterminio de los naturales, aparecieron los
señores de cuadrilla, empresarios que invirtieron sus capi­
tales en la importación de numerosos esclavos. De esta
manera, la minería neogranadina empezó a ser, desde la
penúltima década del siglo xvi, una labor realizada básica­
mente por esclavos africanos.
Un establecimiento minero era conformado por un ca­
pataz o administrador de minas, una cuadrilla de esclavos
de distinto tamaño y un capitán de cuadrilla. Un religioso
hacía presencia esporádica en los campamentos, ofrecía
misa e impartía los sacramentos. También arribaban a es­
tos apartados lugares comerciantes de víveres, lienzos y
hierro. Un contacto más cotidiano e importante para las
rancherías, era el que establecían los indígenas; conocedo­
res de la región, ágiles canoeros y buenos cultivadores, los
indígenas del Chocó y del Cauca fueron indispensables
para el mantenimiento de muchos asentamientos mineros;
además de hacer de transportadores por la maraña de ríos
de las regiones mineras, eran quienes las abastecían de
maíz.
6 4 | PABLO RO D R IG UE Z / J A I M E H U M B E R T O B OR JA

El capataz o administrador era un blanco pobre o un


mulato que conocía las técnicas mineras. Normalmente,
eran hombres que dedicaban su vida a este oficio, adqui­
rían experiencia, sabían identificar los lugares donde se en­
contraban las vetas o los lavaderos ricos en oro y poseían
la fuerza para mandar a la gente de la cuadrilla. Con fre­
cuencia, los administradores de ranchos pequeños, de me­
nos de veinte esclavos, eran sus mismos propietarios. Se
trataba de blancos de condición modesta que apostaban a
la suerte de estas empresas y cuya historia parecería en­
señar más penalidades que triunfos. Por el contrario, los
capataces de las grandes rancherías eran, casi siempre, fa­
miliares lejanos o deudos de los “señores” de cuadrilla. Los
propietarios de estas empresas eran individuos que resi­
dían en las ciudades importantes del Reino, participaban
en otras actividades económicas rentables y recibían los
reconocimientos propios de las elites locales. En sus admi­
nistradores depositaban una absoluta confianza, aunque se
cuidaban de que llevaran libros de contabilidad, comunica­
ran con periodicidad los pormenores de la mina e hicieran
llegar con prontitud las ganancias del laboreo.
De los capitanes de cuadrilla sabemos, por el historia­
dor Robert West, que eran negros que iban a la cabeza de
cada grupo de esclavos. Sus obligaciones incluían el man­
tenimiento de la disciplina, la distribución de los alimentos
y la recolección del producto semanal de oro para entre­
garlo al administrador. El capitán de cuadrilla era suma­
mente importante para el amo, y tenía en cierto modo el
carácter de jefe, por lo que gozaba de respeto. Su estima
puede ser advertida en el hecho de que recibía raciones
especiales de alimento, vivía en bohío aparte, con el posi­
ble propósito de inducirlo a mantener a la gente trabajan­
do. Algunos documentos señalan que en el Cauca ciertos
capitanes llegaban a recibir jamones y quesos de parte de
La vida cotidiana en las minas coloniales

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M a p o te c a 4 N ° 3 7 2 a .
La vida cotidiana en ¡as minas coloniales | 65

los administradores de las minas. En algunos casos, una


especie de capitana era la encargada de las mujeres.2
En las cuadrillas también llegó a conocerse una cierta
especialización de oficios; los esclavos que adquirían un
conocimiento en el arte de la herrería, recibían un trata­
miento preferential. Su trabajo era imprescindible para
mantener bien conservadas las barras, almocafres y demás
herramientas. Otros conocimientos especialmente valo­
rados por los amos, eran los de los carpinteros, las parteras
y los curanderos de picaduras de víboras.
Las cuadrillas mineras llegaron a estar conformadas
hasta por varios cientos de esclavos, aunque lo normal era
que el tamaño de una cuadrilla oscilara entre los 50 y los
200 esclavos. A toda esta gente los propietarios la distin­
guían simplemente como la gente “útil" y la “chusma".
Con estas expresiones denominaban a los “útiles” los que,
por un lado laboraban y la “chusma”, los que siendo niños,
enfermos o ancianos, no lo hacían. Una cuadrilla era más
que un grupo de trabajadores. Las peculiaridades de la
economía y del mismo comercio de esclavos hacía que la
preponderancia de los varones en estos grupos fuera un
hecho frecuente. Sin embargo, pronto los esclavistas com­
prendieron que la ausencia de mujeres era poco conve­
niente para la conservación de las cuadrillas y la
estabilidad emocional de los esclavos.
En las minas del Chocó, las mujeres, los ancianos y los
niños, no sólo llegaron a constituir un grupo numeroso,
sino que resultó ser indispensable para su funcionamiento.
Las mujeres jóvenes, con el agua a las rodillas, también
limpiaban las areniscas de los ríos durante largas jornadas.
La minería de aluvión encontró en las mujeres su principal

2. West. Robert. L<1 minería de aluvión en Colombia durante el período


colonial, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1972, págs. 84-89.
6 6 I PABLO RO D R IG U E Z / J A I M E H U M B E R T O B OR JA

fuerza de trabajo: mientras los hombres construían canalo­


nes y realizaban cortes con barras en la tierra, numerosas
esclavas se dedicaban a lavar los granitos de barro y metal.
Las ancianas, por su lado, cocían los alimentos y asistían a
los enfermos. Los ancianos y los niños cumplían una tarea
central en toda ranchería: cultivaban eras de yuca y plá­
tano.

Familiasfragmentadas
Los esclavos que llegaron a las minas colombianas no
constituían un grupo cultural ni demográfico. Procedían
de muy diversos pueblos africanos, hablaban distintas len­
guas y, aunque se los contaba por familias al descender de
los galeones en Cartagena de Indias, pronto perdían sus
parentescos. El comercio de esclavos en los puertos y en
las ciudades del interior, terminó de dislocar los escasos
vínculos familiares que hubieran sobrevivido al cautiverio
interoceánico. Sus apellidos Guinea, Fon, Arará, Luango o
Babará, simplemente nos sugieren su lejano territorio abo­
rigen perdido, y aun más perdido cuando rápidamente
eran denominados “bozal”, es decir, africano a secas.
Los primeros establecimientos de las regiones mineras
eran adelantados por pequeños grupos de hombres. Las
épocas de cateo y búsqueda de los yacimientos podían tar­
dar meses. Sólo cuando los mineros tenían certeza de sus
hallazgos y obtenían la adjudicación de los lavaderos, co­
menzaba el desplazamiento de sus cuadrillas de esclavos.
En sus inicios en las rancherías la presencia de mujeres era
escasa. Una vez superados los días de incertidumbre, la re­
lación entre los sexos se equilibraba.
No obstante, en los asentamientos mineros poca aten­
ción se prestó a la unidad familiar esclava. Los esclavos
dormían en un mismo rancho sin distinción de parentesco,
sexo ni edad. Los clérigos, que se quejaron de esta sitúa-
La vida cotidiana en í'as minas coloniales \ 67

ción, la denunciaron como propicia para la promiscuidad


y las enfermedades. De otro lado, el rigor del trabajo mine­
ro, el trato inhumano a que estaba sometido el esclavo, su
precaria alimentación y la facilidad con que los debilitaban
distintas enfermedades, bacía que la muerte en los ranchos
mineros fiiera un hecho cotidiano. Las familias esclavas
perdían sus miembros -especialmente impúberes- con tal
rapidez, que hace dudar sobre su ánimo reproductivo.
Las regiones mineras neogranadinas no desconocieron
el azote de epidemias de viruela y sarampión. Bajo ellas
sucumbieron numerosos esclavos de la provincia de Popa-
yán. Sin embargo, el estudio detallado de las descripciones
del cuerpo de los esclavos en el momento de su venta, lia
permitido conocer las enfermedades que más los afectaban
y sus posibles causas.1 Las afecciones más comunes eran
las malformaciones óseas, las hernias discales, la pérdida
de las extremidades, las enfermedades pulmonares y de la
piel. Las venéreas o mal “gálico”, eran corrientes. Las fie­
bres, más temidas, se aceptaban con resignación. En un
caso, el capataz simplemente recomendó: “pónganle un
negro racional que sepa ayudarlo a bien morir y que la
gente en el real se junte en la enfermería a encomendar a
Dios al agonizante”.
Las cuadrillas eran divididas por sus propietarios sin
tener en cuenta la existencia de núcleos y relaciones fami­
liares. Pocos esclavistas de las regiones mineras compren­
dieron que el favorecimiento de la unión familiar esclava
podía mejorar el rendimiento de los mismos, reducir su re­
beldía y disuadirlos de escapar.

3. Colmenares, Cíermán, Poptiyán: una sociedad esclavista, 1680-1800,


Medellin, La Carreta, 1979, pág. 92-96. Tam bién. Pablo Rodríguez,
"Aspectos del comercio y la vida de los esclavos. Popayán, 1780-1850",
Boletín de Antropología, vol. 7, N ° 23, Medellin, Universidad de
Antioi)uia, 1990.
68 I PABLO RO D R IG U E Z / J AI M F. H U M B E R T O B O R J A

La prédica eclesiástica sobre el matrimonio católico no


tuvo difusión en las rancherías mineras. Los amos mineros
prestaron poco o ningún interés en oficializar las uniones
de hecho que surgían en las cuadrillas. Por los inventarios
de los esclavos de estas propiedades se sabe que el madre-
solterismo era frecuente. Tampoco era desconocido el he­
cho de que una esclava fuera madre de niños de distintos
esclavos. En este contexto, el rol de esposo o padre debió
de estar completamente ausente.
La movilidad de las labores de la minería y las peculia­
ridades del régimen esclavista, tendieron a situar a la mujer
negra esclava en el centro de esta subsociedad. Su función
social se constituyó en el eje de la vida en las rancherías.
Este hecho desdibujó las nociones tradicionales de pa-
trilinealidad y patrilocalidad de la familia católica. El cui­
dado de los ranchos, de los niños, de los enfermos y de los
plantíos, convirtió a la mujer en el sujeto más estable de
esta azarosa sociedad. Los reparos sobre el escaso celo de
los hombres hacia sus mujeres, probablemente indique
más que su escasa permanencia en las viviendas.
Otro hecho que contribuyó a la distorsión de las rela­
ciones familiares en los poblados mineros fue la demanda
sexual de los blancos, amos, capataces y mayordomos. El
amancebamiento de los blancos con las esclavas, aunque
oculto, era demasiado visible. En el Chocó, hacia 1779, el
número de hombres blancos doblaba al de mujeres, y el de
los hombres casados era muy superior al de las casadas.4
En uno de estos casos, en 1784, se denunciaba “el amance­
bamiento público y escandaloso en que vive Don Claudio
Martínez con una negra libre llamada Joachina Ynestrossa
y como pecados tan públicos y escandalosos piden pronto

4. Sharp, William F., Slavery on the Safianish Frontier, The Colombian


Chocó, 1680-1810, University o f Oklahoma Press, 1976.
La vida cotidiana en las minas coloniales | 69

remedio para evitarlos inmediatamente y no dar más ofen­


sas a la magestad divina”.’ Estos hombres tenían sus muje­
res y familias en Popayán, Cali, Buga, Cartago y Medellin.
Hechos circunstanciales, como el descubrimiento de un
contrabando o de un robo por la justicia, hacían públicos
los concubinatos de los amos y sus proles bastardas.6
Es claro que buena parte de la poca fuerza que tuvo el
matrimonio católico y la familia monogámica en las regio­
nes mineras, principalmente del Pacífico, se debió a la casi
ausencia de la Iglesia. En 1720, un gobernador manifestaba
que en Quibdó no había ni un clérigo. En todo el Chocó,
en 1782, sólo había 18. Si se consideran la preocupación
prioritaria del clero por salvar el alma de los indígenas, y
las muy difíciles condiciones para desplazarse en este terri­
torio, es fácil entender el escaso servicio que la Iglesia le
prestaba los esclavos -sin olvidar que distintas Ordenes y
clérigos se dedicaron a explotar minas en la región con el
trabajo esclavo-. De otro lado, la lejanía de los centros de
administración de justicia, la riqueza de estas regiones y la
precaria presencia de la Iglesia, generaban otras situacio­
nes conflictivas. Según decía del Chocó el visitador M ore­
no y Escandón, “estas regiones atraen a muchas gentes sin
ocupación ni destino, vagantes y muy nocivas a la socie­
dad pública, como dispuestas a todo género de vicios, fo­
mentando juegos, riñas y embriagueces”.7
Como es de suponer, los blancos no eran ajenos a estas
contravenciones. Para ilustrarlo véanse las declaraciones
en torno a un proceso en el que se vio envuelto un propie­

5. A.Cí.N. Sccción Colonia. Juicios Criminales, t. io r, fol. 251.


6. Sharp. \V. K. op. cit., pág. 138. Tam bién Rom ero, M ario Diego.
“Procesos de pohhuniento y organización social en la costa pacífica
colombiana", Hogotá. Anuario de Historia Soria! y de la Cultura, págs.
18-19, I 99I -
7. M oreno y l'.scandón, np. cit., pág. 600
JO I PABLO R OD R IG UE Z / J A I M E H U M B E R T O B OR JA

tario de cuadrillas de Quibdó, don Joseph de los Santos. A


sus acusadores les preguntaba: “digan si me han conosido
bibir escandalosamente con mugeres o en concurso de
heyas o si e dado escandalo o en otra forma alguna o si me
han visto en los burdeles que aqui se acostumbran o en
juegos o en banquetes que aqui se han usado”.8 Por su par­
te, los corregidores y los alcaldes de Remedios llamaban
con frecuencia para que los amos, a pesar de sus vicios,
controlaran “el escándalo que en este sitio ocasionan los
negros, con juegos prohibidos y que Vuestras Mercedes
son de los que concurren a ellos tolerando y permitiendo
las perniciosas consecuencias que produce tan detestable
vicio”.9
Estos clamores por la moralidad en las minas no alte­
raban los hechos cotidianos y el ritmo ordinario de los
días. Entre los gastos de algunas minas hemos encontrado
que se disponía de un presupuesto para tabaco y aguar­
diente, que si no se entregaba como ración a los esclavos,
se vendía en la tienda de la mina.

E l curso de los días


El ritmo de los días en los Reales de Minas estaba marcado
por el trabajo. Apenas despuntaba el alba, “la gente” toma­
ba el camino del corte o del río. Casi siempre el sitio de la­
bores estaba muy cerca a la ranchería. De tal forma, la
jornada, que duraba hasta las cuatro de la tarde, se iniciaba
temprano. Una pausa debía hacerse hacia las once del día
para tomar el almuerzo.
En algunos casos, los amos exigían a los mineros que
antes de ir a los cortes, concentraran a su gente en la capi-

8. A.G.N . Sección Colonia, Fondo Miscelánea t. 4, fol. 1088.


g. A .G .N . Sección Colonia. Juicios Criminales, Remedios, t. 207,
fol. 995V.
La vida cotidiana en las minas coloniales | 71

lia y rezaran el rosario, rezo que debía repetirse antes de ir


a dormir. Es imposible captar con certeza el alcance de es­
tos consejos. Como vimos antes, los clérigos hacían poca
presencia en los Reales de Minas y es difícil intuir, tam­
bién, el espíritu religioso de los capataces. Tampoco cono­
cemos el monto de la distribución de rosarios y catecismos
en estas regiones.
La alimentación de los esclavos varió en cada lugar. En
algunas minas recibían una ración semanal de dos libras de
carne y cuatro cabezas de plátano; en otras, sólo se les su­
ministraba libra y media de carne. Sin embargo, en muchas
minas y, sobre todo desde finales del siglo xvm, los propie­
tarios prefirieron darles un día libre a la semana y facili­
tarles tierra y herramientas. Seguramente en las minas
cercanas a regiones agrícolas los esclavos recibieron una
dieta mejor y más estable. En las regiones aisladas y de di­
fícil acceso, la oferta de carne, sal y otros víveres, era muy
irregular y costosa. Allí los propietarios se vieron forzados
a conceder tiempo libre a los esclavos para que encon­
traran su alimentación mediante la pesca, la cacería y los
cultivos. Es claro que este camino fue el que finalmente
condujo a la libertad de los esclavos y a la fundación de los
pueblos negros. Así, en su tránsito, el esclavo dedicado a la
minería se hizo también agricultor, cazador y pescador.
A pesar del recelo por parte de algunos mineros en
aquello de guardar el día domingo, éste parece haber sido
respetado como festividad religiosa. Este día se aprovecha­
ba para limpiar cascajos y, con suerte, hacerse a unos
tomines; también para completar la dieta semanal cazando
manatíes, guaguas y venados. Del trabajo de los días libres
muchos esclavos llegaron a ahorrar el capital necesario
para su propia manumisión o la de sus familiares.
Conviene indicar, aun a costa de trastocar el orden de
la exposición, que muchos mineros instalaron en los cam-
72 I PABL.O R O D R IG U E Z / JAIMF. H U M B E R T O B OR JA

pamentos tiendas de raya para captar los ahorros de los


esclavos. Aunque hubo ordenanzas que obligaban a ofre­
cer los productos a precios razonables, comúnmente fue­
ron utilizadas para endeudar al esclavo e impedir que se
alejara, así comprara su libertad. Al respecto, unos esclavos
del Chocó declaraban: “es orden cerrada que ningún escla­
vo compre en esta ciudad cosa ninguna(...) porque precisa­
mente han de comprar al amo sus reventas y ropas por el
precio que quiere”.10
Otra tarea femenina era la composición de los sencillos
trajes que vestían. Los amos adquirían de los comerciantes
piezas de tela de algodón para sus esclavos. Los pantalo­
nes cortos de los hombres y los camisones de las mujeres
eran confeccionados en los ranchos. Se sabe, igualmente,
que en regiones más frías, como Remedios y Santa Rosa
de Osos, los esclavos eran provistos con piezas de lana
para componer una ruana que les cubriera el cuerpo.
Los dados, el tabaco y el aguardiente, que eran celosa­
mente prohibidos en los Reales de Minas, aparecían los
días de fiesta. Los comerciantes que recorrían las ranche­
rías no sólo las abastecían con sus mercancías, también
portaban estos objetos vedados y a los que ellos eran igual­
mente aficionados. En los días sábados y domingos la dis­
ciplina de los capataces se relajaba y se permitían formas
de expresión individual y colectivas más divertidas.
Pero la vida cotidiana de los esclavos de las minas esta­
ba señada también por el autoritarismo, la sevicia y la vio­
lencia física. En una mina chocoana, en 1798, el capataz
Manuel Fermín tenía la orden de dar doce azotes al que no
sudara en el trabajo. Esta misma sentencia existía para las
mujeres, aun en estado de embarazo. El látigo y el cepo se

10. A.CJ.N. Sección Colonia, Negros y Esclavos del Cauca, 1 . 11, fo!.
771.
L.a vida cotidiana en las tuinas coloniales | 73

convirtieron en castigos usuales en las regiones mineras.


La desobediencia era castigada sin clemencia. La sanción
de faltas menores como el hurto de alimentos o herra­
mientas, podían dejar paralizado a un esclavo. El espíritu
huidizo y rebelde era tratado ejemplarmente. El temor de
los capataces y su confianza en la falta de justicia creaban
una “bruma" de inhumanidad en estas regiones. Los rela­
tos que nos ofrecen los archivos de las torturas, los azotes
y los apaleamientos, nos hacen dudar de su racionalidad.

Magia y religión
La vida en las minas era sumamente frágil; no sólo por la
falta de los medios mínimos de subsistencia, sino también
porque el clima era malsano. Los temores se acentuaban
con la frecuente sevicia de los amos, sus duros castigos, el
cepo y hasta la hostilidad de los indígenas. Esto trajo
como resultado un medio mágico propicio para el senti­
miento religioso. Pero persistía la escasa presencia de sa­
cerdotes. Las ordenanzas de minería de Juan de Borja del
siglo xvi, insistían en su necesidad. Otros administradores,
como Joseph Palacios de la Vega, también observaban que
la evangelization era importante porque desterraba “los
vicios y las supersticiones”. Mediante una recta doctrina,
decía, se lograrían contener “las borracheras y los vicios
que han de seguir estando solos”.11
Los esclavos eran superficialmente cristianizados en
los puertos de embarque en Africa y de arribo en América.
Cuando los trasladaban a las minas tenían una versión
muy simple y popular del cristianismo. Un sacerdote, en el

11. De Borja, Juan, “Ordenanzas de Minería”, Bogotá, en Boletín de


Historia y Antigüedades N ° 146, abril 1920, pág. 72; Palacios de la Vega,
Joseph, Diario de Viaje, 178 7-1788 . Bogotá, Editorial A BC , 1955, pág.
75-
74 I p a b i .o ro d ríg u ez / ja im e Hu m b e r t o bo rja

siglo xviii, contaba que le fue llevada una negra moribunda


y al preguntar quién quería que la confesara, el acompa­
ñante respondió: “paire mío, con cualquiera: si su mercé
no estuviera aquí como paire mío, entonces todos son bue­
nos. Nosotros como no tenemos paire, cuando estamos
para morir nos confesamos como cristianos con otro de
nosotros” 12. Esta circunstancia era propicia para que en el
ambiente de las minas surgiera un cristianismo supersticio­
so o alimentado de tradiciones y prácticas populares de
origen africano.
No obstante, el esclavo terminaba aceptando la nueva
religión, ya fuera como velo mimético o como práctica
fundida con otras creencias. La nueva fe, como fachada
exterior, les daba la posibilidad de mezclar los dioses y
practicar los ritos de sus antepasados, como lo prueban las
ceremonias fúnebres del velorio de angelitos y los cantos
religiosos que aún hoy subsisten. La vida cotidiana de las
minas fue regida por un cristianismo mágico que el occi­
dente cristiano llamó “brujería”.
El baile al son de los tambores, los ritos con símbolos
de la naturaleza, el uso de las yerbas y la repetición de so­
nidos, le recordaban a los amos, funcionarios, sacerdotes e
inquisidores, los sabatsy aquelarres europeos. Por eso ju z­
garon de brujería a las “juntas” que realizaban los esclavos
clandestinamente. Este temor de los blancos a los poderes
sobrenaturales de los negros, nunca tuvo en cuenta que
muchas veces se trataba de ritos iniciáticos, propios de las
naciones africanas. En éstos se invocaban fuerzas mágico-
sagradas portadoras de poderes que otorgaban determina­
dos beneficios. Para estos trabajadores forzados, el mundo
real tenía su paralelo con otro mundo, abstracto, infinito e
ilimitado, habitado por seres divinos y ancestrales: por

12. Palacios de la Vega, Joseph, np. cit. pág 75.


La vida cotidiana en las minas coloniales | 75

esto la realidad era mágica. Ritos, generalmente cristiani­


zados, también formaban parte de una extensa red de re­
sistencia negra esclava contra los amos.
Los españoles, así mismo, entendían que los cultos reli­
giosos africanos estaban dirigidos al diablo; veían pactos
con el demonio en el uso de yerbas, en los poderes curati­
vos e invocativos y en los ritos iniciáticos de las religiones
originales de los esclavos. De esta forma, un cristianismo
que servía de fachada y las prácticas mágicas africanas, die­
ron como resultado una estrecha convivencia e interpene­
tración de los sistemas religiosos, convivencia que daría
verdadero sentido al mestizaje.
Resultado del drama de la existencia cotidiana y de la
escasa evangelización, los esclavos no dudaron en acercar­
se a una figura de consuelo y poder: el demonio. Lejos de
contener el férreo maniqueísmo occidental, los esclavos
veían al diablo como un bufón de Dios, una figura de con­
suelo. En las regiones mineras, las reiteradas acusaciones
de los amos hacia los esclavos de practicar la brujería y la
hechicería, en un pacto tácito con el demonio, condujo a
que equívocamente apareciera y se extendiera una férrea
demonolatría: el diablo se convirtió en un “aliado” que ca­
recía de la malignidad cristiana pero que apoyaba la lucha
cotidiana por la sobrevivencia. De esta manera, entre los
esclavos apareció un cristianismo adaptado a sus propias
condiciones y el factor que los inclinó hacia la Iglesia fue la
ocasional defensa que realizaron obispos y sacerdotes con­
tra el maltrato de los amos y su renuencia a procurar los
domingos y días festivos para el descanso.

Ocio, danzas y cantos


El descanso en los Reales de Minas estaba mediatizado. El
trabajo copaba casi toda la vida. Aun así, existían momen­
tos de ocio. Una de las formas de ocio y resistencia a la
7 6 I PABLO RO D R IG U E Z / J A I M E H U M B E R T O B OR JA

descarnada situación cotidiana del esclavo fueron los ca­


bildos negros. Las autoridades y los amos permitieron que
los esclavos se reunieran a danzar, a cantar y a hacer músi­
ca de acuerdo con sus tradiciones. Muchas veces coloca­
ron estos cabildos bajo la protección de un santo cristiano,
a la usanza de las cofradías españolas debidamente vigila­
das por la Iglesia. Fue frecuente que estos cabildos utiliza­
ran el cristianismo como la fachada detrás de la cual se
podía ritualizar e invocar, gracias al sonido de sus tambo­
res a sus orichas -deidades africanas.
Motivados por un sentimiento religioso, los esclavos
hacían bailes y música, casi se puede decir que practicaban
secretamente sus religiones. Esta resistencia a la cultura
colonial definió lentamente los elementos de identidad
étnica y cultural que aún persisten en regiones mineras
como el Chocó y el sur de Antioquia. Mitos y leyendas
nacidos del misterioso y mágico ambiente de la selva o de
la adaptación de los mitos africanos, existieron y siguen
existiendo en las zonas mineras. Los bailes negros de clara
influencia europea como el currulao, la jota, la contradan­
za, la mazurca y la polca, tuvieron su origen en estas regio­
nes. Los esclavos se reunían a imitar, a manera de burla y
resistencia, los galanteos y coqueteos de las danzas cor­
tesanas españolas, pero alterando el contenido rítmico y
reemplazando la vihuela, el laúd, la guitarra, el violín y la
flauta, por los tambores, el redoblante, las maracas, los pla­
tillos y la chirimía. El resultado fue la copia de los mo­
vimientos corporales europeos pero con el ardor y el
erotismo africano.
La diversidad idiomática de los esclavos los llevó a
aceptar el castellano, al cual le imprimieron su propia fo­
nética y semántica. L o aceptaron pero no sólo para obede­
cer las órdenes del amo, fue también un instrumento para
expresar sus emociones, para imitar, recrear y adaptar su
La vida cotidiana en las minas coloniales | 77

mundo. Desde esta perspectiva, el ocio dio lugar a la tradi­


ción oral, aspecto fundamental de las prácticas culturales
africanas. Los esclavos de las minas le contaban a sus hijos
leyendas, cuentos y mitos de sus lugares de origen. Estas
narraciones Rieron adaptadas a las nuevas circunstancias y
se transmitieron por generaciones.
Fue frecuente que, al ejercitar la memoria, los esclavos
tomaran romances españoles, que tras su debida adapta­
ción se transmitían oralmente. El lingüista Germán de
Granda lia recogido entre las actuales comunidades mine­
ras chocoanas romances franceses y españoles de los siglos
xni y xv, que se han perpetuado en la región desde el siglo
xvii. También la poesía tuvo su lugar en los momentos de
ocio, ya fuera con fines religiosos o para cantar sus desgra­
cias, como aparece en el poema anónimo de mediados del
siglo xvii en Iscuandé: “Aunque mi amo me mate/ a la
mina no voy,/ yo no quiero morirme en un socavón./ Don
Pedro es tu amo:/ él te com pró./- Se compran las cosas,/
a los hombres, no!/ (...) En la mina brilla el oro,/ al fondo
del socavón./ El amo se lleva todo;/ al negro deja el do­
lor”.'^

Bibliografía

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7 8 | PABLO RO D R IG UE Z / J AIM F. H U M B E R T O B OR JA

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L a vida cotidiana en
las haciendas coloniales
P A B LO
R O D R ÍG U E Z

HF.ATRIZ
C A STR O C ARV AJA L

L / o s valles, sabanas y llanuras colombianas, vieron surgir


desde comienzos del siglo xvu un nuevo elemento que
cambió su paisaje: la hacienda colonial. Los nuevos culti­
vos, animales y construcciones retocaron los colores y tex­
turas de esta geografía. Desde entonces, el paisaje agrario
de las regiones más hispanizadas de Colombia ha mostra­
do edificaciones rústicas que sobresalen entre árboles fru­
tales, palmeras, eucaliptos y extensos cultivos. Otro de los
cambios, aunque tardío, introducido por la hacienda dan­
do un nuevo trazo al horizonte agrario, fiieron los canales
de riego y las cercas. Con éstos, el panorama de los cam­
pos fue retaceado en forma de colchas, sugiriendo los
confines de una propiedad o las separaciones de los distin­
tos cultivos.
No cabe duda que de la hacienda colonial la casa era el
elemento más vistoso y llamativo. Su presencia en los vas­
tos campos mostraba la consolidación de un dominio y su
dimensión indicaba el vigor de sus dueños. La casa de la
hacienda colonial fiie apareciendo poco a poco; en la me­
dida en que el hacendado iba adquiriendo control sobre un
territorio, crecía la mano de obra disponible y los recursos
económicos para construirla.
8 o I PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Pero si bien podemos hablar de una hacienda colonial,


ésta variaba mucho en tamaño y características. Existía
desde la elemental hilera de recintos no diferenciados en
carácter o función, bordeados por un corredor, hasta la
casa organizada en torno a los cuatro lados de un patio, al
cual se le podían sumar eventualmente uno o dos recintos
más, destinados a la servidumbre y el depósito. Las cons­
trucciones en forma de L o de U eran las más comunes ya
que se trataba de obras intermedias, entre las casas más
sencillas y las más acabadas, además de marcar así el espa­
cio interior y por lo tanto delimitar de una forma u otra la
casa. Generalmente las casas de las haciendas neogranadi-
nas eran de un piso, sin embargo, existieron notables ejem­
plos de construcciones de dos pisos.
La distribución interna de las casas era, desde luego,
flexible. Podía consistir apenas en tres o cuatro recintos
para albergar a sus dueños o los encargados del funciona­
miento de la hacienda, para guardar las herramientas y
aperos necesarios, para almacenar productos agrícolas y,
en algunos casos, para encerrar a los esclavos huidizos. Las
cocinas muchas veces no estaban incorporadas a las casas
por temor a los incendios, y se instalaban por lo tanto en
un lugar cercano en forma de bohíos de factura indígena.
Toda casa de hacienda tenía un salón de recibo y reunio­
nes. En las tierras cálidas el baño era al aire libre, próximo
a la casa.
Lugar principalísimo de la arquitectura y conforma­
ción de la casa de hacienda colonial lo constituyó la capilla
u oratorio. Anexas a sus casas, los hacendados más próspe­
ros construyeron capillas de tamaño modesto para oficiar
misa los domingos, bautizar los recién nacidos y bendecir
a los novios. Las capillas, si bien podían ser austeras en su
diseño, en su decorado revelaban la gratitud espiritual de
sus propietarios; esculturas de santos y vírgenes, pinturas,
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 8 1

copones, candelabros, floreros, estolas e incensarios no Pai­


taban en las ceremonias. Cabe agregar que las haciendas
de las órdenes religiosas, situaban sus capillas en lugar se­
parado de la casa principal, con el probable propósito de
realzar su significado.
La ubicación de las casas coloniales no sólo era un sitio
privilegiado e integrado al paisaje rural, sino que además
tenían cierta orientación que las hacía benignas para
habitarlas. Las casas de tierra fría estaban ubicadas en di­
rección oriente-occidente buscando el sol; por el contra­
rio, las de tierra caliente estaban situadas en dirección
sur-norte buscando sombra y tenían techos más altos para
que el aire circulara y diera más frescura.
El mobiliario de las haciendas variaba según la calidad
de sus dueños y del gusto que les diera visitarla en tempo­
radas. Muchas casas tenían poco que envidiar a las resi­
dencias urbanas. Los hacendados buscaban tener el mismo
confort de la ciudad y no ahorraban en camas con pabe­
llón, sillas mecedoras, comedores, armarios, lámparas, vaji­
llas y cubiertos. Elementos muchas veces importados de
Holanda y China.
La casa del “señor” estaba conectada con las otras
construcciones de la hacienda. En los valles calientes y
templados, cerca a la casa se encontraba el trapiche para
producir azúcar, panela, miel y aguardiente. El trapiche
consistía en un sistema de compresión construido en ma­
dera y accionado por bueyes o por caballos. La construc­
ción en la que se levantaba el trapiche tenía techo de teja
de barro, era espaciosa y no se amurallaba para permitir su
aireación. Cada trapiche poseía sus fogones, pozuelos y re­
cipientes para envasar el producto. La casa de trapiche de­
bía contar también con un almacén para las herramientas
y un espacio para resguardar los animales que cargaban la
caña.
8 2 I PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Los fondos, pailas, canoas, hornillas y hormas eran


objetos sumamente valiosos que exigían el cuidado y man­
tenimiento de los trabajadores. Los inventarios de las ha­
ciendas trapicheras no descuidan en registrar estos aperos
aun estando rotos o desgastados. El alto precio del hierro
y el cobre en la época colonial, imponía que se celara su
uso. Una libra de hierro podía alcanzar hasta dos pataco­
nes en el siglo xvm, y un simple fondo pesaba varias arro­
bas.1
En las regiones paramunas del Cauca y en las sabanas
de Cundinamarca y Boyacá, existía el molino triguero. Así
mismo, toda hacienda buscaba hacerse de una fabrica de
teja y ladrillo para proveer sus propias construcciones. Un
recinto, a manera de taller, servía para los oficios de herre­
ría y carpintería. N o sabemos si el lugar en el que se
sacrificaban las reses para alimento de la gente de la ha­
cienda constituía un sitio especial, pero sí que había un
cuarto donde se elaboraban las velas con el sebo de los
animales sacrificados.2
Otras construcciones las constituían las cabañas de las
familias esclavas y de los trabajadores libres. Éstas eran
ranchos de techo pajizo y bahareque, frágiles y poco dura­
deras. Estas cabañas fueron presa fácil del tiempo, tanto,
que en la actualidad no existe vestigio de su existencia. No
obstante, algunos viajeros del siglo xix las encontraron có­
modas y bien cuidadas por sus habitantes.1
El casco de la hacienda llegó a prefigurar algo más que

i. Colmenares, Germ án, Cali: mineros, terratenientes y comerdantes


en el siglo xnn, Cali. Universidad del Valle, 1975, pág. 103.
1. Hamilton comenta en su diario que el trabajo del desollado,
descuartizada y despresada de los toros era muy rápido y se hacía a
campo abierto.
3. Hamilton, }. P., Viajes por el interior de las prov incias de Colombia,
Bogotá, Banco de la República, 1955, tomo 11, pág. 71.
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 83

la mera evocación del mundo hispánico en el campo; la


casa del hacendado, la capilla con su campana, el trapiche
y los ranchos de la “gente” fueron los espacios de una
sociedad peculiar que acuñó sus propias normas y costum­
bres.

La gente
Las haciendas coloniales neogranadinas llegaron a alber­
gar grupos e individuos de los más variados sectores
étnicos y sociales. Aunque las haciendas y las estancias no
eran siempre residencia permanente de sus propietarios,
éstos pasaban temporadas en ellas junto a sus familias y
amigos. Vale anotar que en no pocas ocasiones las hacien­
das eran refugio de la estrechez económica o de las contra­
riedades políticas. Los hacendados, blancos criollos por lo
general, representaban una autoridad lejana, pocas veces
visible. La administración y la autoridad en la hacienda era
depositada en una persona de confianza, normalmente del
mismo grupo social, y en un grupo de capataces. A l res­
pecto, mucho se ha considerado la diferencia de trato y
relaciones en las haciendas con propietarios ausentes. En
éstas, se ha indicado, el administrador animado por los
beneficios que podía obtener del sistema, imponía a los es­
clavos y a los trabajadores un régimen inhumano. Por el
contrario, en las haciendas administradas directamente
por sus propietarios podía surgir con más facilidad un tra­
to indulgente y paternalista.
Los administradores de las haciendas en muchos casos
eran parientes próximos de los dueños. Primos, sobrinos o
cuñados, en todo caso blancos de un rango inferior al de
los propietarios. De esta proximidad nacía la confianza
que se les tenía. No obstante, los propietarios de las gran­
des haciendas acostumbraban elaborar listados detallados
de las tareas y obligaciones que debían cumplirse con ri­
8 4 I PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

gor. Así mismo, era usual que entre propietario y adminis­


trador existiera una correspondencia semanal sobre las
novedades en cada una de las labores de la hacienda. Fi­
nalmente, en un mdimentario libro de contabilidad debían
consignarse los gastos y beneficios por todo concepto.
Los capataces eran responsables de la disciplina y ren­
dimiento en áreas específicas de la producción de las ha­
ciendas. Unos tenían a su cargo las labores del campo,
otros las del trapiche, molino o destilería. El capataz era un
mestizo o mulato de demostrada destreza en su oficio y
con ascendente sobre los trabajadores.
Un elemento común de las haciendas de las tierras ca­
lientes y templadas colombianas fue su dependencia de la
fuerza de trabajo esclava. Hasta mediados del siglo xvn las
propiedades rurales, debido a la ausencia de fuerza de tra­
bajo y las limitaciones del mercado, se habían concentrado
en la explotación ganadera que requería el empleo de poca
gente. El auge de las economías mineras del occidente co­
lombiano, motivó la importación de decenas de miles de
esclavos africanos al país, y la incentivación productiva en
las haciendas. Las haciendas de los valles del Cauca, de
Aburrá, del Tolima y del Magdalena llegaron a concentrar
cientos de esclavos en sus distintas áreas productivas. Es­
tos esclavos constituían el capital más preciado de las
haciendas, amén de representar el valor más elevado de
sus inventarios. Eran la fuerza de trabajo fija y más estable
de estas haciendas. La adquisición de los esclavos y su
traslado a las haciendas corrieron paralelos con la decisión
de roturar extensivamente la tierra y edificar trapiches
para la producción de panes de azúcar.
Los esclavos de las haciendas no eran exclusivamente
varones en su edad más vigorosa. Mujeres, ancianos y ni­
ños llegaban a representar hasta el 60% de las llamadas
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 85

cuadrillas de las haciendas.4 Eran, en su mayoría, esclavos


criollos nacidos en América. Y cuando había bozales, o sea
africanos recién importados, casi siempre habían pasado
algunos años en las minas. Como grupo, los esclavos eran
muy distintos, así mismo su ubicación y oficio en la ha­
cienda.
En las haciendas de la Provincia de Cartagena un his­
toriador encontró recientemente que en la segunda mitad
del siglo xvii había una relación de tres hombres por cada
mujer, hecho que propiciaba la rebeldía, el cimarronaje, la
sodomía y el robo de indias de comunidades vecinas. Sólo
en las últimas décadas del siglo xvn, cuando se interrum­
pió la importación de esclavos africanos, empezó a obser­
varse un equilibrio entre los sexos.5
Junto a los esclavos, los negros y los mulatos libres
adquirieron notoriedad en el mundo de las haciendas.
Nacidos de relaciones de negros esclavos con mujeres in­
dígenas o mestizas, y de negras esclavas con hombres
libres, compartían su cotidianidad con los esclavos. Su
existencia debió flexibilizar las relaciones y el trato en las
haciendas, e incluso replantear la noción negro = esclavo.
Los trabajadores libres de las haciendas constituían un
universo variado en las distintas regiones neogranadinas.
En los siglos xvi y xvn, las haciendas de la sabana cundi-
boyacense y de otras regiones del país se sirvieron de la
fuerza de trabajo indígena a través del sistema de concierto.
Los indígenas repartidos en concierto a los distintos ha­
cendados de la localidad, trabajaban períodos de entre tres
y seis meses, a cambio de un salario. El creciente mestizaje

4. Colmenares. Germán, Popa ytin: una sociedad esclavista, 1680-1800,


Medellin, Ea Carreta. 1979, págs. 74-87.
5. Meiscl, Adolfo, “Esclavitud, mestizaje y haciendas en la Provin­
cia de Cartagena 15 3 3 -18 5 1", en E l Caribe colombiano, Harranquilla,
Ediciones Uninorte, 1988, págs. t o o - i o i .
8 6 | PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

y las presiones sobre los pueblos de indios, motivaron el


surgimiento del peonaje en las haciendas. Los llamados
gañanes o jornaleros eran mestizos, mulatos e indios con­
tratados temporalmente por las haciendas, recibían un jor­
nal, una ración de chicha y no se reparaba en su sexo o
edad. Repartimiento y peonaje fueron dos instituciones
que coexistieron en la Colonia; la hacienda combinó estos
contratos según su conveniencia en términos de mercado
y oferta de fuerza de trabajo.
El peón era un labriego sin tierra que se contrataba
para desempeñar tareas específicas de las haciendas. Su
vínculo con la hacienda era individual y no comprometía a
su familia. El salario, un real y medio, de un peón del siglo
xvm, era irrisorio, toda vez que no recibía pago por los días
feriados ni por los días de ausencia. La condición del peón
era muy incierta y su vida miserable. El concertado, por su
parte, tenía un contrato más estable. Vinculado a la ha­
cienda por seis meses o un año, se integraba a actividades
más complejas y variadas. En ocasiones la esposa y los hi­
jos colaboraban en las faenas y aumentaban los ingresos.
Los concertados pertenecían a los pueblos vecinos a las
haciendas y se desconoce que residieran en forma fija en la
hacienda. No obstante, tal parece que los concertados no
escapaban a las contingencias de los pobres del campo^por
lo que renunciaban con llamativa frecuencia a renovar sus
contratos.fi
En algunas regiones hispanoamericanas las haciendas
retenían esta fuerza de trabajo a través de su endeudamien­
to. En el caso neogranadino la relativa abundancia de cam­
pesinos dispuestos a emplearse en las haciendas permitía
la reposición de los que desertaban.

6. Tovar, Hermes, Grande.r empresas agríenlas y ganaderas. Su desa­


rrollo en el sigh xnn, Bogotá, Ediciones c i f c , 1980, págs. 79-81.
vida cotidiana en las haciendas coloidales | 87

En las últimas dos décadas del siglo xvm surgió en las


haciendas del Valle del Cauca un tipo de trabajador nuevo:
el aparcero o agregado. Los negros libertos y los mestizos
sin tierra recibían una parcela en predios de la hacienda
para su sustento a cambio de sus servicios. En algunos ca­
sos se trataba también de indígenas que no querían retor­
nar a sus resguardos y preferían quedarse adscritos a una
hacienda. Cabe señalar, además, que estas haciendas recu­
rrieron al arrendamiento de parcelas a campesinos de la
región. Este hecho dio lugar a la aparición de un individuo
conocido como arrendatario o terrazguero, persona que
pagaba una renta en dinero a la hacienda o, en su defecto,
en trabajo.
Los aparceros, agregados, terrazgueros y arrendatarios
llegaron a constituir, junto a los esclavos, la población tra­
bajadora más estable de las haciendas colombianas. Su
composición varió según el lugar y la dedicación de la ha­
cienda. En las haciendas de la altiplanicie de Popayán ha­
bía esclavos, pero su número dependía de si la hacienda
poseía trapiche o no. Se pensaba que 50 esclavos eran
suficientes para mover un trapiche. En estas haciendas no
había trabajadores asalariados ni aparceros. En cambio, en
las haciendas de cultivo, la población indígena concertada,
agregada y arrendada era preponderante.7
Finalmente, el trabajo calificado de carpinteros, plate­
ros, doradores, albañiles y pintores, más asociado con las
ciudades, era igualmente requerido en las haciendas. Arte­
sanos blancos, mestizos y mulatos fueron empleados para
reparar las piezas de los trapiches, restaurar las casas y de­
corar las capillas. Las haciendas de las órdenes religiosas

7. Díaz, Zamira, Guerra y economía en las haciendas, Popayán i j Ho-


ifijo, Bogotá. Banco Popular, 1983, págs. 41-43.
8 8 | PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

sobresalían en el empleo de este tipo de trabajador un tan­


to peculiar en el campo.

La jom ada y el acontecer diario


Las labores cotidianas de las haciendas dependían de su
producción. Si bien la mayoría de las haciendas explota­
ban conjuntamente cultivos y ganado, cada una de estas
actividades era programada según los períodos de cosecha
y las épocas de invierno y sequía. Las haciendas que tuvie­
ron una mayor especialización fueron las trapicheras. En
éstas se sembraba caña de azúcar durante todo el año, en
rotación permanente según fuera chica o grande. El trapi­
che, que trabajaba día y noche, debía alimentarse con leña
y caña sin cesar. No obstante, también en las haciendas
trapicheras se realizaba pastoreo de ganado y cultivo de
distintos productos.
La gente de las haciendas iniciaba sus actividades mu­
cho antes de que el sol despertara. La mayoría iba a los
campos a preparar la tierra, a desyerbar, a limpiar zanjas y
a componer los arados. En épocas de cultivos y cosecha en
los campos de las haciendas la actividad era febril. Eran
semanas en las que se concentraban los trabajadores de la
región, y los administradores y propietarios estaban más
atentos. Así mismo, a los campos también se dirigían muy
temprano los hombres de vaquería. Concentrar las reses,
trasladarlas a los pastos y marcarlas, eran tareas que ocu­
paban en forma cotidiana a un grupo particular de traba­
jadores. En algunas regiones estos mismos hombres se
ocupaban de la quesería de las haciendas y de la curtiem­
bre de las pieles.
Cabe agregar que las haciendas tenían su propio abas­
to de carnes. En las haciendas vallecaucanas se sacrifica­
ban entre tres y cuatro reses semanales, unas doscientas al
año. La carne se destinaba a las raciones que se ofrecían a
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 89

la gente de la hacienda. El seho del ganado era utilizado


para engrasar los trapiches y para hacer velas. El cuero era
empleado en la fabrica de monturas para los bueyes y para
hacer camas y zurrones.
Otra actividad importante de algunas haciendas era la
cría de caballos. El caballo era un bien muy preciado en las
ciudades, pero su escasez lo hacía sumamente costoso.
Además de esta razón, ciertos prejuicios llevaban a consi­
derar que montar caballo era exclusivo de la gente noble.
Los caballos criados en las haciendas de Buga, Cartago y
Neiva eran muy estimados. Hasta allí viajaban arrieros
para adquirirlos y luego venderlos en los mercados de
Santafé, Antioquia y Mompox. Los vaqueros normalmen­
te eran mulatos o mestizos que se distinguían por su pecu­
liar indumentaria de capa, sandalias, machete y sombrero
de paja de anchas alas. En las haciendas dedicaban a la va­
quería a los que desde niños demostraban agilidad y des­
treza con el lazo y en el trote de los caballos.
Las semanas de rodeo y herranza de las haciendas ga­
naderas constituían un verdadero festín. En los meses de
agosto y diciembre se concentraban en las haciendas nu­
merosos trabajadores libres y gente del vecindario para
emplearse en el recuento y marca del ganado. Los relatos
existentes sobre Doyma, hacienda de tierra templada de
Cundinamarca, señalan que hombres y mujeres acudían en
tropel. Otro tanto ocurría en las épocas de sacas o de en­
víos de ganado a las ciudades y a los distritos mineros. Pri­
mero debían componerse los caminos por donde cruzaría
la manada. Luego de realizado el registro de las reses, los
peones empleados por la hacienda iniciaban su recorrido,
a éstos se unían particulares que aprovechaban para diri­
girse a aquellos lugares. En los ríos debía contratarse gente
experta que ayudara a vadear ganado. En muchos aspectos
las sacas, origen de la arriería, eran una auténtica caravana.
9 0 | PABI.O R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Sin embargo, era el trapiche el lugar que concitaba las


mayores atenciones de las haciendas. De él dependían los
principales ingresos de los propietarios. En algunas ha­
ciendas el trapiche funcionaba día y noche en épocas de
molienda. En el día se ocupaban cuatro pozuelos y dos en
la noche. La actividad del trapiche ocupaba un grupo nu­
meroso de gente en las labores de campo, de manejo de
muías, de carga de caña y leña, de molienda y de horno. El
envase de la miel en las botijas y los zurrones, y su distribu­
ción en pilones, era tarea dispendiosa. En ocasiones, el tra­
bajo nocturno en estos trapiches era una forma de castigo
a esclavos remisos.
Según las instrucciones de distintas haciendas la jorna­
da se iniciaba hacia las cuatro de la mañana. Un capitán
debía llamar en voz alta a los esclavos, hombres y mujeres,
de acuerdo a las tareas que previamente se les habían asig­
nado. Se sabe que a excepción de los enfermos, todo el
mundo tenía obligaciones diarias. Los niños recogían el
bagazo en los trapiches, transportaban a lomo de muía la
leña y las viandas.
Las Instrucciones dadas a los mayordomos de las ha­
ciendas revelan una especial atención en establecer una di­
visión del trabajo para obtener un mayor rendimiento. En
una de estas Instrucciones, se ordenaba que los molende­
ros “no maltraten las muías, teniendo siempre buenos tiros
y cojines...y que el trapiche esté siempre bien aseado”, que
los cargueros “tengan buenos aliños para que no lastimen
las muías, las que han de entregar bien lavadas en la noche,
y si alguno no cumpliere con lo dicho deberá ser castiga­
do” y los muleros deberán cuidar de “limpiar las muías y
darles sal en los menguantes, teniendo siempre las aguadas
y salitres limpios...” todo lo cual deberá ser supervigilado
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 91

por el administrador quién además tendrá cuidado en “ha­


cer limpiar, quemar y resembrar a su tiempo los potreros”.*
Las mujeres tenían sus obligaciones principales en la
casa de los amos, sin embargo también se ocupaban del
ordeño de las vacas, del cuidado de las aves de corral y del
mantenimiento de las ricas huertas caseras de hortalizas,
verduras y frutales.
La vida rústica de la hacienda no despreciaba el goce
de los frutos de la tierra. Los recuentos de los cultivos en la
huerta de la casa principal y en los patiecitos de las casas
de los esclavos y trabajadores, cuentan cómo se sembra­
ban flores, manzanos, naranjos, limones, nísperos, pita­
hayas, marañones, caimos, duraznos, chirimoyas, cocos,
badeas, piñas, melones, papayas, guayabas, guanábanas,
aguacates, mameyes y zapotes. Respecto a las chirimoyas,
resulta llamativa la alusión que el coronel Hamilton hiciera
de las palabras del barón de Humboldt: “valdría la pena de
hacer viaje a Popayán tan sólo para darse el placer de co­
mer chirimoyas".9 Igualmente, las haciendas surtían de las
más variadas hortalizas y verduras los mercados de las ciu­
dades. En las cuentas de las haciendas aparecen nombra­
dos los despachos de cebollas, arvejas, habas, arracachas,
frijoles y habas.

Los días en ia casa grande


Más que un lugar de recreo, la casa de hacienda colonial
llegó a constituir para los propietarios su segundo hogar,
cuando no su residencia fija. En ocasiones se ha constata­
do que los hacendados preferían residir en sus casas de
campo, prestando atención directa a sus trabajadores. Este
hecho llegó a resentir a los Cabildos de Medellin y Buga,

8. Tovar, H., op. at. pág. 54.


9. Hamilton, |. P., op. at. pág. 25.
92 I PABLO RODRÍGUEZ / BEATRIZ CASTRO CARVAJ AL

que veían cómo las familias beneméritas abandonaban las


ciudades. La presencia, así fuera temporal, de los propieta­
rios y sus familias en las haciendas, parecería haber marca­
do una pauta distinta a las actividades y relaciones
cotidianas. Este tópico en particular fue advertido por los
viajeros de comienzos del siglo xix.
La solidez, confort y dimensión de la casa de campo
colonial era reflejo de la prosperidad de sus propietarios.
En su auge, los hacendados se esmeraron por levantar se­
gundos pisos en sus propiedades, poner teja en los techos,
instalar puertas y ventanas con cerraduras, embaldosar los
pisos, colocar baños de agua fría y ampliar el tamaño y
calidad de la cocina. El confort se hizo notable en el mobi­
liario, decorado y servicios. Al respecto, una de las más
notables descripciones sobre los refinamientos de una ha­
cienda neogranadina la efectuó el viajero inglés J. P.
Hamilton, quien a propósito de la hacienda Japio, de los
Arboleda, escribió:

Luego de tomar un baño y cambiarnos de ropa, nos sen­


tamos a la mesa donde, en vajilla de plata maciza y porcelana
francesa, se nos sirvió una comida exquisita, con la cual echa­
mos en olvido las penalidades sufridas. Es más, se convirtie­
ron éstas en tema de diversión al paladear los añejos vinos
españoles del señor Arboleda. Pudimos apreciar la inteli­
gencia e ilustración de los esposos Arboleda. Ya me habían
m encionado al marido en Popaván com o hombre de vastas
capacidades que había consagrado enorme esfuerzo para en­
riquecer sus conocimientos por medio de los libros.
En una sala que llamaba su estudio, tenía una rica biblio­
teca de autores franceses, ingleses, italianos y españoles, mu­
chos de los cuales había adquirido recientemente en L im a -
Ai entrar en la alcoba que se me destinara, quedé pasma­
do ante el exquisito primor del decorado con que todo estaba,
I.a vida cotidiana a/1as haciendas coloniales | 93

y el lujo de los artículos de tocador que sólo gastan las fami­


lias más ricas de F.uropa v que nunca esperé encontrar en el
remoto aunque bellísimo Valle del Cauca. Servían de dosel al
lecho cortinas de estilo francés, ornadas de flores artificiales, v
en una consola se veían frascos de agua de colonia, jabón de
Windsor, aceite de Macassar, crcme d'amendcs ameres, cepi­
llos, etc. Dormí profundamente en mi lujosa cama que bien
podía considerarse por todo aspecto corno un lecho de rosas.
Temprano a la mañana siguiente, un criado entró a anunciar­
me que el baño frío estaba listo, l odo aquello me parecía cosa
de ensueño mágico o encantamiento y me sentí com o un hé­
roe de las M il y una noches transportado por los aires a un pa­
lacio; tan mezquinos habían sido los alojamientos y tan pobre
la mesa de que había podido disfrutar durante mi viaje.10

Al parecer haciendas como Japio guardaban una dife­


rencia considerable con las propiedades medianas del
campo, en las cuales, la rusticidad de la vida cotidiana era
el patrón común y por biblioteca no se poseía más que un
misal o un libro de evangelios. Las observaciones sobre es­
tas propiedades subrayan las precariedades básicas de la
gente, al punto que sería fácil llegar a pensar que no había
mucha diferencia entre los medianos y los pequeños pro­
pietarios del campo. Esta circunstancia la corroboran los
escasos y simples objetos que unos y otros registraban en
sus testamentos. Sin embargo, un elemento los diferen­
ciaba: la solvencia de los medianos hacendados para con­
tratar unos pocos trabajadores en épocas de siembra y
cosecha.
Los hacendados neogranadinos eran conscientes de la
importancia que revestían para sus empresas los trabajado­
res indígenas, mestizos y esclavos. La caridad y el espíritu

10. Hamilton, |. 1’., of>. at. págs. 65-66.


94 I pablo r o d ríg u ez / Beatriz castro carvajal

piadoso que con frecuencia demostraban, era bien compa­


tible con la racionalidad de sus empresas. Al respecto,
Germán Colmenares encontró que los hacendados del
altiplano payanés, en forma de dádiva, regresaban a los
indígenas que poblaban las haciendas, los pagos de sus tri­
butos. En otras ocasiones, preferían conmutarles por servi­
cios sus pagos de dinero. Este procedimiento, claro está,
no se extendía a los pueblos indígenas de la vecindad que
no habitaban en la hacienda. Así, la dádiva era un expe­
diente de premio o castigo por los servicios recibidos o por
los rechazos experimentados. La misma familiaridad con
los indígenas adscritos a la hacienda llegaba a hacerlos ver
como parte de ella, junto con el ganado y los aperos. En el
extremo de estas manifestaciones se encontraban las
donaciones de tierra a los indígenas. Decisión que se en­
tendía como un rasgo más de la generosidad patriarcal, y
que, no obstante, encubría el deseo de asegurar el servicio
de las familias indígenas.
Otros rasgos de benevolencia de los amos parecía sur­
gir en sus relaciones con los esclavos mulatos y negros.
Los hacendados por lo común se ocuparon de que los es­
clavos tuvieran una dieta regular de carne, maíz, plátano y
sal. Insistían en que anualmente se adquirieran los cortes
necesarios de bayeta para sus vestidos. En particular, en la
hacienda Las Piedras de Timbío se explicaba que “el ves­
tuario que se daba a los criados era lo menos para tenerlos
vestidos y abrigados, una cobija de jerga, camisa y calzón
de lienzo y dos capisayos a los hombres; cobija, bayeta
para envolverse y cobijarse, y una camisa de lienzo para las
mujeres”.11 En igual sentido, la vivienda de los esclavos en

II. Rodríguez, Pablo, “Aspectos del com ercio y la vida de los es­
clavos. Popayán, 178 0 -18 50 ”, M eddlín, Boletín de Antropología, N ° 23,
Universidad de Antioquia, 1990, pág. 23.
La vida cotidiana en las haciendas colon iales

E n g a tiv á .
1767.
A rc h iv o G e n e r a l d e la
N a c ió n . M a p o te c a 4
N ° I48a-c.

Plano de las m ed id as de
fanegad as, fa n e g ad as de pan
coger y fan egad as de g an ad o
m ayor segú n p ráctica y
ejem plares de la p ro v in cia.
1768.
\ ic h iv o G e n e r a l de la N a c ió n .
M ap o teca 4 N ° 25 9 a.

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¿ y n m '} * » * f u l &>-i Íf¿ge*r»*rjí'> 9éíé • "-¿7 * n > * T - '*1 9*1*1+ t s O i i tM ¡j
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feM j-tw í
E s ta n c ia de
T e ja d illo y
cu ltivo de
cañ a.
C a rta g e n a .
■765-
A r c h iv o
G e n e r a l d e la
N a c ió n .
M a p o te c a 4
N ° 79A .

M á q u in a s p ara usos ind ustriales:


m o lin o d e aceite, pren sa de
aceite, m áq u in a de p ilar arroz,
m áq u in a d e m o le r chocolate.
17 7 6 .
A rc h iv o G e n e r a l de la N ación .
M a p o te c a 4 N ° 5 5 7 A
La vida cotidiana en las haciendas coloniales | 95

las haciendas tuvo distintas ventajas. Animados por con­


servar la moralidad entre los esclavos, los hacendados
aconsejaban que cada familia construyera su ranchito. Los
solteros, hombres y mujeres, debían vivir en entables sepa­
rados.
No obstante, el espíritu paternalista de los hacendados
se ha relacionado más con su disposición a conceder la li­
bertad a sus esclavos. El contacto diario con los esclavos
de servidumbre, los capitanes de campo, trapiche y vaque­
ría, permitía el surgimiento de relaciones basadas en la
confianza y la obligación. Las Cartas de Libertad que
llegaban a adquirir los esclavos de las haciendas indican
una manifestación afectiva de parte del amo, y también, la
posibilidad que tenían los esclavos en las haciendas para
ahorrar pequeños capitales. Estas libertades, obligado es
decirlo, en muchos casos no beneficiaban al esclavo tra­
bajador, sino a sus hijos, novias o padres ancianos. En los
casos en que los hacendados otorgaban libertades a sus es­
clavos, las daban bajo el compromiso de continuar sirvien­
do a la hacienda. Más frecuente era la manumisión de los
esclavos que desempeñaban oficios en la casa principal, es­
pecialmente esclavas ancianas que habían servido a sus
amos durante toda su vida.

Controly patemalismo
La Instrucción más importante dada a mayordomos de
haciendas hispanoamericanas, la de la Compañía de Jesús,
concluía con una máxima de suma crudeza: “Hagan bue­
nos christianos a los esclavos y los harán buenos sirvien­
tes”.12 Es probable que muchas haciendas colombianas

1 2. Instrucciones a los Hermanos Jesuítas. Transcripción hecha


por Frangois Chevalier y reproducida en Im Iglesia en la economía de
America Latina, siglos xn-xix, A. liauer (compilador), M éxico, i n a h ,
1986. págs. 347-360.
9 6 | PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

repararan poco en el cuidado de los trabajadores que en­


señaban los jesuítas, sin embargo, se sabe que, por la im­
portancia de sus propiedades rurales, por su presencia en
varias gobernaciones y por su concepción de empresa,
estas Instrucciones incidieron en la administración de dis­
tintas haciendas en el siglo xvni. Núcleo central de estas
instrucciones lo constituía la seguridad de que la fe y la
moral garantizaban el éxito de toda empresa.
La primera y más importante consideración que hace
la Instrucción a los mayordomos es que “Si quieren los
Hermanos Administradores que Dios les eche la bendi­
ción sobre los campos y sementeras de la hacienda, han de
poner mejor cuidado en el cultivo de las almas y buena
educación de los sirvientes y domésticos de ella que en el
cultivo y labranza de los campos, porque Dios ha prome­
tido abundantes cosechas de frutos temporales a los que
guardan su Santa L ey”. Para lograr este propósito, las
instrucciones señalan en forma sumamente detallada las
medidas que debían tomarse con los esclavos y los traba­
jadores libres. Según éstas, todo mayordomo debía tratar
a sus esclavos como a sus propios hijos, sentimiento que
no podía cuestionarse alegando que eso le correspondía a
un cura.
Entre las reglas para la conservación del orden cotidia­
no vale la pena comentar algunas. La misa dominical y de
días de fiesta, era una obligación para toda la gente de la
hacienda. Media hora antes de iniciarse el oficio debían
darse repiques de campana para que todos se alistaran. En
una tabla se escribía el nombre de los que entraban y, al
salir, al ser anunciado su nombre, podía retirarse respon­
diendo “Ave María Santísima”. Los que faltaban sin una
excusa admisible debían ser castigados con seis u ocho
azotes. Así mismo, en los ranchos de los esclavos y sirvien­
tes debía vigilarse que no hubiera borracheras, amanceba­
I m vida cotidiana en las haciendas coloniales | 97

mientos, pleitos, odios y escándalos. Para esto se recomen­


daba que no se admitieran trabajadores de malas costum­
bres, y que los que llegaban, debían demostrar que eran
casados, no fuera que ocultaran sus amancebamientos y
corrompieran a los demás.
Todo trabajador de la hacienda debía tener una tarea
diaria y responder por ella. Los hombres, las mujeres y aun
los niños estaban obligados a cumplir con una labor de
acuerdo a sus fuerzas. Los enfermos eran atendidos por
una anciana inteligente en curaciones ordinarias. Sólo se
les permitía salir del rancho de enfermería para ir a misa,
pero por ningún motivo ir a los trojes, pues era señal de
que disimulaban la enfermedad. Las mujeres embarazadas,
próximas al parto, recibían la confesión y raciones de
jojoba y azúcar para beber en agua caliente. Las raciones
de alimentos y vestidos eran establecidos en días precisos.
Así, la ropa se distribuía en el mes de noviembre y en las
raciones semanales de alimentos se reservaba la carne para
los jueves, y el maíz y la sal para el sábado.
Pero la Instrucción era también un manual de persua­
sión a través del castigo y la reconciliación. No duda en
recomendar que cuando el castigo es necesario, debe apli­
carse, pero sin cólera. Primero debe sosegarse el ánimo y
en forma reposada buscar que los esclavos confiesen el de­
lito. Advierte que si se procede con injurias, baldones y
palabras pesadas, jamás se obtiene la enmienda. Por nin­
gún motivo debía permitirse que un hombre distinto al ad­
ministrador castigara a una mujer, como tampoco debía
hacerse en lugar público, a la vista de todos. A manera de
consejo experimentado, la Instrucción recomendaba: “No
sean amigos de que siempre resuene el estmendo de ma­
sas, y grillos, y cadenas y cepos. Y cuando por graves de­
litos fuere necesario que anden algunos aprisionados,
procuren que esto 110 dure mucho tiempo. Y si fuere nece-
9 8 I PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

sario, busquen secretamente padrinos que vengan a rogar


por ellos para soltarlos. Y entonces, habiendo un poco re­
sistido al ruego delante del culpado, ponderando la grave­
dad de su delito que no merece perdón: por fin dénles
libertad, haciendo de modo que ellos queden agradecidos
por el perdón, y juntamente intimidados con la amenaza
de mayor castigo si reinciden”.1-1
Una demostración más personal de este sistema, que
semejaba a una familia, lo constituía el hábito de servir los
hacendados de padrinos de los hijos de sus esclavos. Este
hecho debía reforzar los vínculos en la hacienda e incre­
mentar el sentido de lealtad y fidelidad al patrón. Así mis­
mo, en las haciendas del occidente colombiano se difundió
la costumbre de bautizar a los esclavos con el apellido de
sus amos. Aun en la condición libre, se conservaba este
apellido. N o se trata, como ingenuamente se piensa, de
que todos estos negros eran hijos bastardos de sus amos.

Hacienda y ciudad
Pero la hacienda no fue un sistema encerrado en sí mismo.
Luego de las épocas de confinamiento y precariedad vivi­
das por las estancias y las haciendas en el siglo xvn, hilos
muy diversos unieron estas posesiones con las ciudades
vecinas y con las capitales de provincia durante el siglo
xvii. Las haciendas abastecían a las ciudades con sus
productos. La sola hacienda Santa Bárbara colocaba
anualmente 1000 reses en el matadero de Mompox. Los
productos agrícolas y de manufactura vendidos en los
mercados procedían principalmente de las haciendas. Esta
relación comprendía un flujo de acarreos, gentes que iban
y venían por los caminos, préstamos de dineros eclesiásti­
cos y juegos políticos.

1 3 .Ibid., p ág .352.
L// vida cotidiana ai las fiaciaidas coloniales | 99

Los hacendados tenían una presencia visible en la ciu­


dad. Como figuras de prestigio y precedencia, constituían
el núcleo básico de muchos cabildos municipales. Con fre­
cuencia poseían los cargos de más alta dignidad como los
de alférez real, depositario general y alcalde mayor. El
control de los cabildos no tenía fines simplemente simbóli­
cos o figurativos. A través de ellos incidían en la fijación de
los precios de la carne y el maíz.
Claro está, eran también los hacendados los que finan­
ciaban las fiestas cívicas y religiosas de las villas y ciudades.
Contribuían al jolgorio de las efemérides locales con algu­
nos toros para las corridas, costeaban, así mismo, la cera
para iluminar la iglesia y la pólvora para el convivio noc­
turno.
De otro lado, la pobreza de los cabildos del siglo xvn
encontró en la economía de las haciendas un potencial de
financiación. En épocas de calamidad las haciendas eran
obligadas a dar contribuciones con productos o en metáli­
co. En otras ocasiones, cuando la ciudad requería de traba­
jadores para componer el cauce de un río, aderezar un
puente, limpiar las calles o, incluso, reparar la iglesia o el
cabildo, se solicitaba el concurso de las haciendas.
Hacienda y ciudad mantenían un delicado vínculo so­
cial. En particular, durante las épocas de escasez y de altos
precios de los víveres, se sentían con intensidad en las ha­
ciendas. El historiador Germán Colmenares encontró que
en la Provincia de Popayán, ocurrieron tres grandes perío­
dos de crisis de abastecimientos: 1683-1689, 17 4 1-17 4 7 y
I 7^3_I 79°- Crisis que eran motivadas por las epidemias,
los veranos prolongados, las rivalidades entre varias ciu­
dades por el abasto, el consumo excesivo y la lejanía de los
batos con respecto a las ciudades.'4 Los efectos del desa-
14. Colmenares. Germ án. Popayán: Una sociedad esclavista, 1680-
r8n<>, Medellin, La Carreta, 1979, págs. 215-227.
I O O I PABLO R O D R Í G U E Z / BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

basto eran notables entre todos los vecinos, dando origen


al desorden social. En estas épocas, el abigeato y la cua-
trería hacían su aparición y no sólo en las propiedades
cercanas a las ciudades. Se trataba, casi siempre, de una
delincuencia para sobrevivir. Tres o cuatro mestizos o mu­
latos pobres se adentraban al anochecer en el campo, sa­
crificaban una res y retornaban al amanecer con las carnes.
Otras manifestaciones de tensión social las vivió la ha­
cienda con los grupos de gente pobre que se arraigaron en
sus confines. Los casos de las haciendas de los valles del
Cauca y del Magdalena revelan un cuadro de conflictos
muy variado. En algunos casos se trató de comunidades
con las que la hacienda coqueteó y trató de convertir en
arrendatarios. En otros, fueron arrendatarios que se alcan­
zaron en sus pagos y se negaron a abandonar las tierras.
Finalmente, en otros, se trató de palenques o comunidades
de arrochelados que vivían de algunos cultivos, la caza, la
pesca y de algún trato con la hacienda. El desafío de estos
palenques a la pretensión de las autoridades de transfor­
marlos en poblados, era un reto tácito al influjo de los ha­
cendados. Con frecuencia, un manto de violencia cubrió la
relación de las haciendas con los palenques, en algunos
pocos casos, como los de Atnaime y E l Bolo en el centro del
valle del Cauca, se creó una relación armónica.'5

15. Véase, Colmenares, Germán, “Castas, patrones de poblamicn-


to y conflictos sociales en las provincias del Cauca 18 10 -18 3 0 ”, en G.
Colmenares et al., I.a Independencia, ensayos de historia social, Bogotá,
1986; Bell, Gustavo, "Deserciones, fugas, cimarronajes, rochelas y
uniones libres: el problema del control social en la Provincia de Carta­
gena al final del dominio español 18 16 -18 2 0 ”, en (i. Bell, Cartagena de
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C asa y orden cotidiano en el
Nuevo Reino de Granada, s. xvm
PABLO
RO D RÍG U EZ JIM ÉN EZ

Universidad Nacional de Colombia

E yn el Nuevo Reino de Granada ninguna otra construc­


ción distinta a las visibles iglesias y a las sedes de los Cabil­
dos llegó a ser tan notoria como la casa colonial. Criolla,
mestiza o indígena, la casa era el lugar donde las familias
aseguraban un hogar, daban calor a sus días y conservaban
un honor. En la tradición castellana medieval todo indivi­
duo debía pertenecer a una “casa y solar conocido”, enten­
diendo por tal, que todo hombre o mujer, en la condición
de noble o siervo, debía pertenecer a un lugar. Pero esta
pertenencia a un lugar equivalía a participar de una familia,
de una comunidad. Así mismo, esta declaración distinguía
a los castellanos de los judíos, de los gitanos y de los con­
versos. Esta tradición se extendió al Nuevo Reino de G ra­
nada. Así, no era extraño que españoles recién llegados a
una ciudad y acogidos por una familia confesaran per­
tenecer a la “casa” de esta familia. Casa y familia tuvieron
entonces similar significado entre los sectores más hispani­
zados de la sociedad.
La casa de dos pisos fiie excepcional en la Nueva G ra­
nada. Salvo en Cartagena de Indias, donde barrios como
La Merced y San Sebastián casi constituían un conjunto de
1 0 4 I PARLO R O D R Í G U E Z JI M ÉN EZ

casas suntuosas de dos y tres niveles, la casa de una planta


fue el patrón común de las ciudades y villas coloniales. Las
pocas casas de dos pisos de cada lugar enmarcaban la pla­
za principal. A partir de la cual un variado paisaje de casas
de un nivel se alineaba hasta los extramuros de la ciudad.
La casa de alto y bajo, como se llamaba a la de dos pi­
sos, era propia de las familias más ricas. Se requería gran
capital para construir una edificación de esta complejidad.
La teja y el adobe empezaron a ser utilizados en el siglo
xvii, sin embargo no todas las poblaciones contaban con
fábricas para su producción, ni se los conseguía a lo largo
del año. El precio de la teja hacía de distintivo de las casas
que lo enseñaban en sus techos. La construcción de una
vivienda de dos pisos llevaba varios años. Hoy los restau­
radores de estas viviendas encuentran que muchas se
construyeron en forma interrumpida.
Las casonas de dos pisos que construyeron los enco­
menderos de los siglos xvi y xvn eran utilizadas como de­
pósito y como vivienda. En los cuartos del primer nivel se
amontonaban los productos que los indígenas pagaban
como tributo y se alojaba a la servidumbre. En el piso su­
perior se hallaban las alcobas de la familia. Esta distribu­
ción varió en el siglo xvm. El primer piso fue ampliado, las
familias trasladaron allí parte de sus alcobas, las áreas so­
ciales se impusieron y, en ocasiones, abrieron una tienda
con puerta o ventana a la calle. La cocina y la servidumbre
continuaron en el primer piso, aunque alrededor de un
nuevo patio. Estas casas tenían una puerta en un costado
para el ingreso de las bestias, la leña y el agua. Las vivien­
das de una planta, según fuera su tamaño, calidad y ubi­
cación, indicaban la condición social de sus propietarios.
Muchas casas cercanas a las plazas mayores se entremez­
claban con las de dos pisos, eran tan espaciosas como éstas
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnu | 105

y tenían una distribución armoniosa. Las más opulentas se


componían de dos y tres patios.
Una forma más modesta de casa de una planta, difun­
dida en todas las ciudades neogranadinas, fue la construida
en forma de L alrededor de un patio central. Se adornaba
con un contraportón que daba acceso a un espacioso co­
rredor. En éste se situaba el comedor y los muebles que
servían de sala. Las dos habitaciones que poseían se comu­
nicaban con el interior a través del corredor y, cuando da­
ban a la calle, con una ventana. En estas casas vivía la
gente de condición social media de las ciudades: blancos
pobres y mestizos de algún patrimonio. Este tipo de vi­
vienda era corriente en barrios como San Sebastián y San­
to Toribio en Cartagena, La Catedral y El Príncipe en
Santafé de Bogotá, San Benito, San Roque y San Lorenzo
en Medellin, San Agustín en Popayán, y Santa Rosa y San
Nicolás en Cali.
El bohío, o rancho de paredes de bahareque y techo de
paja, era la vivienda común de la gente pobre de todas las
ciudades coloniales. Estaba conformada por una sola alco­
ba que servía de dormitorio y sala. En la parte posterior
una hornaza bajo una enramada de techo pajizo sin pare­
des era toda la cocina. En cada lugar, éstas indicaban que
allí vivían indígenas, mulatos y negros. El aspecto rústico
de estas viviendas fue el rasgo distintivo de los barrios Las
Nieves y Santa Bárbara de Tunja y Santafé de Bogotá, de
Santo Toribio y Getsemaní de Cartagena, de Guanteros y
Quebrada Arriba en Medellin y de San Nicolás y San
Agustín en Cali.
Estas diferencias pueden apreciarse en los recuentos
que las mismas autoridades coloniales efectuaron de las
viviendas de algunas ciudades. Popayán, por ejemplo, en
1807 poseía 73 casas de dos plantas, 307 de un piso con
techo de teja y 491 con techo de paja. Cartagena de Indias,
I O Ó | PABLO R O D R Í G U E Z JI M É N E Z

en 1777, tenía 7 19 casas de una planta y 222 de dos pisos


(en estado inhabitable se econtraban 38 casas de una plan­
ta y 8 de dos). Y Medellin, en 1786, estaba conformado por
4 casas de dos plantas, 92 de un piso con techo de teja y
279 con techo de paja. Por supuesto, las casas en estas ciu­
dades también se distinguían según tuvieran o no solar y
cocina independiente.
La cocina constituía uno de los espacios más impor­
tantes de las casas coloniales. Situada en la parte posterior
de cada vivienda, en ocasiones aislada del conjunto resi­
dencial para prevenir los frecuentes incendios, en la cocina
se preparaban los alimentos, y era el lugar donde se man­
tenía encendido el Riego. Tal vez no existía lugar más acti­
vo y social de cada casa que su cocina. En las viviendas
pobres, la cocina estaba en el patio, cubierta por una enra­
mada.
Con excepción de las grandes casas coloniales, el co­
mún de las viviendas de la época poseía muy pocas alco­
bas. Las grandes casonas cartageneras y payanesas tenían
numerosos cuartos para la familia, parientes, visitantes y
sirvientes. En éstas, la alcoba tendía a ser un espacio priva­
do, individual. No obstante, la mayoría de las viviendas
sólo poseía uno o dos cuartos en los que se dormía, comía
y vivía. La casa de los pobres, mestizos, indígenas y mula­
tos se componía casi exclusivamente de una alcoba, en la
que se encontraba un camastro y los pocos muebles que
conformaban su menage.
Esta estrechez de la vivienda era advertida y denuncia­
da como la causa de la promiscuidad en que vivían mu­
chos sectores de la población. AI respecto, el capuchino
Joaquín de Finestrad, que había recorrido distintas regio­
nes del Nuevo Reino, se lamentaba en su notable escrito,
E l Vasallo Instruido, en los siguientes términos: “...aun
aquellos que tienen la proporción en sus casas, de cuyo be­
Cosa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Gravada, s. xrm | 107

neficio carecen los más, viviendo en unas pobres chozas, y


viéndose por esta razón precisados a dormir en cama fran­
ca, o común a todos; hermanas con hermanos, y padres
con hijas, o a ser éstos testigos oculares del recato matri­
monial tan recomendado”.1 Unido a la restricción de espa­
cio estaba el hecho de la casi total ausencia de puertas que
aislaran los cuartos interiores. Aquí todo era visto, todo era
escuchado. Lo íntimo individual, lo que se entendía como
privado, era el espacio de la familia. En Popayán, una mu­
jer se extrañaba de que su esposo se molestara porque le
había interrumpido la lectura. El archivo judicial de la
época no cesa de decírnoslo, en esta sociedad con tantas
ranuras y tabiques todo era visto, pero especialmente lo
anormal y lo ilegal.

F on n as d e v iv ir

Uno de los hechos más notables de la vida familiar colo­


nial era que ésta muchas veces se compartía con parientes
lejanos, con esclavos y sirvientes. En los distintos sectores
sociales, la familia no estaba conformada exclusivamente
por los padres y los hijos, pues normalmente la formaban
también abuelos, tíos, primos, suegros, yernos, cuñados y
ahijados. En cada historia familiar distintas razones econó­
micas, demográficas o circunstanciales conducían a que la
vida familiar fuera compartida con otros. En algunos luga­
res esto llegó a ser tan común, que a los primos hermanos
simplemente se les llamaba hermanos. La adopción de
huérfanos y la hospitalidad a desvalidos era un hecho na­
tural y desprejuiciado. Así mismo, la costumbre de la po­
sesión de esclavos domésticos era algo más que una
inversión económica. Con demasiada frecuencia los escla­

1. |oaquín de Kincstrad. E l Vasallo Instruido en el Nuevo Reino de


Granada, r 789. manuscrito. Biblioteca Nacional.
1 0 8 | PABLO R O D R ÍG U E Z J IM ÉN EZ

vos daban a sus amos, además de servicios durante toda su


vida, compañía y afecto.
La familia compuesta por tres generaciones, padres,
hijos y nietos, parecería haber sido más frecuente entre
quienes tenían un patrimonio. A pesar de haber existido
un régimen igualitario de herencia y derechos de los hijos
a reclamar las partes en el momento de su matrimonio,
muchos padres exigían a los hijos continuar residiendo en
casa. Establecer una nueva casa era algo sumamente one­
roso. El hecho es que, en cada ciudad, entre los grupos
solventes de la sociedad, encontramos casas donde los
abuelos convivían con dos o tres hijos casados, sus respec­
tivas esposas y sus nietos. En algunos casos, los padres
condicionaban el permiso de matrimonio de sus hijos a
que la nueva pareja continuara a su lado. Forma sutil de
hacerse a una compañía y a unos brazos para el trabajo.
Red que no ocultaba su influencia sobre el diario vivir y el
destino de estas parejas.
Un factor que limitaba la existencia de familias de tres
generaciones era la temprana edad a la que se moría. Me­
nos del 7% de la población de las ciudades superaba los 55
años, y eran los hombres quienes primero sucumbían en
esta fatal demografía. Así, aunque el común de la pobla­
ción de las ciudades contraía nupcias y concebía sus pri­
meros hijos relativamente temprano, pocos nietos tenían
la oportuidad de conocer y convivir con sus dos abuelos.
El caso más frecuente era criarse con los padres y con una
de las abuelas.
La circunstancia de vivir distintos hermanos con sus
hijos en casa de los padres, motivados por necesidades
económicas y afectivas, no dejaba de presentar situaciones
reveladoras. A la muerte de los padres, recibían en heren­
cia fracciones de una casa que podían conservar durante
muchos años. En el centro de Medellin, a fines del siglo
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xivi | 109

xvm, cuatro hermanos Alvarez compartían la casa que ha­


bían heredado. Cuando en una ocasión debieron declarar
la porción que cada uno tenía, dos afirmaron poseer de a
séptimas partes y dos de a parte y media. Hecho intere­
sante en estos casos es descubrir que la tutoría de la casa
recaía no siempre en un hombre. En el caso comentado se
trataba de la hermana mayor doña Gregoria Alvarez, casa­
da con don Miguel Góm ez.J
En ocasiones, también, el parentesco familiar determi­
naba la vecindad. En barrios de reciente conformación o
que habían conservado lotes baldíos, hermanos y primos
recibían en herencia fracciones de un predio donde levan­
taban sus casas, y se convertían en vecinos. Calles como la
de El Rosario o El Carnero en el barrio Guanteros de M e­
dellin, eran reconocidas como de las familias Olarte y
González. El parentesco aquí no se reducía a una casa,
abarcaba la calle y el barrio. Lo público, es decir la calle,
era alterado por lo doméstico que no se contenía en un es­
pacio privado.-1
La convivencia de distintas familias en una misma casa
no es un hecho reciente. Ya en el siglo xvm distintas ciuda­
des colombianas observaban este fenómeno. En Cartagena
de Indias, Tunja y Santafé se nombraba como “tiendas”,
“asesorías”, “dichas” y “cuartos” a las partes de las casas en
las que vivía una familia. Numerosos caserones de Carta­
gena de Indias eran habitados por seis, ocho y hasta once
familias. Por supuesto, la mayoría eran familias pertene-

2. I/» casa de los Álvarez estaba situada en la manzana N ° 26. A r­


chivo Histórico de Antioquia. Padrón de Mcdcllín, 1787, vol. 340, doc.
6503, fol. 289.
3. Ixis Olarte ocupaban 4 de las 13 casas de la calle del Rosario,
mientras que los González habitaban tres de las siete residencias de la
calle El Carnero. Archivo Histórico de Antioquia, Padrón de Mcdcllín,
1786, vol. 340. doc. 6503, Ibis. 245-260.
H O I PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

cientes a las castas de mulatos y pardos. Sin embargo, con­


viene tener en cuenta que en muchos de estos casos los
miembros de la familia jefe eran blancos empobrecidos. Y,
aunque esta modalidad de vida era más frecuente en los
barrios populares de Getsemaní y Santo Toribio, en La
Merced y San Sebastián no se desconocía. Un ejemplo no­
table de cómo vivían estas familias lo podemos encontrar
en una de las casas de la Calle Nuestra Señora de las A n­
gustias del barrio La Merced. En la parte alta y principal
de la casa vivía el presbítero don Joseph Mendoza en com­
pañía de su hermana Eugenia, quienes eran asistidos por
seis esclavos de distintos sexos y con edades que oscilaban
entre los 18 y los 5 1 años. En esta misma área superior vi­
vía su hermano, el recaudador del derecho de Sisa de la
ciudad, don Felipe de Mendoza, con su esposa, cuatro hi­
jos y tres esclavos. En la parte inferior de la casa vivía el
oficial de contaduría don Joseph de Paz con doña Teresa
de Mendoza, hermana de aquéllos, con sus siete hijos y
dos esclavos. En un costado de este piso vivía doña Mel-
chora de Paz, hermana del anterior, abandonada de su
marido pero acompañada de cinco esclavos. En un rincón
y hacia el patio, estaba la alcoba de una mulata ya anciana,
sostenida por su hijo, José Olivo, oficial de sastrería, y
acompañados de una mujer de treinta años y de un niño
expósito que habían recogido tiempo atrás. Más al fondo,
se encontraba un cuarto donde vivía el mulato Anastasio
Galindo, dedicado a la carpintería, con su esposa y una
hija de ocho años. Finalmente, una última alcoba estaba
alquilada a unos comerciantes que guardaban allí sus mer­
caderías.4

4. Se trata de la casa N ° 2, manzana N ° 1, de dicha calle. Archivo


General de la Nación, Padrón del Hamo de Nuestra Señora de la M er­
ced de Cartagena de Indias, Milicias y Marina, 177 7, t. 14 1.
Casa v orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 1 1 1

Como puede observarse, en una casa más o menos ex­


cepcional de la época, convivían 41 personas de los grupos
blanco, mulato, pardo y esclavo. Conformaban seis fami­
lias, varias con un origen muy próximo, otras simplemente
anexadas a esta gran comunidad doméstica. Aquí, aunque
puede suponerse que existían áreas reservadas para cada
familia, las zonas comunes debían ser muy importantes. El
zaguán, los corredores, la escalera, el patio, la cisterna de
agua, el depositorio, la cocina y el comedor eran lugares de
encuentro cotidiano en los que se daba la comunicación y
se reforzaba la solidaridad. No obstante, en estas casas de
tantas almas, niños y avatares, cada uno debía inventar su
lugar y momento de privacidad.
Un aspecto trascendental de la vida familiar colonial
empezó a ser el surgimiento desde el mismo siglo xvm de
la familia “reducida”, o mejor, conyugal. Algo más de la
mitad de las familias de las principales ciudades colombia­
nas estaban conformadas por los cónyuges y sus hijos. En
ocasiones este núcleo se distorsionaba con la muerte de
uno de los padres y se transformaba en el de las familias
constituidas por una viuda o un viudo con su prole. Tam ­
bién era muy frecuente que un rápido matrimonio de la
viuda o el viudo recompusiera esta unidad. Esta estructura
familiar estaba presente en todos los sectores sociales.
Aunque parecería que era dominante entre los blancos po­
bres, los mestizos y los mulatos, cuando las circunstancias
económicas los obligaban, expulsaban a los hijos mayores
para que buscaran su sustento.
Así, distintos factores sociales provocaban severos des­
garramientos en el orden familiar, dando lugar a formas de
convivencia bastante atípicas para nuestra imagen del
mundo colonial. Al observar más en detalle las personas
que vivían en cada una de las casa de estas ciudades se ha
revelado un hecho sumamente interesante: el crecido nú­
I 12 | PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

mero de personas solitarias que las habitaban. Se trataba


de gente adulta que compartía una vivienda, en la que reci­
bía compañía y servicios. Podía tratarse de una viuda que
vivía con una esclava, o de dos mujeres de las castas que
vivían solas; no faltaban hermanos que se habían conserva­
dos célibes y decidían no separarse, comerciantes acompa­
ñados de un sirviente y ancianos asistidos por una esclava.
Los ancianos ricos o de condición modesta, viudos o solte­
ros, podían asistirse de sirvientes. Entre los pobres, los
infortunios de la existencia, parecerían acercarlos en busca
de ayuda mutua.
La casa y la vecindad eran lugares de solidaridad y de
fraternidad pero también de competencia de intereses se­
xuales, económicos y personales. La proximidad con que
se vivía exponía a las personas a roces que se expresaban
en forma verbal o de hecho y que generalmente herían el
honor. El comportamiento de una persona no era ajena a
los vecinos, pues se compartían callejones, patios y solares.
En el momento de un altercado, lo íntimo se volvía mate­
ria de acusación. En la acusación personal, la casa era
puesta en cuestión.

Nacer, casar y morir en casa


Es probable que una de las diferencias más significativas de
la sociedad colonial con la sociedad moderna consista en
que los tres acontecimientos decisivos en la vida de todo
individuo ocurrían en casa, rodeados de parientes y ami­
gos: se nacía en el lecho de la madre, asistido por una
partera y ante la expectativa de los familiares. La madre
embarazada no tenía el recurso de un médico ni de una
bibliografía que la instruyera. La comprensión de su estado
y de los cuidados que debía tener le eran dados por las mu­
jeres mayores. Las matronas transmitían consejos, recetas,
y también prejuicios. A las embarazadas se les recomenda­
Casa v orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 1 13

ba principalmente prudencia en los movimientos, evitar las


corrientes de aire y negarse a toda relación sexual con su
marido. De otro lado, un consejo obligado, aun para las
esclavas, era enriquecer la dieta en los últimos tres meses.
Resultado de los insuficientes conocimientos médicos
y de la falta de asepsia en el parto, la mortalidad infantil se
presenta como uno de los hechos más dramáticos en el
pasado. En estas circunstancias, el nacimiento era un triun­
fo de la vida, entendido como un regalo del Señor. La
muerte de los infantes era tan habitual, que en muchos ca­
sos los padres 110 hacían presencia en sus entierros. La
Iglesia, previendo complicaciones en la infancia, recomen­
daba a los padres apresurarse a bautizar al recién nacido,
hecho que ocurría en los dos o tres días siguientes al naci­
miento en la pila que para este efecto poseía cada parro­
quia.
La fórmula “Yo te bautizo, en el Nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, Amén", fue establecida y difun­
dida por el Concilio de Trento. La ceremonia del bautizo
era sencilla: se componía de la ablución con agua bendeci­
da, la recitación de la fórmula y la asistencia de los padres
y de dos padrinos. La sola presencia de los padrinos en la
ceremonia les otorgaba parentesco espiritual con la criatu­
ra. Un aspecto importante del bautismo era la designación
de un nombre. Los nombres de pila coloniales revelan los
acentos religiosos y devocionales de la comunidad. Los
nombres del siglo xvi estaban muy asociados al antiugo
santoral cristiano. Durante los siglos xvn y xvm, se hicie­
ron familiares los nombres de algunos santos y jerarcas
patrocinados por las comunidades religiosas. Entre los
hombres los nombres más acostumbrados eran José, Ig­
nacio, Francisco, Antonio, Mariano y Vicente. Entre las
mujeres, el culto mariano determinó decididamente sus
nombres. María se convirtió en el prefijo de los nombres
I T4 | PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

más corrientes: Josefa, Gertrudis, Javiera, Ana, Ignacia, Ca­


tarina, Manuela, Juana y Antonia. Muchos de éstos, puede
observarse, eran feminizaciones de los nombres de santos
varones. Los nombres de Jesús yjesu sa sólo se populariza­
ron en el siglo xix.5
La mayoría de los niños venían al mundo en los meses
de agosto, octubre y mayo. De acuerdo con las estadísti­
cas, las parejas concebían sus hijos en los meses de no­
viembre, enero y septiembre. El mes de nacimiento estaba
muy determinado por las recomendaciones eclesiásticas
de hacer veda sexual en las épocas de Cuaresma y de Navi­
dad. Justamente, los meses en que menos niños nacían
eran diciembre y enero.
Cada familia tenía en promedio cuatro hijos que llega­
ban a la edad adulta. En sus testamentos, los padres y las
madres nombran a algunos de sus hijos fallecidos en la
adolescencia y en la juventud. Con sentimientos de dolor y
nostalgia hacen memoria de un afecto profundo. Los ni­
ños de menos de diez años apenas si son recordados. Este
silencio sobre los niños muertos al nacer o en su infancia
hace difícil conocer cuántos alumbramientos llegaban a te­
ner las mujeres coloniales. No obstante, nunca fueron tan­
tos como usualmente se piensa. Las familias de más de
diez hijos en la época colonial Rieron una excepción, inclu­
so en Medellin. El tamaño sorprendente de las familias de
distintas regiones del país fue un fenómeno que sólo empe­

5. N o sobra considerar que en el momento del bautismo los niños


y niñas recibían los apellidos de sus padres. Cuando carecían del ape­
llido del padre, porque nacían de relaciones ilegítimas o porque eran
expósitos, podían ser bautizados con el nombre de la población de ori­
gen: com o María Rosalía Duitama o Tom asa de Ubaté. En algunos ca­
sos también se usaban referencias a la geografía o a un oficio: Juana
Rita Montes, José Antonio Cogollos o Juan Francisco Pilador, Lau­
reano Carbonero, Vicente Labrador.
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 11 5

zó a darse a mediados del siglo pasado, cuando se amplió


la frontera agrícola y se conformó la unidad doméstica
campesina.
De otro lado, el matrimonio, más que una necesidad
era una ambición de todos los hombres y las mujeres. El
matrimonio era tanto la celebración de un sacramento de
la Iglesia como el más importante ritual du passage que
marcaba la vida de todo individuo. El significado del ma­
trimonio católico difundido por los clérigos llegó a calar
hondo en la población neogranadina. A pesar de las licen­
cias que la sociedad otorgaba a la sexualidad masculina y
de la serie de factores sociales que llevaban a muchas per­
sonas a vivir en concubinato, el matrimonio era considera­
do como el estado ideal de hombres y mujeres.
La selección de un pretendiente era un asunto que
involucraba a toda la familia. Los arreglos matrimoniales
los llevaban a cabo tíos o los mismos padres, que examina­
ban al pretendiente futuro ideal para sus sobrinas e hijas.
En otros casos era el propio interesado, acompañado de
un padrino o un benefactor quien visitaba al padre de la
novia para manifestarle sus intenciones y considerar las
nupcias. Conversaciones privadas en salitas amobladas
con canapés y silletas, se trataban los términos formales y
la fecha de las nupcias. Entre los estratos medio y alto de la
sociedad, la decisión matrimonial era considerada dema­
siado importante como para dejarla en manos de los jóve­
nes. En este medio los jóvenes no elegían sus cónyuges. La
alta estima en la que se tenía la dote entre los contrayentes
envolvía de formalidad las nupcias y situaba a los padres
en el centro del juego.
El celo de los padres y de los familiares sobre los pre­
tendientes de los jóvenes se orientaba principalmente a
impedir los matrimonios con inferiores raciales. La socie­
dad criolla vivía con especial aflicción las uniones que in-
I l 6 | PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

tentaban sus integrantes con gente mestiza o mulata. Una


actitud que tenía respaldo jurídico era oponerse al consen­
timiento de tales uniones, hecho con el cual se perdían los
derechos hereditarios y los clérigos debían apartar su ben­
dición. Una estrategia, probablemente inconsciente, fue
aconsejar la conveniencia de los matrimonios entre fami­
liares. Las uniones entre parientes se arreglaban para forta­
lecer los nexos familiares, robustecer las economías de tíos
y primos, y para excluir a la gente de dudosa condición
racial y social. En ocasiones, también, el prejuicio contra
los extraños conducía a robustecer las alianzas familiares
entre componentes de un mismo grupo socio-profesional.
De las últimas décadas del siglo xvi se conocen las uniones
entre encomenderos; en los siglos x v i i y xvm se hicieron
corrientes los matrimonios entre familias de mineros, co­
merciantes y hacendados.
Carecemos de un estudio que nos indique cuál era la
edad a la que hombres y mujeres contraían nupcias. Sin
embargo, si restamos un año a la edad promedio en la que
a fines del siglo xvm las madres habían tenido su primer
hijo, podemos establecer que las mujeres contraían matri­
monio hacia los 22 años. Esta edad debía variar de acuer­
do a la condición racial, social y regional de las mujeres. Es
probable que la edad de las mujeres blancas y mestizas
urbanas fuera mayor que la de las mestizas, mulatas e indí­
genas rurales. Sobre la edad de los hombres siempre se ha
considerado que era mayor. Un hecho cierto es que la dife­
rencia promedio de edad entre las parejas urbanas del
Nuevo Reino de Granada oscilaba entre 6 y los 10 años.
Pocas parejas tenían edades cercanas, en cambio muchas
presentaban diferencias de entre 16 y 30 años.
Desde el Concilio de Trento la celebración del matri­
monio debía efectuarse dentro de una iglesia. Sin embargo,
según hemos advertido, en el Nuevo Reino a mediados del
Caso y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 1 1 7

siglo xvm, continuaban realizándose ceremonias nupciales


en casas de particulares notables. Para dar inicio formal a
un matrimonio, las normas exigían la presentación de una
información matrimonial confirmada por dos vecinos.
También, los novios debían hacer confesión cristiana so­
bre su auténtica motivación matrimonial, sus posibles
noviazgos y experiencias sexuales anteriores. Toda cere­
monia era anunciada a la comunidad durante tres domin­
gos consecutivos. Solo en casos en que las autoridades
eclesiásticas consideraran conveniente obviar las procla­
mas dominicales para defender un matrimonio se realizaba
la ceremonia en la misma semana del anuncio.
Las nupcias coloniales se celebraban muy temprano en
la mañana y de manera bastante sobria. No se hacía gasto
en coros o misas especiales. Las parejas asistían acompa­
ñadas de sus familiares y de dos testigos. No existía una
formalidad en cuanto al vestuario, simplemente se vestían
las mejores prendas sin reparos de color. El momento más
importante de la ceremonia lo constituía la respuesta de
los novios a la pregunta del sacerdote: “Acepta Ud. fulana,
como esposo a fulano?” El clérigo debía interrogarlos y
asegurarse de que establecían el vínculo con absoluta liber­
tad de consentimiento. Concluida la misa, los asistentes
eran invitados por los padres de la novia para festejar el
acontecimiento.
Los meses preferidos para efectuar los matrimonios
eran febrero, mayo y noviembre. Estas fechas podían ser el
resultado de la negativa de los clérigos para efectuar vela­
ciones en el Adviento y en la Cuaresma. Cabe señalar que
las parejas no iban a vivir inmediatamente lejos de sus
padres, los primeros años debían pasarlos junto a ellos
mientras acumulaban el capital necesario para adquirir una
vivienda independiente.
Finalmente, toda persona esperaba morir en casa,
Il8 | PABLO R O D R Í G U E Z J I M É N E Z

acompañada de sus familiares y vecinos, y asistido espiri­


tualmente por un representante de la Iglesia. Para todo
feligrés la muerte era un trance sumamente difícil, por lo
cual tomaba precauciones para evitar la condenación eter­
na. Se debía asegurar el auxilio de la Iglesia en el momento
de la agonía y una adecuada inhumación bajo la protec­
ción de una advocación cristiana.
Desde temprana edad la gente de algún recurso adqui­
ría “asiento y lugar” en la Catedral o en una parroquia. El
primero le garantizaba un puesto cómodo y acorde con su
rango en las misas y fiestas religiosas. El segundo, le reser­
vaba un sitio eterno bajo las baldosas de la iglesia y cercano
al santo de su devoción. Reposar en el propio claustro de
santidad católica debía calmar en alguna medida la ansie­
dad de la muerte.
Los testamentos, tan propios de la época colonial, no
sólo eran escritos por las personas ancianas o enfermas. El
temor a una muerte intempestiva hacía que aun la gente
jóven y robusta legara lo que consideraba su “última vo­
luntad”. La redacción de este solemne documento era la
ocasión de reconocer la elemental humanidad, de arrepen­
tirse, de perdonar, de confesar lo inconfesable y de solicitar
en forma detallada el sepelio y el entierro deseados.
Las ceremonias más vistosas eran aquellas en las que el
difunto era acompañado por un séquito de frailes y sacer­
dotes, la misa cantada, las campanas puestas al viento y el
cortejo marchaba con cruz en alto. Cada testador asignaba
una suma de dinero a lo que denominaban “las mandas
forzosas”, especie de limosna para el mantenimiento de las
misas que la parroquia ofrecía por las benditas ánimas del
purgatorio. Un monto distinto de dinero era utilizado en
fundar capellanías para asegurar misas semanales, mensua­
les o anuales por el descanso del alma del testador. Otra
cantidad podía ser dedicada a mantener encendida una o
Casa y orden cotidiano en el N uevo Reino de G ranada, S. xvm

ii
«1

fiT

Plano de casa en
G irón.
1776 .
A rch ivo G eneral
de la N ación.
M apoteca 4
N ° 605a.

V irgen de Chinquinquirá
con donante enfermera
doña M aría Jesús
X aram illo y G avidiria.
18 13 .
M useo de Antioquia.

Probanza de lim pieza de linaje


de don A n selm o de V ierna y
M azo.
1795-
Biblioteca N acional. Raros y
Curiosos. L ib ro 19 1 N ° 374.
D e español e india nace mestizo.
Ju a n y M an u el de la Cruz.
G rabado coloreado.
1 7 7 7 - 1788.
B iblioteca L u is-A n g e l A ran go. Sala
M anuscritos 3 91 . 09 46 . C1 5C.

D e negro y española nace mulata.


Juan y M an u el de la Cruz.
G rabado coloreado.
1777-1788.
B iblioteca L u is-Á n g e l A ran go. Sala
M anuscritos 3 91 . 09 46 . C1 5 C.

D e mulato y española nace morisco.


Ju a n y M anu el de la C ruz.
G rabado coloreado.
17 7 7 -17 8 8 .
Biblioteca L u is-A n g e l A ran go . Sala
M anuscritos 3 9 1.0 9 4 6 . C 15 C .
Casa v orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 119

varias velas a la imagen de una santidad. Los capitales le­


gados a la Iglesia por voluntad testamental, llegaron a ser
auténticas fortunas. Cabe señalar, también, que el momen­
to de la muerte llamaba a realizar buenos actos y especial­
mente a dar muestras de espíritu piadoso. Un aspecto
interesante de los testamentos coloniales era la decisión
cristiana existente de libertar a los esclavos más fieles y la
concesión de un rubro de dineros que se dejaban para so­
correr a familiares y a criados desvalidos.

E l uso del tiempo diario


El orden cotidiano del hogar era regulado por dos activi­
dades: orar y comer. Alimento espiritual el uno, alimento
corporal el otro. Antes del amanecer y hacia las seis de la
mañana, la familia se reunía a rezar. Daba gracias por el
nuevo día y encomendaba las tareas a realizar. Los alimen­
tos del día, el almuerzo y la comida, se agradecían con una
oración. En la noche, la familia se reunía de nuevo para re­
zar el rosario. Las horas de oración eran tan cumplidas,
que constituían la referencia de horas de la comunidad. No
se decía “al despuntar el alba” o “como a las siete de la ma­
ñana” sino “después de la primera oración”.
Cada hogar aspiraba a una imagen de santidad. Las
paredes de los salones y las alcobas se decoraban con lien­
zos y retablos de imágenes cristianas. Normalmente eran
representaciones de cuerpo de algún santo o de un pasaje
bíblico. Otras imágenes apreciadas eran los populares ex­
votos, simbólicas narraciones de gratitud por un favor reci­
bido. En un rincón de un zaguán o de una alcoba principal
se situaba el altar doméstico, sitio en el que se efectuaban
los rezos colectivos. Algunos de estos altares eran suntuo­
sos, y alcanzaban a contener imágenes de bulto de santos
traídas de ^uito y Lima. Las promesas religiosas y las
penitencias que imponían los clérigos eran rezos cotidia­
1 2 0 I PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

nos del santo rosario en casa. Más allá de las iglesias y con­
ventos, en los hogares, se vivió una intensa religiosidad
doméstica. Hoy sabemos que esta manifestación estuvo
asociada también a la escasez de conventos femeninos y a
su definido carácter elitista. Una de las labores cotidianas
más importantes de los hogares coloniales era encender y
conservar el fuego. Labor esencialmente femenina, al
prender las primeras brasas en la cocina empezaba el día.
En la época se acostumbraban tres comidas principales y
tres ligeras. Las primeras estaban compuestas por el desa­
yuno, la comida y la cena. Las segundas, que variaban de
denominación en cada región, eran los “tragos” del desper­
tar, las onces o medias nueves y la merienda de las cinco
de la tarde. Esta cadena de comidas obligaba a mantener el
fuego encendido en la cocina y a una gran actividad de las
mujeres en casa. En la noche siempre debía mantenerse a
mano un tizón encendido para iluminar los cuartos o el
camino por el corredor.
Otro elemento doméstico asociado a la naturaleza fe­
menina era el agua. El agua debía traerse a casa en pesados
toneles desde los arroyos o las fuentes vecinas, transporte
que constituía un oficio no exclusivamente masculino. Su
uso debía mediarse y cuidarse. Se distribuía en las fuentes
de las habitaciones para el lavado de las manos y el rostro.
En la cocina se la requería para la cocción de los alimentos
y la limpieza de los utensilios de plata, porcelana o simple
madera. En el patio también se la almacenaba para dar de
beber a los sirvientes, a las bestias y asear las bacinillas. Así
mismo, eran las mujeres las que lavaban a los niños y a los
enfermos.
Disponer y asear la casa era tarea cotidiana. Después
del desayuno, señoras y sirvientes se entregaban a la lim­
pieza de alcobas y zaguanes. La ropa de vestir y de cama
se lavaba en las quebradas. La leña era almacenada y dis­
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 1 2 1

puesta en la cocina. Las carnes se salaban y colgaban de


cordeles. En el patio se contaban los huevos y se daba el
alimento a las gallinas y los caballos.
La comida o nuestro actual almuerzo se sem a hacia
las dos de la tarde. En ocasiones las muchachas debían
llevar estas viandas hasta los extramuros de la ciudad, don­
de los hombres cultivaban una era o encerraban las reses.
Después de la siesta mediterránea llegaba el momento
propicio para las visitas. Visitar o ser visitado se tomaba
con cierta formalidad. Entre las mujeres de las clases me­
dia y alta se tejía, bordaba y zurcía, animando conversacio­
nes y cantos de estribillos. Entre familias, las visitas se
recibían en el salón principal, se acompañaban de alguna
bebida, vino o chocolate. Estas ocasiones se aprovechaban
para comentar las novedades de la ciudad, presentar las
habilidades musicales de alguna hija o anunciar noviazgos
y matrimonios.
Entre los sectores populares la vida cotidiana estaba
definida por el trabajo. La variedad de oficios que realiza­
ban tanto hombres como mujeres se ejecutaban muchas
veces en casa. El exiguo espacio de la casa servía de
vivienda y de lugar de trabajo. Los herreros, carpinteros,
curtidores, zapateros, sastres, sombrereros, plateros y las
cigarreras, tejedoras, costureras, hilanderas, encajeras y
muchísimos otros artesanos tenían sus talleres en su pro­
pia vivienda. Este hecho, por el número de artesanos que
había en cada ciudad, debería hacernos dudar de la tradi­
cional idea según la cual el rol masculino era externo a la
casa. En los sectores populares, especialmente en el de los
artesanos, los hombres pasaban el día trabajando en casa,
los movimientos de la gente de la casa no les eran extraños
y recibían la ayuda de sus esposas e hijos.
Las familias artesanas eran también escuelas de tra­
bajo. Uno o varios de los hijos de un artesano seguían el
1 2 2 I PABLO R O D R I G U E Z J IM ÉN EZ

oficio de su padre. En su ausencia, un sobrino o un joven


del vecindario hacía las veces de aprendiz. A los adoles­
centes que trabajaban en un taller, con tan solo nueve o
diez años ya se los nombraba por su oficio. A la muerte del
padre, el hijo mayor heredaba las herramientas y el buen
nombre del padre. Y a en la época colonial los oficios eran
asunto de familia, como conformando un linaje.

E l horno de la casa
Tal vez el fenómeno más complejo de nuestra culturas
hasta tiempos recientes era la manera como el honor fami­
liar estaba anclado en la sexualidad. A diferencia de otras
culturas, en las que el honor se fundamentaba en la ri­
queza, en la espiritualidad o en el vigor físico, en la nuestra
estaba contenida en la pureza sexual de las mujeres. En la
vida cotidiana este hecho se tradujo en una especial apre­
hensión de los padres y los maridos hacia sus hijas y es­
posas, reservando su virginidad para el matrimonio y
cuidando que todo nacimiento fuera legítimo.
En la época no existía capital más preciado que el del
honor. El honor era asunto de hombres aunque encarnado
en sus mujeres. Bien sabemos que los escritores del Siglo
de Oro encontraron en el honor la fuente principal para
sus dramas. Aún recientemente, y cerca a nosotros, G a­
briel García Márquez insistía en el tema en su Crónica de
una muerte anunciada. Se podía ser pobre pero con un
honor limpio. Toda afrenta al honor familiar era vivida
con especial dramatismo psicológico y social, por lo que
las familias y la comunidad cuidaban celosamente de con­
servar su orden sexual y moral. No obstante, con relativa
frecuencia el honor de las familias se veía menoscabado
por hechos escandalosos. Muy lamentados eran la pérdida
de virginidad y los embarazos prematrimoniales de las hi­
jas. Seducidas con promesas de matrimonio y luego aban-
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 123

donadas, las muchachas, principalmente de los sectores


populares, debían afrontar el reparo de la familia y el ve­
cindario. Estos quebrantos al honor familiar eran más sen­
sibles cuando provenían de un joven mulato y pobre. En
este caso los padres se veían ante la disyuntiva de forzar un
matrimonio que reparara el daño y aceptar una criatura de
color.
El honor familiar estaba comprometido también en la
fidelidad de las esposas. Hecho azaroso y sumamente
compleio, la infidelidad de las esposas era más una inven­
ción que un hecho rutinario. En muchos casos los maridos
que alegaban infidelidad de sus esposas sólo buscaban
ocultar el abandono a que las tenían sometidas o sus pro­
pios concubinatos. Un hecho real es que la comunidad
actuaba como un control implacable sobre el orden con­
yugal. En las ausencias de sus maridos, todos los mo­
vimientos y conversaciones de las esposas de mineros y
comerciantes eran observados por los vecinos. De regreso
a casa, el marido recibía, como chisme o como escrito
anónimo, la información de la conducta que un vecino re­
celoso considerara impropia.
La reacción de los hombres ante la pérdida del honor
siempre fue dramática. En esta sociedad que exaltaba la
limpieza del honor, los reveses sufridos provocaban en los
hombres severos conflictos de conciencia. Probablemente,
en este aspecto, la sociedad colonial demandó del hombre
un tutelaje demasiado difícil de cumplir, a pesar de las pre­
rrogativas de autoridad de que estaba investido ante su es­
posa y sus hijos. En un caso un padre que veía a su hija
embarazada sin haber sido tomada en matrimonio, relata­
ba así su dolor: “Quando hablo de la desonra de mi cassa
me ruboro, el corazón se funesta, manda lagrimas a los
ojos y sólo me permite dar una idea oscura de mi sitúa-
1 2 4 I PABLO R O D R Í G 1IKZ J I MÉ N E Z

ción”.6 En otra ocasión, un esposo sólo atinó a encontrar


en el suicidio remedio a la desolación que le embargaba el
adulterio de su mujer.7 Las historias de honor familiar casi
siempre narran escenas que representan una violencia so­
bre un espacio sagrado: el hogar. Un hombre que escala
una pared para buscar a su amada, un familiar que abusa
de la confianza o un alcalde que irrumpe en la casa derri­
bando puertas tras supuestas ilicitudes. Es llamativo que el
relato de estos hechos se construya con un lenguaje parti­
cular que oscila entre lo jurídico, lo religioso, lo moral y lo
circunstancial.
Cabe mencionar que el honor de la casa no era un bien
privado sino público.8 En el honor se fundaba el buen
nombre y buena fama de una persona o una familia ante la
comunidad. El ocultamiento de su pérdida o el desprecio
de su valor eran delatados por la comunidad. A través de
actos simbólicos, de rumores, de injurias verbales y de es­
critos satíricos, los vecinos ejercían un control y un castigo
a quienes lo perdían. La materia de la que se servían los al­
caldes y los jueces para inquirir en el mundo doméstico
eran los rumores y palabras callejeras. El alcalde de barrio
era un escucha del rumor popular. Sus acciones, además,
daban fuego al cotilleo del vecindario. El chismorreo del

6. Archivo Histórico de Antioquia, Medellin, Criminal B 10 1, leg.


i8 o o -r8 io , d. 15, 1806.
7. Archivo General de la Nación, Santafé de Bogotá, Criminal, t.
132 , fols. 5 10 -5 6 2 ,18 0 9 .
8. Varios autores han tratado el tema del honor con brillantez:
Julián I’ itt-Rivers, Antropología del Honor, Barcelona. Ed. Crítica, 1979:
J.G . Peristany (Compilador), E l Concepto del Honor en la Sociedad M edi­
terránea, Barcelona, Ed. Labor, 1968: Jo sé Antonio Maravall, Poder, Ho­
nor y E lites en el Siglo xm , Madrid: siglo xxi, 1989: Patricia Seed, Amar,
Honrar y Obedecer en e l M éxico Colonial, M éxico, Alianza ed., 19 9 1; y
Ramón Gutiérrez, Cuando Jesús llegó, las madres del maíz se fueron, M éxi­
co, Fondo de Cultura Económ ica, 1993.
Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 125

vecindario, el inadecuado saludo o la negativa a reconocer


el título de “don” a una persona concluían fácilmente en
los estrados de la justicia. En teoría, la función del alcalde
de barrio era la de restaurar el equilibrio y la convivencia
entre esos vecinos. Así, un alcalde se negó a aceptar un
pleito de honor entre dos primos, por considerar que estos
hechos eran “odiosos y malsonantes”.9
El honor era un “don” de pertenencia y de responsabi­
lidad, que puesto en labios ligeros podía causar destrozos.
La palabra, forma casi única de comunicación en esta so­
ciedad, irnimpía con violencia en el barrio, en el mercado
o en la casa injuriando ese valor principalísimo del honor.
Todo se veía y todo se comentaba. En una vida de tanta
proximidad y tanta vecindad, la palabra no se medía y no
se precisaba su dirección. A la palabra se la valoraba pero
también se la temía. Su ambigüedad o su evasión podían
ser tomadas como afrentas. Al vaivén de los aguardientes
en la taberna, un marido podía ser acusado de “cornudo” o
de “mezclado”. Ante el alcalde o el juez los declarantes
confesaban de manera irremediable días después que
“todo lo sabían de oidas”, o que “todo era público y noto­
rio”. Las injurias al honor se multiplicaron al finalizar el si­
glo xvm, probablemente como resultado de la indefinición
social en que vivían muchos grupos, como, también, por
la abigarrada cotidianidad doméstica. La injuria era, casi
siempre, un lance entre vecinos.
Las reglas de comunidad imponían cierta disciplina,
cuyo quebranto recibía una sanción de carácter ritual o,
también, punitiva. Por ejemplo, el comportamiento blando
de los maridos con sus esposas era censurado casi que

9. Archivo Histórico de Antioquia, Medellin. Criminal, 1? 65, leg.


1790-1800, d. 19. lilis, ir, 2r y jr . Citado por Beatriz Patino Millán en
su libro. Crim inalidad, lev penal y estructura social en ¡a Provincia de A n­
tioquia, Medellin, i d e a . 1994, pag. 223.
1 2 6 I PABLO R O D R I G U E Z J I MÉ N E Z

teatralmente por la comunidad. A manera de las “cen­


cerradas” europeas, los vecinos de Santafé de Bogotá y
Tunja en los siglos xvi y xvn colgaban cuernos de novillo
en la puerta de las casas de los maridos que mostraban de­
bilidad para corregir a sus esposas.10 Este gesto tan simbó­
lico era una sorna, una ironía, pero también una sanción
que reclamaba autoridad.
Una forma de injuria, sutil pero tenaz, que hacía públi­
co el deshonor, eran las coplas y los versos cantados. En
las fiestas familiares era habitual que improvisados cople­
ros, acompañados del tañir de guitarras, hicieran versos
satíricos sobre los asistentes o, incluso, sobre las autorida­
des. Las demandas judiciales por injuria al honor enseñan
que los copleros cantaban justamente lo que todos sabían
y podía causar risa. En Antioquia existía la tradición de
formar comparsas que cantaban versos, su tono se hizo tan
conflictivo que las autoridades tuvieron que publicar un
bando, en 1794, en el que prohibían los “versos de inju-
• M IT
na ."
Los libelos o escritos satíricos, a pesar de que se con­
virtieron en un medio de crítica al régimen borbón, nunca
perdieron su valor y eficacia para denunciar los amores ile­
gítimos, la alcahuetería y la homosexualidad en la vecin­
dad. Escritos que se clavaban en una pared, que se hacían

10. Archivo General tie la Nación, Santafé de Bogotá, Criminal, t.


202, fols. 1- 13 2 . Sobre las cencerradas europeas pueden verse los inteli­
gentes estudios de Natalie Zem on Davis, “Cencerrada, honor y comu­
nidad en Lyon y Ginebra en el siglo xvn”, en Sociedad y Cultura en la
Franría Moderna, Barcelona. Ed. Crítica, 1993, págs. 1 1 3 - 1 3 2 ; y de
E.Ph. Thompson, “La cencerrada”, en Costumbres en Común, Barcelona,
Ed. Crítica, 1995, págs. 520-594.
1 1 . Patiño Millán, págs. 230-232. En el texto la autora presenta va­
rios versos. Un caso m uy interesante de mujeres cantoras de coplas
satíricas ocurrió en Tunia en 1796: Archivo General de la Nación, Cri­
minal, t. 3 1 , fols. 913-966.
Cusa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada, s. xnn | 127

llegar a un marido o a un alcalde, podían esconder una vie­


ja rivalidad pero, a su vez, eran un mecanismo de control
que se apoyaba en el rumor de la comunidad y en la moral
social.
En los límites de estos mecanismos de control, otros
expurgaban una violencia física que no dejaba de tener,
paradójicamente, sus matices simbólicos. En los barrios de
mestizos e indios, Santa Bárbara y Las Nieves de Tunja y
Bogotá, ocurrieron casos con cierta frecuencia de jóvenes
que actuaban en gavilla para cortar el cabello a muchachas
que no les prestaban atención a sus coqueteos. Llama la
atención que en sus respuestas a los alcaldes no creían ha­
ber cometido algún delito, pues sólo lo hacían para que
“no se den infidas”.”
Es obvio que los difusos límites entre lo privado y lo
público en esta sociedad intervenían en favor de un orden
que colocaba en su centro la defensa del honor. Orden
que, es necesario decirlo, se presentaba demasiado frágil.
Hace ya muchos años el antropólogo Julian Pitt-Rivers
advirtió en forma lúcida cómo la vida doméstica y la vida
pública se reunían selladas por el honor. Pero en nuestro
caso se trataba de un sentimiento expuesto permanen­
temente al acecho de los demás." La intervención de la
comunidad y de los alcaldes sobre la vida familiar consti­
tuía una permanente presión porque concebían que toda
afrenta a su honra lastimaba el orden social. Pero no debe­
ríamos olvidar en qué forma vecinos y alcaldes se conside­
raban sus reparadores. En la vida cotidiana de las gentes de
los barrios de las ciudades neogranadinas el honor dejaba

12. Archivo General de la Nación. Santufé de Bogotá, Criminal, t:


83. fol. 4 15 , 1805.
13. l’itt-Rivers. 82. Arlette Fargo adelanta un razonamiento similar
en su estudio sobre la vida en los barrios populares de París en el siglo
xviu. L a vida frágil, México, Instituto Mora, 1994, págs. 28 39.
1 2 8 I PABLO R O D R Í G U E Z J I MÉ N E Z

de ser una noción abstracta para decidir hechos cruciales:


por defenderlo acudían a salvar a una mujer de la sevicia
de su marido, como también, por defenderlo, la denuncia­
ban exponiéndola a su violencia.

B ibliografía

E l co n o c im ie n to q u e p o see m o s d e la fo rm a c ió n fam iliar y la


vida d o m é stic a c o lo n ial c o lo m b ia n a es m u y p recario. H asta el
p resen te so n m u y c o n ta d a s las in vestigacio n es que se han o rie n ­
tad o en esta d irecció n . E l au to r ha h ec h o un esfu erzo p o r rela­
cio n a r la in fo rm a ció n d isp e rsa y fragm en taria q u e e x iste sob re el
tem a.
P arte sustancial d e la in fo rm ació n q u e sirve d e b a se a este
e n sa y o p ro c e d e d e los P a d ro n es d e P o b lación d e fines del siglo
x v iii, le va n ta d o s en c a d a u na d e las ciu d ad es co lo m b ian as, y del
co n ju n to d e te stam en to s d e h o m b res y m u jeres de T u n ja , M e ­
dellin, C a li y C a rta g e n a . U n estu d io m ás am p lio sobre las form as
de vid a fam iliar en la é p o c a es p re p a ra d o actualm en te p o r el au­
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Cabildo y vida urbana en el Medellin colonial, 1675-1730. M ed ellin ,
Lhiiversidad de A n tio q u ia, 19 9 2.
“A m o r y m atrim o n io en la N u e v a G ra n a d a , sig lo x v m ” , en Lafa ­
milia en el mundo ibe/vamericano, M é x ic o , u n a m , 19 9 4 .
“U n a m an era difícil d e vivir: las fam ilias u rb an as n eog ran ad in as
del siglo x v m ” , en F am ilia y vid a p riva d a en Iberoam érica.
M é x ic o , E l C o le g io d e M é x ic o , 19 9 5 .
T é llez , G e rm án . Repertorio formal de arquitectura doméstica. B o g o ­
tá, C o rp o ra c ió n N a cio n a l d e T u rism o , 19 8 2 .
Vargas. Ju liá n . La sociedad de Santafé colonial B o g o tá , c in e p ,

19 9 0 .
L a vida cotidiana y pública en las
ciudades coloniales
MARGARITA
GARRIDO

L / a fundación de ciudades Ríe la fc>rma predilecta de


tomar posesión del territorio por parte de los españoles. Se
fundaron ciudades-puertos, ciudades-centros administrati­
vos, ciudades-mineras, ciudades de frontera y ciudades de
abrigo y sustento en los largos valles. El tipo de ciudad que
dominó el primer siglo colonial Ríe la ciudad encomende­
ra, no sólo porque los encomenderos impusieron un estilo
señorial acorde con su recién adquirida hidalguía y Rieran
los dueños de las casas altas y de las tierras circundantes,
sino también, y sobre todo, porque su mercado de víveres
y de todo tipo de artículos era abastecido por los indios de
las encomiendas, y la construcción y mantenimiento de
obras y espacios públicos y privados se hacían con el “al­
quile” de indios (o mita urbana).
Las primeras construcciones que convocaron el interés
de los vecinos y requirieron el trabajo de los indios Rieron
las iglesias y los conventos de Franciscanos, Dominicos,
Agustinos o Mercedarios que tempranamente marcaron la
fisonomía de Santa Fe, Tunja y Villa de Leiva; Popayán,
Pasto, Cartagena, Santa Marta y de Santa Fe de Antioquia.
Los indios, incluidos en una circunferencia de ocho leguas
I 3 2 | MARGARI TA G A R R I DO

de radio en torno a Tunja, contribuyeron además a la ade­


cuación de puentes, cercas, acequias, las primeras fuentes
de agua y molinos y, en el caso de San Juan de Pasto, un
hospital.1
Fue el tiempo en que los visitadores, los cronistas y los
reales cosmógrafos, describieron las ciudades por el núme­
ro de indios que se repartían los encomenderos. En Neiva,
catorce vecinos y alrededor de 2 500 indios tributarios, en
Timaná, el mismo número de vecinos con 1 500 tributa­
rios y para La Plata, veinticuatro vecinos y 4 000 tributa­
rios.2 Pasto, que había tenido 20 000 indios cuando la visita
de Tomás López, tenía, en los setentas del siglo xvi, 8 000
tributarios encomendados a veintiocho vecinos, Popayán
4 500 a veinte vecinos y Cali, que había llegado a tener 600
españoles entre vecinos y comerciantes, contaba con 120,
de los cuales diecinueve o veinte tenían encomendados
unos 2 000 indios.3 Los encomenderos de Santa Fe se
opusieron rotundamente a las órdenes de no cargar ni
maltratar los indios. Sobre esta materia hubo varios
enfrentamientos entre las autoridades, entre autoridades
eclesiásticas y civiles, entre oidores y visitadores. Cosa pú­
blica, fueron también los rumores: algunos sonados crí­
menes y condenas, las querellas individuales, o algunos
dramas pasionales.4 Pero a mediados del siglo xvn cuando
la población indígena había llegado a su mínima expre­

1. Colmenares, Germ án, L a provincia de Tunja en el Nuevo Reino de


Granada, '['unja, biblioteca de la Academia Boyaccnse de Historia,
1984: Díaz del Castillo, Emiliano, San Juan de Pasto, siglo xn, Bogotá,
Fondo Cultural Cafetero, 1987, págs. 271-286.
2. Geografía de Juan I/ip ez de Velasco citada por Joaquín ( Jarcia
liorrero, N eiva en et siglo xm , Neiva, 1983, págs. 66-72.
3. Informe de Fray Jerónim o de F.scobar citado por Emiliano Díaz
del Castillo, op. at., Bogotá, 1987, págs. 3 1 1 - 3 1 9 .
4. Véase la ohra de Juan Rodríguez Freyle, E l Camero, Conquista y
descubrimiento del Nuevo Reino de Granada.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 13 3

sión, la encomienda como institución no pudo superar su


crisis y con ella cayó la ciudad encomendera.
La ciudad hidalga del primer siglo colonial dejó un
fuerte legado de valores que marcaron definidamente el
sentido de la convivencia urbana. En particular, establecer
la ciudad como centro del poder en un área dada; un cabil­
do donde se definía el abasto de la ciudad por el campo y
se competía por el poder; los alcaldes ordinarios encarga­
dos de la justicia en primera instancia en sus jurisdicciones,
el tiempo, medido por los repiques de campanas y la con­
ducta, por los preceptos religiosos. Com o en otras socie­
dades preindustriales, la diferenciación de lo público y lo
privado no era tan clara como resulta hoy a nuestros ojos.
Quizás la mejor referencia a ello es la expresión de “públi­
co y notorio”, la cual se refería a lo sabido por todos e in­
cluía los distintos aspectos de la vida en la calle, la plaza, la
Iglesia o el cabildo y en ocasiones la vida de las personas
dentro de sus casas.
La ciudad del siglo xvm conservó su misión de estable­
cer el orden espacial y escriturario para la vida en ella y en
el área circundante, pero el modelo fue profundamente
afectado por la condición colonial americana y se produjo
una cultura urbana criolla y mestiza.* La distinción de ciu­
dades españolas y pueblos de indios perduró sólo formal­
mente, pero no evitó que la ciudad fiiera en cierta medida
‘tomada’ por los mestizos. Los poderes y los notables,
blancos españoles y americanos, estaban ubicados alrede­
dor de la plaza, con sus sirvientes -sobre todo indias o es­
clavas negras-, en las cuadras aledañas se ubicaban los
vecinos que les seguían un peldaño más abajo en nobleza y

* Véase Colmenares, Germ án, Cali, terratenientes, mineros y comer­


ciantes, siglo xrm, Cali, 1975, y Popayán, una sociedad esclavista, 16H0-
1H00, Bogotá, 1979.
1 3 4 I MARGARI TA g a r r i d o

prominencia, alternando con mestizos en ascenso y en


proceso de blanqueamiento, y luego la plebe, el bajo pue­
blo, constituido por hombres y mujeres libres de todos los
colores -y a se hablaba menos de “castas”- y los indios que
habían venido a quedarse por distintas razones en la ciu­
dad. La convivencia de gentes libres de varios mestizajes,
dio lugar a formas culturales que en mayor o menor medi­
da combinaban elementos diversos y alternativos. En las
galleras, los sitios de juego y las chicherías, se produjeron
vínculos entre miembros de diferentes estamentos de la
sociedad, en contravía del orden que los separaba. Aunque
los espacios y jerarquías definidas por el reparto de solares,
al hacerse las fundaciones, no cambiaron, en muchos luga­
res y tiempos fue difícil mantener el patrón del damero, y
la imagen de las calles embarradas, con los caños en me­
dio, la cercanía de los animales y de las basuras no fue ex­
traña. Por mucho tiempo la cuadrícula original no se
completó y los servicios públicos fueron bastante preca­
rios.5
En los espacios públicos como las plaza y los alto­
zanos, las calles principales, las arcadas, las pilas, los ma­
nantiales y los mercados, se aprendía y se reproducía el
comportamiento público. Los oficios de los artesanos cali­
ficados, hasta cierto punto jerarquizables, estaban ubica­
dos en barrios a los que les imprimían su carácter. Plateros
y sastres, ebanistas y carpinteros, loceros, tejedores, hilan­
deras, sombrereras y zapateros entre muchos otros, habi­
tan dichos barrios. En las ciudades del siglo xvm otros
oficios como los de pequeños comerciantes (tratantes y
pulperos), arrieros y toda suerte de servicios, se concentra-

5. Romero, José Luis, Latinoam érica, las ciudades y las ideas, M éxi­
co. 1976; Vargas, Julián, 1st soacda/1 de Santa Fe colonial, Bogotá, c i n e p ,
1990; Rodríguez, Pablo, Cabildo y vida urbana en M edellin colonial, 1675-
ijjo , Medellin, Universidad de Antioquia, 1992.
vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 135

lian en barrios como San Victorino en Santa Fe, el Ejido en


Popayán y la Mano del Negro en Cali/'

Reconocimientos: lo privado público


La operación simbólica más importante de lo público coti­
diano era la del reconocimieiito que se daban unos vecinos a
otros. El ser público de las personas se construía sobre una
relación de intercambio con las otras. Los elementos que
se intercambiaban eran principalmente simbólicos: la no­
bleza o limpieza de sangre (blasones, relaciones de méri­
tos, credenciales de cristianos viejos), el trato (forma de
dirigirse, usar o no el don, el título tal, etc.), la procedencia
(dar el lugar o el paso al más importante), las maneras (de
hablar, de vestirse, de comer, de conducirse, de celebrar,
etc.), la honra y buen nombre. Estos elementos constituían
el capital simbólico de las personas, de los grupos y de los
estamentos, y era defendido como lo más preciado de su
identidad. Los detalles de estructura y ornamentación de
las casas principales tales como el pórtico, el tener una o
dos plantas, techo de paja o de teja, ocupar un cuarto de
manzana o menos, tanto como el número de sirvientes,
aludían a la ‘distinción’ de sus ocupantes. Todos estos ele­
mentos debían ser validados -reconocidos- por los otros
individuos y por la comunidad. El reconocimiento ocurría
en la vida diaria sobre todo en los espacios no privados
como las calles, la plaza y las plazuelas, las iglesias, el
comercio o el mercado e inclusive, las casas de otras per­
sonas.
En el reconocimiento individual se ponía en juego una
combinación de elementos étnicos, de linaje, de patrocinio

6. Colmenares. Germ án. “La economía y la sociedad coloniales,


1550-1800", en Nueva H istoria de Colombia, vol. 1. Bogotá, Planeta,
1989. págs. 117 -15 2 .
1 ^ 6 | MARGARI TA GA R R I D O

y, muy especialmente, de honra. Siguiendo el sencillo prin­


cipio de que lo que ocasiona las quejas es lo más sentido y
lo que se condena lo más temido por una sociedad, pode­
mos decir que el honor y la honra eran altamente valo­
rados y su ultraje temido. Dirigirse a alguien de manera
apropiada era una forma de honrarle, de reconocerle sus
méritos. Son incontables los casos de reclamo por ultraje
en la manera de dirigirse a alguien. Ellos suscitaban quere­
llas que eran la manera de buscar una solución legal a los
conflictos individuales entre vecinos, tanto como la vía de
queja por abuso de autoridad, por mal trato e incumpli­
miento de compromisos adquiridos.
El dictado de alguien, eran los títulos que antecedían a
su nombre. El del rey y el virrey, muy largos e impresio­
nantes, los de los oidores un poco y con la excepción de
los de algunos poquísimos marqueses, el título de la mayo­
ría de los españoles peninsulares o americanos que había
en Nueva Granada no era más que el de don. Éste era, sin
embargo, muy preciado.
Fueron muy comunes las quejas sobre haber negado el
don a alguien que lo había obtenido, tal el caso de Antonio
Muñoz, un comerciante que había costeado la fiesta de la
Candelaria en Medellin,7 o el de alguien que lo heredaba
de generaciones, com o don Manuel de Caicedo y Tenorio
en Cali, retomado por Eustaquio Palacios en E l alférez real.
La clave de la identidad de los notables era su diferen­
ciación de las castas. Los valores de linaje y blancura pare­
cen haber sido los más importantes. Hay cientos de casos
de solicitud de ‘Gracias al sacar’ o blanqueamiento, llenan­
do los estantes de archivos coloniales. La educación tam­
bién era importante, sobre todo en lo relativo a maneras y

7. Twinam , Ann, M inen, Merchants and Farmers in Colonial Colom­


bia, Austin, 1982, págs. 19 8 -22 1.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales \ 137

costumbres, y para los hombres, la educación escolar for­


mal. El acceso a los colegios mayores era cuestión de gé­
nero y de linaje. Entre las mujeres muy pocas eran capaces
de leer y escribir y se dice que el virrey Ezpeleta se aterró
de ver señoras de distinción haciendo cuentas con granos
de maíz. Las famosas “exposiciones de méritos”, recogen
los servicios a la Corona por generaciones y los títulos por
ello obtenidos. La diferenciación entre criollos y españoles
varió con las circunstancias, pero sólo fue puesta como
antagonismo principal en tiempos de la Independencia.
En el ámbito público el tratamiento de don era signo
de civilidad, de “estilo político”. En el caso abierto por la
queja de don Gabriel López de Arellano, notario eclesiás­
tico de Medellin, por no haber sido tratado como don en
1776, los testimonios decían, “...que en esta villa es estilo
político de muchos tiempos a esta parte el tratar a las Per­
sonas de Calidad y honra con el tratamiento de don Fula-
mfi
no... .
Los pleitos por precedencia en la entrada o en asiento
en reuniones de los cuerpos de gobierno ordinarios o pre­
sidiendo celebraciones, no sólo ocuparon a notarios y jue­
ces, sino que fueron la comidilla pública. En Cartagena, en
1767, Francisco García del Fierro y Francisco Antonio de
Aróstegui, regidor y procurador respectivamente sostuvie­
ron un pleito de precedencia pública; en Popayán, el regi­
dor Matías Rojas y el fiel ejecutor Joaquín Ibarra, se vieron
envueltos en una disputa sobre lo mismo entre 1774 y
1777; en Honda, dos regidores de su cabildo, Joaquín Las-
cano y Tomás de los Santos, entre 17 9 1 y 1795 dejan cons­
tancia de otra disputa.9

8. Benítez, Jo sé Antonio, “el Cojo", Camero de M edellin, editado


por R. I/. jaramillo, Mcdcllín, 1988, prólogo, pág. xxn.
9. Fondo Policía del Archivo General de la Nación, en adelante
A G N , citados por mí en Reclamos y representaciones: variaciones de la f>o-
1 3 8 | MARGARI TA GA R R I D O

El orden de entrada y “de asiento” en la Iglesia también


era significativo y dio lugar a un cúmulo de pleitos. Los al­
caldes de un pueblo se quejaron de que sus pares u
homólogos en pueblos vecinos, les solicitaran cualquier
gestión con las palabras, “ordeno y mando” y no con las
adecuadas de “ruego y encargo”. El “ordeno y mando” los
disminuía. H ay mucho de cortesano en la representación
que los individuos tienen del orden cuando se sienten mo­
tivados a entablar pleitos interminables sobre estos asun­
tos. Ello es esencial en una sociedad colonial, jerarquizada
y estamental, en la que la elaborada etiqueta textual y
gestual correspondía a las posiciones en la jerarquía y éstas
requerían el reconocimiento público. Cuando vemos los
empadronamientos hechos “con distinción de la esfera de
cada uno”, entendemos cómo, sobre las diferencias esta­
mentales, se construían las identidades. Pero no sólo las
formas ritualizadas se exhiben en el escenario ciudadano.
La gente común defiende su honra y exige reconocimiento
de ella por parte de las autoridades con quienes, en caso
contrario, se querellan. Dos vecinos de Titiribita, un pue­
blo de blancos e indios cerca de Chocontá, se quejan de
que su alcalde los ha llamado ladrones y zánganos y solici­
tan “que nos devuelva nuestro crédito de uno y otro lo que
públicamente nos ha dicho en nuestra deshonra y buena re­
putación que hasta el presente hemos vivido”.10
La buena reputación moral también tenía un alcance
estamental y entraba en el intercambio político. Com o lo
señalara Germán Colmenares, la ofensa a un miembro del
estamento noble era vista como ofensa a la honra del gru­
po, pues suponía un despojo de las calidades subjetivas que

¡(tica en e l Nuevo Reino tie Granada, 1770-1810, Bogotá, Banco de la Repú­


blica, 1993, pág. 2 21.
10. A G N , Em pleados Públicos de Cundinamarca (en adelante
e p c ), 2 1, fol. 423-426.
Ijfí vida cotídiana y pública en las ciudades coloniales | 139

debían acompañar a sus miembros." Es ello lo que explica


la oposición de los vecinos notables de Cartago a la elec­
ción de don Nicolás de Perea como alcalde en 1776, por
ser sospechoso de complicidad en un crimen cometido
por su sobrino. La “difamación... originada en la voz co­
mún que ha rugido en aquellos países que aunque sea un
leve y falso nimor del vulgo” había “manchado” a Perea. Al
elegirlo se exponía “el honor del empleo a los menospre­
cios y vilipendios que nacen de un mal y sospechoso con­
cepto”.12 El grupo de notables defiende su autoridad
política del deterioro que le produciría la mancha moral
del electo. El orden político tenía pues una estrecha co­
rrespondencia no sólo con los estamentos étnicos sino
también con una imaginada jerarquía moral. Esta corres­
pondencia también la cuidaban celosamente, como parte
de su patrimonio, los notables de poblaciones como Ana-
poima, donde encontramos una queja contra el alcalde
Rojas por insultar a los “sujetos de distinción” para “ofen­
derlos y vilipendiarlos a la vista de la plebe”. L a notabili­
dad de los notables tenía que ser confirmada por el vulgo.
También era precisamente la defensa de la honra, uno
de los elementos aue agrupaba a los artesanos en cofra­
días, en las que además de la devoción, compartían el so­
corro mutuo para la dote de sus hijas, la enfermedad y la
muerte.

Vecinos y parroquianos: la moralpública


De acuerdo con el modelo hispano colonial se debía vivir

11 . Colmenares, (íerm án, T '.l manejo ideológico de la ley en un


período de transición” en 11is/orín Crítica, N " 4, Bogotá, Universidad de
los Andes, 1990, pág. 1 r.
12. a o n , Colonia, Empleados Públicos del Cauca, t. 1, fol.
721-920.
13. a g n . f. p c , t. 24. fol. 353-355-
1 4 0 | MARGARI TA G A R R I DO

“en policía y a son de campana”, es decir congregados, en


orden y alrededor o cerca de una iglesia. Ello permitía el
control de la moral pública y privada. La densidad física
del espacio ocupado por grandes edificios religiosos, la
recurrencia en el tiempo de las horas con campanas, los
domingos y otras fiestas de guarda, la marcación y registro
de los cambios de estado, nacimiento, matrimonio y muer­
te mediante los rituales religiosos, produjeron una llamati­
va centralidad de lo religioso y un ambiente tan permeado
de ello, que lo público cotidiano parecía resolverse princi­
palmente en sus espacios, sus horas, sus rituales y sus dis­
cursos. N o en vano y semanalmente, los sermones fueron
el discurso destinado al público, el que denotaba los límites
del bien y del mal, ofrecía (e imponía) un sentido del orden
y apelaba continuamente a las conciencias.
Lo civil y lo religioso parecían unidos para siempre por
las Dos Majestades, como se decía, Dios y el Rey. La pa­
rroquia era el núcleo para la administración tanto eclesiás­
tica como civil y quienes vivían en una misma área urbana,
eran al mismo tiempo vecindario y feligresía. No se podía
en aquella concepción del mundo ser buen ciudadano si
no se era buen padre, buen hijo, buen esposo y buen parro­
quiano; no se podía faltar a la ley sin pecar; faltar al rey sin
faltar a Dios. Así, se tenía un doble sentido, civil y religioso,
del orden político, del jurídico y del espacial. Las fiestas y
ceremonias, de regocijo o duelo, también tenían los dos
sentidos. Podemos decir que se hacía uso civil de las reli­
giosas y religiosos de las civiles, cuyas fronteras no siempre
eran claras.
Desde las primeras épocas del período colonial los ser­
mones de los curas apoyaban a las autoridades en la impo­
sición de tributos como la alcabala y otros impuestos.'4
14. Groot, José Manuel, Historia eclesiástica y c iv il de la Nueva Gra­
nada, vol. 11, pág. 203.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 141

Vecinos, oficiales y sacerdotes, acostumbraban justificar


sus actos por amor a ‘las dos Majestades’: Dios y la Coro­
na. Si por un lado la Iglesia y las misiones suplían al Estado
en áreas alejadas o no integradas, por otro, la lucha contra
los pecados públicos no era sólo asunto de la Iglesia sino
también de los gobernantes.
Las respuestas a la Cédula de Aranjuez entre 18 0 1 y
1804 permiten observar que en ciudades y villas la asisten­
cia a la misa y el control sobre la moral familiar, eran mu­
cho más efectivas que en las zonas rurales.'5 No obstante,
no había uniformidad al respecto. En algunas de las parro­
quias multiétnicas se encuentra el caso de que los blancos
no querían ir a la Iglesia para distinguirse de los indios.
Además de notar lo anterior, el obispo de Cartagena se
horroriza de los bundes de negros que se daban “no solo
en los sitios y lugares, sino también en las villas y ciuda­
des”.'6
Todos los discursos, civiles y religiosos, públicos y
privados, están permeados por el lenguaje moral. Las auto­
ridades tratan de controlar al vecindario con las disposi­
ciones de orden y policía y el vecindario a su vez ejerce
control no sólo sobre sus semejantes sino sobre las autori­
dades en defensa de la moral pública, la justicia y el bien
común.

Orden y poliiía: discursos sobre la ciudad


Los cabildos de las ciudades tuvieron siempre a su cargo
ordenar el abasto de carne y víveres, las obras públicas, el
mantenimiento del hospital, de los caminos y los puentes y

1 5 . Ao n . Cédulas Reales, Real Cédula de Aranjuez, 24 de abril de


1R01.
16. Informe del obispo de Cartagena sobre el estado de la religión
y la Iglesia. 17 8 1, en Hell Lemus, Gustavo, Cartagena de Indias: de la Co­
lonia a la República, Hogotá, Fundación Guberek, 19 9 1, págs. 1 5 2 - 1 6 1 .
1 4 2 | MARGARITA GARRIDO

el control de pesos y medidas.17 En la segunda mitad del


siglo xviii los principios protoempresariales de orden,
eficiencia y regularidad, fueron rectores de las políticas so­
bre el orden público. Aunque se siguió girando en torno a
la imposición del modelo de vida colonizador de “policía y
buen gobierno”, el discurso de los gobernantes se vio reno­
vado por las ideas ilustradas. Las dos diferentes vertientes
del discurso sobre el orden urbano, una más relacionada
con la policía de lo material -las obras públicas, el acue­
ducto, la limpieza, la cuadrícula, los cementerios- y la otra,
más relacionada con el orden social -las diversiones, la in­
tegridad de las familias, la pobreza-, estaban estrechamen­
te vinculadas.
Mientras en algunas partes las iniciativas ilustradas
chocaron con cabildos y curas tradicionales, en otras los
cabildantes asumieron los ideales de mejoramiento. Ade­
más, los vecinos presionaban por el cuidado del empedra­
do y de las asequias y por derechos como el de llevar una
“paja de agua” a su casa.'8
Los documentos escritos de nuevo ordenaban las ciu­
dades como lo habían hecho con las fundaciones del siglo
xvi.'9 El traslado de Arma a Rionegro en 1770, dio lugar a
que se expresara con precisión el orden que debía tener la
nueva ciudad. El cabildo solicitó autorización del rey para
recaudar ciertos impuestos con el fin de incrementar la
renta pública y financiar los gastos de la ciudad y las obras
públicas. Se fijaron impuestos sobre almacenes, casas de
juego, puentes y ganadería. Con el fin de dotar la ciudad de

17. Véanse obras basadas en libros capitulares como Arboleda,


Cíustavo, Historia de Cali, Cali, U. del Valle, 1956.
18. Martínez, William, L a vida cotidiana de Tunja en el siglo xnn
Tunja, tesis de grado de la U. Pedagógica y Tecnológica de Colombia,
1989, págs. 69-75.
19. Véase Rama, Ángel, L a ciudád letrada, Hannover, 1984.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales \ 143

vastos recursos naturales se propuso tomar parte de la tie­


rra del resguardo de los indios de San Antonio de Peryra, a
fin de convertirla en propia y formar ejidos. (Los indios
serían trasladados a la localidad de Chuscas). Se designó el
lugar en el que se construiría la plaza central de donde par­
tirían calles y manzanas de cien yardas, diseñadas de
acuerdo con el patrón damero. Se designó el sábado para
día de mercado, en el cual los habitantes que vivían disper­
sos en los campos, debían acudir a la ciudad para tener
contacto con las maneras civilizadas y adquirir hábitos de
interrelación social. Los pequeños negocios ubicados en
las afueras debían ser trasladados a su interior y sujetarse al
pago de impuestos/0
Las medidas fueron sugeridas por el cabildo recién
nombrado y por el gobernador de Antioquia, don Fran­
cisco Silvestre, y recibieron el apoyo del oidor Mon y
Velarde. Los valores de racionalidad económica, de mer­
cado, de vida en policía, convergían en la concepción de la
ciudad como centro civilizador. En las ciudades se publi­
caban bandos sobre los días en que se debía barrer y sacar
las basuras de distintas clases, la manera de hacer cercas a
los lotes, de construir cañerías y conservar los andenes. Se
daban disposiciones específicas para los domicilios y para
los talleres de diferentes oficios según sus materiales y des­
perdicios. También se disponían los lugares donde se po­
dían mantener animales, generalmente sólo en los ejidos y
las condiciones para cerdos y gallinas. Los encargados de
hacer cumplir estas normas eran los alcaldes de barrio. En
los casos de disposiciones dirigidas a las comunidades in­
dígenas, las Cédulas Reales llegaban a dar indicaciones so­
bre la forma de construir camas y distribuir los espacios
interiores.

20. a g í , Santa Fe 706.


1 4 4 I MARGARI TA GA RRI DO

El orden público era motivo central de preocupación


de las autoridades y las disposiciones se proclamaban por
‘bando por las calles públicas y acostumbradas y a son de
cajas y usanza de guerra’, y correspondía a los alcaldes de
barrio hacerlas cumplir e informar semanalmente al juez
superior o al oidor donde lo hubiere. Las disposiciones to­
madas después de la Revolución de los Comuneros, en
17 8 1, para “afianzar la quietud... procurar la Paz, y Subor­
dinación debida al Soberano”, dejan ver, en lo que consi­
deran desorden, el sentido del orden. El bando que se
publicó en marzo de 1782 no sólo mandó a recoger volan­
tes sediciosos, libelos infamatorios y pasquines de la pasa­
da revolución, sino que también ordenó a los alcaldes de
barrios a dar noticia de los vagos y ociosos, y a los caseros
de sus inquilinos. Las mesas de truco debieron cerrarse a
las diez de la noche y las pulperías y chicherías a las ocho,
las carreras de caballos fueron prohibidas, el porte de ar­
mas también, con la única excepción de las espadas de los
caballeros, las músicas sólo pudieron sonar con permiso y
por motivo justo. Los casados separados fueron compeli-
dos a reunirse y hacer vida con sus respectivas mujeres.
Los mendigos y pordioseros que son “de mal exemplo al
público por su ociosidad”, debieron ser llevados a los hos­
picios según su sexo.21
Estos bandos reforzaban la capacidad de las autorida­
des para tener un amplio control de la vida cotidiana. En
Popayán, en un atardecer de enero de 1782, un grupo de
negros y mulatos celebraban el entierro de un niño en el
barrio de San Camilo, según usanza. La “algasara y vulla”
del “baile de angelito”, llamó la atención del gobernador,
don Pedro de Becaría, quien se hallaba “en cumplimiento
de su obligación de ronda a fin de evitar todo desorden,

2 1. agn, Cédulas Reales, t. 10. fol. 252-258.


l^a vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales \ 145

escándalos y pecados públicos”, ya que se había prohibido


por bando “los bailes en casa alguna sin permiso y licencia
de este juzgado”. Al poco rato se suscitó un pleito que fue
lo que causó que se abriera expediente y se registrara el
caso. Uno de los caballeros enredados en el pleito había
reprochado a los asistentes por bailar delante del cadáver y
había explicado su presencia diciendo que andaba buscan­
do un esclavo huido. Estos bailes que acompañaban a los
entierros de niños eran tolerados con cierta reserva.22
Había pues, un denso discurso civil-moral sobre lo pú­
blico cotidiano que reglamentaba espacios, usos^ actitudes
y relaciones. Es difícil medir su incidencia y el grado de
consenso que alcanzó. Se puede decir, sin embargo, que su
eco llega a la era republicana para ser combinado con una
pedagogía para la producción de ciudadanos.
La prensa de fines del siglo xvm también convergió en
los discursos sobre la vida cotidiana de la ciudad, enmar­
cándolos en el género cultivado por Feijoo yJovellanos, es
decir, como crítica de las costumbres. El Papel Periódico
de Santafe se ocupó de la pobreza, de los hospicios, de los
hospitales y promovió las sociedades de amigos del país.
Aludió a los granadinos como una comunidad y como una
audiencia, informándoles del comercio, de los nombra­
mientos y promociones coloniales, tanto como de las prin­
cipales noticias de España y de Europa. Fue este asomo a
la cotidianidad moderna, lo que introdujo, como lo hizo la
prensa en todas partes, esa idea de tiempo, por una parte
contiguo y discontinuo que une cotidianidades y por otra,
continuo que conecta historias intermitentes.
Com o la prensa, la Expedición Botánica, la Real Bi­
blioteca, las sociedades de amigos del país y el cambio de
currículum en los colegios, contribuyeron de diversas for­

22. ACiN, EPC, t. I, fol. 179-278


1 4 6 I MARGARI TA GARRI DO

mas a ampliar el espacio de lo público y a matizar los dis­


cursos tradicionales con aproximaciones modernas a vie­
jos y nuevos temas.

Lo Justo y el bien común: política local


Los gobernados trataron de ejercer un control moral sobre
sus gobernantes y de defender lo considerado justo o el
bien común. Su discurso y sus actitudes sobre lo público se
pueden ver en las “representaciones” elevadas por los veci­
nos de las ciudades y villas a la Real Audiencia sobre las
elecciones, sobre los alcaldes y sobre la justicia. Estos eran
temas principales de lo público cotidiano en las poblacio­
nes de todos lo tamaños. La participación de los vecinos
en la vida política local fue mucho mayor de lo que co­
múnmente se piensa. Cada año se hacía elección de alcal­
des con base en las temas formadas por el cabildo y en un
relativo consenso de los vecinos sobre quiénes eran me­
recedores de los cargos. El primero de enero, previa con­
firmación de uno de los nombres por el gobernador o el
corregidor, se hacían públicos los nombramientos.
Los elegidos debía ostentar los valores hidalgos: ser
limpio de sangre (sin mezcla de castas), moralmente co­
rrecto, libre de causas con la justicia y de parentesco con
los electores, saber leer y escribir y tener con qué vivir con
decencia (no tener oficio manual y vestir capa).
Los vecinos contaban con la posibilidad de protestar
contra la elección de un alcalde, o contra una injusticia.
Reunidos al efecto, escribían unos documentos llamados
representaciones en los que explicaban las razones que te­
nían para oponerse a un candidato. Cualquier falla real o
supuesta sobre alguno de estos atributos y condiciones
podría ser expresada para oponerse a su elección o a su
confirmación. Como los alcaldes eran al tiempo jueces lo­
cales, su capacidad de ser justo era también aquilatada. Los
L/7 vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 147

aspectos que más frecuentemente se denunciaban en las


representaciones eran el monopolio de los cargos locales
por una familia o un grupo -que incluía denuncias de tes­
taferros, de elecciones amañadas, de intervención inapro­
piada de curas-, los abusos en la distribución de justicia
-juicios venales, falsos testimonios, manipulación notarial,
multas excesivas y aprovechamiento de la ignorancia de
otros-. Los notarios eran piezas claves de esta cultura
escrituraria.
Si por una parte ser vecino daba derecho a participar
en lo público, por otra implicaba la imposibilidad de estar
aislado de lo mismo. Un mal gobernante contra quien la
oposición era infructuosa, causaba el abandono del pueblo.
En muchas ocasiones los vecinos amenazaron con hacer
esto si no se les cambiaban los alcaldes o regidores. Cuan­
do “la vara queda siempre en la misma casa” ... “la pobre
ciudad y nosotros sujetos a la servidumbre, persecución y
venganza que se puede considerar, o precisados (como lo
haremos en tal caso) a salir huyendo de nuestro vecindario
a refugiarnos en otra jurisdicción”. Otros hablan de “opre­
sión” o “esclavitud” y se refieren a los que gobiernan como
“familia otomana”. En esos casos solicitan para la pobla­
ción que se “apliquen los medios de libertarla del pesado
yugo que la aflige”.2*
Los vecinos tendían a ejercer un cierto control de los
gobernantes locales, cuidando de que los electos cumplie­
ran con los requisitos étnicos, morales, económicos y de
idoneidad considerados apropiados, de que los cargos
rotaran y de que la administración de justicia fuera pública
y acorde con las leyes. Este control se ejercía a través de
una especie de tribunal moral colectivo, constituido por

23. Véanse muchos ejemplos en \ 1. Garrido, Redamos y representa­


ciones, segundo capítulo.
14 8 | MARGARITA GARRIDO

todos, sobre lo que se consideraba de conocimiento públi­


co. Por eso a las representaciones seguían por los testi­
monios, que comenzaban preguntando por lo que era
“público y notorio, pública voz y fama”.
No es difícil encontrar casos en los que los candidatos
a alcalde pierden sus cargos por una acusación de adulte­
rio o amancebamiento, de malversación de dineros reales
o comisión de injusticias, y aun por no ir a misa o no con­
fesarse o comulgar una vez al año. No obstante, también
hay casos de protesta popular por la intransigencia de un
alcalde con los amancebamientos y adulterios de los ve­
cinos. En algunas de las ocasiones en que dos grupos fa­
miliares de notables se enfrentaron por los cargos del
gobierno local, entre los argumentos expuestos a favor de
uno y otro estaba su preocupación por el bien público, es­
pecialmente el de los pobres.
El cura era tan importante personaje como el alcalde.
Sus comportamientos eran asunto de público conocimien­
to, es decir, parte importante de lo “público y notorio”, y
sus actitudes y discursos incidían en la vida colectiva. En la
mayoría de los casos los curas en los pueblos no se limita­
ban a proporcionar los servicios religiosos. Estaban com­
prometidos en diferentes grados con la lucha contra el
concubinato y la embriaguez. A su vez, de él se esperaba
un comportamiento apropiado, absteniéndose de mante­
ner ‘relaciones sospechosas’ con mujeres, de jugar cartas,
de involucrarse en el comercio, de participar en los bailes y
en corridas o riñas de gallos.24 Sus fallas en esos aspectos, y
su intervención en política, ocasionaron muchas quejas.

24. ‘Constituciones sinodiales hechas en la ciudad de Santa fe por


el señor Don Fray Juan de los Barrios, primer Ar/.ohispo de este Nuevo
Reino de Granada que las acaha de promulgar a 3 de junio de 1556
años,’ Groot, J. M ., Historia eclesiástica y c iv il de la Nueva (iranaz/a, vol.
11, págs. 498-499.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 149

En la segunda mitad del siglo xvm, cuando las inno­


vaciones de los Borbones rompieron con la tradición to­
lerante y laxa de la casa de Austria, y se bizo altamente
efectivo el cobro de impuestos y el control de los estancos
(monopolios reales), la gente de ciudades, villas y sitios
protestó. Las innovaciones borbónicas tocaron directa­
mente la vida cotidiana de amplios grupos, algunos de los
cuales pasaron de la queja a la revuelta, siendo la de mayor
cobertura y trascendencia la de los Comuneros del Soco­
rro. “Las Capitulaciones” pueden leerse como un manual
de la vida cotidiana en lo que concierne a las condiciones
de vida de distintos grupos: las de los indios que día a día
debían defenderse de la avidez de sus vecinos, de sus curas
y de sus corregidores; las de los vecinos libres, artesanos y
campesinos que se sentían asfixiados por los impuestos y
los estancos; las de los criollos, quienes, además, solicita­
ban preferencia en los cargos públicos.2’ El examen de las
revueltas deja ver que la violencia personal no era típica en
ellas, sino más bien la amenaza y la intimidación por parte
de los reclamantes y la disuasión por parte de las autori­
dades.

Pueblos en el imperio: pertenencia e identidad


Ser vecino otorgaba derechos y exigía deberes. En la tem­
prana colonia ser vecino significaba tener casa poblada en
la ciudad por un buen tiempo, ser blanco o pasar por ello.
Se distinguían de los moradores y de los estantes. En la di­
námica del poblamiento y el mestizaje estos requisitos se
desdibujaron; entonces, el residir por un tiempo en el asen-

25. Véanse las Capitulaciones en Briceño, Manuel, ¡.o s Comuneros, s,


historia de la insurrección, Bogotá, 1980. La más avanzada interpretación
en Phelan, John, E l pueblo y el rey, la revolución comunera en Colombia,
i j S i , Bogotá, 1980.
I 5 O | MARGARITA GARRIDO

tamiento urbano le podía otorgar la calidad de vecino casi


a cualquier persona libre. Pero eso no quiere decir que las
diferencias étnicas y estamentales desaparecieran; su vi­
gencia seguía siendo abrumadora. Muy pronto en Hispa­
noamérica no sólo la calidad sino el lugar de residencia
empezó a acompañar comúnmente al nombre del indivi­
duo, de la misma forma que el lugar de origen había acom­
pañado al nombre de los primeros pobladores hispanos,
quienes hacían de ello un elemento importante de sus rela­
ciones sociales y políticas.26
La pertenencia a un lugar se convirtió en un rasgo de
identificación y aun de identidad. La población de diversos
mestizajes, que constituía la mayoría al final del período
colonial, se encontraba carente de los elementos de identi­
dad étnica y comunitaria que si tenían los criollos y los in­
dios de las comunidades, de ahí que tendiera a hacer de su
vecindad su principal pertenencia. Esa fue una de las prin­
cipales razones por las que el localismo y la emulación
entre poblaciones fue tan fecunda. La posición de la pobla­
ción en la jerarquía colonial (sitio, viceparroquia, parro­
quia, villa y ciudad) resultaba muy importante, puesto que
a mayor título no sólo se obtenía mayor autonomía y juris­
dicción, sino también mayor jerarquía entre sus vecinos.
Las representaciones solicitando promoción, firmadas por
grupos de vecinos, exponían los méritos del lugar expre­
sados en sus construcciones religiosas y civiles, en la de­
cencia y civilidad de los pobladores y en su capacidad
económica para sostener, según fuera el caso, al cura de la
parroquia, o el tren administrativo de una villa o ciudad.27

26. Lxjckhart, James, Los hombres de Cajamarca, Lim a, Ed. Milla


l?atres, 1972, tomo 1. pág. 4 1 y 12 1 .
27. Este tema ha sido tratado por la autora en Reclamos y represen­
taciones, pág. 190-228.
ir
La vida cotidiana y pú blica en las ciudades coloniales

Plano de la fundación de la
ciudad del Espíritu Santo del
> V alle de Lagrita.

1601.
LiS M fti A rchivo G en eral de la N ación.
M apoteca 4 N ° 559a.
M 91 - «. ■ -
? •
JZ
’ » 11 l)!•
V v
y J
Salida del virrey del Palacio.
O leo original* destruido el 9 de
A b ril, copia de Leudo.
C asa M useo del 20 de Julio .

Fachada del C abildo


de Santafé de
Antioquia.
.SPECTIVA OFACHADA DEL CA BILDO D tA N 'J IO?. ' 797-
A rchivo G eneral de
-C i'T í a - ■ _ ' . / ; ¡ 2 0„ - ' .le ír rt; -J

t i U ito ta », • • ¡’M im a ! y ¿ »>. .J. « ;/ .& ' e < » w *z •» 1an¿ítu la Nación.


| 4 ^ • • *' .'/<• 2~ varjU. ' / 2 - fiiü,:. ü p tfífia r'.it ¿ ji ' -J .a * ' i** **» ■ M apoteca 4 N ° 6a.
\2ltt:rro A 'tiu iífíJe ¿ c tt.i erra* ?■ • . . -• • ♦ • ' %

C n T titu if j ' i r .7 - * ¡r. ’ ■ i 'i ■ —


.< r r u r p.vn. m u * _4sr.vi • - ■ -
E l trapiche o
m olino de
azúcar.
G rab ad o
A n d ré M . E .
A m é ric a
Pintoresca. Tom e
iii. M on taner y
Sim ón Editores.
Barcelona. 1884.

Recolectores de café.
A ntioquia. M elitón
Rodríguez.
Fotografía. 1892.

Interior casa
cam pesina.
Enrique Price.
A cu arela.
La vida cotidiana y pública a i las ciudades coloniales | 151

En la segunda mitad del siglo xvm, los vecinos del Socorro


expresaron que si ellos no ganaban la autonomía de San
Gil por medio del reconocimiento del título de ciudad, se
sentirían denigrados e infelices. Igual se sentían los vecinos
de Mompox dependiendo de Cartagena. Los de Guaduas
trataron de mantener a altos costos el título de villa. La
competencia y rivalidad entre ciudades vecinas y pares, re­
forzaba el sentido de pertenencia local y constituía un aci­
cate para la emulación en recursos, en obras, en fiestas y en
refinamiento de las costumbres. Los de la ciudad de Arma
perdieron no sólo su título sino también su nombre y su
Virgen patrona, los cuales fueron cedidos a la nueva
Santiago de Arma de Rionegro. Los vecinos de Timaná,
antigua fundación, sufrieron una grave crisis ante el creci­
miento de Garzón.
En ocasiones, los vecinos se vieron comprometidos a
defender el nombre de su ciudad cuando ésta era ofendida,
sus recursos cuando éstos eran disputados por las pobla­
ciones vecinas o por individuos y a luchar por su mejora­
miento y ascenso en la jerarquía de poblaciones. Estas
inquietudes generales llevaban a acciones legales que invo­
lucraban a un significativo número de vecinos. La defensa
de la ciudad que hace el cabildo de Santa Fe en 1794, asu­
me que es ella, la ciudad, la que ha sido insultada con las
sospechas de deslealtad y sublevación de que los oidores la
han hecho objeto. Las representaciones dicen que se debe
aclarar “la inocencia de la Ciudad” y “vindicar” su “ho­
nor”.28 El lugar en la jerarquía era relativo primero a sus
vecinos, luego a la Audiencia y al Virreinato y por último,
pero quizás eventualmente más importante, a la Corona y
al Imperio.
La segunda mitad del siglo xvm se caracterizó por un

28. a g í. Estado 55, 56-Alj, fol. 3.


I 5 2 | MARGARI TA GA RRI DO

gran número de fundaciones. Hoy corresponden al 20% de


la red municipal.39 Se trataba de reordenar, en el patrón
urbano, muchos asentamientos de libres, que de diversas
formas habían desbordado la demarcación inicial. Se hicie­
ron de nuevo visitas a los pueblos de indios asediados por
los mestizos, sobre todo en la región central y en el macizo
colombiano y convirtieron a muchos en “parroquias de es­
pañoles”;-10 se enviaron capitanes como Mier y Guerra, y
Torre y Miranda a juntar en fundaciones a los “arroche­
lados” de ambos lados del Bajo Magdalena,31 se contó aun
con esfuerzos misioneros como el del padre Joseph Pala­
cios de la Vega,32 y se hicieron “reducciones a villa”, como
la del curato de Sabanalarga, para que los vecinos disper­
sos recibieran “pasto espiritual”, se administrara justicia y
disminuyeran el robo de ganado de los hatos y de cose­
chas.33 Uno de los mayores retos de los cabildos fue el con­
trol de los asentamientos espontáneos de libres de todos
los colores en los alrededores de las ciudades. Hubo profu­
sión de bandos y providencias como la del gobernador
Nieto, del Cauca, sobre “congregar y mantener en los po­

29. Zam brano Pantoja, Fabio, “ El proceso de poblamicnto 1 5 1 0 ­


1800” en Gran Enciclopedia de Colombia, Bogotá, Círculo de Lectores,
tomo 1, 19 9 1, págs. 115 - 13 0 .
30. Visitas de M oreno y Escandón y Campuzano, editadas por
Colmenares, Germ án y Valencia, Alonso, Indios y mestizos en la Nueva
Granada, ijjg , Bogotá, Banco Popular, 1985.
3 1. De la Torre y Miranda, Antonio, “Noticia individual de las po­
blaciones nuevamente fondadas en la provincia de Cartagena”, 1784,
Biblioteca Nacional, Fondo Pineda, mise. i960.
32. Palacios de la Vega, Fray Joseph, D iario de viaje d el Padre Joseph
Palacios de la Vega entre los indios y negros de la provincia de Cartagena en
e l Nuevo Reino de Granada, 1787-1788, editado por G erardo Reichel-
DolmatofT Bogotá, 1955.
33. Blanco, |osé A., Sabanalarga, sus orígenes y su fundación definiti­
va, Bogotá, Instituto Colom biano de Cultura, 1977.
/m vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 15 3

blados las gentes díscolas y vagas” y “agregarlas” en las ha­


ciendas, en los alrededores de Buga.'4 Muchos de los
asentamientos terminaron por convertirse primero en po­
blados y luego en villas republicanas. A veces, el miedo
sentido por algunos notables de las ciudades, indujo a de­
cisiones virreinales poco ilustradas, como la que en 1802
suspendía a la pujante Quilichao el título de villa ganado
en 1755, por la exposición de temores hacia sus poblado­
res mulatos hecha por los señores de Caloto.^
Para muchas poblaciones no fue fácil lograr el recono­
cimiento de los otros. En muchos casos, cuando se habla­
ba de vecinos del tal sitio, parroquia, villa o ciudad, ello
tenía connotaciones más o menos funcionales, que marca­
ban de diversas maneras las relaciones entre los poblado­
res. Los vecinos de un lugar pequeño, desconocido y sin
signos de “progreso” o marcado por ser de negros, de mu­
latos, de mestizos, o de revoltosos, sufrían su identificación
con el lugar. Los vecinos de San Juan de la Vega se que­
jaron, en 1785, de que los de Subachoque los “porde-
bajeaban” por ser calentanos y campesinos y no saber de
tratos como los mercaderes de Subachoque.*6 Oficio ma­
nual o no manual y clima frío o caliente, connotaron en
este caso relaciones de superior-inferior entre los dos pue­
blos aledaños.
La jerarquía de los pueblos tuvo en Nueva Granada su
explícita versión eclesiástica en la clasificación de las pa­

34. Cabildo de Buga, lib. 4. Popayán, agosto, 1802. Citado por


Mejía, Eduardo, Origen del campesino vallecaucano, Cali, Universidad del
Valle. 1993. pág, 67-68.
35. Colmenares, Germán. “Castas, patrones de poblamiento y
conflictos sociales en las provincias del Cauca 18 10 -18 3 0 ", en G , C ol­
menares et a l. ¡.a independenaa, ensayos de historia so cia lBogotá, 1986.
36. a g n , a p c . t. 39, fol. 858-891.
154 I margarita garrido

rroquias según sus “cualidades y riquezas” hecha por el


cura Oviedo.-17

Fiesta colonialy mestiza: misa, chicha y toros


Las procesiones han sido descritas como exhibiciones de
la ciudad ante sí misma. En un orden celosamente deter­
minado los prelados, las autoridades, las corporaciones, los
gremios y el común, acompañaban la sucesión de imáge­
nes de bulto de los santos. El desfile era visto como una
representación del orden social y por lo tanto, como reco­
nocimiento de posiciones establecidas y/o esperadas. La
procesión de Corpus Christi fue especialmente suntuosa
en Santa Fe y Mompox, las de Semana Santa en algunas
ciudades como Tunja y Popaván.,R La fiesta de San Juan
tuvo una tendencia ecuestre y la procesión era fluvial. Las
procesiones también tenían elementos no religiosos como
las comparsas, la tarasca, los gigantes y los matachines,
que permitían la participación popular. La de Corpus fue
la fiesta pública más importante y en la que se dio un
sincretismo mayor, pues la celebración católica y española
parecía coincidir en el calendario agrícola con el paso de
tiempo de lluvias al seco.39 A pesar de los reiterados inten­
tos de la iglesia para prohibir la chicha, los arcos, los gallos
y los toros por la noche, la fiesta de chicha y toros se con­

37. De Oviedo, Basilio Vicente, Pensamientos y noticias para la u tili­


dad de los curas del Nuevo Reino de Granada, sus riquezas y demás cualida­
des y de todas sus poblaciones v curatos con especifica noticia de sus gentes y
gobierno, año de 1771, Bogotá, 1930.
38. Friedmann, Susana, I ms fiestas de Junio en e l Nuevo Reino, Bogo­
tá, Kelly, 1982, págs. 40-41; Bricefto, Manuel, Tunja desde su fundación
hasta la época presente, Bogotá, 1909, pág. 298. Citado por William
Martínez, tesis citada, págs. 266-272.
39. Zuidema, Torn, “ Líl encuentro de los calendarios andino y es­
pañol”, en Heraclio Bonilla (comp.), Los conquistados, Tercer Mundo,
Bogotá, págs. 297-316.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 1 55

virtió en la creación mestiza por excelencia.40 El arreglo de


los balcones y los pasacalles para las fiestas daba ocasión
para mostrar objetos de prestigio y participar así en el in­
tercambio simbólico. Se colgaban alfombras, vasijas, cua­
dros y esculturas. Las decoraciones subrayaban el carácter
estamental de las distintas calles. Las fiestas ofrecían oca­
siones propicias para lograr el reconocimiento de indivi­
duos y estamentos y otorgarlo. Las danzas que precedían
al Santísimo y a la procesión también estaban organizadas
por estamentos y sobre todo por gremios. Para las fiestas
de Tunja del 1 1 de junio de 1590, el cabildo ordenó “...que
los tratantes de la Calle Real saquen una danza buena que
vaya danzando delante del Santísimo Sacramento y proce­
sión y los zapateros otra danza y los sastres otra danza y
los silleteros y zurradores otra danza y los herreros otra
danza...” 41
Marzhal ha encontrado en la tolerancia de la casa de
Austria con el despilfarro de los cabildos en fiestas, la ex­
plicación de la lealtad de éstos a la corona. Los cabildos
eran supremamente ineficientes y sus miembros en general
poco comprometidos con las tareas de control, manteni­
miento y mejora de la villa o ciudad. Las fiestas, sin embar­
go, sí les interesaban, probablemente por la donación de
reciprocidad que propiciaban. Los del cabildo recibían la
satisfacción de ser reconocidos como notables, como prin­
cipales y distinguidos, y el público era regalado con diver­
sión y eventualmente con una ocasión para subvertir

40. Fin los tomos de la colonia de G root J. M., Historia eclesiástica


y c iv il de la Nueva Granada, hay numerosas referencias a las prohibi­
ciones.
4 1. O cam po I ,ópcz, Javier, E lfolclor y su manifestación en tas super­
vivencias musicales en Colombia, Tunja, 1970, pág. 27, citada por Susana
Friedmann, op. cit. pág. 57.
I 5 6 | MARGARI TA GARRI DO

momentáneamente el orden.42 Fueron famosos los prepa­


rativos en uniformes, refrescos, música e iluminaciones. El
cabildo asumía algunos gastos y el patrón de la fiesta otros.
Los nacimientos en la casa real, las juras de nuevos sobera­
nos y aun la llegada de un nuevo virrey, también eran mo­
tivos de fiesta.4' En 1785, poco después de haber ocurrido
en la zona un fuerte temblor de tierra, siempre entendido
como castigo de Dios, las fiestas de Ubaté fueron prohibi­
das por el corregidor de Zipaquirá y por la Audiencia, por
considerarse su celebración inapropiada para apaciguar la
ira divina. No obstante, los alféreces, quienes patrocinaban
las fiestas declararon que ya estaban muy entrados en gas­
tos y era imposible suspenderlas.44
Para el visitador de Antioquia, Mon y Velarde, imbui­
do de una mentalidad ilustrada, las fiestas eran un derro­
che que sólo traía vanos honores y la ruina a quienes lo
auspiciaban: “Por lo común todos los trofeos que quedan
después de la fiesta a más del victor, es el popular aplauso
de quien labró tantas arrobas de pólvora, tantas de cera,
que subió tanto rancho, que gastó tantas botijas de aguar­
diente: estos son los laureles que texen la corona de un A l­
férez consumido y gastado”.45 Su juicio no coincide con el
tradicional en la valoración de lo que ganaba el alférez y lo

42. Marzahl, Peter, “Creoles and Governm ent: the Cabildo o f Po­
payán”, Hispanic American H istorical Review . N ° 54 (4), 1974, págs. 637­
656.
43. Fiestas del Socorro para el virrey Caballero, en Ortiz, Sergio E.,
Colección de Documentos para la historia de Colombia (3a serie), Bogotá,
i960, pág. 19 y para el virrey Am ar en Caballero, Jo sé M., D iario de la
Independenaa. Bogotá, 1974, pág. 44.
44. Tisnés, R. M., Capítulos de historia zipaquireña, Bogotá, 1956,
págs. 219-224.
45. M on y Velarde, J. A., ‘Reglam ento’, en E. Robledo, Bosquejo
biográfico del señor oidor Juan Antonio Mon y Velarde, 1785-1788, Bogotá,
1954, tomo 11, pág. 180.
La vida cotidiana y pública en las ciudades coloniales | 157

que ganaba la población. Las fiestas locales eran parte de la


representación que los vecinos se hacían de su lugar en el
concierto de poblaciones coloniales, de su dignidad y de
sus virtudes civiles y “políticas”.
Fuera de las fiestas, uno de los actos religiosos colecti­
vos más significativos fueron las romerías o peregrinacio­
nes a los santuarios especiales. En el centro del país a la
Virgen de Chiquinquirá, a la Virgen de la Peña y a Nuestra
Señora de Monguí; en el suroccidente, a la Virgen de Las
Lajas en Ipiales y al Señor de los Milagros en Buga. Mu­
chas otras advocaciones de la Virgen, com© la de la Can­
delaria en Medellin, de la Merced en Cali, del Topo en
Tunja, se celebraban como patrañas de las ciudades o vi­
llas y aun de grupos de cofrades. Fiestas como la de la
Niña María de Caloto, congregaban a todos los estamen­
tos coloniales con roles asignados para cada uno y bailes
en diferentes sitios. Las carnestolendas alrededor del San­
tuario de La Peña, congregaban a los residentes en los ba­
rrios más pobres de la capital y preocupaban mucho a las
autoridades.
Aunque para el siglo xvm la labor de hispanización ha­
bía sido notablemente efectiva, debemos rechazar la repre­
sentación de una homogeneidad cristiana y pensar más
bien en una iglesia colonial a la vez colonizadora y coloni­
zada. Aunque llena de temores y prejuicios, la Iglesia se
impregnaba de las formas nativas, y en la confrontación
casi cotidiana, transigía y se producían sincretismos. Las
danzas del Corpus Christi, los bailes de angelitos y los ala­
baos, fueron sólo aspectos visibles y más o menos tolera­
dos de multitud de creencias y prácticas híbridas. En las
danzas y el teatro del Corpus Christi en las fiestas de Chiri-
guaná y Mompox, personajes traídos de España como la
tarasca o el papayero, tenían aquí atributos opuestos. Estas
fiestas también daban la ocasión para representaciones
1 5 8 I MARGARI TA GARRI DO

legitimadores de la Conquista. En las de Tibacuy, aún en la


época republicana se representa una pantomima del some­
timiento de los indígenas a los conquistadores dueños del
fuego.46
Al final del siglo Santafé contaba con un Coliseo cons­
truido con la licencia del virrey pero sin la del arzobispo,
situado donde hoy está el Teatro Colón. Allí se hicieron
representaciones con actores locales, y se llevó a la ciudad
otra forma de diversión para alternar con los paseos y la
gallera.47

46. Friedmann, Susana, op. cit., pág. 34-47.


47. Ortega, Daniel, Cosas de Santafé de Bogotá. Bogotá, Tercer
Mundo, 1990, págs. 13 8 -139 .
TERCERA PARTE

L a República
L a vida rural cotidiana
en la República
M I C I I A E I , F.
JIM É N E Z
Traducción de E h ira Maldonado de Martín

El escritor liberal José María Samper describió en 18 6 1 la


geografía y los habitantes de la Confederación Granadina.
El siguiente boceto de los neivanos -pobladores del valle
alto del Magdalena, mestizos en su gran mayoría- nos
muestra la idealizada imagen que tenía Samper del habi­
tante del campo colombiano en el siglo xix:

Mientras su mujer teje un sombrero en el hogar, o hila, u


ordeña las vacas o cuida de las crías del corral, el activo
neivano rodea o pastorea su hato o cría de ganados libres,
lucha con el toro feroz en las herranzas, a pie o caballero en
un fuerte trotón; o bien, descuaja los montes y cultiva con asi­
duidad su platanar, su maizal, su cacaotal o su plantación de
arroz, de tabaco o de yucas; o en los ratos de ocio se entrega
al provechoso placer de la pesca. El día que la cosecha semes­
tral está lista en la troja (el granero), o que están gordos los
corderos y cerdos, los pavos, las cabras y gallinas de las crías,
el neivano construye una balsa, compuesta de troncos ligeros
(balsos) y fuertes lianas o bejucos; embarca toda la provisión
sin olvidar la bandola, su eterna compañera; toma su canalete
o remo rudimentario, y acompañado de otros dos o tres pai­
sanos, frecuentemente socios, se echa a bogar por el M agda­
I Ó 2 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

lena ahajo, o alguno de sus afluentes principales y va en su


rancho flotante a vender en las ciudades importantes del gran
río (Neiva. Purificación, Ambalem a u I londa) el fruto de sus
faenas de seis meses.
Entonces se opera una nueva transformación. Una vez
que ha vendido la balsa y todo su contenido, o reduce el di­
nero a herramientas, vinos, licores, ropas y otras mercancías
extranjeras, que va a vender en detalles en el lugar de su dom i­
cilio, o que destina a su propio consumo; o, lo que es más fre­
cuente, guarda su dinero y se contrata com o peón en alguna
hacienda de la parte inferior del valle, trabaja allí durante dos
o tres meses en desmontes y otras operaciones agrícolas, y
luego regresa al hogar a continuar sus faenas habituales, lle­
vando buena provisión de patacones (piezas de cinco fran­
cos), herramientas y regalos para su familia.
Así, el neivano es alternativamente pastor activo y esfor­
zado, agricultor, hábil pescador, tratante y peón asalariado o a
destajo; y es esa alternabilidad la que le imprime su sello parti­
cular y simpático'.

En este bosquejo se observa claramente el romanticis­


mo folclórico tan extendido en Europa y las Américas du­
rante esa época, y se refleja la visión protéica del trabajo y
de la vida presente en L a ideología alemana de Marx y
Engels. Aun así, nos proporciona elementos muy intere­
santes de la vida diaria en esa zona del campo andino du­
rante el siglo xix, como también ciertos rasgos de la cultura
y la sociedad agraria en esa región de América Latina du­
rante esos años. En primer lugar, así como el neivano de

i. Samper, Jo sé M., Ensayo sobre ¡as revoluciones políticas y la condi­


ción social de las repúblicas colombianas (hispanoamericanas). Con un apén­
dice sobre la orografía y la población de la Confederarían Granandina, Bo­
gotá, 18 6 1. Til apéndice lo escribió en i860 a solicitud de la Sociedad
Etnográfica de París, de la cual Sam per era miembro.
La vida niral cotidiana en la República | 163

Samper, muchísimos campesinos estaban en constante


movimiento durante este período2. Muchos de ellos, pe­
queños propietarios y peones en su mayoría, recorrían dia­
riamente el duro camino desde sus casas hasta su lugar de
trabajo en terrenos de su propiedad o al interior de gran­
des haciendas, ubicadas con frecuencia en terrenos mon­
tañosos de la parte norte de la cordillera de los Andes y
colindando con extensas planicies o zonas selváticas.
Otros iban y venían varias veces al mes a los mercados en
las ciudades más cercanas; para ello tenían que salir de
casa antes del amanecer cargados con granos, frutas y ve­
getales, algunas veces los llevaban en sus hombros y otras
en el lomo de animales de carga. Regresaban a casa, al
anochecer, trayendo de vuelta los bienes adquiridos en las
plazas o en las tiendas de las aldeas, el niño recién bauti­
zado y los restos de una buena borrachera.
Realizar jornadas mucho más largas también se con­
virtió en práctica común en el transcurso del siglo. Eviden­
temente, para muchos campesinos, como para el viajero
neivano, la jornada río abajo buscando un puerto impor­
tante sobre el Magdalena era la oportunidad tanto para
buscar aventuras como para obtener beneficios impensa­
bles en el mercado local. Con frecuencia cada vez mayor,
los campesinos pobres empezaron también a vender su
mano de obra en localidades distantes. Inicialmente, este
desplazamiento lo realizaban pocos campesinos, pero el
flujo se fue haciendo cada vez mayor y así, los habitantes
del altiplano descendían desde la tierra fría para trabajar en
las cosechas de tabaco, azúcar, cacao, algodón, añil y café
en las florecientes propiedades situadas en las faldas de la

2. Para un estudio detallado del crecimiento demográfico y de las


transformaciones ocurridas en el siglo xix en Colombia, véase Zam ­
brano, l'abio y Bernard, Olivier, Ciudad y tenitorio. E l proceso de pobta-
miento en Colombia, Bogotá, 1993.
1 6 4 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

cordillera oriental o para unirse a los grupos de caucheros


y de descortezadores de quinina en las selvas del Sumapaz
y del Magdalena Medio. En forma similar los mestizos y
los indios, habitantes de las zonas altas del sur de Colom ­
bia, emigraban temporalmente para participar en la zafra
del azúcar en el Valle del Cauca. Con frecuencia, hombres
y mujeres se desplazaban individualmente hacia los climas
cálidos, pero también se daban los casos de familias ente­
ras viajando de un lugar a otro en busca de trabajo. En al­
gunas ocasiones se veían obligados a movilizarse hacia los
campos en los que se recogía la cosecha, pero la gran
mayoría de los desplazamientos se realizaban volunta­
riamente o bajo contrato firmado con los enganchadores,
quienes daban adelantos en dinero a los cada vez más em­
pobrecidos habitantes de las zonas altas. Al final de la esta­
ción, regresaban a sus hogares con objetos, dinero, relatos
increíbles y además con las enfermedades devastadoras tí­
picas de las tierras bajas como la lepra, la malaria y los pa­
rásitos.
Com o habían empezado a hacerlo antes de la indepen­
dencia, los campesinos colombianos se desplazaron con
mayor diligencia hacia las zonas que el geógrafo alemán,
Alexander von Humboldt, había llamado a finales de siglo
las “playas interiores” de las Américas, en donde “la barba­
rie y la civilización, las selvas impenetrables y la tierra cul­
tivada se tocan y se entrelazan unas con otras.”3 Miles de
personas se desplazaron hacia las múltiples regiones de
frontera situadas a lo largo y entre las cadenas montañosas
de la parte norte de la cordillera de los Andes, dejando
atrás poblaciones ubicadas en las montañas y las grandes

3. Von Humboldt, Alexander, Personal Narrative o f Travels in the


Equinoctial Regions o f the New Continent During the Years ijgg-1803,
I>ondrcs, 1808, vol. ill, págs. 420-421.
La vida rural cotidiana en la República | >65

haciendas con las cuales habían estado vinculados como


arrendatarios, peones o esclavos. Estos últimos, que duran­
te el período colonial habían huido hacia las selvas tropi­
cales de las costas del Atlántico o del Pacífico y a lo largo
de los ríos Cauca y Magdalena, vieron engrosar sus filas
por nuevas oleadas de africanos o de mulatos residentes en
las plantaciones y en las minas de zonas aledañas. En el
Valle del Cauca, tanto la guerra de la independencia como
el movimiento previo, lento pero inexorable hacia la
emancipación, impulsó a los esclavos a formar nuevos po­
blados independientes en zonas vecinas, tal el caso de las
poblaciones del Valle del Patía, en las que no regían ni las
leyes de los señores ni las del gobierno.4 En forma similar,
durante la primera mitad del siglo, los esclavos habitantes
del valle del Bajo Magdalena, cerca de Mompox, se movili­
zaron hacia las ciénagas y las zonas pantanosas buscando
libertad y posibilidades de subsistencia.5
Para muchos otros, este éxodo a nuevas tierras los
mantuvo en permanente movimiento hacia tierras cada
vez más lejanas. Esto les ocurrió especialmente a los habi­
tantes de los viejos núcleos coloniales. Algunos pobladores
de las montañas alrededor de Pasto y Popayán, situadas en
la parte sur de Colombia, se establecieron en las tierras
más bajas del Valle del Cauca y en las faldas de las monta­
ñas. En el centro del país, los campesinos de Cundinamar-
ca y Boyacá, transformaron sus visitas a las zonas bajas
adyacentes en domicilio permanente, puesto que se vieron

4. Mina, Mateo, Esclavitud y libertad en e l valle del río Cauca. Bogo­


tá, 1975; Escorcia. José, “Haciendas y estructura agraria en el valle del
Cauca, 18 10 -18 5 0 ", Anuario colombiano de historia y de la cultura, 10,
(1982), págs. 119 -13 8 , y Mcjía Prado. Eduardo, Origen del campesino
vallecaucano. Cali, 1993.
5. l'als Horda, Orlando, Historia doble de la costa, vols. 11 y m, Bogo­
tá, 1986.
I Ó 6 | MICHAEL F. JIM ÉNE Z

obligados a huir de las presiones demográficas y de las cri­


sis económicas surgidas en las zonas altas. Algunos se fue­
ron hacia el oriente, a poblar los llanos impenetrables de
Arauca, Casanare y San Martín y fueron absorbidos por la
muy distante y diferente cultura llanera.6 Pero la mayoría
de los inmigrantes del altiplano trazaron su ruta hacia el
occidente. En ocasiones, quienes invertían en agricultura
para exportación en la ladera occidental, reubicaban a los
habitantes campesinos de las montañas a fin de contar con
trabajadores en sus nuevas inversiones en las zonas bajas.
Aunque algunas familias se desplazaron hacia estas regio­
nes de frontera, al parecer la mayoría de los inmigrantes
eran individuos que llegaban para las cosechas y se queda­
ban como peones o como arrendatarios. Una vez allí, se
veían obligados a viajar continuamente puesto que las ha­
ciendas se expandieron más allá de los valles, lo que los
obligó a abrirse camino hacia las laderas de las montañas,
limpiando tierras selváticas para prepararlas para el pasta|e
y para el cultivo de diferentes productos, esperanza de los
agricultores durante varias décadas después de mediados
de siglo, hasta que llega el cultivo del café.7 Otros se inter­
naron en regiones solitarias e inexploradas como colonos

6. En relación con la historia de las planicies fronterizas, véase


Rausch, Jan e M., A Tropical Plains Frontier. The Uanos o f Colombia, 15 3 1­
1833, Albuquerque, Nuevo M éxico, 1984, y The l.lanos Frontier in Co­
lombian History, 1830-IQ30, Albuquerque, Nuevo M éxico, 1993.
7. El mejor estudio sobre este proceso es el de M arco Palacios, E l
café en Colombia, 1850-1970. Una historia económica y política, M exico,
1983, parte 1. A fin de encontrar retratos vivos de la expansión de la
propiedad en las laderas de la cordillera occidental, véanse los informes
contemporáneos presentados por los propietarios de haciendas a Juan
de O íos Carrasquilla, Com isario de Agricultura Nacional, en el Segundo
Informe Anual que presenta el Comisario de Agricultura Nacional a l Poder
Ejecutivo para conocimiento del Congreso, año 1880, Bogotá, 1880 y Rivas,
Medardo, Los trabajadores de tierra caliente, 1899, Bogotá, 1972.
La vida rural cotidiana ai la República | 1 67

en forma individual o en grupos pequeños. Hacia igoo,


campesinos cundiboyacenses habían llegado a la cordillera
central, en donde se encontraron con las grandes migra­
ciones rumbo al corredor antioqueño que ya llevaba en
proceso más de cien años.
La movilización de los antioqueños se había iniciado
muchas décadas antes de la Independencia, huyendo de la
hambruna, las sequías y la sobrepoblación de las zonas
montañosas de los alrededores de Medellin.8 Algunos se
dirigieron al norte, hacia las costas del Caribe, del Bajo
Cauca y del Valle del Magdalena. Pero la mayoría se diri­
gió hacia la cordillera Central, abriéndose camino con
machetes, hachas y fuego a través de zonas selváticas. Lo­
graron asentar sus viviendas, establecer haciendas y formar
pequeñas poblaciones en los valles y en las laderas de las
montañas menos pobladas, y en menor número, en las tie­
rras calientes. Cuando las tierras dejaban de ser cultivables,
o surgían nuevas oportunidades, iniciaban la marcha de
nuevo. Com o sucedía en todo el país en este siglo de movi­
lizaciones, los individuos se desplazaban por su cuenta
buscando huir del hambre, de la sofocante presión de la
familia patriarcal, del patrón explotador y de la guerra ci­
vil. Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, la migración
antioqueña tenía la tendencia a realizarse organizada y
colectivamente. En algunos casos, clanes enteros se esta­
blecieron y organizaron comunidades fuertes; también al­
gunos especuladores de la tierra como González, Salazar y

8. La obra clásica sobre la migración antioqueña es L a colonización


antioqueña de Parsons, |., Bogotá, 19 8 1. Véanse también Palacios, M ar­
co, E l café en Colombia, 1850-1 y ¿o. Una historia económica, socialy política,
M éxico, 1983, parte 11; López 'Poro, Alvaro, Migración y cambio social en
Antioquia, Bogotá. 1970, y Jaram illo, Roberto Luis, “La colonización
antioqueña", en Meló, Jo rge Orlando (editor), Historia de Antioquia,
Medellin, 1988.
1 68 I MICHAF.l. F. JIM ÉN EZ

Compañía, de la zona de Caldas, organizaron movimien­


tos colonizadores por su cuenta, esto con el fin de lograr la
legalización de sus reclamos sobre tierras baldías.

II

Samper inicia su descripción mostrando las viviendas


como unidades económicas en las cuales tanto el hombre
como la mujer realizaban tareas definidas. Aunque consi­
derables segmentos de la población campesina del norte
de la cordillera de los Andes, no tenían facilidades de acce­
so a la tierra, pues no eran propietarios y por lo tanto acep­
taban trabajos temporales o permanentes en haciendas de
diferentes tamaños, la parcela pequeña se convirtió en el
eje de la producción y el consumo en las zonas rurales en
gran parte del territorio colombiano durante el siglo xix.
Ya sea como cultivadores autónomos o como aparceros
en haciendas grandes, estos campesinos demostraron te­
ner una gran habilidad para generar diversas fuentes de
sustento. El cultivo de la tierra fue de gran importancia
para los aparceros, quienes obtenían cosechas de granos o
de tubérculos -yuca en la costa Atlántica, papas en las tie­
rras altas del oriente y el sur, plátano en el Valle del Cauca
y maíz en el corredor antioqueño- que se complementa­
ban con otros cultivos de raíces, vegetales y frutas. Además
de los granos y las legumbres más indispensables, el azúcar
en forma de panela y miel y una gran variedad de bebidas
alcohólicas, entre ellas el aguardiente y el guarapo, eran
fuente de energía y placer para los campesinos, pues les
ayudaban a sobrellevar las penalidades de la vida diaria.
Otra fuente importante de la nutrición de los aparceros
eran los animales de corral como pollos, ovejas, cabras y
cerdos. El ganado vacuno proporcionaba carne, leche y
cuero y los caballos y las muías eran de gran importancia
para el transporte de personas y de objetos. Por último, los
La vida rural cotidiana a i la República | 169

núcleos familiares de los campesinos demostraron su ver­


satilidad en la manufactura de la mayoría de sus vestimen­
tas, calzado, herramientas y muebles, así como para la
construcción de los trapiches y las chozas de guadua y
bahareque que estaban esparcidas en el paisaje de la Co­
lombia rural de estos años.
Esta combinación de alimentos básicos, ganados y ma­
nufactura doméstica artesanal, se complementaba con una
producción abundante y en progreso continuo, por parte
de los pequeños propietarios, representada en cosechas de
productos como cacao, algodón y café, especialmente en
las zonas recientemente pobladas. Con mucha frecuencia
esto se daba bajo los auspicios de empresas mayores que
orientaban el cultivo y el procesamiento de estos produc­
tos. Desde los aparceros que cultivaban el tabaco en
Ambalema y Santander, en las décadas de mediados de si­
glo, hasta los arrendatarios del café en las haciendas del
Tolima y el oriente de Cundinamarca un poco después, los
aparceros dependientes jugaron un papel clave en la ex­
pansión de la agricultura comercializada y la vinculación
de Colombia a la economía mundial después de la Inde­
pendencia. Pero muchos campesinos también llegaron a
ser productores autónomos de dichos bienes, establecien­
do un balance complejo entre el cultivo de alimentos -el
denominado pan coger- y la producción de artículos para
mercados nacionales e incluso internacionales. En el caso
del café, cultivo de haciendas grandes en Santander, Cun­
dinamarca y Antioquia, parece que la cosecha se comple­
mentaba con la producción obtenida por minifundistas
independientes quienes vendían sus granos para su proce­
samiento a las plantaciones. Hacia finales del siglo, los
mazamorreros, numerosos productores de alimentos en el
vasto corredor antioqueño, habían diversificado sus culti-
IJO | MICHAEL F. J IM ÉN EZ

vos hacia el café, creando así un campesinado libre cuya


producción estaba orientada hacia los mercados globales.
Sin embargo, un buen número de campesinos colom­
bianos no lograba subsistir dependiendo exclusivamente
de sus parcelas. A lo largo de la cordillera Central, los po­
bladores se dedicaban a la búsqueda del oro en las minas y
en los ríos. Pequeños propietarios, en permanente movi­
miento, con frecuencia demostraban tanto interés en las
excavaciones de cementerios indios para buscar guacas
como en la siembra de una nueva parcela. En casi todas las
regiones los campesinos descubrieron recursos adicionales
en las extensas zonas selváticas y en las altiplanicies del
norte de los Andes, ubicadas lejos de sus pequeñas parce­
las. Había osos, venados y otros animales de caza en los
aún densos territorios y los enormes bosques proporcio­
naban carbón y madera para cocinar y para construir las
modestas chozas de los campesinos; las zonas selváticas
también proporcionaban otros productos como el caucho
silvestre y la corteza de cinchona. La abundante pesca en
los arroyos y ríos de las zonas quebradas -en las faldas de
las montañas del norte de la cordillera de los Andes así
como en las riberas pantanosas en el piedemonte de los
dos océanos, tanto en la costa Atlántica como en la Pací­
fica-, proporcionaba otros medios de subsistencia.
Durante el siglo xix la parcela individual era tanto el
ideal como la realidad de la mayoría de los colombianos
que habitaban en las zonas rurales. La propiedad comunal
de grandes extensiones de tierra era la excepción; este tipo
de propiedad existía principalmente en las regiones mon­
tañosas del sur, cerca de la frontera con Ecuador y de la
cabecera del río Magdalena. En este complejo y a menudo
tenso universo de hombres y mujeres de diferentes genera­
ciones, los hombres mayores siempre intentaban controlar
la asignación del trabajo y los recursos traídos a la propie­
La vida rural cotidiana a i la República | 171

dad por hombres más jóvenes, mujeres y niños. Como lo


sugiere Samper, los patriarcas y otros hombres se inclina­
ban por el trabajo de limpieza de la tierra, la siembra de las
cosechas y el cuidado del ganado; las responsabilidades de
las mujeres estaban centradas en las labores del hogar, in­
cluyendo la preparación de las cinco comidas diarias para
la familia y los trabajadores contratados, el cuidado de los
hijos, que solían ser muchos, y de algunas labores menores
relacionadas con el ganado. Tanto las mujeres como los
niños con frecuencia intervenían en ciertas etapas del pro­
ceso de comercialización de algunas cosedlas, como reali­
zar el corte del tabaco y la selección de los granos de café.
La artesanía femenina ocupaba también un papel esencial
en la economía familiar en muchos lugares, un ejemplo es
la producción de sombreros de jipijapa en Santander. Sin
embargo, tanto las mujeres como los niños también iban al
campo en épocas de cosecha y con no poca frecuencia
ayudaban en tareas tradicionalmente masculinas como la
siembra, la poda y la escarda. Ciertamente en casi todas
partes, pero especialmente en las regiones de frontera,
donde la visión tradicional de la división del trabajo por
género se veía debilitada por el proceso constante de
reubicación que les exigía rehacer las vidas, las mujeres
adquirieron nuevas cargas y oportunidades dentro y fuera
del hogar. Las regiones en las que las mujeres y los jóvenes
se atrevieron a desafiar el control patriarcal se vieron afec­
tadas por una violencia fratricida y conflictos sexuales.9

9. Kn relación con los modelos básicos y diversos tipos de familia


niral en Colom bia véase Gutierre?, de Pineda, Virginia, Familia v cultu­
ra en Colombia, 2a. edición, Bogotá, 1975. Para el debate contemporá­
neo sobre los aspectos de género en la familia campesina, véase León,
Magdalena v Deere. Carm en Dianna, “ La proletarización y el trabajo
agrícola en la economía parcelaria: la división del trabajo por sexo”, en
León, Magdalena, cd., vol. 1, L a realidad colombiana. Debate sobre ¡a mu-
1 7 2 | MICHAEL F. J IM ÉN EZ

Las relaciones entre las familias oscilaban entre la coo­


peración y el conflicto. Había con mucha frecuencia una
competencia feroz entre los minifúndistas, surgían des­
acuerdos sobre linderos, mejoras, contratos, y muchísimos
asuntos más. Estas desavenencias llevaban a los campesi­
nos a pelear unos contra otros utilizando machetes y viejos
rifles de caza o a muy ruidosos enfrentamientos verbales
ante los magistrados locales. Aun así, la cooperación en las
zonas rurales se daba en formas muy variadas y numero­
sas, como lo sugiere Samper cuando hace referencia a los
socios de los neivanos en sus jornadas río abajo. Las movi­
lizaciones de los montañeros del sur estaban determinadas
por la tradicional minga para limpiar parcelas. Formas si­
milares de ayuda mutua eran frecuentes en la colonización
antioqueña; las familias tradicionalmente trabajaban uni­
das en las cosechas, en la limpieza de áreas despobladas y
en la fundación de poblaciones y villas. Incluso el campe­
sinado cundiboyacense, aunque menos organizado en su
movilización hacia las laderas de la cordillera oriental, dejó
ver el deseo y la capacidad de los campesinos pobres para
poner en común sus recursos y presentar reclamos en for­
ma colectiva, como lo muestra Catherine LeGrand en su
estudio de los conflictos sobre los baldíos.10

III

El neivano minifúndista, pescador y comerciante descrito


por Samper, también se emplea como peón en haciendas

je re n América I.atin ay el Caribe, Hogotá, 1982, págs. 9-27; Salazar, M a­


ría Cristina, Aparceros en Boyacá: Los condenados del tabaco, Bogotá 1987,
y Reinhardt, Ñola, Our Daily Bread: The Peasant Question and Family
Farming in the Colombian Andes, Berkeley, California, 1988, particular­
mente el capítulo 2.
10. LeCírand, Catherine, Colonización y protesta campesina en Colom­
bia, 1850-1950, Bogotá, 1987.
Ln vida m ral cotidiana ai la República | 1 73

grandes antes de represar a su parcela ubicada río arriba.


La venta de su mano de obra por parte del pequeño pro­
pietario colombiano, supuestamente libre, demuestra la
compleja relación que existía entre los campesinos pobres
y las elites asentadas en el norte de la cordillera de los An­
des después de la independencia, ya que un número consi­
derable de campesinos estaba a medio camino entre la
venta de su mano de obra y la posesión de una parcela de
terreno, ora como propietario libre ora como trabajador
dependiente. Com o lo muestra Hermes Tovar, durante el
siglo xviii el crecimiento de la población, especialmente la
de los mestizos, la expansión de la agricultura comercial y
el movimiento hacia las fronteras más allá de los centros
montañosos, afectó seriamente el viejo latifundio colonial
que descansaba sobre la mano de obra de los indios de los
resguardos, o de los esclavos africanos; en su lugar, surgie­
ron diversas formas de tenencia de la tierra, incluyendo a
los terrazgueros, los agregados, los colonos, los concerta­
dos, los aparceros y los arrendatarios". Durante el siglo
xix, en la mayor parte del territorio, la consolidación de los
intercambios de mano de obra por el usufructo de la tierra
fiie el resultado de un largo proceso de conflicto y acuerdo
social. Por una parte, los remanentes de las viejas elites co­
loniales y la clase oligárquica emergente intentaron, con
mayor o menor éxito, ejercer un control monopolista so­
bre la tierra y la mano de obra en el campo colombiano;
por otra parte, un campesinado poco numeroso, con una
movilidad geográfica creciente y capaz de una resistencia
bastante versátil, hizo que dicha dominación fuera irregu­
lar e incompleta durante el transcurso del siglo.
En los centros neogranadinos el orden señorial sobre-

11. Tovar Pinzón, Mermes, Grandes empresas agrícolas y ganaderas,


lingotá. 1980.
1 7 4 I MICHAEL F. JIM ÉN EZ

vivió muchos años después de la Independencia. Los


peones y los minifúndistas de las haciendas dedicadas al
cultivo de granos o a la ganadería en las montañas del
Cauca, en las zonas de plantaciones, así como en el altipla­
no cundiboyacense, estaban sometidos a condiciones de
trabajo muy duras, recibían salarios muy bajos y tenían que
pagar arrendamientos muy altos. Los administradores de
las haciendas vigilaban muy de cerca a los trabajadores,
como lo revelan las instrucciones impartidas por el terrate­
niente vallecaucano Sergio Arboleda al administrador de
su hacienda Japio en la década de 1850.

Ix?s jornales deben pagarse por tareas, en el trapiche, por


pozuelos a las molenderas, armador, arriero, hornero (cuando
lo haga) y el melero. Al leñador, por tarea de cargas cortadas
y a los tiraleñas por tarea de cargas entregadas. A las cortado­
ras por tareas cortadas y a los tiraleñas por tareas de viajes
cumplidos, lil melero responde de la miel que le falte, del per­
juicio que resulte de los bueyes molenderos y en las muías ti­
radoras de leña y caña cuando las maltraten, y por el daño
que reciban las hornillas a su costa, siempre que venga el daño
por descuido” .

Al mismo tiempo, los propietarios de las haciendas, en


forma despiadada, impusieron toda clase de cargos, im­
puestos y licencias de funcionamiento sobre los parceleros.
Los campesinos se vieron atados a las haciendas bajo la
férrea disciplina de sus propietarios, quienes eran conside­
rados los amos y bajo cuyo régimen los trabajadores tuvie­
ron que sufrir desahucios, palizas, arrestos y humillaciones
públicas, pues eran castigados en los cepos, además de

12. Correa G., Claudia María, “ Integración socio-económ ica del


manumiso caucano, 18 50 -19 0 0 ”, tesis de grado, departamento de A n­
tropología, Universidad de los Andes, 1987, pág. 378.
La vida ntra! cotidiana en la República | 175

vejaciones sexuales impuestas por los propietarios y sus


administradores a los trabajadores y a los miembros de sus
familias. Paradójicamente y en forma simultánea, la cultura
paternalista se alimentaba por medio de parentescos ficti­
cios, regalos y arreglos especiales ofrecidos para mantener
el tipo de relaciones predominantes en las zonas altas y
conservar intacta la dominación ejercida por las elites
cuando ésta se veía afectada en alguna forma por las difi­
cultades económicas, la guerra y la inestabilidad política.
Pero la estructura de propiedad ejercida por los terra­
tenientes no estaba exenta de dificultades. Tanto los arren­
datarios como los peones robaban ganado, quemaban
cosechas, rompían las herramientas, vendían productos en
forma ilegal, se comprometían en huelgas de trabajadores
y ejercían diversas formas de resistencia cotidiana, debili­
tando en esta forma las pretensiones feudales de los terra­
tenientes. Menos maleables aun eran los forasteros y los
fitiqueros independientes, quienes eran contratados para las
cosechas y la realización de tareas especiales que debían
llevarse a cabo durante el año; por esta razón, los terra­
tenientes los trataban con más respeto. Tanto la creciente
población mestiza como los antiguos esclavos llegaron a
ser aparceros dentro de los latifundios en proceso de trans­
formación, pero ellos raramente se rebelaban en forma
abierta contra de las elites de estas regiones; sin embargo,
sus luchas cotidianas en contra de los patronos y sus des­
plazamientos hacia las diversas regiones de frontera en el
interior, durante las décadas que siguieron a la indepen­
dencia, debilitaron el poder y la autoridad de las elites de
terratenientes tradicionales.
Ciertamente este abrazo fatal entre la familia campe­
sina y la gran hacienda fiie de gran importancia, ya que,
durante el transcurso del siglo, una y otra se desplazaron
simultáneamente hacia las regiones no pobladas sobre
1 7 f> | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

todo a partir del auge de las exportaciones que se inició a


mediados del mismo. En casi todas las regiones del país,
los empresarios agrícolas dependían de los propietarios
para despejar las zonas selváticas y arreglar la tierra para
pastaje, para el cultivo de productos alimenticios y even­
tualmente para la obtención de cosechas comerciales
puesto que éstas estaban destinadas a consumidores en
otras zonas del país o del exterior. Cuando era posible, ab­
sorbían a los minifiindistas en sus grandes haciendas al es­
tablecer derechos y títulos sobre tierras cultivadas por
residentes tradicionales o por colonos recién llegados,
captándolos de esta forma en calidad de peones o arren­
datarios. Dichos esfuerzos con frecuencia resultaron muy
costosos y fallidos. En consecuencia, los terratenientes in­
tentaban atraer trabajadores de las zonas altas, cuya pobla­
ción era más densa y en donde, según el fundador de una
hacienda cafetera en el distrito de Viotá, al suroccidente de
Cundinamarca, “la población es grande, donde hay pobre­
za y los salarios son muy reducidos” 1-1 . El geógrafo F. J.
Vergara y Velasco llegó más lejos, pues habló del mon­
tañero como “constante para el trabajo y la fatiga, sumiso,
de un valor sin igual... es máquina”.'4 Se ofrecían terrenos
a los inmigrantes, parcelas de dos a cinco fanegadas, en las
cuales podían cultivar alimentos para ellos, para los peones
de las haciendas y para venderlos en los mercados locales,
todo esto a cambio de su mano de obra. Era además cos­
tumbre que pagaran una pequeña suma en calidad de ren­
ta, encima de la obligación de trabajar quince días al mes

13. Manuel Ahondano a Ju an de Dios Carrasquilla, Viotá, Cundi­


namarca. noviembre 12 de 1878, en el Segttndn Informe Am tal que presen­
ta el Comisario National de Agricultura a l Poder Ejecutivo para el conoci­
miento del Congreso: año 1880, Bogotá, 1880, pág. 42.
14. Vergara y Velasco, F. J., Nueva Geografía de Colombia, vol. 111,
Bogotá, 1974, pág. 966.
Lfi vida tv ral cotidiana en la República | 177

en la hacienda y prestar ocasionalmente servicios persona­


les al terrateniente o a su administrador, trabajo por el cual
recibían en algunos casos unas pocas monedas, comida y
un trago de melaza.
Empresas agrícolas funcionando a gran escala en las
“playas interiores” de Colombia requerían una intensa ex­
plotación y represión de los aparceros dependientes, quie­
nes, en la mayoría de los casos, constituían la mayor parte
de la fuerza de trabajo.'5 Mientras algunos arrendatarios
y finqueros llegaban a ser mayordomos y hombres de con­
fianza en las grandes haciendas, la mayoría tenía que
enfrentar la despiadada crueldad y arbitrariedad de los
propietarios y de los administradores. Com o trabajadores
a destajo en los campos y centros de procesamiento, eran
mal pagados y estaban sujetos a una vigilancia muy estre­
cha ejercida por los administradores y los capataces, quie­
nes como los rayadores o líderes de escuadra, tenían bajo su
responsabilidad el control de la disciplina para asegurar
una elevada productividad. En algunos casos, los adminis­
tradores de las haciendas ubicaban trabajadores de dife­
rentes razas y origen regional mezclados unos con otros.
En su calidad de arrendatarios estaban totalmente a mer­
ced de los terratenientes, quienes arbitrariamente altera­
ban los cánones de arrendamiento, controlaban el acceso a
los pastos para ganados y a las zonas madereras, recauda­
ban los impuestos sobre los artículos que los arrendatarios
sacaban o enviaban a los mercados, imponían exigencias
sexuales sobre las mujeres y amenazaban con el desahucio
a quienes se mostraban reacios a cumplir con sus exigen­
cias. Los finqueros independientes temían ser desalojados

15. Pura un análisis de los distintos tipos de mano de obra en el si­


glo xix en Colombia, particularmente en las nuevas zonas de pobla­
ción, véase Kalmanovitz, Salomón, Economía y naaón. Una breve /listo­
na de Colombia. Bogotá, 1986, capítulo 11.
1 7 8 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

de sus tierras por los terratenientes o por los especula­


dores, quienes fácilmente quemaban sus propiedades o los
demandaban ante las cortes locales. Durante el auge
cafetero antioqueño del fin de siglo, los minifundistas,
aparentemente libres, evidenciaron su dependencia de los
latifundistas a quienes debían enviar el grano para su pro­
cesamiento16. Estas duras cargas, impuestas sobre apar­
ceros, peones y minifundistas independientes, fiieron
creciendo durante el siglo debido a la presión ejercida des­
de fuera, ya que cada día se pedía mejor calidad, se ofre­
cían bajos precios por los productos tropicales y empezaba
a evidenciarse un decreciente interés de los empresarios
agrícolas por cultivar los lazos paternalistas con sus traba­
jadores.
A pesar de las apariencias, la reproducción del orden
señorial de las zonas latifundistas tradicionales no fue fácil
de perpetuar y por tanto no llegó a extenderse con iguales
características en las diversas regiones de frontera. La baja
densidad de la población y las facilidades que tenían los
peones para escapar hacia las zonas selváticas, hizo que
estos peones fueran menos maleables y permitió a los mi­
nifundistas, tanto dependientes como independientes, sub­
vertir de diversas formas el orden impuesto en las grandes
haciendas. Tanto los trabajadores asalariados como los
arrendatarios, violaban los reglamentos, se resistían a obe­
decer las normas, amenazaban a los administradores y a
los capataces, se escapaban llevando consigo no sólo ma­
dera y productos obtenidos en la cosecha sino también al­
gunos animales; en otros casos, se unían a las cuadrillas de
malhechores. Cuando el tabaco colombiano perdió su po­

16. Sam per Kutschbach, Mario, “ Labores agrícolas y fuerza de tra­


bajo en el suroeste de Antioquia, 18 5 0 - 19 12 ”, Estudios sociales 2, marzo
de 1988, pág. 14.
Lm vida rural cotidiana en ¡a República | 179

sición en los mercados alemanes, muchos observadores


culparon a los aparceros del Tolima por su descuido en el
cultivo de la hoja; Medardo Rivas se lamentaba porque el
“perezoso calentano se levantó, movido por tantos hala­
gos, y principió a sembrar tabaco y a llevar una vida de di­
sipación y vicios”.17 Los primeros cultivadores de café en el
occidente de Cundinamarca expresaron inquietudes simi­
lares, como es el caso de la queja de Aurelio Plata, cultiva­
dor del grano en la Mesa, en relación con las grandes
haciendas que necesitaban muchos trabajadores; “al fin de
la cosecha, cuando ya es poco el café maduro que hay en
las matas, se pierde mucho, porque no lo cogen sino con
mayor costo, y también porque se escapa muchas veces a
la vigilancia de los empresarios”.18 Un poco después, Salva­
dor Camacho Roldan informó que en los mismos distritos
“el arrendatario y el propietario tienen intereses opuestos y
casi siempre son enemigos”.'9 La hábil descripción que
hace Malcolm Deas de la hacienda Santa Bárbara, en el
occidente de Cundinamarca, durante el momento culmi­
nante del auge del café en las últimas décadas del siglo xix,
nos revela cómo las constantes evasiones y disputas de los
arrendatarios pusieron a prueba la paciencia de su admi­
nistrador, Cornelio Rubio, quien reveló su frustración en
un informe enviado a Roberto Herrera Restrepo que de­
cía; “Agustín Muñoz es el mismo que no ha querido servir
en nada de la cosecha, so pretexto de la enfermedad de su

17. Rivas, Medardo. “ El coscchcro", en Musco tic a/adms de cos­


tumbres, vol. 11. Bogotá. 19 71. pág. 172.
18. Aurelio Plata a Juan de Dios Carrasquilla, Ea Mesa, Cundina­
marca, noviembre 15 de 1878, en el Segundo Informe Anual que presenta
el Comisario National de Agn'ctdlura a l Poder Ejecutivo para el conocimien­
to del Congreso: año tSSo, Bogotá, t 88o , pág. 5 1.
19. Cam acho Roldán, Salvador, Notas de viaje, Bogotá, 1887,
pág. 97.
l8o | MICHAEL F. JI M ÉN EZ

mujer y hace tiempo que no viene a trabajar ni manda ca­


fetera ni peón, no sirve de nada absolutamente”.20 No nos
debe asombrar que las “máquinas”, es decir los campesinos
pobres de Vergara y Velasco, llegaran a ser vistos por sus
superiores como los borrachos brutos, la escoria, los crimi­
nales y la amenaza a la prosperidad de la agricultura. Con
todo, no hubo muchos encuentros violentos entre los
campesinos pobres y los propietarios y administradores de
las haciendas en las fronteras colombianas, principalmente
porque las clases altas campesinas contaban con la coer­
ción para compensar su débil hegemonía en esas regiones.
Por último, muchos campesinos sencillamente no se
sometían en absoluto al dominio de los terratenientes. Los
inmigrantes de las zonas altas estaban dispuestos a propor­
cionar mano de obra barata en las regiones de frontera
porque allí tenían la posibilidad de huir hacia la selva en
caso de necesidad. En 18 7 1, a pesar de que se presentó una
enérgica solicitud de inversión extranjera en las plantacio­
nes de añil en el valle del Magdalena, Salvador Camacho
Roldán, secretario del tesoro, admitió sin embargo que
puesto que, para los inmigrantes “ha llegado a ser más re-
munerador el trabajo de producción de víveres, el número
de jornaleros disponibles para el añil ha disminuido y los
jornales han subido fuera de tasa”.21 En el transcurso del
siglo, y especialmente en sus últimas décadas, los mini-
fúndistas ocuparon vastos terrenos baldíos despreciando
con frecuencia a los terratenientes, a los especuladores de
la tierra y a los funcionarios gubernamentales. En el corre­

20. Deas, Malcolm, “Una hacienda cafetera de Cundinamarca:


Santa Bárbara 18 7 0 - 19 12 ”, en Anuario Colombiano de Historia Socialy de
la Cultura, 8, 1976, pág. 82.
2 1. Cam acho Roldán, Salvador, “ Proyecto para la fundación de un
establecimiento de añil en grande escala y de banco hipotecario,” sep­
tiembre 15 , 18 7 1, en Escritos varios, vol. 11, Bogotá, 1893, pág. 453.
La vida rural cotidiana en la República | 1 81

dor antioqueño, algunos colonizadores maniobraron en


las cortes para proteger sus reclamos y además, no renun­
ciaron al uso de la violencia. Otto Morales Benítez relata
las emboscadas y las matanzas realizadas por los colonos
de Elias González, el principal acaparador de tierra cal-
dense, en abril de 18 5 1. La tosca justicia agraria en dicha
región decía “Aplíquele la ley de Guacaica,” refiriéndose a
las riberas del río en las que el odiado González encontró
su fin". Por último, estos desacuerdos dieron origen a un
acuerdo social de gran importancia en el campo colombia­
no, una tregua inestable entre quienes buscaban consolidar
la agricultura comercial y monopolizar el control sobre la
tierra y los trabajadores, y aquellos grupos de campesinos
pobres que realmente constituían una economía minifun-
dista tanto dentro como fuera de los complejos latifun­
distas.

IV

Camino a su destino río abajo, el neivano intercambiaba


los productos de su finca por herramientas, vestidos y
otros bienes. Samper por lo tanto, reconoce la importancia
de la presencia de relaciones comerciales en el siglo xix en
la Colombia rural. Por lo menos una vez por semana, ge­
neralmente con mayor frecuencia, las plazas de casi todos
los caseríos, villas y pueblos, se veían invadidas por los lla­
mados “tratantes” cuyo número y variedad dependía de la
cantidad de habitantes en cada distrito o localidad. Los
campesinos extendían en el suelo sus productos alimen­
ticios, objetos artesanales, ganado y productos como ca­
cao, tabaco y azúcar. Los negociantes locales abrían sus
tiendas llenas de caramelos, fósforos, vestidos, herramien­

22. M orales Benítez, Otto, Testimonio de un pueblo, Bogotá, 1962,


pág. 104.
1 8 2 I MICHAEL F. JIM ÉN EZ

tas y otros productos manufacturados, algunos de ellos


traídos del extranjero -las sedas y los licores mencionados
por Samper- y otros procedentes de diversos lugares del
norte de los Andes como ruanas del altiplano oriental,
sombreros de Santander y sillas de montar de Chocontá.
Las banderas rojas ondeaban en las puertas de las carnice­
rías, en las cuales se vendía tanto carne fresca como cecina.
Vendedores ambulantes con baúles llenos de novedades
voceaban sus mercancías.
Se realizaban numerosas y variadas transacciones du­
rante el día, la mayoría de ellas a pequeña escala -unos
pocos huevos, un puñado de arroz, algunos vegetales o
frutas, una tajada de carne-, éstas acompañadas por los re­
gateos rituales que se daban mientras el dinero y los obje­
tos pasaban de una mano a otra. En algunas ocasiones, sin
embargo, estas transacciones eran mayores, puesto que
comerciantes agrícolas, regionales o locales, adquirían
cantidades considerables de algunas cosechas para vender­
las en ciudades grandes o en el exterior; dichos intercam­
bios se hicieron más frecuentes en lugares como La Mesa,
en el occidente de Cundinamarca, donde los comerciantes
del Valle del Cauca, de las tierras calientes y cálidas del
alto Magdalena y de los Llanos se encontraban con los
provenientes del altiplano oriental. Ocurría, también, otro
tipo de comercio, cuando los hombres visitaban a las pros­
titutas ubicadas en los barrios de tolerancia. Además, a lo
largo del día los campesinos sedientos abarrotaban las ta­
bernas y los puestos al aire libre para beber totumas de
aguardiente, guarapo o chicha, mezclando esto con rela­
tos, música, baile, juegos de azar y discusiones bulliciosas.
Mientras la mayoría de los campesinos iba a los merca­
dos ubicados a pocas horas de sus viviendas y campos,
otros tenían que recorrer distancias muy largas. Los cam­
pesinos viajaban muchos días para vender productos bási-
La vida niral cotidiana en ta República | 183

eos en las ciudades florecientes del norte de los Andes.


Minifundistas de las faldas de las montañas en el Valle del
Cauca aprovisionaban a Buga y a Cali en esos años, así
como algunos productores de artículos para el hogar ven­
dían sus productos en centros urbanos ubicados en el nor­
te de los Andes. A mediados de 1880, el geólogo alemán,
Alfred Hettner, describió los encuentros en el mercado en
la capital del altiplano de Bogotá:

I'Ll movimiento de mercado viene concentrándose en Bo­


gotá prácticamente los jueves y viernes de cada semana, días
en que la gente de fuera viene hasta de lejos para vender sus
productos del campo... Aparte de los sabaneros, allí obser­
vam os gente de los pueblos situados al este de Bogotá, por
ejemplo de Choachí, Fómeque y otros. Así mismo, llegan de
Fusagasugá y otras poblaciones de tierra templada. Hasta
calentónos vimos, que desde luego no podrán sentirse confor­
tables aquí en vista de la vestimenta para este clima.2'

Criadores de ganado realizaban jornadas aun más lar­


gas para llegar a los mercados. Los criadores de cerdos del
Quindío llevaban sus bestias en manada hacia el norte,
hasta llegar a Medellin y a distritos mineros adyacentes, y
hacia el sur, hasta el valle del Cauca; los llaneros guiaban el
ganado desde el Valle del río Magdalena y de las llanuras
del oriente hasta la sabana de Bogotá.
Tanto la variedad, como las cada vez más complejas
redes comerciales de la parte norte de la cordillera de los
Andes, dieron lugar al surgimiento de una gran cantidad
de intermediarios que trabajaban a pequeña escala. Taber-

23. Hettner, Alfred, Viajes por ¡os Andes colombianos, 1882-1884,


do en Romero, M ario (íerm án, (comp.) Bogotá en los viajeros extranjeros
del siglo xix, Bogotá, 1992, pág. 240.
1 8 4 | MICHAEL F. JIM ÉNE Z

ñas, tiendas y tambos aparecieron en muchos lugares del


campo y sus propietarios se encargaban de vender, com­
prar y también alojar a los viajeros procedentes de zonas
vecinas y lejanas. Muchos minifundistas prestaron ayuda
proporcionando el transporte tan necesario en esos que­
brados parajes del norte de la cordillera. Sus champanes y
bogas negociaban la movilización en los ríos, rutas éstas
muy traicioneras, conectando así las economías más im­
portantes y estableciendo lazos entre el populoso interior
y el mundo exterior. Aun más importantes eran los arrie­
ros, quienes alimentaban los animales de carga y transpor­
taban artículos y viajeros a través de zonas muy quebradas,
llanuras sin caminos demarcados y densas selvas tropicales
en las zonas bajas. Aun cuando en ocasiones los transpor­
tadores eran contratados por las casas mercantiles y por
los terratenientes, generalmente trabajaban por su cuenta.
El arriero se convirtió en sujeto de leyendas y mitos evoca­
dos en la caracterización hecha en este siglo por Eduardo
Santa, según la cual el “hombre es fuerte, estoico, tenaz y
forma con la muía una maravillosa ecuación de progre­
so”.24 Gracias a su independencia y energía, dichos campe­
sinos abrieron caminos entre las ciudades y el campo y
ayudaron a sentar los cimientos de un mercado nacional
que llegaría a cristalizar después del cambio de siglo.
Para José María Samper y muchos de sus copartidarios
liberales, la ubicuidad e intensidad de relaciones comercia­
les en el campo del norte de la cordillera de los Andes, se­
ñalaron el amanecer de una nueva era. Su referencia a la
llamada “nueva transformación”, una vez que el neivano
llegaba a puerto ribereño, complementó los comentarios
de su hermano Miguel quien señaló por la misma época

24. Santa, Eduardo, Arrieros y fundadores. Aspectos de la colonización


antioqueña, Bogotá, 19 6 1, pág. 12 3.
La vida rural cotidiana en la República

H a c ie n d a de cultivo
de tab aco en
Sa n ta n d e r.
F o to g ra fía .
D ic ie m b re y de
19 16 .
El Gráfico N ° 322.

Rancho C a m p e sin o
en C h o a c h í.
E d u a rd W . M a r k .
A c u arela. 18 4 6 .

C h oza y h a b itan te
d el M a g d a le n a .
A n d ré M . E .
G rab ad o
Am érica Pintoresca.
T o m o iii.
M o n ta n e r y
Sim ó n E d ito re s .
B arcelo n a. 18 8 4 .
D e m estiz o e in d ia n ace collo te.
Ju a n y M a n u e l de la C ru z .
G rab ad o coloread o .
1777-1788.
B ib lio te c a L u is - A n g e l A ra n g o . S a la
M a n u sc rito s 3 91 . 0946. C1 5 C.

D e esp añ o l y m o risca nace alvin o.


Ju a n y M a n u e l de la C ru z .
G rab ad o coloread o .
1777-1788.
B ib lio te c a L u is - A n g e l A ra n g o . Sa la
M a n u sc rito s 3 91 . 0946. C1 5 C.

D e co llo te e in d ia nace
ch a m iz o . Ju a n y M a n u e l
de la C r u z .
G rab ad o co lo rea d o .
*777 - 1788.
B ib lio te c a L u is - Á n g e l
A ra n g o . S a la
M a n u sc rito s 3 91 . 0946.
C1 5C.
La vida rural cotidiana en la República | 185

que la colonización de la tierra caliente convirtió sin lugar


a dudas a los colombianos en “ciudadanos del mundo”.25
Sin embargo, ni todos los observadores contemporáneos,
ni los campesinos mismos, se mostraron tan optimistas en
relación con el potencial que tenían los mercados existen­
tes para asegurarles paz y prosperidad ni a ellos ni a la
mayoría de sus conciudadanos. Quizás Eugenio Díaz Cas­
tro, uno de los escritores costumbristas más populares, fue
quien mejor logró articular lo que pudo haber sido la am­
bivalencia de la naturaleza del intercambio económico
para las clases bajas del campesinado. Manuela, su heroí­
na, lo expresa en forma amarga cuando habla acerca de su
día en el mercado:

¡Ah cosa chinche es hacer mercado!... La sal a catorce,


cada día más cara y en la Gaceta dijeron que la iban a dar ba­
rata para favorecer al pueblo: lo que defienden al pueblo... Ya
no había lechugas ni coliflores, porque llegué tardísimo...
Traje media arroba de arroz y por amas me lo derraman, por­
que se armó una pelea de lo más grande, por medio de
chivera, que les querían meter a los calentanos... L os huevos a
tres el cuartillo y las cucharas de palo para la tienda también a
cuatro... ¿Qué les quedará a los indios de Guasca y Guatavita
que las hacen y las traen y después de haber vendido sus tie­
rras por chicha, o por plata para beber chicha?'6

Ciertamente el mercado era muy peligroso para mu­


chos campesinos colombianos en el siglo xix. Los precios
eran muy altos y los artículos escaseaban con mucha fre-

25. Samper, Miguel, La miseria en Bogotá fi8ñi], Bogotá, 1969,


pág. 126.
26. Díaz Castro, Iüigenio, Manuela [1856], Bogotá. 1988, págs.
95-96.
l 86 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

cuencia debido a la sequía y a las enfermedades que afecta­


ban el campo. Los campesinos y muchos agricultores a
gran escala, se quejaban incesantemente no sólo de las
dificultades de transporte y los altos costos de los créditos,
sino de las presiones ejercidas por los propietarios de los
almacenes y los prestamistas de las ciudades; Samper mis­
mo hace mención a “la codicia artificiosa que suele distin­
guir al traficante en los países poco civilizados”.27 Quienes
producían para compradores extranjeros, conocieron muy
pronto los peligros de la economía global. Las crisis suce­
sivas del tabaco, la quinina y el añil desde la década de
i860, además del exiguo y desigual aumento en los precios
del café durante el último cuarto de siglo afectaron muchí­
simo a los cultivadores de estos productos, tanto grandes
como pequeños. Finalmente, el Estado colombiano, aun­
que dividido y débil durante la mayor parte del siglo, fue
una molestia constante para los campesinos. Los monopo­
lios oficiales, llamados estancos, favorecían a ciertos clanes
de terratenientes excluyendo de esta forma a la mayoría de
los campesinos y elevaban el costo de vida. Entre éstos, el
monopolio de la sal provocó amargas recriminaciones de­
bido a su valor como preservativo y elemento necesario
para el engorde del ganado. Los impuestos eran otro ele­
mento de irritación puesto que los tributos sobre la matan­
za del ganado, el consumo de aguardiente y otros licores,
además de aquellos que gravaban diferentes artículos de
consumo, los cobros catastrales, los peajes y una cantidad
de gravámenes existentes hacían del comercio una activi­
dad muy costosa e incluso peligrosa, especialmente para
quienes poseían escasos recursos. Las reyertas y peleas fre­
cuentes, las huelgas que se presentaron en la Colombia

27. Samper, José M., Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condi­
ción social de las repúblicas colombianas, pág. 327.
La vida rural cotidiana en la República | 187

provincial durante el siglo, sin importar si su origen inme­


diato era político, personal, regional, racial o religioso, po­
dían atribuirse fácilmente a las confusiones, desigualdades
o arbitrariedades de las relaciones de mercado.
Con la expansión de la agricultura comercial, muchos
campesinos colombianos concibieron ideales y prácticas
alternativas en las transacciones comerciales2*. Los peque­
ños propietarios del campo intentaban beneficiarse de las
crecientes oportunidades económicas del norte de la cor­
dillera de los Andes durante este período, sin tener que lle­
gar a ser presas o víctimas de un mercado muy peligroso.
Diversificaron la producción (como lo hicieron las hacien­
das grandes) en lugar de concentrarse exclusivamente en
las cosechas más rentables; esta estrategia estaba enfocada
a evitar el impacto de las fluctuaciones de precio y los cos­
tos de producción. Las relaciones recíprocas de trabajo
existentes entre ellos, contaban con su complemento en el
trueque y en los intercambios de dotes, junto con el uso de
la moneda, protegiéndose de esta forma contra la infla­
ción. Los aparceros de las grandes haciendas desarrollaron
un complejo mercado interno para la realización de mejo­
ras que dependían de dicha cooperación. Un poderoso
sentido de honradez en las relaciones de intercambio pe­
netró en las zonas rurales, así como la noción de “precio
justo”, presente en el comentario de Eugenio Díaz Castro
en relación con la promesa del gobierno de sostener un
bajo costo de la vida “en defensa del pueblo”.
Esta “economía moral” también se manifestó en una
amplia participación de las clases bajas campesinas en re­
des de comercio ilegal, para hacerle frente al control exclu-

28. Para el debate sobre las concepciones “alternativas" de la eco­


nomía entre los campesinos colombianos y ciertos aspectos del siglo
xix véase Gudeman, Stephen y Rivera, Alberto, Conversations in Colom­
bia. The domestic economy in life and text, Cambridge, 1990.
1 8 8 | MICHAF.I. F. JIM ÉN EZ

sivo de la economía agraria que ejercían los clanes de te­


rratenientes comerciantes en connivencia con las autorida­
des gubernamentales. Los peones y los aparceros recogían
granos de café de los cafetales de los terratenientes, se ro­
baban el azúcar y el ganado y todo esto era negociado en
una amplia economía subterránea que abarcaba grandes
zonas de la Colombia rural. Por otra parte, los pequeños
propietarios campesinos, con frecuencia competían con
algunos productores mayores en los mercados locales y
regionales. En la década de 184 .0 , los cultivadores de azú­
car de la región occidental de Cundinamarca, no pudieron
imponer su monopolio sobre la panela y la miel debido a
que hordas de trapicheros la vendían a precios más bajos en
los mercados de la vecina Bogotá.29 De forma similar, an­
tes de la abolición del monopolio del tabaco a mediados
de siglo, la producción obtenida en forma ilegal y el co­
mercio de este producto eran endémicos. Guillermo Wills
observó en 18 3 1 que en la región de Ambalema “todos los
años se pierden ingentes sumas en razón del escandaloso
contrabando que se hace en todas direcciones, siendo la
causa primordial de este mal, el ínfimo precio que se paga
al cosechero por su tabaco”.30 A mediados de siglo, los cul­
tivadores independientes, que provenían de la población
de antiguos esclavos, aprovisionaban ilegalmente una bue­
na parte del mercado del Valle del Cauca1'. Los campe­
sinos también desarrollaron habilidades para evadir las

29. Saflbrd, Frank, “Com m erce and Enterprise in Central Colom ­


bia, 18 2 1-18 7 0 ”, tesis de PhD no publicada, Columbia University, N ew
York, 1965, pág. 1 1 3 .
30. Wills, Guillermo, Observaciones sobre el comercio de Nueva Gra­
nada, con un apéndice relativo a l de Bogotá, Bogotá, 1962, pág. 17.
3 1. Taussig, Michael, “ Religión de esclavos y la creación de un
campesinado en el valle del río Cauca. Colom bia”, Estudios rurales lati­
noamericanos, 11:3, septiembre-diciembre 1979, pág. 3 7 1.
La vida rural cotidiana at Ia República | 1 89

exigencias tributarias del Estado, especialmente cuando al­


gún artículo resultaba muy lucrativo. Los impuestos sobre
el licor eran de muy difícil recaudo, puesto que los comer­
ciantes campesinos y sus colaboradores en las pequeñas
ciudades, con frecuencia se armaban para enfrentarse a la
policía de los resguardos. En algunos casos, esta resistencia
encontró expresión política, tal el caso de los campesinos
del Tolima que se unieron a las guerrillas liberales a princi­
pios de la guerra de los Mil Días bajo la siguiente consigna:
“Abajo los monopolios, viva el partido liberal, viva la
revolución”^.

La esperanza de Samper, compartida por muchos de sus


copartidarios liberales, según la cual la ampliación de las
relaciones de mercado podría “conservar la paz y frater­
nidad y suprimir trabas dondequiera”^, se mostró insoste­
nible en la Colombia rural del siglo xix. Es claro que los
conflictos surgidos al interior mismo de las fincas, entre
pequeños propietarios y entre ellos y los grandes terrate­
nientes, tenían su paralelo en los mercados y además, esta­
ban estrechamente ligados con otras dos áreas de conflicto
en la vida diaria y en la estructura amplia de las relaciones
sociales en el campo colombiano durante este período: la
religión y la política.
Aparentemente la Iglesia católica ejercía un completo

32 Jaram illo, Carlos Eduardo, La guerra de novecientos, Bogotá,


1992, pág. 34. Para una comprensión más global de este asunto véase
Clavijo Ocampo, Hernán, “M onopolio fiscal y guerras civiles en el
Tolim a, 1865-1899,” en Fronteras, regiones y ciudades en la historia de Co­
lombia, vin Congreso Nacional de Historia de Colombia, Bucaraman-
ga, 1993, págs. J2 7-I50 .
33. Samper, [osé M „ Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condi­
ción social de las repúblicas colombianas, Bogotá, 19 6 1, pág. 3 3 1.
I 9 O | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

dominio cultural sobre la mayor parte del territorio, como


legado del proceso relativamente rápido y completo de
mestizaje y aculturación ocurrido durante la colonia. Una
iglesia se erigía en la plaza principal de la mayoría de las
poblaciones y ciudades en el campo, incluso pequeños
villorrios tenían su capilla; en algunos casos se trataba de
construcciones impresionantes y en otros eran apenas
chozas grandes con piso de tierra, pero unas y otras,
simbolizaban la capacidad del poder eclesiástico y la auto­
ridad ejercida durante un siglo de acalorados y, con fre­
cuencia, violentos conflictos acerca del lugar que ocupaba
la religión en asuntos tanto públicos como privados. Los
curas o párrocos con frecuencia jugaron un papel prota-
gónico en las vidas de las poblaciones rurales: ofrecían
bendiciones y oraciones durante todo el ciclo vital, es decir
en los nacimientos, en los matrimonios y en las muertes,
servicios que con frecuencia debían ser remunerados. En
las misas dominicales y en el abarrotado calendario de ce­
lebraciones religiosas, los clérigos predicaban la doctrina
y exhortaban la moral en sus feligreses transmitiendo la
visión de una deidad intimidante y vengadora. Dicha ima­
gen era mitigada por una intervención piadosa, especial­
mente la de la Virgen María. En tales ocasiones, también
consolidaban su posición de pilares del orden social, al
censurar abiertamente a los librepensadores, a los crimina­
les, a los que protestaban desde abajo y, con no poca fre­
cuencia, a los supuestos “descreídos liberales”, La trinidad
formada por el patriarcado, la jerarquía social y la armonía
de este catecismo provinciano, se encuentra expresada en
la descripción que hace el padre Antonio María Améz-
quita, en el año de 1882, de la respuesta a sus esfuerzos
misioneros en la población de Cáqueza, Cundinamarca:
I m vida rural cotidiana ai ¡a República | 191

De un modo sorprendente, desde la más distinguida ma­


trona hasta la última pobre criada, y desde el primer jefe del
distrito hasta el último menestral, y desde el inteligente Juez
de Circuito hasta el último policía, en una palabra, com er­
ciantes, hacendados, agricultores y empleados y aun tran­
seúntes, poblaban la anchurosa iglesia a oír la palabra divina,
con la atención de cenobitas y ermitaños. I,o que más admi­
raba era la afluencia de los campesinos de ambos sexos al tri­
bunal de la penitencia, pudiendo asegurarse que durante la
misión y Semana Santa se concillaron con Dios más que 4 000
alm as.'4 »

Sin embargo, ni los halagos ni las disciplinas de la


Iglesia católica lograron el dominio total de la moral y la
imaginación espiritual de los campesinos colombianos du­
rante el siglo xix. Aunque con mucha frecuencia los curas
eran respetados por su piedad y su defensa enérgica del
campesino pobre, como es el caso de aquellos que se unie­
ron a los colonos en su lucha contra los especuladores de
la tierra en la cordillera Central, muchos eran considera­
dos seres malvados, corruptos y en connivencia con los
opresores. Finalmente, el número reducido de seguidores,
su aislamiento endémico, ponían en peligro la influencia
de los curas, por consiguiente, el campesino pobre desa­
rrolló su propia religión combinando el cristianismo con
creencias y prácticas indias y africanas. Los campesinos
encontraron en las cofradías, formadas por la Iglesia para
canalizar y controlar la religiosidad popular, voces e
instrumentos espirituales más autónomos para elevar sus
protestas contra los poderosos. Por último, los teguas,

34. Amézquita, Antonio María. Defensa del clero español y americano


y Guía geogrrf/ico-religinsa del Estado Soberano de Cundinamarca, Bogotá,
1882, pág. 220.
1 9 2 | MICHAEL F. JIM EN EZ

chamanes, brujos y curanderos, tanto hombres como mu­


jeres, eran los encargados de proporcionar la mejor defen­
sa contra los males del mundo utilizando su magia, sus
curas de hierbas, sus conjuros y una amplia gama de ritua­
les y oraciones.
En las festividades religiosas se manifestaba con fre­
cuencia la expresión de la devoción popular, así, los fre­
cuentes festivales, carnavales y peregrinaciones, eran
motivo de alarma para las clases altas. Sergio Arboleda, te­
rrateniente del Valle del Cauca, expresó su desprecio hacia
éstas puesto que los “negros las celebran por tener un
pretexto plausible para entregarse a diversiones poco fa­
vorables a la moral”.15 Ciertamente dichas fiestas, que
generalmente coincidían con los días de mercado, les pro­
porcionaban ocasión para beber, bailar, celebrar corridas
de toros, riñas de gallos, carreras de caballos, fuegos artifi­
ciales, además de ser escenario de peleas en cantidad. En
dichas ocasiones los campesinos se tomaban licencias pi­
carescas para rehacer su mundo, aunque fuera tan solo
momentáneamente, puesto que el pobre remedaba al rico,
los hombres se vestían de mujeres y se disfrazaban de dia­
blos para recorrer las calles y los caminos rurales.-16 En esta
forma, así como lo hacían con los rituales y encantamien­
tos privados, los campesinos colombianos demarcaron a
su manera las fronteras entre su mundo de penas y sufri­
mientos y el otro de redención cristiana. Vale la pena ano­
tar que a finales de siglo, los misioneros protestantes
empezaron a realizar pequeñas pero significativas incur-

35. Citado por Taussig, M ichael en “ Religión de esclavos y la


creación de un campesinado libre en el valle del rio Cauca, Colom bia,”
Estudios rurales latinoamericanos, 11:3, septiembre-diciembre, 1979, pág.
377-
36. Ocam po López, Javier, Las fiestas y elfolclor colombiano, Hogotá,
1984.
La vida niral cotidiana ai la República | 193

siones en diversas zonas rurales, como las de Santander,


Cundinamarca, Tolima y el Valle del Cauca y mientras
conseguían conversos entre los habitantes de los pueblos
de provincia, su predicación y estudio de la Biblia atrajo
también a peones y pequeños propietarios.
La política constituyó un terreno igualmente debatido
en el cual los campesinos pusieron su marca particular.
Después de la independencia, una frágil burocracia colo­
nial que ejercía un poder político débil, se fiie descentrali­
zando aceleradamente. La mayoría de la población rural
se encontró bajo el domino de redes clientelistas formadas
por terratenientes, comerciantes, sacerdotes y personas de
clase media como comerciantes locales, artesanos, buró­
cratas, profesionales y propietarios de haciendas más pe­
queñas y fincas un poco más grandes. Evidentemente, los
terratenientes ejercían un poder y una autoridad consi­
derable en el campo. Aun así, en casi todas partes, la pe­
queña burguesía local asumió la función de agente del
poder en las cortes rurales, en los cabildos y en las alcaldías
y se comprometieron con la competencia existente entre
los partidos Liberal y Conservador’". Con frecuencia estos
gamonales y caciques recaudaban impuestos locales y
multas, incluyendo los onerosos peajes. También moles­
taban a los peones, a los aparceros y a los propietarios in­
dependientes, imponiéndoles trabajo obligatorio como
policías o destinándolos a la realización de obras públicas;
y al poner en vigencia decretos contra la vagancia, asigna-

37. Pura una descripción contemporánea de la política rural a


finales del siglo véase: Gutiérrez, Ramón. Monografías, vol. 1, Bogotá,
19 2 0 -19 2 1, págs. 90-92. A fin de estudiar interpretaciones diferentes
véanse Guillen, Fernando, E l poder Los modelos estructurales del poder
político en Colombia, Bogotá, 1979, y Deas, Malcolm, “Algunas notas
sobre la historia del caciquismo en Colom bia," Revista de Occidente,
xi.m :i27, segunda época, octubre 1973. págs. 118 -14 0 .
1 9 4 I MICHAEL F. JIM ÉN EZ

ban trabajadores para hacer turnos en las construcciones


de carreteras o a prestar sus servicios en las haciendas. Los
magistrados aplicaban justicia en cortes con frecuencia
desvencijadas, imponiendo multas y períodos de cárcel y
azotando y poniendo a los campesinos en los cepos en las
plazas públicas. Del mismo modo que los sacerdotes, estas
camarillas estaban dispuestas a participar en las conmemo­
raciones de fiestas republicanas, especialmente la celebra­
ción del día de la Independencia -el 20 de Ju lio - (después
de mediados de la década de 1870). Dichas fiestas eran
comparables a las religiosas en grandeza y esplendor, y las
celebraban para instruir a los llamados la chusma, guaches,
canallas y plebeyos, en los ideales y hábitos de un orden
republicano indiscutiblemente al servicio de los gamonales
y los patronos.
Los jefes de las zonas rurales colombianas también exi­
gían la lealtad de los campesinos en los comicios y en las
campañas militares. En un siglo de continuas y frecuentes
elecciones de funcionarios locales, regionales y nacionales,
se congregaba un número considerable de campesinos co­
lombianos, a menudo borrachos, en las plazas de las ciu­
dades y pueblos, a dar su voto por mandato de sus jefes
locales. En la, con frecuencia, intensa atmósfera política,
los trabajadores y los pequeños propietarios eran anima­
dos por festividades tales como las organizadas en las afue­
ras de Bogotá en 1849 por Ramón Espina, un agente
político del general Tomás C. de Mosquera, con “mucho
pán, chicha, terneras, servesas (sic) y varias cosas” y “dis­
cursos magníficos y muy templados”38. Cuando las ambi­
ciones y las ideas de los patronos chocaban entre sí, los

38. Carta del General Ram ón Espina al General T om ás C. de


Mosquera, Bogotá, noviembre 16 de 1849, Archivo epistolar del General
Mosquera, correspondencia con el General Ramón Espina, 1825-1866, Bogo­
tá. 1966, págs. 231-234 .
La vida rural cotidiana a i ia República | 195

gamonales se desplazaban a las veredas para reclutar gente


y llevarla a las plazas principales para escuchar discursos
encendidos que anunciaban nuevas intervenciones en este
largo siglo de guerras civiles. Muchos de estos reclutas
nunca regresaban a sus hogares, pues morían con frecuen­
cia debido a que contraían enfermedades o caían en bata­
llas para las cuales no iban bien equipados ni estaban
preparados, o, en ocasiones, eran ejecutados por desertar.19
Enfrentados a una política tan manifiestamente co­
rrupta, excluyente y coercitiva, los campesinos, no obstan­
te, lograban volverla a su favor de diversas formas. De
manera enérgica y creativa, afirmaban sus derechos y pre­
sentaban reclamos a través del sistema legal. Las notarías y
la registradurías de tierra fueron escenarios muy activos de
sus esfuerzos por legitimar toda clase de negocitos, transac­
ciones con la tierra, acuerdos para realizar mejoras, tran­
sacciones comerciales, préstamos y otros negocios. Con la
ayuda de tinterillos y rábulas pertenecientes a la pequeña
burguesía provincial, llenaban los tribunales locales de de­
mandas legales que presentaban unos contra otros, así
como contra los poderosos de sus comunidades, incluyen­
do a los mercaderes, los terratenientes y los funcionarios
oficiales. Los más audaces enviaban manifiestos a las auto­
ridades superiores denunciando injusticias y reclamando
asistencia, como fue el caso de los pequeños propietarios
del Valle del Cauca, quienes declararon en 1840 que el se­
ñor Quintero (un hacendado)

ha sido reconvenido varias veces por los propietarios y


poseedores del tereno i de los caminos; i como en otras épo­

39. 'l'irado Mejía, Alvaro, Aspectos sociales de las guerras civiles en Co­
lombia, Bogotá, 1976, selección de documentos contemporáneos sohre
los conflictos colombianos en el siglo xix.
X9 6 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

cas ha despojado del modo más violento ha cuantos infelices


ha querido, su contestación ahora ha sido regalarnos con una
infinidad de insultas, amenazas, protestando, que al que toma­
ra la palabra para hacer algún reclamo li iria mui mal... Com o
las leyes han proclamado una santa igualdad, com o ellas nos
castigan a todos del mismo modo, com o ellas nos imponen el
deber de respetar los derechos de otros, i nos garantizan los
que las mismas nos han dado... com o ellas nos aseguran lo
que legítimamente nos pertenece, com o ellos protegen tanto
el infeliz como al poderoso, cuando cualquiera de ellas tenga
razón y justificación com o ellas, en fin, no tienen considera­
ción a las personas sino a los derechos de ellas, es que hoi ele­
vo, por mi i en nombre de mis compañeros, mis quejas ante el
impasible y recto ju sgad o...4"

A lo largo del siglo, el Congreso nacional recibió miles


de declaraciones de los colonos de regiones de frontera en
las cuales se denunciaba a los terratenientes y a los espe­
culadores. Esto aceleró la aprobación de la L ey 84 de 1882
que favorecía a los pequeños propietarios4'. De este modo,
con acciones diarias y con gestos grandes y notorios, la
gente de las provincias, incluyendo a muchos campesinos,
ardorosamente defendían su libertad personal, su dignidad
individual, su igualdad ante la ley así como la propiedad
privada, cimientos todos de un republicanismo popular
presente tanto en su versión liberal como conservadora.

40. Archivo Judicial de Buga. Pedro Miguel Bahesa contra Luis


Simón Quintero sobre despojo de caminos en Chambimbal, T om o 5C.
Legajo N ° 5. M ayo de 1840, citado en Mejía Prado, Eduardo. Origen
del campesino vallecaucano, Cali, 1993, págs. 13 2 -13 3 .
4 1. Zam brano Pantoja, Fabio, “Ocupación del territorio y conflic­
tos sociales en Colom bia,” en *Un país en construcción. Poblamiento,
problema agrario y conflicto social”, Controversia 151-152, abril de 1989,
págs. 8 1-196 .
La vida rural cotidiana en la República | 197

Además de estas constantes maniobras legales, tanto


grandes como pequeñas, el campesinado del siglo xix lo­
gró cierta influencia en los asuntos políticos.42 Una cuarta
parte de los municipios actuales ya habían sido fundados
durante este período; los pequeños propietarios, mayorita-
rios en las regiones de frontera, formaban parte de las jun­
tas y los cabildos de reparticiones de tierras, plantaban los
árboles de libertad en las plazas de las ciudades, y tenían
otras ciertas formas de participación en el gobierno de la
comunidad. Los campesinos, hombres principalmente, se
comprometían en la política electoral a pesar de las limita­
ciones impuestas durante la mayor parte del siglo al dere­
cho al sufragio por razones de propiedad y analfabetismo.
Estas limitaciones no existieron en la legislación durante
las administraciones de los radicales en las décadas de los
años 1850 a 1870. Los políticos locales no podían prescin­
dir de ellos, como nos lo muestra la gran fiesta ofrecida por
Ramón Espina a los seguidores de Mosquera en las afueras
de Bogotá. A partir de la independencia, los políticos bus­
caban el apoyo de los pocos electores con voto autorizado,
sin embargo, también se mostraban especialmente atentos
a obtener el favoritismo de los numerosos ciudadanos y
campesinos sin derecho a voto pero cuyas pasiones e inte­
reses podían expresarse en las controversias acerca de las
listas de candidatos y las alianzas realizadas en el nutrido
calendario electoral. En efecto, aquellos campesinos en
quienes los gamonales confiaban por su participación en
las manifestaciones, algunas veces como electores, y con
mayor frecuencia como fuerzas de choque en las disputas

42. Según los comentarios sobre la política en las zonas rurales, de


M alcolm Deas, “l/a presencia de la política nacional en la vida provin­
ciana, pueblerina y rural de Colom bia en el primer siglo de la repúbli­
ca," en Palacios. M arco (comp.), L a unidad nacional en América Latina.
Del regionalismo a la nacionalidad, México, 1983, págs. 14 9-173.
I 98 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

políticas, no carecían de cierta influencia en sus comuni­


dades. A este respecto, las asociaciones políticas de las
provincias colombianas durante el siglo xix -desde las So­
ciedades Democráticas del Valle del Cauca hasta las cule­
bras de pico de oro de Santander- aunque mayoritariamente
conformadas y dirigidas por habitantes de las ciudades,
atraían sin embargo a sus filas a algunos pequeños propie­
tarios, tanto libres como dependientes, así como a otros
residentes de las veredas vecinas. Por último, las lecturas
públicas, realizadas en plazas y tabernas, de los numerosos
periódicos y panfletos que inundaban el país durante déca­
das de competencia política, ampliaban los horizontes de
un campesinado en su mayor parte analfabeto aún. Por
tanto, con relativa frecuencia en muchos lugares de la C o­
lombia del siglo xix, los campesinos no eran sólo víctimas
pasivas o estúpidas, ni borrachos embrutecidos, seguidores
de algún cacique local, sino más bien personas que busca­
ban negociar como ciudadanos libres e iguales y que com­
partían y estimulaban el ideal fraternal del catecismo
republicano.43
La diferencia entre el republicanismo oligárquico y el
popular se hizo más evidente durante las guerras civiles
colombianas. Estos conflictos, que reflejaban ciertas diver­
gencias entre las clases altas en lo que atañía a lo económi­
co, lo político y lo religioso, dieron también la oportunidad
al campesinado para registrar sus protestas y presentar sus
intereses más abiertamente y en ocasiones de manera pro­
vocadora. Los propietarios independientes, los aparceros y
los peones, descubrieron en más de una ocasión que las
alianzas foijadas en la competencia por obtener votos y

43. Aunque no existe un estudio de las formas específicas rurales


de este republicanismo popular, el libro de Pacheco, Margarita, L a
fiesta liberal en Cali, Cali, 1992, sobre las protestas y la movilización
política en Cali entre 1848 y 1854, es enormemente sugerente.
La vida m ral cotidiana en la República | 199

puestos repercutía también en los llamados a empuñar las


armas realizados por los caciques. La dilatada abolición de
la esclavitud en el Valle del Cauca, durante las décadas que
siguieron a la Independencia, llevaron a muchos negros y
mulatos a hacer causa común con el partido liberal en sus
campañas contra los magnates de la tierra pertenecientes
al partido conservador. A mediados de siglo, un notable de
Buga se quejó ante el general José Hilario López porque
“en Palmira se ha presentado a las sombras de la noche
una pandilla de malhechores, victoriando el comunismo
en las tierras, y la libertad de esclavos y han picado los
cercos que lindan la propiedad de Pedro A. Martínez”.44
Tres décadas después, el viajero alemán, Ferdinand von
Schenck, afirmó que “esas gentes son tremendamente peli­
grosas, especialmente en bandas y entran a la lucha como
valientes guerreros al servicio de cualquier héroe de la li­
bertad que les prometa un botín”.45 Desde las campañas
militares realizadas por Juan José Nieto a mediados de si­
glo en el valle del bajo Magdalena hasta la breve insurgen-
cia de Ricardo Gaitán Obeso en 1885, y particularmente
durante la guerra de los Mil Días, los campesinos se ofre­
cían como voluntarios para apoyar a los dos bandos. En la
guerra, los campesinos recreaban su mundo rural en los
campamentos de la guerrilla, sembrando en pequeñas
parcelas, cuidando el ganado y otros equipos que habían
llevado de sus propiedades; los acompañaban niños y mu­
jeres, quienes generalmente luchaban al lado de sus hom­
bres. El convertir el machete, herramienta de trabajo, en

44. José Joaquín Carvajal al general José Hilario I -opez, Buga, no­
viembre 9. 1849, citada por Zam brano I’., Fabio, “ Documentos sobre
sociabilidad de la vida a mediados del siglo Anuario de Historia So­
cial y de la Cultura, 15. 1987, pág. 326.
45. Von Schcnck. Ferdinand, Viajes por Antioquia en el año 1880,
Bogotá, 19 53, págs. 53-54.
2 0 0 | MICHAF.I. F. JIM ÉN EZ

arma para la pelea, es otra de las dimensiones de la lucha


diaria por la subsistencia, la libertad y la dignidad, que aun­
que heroica en ocasiones, resultó con frecuencia cruel y
trágica y muy pocas veces enteramente libre de los lazos
creados por el clientelismo. Sin embargo, y como lo escri­
bió posteriormente el historiador Joaquín Tamayo:

El guerrillero fue la representación viva del sentimiento


individualista y atrevido del colombiano. Hijo de la tierra, ad­
quirió esa destreza peculiar del campesino para solucionar
peripecias y contratiempos, que no es maliciosa picardía sino
conocimiento de los recursos de la naturaleza... el guerrillero
campesino o peón de vaquería, acostumbrado a soportar sin
quejas las fatigas y sobresaltos de una existencia infeliz, buscó
ocasión propicia para lucir sus habilidades de jinete, su forta­
leza y sobre ella su rebeldía a toda ley, que no fuera hechura
de su capricho y demostración de su poder.4fi

VI

Roberto Herrera Restrepo, propietario de una hacienda


cafetera de Cundinamarca, al hacer énfasis en cómo se de­
bía tratar a los aparceros de sus tierras, ordenó a su
administrador “apriételes todo lo que sea preciso pues hay
perfecto derecho y justicia para ello, a fin de que presten
sus servicios como debe ser en la seguridad de que yo les
sostengo, así como en su idea de ayudarlos en lo que se
pueda. No hay otro sistema y hay que seguir en este tire y
afloje que usted sabe bien emplear”.47 Este comentario re­
sume claramente las relaciones de conflicto y acuerdo en-

46. Tam ayo, Joaquín, L a revolución de i8gg [1938], Bogotá, 1942,


págs. 166-167.
47. Deas, Malcolm, “Una hacienda cafetera de Cundinamarca:
Santa Bárbara, 18 7 0 -19 12 ," Anuario Colombiano de Historia Socialy de la
Cultura, 8, 1976, pág. 83.
I ,a vida rural cotidiana en la República | 201

tre las elites terratenientes comerciantes y la gran mayoría


del campesinado durante el siglo xix. Este último, formado
por grupos muy pequeños, afectado por una gran movili­
dad, ejercía formas cotidianas de resistencia y tenía una
participación bastante particular en el sistema político; por
tanto, la elite no podía ejercer dominio total sobre el cam­
pesinado de la zona norte de la cordillera de los Andes. La
diversidad de las formas sociales, agrarias y culturales, exis­
tentes durante este período, no generó las rebeliones que
caracterizaron a México, Perú y Bolivia ni tampoco evolu­
cionó para formar un orden rural relativamente igualitario
como fue el caso de Costa Rica. Aunque las elites colom­
bianas no llegaron a ejercer un control total sobre la tierra
ni sobre sus trabajadores, los campesinos pobres no llega­
ron a ser totalmente libres ni de las presiones del mercado,
ni de la concentración del poder en unas pocas manos. Por
último, el campesinado demostró, en formas variadas y
múltiples, tener una enorme capacidad de resistencia fren­
te a los ricos y poderosos y para organizar un mundo de
acuerdo con sus intereses, mundo complejo y contradicto­
rio, pero muy diferente al de los siervos de la gleba de los
complejos formados por grandes haciendas, o al de los pe­
queños terratenientes independientes que poblaron el oc­
cidente colombiano descritos por el folclor local o la
tradición histórica.48
Las tensiones presentes en el siglo xix, han tenido su
eco en el presente siglo, en décadas de violencia intermina­
ble. La expansión dramática del capitalismo agrícola, junto
con la introducción de los cambios tecnológicos necesa-

48. Para el debate sobre este tema, véase Dueñas Vargas, Guiomar,
“ Algunas hipótesis para el estudio de la resistencia campesina en la re­
gión central de Colombia. Siglo xix,” Anuario Colombiano de Historia y
de la Cultura 20, 1992, págs. 90-106.
2 0 2 | MICHAEL F. JIM ÉN EZ

ríos para la producción, la revolución en las comunicacio­


nes y en el transporte, han transformado drásticamente las
condiciones materiales de vida de la mayoría del campesi­
nado colombiano. Desde principios del siglo y con una
mayor rapidez a partir las décadas de 1920 y 1930, las po­
sibilidades para mantener pequeñas propiedades empeza­
ron a disminuir en muchas zonas, tanto dentro como fuera
de los latifundios con los cuales habían estado estrecha­
mente relacionados por casi dos siglos. Com o lo sugieren
Charles Bergquist y otros, las amplias y frecuentes protes­
tas agrarias, que vienen presentándose desde la formación
de las ligas campesinas de finales de la década de 1920, pa­
sando por la movilización campesina promovida por la
a n u c en la década de 1970, hasta llegar al proceso de la lla­

mada “colonización armada” en las regiones de frontera


colombianas, se han visto estimuladas por los constantes
esfuerzos de un campesinado dispuesto a defender y re­
crear en alguna forma, los logros obtenidos en el siglo
xix49. Por otra parte, estos conflictos han sido moldeados
en estilos muy particulares por la extraordinaria vitalidad
de ciertas formas de movilización política provenientes del
exterior y por la participación de las bases que surgió en
las décadas posteriores a la independencia. La tradición
popular republicana persiste en nuestros días, moldeando
un agrarismo que, según Jesús Antonio Bejarano, supone
en forma constante “la convocatoria del campesinado
como objeto político y su rápida conversión en sujeto polí­
tico que provoca permanentemente la reunificación de las

49. Bergquist, Charles, Labor in Latin America, Stanford, California,


1986, capítulo 5.
50. Bejarano, Jesús Antonio, “Campesinado, luchas agrarias e his­
toria social: notas para un balance historiográfico,” Anuario Colombiano
de Historia Socialy de la Cultura, 1 1 , 1983, pág. 303.
La vida m ral cotidiana a i la República | 203

clases dominantes para conjurar el desborde”50. Por con­


siguiente, a pesar de los enormes cambios en su com­
posición demográfica y en su estructura social, Colombia
continúa luchando con una herencia de vida cotidiana y
luchas de su campesinado presentes desde el siglo xix.
L a vida dom éstica en las
ciudades republicanas
CATAI.INA
REYES*

LINA MARCELA
G O N ZÁ LEZ**

A caracterizar el siglo xix, generalmente se ha resaltado


la diversidad de regiones y el aislamiento geográfico entre
ellas, debido a las difíciles condiciones para la comunica­
ción; regiones heredadas del período colonial, cada una
con sus particularidades económicas, sociales y culturales.
Pese a esta visión general, hay aspectos de las regiones co­
lombianas que, más que puntos de diferencia, se constitu­
yen en semejanzas, pues, aunque con sus matices, existen
aspectos comunes a casi todas ellas. Tal el caso de la vida
cotidiana y las costumbres familiares que, con contadas
excepciones, se generalizan en la mayoría de las ciudades
colombianas durante el siglo xix y xx.
Es necesario destacar, sin embargo, que los patrones
culturales del siglo xix tenían diferencias de tipo étnico-
social, cosa que afectaba el comportamiento familiar: las
familias ricas tenían comportamientos distintos a las de re­

* Catalina Reyes es historiadora, magíster en Historia, profesora


del Departamento de Historia, Universidad Nacional, seccional M e­
dellin.
** Lina Marcela (¡onzálcs historiadora, Universidad Nacional. In­
vestigadora Proyecto Colciencias: “ Poder y cultura en el occidente co­
lombiano"
2 0 6 I CATALINA REVES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

cursos medios y a las pobres; lo mismo que las familias


blancas vivían diferente a las negras, mulatas, mestizas o
indias.
Por otro lado, hay que recordar que los centros urba­
nos durante el siglo xix no pasaban de ser “villorrios” poco
poblados, pues Colombia era un país rural. Las principales
ciudades a lo largo del siglo xix fueron Bogotá, Medellin,
Cali, Cartagena, Barranquilla y El Socorro.
Hacia 1850, Bogotá, la ciudad más importante por ser
la capital, contaba sólo con 30 000 habitantes, mientras
que la segunda, El Socorro, tenía unos 15 000. Hacia 1870,
en la capital habitaban 40 000 personas mientras que en
Medellin, ahora la segunda en importancia, había unas
30 000. Otros centros urbanos como Cali y Barranquilla
apenas empezaban a constituirse como tales. '
A fines del siglo xix, la vinculación estable del país con
los mercados internacionales a través de la exportación de
café, le permitió avanzar hacia un desarrollo capitalista.
Los procesos de industrialización, acompañados de la mo­
dernización y progreso que se vivió durante las primeras
décadas de este siglo, tuvieron consecuencias sobre la vida
privada y doméstica de las gentes que habitaban las ciu­
dades.
Las ciudades más importantes del país, Bogotá, Mede­
llin, Barranquilla y Cali, vivieron procesos acelerados de
urbanización y su población creció a un ritmo insospe­
chado. Medellin y Bogotá para los años 20, lograron casi
duplicar su población en relación con la de principios del
siglo. Este crecimiento, obviamente, no se puede explicar
como un incremento vegetativo de la población, ya que
fue resultado de la gran migración campesina hacia los

1. Rueda, Jo sé Olinto, “ Historia de la población de Colom bia:


1880-2000”, en Nueva historia de Colombia, tomo 5, Bogotá, Planeta
Editores, 1989. pág 362.
La vida doméstica ai las ciudades republicanas | 207

centros urbanos del país. Las ciudades con comercio acti­


vo, nuevas industrias, obras públicas en marcha, ferrocarri­
les, automóviles y tranvías, atraían como un imán a los
pobladores rurales.
E11 este ensayo abordaremos un tema de reciente ex­
ploración en nuestra historiografía: la vida doméstica pri­
vada en los centros urbanos entre 1850 y 1930, tratando de
dar cuenta, con las restricciones obligadas de los primeros
estudios, de las costumbres de la gente tras las puertas de
sus casas, es decir, de la vida familiar. Sin embargo, hay
que recordar que la vida familiar trascendía el ámbito do­
méstico y tenía manifestaciones en la esfera pública. Los
bailes, paseos, visitas y toda clase de fiestas, tanto religiosas
como profanas, hacían parte de la vida de las familias.
Se hace también necesario aclarar que la idea “de lo
privado” es un concepto que sólo se consolida en nuestro
país hasta el siglo xx, acompañado de los procesos de ur­
banización, industrialización y fortalecimiento de una so­
ciedad burguesa y capitalista. La emergencia del individuo
como tal, hace parte fundamental del ideario burgués. En
una sociedad precapitalista, como lo fiie la nuestra durante
casi todo el siglo xix, no existía una diferenciación clara en­
tre lo público y lo privado.
La falta de privacidad existente había llamado la aten­
ción a los viajeros extranjeros que visitaron a Colombia
durante el siglo xix. Según ellos, en las ciudades colombia­
nas no se cerraban durante el día las puertas de las casas.
Estas a disposición de quien quisiera visitarlas, aunque
para ello debían respetarse ciertas formalidades: un caba­
llero podía entrar en cualquier casa directamente sin anun­
ciarse, y hacerlo una vez adentro; las personas de otras
clases debían tocar e identificarse -siempre con un “yo”-
para obtener la autorización de entrar, pero como el yo no
respondía al “quién es”, ésta era sólo una formalidad que,
2 o 8 I CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

sin embargo, siempre se guardaba. En cuanto a la costum­


bre de mantener la puerta abierta, el extranjero Alfred
Hettner anotó que “la afición a la intimidad del hogar de
por sí no está muy generalizada todavía”.
A la falta de interés por la intimidad, hay que agregar
que la puerta abierta garantizaba una distracción para los
habitantes de la casa, y le añadía algo de color a una vida
que transcurría la mayoría de las veces monótonamente.
La puerta abierta se constituía así en una especie de fron­
tera flexible entre lo público y lo privado. El fisgoneo, la
mirada sobre la calle y la casa vecina, jugaban un papel im­
portante en el control social. Esta observación de la vida
de los demás alimentaba el chisme y las habladurías colo­
cando en situación de riesgo a quien se atreviera a desviar­
se de las conductas convencionales.

Las casas
En los espacios interiores de las casas se desenvolvió una
parte considerable de la vida privada doméstica. En térmi­
nos generales, las casas colombianas de los pudientes, du­
rante el siglo xix, conservaron los rasgos de la arquitectura
colonial. Eran grandes y espaciosas, construidas en su ma­
yoría con un solo piso o máximo dos, de adobes y techo
de teja. La gente más pobre vivía en ranchos pajizos ubica­
dos en las afueras de las ciudades. Éstos se construían en
función de la temperatura y la brisa: en la tierra caliente se
buscaba su circulación y en la fría se trataba de evitarla.
La casa en general, tenía una sola puerta hacia la calle
y entre ésta y la puerta interna, había un zaguán, sitio don­
de el dueño de casa recibía a sus amigos, hacía sus nego­
cios o lo convertía en fumadero. Las mujeres de la casa
utilizaban el zaguán para atender proveedores de víveres,
leña y a las lavanderas y aplanchadoras de ropa. Sólo la
intimidad con los miembros de la familia permitía que el
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 209

extraño pasara más allá del zaguán, y esto sólo se hacía los
domingos. Estas reglas se exceptuaban con los extranjeros,
pues el mayor signo de caballerosidad para con ellos, era
poner sin restricciones a su completa disposición tanto la
casa como la familia.
Junto al zaguán existía un corredor que daba al patio
principal, enladrillado, en piedra o convertido en jardín se­
gún los gustos, pero casi siempre adornado en el medio
por una fuente. Alrededor de este patio estaban los corre­
dores, sobre los cuales se hallaban los cuartos principales
que, de acuerdo a su posición, tenían ventanas a la calle o
al mismo corredor. Sólo muy a finales del siglo xix se im­
pone el uso de puertas que separen las habitaciones entre
sí. Durante mucho tiempo una simple cortina señalaba el
límite entre una habitación y la otra.
Las ventanas eran de madera, adornadas con encajes o
calados, que permitían la aireación y la entrada de la luz,
pues el uso del vidrio era excepcional. Las que daban hacia
la calle, junto con los balcones, constituían el enlace entre
la vida privada y la pública, pues era allí donde se desen­
volvían los noviazgos, se fisgoneaba la vida de los demás y
se disfrutaban las festividades populares con el tira y recibe
de dulces y otros objetos.
En la parte posterior de la casa se hallaban la cocina, la
pesebrera, el solar y las habitaciones de la servidumbre.
Veamos la descripción de una cocina bogotana, la cual era
más o menos típica en todo el país:

En primer termino había una gran piedra que se utilizaba


exclusivamente para moler y aderezar el chocolate. Luego un
trípode de piedras donde se hacía el fuego para colocar sobre
él las ollas y calderos de hierro y arcilla [...]; más adelante, una
parrilla donde se colocaban las sartenes para freír y asar las
carnes. Completaba esta dotación la tradicional paila de cobre
2 1 0 I CATALINA REYES / L I N A MARCELA GONZÁLEZ

en que se preparaban los dulces. Albergaba también la cocina


la enorme tinaja en la que se almacenaba el agua potable.2

Las cocinas de los ranchos pajizos en que habitaban


los más pobres, eran mucho más simples y en algunos ca­
sos estaban ubicadas en un sitio prácticamente separado
de la casa.
En la segunda mitad del siglo xix, la tendencia de las
casas más amplias, sobre todo las de dos pisos, fue a subdi-
vidirse. Generalmente estaban distribuidas así: los cuartos
del primer piso se destinaban al arriendo y eran llamados
tiendas; éstos no tenían acceso al patio interior de la casa.
Eran habitadas por personas pobres, generalmente venidas
del campo, quienes debían hacer sus necesidades fisio­
lógicas en la calle por el aislamiento de la tienda con res­
pecto a la casa. Obviamente esta restricción contribuía al
desaseo de las ciudades y aumentaba los problemas de hi­
giene y salubridad. Los cuartos del segundo piso eran ocu­
pados por los propietarios, que contrastaba la humildad de
los primeros, con la abundancia relativa de éstos.
Es bueno anotar que hasta mediados del siglo xix, sin
excepción, el lujo de los hogares colombianos no pasaba
de una sala, adornada con canapés forrados de zaraza, me­
sas de pino barnizadas, porcelanas, tocadores, repisas y
cuadros de imágenes religiosas. La escasa decoración de
los espacios interiores se hacía con artículos ordinarios, en
lo general, manufacturas locales. Claro que esto se veía en
las casas de la gente con ciertos niveles económicos, pues
las familias pobres carecían casi por completo de este tipo
de elementos accesorios e inclusive de otros de tanta im­
portancia como las camas, que eran reemplazadas por es­
teras o hamacas.
2. Fundación Misión Colombia, Historia de Bogotá, tomo 2. Bogo­
tá, Villegas Editores, 1988, pág. 74.
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 211

En las casas de las familias más acomodadas siempre


se destinaba un lugar para el oratorio, el cual, junto con el
costurero, era el espacio preferido por las mujeres, para
quienes las prácticas religiosas eran parte fundamental de
su vida diaria y el recurso para garantizar la estabilidad y
prosperidad de la familia.
Para la década de los 70, las elites con acceso a impor­
taciones europeas mejoraron el aprovisionamiento de sus
casas. El piano aparece como signo de riqueza y cultura y
el comedor y la sala se refinan en ornamentación.
Dentro de la casa, se destinaban también algunos espa­
cios para el trabajo: los más ricos adecuaban parte de ella,
en la planta baja, para locales comerciales o bodegas y los
más pobres, realizaban allí los trabajos artesanales. Los
barnizadores y ebanistas de Pasto, las tejedoras de sombre­
ros en Santander y el Valle del Cauca, las mujeres dedica­
das a envolver el tabaco, las tejedoras y las costureras,
trabajan en sus casas.
Para 1920, el fortalecimiento de las elites, su capacidad
de consumo aumentada, su imitación de los hábitos bur­
gueses, su ánimo de diferenciación de los inmigrantes
campesinos recién llegados a las ciudades, hace que la vida
privada adquiera mayor importancia y que sea necesario
precisar aun más claramente los límites entre lo privado
y lo público. Puertas y ventanas que antes permanecían
abiertas se cierran sigilosamente. Las elites crearon sus
propios sitios de reunión donde sólo asistían ellas sin ne­
cesidad de mezclarse con el pueblo. En las ciudades co­
lombianas aparecen los clubes como centros de la nueva
sociabilidad de las elites urbanas, en ellos se practicaban
novedosos deportes y se celebran lujosas fiestas que antes
se llevaban a cabo en los espacios domésticos.
La arquitectura colonial se reemplaza en la construc­
ción de viviendas por la influencia de la arquitectura fran­
2 1 2 | CATALINA REYES / I.INA MARCELA GONZÁLEZ

cesa. Los decorados interiores se sofisticaron y la sala se


convirtió en el sitio más importante de la casa. Es el signo
de sociabilidad burguesa por excelencia y denota la capa­
cidad para recibir gente. La biblioteca aparece como lugar
especializado, que confirma, además del nivel económico
de la familia, su bagaje cultural. Los antiguos candelabros
se reemplazan por lujosas lámparas de cristal y la luz eléc­
trica se abrió paso dejando atrás los discretos alumbrados
de velas y quinqués. La noche era conquistada para la di­
versión, el estudio, la lectura y la costura. El teléfono hizo
innecesarias las antiguas tarjetas de visita, bastaba una lla­
mada para reemplazar tarjetas, esquelas y cartas. Eso sí*
hay que aclarar que este maravilloso aparato en un princi­
pio está vedado para los novios y obviamente para la servi­
dumbre.
La cocina, lugar oscuro, lleno de humo, de moscas y
muchas veces de animales domésticos, se fue convirtiendo
paulatinamente en un lugar antiséptico y caracterizado
por la limpieza. La cocina fue el espacio doméstico que
sufrió las transformaciones más decisivas. La implantación
de la energía y el avance de la técnica, permite, para los
años treinta, a las familias con ingresos, contar con artefac­
tos tan modernos como el fogón eléctrico y una nevera.
Este último aparato no sólo introdujo modificaciones en la
culinaria y en los gustos alimenticios, sino en el uso del
tiempo de las fámulas y señoras de casa que, anteriormen­
te, debían salir de compras para proveerse a diario de cier­
tos productos perecederos.
Los viejos solares de las casas, que eran al mismo tiem­
po arboleda, frutales y huerta, donde se sembraban hortali­
zas para el consumo familiar y plantas medicinales, los
reemplazan primorosos jardines interiores cuyo cuidado
está a cargo de la orgullosa dueña del hogar, que desplega­
La vida doméstica ai ¡as ciudades republicanas | 213

ría en ellos todas sus habilidades en el arte de la conserva­


ción.
En los hogares de clase media hizo parte del mobilia­
rio la famosa máquina de coser Singer, ella no sólo le pro­
porcionó el sustento como modistas y costureras a un
sinnúmero de mujeres, sino que además contribuyó a me­
jorar las finanzas de las familias de reducidos ingresos,
cuyas amas de casas se dedicaron juiciosamente a la con­
fección de la ropa de sus hijos.
La sofisticación de las viviendas de la elite y los inten­
tos de imitación de estos lujos por los sectores medios,
contrasta con la pobreza y las duras condiciones de los
sectores pobres de la ciudad. La vivienda para los obreros
y otros sectores populares es el principal problema de los
treinta primeros años del siglo. En un principio, estos nue­
vos inmigrantes ocuparon el antiguo casco urbano de las
ciudades, abandonado por las elites que se querían alejar
del populacho y del ruido de la actividad comercial que se
había apoderado del centro. Antiguas y lujosas viviendas
se convierten en casas de inquilinato, donde familias hasta
de trece miembros se hacinan en una habitación. Muchos
de estos cuartos se describieron como “cuartos ciegos”,
covachas sin ventilación alguna, oscuras y sin servicios sa­
nitarios.
Otros habitaron provisionalmente cuartos en pensio­
nes para pobres, también en condiciones bastante preca­
rias. Las casas de los pobres se describen como ranchos
destartalados, de piso de tierra y una sola habitación, que
hace las funciones de sala, cocina y dormitorio. Los más
afortunados lograron, a través de grandes esfuerzos y el
trabajo de varios miembros de la familia, incluidos muchas
veces los niños, la compra de una casa en los nuevos ba­
rrios obreros que las urbanizadoras privadas se encargaron
2 1 4 I CATALINA R E Y E S / LINA MARCELA GONZALEZ

de promover en las distintas ciudades. Estas casas se cons­


truyen con más comodidades y con criterios de higiene.
Numerosas publicaciones médicas, jurídicas y morales
de la época, pusieron en evidencia cómo la mortalidad y la
proliferación de enfermedades y epidemias, estaba relacio­
nada con las difíciles condiciones de vida de las clases po­
bres. En particular, señalaron la precariedad de la vivienda
como causa de la enfermedad y la muerte.

Mujer,fam ilia y matrimonio


La institución familiar se constituyó, todo lo largo del pe­
ríodo, en la base de la sociedad colombiana y en el espacio
apropiado para inculcar los hábitos y valores morales de
los cuales dependía, no sólo la estabilidad de la familia sino
la de la nación. El espacio doméstico era el lugar indicado
para establecer costumbres, comportamientos éticos y re­
ligiosos rígidos y austeros.
De acuerdo con un autor costumbrista bogotano,
“todo lo que sea adhesión e intimidad hacia [la familia],
como cariño, gratitud, confianza y justas consideraciones”,
era considerado un “elemento social de la mayor impor­
tancia”.3
A su vez, la base fundamental de la familia era el matri­
monio, que garantizaba, por medio del rito católico, la
conservación del orden existente. En la costa Atlántica
como en la Pacifica, así como en las zonas cálidas, con po­
blación negra, el matrimonio era excepcional y la mayoría
de las parejas vivían en unión libre. Este hecho se explica
por la escasa presencia de la iglesia en estas regiones.
A pesar de la importancia que tenía el matrimonio ca­
tólico y la constitución de la pareja monogámica en la so­

3. Díaz Castro, Eugenio, Nove/as y cuadros de costumbres, Bogotá,


Nueva Biblioteca Colom biana de Cultura, tomo 2, Procultura, 1985,
pág. 1 15 .
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 215

ciedad decimonónica, esto no era obstáculo para que en


regiones como el Valle del Cauca o en las costas, fueran
comunes las familias extensas en las que convivían parien­
tes de primer a tercer grado. En estas regiones el madre-
solterismo no era escaso, ni tenía sanciones sociales tan
fuertes como en otras partes.
Ciudades como Bogotá y Medellin por ejemplo, recha­
zaban fuertemente al hi o bastardo y a la madre soltera, la
cual era condenada por su familia y por la sociedad, espe­
cialmente si pertenecía a la clase media o alta; lo que no
deja de ser paradójico, si se tiene en cuenta que durante
todo el siglo xix, en casi todo el país el número de hijos
“naturales” era superior al de los legítimos. Así por ejem­
plo, en Bogotá, entre agosto 1 y noviembre 30 de 1826, de
300 bautismos que hubo, 15 7 fueron de hijos “naturales”
contra 143 de hijos legítimos; y entre septiembre y diciem­
bre de 1845, de 36 1 niños nacidos, 209 fueron naturales y
sólo 152, legítimos.4
Si bien a la mujer se le exigía la conservación de su
virtud hasta el matrimonio y la infidelidad matrimonial
femenina era sancionada duramente no sólo moral y so­
cialmente sino aun jurídicamente, con el hombre se era
mucho más permisivo en estos asuntos. Era frecuente no
sólo entre los sectores populares, sino entre la elite y sec­
tores medios, el que un hombre antes de casarse hubiera
concebido hijos en relaciones ilícitas. Muchas costure­
ras, empleadas domésticas, hijas de familias empobrecidas
y jornaleras, eran generalmente quienes asumían esta con­
dición de madres solteras.
La vida en pareja era la meta común de hombres y
mujeres desde temprana edad. Todos querían “casarse”,
por amor, por aburrimiento o para escapar del hogar pa-

4. Fundación Misión Colombia, op. at., pág. 74.


2 l 6 I CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

temo y poder adquirir así un poco de independencia. Los


matrimonios se contraían en la juventud, aunque contraer
matrimonio antes de los 18 años en las mujeres no era lo
usual. La diferencia de edades entre los cónyuges no debía
ser muy marcada. Esta tendencia se exceptuaba en las fre­
cuentes segundas nupcias y no era raro ver un viudo aven­
tajado en años contraer matrimonio con una jovencita. La
alta mortalidad femenina, sobre todo en los alumbramien­
tos, llevaba a que el elevado número de viudos que con­
traía segundas nupcias fuera corriente. Aunque el número
de viudas como consecuencia de las guerras y otros even­
tos no era poco, las posibilidades de unas segundas nup­
cias femeninas eran más restringidas.
Si bien pocas veces prima en los matrimonios el amor
como sentimiento que justifique la unión, desde mediados
del siglo xix el amor romántico era constantemente evoca­
do en la literatura y en la poesía. Con todo, es muy proba­
ble que sentimientos como la estabilidad, la seguridad y la
protección fueran bastante más determinantes, por lo me­
nos para las mujeres, a la hora de contraer nupcias o deci­
dirse a vivir en pareja.
El escritor antioqueño Emiro Kastos, al referirse a la
importancia del matrimonio, hace el siguiente comentario:
“En esta provincia todo el mundo se casa: unos por amor,
otros por cálculo y la mayor parte por aburrimiento, pues
no encontrando el hombre placeres ni vida social de nin­
guna clase, de grado o por fuerza tiene que refugiarse en la
vida de familia...”5
El matrimonio, sin embargo, distaba mucho del paraí­
so que los jóvenes, sobre todo las mujeres, imaginaban,
pues algunos hechos se oponían a ello: en primer lugar, los

5. Kastos, F.miro, Artondreícuhs escogidos, Londres, nueva edición,


aumentada y corregida por Juan M. Fonnegra, 1885.
La vida doméstica a i ¡as ciudades republicanas | 217

noviazgos eran cortos y simples: muchas veces los novios


se conocían poco, pues sus amoríos se hacían “de ojo”,
cruzándose sólo miradas furtivas al escondido de los pa­
dres, o mediante cartas transportadas generalmente por las
sirvientas o las amigas. De ahí resultaba que cuando dos
jóvenes se casaban, tras el encanto y las cortesías que su­
ponía este tipo de relación, eran seres que apenas si se co­
nocían y sólo la vida marital mostraba las realidades: a las
mujeres empezaba a conocérseles menos elegantes de lo
que se presentaban en público, mientras que los hombres
perdían el encanto de la seducción y los buenos modales
para con ellas. Esta situación llevaba rápidamente al hastío
de la vida marital por parte de ambos miembros, pero más
de la mujer, pues el hombre tenía sus quehaceres por fuera
de la casa, y encontraba en éstos, y en sus amigos, entre­
tenciones vedadas para las mujeres. En 1855 una joven re­
cién casada se lamentaba de la situación: “Con tal que una
no se queje, viva en casa propia y tenga con qué hacer
mercado todas las semanas, el público de por acá no nece­
sita más para llamarla dichosa. Nadie se toma el trabajo de
averiguar si el amor, la cordialidad y las consideraciones
mutuas entre los esposos habitan en el hogar doméstico”6.
Las quejas de esta joven debían ser muy similares a las de
muchas otras mujeres.
Otro elemento que influía en esta situación, era el he­
cho de que los novios eran seleccionados en la mayoría de
los casos por los padres, quienes tenían en cuenta princi­
palmente motivaciones de índole social, política o econó­
mica: el matrimonio de una mujer era cosa de hombres,
padre y pretendiente, y se arreglaba entre ellos. Entre las
elites la endogamia era la tendencia general. Los matrimo­
nios se realizaban entre personas pertenecientes al mismo

6 .Ibid., pág 16 1.
2 l 8 I CATAl.INA REYF.S / LINA MARCELA GONZÁLEZ

círculo social, y muchas uniones tenían como propósito


vincular fortunas o actividades comerciales. Los matrimo­
nios “desiguales” eran duramente criticados y producían
verdaderos escándalos. El amor casi nunca resultaba ser
un elemento importante. Y aunque es poco probable que
se obligara, literalmente, a una joven a contraer nupcias,
sobre la decisión de con quién casarse pesaban una serie
de presiones familiares. Pocas mujeres, no sólo de los sec­
tores altos y medios sino de sectores pobres, se hubieran
atrevido a desafiar una prohibición familiar y contraer ma­
trimonio con un pretendiente no aceptado. Esto, en la
práctica, era condenarse, ella y su descendencia, al destie­
rro familiar, a la falta de afecto y de apoyo.
Pese a esto, y a que la vida conyugal era más cortés que
amorosa, a lo largo del matrimonio la comunidad de in­
tereses económicos y sociales establecía relaciones de de­
pendencia entre los esposos, las cuales crecían con el pasar
de los años, a tal punto, que durante la vejez, ninguno de
los dos sabía o podía vivir sin su pareja, con la que habían
compartido todos los pormenores de la vida.
Es importante señalar que aunque la familia era la gran
portadora de valores, era la mujer, en su rol de madre, es­
posa, hermana y maestra de sus hijos, el elemento en torno
al cual se cohesionaba aquélla. El ámbito doméstico era
impensable sin la mujer. Com o la mujer no tenía educa­
ción y la vida claustral de nuestras ciudades no permitía
otro tipo de actividades gratificantes, para ella el matrimo­
nio lo era todo; asumía el rol doméstico y controlaba por
completo todo lo interno de la casa: servidumbre, comi­
das, vestuario de los hijos pequeños, y los más mínimos
detalles.
Sin embargo, la vida, en lo que al núcleo familiar con­
cierne, era, según se quejaban las mujeres, solitaria. Para
éstas su principal compañía era la servidumbre, pues el
La vida doméstica a i las ciudades republicanas \ 219

marido salía a trabajar y de los niños solían encargarse los


sirvientes. Así, la mujer de clase alta, que no acostumbraba
a hacer los oficios domésticos, consagraba la mayor parte
de su día a perder el tiempo, y en actividades “propias” de
su género. La pintura, la costura y la música, eran formas
un poco menos tediosas de pasar el día. Otra actividad fe­
menina aceptada, y que le permitió trascender los muros
del hogar, fue la realización de obras pías o colectas para
beneficencia pública. No pocas promovieron y colabo­
raron en la fundación y funcionamiento de hospitales,
orfanatos, casas de pobres y manicomios. Pero incluso
para realizar estas actividades la mujer, ya fuera esposa o
hija, debía contar con la autorización del padre o el espo­
so. A las mujeres de clase alta y sectores medios, les estaba
vedado circular a solas por las ciudades y para ir a la iglesia
debían hacerlo acompañadas por sus criadas.
Las mujeres pobres, por el contrario, pocas veces
podían permanecer en el hogar y se veían precisadas a em­
plearse como sirvientas en otras casas, ya sea como lavan­
deras, aguadoras y carboneras o para realizar otros oficios.
Estas mujeres circulaban libremente por la ciudad y sus
hábitos y costumbres eran menos rígidos que los de las
mujeres de sectores medios y altos.
En el siglo xx se refuerza la imagen de la mujer como
reina y madre del hogar, cuya semejanza con la Virgen
María le confiere una serie de virtudes y responsabilidades
dentro del ámbito doméstico. Esta imagen se vio fortaleci­
da internacionalmente por la promulgación del dogma de
la Inmaculada Concepción, a fines del siglo xix, y por el in­
greso de numerosas comunidades religiosas europeas que
llegaron al país, fundaron colegios y tuvieron bajo su res­
ponsabilidad la formación de las niñas y jóvenes.
Para la consolidación de una sociedad capitalista, era
muy útil el constreñimiento de la mujer al cuidado de los
2 2 0 I CATALINA RF.YES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

hijos y del hogar. La industrialización y el surgimiento de


los establecimientos fabriles, desplaza al hogar como lugar
productivo de actividades artesanales, para transformarlo
fundamentalmente en un espacio de reproducción y con­
sumo. La responsabilidad de la mujer se convierte enton­
ces en garantizar la productividad y la salud física y moral
de todos los miembros de la familia. Com o justificación de
su reclusión en la esfera doméstica, se genera una idealiza­
ción de su función como madre y señora del hogar. Todos
sus oficios recibirán de ahora en adelante el pomposo títu­
lo de “ama del hogar”. Pero el hogar no era el lugar que le
proporcionara tranquilidad a la mujer, sino un lugar donde
aprisionar al esposo:

Procure ante todo dar a su casa un aspecto alegre, con­


servándola muy limpia y con mucho orden; si es posible culti­
ve un jardincito donde a su marido le guste distraerse. Sobre
todo haga lo posible para que las comidas se sirvan a tiempo,
siempre a la misma hora; de tal manera que el marido sepa
que todos lo aguardan en casa y no se le ocurra pasar por el
estanco.7

A pesar del ensalzamiento de la mujer como reina y


señora, semejante a la Virgen María reina de los cielos, el
discurso religioso, médico y jurídico, con argumentos de
distinta índole, le recordaban su inferioridad frente al hom­
bre y su necesidad de sometimiento a él. La angelización
de la mujer y su identificación con la Virgen María signi­
fica igualmente la negación de su sexualidad. La sexuali­
dad femenina queda únicamente relegada a la actividad de
reproducción. Su función fundamental en el ámbito do­
méstico, es el control y la disciplina de los miembros de la

7. Revista I ¿1 Familia Cristiana, Medellin, abril 2 de 19 14 .


La vida doméstica en las ciudades republicanas \ 221

familia. De ella depende no sólo su salvación sino la del es­


poso y los hijos. Por su parte los médicos eran insistentes
en recalcar la importancia de la mujer para la preservación
de la salud de los miembros del hogar. Su discurso apunta
a convertirla en una especie de enfermera doméstica y la
mejor aliada del médico en la implantación de normas de
higiene doméstica.
La casa se convierte en el espacio eminentemente fe­
menino, la órbita del hombre es la política, los negocios, la
esfera pública. Su función como una proveedor económico
se ratifica y su mayor gratificación es mantener bien a su
familia. A pesar de que se reconoce su superioridad sobre
la mujer, constantemente en los escritos religiosos se le
está exhortando para que se convierta en el apoyo de la
mujer, en el compañero y el amigo. La relación entre los
cónyuges, de lo que se puede apreciar en la corresponden­
cia entre parejas de la elite, se puede definir como de amis­
tad, compañerismo y dependencia mutua. El cariño y el
afecto parecen reemplazar las grandes pasiones, no se hace
alusión al deseo o la pasión sexual.
La familia mononuclear, por lo menos entre los secto­
res altos, tiende a imponerse prácticamente en todas las
ciudades del país. Sin embargo, esta estructura se ve mati­
zada por algunas particularidades. Si bien la pareja se
independiza del hogar paterno y gana autonomía, en su
casa, además de los hijos, ahora viven sobrinos hijos de
viudas empobrecidas, alguna hermana de los cónyuges
viuda o solterona, la madre viuda de alguno de los cónyu­
ges, numerosos criados y niños pobres “recogidos” que
hacen parte de la vida familiar. La servidumbre general­
mente era extensa, consistía en una cocinera, una dentro­
dera, una carguera, una nodriza, un paje, un jardinero y
algunos otros miembros. Es así como la familia mononu-
2 2 2 | CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZALEZ

clear guardaba todavía rezagos de las familias extensas de


la época colonial.

Las trabajadoras domésticas


Las trabajadoras domésticas han tenido gran importancia
en el espacio del hogar, en la crianza de los niños, en la
sexualidad de los hombres, en los hábitos higiénicos y en
la conservación de las tradiciones culinarias. El hombre,
acostumbrado desde su más tierna edad al regazo del de­
lantal, para su iniciación sexual busca este objeto de sus
fantasías infantiles, y como marido, frustrado la mayoría de
las veces con la fría y restringida sexualidad del lecho con­
yugal, volcó sobre la empleada doméstica sus insatisfac­
ciones.
Las relaciones con los criados se rigieron por la estruc­
tura patriarcal de las familias y muchas de estas relaciones
estaban caracterizadas por un fuerte paternalismo, donde
los lazos afectivos eran más importantes que las condicio­
nes salariales. La literatura y la consulta de archivos de co­
rrespondencia privada de las elites, muchas veces nos
pueden llevar a la imagen idealizada de unas relaciones
marcadas por el afecto y el cuidado de los patronos para
con la servidumbre. Es innegable que en muchas familias
los criados, debido a los largos años que permanecían den­
tro de una familia, se convertían en miembros importantes
de las mismas, objeto de cariño y atención de la señora, los
jóvenes y los niños. Sin embargo, no es menos cierto que la
condición de servidumbre y la falta de libertad personal,
presentan una cara menos ideal de estas vidas, que apare­
cen retratadas con pinceladas trágicas en los archivos judi­
ciales.
La mayoría de las trabajadoras domésticas eran jóve­
nes campesinas de las zonas más cercanas. En ciudades
como Barranquilla y Cali procedían de la población negra
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 223

y en Bogotá eran indias. La trabajadora doméstica a prin­


cipios de siglo estaba sometida a una condición servil. En­
cargada generalmente por sus padres, la señora de la casa
debía responder por su virtud. Su libertad personal era casi
nula, sus salidas eran escasas, en la práctica, a la iglesia y al
mercado en compañía de la señora. Su salario era más sim­
bólico que real y los padres de estas muchachas general­
mente se contentaban con deshacerse de una boca más
para alimentar. La señora, al darle techo, alimentación y
algo de ropa vieja, sentía que estaba más que compensan­
do a esta trabajadora. Las empleadas domésticas trabaja­
ban desde el alba hasta que terminaban sus numerosos
oficios, tarde en la noche.
La mayoría de estas trabajadoras, jóvenes e ingenuas,
se convertían en víctimas de una sexualidad agresiva que
en general padecieron las mujeres de los sectores pobres.
Mientras para las clases medias y altas se imponían có­
digos de angelización femenina, para estas mujeres su
destino era padecer la sexualidad masculina desbordada.
Algunas trabajadoras domésticas eran víctimas de los abu­
sos de los patronos o de los jóvenes de la casa. En muchas
regiones se consideraba que la iniciación sexual de los jó ­
venes debía estar a cargo de la empleada doméstica. Esta
ofrecía más garantías que las prostitutas, posiblemente
afectadas por las enfermedades venéreas.
Otras jóvenes, en medio de la soledad, se enamoraban
de sus patronos o de tenderos, soldados, policías, músicos
de las bandas municipales o de estudiantes, y se conver­
tían, según consta en los archivos judiciales y en la literatu­
ra, en presas fáciles de la seducción. El resultado de estos
encuentros furtivos era muchas veces un embarazo inde-
seado.
La calidad de madres solteras era una situación dramá­
tica para muchas de estas jóvenes, sobre todo las de proce-
2 2 4 | CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

dencia campesina de la región antioqueña. Esta situación


les hacía perder el empleo, exponerse a la vergüenza públi­
ca y a los castigos paternos que la mayoría de las veces lle­
gaban al maltrato físico. Muchas de ellas abandonaron sus
hijos como expósitos en las puertas de los conventos e
iglesias, otras, más arriesgadas, practicaron el aborto y tal
vez las más ignorantes y acosadas llegaron a la realización
del infanticidio, como consta en los archivos criminales y
en la prensa de los primeros 30 años de este siglo.

Muerte
Para el período estudiado, los índices de mortalidad son
altos y alcanzaban, en algunas ciudades, a representar un
30% por cada mil habitantes. Más preocupante aun es que,
de esta cifra, la mortalidad infantil llegó a representar hasta
un 60%. La convivencia con la muerte indudablemente
influía en la vida doméstica urbana y originaba actitudes
frente a la muerte y la enfermedad. Entre 19 15 y 1926 C o­
lombia perdió 375 698 de sus niños, cifra similar a la pobla­
ción actual de una ciudad intermedia.8
Los cuadros de costumbres y los relatos de viajeros
son algunas de las principales fuentes para el estudio de la
vida privada doméstica. Sin embargo, ellas dan cuenta de
los asuntos, si se quiere, menos íntimos de la vida familiar,
dejando grandes vacíos en aspectos como las relaciones
conyugales y entre padres e hijos, la existencia de amantes
y la presencia de muerte, entre otros.
Sabemos, no obstante, que ante la enfermedad prolon­
gada de algún miembro de la familia, la mujer “principal”
de la casa, fuera madre, esposa o hermana, se convertía en
fiel guardiana a la cabecera del lecho del enfermo, aun
cuando la crisis de éste se prolongara durante varios años.
8. Muñoz, Cecilia y Pachón, Ximena, L a niñez en Colombia, Bogotá,
Editorial Planeta, 19 9 1.
La vida doméstica ai las ciudades republicanas | 225

Por otro lado, después de la muerte de un hombre, su


viuda solía quedarse encerrada en casa, para “coser su
mortaja dentro de esas cuatro paredes...”, especialmente
las de la clase alta, y prácticamente se anulaba para las acti­
vidades sociales mundanas, como si la muerte del marido
fuera la suya propia; lo cual no significaba un retraimiento
en otros asuntos. Después de la muerte del marido no po­
cas viudas asumían el manejo de los negocios familiares.
Era entonces cuando la mujer tomaba del todo las riendas
de la casa como espacio físico, y del hogar, como entorno
espiritual de la familia: se convertía, mucho más que en
vida del esposo, en el punto de cohesión familiar y en el
centro de control de todo lo relacionado con sus hijos,
nueras, yernos y nietos.
Las normas del comportamiento religioso y social,
mandaban que, ante el fallecimiento de un ser querido, así
fuera un pariente lejano, se guardara luto riguroso por lo
menos durante dos años, pasados los cuales, podía empe­
zar a cambiarse el negro total por el medio luto.
La cercanía de la muerte infundía en las personas la
profunda necesidad de la confesión de sus pecados, de co­
mulgar, de arrepentirse ante sus víctimas si algo malo ha­
bían hecho, y de despedirse de sus seres queridos antes de
la última hora. Igualmente eran comunes las disposiciones
testamentarias donde se dejaban amplias, o incluso la tota­
lidad de la fortuna, a algún santo u obra pía como mecanis­
mo para garantizar la salvación del alma.
Finalmente, el cadáver siempre se enterraba con el ves­
tido habitual, menos el sombrero, y el luto se expresaba
dentro de la casa mediante crespones negros en muebles,
cuadros y adornos, y con ello la familia entraba en “el régi­
men de la muerte” : silencio, recogimiento y encierro. Parte
del rito frente a la muerte era la conservación de los obje­
tos personales del difunto para evocarlo y para mantener
2 2 Ó | CATALINA REYES / U N A MARCELA GONZÁLEZ

su presencia viva dentro del hogar. Hacia finales del siglo


xix se impone, en algunas regiones del país, la utilización
de hábitos religiosos como traje mortuorio, tanto hombres
como mujeres. Después de la implantación de la fotogra­
fía, se popularizó en algunas ciudades del país la foto del
niño muerto en su ataúd, rodeado de flores y crespones.
La enfermedad y muerte de un niño fueron experien­
cias corrientes en los hogares, no sólo de escasos recursos
sino también de la elite. El niño enfermo generalmente era
aislado en un cuarto al que sólo tenía acceso la madre. Su
alimentación y cuidado en los sectores medios y altos se
convertía en un pesada carga, pues además de las re­
comendaciones médicas, pesaban una serie de falsas
creencias y supuestos cuidados que había que seguir cuida­
dosamente.
La muerte frecuente de los seres queridos sumía a los
familiares en la tristeza, y ante la indefensión frente a la
enfermedad y la muerte, el consuelo en la religión y en las
prácticas piadosas parecía ser el único remedio eficaz.

E l ritmo diario
El hecho de que la familia fuera, como ya se dijo, el epicen­
tro de las buenas costumbres, aunado a la falta de espacios
públicos de diversión y entretenimiento, lo mismo que de
actividades sociales y culturales en las ciudades, hizo que
la vida fuera monótona y tranquila, de una “conformidad”
interrumpida sólo por las diversiones honestas de algunos
días y por las frecuentes guerras ocurridas durante todo el
siglo XIX.
En efecto, fue característica en casi todas las ciudades
colombianas, según el testimonio de muchos viajeros ex­
tranjeros, el llevar una vida claustral, quieta y casi triste, en
la que las mayores diversiones las constituían los juegos de
azar, de los que disfrutaban las muieres tanto o más que los
La vida dom éstica en las ciudades republicanas

Vendedora con ced az o . Jo s é M a n u e l G r o o t. A m a sa n d o . Jo s é M a n u e l G r o o t.


B iblioteca L u is - A n g e l A ra n g o . B ib lio te c a L u is - A n g e l A ra n g o .

L a h a m a ca. E d u a rd W . M a r k .
A c u a r e la .
B ib lio te c a L u is - A n g e l A ra n g o .
La vida domestica en las ciudades republicanas \ 227

hombres, y algunos de salón, las corridas de toros, las pe­


leas de gallos, los paseos alrededor de la ciudad, las tertu­
lias literarias o políticas en las que 110 participaban mujeres
y, principalmente, los bailes y visitas. A la lectura, la escri­
tura, el estudio y la música sólo tenía acceso un porcentaje
muy bajo de la población y estas actividades estaban lejos
de ser consideradas entretenidas.
Los cuadros de costumbres nos muestran la simplici­
dad de esta vida: mientras los hombres salían a la calle a
resolver los asuntos públicos en actividades como los ne­
gocios, el ejercicio de sus profesiones y la política, la mujer
permanecía en la esfera doméstica. Su día comenzaba tem­
prano en la mañana, luego iba a misa y regresaba a casa
para atender a la familia, realizar algunos oficios y estar al
tanto de las tareas de las sirvientas; los ratos libres, que
eran la mayor parte del día, los empleaban en coser, pintar,
tocar el piano, cantar y fumar. Este último hábito, aunque
ampliamente difundido, hasta los años 20 de este siglo se
debía esconder, pues no era admitido que las mujeres fil­
maran.
Las mujeres, sin distingo de clases, eran las responsa­
bles de hacer el mercado. “Las señoras, que por lo general
escogen para ponerse ese día las sayas más sucias, los ca­
misones más destruidos y los zapatos más siniestros, va­
gan, cada cual, seguida de su respectiva sirvienta que,
cargada con un enorme canasto o ancho costal, va sufrien­
do instantáneamente el aumento de peso que ocasiona lo
comprado”.9
Dentro y fuera de la casa, la vida transcurría bajo una
rutina y unos horarios fijos, determinados en buena parte

9. Barrera, Francisco O., “F,l mercado", en Museo de cuadros de cos­


tumbres, variedades y riaies, vol. 49, tomo 4, pág. 7, Bogotá, Biblioteca El
M osaico, Banco Popular, 1973.
228 ! CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

por el sonido de las campanas de la iglesia; práctica que


sólo variaba los domingos y en Navidad: la mayor parte de
la vida de los colombianos en el siglo anterior, estaba regi­
da por los ritos y horarios religiosos.
Los hábitos diarios eran más o menos los mismos en
todas las ciudades: levantarse a las cinco o seis de la maña­
na, asistir a misa y dedicarse al arreglo personal al regresar;
tomar el desayuno, almorzar entre las 10 y 10:30 a.m. y
comer entre las 3 y las 4:30 p.m.
La vida entre las comidas era también muy similar:
después del desayuno los hombres salían a sus trabajos,
para regresar a la hora del almuerzo, cuando las ciudades
quedaban como paralizadas, pues todo se cerraba entre la
una y las tres de la tarde, tiempo necesario para el almuer­
zo y la sagrada costumbre de la siesta, después de la cual
volvían a los trabajos, de donde salían para ir a casa a co­
mer. Después de la comida, según las regiones, los hom­
bres iban al atrio de la iglesia o a la alameda, como en
Bogotá, o a jugar billar, tomarse unos aguardientes o cabal­
gar, como en Mompox y Medellin, y en todo el país, solían
reunirse a “tertuliar” en las tiendas, boticas, almacenes o
chicherías, según la clase social de los contertulios:

Las cinco de la tarde habían dado. Y o me hallaba libre y


desembarazado de las ocupaciones diarias de mi oficina.
Páreme en una esquina pensando en el nim bo que daría en
aquel momento a mi soberana individualidad, cuando se me
ocurrió la tienda de don Antuco, albergue sempiterno de
embozados tertuliadores. Mi espíritu deseaba expansión des­
pués de estar todo el día entre el cajón de la oficina; mi mente,
variedad de objetos sobre qué distraerse, y toda mi alma, seres
desocupados con quienes tener un buen rato de tertulia. Era
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 229

todo lo que me pedía el cuerpo, y nada mejor para esto que la


tienda de don A ntuco.10

Aunque para los hombres la regla general de este ritual


era asistir solos, en las chicherías, sitios de reunión de las
clases populares, se marcaba una gran diferencia, pues allí
la chicha “se servía en grandes totumas a hombres y muje­
res sin ningún género de distinción”.11 Este tipo de comen­
tario nos recuerda que en general las mujeres de las clases
populares gozaban de más libertad y menos controles so­
ciales.
Además, como en el siglo xix no se vivía con las agita­
ciones de la ciudad moderna, el trabajo siempre dejaba
tiempo para la charla y para tomarse algún trago, y era ha­
bitual que a la hora de la comida los hombres llegaran a
casa, mínimo con una “copita encima”, de brandy, mistela,
aguardiente o chicha, de acuerdo a la capacidad económi­
ca del consumidor. En las noches se rezaba el rosario, se
charlaba en familia, se leía en voz alta, o se hacía o recibía
alguna visita.
La rutina siempre se rompía el domingo, cuando las
comidas se hacían más abundantes y especiales y la gente
salía a caminar por la ciudad, luciendo sus mejores atuen­
dos. Este día era también propicio para llevar a cabo otra
de las más importantes costumbres familiares: los paseos a
las cercanías de la ciudad. La familia se desplazaba para
divertirse, comer en un sitio campestre y de paso, bañarse
en los riachuelos.
En esta actividad hay tres elementos que llaman parti-

10. Groot, Jo sé Manuel, “ La tienda de Don A ntuco”, en Museo de


cuadros de costumbres, variedades y viajes, vol. 46. tomo 1, pág. 35.
1 1 . Sánchez Cahra, Kfraín, Ramón Tones Méndez, pintor de Ia
Nueva Granada. 1809 - 1885. Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1987,
pág. 14O.
2 3 0 I CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

cularmente la atención: en primer lugar, el transporte de


“la mitad de las casa”: sillas, elementos de cocina, bebidas y
alimentos, entre los que no faltaba el chocolate con bizco­
chos y queso; transporte que se hacía con mayor razón
cuando el paseo duraba más de un día, como era frecuente
entre los bogotanos cuando iban a Chapinero: “a este
tiempo llegó el carro con todos los trastos [...]. Iban allí to­
dos los enseres de la cocina, dos taburetes pequeños, unas
esteras, dos almofrejes, dos o tres catres y algunos baúles y
cajones, uno de estos encerraba una docena de libros y tres
mil cigarros de Ambalema, y otro iba repleto de bocadillos
En segundo lugar, la presencia casi inevitable de
acompañamiento musical: los músicos eran parte indis­
pensable del paseo, para amenizar los infaltables juegos y
bailes; y por último, la participación en ellos de las emplea­
das domésticas. Al respecto es importante señalar el papel
que jugaban las niñeras: eran ellas quienes se encargaban
todo el tiempo de los menores de edad, tanto en la casa
como fuera de ella, en consecuencia, las madres no solían
ocuparse casi nunca de sus pequeños, salvo en lo que atañe
a las actividades escolares.
Cuando las ciudades fueron adoptando un aire más
moderno y burgués, el parque se convierte en centro de la
actividad social de los domingos. A él salen a pasear las
gentes luciendo sus mejores galas, es el lugar de encuentro
de los jóvenes de ambos sexos que aprovechan la ocasión
para lanzarse significativas miradas. La retreta musical
completaría el programa dominical del parque.
La vida diaria estaba marcada por la fuerte unión entre
las familias. Los lazos entre las familias eran estrechos, par­
ticularmente los lazos de solidaridad y afecto entre los her­
manos y hermanas, los cuales se conservaban aún después

12. Díaz Castro, Eugenio, op. at., pág. 47.


La vida doméstica en las ciudades republicanas | 231

del matrimonio, y se extendían a sus respectivos cónyuges.


La relación entre hermanos, hermanas, cuñados y cuñadas
era manifiesta: se visitaban entre sí con frecuencia y en las
noches solían reunirse para charlar o jugar. Tíos, primos y
primas hacían parte de una tribu donde los noviazgos y
amoríos proliferaban entre las generaciones más jóvenes.
No eran extrañas tampoco las buenas relaciones entre
vecinos. A veces familias enteras de vecinos se juntaban
para ponerse al tanto de los últimos acontecimientos de la
ciudad, pues a falta de mejores espectáculos, la conversa­
ción y no pocas veces los chismes, alegraban los días de
nuestros antepasados.
Este ritmo sosegado de la vida decimonónica era, sin
embargo, alterado con frecuencia por la actividad prefe­
rida de los colombianos: el baile. No había celebración que
no terminara con un baile. Aunque éstos generalmente
tenían motivaciones religiosas como bautismos, matrimo­
nios o la bendición de una casa nueva, el baile seguía sien­
do el mejor medio de la gente para reunirse y compartir un
rato en familia y con otras familias de vecinos y amigos. Si
el baile se hacía de manera improvisada, varias personas se
ponían de acuerdo para saber a quién se invitaría, en qué
casa y quiénes serían los músicos; era relativamente corto,
hasta las 8 o 9 de la noche; pero si era preparado, podía
durar hasta las cuatro de la mañana. Un baile de estos im­
plicaba la elaboración de alimentos y bebidas especiales,
en torno a lo cual se tejía la fiesta en la que participaban
todos los miembros de la familia.
En Cartagena, los negros bailaban el bambuco, musi-
calizado con guitarras, la bandurria, un instrumento llama­
do guache y acompañamiento de palmas y voces. Sobre
un baile entre esta clase social comenta SafFray:
2 3 2 | CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

Aquí no se conoce más que un baile, que es el bambuco.


[...] líl hombre ejecuta pasos muy complicados, que recuer­
dan un poco el jig irlandés; da saltos, patalea, y agita los bra­
zos para dar más expresión a su mímica; la mujer permanece
entre tanto con los brazos cruzados y por un movimiento
muy rápido del talón, y después del pie, deslizase hasta tocar
el suelo, describiendo zigzags y círculos, acércase a su pareja
con cierta coquetería, le vuelve la espalda, dirigiéndole una
mirada expresiva, huye de él y se aproxim a sucesivamente.
Kste es un baile a la vez gracioso e ingenuo cuya mímica me
pareció muy apasionada.'-’

Los bailes entre los blancos se caracterizaban por tener


un estilo más sobrio y elegante: “la hora tan deseada llegó:
la música, compuesta de bandolas, tiples y guitarras, des­
pués de un buen rato de preludios, rompió el fuego con un
delicioso vals...”.'4
Entre las clases medias y bajas en casi todo el país, es­
pecialmente entre las negras y mulatas, un buen motivo
para bailar era la muerte de un niño o “fiesta del angelito”.
Cuando un niño pequeño moría, la familia, más que con
tristeza, veía esto como un motivo de fiesta: “...la muerte, al
hacer un vacío, deja en pos una alegría; hay un niño de
menos y un angelito de más”.'5 Para la celebración de la
fiesta, se vestía el cadáver del niño con sus mejores ropas,
se le colocaban alhajas y se ponía en el centro de una capi­
lla improvisada. A la fiesta, donde lo importante era reír y
cantar, asistían los amigos y familiares, y la madre no llora­

13. Siiflray, Charles, Viaje a Nueva Granada, Bogota, Biblioteca Po­


pular de Cultura Colombiana, 1948, pág. 28.
14. Ortiz T., Juan B., “Una tertulia casera”, en Museo de cuadros de
costumbres, variedades y viajes, vol. 47, tomo 2, pág. 349.
15. Saflray, Charles, op., rit, pág. 234.
La vida doméstica a i las ciudades republicanas | 233

ba porque la muerte del pequeño significaba una bendi­


ción de Dios.
Es bueno señalar la influencia del clima y de la presen­
cia de la Iglesia, al igual que el peso de elementos étnicos
negros en los hábitos sociales de las gentes. En las zonas
frías y templadas, con población indígena y blanca, se lle­
vaba una vida más encerrada y menos dispuesta a activida­
des exteriores y colectivas que en la zona del Valle del
Cauca y las costas.
La escasa vida social que se llevaba a cabo durante el
año, daba paso en Navidad a una gran alegría, compartida
por todas las personas, sin distinción de clase, edad, ni et-
nia. Durante esta época las actividades principales que ale­
graban el ambiente eran los aguinaldos, los pesebres, los
disfraces y la nochebuena, todo esto complementado con
la preparación de ricos manjares propios de cada región,
entre los que eran infaltables la natilla, los buñuelos, el
manjar blanco y las empanadas, preparadas especialmente
con pollo o pavo, huevos cocidos, pescado, alcaparras,
duraznos, aceitunas, jamón y varias clases de especies.
Una de las mayores diversiones durante Navidad era el
juego de los aguinaldos, que empezaba hacia el 16 de di­
ciembre y se extendía hasta el 24. La manera más común
de jugar era apostar los regalos, que por lo demás, no eran
de gran significación material. El juego consistía en que
quién viera primero al otro apostador le gritaba “mis agui­
naldos” y el otro debía pagarlos. Para ganar, se ponía el
mayor ingenio posible recurriendo a los disfraces y todo
tipo de trampas para lograr ver a una persona sin ser vista
por ella. Un ejemplo del ingenio puesto en este juego, es la
artimaña de unas jóvenes bogotanas de mediados del siglo
pasado que, para esperar a los hombres con quienes esta­
ban jugando, se metieron en una zanja, muy bien escon­
didas con la oscuridad de la noche y los matorrales, por
234 I CATAI.INA R E Y E S / LINA MARCELA GONZALEZ

donde debían cabalgar sus competidores. Cuando los jine­


tes se acercaron, ellas saltaron y gritaron “¡mis aguinaldos!,
¡mis aguinaldos!”, con tal alboroto que los caballos se
espantaron, mandando al suelo a caballeros y señoritas,
quienes terminaron envueltos en bolas de lodo, lo cual
finalmente no importó pues el premio de ganar los agui­
naldos y la diversión que ello suponía, era superior a cual­
quier percance.'6
Otra costumbre navideña era la de los disfraces, que
empezaba desde antes de la nochebuena y duraba hasta el
6 de enero. Las familias más acomodadas se visitaban en­
tre ellas, dando aviso con anticipación. En la casa donde se
anunciaba la visita se reunían amigos y vecinos y como
quienes llegaban disfrazados iban acompañados por los
músicos, se bailaba un rato en cada casa.
Los regalos mutuos entre parientes, vecinos y amigos
en este mes, era también una costumbre generalizada. La
familia solía reunirse en torno a la preparación de dulces,
tortas, buñuelos, hojaldres y platillos especiales, los que re­
partían en nochebuena las mujeres del servicio, a quienes
siempre se veía llevando y trayendo entre las casas dulces,
regalos y vinos, tanto en Navidad como en la Semana San­
ta. En estas dos temporadas, además, era frecuente estre­
nar ropa y estar lo más elegante posible. La diferencia era
que, mientras en la Navidad reinaba un ambiente de ale­
gría y fiesta, en los días de pasión de la semana mayor la
gente se vestía de luto riguroso para visitar los monumen­
tos, se oraba y no era permitido escuchar música profana.
La primera comunión se convirtió en la fecha más im­
portante de toda la infancia. Para este evento el niño debía
ser preparado tanto en la escuela como en la familia. Se
debía aprender las oraciones y la madre debía leerle vidas

16. Díaz Castro, Eugenio, op. at., pág. 108 - 109.


La vida doméstica en las ciudades republicanas | 235

de santos y libros piadosos. Recomendaban los religiosos


de los colegios crearle un ambiente de recogimiento y po­
cas diversiones y alentar al niño a realizar pequeños sacri­
ficios que la madre debía vigilar. La confesión revistió gran
importancia y el niño era animado a confesar todos los
pecados a través de historias moralizantes. En un principio
la celebración de la primera comunión era austera y con­
sistía en la ceremonia religiosa y en un desayuno en fami­
lia. Al niño o niña se le obsequiaban imágenes de santos y
libros piadosos. Sin embargo, para los años 20 de este si­
glo, esta celebración se había convertido en un acto social
de gran importancia. Frecuentemente las revistas reseña­
ban lujosas fiestas hasta con 50 invitados y variados tipos
de regalos. A finales de los años 30 muchos colegios reli­
giosos daban severas instrucciones para “despaganizar” la
primera comunión.
Las primeras comuniones de los niños pobres general­
mente eran organizadas por damas jóvenes de la alta so­
ciedad que los preparaban durante el catecismo dominical
y el día de la primera comunión los obsequiaban con un
buen desayuno y algunos regalos.

L a higiene y la limpieza
Los hábitos de higiene de la familia colombiana estuvieron
determinados básicamente por la infraestructura de las
ciudades. A todo lo largo del siglo xix, nuestros principales
centros urbanos carecían por completo de sistemas de al­
cantarillado y contaban con acueductos muy deficientes,
carecían de energía eléctrica, recolección de basuras, servi­
cios sanitarios, necesidades que sólo empezaron a ser satis­
fechas hacia finales del siglo.
Por estos motivos la gente se acostumbró a hacer sus
necesidades fisiológicas al aire libre, o en bacinillas, cuyos
contenidos eran arrojados a las acequias que corrían por
2 3 6 | CATALINA RFYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

las calles de las ciudades y en los riachuelos que las pro­


veían de agua, con lo cual ésta llegaba muchas veces a las
casas ya contaminada. Policía de higiene no existía, y de
esta labor se encargaban los gallinazos, infaltables en el
paisaje de nuestras ciudades.
El aprovisionamiento de agua en la mayoría de las resi­
dencias se hacía por medio de las aguateras, “servidoras
públicas” que la recogían de los chorros o pilas comunes y
la transportaban de casa en casa. El agua así adquirida se
empleaba principalmente en la preparación de los alimen­
tos, la limpieza de los utensilios de cocina y en mínimas
abluciones matinales, consistentes en el lavado de la cara y
las manos, en el aguamanil de la alcoba.'7
Sólo las familias más prestantes contaban con el bene­
ficio de las “mercedes de agua”, o concesiones mediante
las cuales era posible instalar una especie de tubería que
proveía directamente las residencias.
El baño de cuerpo entero no era una costumbre gene­
ralizada, ni mucho menos algo que se hiciera a diario, sal­
vo en las regiones de temperaturas muy altas o ciudades
ribereñas. En las zonas frías, éste sólo se hacía cada ocho o
quince días, a condición de que hubiera buen tiempo, pues
de lo contrario podía aplazarse aún más. El baño se con­
vertía en un paseo, pues la carencia de agua en cantidad
abundante, implicaba el desplazamiento de la gente, nor­
malmente en familia, a los ríos y quebradas cercanas, en las
cuales estaba destinado un lugar para los hombres y otro
para las mujeres. En Bogotá, era costumbre no comer des­
de tres horas antes del baño para no adquirir enfermeda­
des, no comer en todo el día aguacate, ni plátano manzano
y tomarse, después del baño, una copa de mistela para re­
cuperar la temperatura corporal. El día del baño era tam­

17. Fundación Misión Colombia, op. cit., pág. 8 1.


La vida doméstica en las ciudades republicanas | 237

bién frecuente ver a las mujeres con el cabello suelto para


permitir que se secara del todo y evitar así enfermedades
posteriores como el coto. Era costumbre en toda Hispano­
américa, según el viajero francés Le Moyne, que lo hume­
decieran con orines para fortalecerlo y embellecerlo.'8 El
lavado de la ropa se le encargaba a las lavanderas, mujeres
pobres, que hacían su oficio en los ríos cercanos a la ciu­
dad.
A fines del siglo xix, tanto a nivel internacional como
nacional, se divulgaron los conceptos hipocráticos sobre el
origen de las enfermedades para dar paso a los descubri­
mientos pasteurianos que pusieron de manifiesto la acción
de los microorganismos en las enfermedades. Bacilos,
virus, bacterias y gérmenes fueron localizados por la medi­
cina. Estos nuevos descubrimientos influyeron notable­
mente en la vida cotidiana y costumbres de la gente, en
particular en el ámbito doméstico. La higiene y la limpieza
cobraron un lugar prioritario. Se hizo imperativo mante­
ner libre de bacterias, microbios y malos olores no sólo el
cuerpo, sino también los vestidos y la vivienda. Circularon
numerosos manuales de higiene, salud, puericultura, urba­
nidad y buen tono, muchos de ellos escritos por médicos y
dirigidos principalmente a las madres, donde se enseñan y
se explican los hábitos de limpieza, higiene y salud que de­
bían seguirse diariamente en el espacio doméstico.
Sólo en la primera década del siglo xx, los manuales de
higiene promulgan la necesidad del baño diario. Un ma­
nual de higiene en 1907 debía explicar la necesidad del
baño en los siguientes términos: “médicamente el baño
desprende el sudor solidificado en la piel que muchas ve­
ces contiene gérmenes de enfermedades... Si no está limpia

18. ibid., pág. 81-82.


2 3 8 | CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZÁLEZ

(la piel) se convierte en la morada de infinidad de animali-


tos muy molestos, llamados parásitos...”'9
La generalización de las teorías microbianas hicieron
del baño diario una necesidad entre las clases acomodadas.
En las casas de la gente pudiente, que contaban con servi­
cio de acueducto, y donde el clima lo permitía, se constru­
yeron hermosas albercas, más popularmente conocidas
como “baños de inmersión”. Éstos se construían al aire li­
bre, en el patio, en medio de la tranquilidad y la belleza de
enredaderas y rosales. El enriquecimiento y refinamiento
de la elite fue convirtiendo estos baños en lugares lujosos:

Cascadas artísticas de pedruscos abruptos, sembrados de


hclechos y parásitas, recipientes enormes de formas prim oro­
sas, mosaicos y lazos norteamericanos, grifos y perchones ni­
quelados... revestimientos por suelos y paredes; tocadores de
mármol auténtico, columnatas, máscaras y relieves.1"

Los excusados, “el cuartico” o sanitarios, eran bien pre­


carios hasta entrados los años 1930. Sin mayores nociones
de higiene, eran construidos casi inmediatamente después
de la cocina, y la bacinilla continuaba siendo un artículo de
uso común en las habitaciones de las casas. La letrina o
excusado generalmente consistía en una “franja profunda,
forrada con adobe quemado y tapada con un cajón de ma­
dera que tiene uno o más huecos. Por la zanja corre una
pequeña cantidad de agua, insuficiente para arrastrar los
excrementos sólidos, y la atmósfera de ella está en ancha
comunicación con las habitaciones”. Este tipo de letrina
no sólo se utilizaba en las casas, sino también en los edi­

19. De GreifT, Carlos, “Conferencia de Higiene en las Escuelas de


Medellin", Medellin, Tipografía del Com ercio, 1907, pág. 78-79.
20. I h id .
La vida doméstica en las ciudades republicanas | 239

ficios públicos y en los colegios. todavía más: algunos


caseros tienen la bárbara costumbre de construir excusa­
dos en seco, que no limpian casi nunca”.2' La introducción
de la plomería, de los aparatos sanitarios y el uso del papel
higiénico en las casas de las elites en la década de los trein­
ta, le darían una apariencia completamente distinta al sani­
tario.
Otro de los cambios importantes que afectaría la vida
doméstica y sus hábitos, fue el reclamo insistente de la
medicina por asignarle un lugar importante al cuerpo. La
dicotomía entre cuerpo y alma, tan fuertemente inculcada
por la religión católica, sometía el cuerpo al silencio y os­
tracismo, asociándolo siempre con bajos y pecaminosos
instintos. La manera de resolver esta división entre cuerpo
y alma fue convirtiendo la salud física en un asunto moral.
El cuidado adecuado del cuerpo se concibió, entonces, co­
mo una contribución al robustecimiento del alma. La hi­
giene, la urbanidad y la moral se convierten un una tríada
necesaria para mejorar la vida.
La reivindicación del cuerpo desde el discurso médico,
permitió que aquél, silenciado durante el siglo xix, pudiera
nombrarse de manera abierta, desde sus funciones médicas
y científicas. Incluso la sexualidad sometida y acallada por
la moral católica, pudo ser ahora invocada desde el len­
guaje médico y científico como “instinto genésico”.
La importancia que adquirió el tema del cuerpo hizo
que el mundo moral y psicológico del individuo estuviera
sujeto a las funciones del mismo. Se mantenía una aten­
ción permanente al desenvolvimiento de las funciones or­
gánicas y de su repercusión sobre lo mental y lo moral. La

2 1. fimcncz J., Nepomuccno, Notas sobre las aguas de Medellin, Me­


dellin. tesis de Medicina y Cirugía, Imprenta Departamental, 1895, pág.
49-50.
2 4 O | CATALINA REYES / LINA MARCELA GONZALEZ

digestión definía muchos comportamientos y actitudes, y


su importancia sobre la vida del hombre fue resaltada
constantemente. A partir de los años 30 las glándulas
endocrinas, “esencia de la vida del hombre”, se convertirán
en la explicación de todos los desarreglos morales y emo­
cionales.
La vida doméstica también fue influida por este interés
por el cuerpo y en particular por la digestión. Se tenía es­
pecial cuidado en la preparación y el consumo de los ali­
mentos, a las temperaturas en que se tomaban y las horas
de alimentación, tanto para niños como para los adultos, y
convirtieron estos horarios en tiempos rígidos y sagrados.
Se acostumbró caminar, no sólo para hacer ejercicio y
conservarse sano, sino también para mejorar los procesos
digestivos. La gimnasia o calistenia, como se le llamaba, se
convirtió en una disciplina necesaria tanto en los hogares
como en los planteles educativos. No sólo se recomenda­
ban la gimnasia para el sexo masculino, sino que aun con
la prohibición de la iglesia, la recomendaban especialmen­
te para las mujeres. Se debía además tener especial cuida­
do con la lluvia, el sol, los cambios de temperatura, la
altitud y las corrientes de aire; estas últimas llegaron a con­
vertirse en objeto de una verdadera fobia. Prevalecerá un
neohipocratismo vulgar que hará que la vida cotidiana de
la gente se vea atravesada por todo este tipo de preocupa­
ciones. Las caminadas, las “temporadas” en la montaña,
los veraneos, los baños de mar y, sobre todo, el aire, aire
puro, se convertirán en ritos necesarios para conservar un
vida sana. La higiene y la limpieza se introdujo en las casas
y se volvió parte indispensable de la rutina diaria.
L a vida pública en las ciudades
republicanas
BEATRIZ
CASTRO CARVAJAL

I_/as ciudades del siglo xix tenían un transcurrir pausado y


tranquilo. Este transcurrir calmado se veía alterado duran­
te la semana por el día de mercado y por la misa sagrada
del domingo. Esporádicamente lo agitaba las celebracio­
nes públicas. O las guerras civiles, los levantamientos y las
protestas, interrumpían violentamente la rutina cotidiana.
Esta aparente placidez de los centros urbanos se vio pro­
gresivamente alterada por los diferentes y nuevos eventos
que fueron cambiando lentamente el ritmo de la vida dia­
ria. El desarrollo económico del país se reflejó más en el
progreso físico de las ciudades, pero junto con la compleja
dinámica social propiciaron una vida más activa y compli­
cada como respuesta al proceso de modernización. Las
formas de vida cambiaron pausadamente a principios del
siglo xix y más apresuradamente a sus finales y a principios
del xx.
De un modo general, en América Latina las ciudades
mayores parecen haber sufrido una disminución relativa
de población entre mediados del siglo xvm y mediados del
siglo xix.1 Después de 1850 se observan ejemplos de urba-

i.S in embargo, Hogotá entre 1778 y 1800, sostuvo un crecimiento


2 4 2 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

nización asociados con el desarrollo de las actividades


comerciales, bancarias, de exportación y de industria inci­
piente en las ciudades. Abiertas a las influencias extranje­
ras, las ciudades empezaron a transformarse cuando se
estabilizaron en alguna medida los procesos sociales y po­
líticos y comenzó a crecer la riqueza.
Los cambios en las ciudades pequeñas fueron casi im­
perceptibles, ni físicos, ni demográficos, ni sociales, ya que
no aparecen con fuerza las clases medias, ni las “ricas”. En
las más grandes, la tendencia fue la de intentar desvanecer
el pasado colonial para instaurar las formas de vida moder­
nas.2
Nuestro territorio para esta época era un país rural. En
1870 tenía 2 700 000 habitantes y 35 años después había
4 100 000, de los cuales solo el 10% vivían en las capitales.
No obstante, Bogotá, Medellin, Cali, Barranquilla y Buca-
ramanga empezaban a consolidarse como los mayores
centros poblacionales. Fue allí donde se dibujaron clara­
mente los cambios de vida.
Las ciudades empezaban a dar pasos importantes en su
dinámica; crecía con vigor la actividad económica, espe­
cialmente el comercio se consolidaba, las decisiones políti­
cas influían en su vida y en el resto de la población.
El crecimiento demográfico nos da una pauta del
liderazgo que van adquiriendo ciertos centros urbanos en
las regiones. La mayor dinámica se da durante la segunda
mitad del siglo xix y se acelera en el presente siglo. Las ciu­
dades que tuvieron un mayor crecimiento fueron Bogotá,
Medellin y Barranquilla. Seguidas por Cali, que tuvo un

anual de 2,4%. En Vargas, Julián, L a sociedad de Santafé colonial, Bogotá,


1990.
c i n f .p ,

2. Romero, Jo sé Luis, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, M éxi­


co, Siglo xxi Editores, 1976.
La vida pública ai las ciudades republicanas | 243

crecimiento más reposado y Bucaramanga, aun más pau­


sado. La consolidación de Bogotá, Medellin, Cali, Barran-
quilla y Bucaramanga desplazó a los centros urbanos
coloniales tradicionales como Tunja, Santafé de Antio­
quia, Popayán, Cartagena, Santa Marta, Girón, Socorro y
San Gil, que habían tenido alguna dinámica regional en
épocas anteriores.
Bogotá multiplicó por cinco su población entre 18 0 1 y
1905.^ Medellin tuvo el crecimiento más acelerado, multi­
plicó por ocho su población en sesenta años. La población
de Barranquilla creció cuatro veces entre 1870 y 19 12 y se
triplicó entre 19 12 y 1928.4 Cali multiplicó por cuatro su
población durante el siglo xix.’ Bucaramanga duplicó sus
habitantes en la segunda mitad del siglo xix. En 19 18 Bo­
gotá tenía 143 994 habitantes, Medellin 79 146, Barran-
quilla 64 543, Cali 45 525 y Bucaramanga 24 919.6
El crecimiento acelerado de la población en los cen­
tros urbanos trajo problemas en la estructura física y social.

Agua, energía y aseo

Pilas y ánforas

El mejoramiento del agua y la generación de la energía


eléctrica, se convirtieron en las necesidades para resolver
en todas las ciudades. Luego seguirían obras como la plaza

3. Historia de Bogotá. Siglo xrx, tomo 11, Bogotá, Fundación Misión


Colombia. Villegas Editores, 1988.
4. Posada, Eduardo, f ’na invitación a la historia de Bairanquilla, C á­
mara de Com ercio de Barranquilla-Bogotá, Cerec, 1987.
5. Vásquez, Edgar, Historia del desarrollo urbano de Cali, Cali, Uni­
versidad del Valle, 1982.
6. Jaram illo, Samuel; Cuervo, Luis M., L a configuración del espacio
regional en Colombia, Bogotá, ci.m:, 1987.
2 4 4 I HF.ATRI7. CASTRO CARVAJAL

de mercado, el adoquinamiento de las calles y la búsqueda


de alternativas de transporte.
El consumo de agua implicaba obras de acueducto y
alcantarillado. Tradicionalmente el agua se recogía en án­
foras de las pilas ubicadas en distintas partes de la ciudad
para el consumo y la cocina; y los ríos se utilizaban para el
baño semanal y el lavado de la ropa. Las aguas negras cir­
culaban por la parte central de las calles o iban a dar a los
ríos. El problema se agravó cuando la demanda de agua
aumentó, al darse el crecimiento demográfico; y el manejo
de las aguas negras se complicó por la presencia frecuente
de enfermedades y epidemias. Las ciudades fueron encon­
trando paulatinamente soluciones a este problema a finales
del siglo xix y comienzos del xx. El desorden administrati­
vo municipal de la nueva república y la inestabilidad políti­
ca dificultaron la tarea de llevar a cabo obras reales para el
manejo del agua.
El intento para darle solución al abastecimiento de
agua de Bogotá se realizó a través de una empresa privada
en 1886, que se responsabilizó de crear un acueducto que
condujera el agua por tubos de hierro. En 1898, una mino­
ría solvente disfrutaba del abastecimiento de agua por un
sistema que garantizaba limpieza y economía en el consu­
mo. Sin embargo, las modalidades tradicionales de recoger
agua continuaban siendo dominantes. La compañía creció
gradualmente con un relativo buen servicio, pero entró en
conflicto con la administración municipal. Después de dis­
cusiones y acuerdos se creó la Compañía de Acueducto
Municipal de Bogotá en 19 14 , que cubría al 25% de la po­
blación. Para 1930 seis de cada cien habitantes tenían
acceso al servicio de agua domiciliaria. En cuanto al alcan­
tarillado, a finales de 1924 el municipio celebró un contra­
to con la empresa norteamericana Ulen Com pany para su
La vida pública en las ciudades republicanas | 245

construcción. Para 1927 el alcantarillado cubría el 40% de


la ciudad.7
Igualmente, en Medellin la construcción del acueducto
y alcantarillado fue primero, en 1890, iniciativa privada y
pasó en 1920 a la Empresa Pública Municipal. En esta ciu­
dad la Sociedad de Mejoras Públicas, que fue creada en
1899, tuvo un liderazgo fundamental para guiar la infraes­
tructura.” E11 las dos ciudades que tuvieron el crecimiento
más acelerado, Bogotá y Medellin, fue el sector privado el
que lideró esta responsabilidad. En Cali, por su parte, fue la
administración municipal la que se hizo cargo, al constmir
un nuevo acueducto en 1870 y al legislar sobre la limpieza
de la ciudad. Para 1930, en Barranquilla se inauguró el nue­
vo acueducto y se inició la pavimentación de las calles.

N oches oscuras

En las noches las ciudades estaban acostumbradas a


que la luna guiara los pasos de sus ciudadanos. El alumbra­
do público en las ciudades de nuestro territorio consistía
en faroles con velas de cebo en sitios estratégicos. A me­
diados del siglo xix se cambiaron por faroles de petróleo, y
poco más tarde fueron reemplazados por gas. La comida
se cocinaba con leña; para la segunda mitad del siglo xix el
consumo de carbón aumentó, debido al agotamiento de la
leña cerca a las ciudades.
A Bogotá llegó en 1890 la luz eléctrica, para alumbrar
las principales calles de la ciudad. Barranquilla dispone de

7. Vargas, Julián; Zam brano, Fabio, “Santa Fe y Bogotá: evolución


histórica y servicios públicos. 1600-1957", en Bogotá. 450 años, litios y
Realidades, Bogotá. Ediciones Foro Nacional. Instituto Francés de Es­
tudios Andinos, 1988.
8. Toro, Constanza, “Medellin: desarrollo urbano, 1880-1950", en
Historia de Antioquia, Suramericana, 1988.
2 4 6 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

luz eléctrica desde 18 9 1, Medellin desde 1898 y en Cali, en


19 1 o, se inauguró la primera planta eléctrica. En todas las
ciudades el inicio de la generación de energía fue iniciativa
privada. El traslado de las innovaciones técnicas fue casi
instantáneo de Europa a América Latina.
En Bucaramanga, por ejemplo, en 1867 el señor Bre­
tón estableció el alumbrado de petróleo en la calle del C o­
mercio y en la iglesia. En 1887 constituyeron una sociedad
con el propósito de establecer en la capital el alumbrado
eléctrico. En efecto, “el 30 de agosto de 18 9 1, a las siete y
media de la noche, cuando todos los habitantes estaban a
la expectativa, de repente y en un mismo instante, treinta
focos de mil quinientas bujías, repartidos en las principales
calles, arrojaron una espléndida luz que iluminó la ciudad.
Las campanas de la iglesia se echaron a vuelo, un sinnúme­
ro de cohetes resonaron en todos los barrios y las bandas
de música salieron a recorrer las calles”.9 En Cali la gran
preocupación para la inauguración de la planta fue hacerla
bendecir por el arzobispo, pues existía “la conseja de que la
electricidad era obra del diablo”.10
Los adelantos técnicos traían consigo temores y rego­
cijos. Pero lo cierto es que la modernización de los servi­
cios de agua y luz cambió algunas actividades cotidianas.
El mundo cotidiano femenino se volvió más privado, pau­
latinamente se empezaron a desarrollar las actividades
dentro de la casa. Se cambió la costumbre diaria de reco­
ger el agua en las pilas, para recibirla en su propia casa, el
baño semanal en los ríos desaparece por el baño en casa, la

9. García, Josc Joaquín, Crónicas de Bucaramanga por Arturo, Bogo­


tá, Imprenta de M edardo Rivas, 1896.
10. líder l’hanor, Jam es, E l fundador Santiago M. líder, Bogotá,
Antares, 1959.
L,a vida pública ai las ciudades republicanas | 247

compra o recogida de la leña para cocinar cambian por la


energía en casa. En otras palabras, estos adelantos facilita­
ron las labores, dieron comodidad y ante todo limpieza.
Así, el mundo cotidiano de la familia era cada vez más ínti­
mo, las puertas fueron adquiriendo la función de separador
entre lo privado y lo público.
Paradójicamente, hubo actividades públicas que pro­
gresivamente fueron aumentando, sobre todo las diversio­
nes nocturnas. La modernización se dio a finales del siglo
xix por iniciativa generalmente de la elite que empezaba a
ascender económicamente. El aburguesamiento de las
costumbres en la clases altas estuvo acompañado por la
introducción de elementos modernos en la estructura físi­
ca de la ciudad.

A seo y salubridad

El mejoramiento de los servicios, especialmente el del


agua, iba a la par con las solicitudes de los habitantes que
imploraban por unas ciudades más limpias para evitar las
enfermedades y sobre todo las epidemias.
Las descripciones existentes de las ciudades siempre
recalcan la suciedad. La lluvia, los gallinazos y los cerdos
no sólo eran una parte del paisaje urbano sino también los
más efectivos agentes de limpieza.
“Bogotá es una ciudad que conoce poco el empleo de
la escoba, y donde, naturalmente, domina el polvo. La llu­
via lo barre a veces o lo torna en lodo fino. Y si a la lluvia
sucede el sol, el lodo fino vuelve a convertirse en polvo su­
til y envenenado que los coches levantan y el viento arras­
tra y lo echa sobre las cosas y los seres. Tan malo es el
polvo y lleva gérmenes de virulencia tan grande, que cuan­
do soplan las ráfagas, la gente se lleva el pañuelo a la boca
y camina con medio rostro cubierto”, comentaba el canci-
2 4 8 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Her boliviano Arguedas." Sobre Cali encontramos quejas


frecuentes de la ciudadanía en los periódicos de la región:
“En Cali es pésimo el estado actual de la salubridad públi­
ca, debido en su mayor parte al desaseo y al casi completo
abandono en que se halla la ciudad”.”
Las enfermedades que más golpearon a la población
fueron las epidemias de viruela, sarampión, tos ferina,
disentería y gripe.
Por ejemplo, en 1857 hubo una epidemia de disentería
en Cali; inmediatamente el Concejo de la ciudad ordenó
limpiar todas las calles, plazas y drenajes, prohibió matar
marranos en las calles y vender pescado y distribuyó dro­
gas gratis en los barrios más pobres de la ciudad. En
Bucaramanga se recuerdan las epidemias de viruela de
1858 y 18 8 1; en Medellin la de viruela de 19 17 . Pero uno
de los más impresionantes episodios fue la epidemia de
gripe en Bogotá en 19 18 , en la cual se enfermaron unos
40 000 habitantes y murieron más 1 100 personas en sema­
na y media, copando todos los recursos hospitalarios.
A principios de siglo en Bogotá se creó la Oficina de
Higiene y Salubridad. En Medellin la Sociedad de Mejoras
Públicas se creó con el mismo propósito y en Cali, en
1887, se estableció la Sociedad de Medicina del Cauca.
Con motivo de las calamidades, como las epidemias, se
hacían rogativas y se sacaban en procesión las imágenes de
la patrona del lugar. En Bucaramanga la imagen de Nues­
tra Señora de Chiquinquirá se llevó en procesión por las
principales calles de la ciudad para amparar a sus habitan­
tes de la epidemia de viruela.
En último término, era lo divino lo que protegía a la

1 1 . Arguedas, Alcides, La danza de las sombras. 1934, Bogotá, Ban­


co de la República, 1983.
12. Periódico E l Ferrocarril Cali, 5 de m ayo de 1893.
La vida pública en ¡as ciudades republicanas | 249

población de los desastres naturales, del desorden admi­


nistrativo y de la escasez de recursos. Lo divino adquiría
expresión concreta para todos los pobladores a través de
las romerías y procesiones.

Pobreza

Huérfanos y desvalidos

El problema de la pobreza fue un asunto que todas las


ciudades colombianas tuvieron que afrontar. La pobreza
como fenómeno social se hizo presente con la aparición
de las formaciones urbanas y el crecimiento acelerado de
población que se generó en determinados momentos. De
esta manera, la presencia de los pobres no era una espan­
tosa realidad, ni la expresión de atraso, sino una expresión
social de las ciudades. Para nuestras ciudades este proble­
ma se agravó en la segunda mitad del siglo xix, cuando la
dinámica de crecimiento de la población se aceleró. Las
descripciones sobre pobreza se encuentran para todas las
ciudades, tanto de parte de viajeros extranjeros como de
nuestros propios compatriotas.
La impresión del boliviano Alcides Arguedas en 1929,
de nuestro pueblo fue:

El pueblo es pobre, sufre y tiene hambre. Basta darse un


paseo por los barrios excéntricos para ver en ellos que la mi­
seria hace estragos. Basta ver a la gente para saber que come
mal y poco, que vive en tugurios infectos y entre harapos; que
jamás se da el lujo del baño con agua limpia. Las gentes del
pueblo, en su mayoría, no gastan calzado. Van. o con alparga­
tas, o con los pies desnudos los mendigos abundan.1’

13. Arguedas, Alcides, np. at.


25O | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Sobre Bogotá las descripciones son numerosas, tal vez


la más completa es la de Miguel Samper, porque presenta
la complejidad del problema; los describe, muestra los
distintos tipos de pobres y señala el desorden social que
producen:

Los mendigos llenan las calles y plazas, exhibiendo no


sólo desamparo, sino insolencia que debe dar mucho en qué
pensar, pues la limosna se exige y, quien la rehúse, queda ex­
puesto a insultos que nadie piensa refrenar... Pero no todos
los mendigos se exhiben en las calles. El m ayor número de los
pobres de la ciudad, que conocem os con el nombre de
vergonzantes, ocultan su miseria, se encierran con sus hijos en
sus habitaciones desmanteladas, y sufren en ellas los horrores
del hambre y la desnudez... Las calles y plazas de la ciudad
están infestas por rateros, ebrios, lazarillos, holgazanes y aun
locos... L a noche pone exclusivamente a la disposición del
crimen o del vicio todo cuanto hay de sagrado.'4

Se buscaron soluciones a este problema que afectó a


todas las ciudades. La debilidad de las administraciones
municipales, sumada al ir y venir de la política decimonó­
nica, hizo difícil su manejo. Tradicionalmente la Iglesia
había jugado un papel importante en atender a los desvali­
dos, huérfanos y viudas a través de diferentes instituciones,
como por ejemplo las cofradías. Sin embargo, para media­
dos del siglo xix, el problema se había agudizado y las re­
formas liberales habían destituido a la Iglesia de la mayoría
de sus responsabilidades. Las administraciones municipa­
les quedaron como responsables de las instituciones que
atendían salud, educación y a la población desvalida. Fue

14. Samper, Miguel, La miseria en Bogotá, Bogotá, Editorial Incu­


nables, 1985.
La vida pública en las ciudades republicanas | 251

una tarea difícil, pues 110 tenían experiencia en el manejo


administrativo y aun más grave, no tenían los fondos para
cubrir los gastos de funcionamiento. Intentaron transfor­
mar algunas instituciones, tradicionalmente de caridad,
por institutos de beneficencia, para darle un sentido más
laico. Sin embargo, los intentos fueron inútiles. Fueron las
instituciones promovidas por ciudadanos en asocio con al­
gunas instituciones religiosas las que tuvieron más éxito.
Con la Constitución de 1886, promovida por el movimien­
to regenerador, se le volvió a dar la responsabilidad de la
asistencia social a la Iglesia. Así, se retornó al concepto de
caridad, que estaba acorde con la ayuda que la elite quería
brindar y reforzó el orden social.
La caridad, entonces, se estableció como instrumento
de perfeccionamiento espiritual y se canalizó a través de
instituciones como hospitales, hospicios, orfanatos y es­
cuelas.
Los ejemplos son numerosos para todas las ciudades.
La Sociedad de San Vicente de Paúl fiie la que más sobre­
salió y la de mayor cobertura a nivel nacional, junto con
las Hermanas de la Caridad, que generalmente se encarga­
ron de la atención del hospital de caridad de cada ciudad.
La Sociedad de San Vicente de Paul fue fundada en
Bogotá en 1857 con el objetivo de atender la miseria física
y moral. Se creó una comisión encargada de recolectar li­
mosnas y designar comisiones para la enseñanza de la
doctrina cristiana a los pobres del hospital y a los presos.
Gradualmente fueron ampliando sus sedes y sus activida­
des, haciéndose presente, al menos, en los centros urbanos
más importantes de nuestro país.
El ejemplo de la Casa de Refugio de Bogotá, para 1830,
nos da un cuadro de la forma en que guiaron la cotidia­
nidad estas instituciones para lograr sus objetivos. Recibía
niños expósitos por intermedio de la mayordoma de las
2 5 2 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

mujeres, eran bautizados por el capellán y se les ponía un


ama de cría hasta los tres años, y a los seis se pasaban al
respectivo departamento.

Sus días transcurrían levantándose a las cinco y media


para estar listos a las seis y media para pasar a la Iglesia, don­
de el capellán les diría la misa y el m ayordom o les encabeza­
ría el rosario. Luego irían a desayunar con un pocilio de
chocolate de harina o café de panela y tres onzas de pan. A las
ocho y media pasarían a la escuela a laborar en una ocupación
hasta las diez y media, cuando almorzarían con cuatro onzas
de pan, cuatro de carne de vaca o cordero, dos de arroz o tres
de maíz en mazamorra, seis de papa y una jicara de café o
chocolate. Descansarían hasta las once y media, cuando pasa­
rían nuevamente a laborar hasta las cuatro para comer cuatro
onzas de pan, seis de carne, dos de arroz o tres de maíz, ocho
de papa, y cuatro de panela, alfandoque o miel. A las cinco de
la tarde sus trabajos serían revisados y corregidos, a las siete
deberían asistir a la Iglesia para oír algunas palabras del cape­
llán y a las ocho estarían en los dormitorios. L o s domingos y
días festivos tendrían permiso de diversiones que les contribu­
yeran a ejercitarse.'5

Finalmente, el objetivo de las instituciones de caridad


era formar niños para el trabajo, que se desempeñaran en
alguna labor, bajo un sistema de disciplina férrea y rutina­
ria, y niñas “limpias” dignas de formar un hogar.
Y aunque los años pasaban y supuestamente las
costumbres cambiaban, la cotidianidad del Patronato de
Obreras de Fabricato en Medellin, a cargo de las Herma-

15. Reglamento de la Casa de Refugio, instrucción y beneficencia de Bo­


gotá tomo 3795, Fondo Posada, Universidad Pedagógica de Tunja,
1830.
La vida pública en las ciudades republicanas | 253

ñas de la Presentación, en la década de 1930, no muestra


transformaciones significativas. “Misa en las mañanas, rezo
del rosario en las tardes antes de apagar la luz a las ocho de
la noche. Las obreras tenían que salir directamente de la
fábrica al patronato. Los domingos era dedicados al rezo,
al estudio o la costura y ocasionalmente a actividades re­
creativas”.’6 El Patronato ofrecía ventajas apreciables, so­
bre todo para las mujeres campesinas que migraban: les
brindaba garantías ante “los peligros” de la ciudad, les per­
mitía ahorrar en alojamiento y comida y finalmente tenían
una educación católica y de trabajo.
Parece ser que las instituciones guiadas por órdenes re­
ligiosas mantuvieron por mucho tiempo sus propósitos.
Sin que los cambios que se estaban dando en la sociedad
las afectaran mucho, se convirtieron en símbolo de estabi­
lidad y orden.
Mirado desde otro ángulo, las obras de caridad y bene­
ficencia amplían paulatinamente la vida privada restrin­
gida de las mujeres. La religión compensaba su rigidez,
facilitándoles actividades fuera de sus casas, como la rutina
de ir misa. Al salir podían tener encuentros con la aproba­
ción de la comunidad y de la familia. Posteriormente, el
trabajo en alguna obra benéfica, les permitía ampliar sus la­
bores en otros espacios diferentes a la casa. Además, les
ofrecía la posibilidad de realizar un tipo de socialización
diferente. Lograban conversar con otras mujeres, relacio­
narse con los miembros de las comunidades religiosas y
servir a los necesitados. Era una forma de ser útil en el ám­
bito público, ya que de lo contrario, su misión estaba limi­
tada al privado. Esta cotidianidad se acomodaba más a las

16. Arango. Luz (íabriela, M tSer, religión e industria, b'abricato 1923-


T982, Medellin. Editorial Universidad de Antioquia-Univcrsidad E x­
ternado de Colombia, 19 9 1.
2 5 4 I BF.ATRIZ CASTRO CARVAJAL

mujeres pudientes, a las otras, el trabajo y sus obligaciones


eran lo que les daba la pauta diaria.

Vagos v prostitutas
Había un sector de los pobres al cual las instituciones de
caridad y beneficencia no atendían: los vagos, los ladrones
y las prostitutas. Fue necesario establecer un orden público
para controlar esta población indigente que ponía en peli­
gro la seguridad de los ciudadanos y la protección de las
tradiciones familiares. La modernización era fundamental,
y se realizó a través de la transformación de la institución
de la policía.
En Bogotá se renovó la institución en la década de
1890 bajo la dirección de una delegación francesa. Se dise­
ñó como un establecimiento público para el control de los
indigentes y como apoyo, más que en contraposición, de
las instituciones de caridad y beneficencia ya existentes.
Según el código de la policía, lo que había que vigilar
era a los vagos, definidos así:

Son vagos los que se encuentran en algunos de los casos


siguientes: los que, aun teniendo rentas o emolumentos de
que subsistir, se entreguen a la ociosidad y cultiven relaciones
más o menos frecuentes con personas viciosas y de malas cos­
tumbres... L o s hiios de familia o pupilos quienes sus padres o
guardadores no pueden o no quieren sujetar y educar debida­
mente, y que, o se entregan a la ociosidad o aunque ocupen
útilmente el tiempo, causen frecuentes escándalos por su in­
subordinación a la autoridad o al guardador, o por sus malas
costumbres.'7

17. Código de la Policía, Rogotá, 1893.


La vida pública en las ciudades republicanas | 255

Según el censo de 1870, por ejemplo, se reportan 550


vagos hombres en el Estado del Cauca.
Para afrontar el problema de la prostitución en Bogotá
la policía elaboró un censo en 1929, en el que se registran
4 000 prostitutas. El censo tenía por objetivo saber su
número real y sus domicilios. El viajero Friedrich von
Schenck compara y resalta el fenómeno de la prostitución
de Bogotá y Medellin en 1880: “la prostitución que se efec­
túa en las calles de Bogotá, sin temor ni castigo de grandes
orgías, que tiene víctimas no sólo entre las clases bajas,
aquí en Medellin todavía rehúsa la luz del día, y se esconde
en las cuevas apartadas de los barrios mal afamados de
Guanteros y Chumbimbo”.18 Sin embargo, hacia 1920, ha­
bía por lo menos cuatro zonas de prostitución en Mede­
llin. Las mujeres trabajaban por cuenta propia buscando
clientes en los cafés o paradas en las puertas de los hoteles.
La mayoría de las mujeres vivían juntas en casas con am­
plios cuartos bien amoblados. Los hombres entraban por
la puerta delantera y encontraban un salón grande para
conocerse y bailar, amoblado de sofás y un mostrador para
la bebida. Los cuartos estaban en la parte de atrás. “La vida
en estas casas era de goce y risa. Muchas de ellas hacían
fiestas que parodiaban las de la sociedad de la clase alta".'9
El objetivo de la policía era amplio y consistía en ga­
rantizar una vida tranquila y segura en la ciudad. Esto im­
plicaba velar por la limpieza, evitar disturbios de cualquier
índole y controlar la población que pudiera cambiar el or­
den ciudadano.
Se podría pensar que paulatinamente lo público, en­

18. Von Scnenk, Fr., Viajes por Antioquia en el año 1880, Bogotá,
Hunco de la República, 1953.
[ 9 .I’ayne, Constantine Alexandre, “Crecimiento y cambio social
en Medellin: 1900-1930", en Estudios Sociales, vol 1, N ° 1, M cddlín,
F A lis . 1986.
2 5 6 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

tendido como el conjunto de cosas relacionadas con el Es­


tado o con el servicio del Estado, se fue convirtiendo en
algo cada vez más claramente desprivatizado. La construc­
ción de las formas modernas del Estado no sólo permitió
delimitar, por diferencia, lo que en adelante ya no pertene­
cería al ámbito público, sino que, en mayor medida, supu­
so la garantía y la salvaguarda de lo privado.

L a vida en las calles

D ía de m ercado

El día de mercado era tal vez el día más agitado de la


semana durante el siglo xix y principios del siglo xx. Era un
evento similar al de épocas coloniales según lo describen
los viajeros.
Para el día de mercado los campesinos, especialmente
mujeres, venían a pie cargados con las cosas que vendían.
Lo que se vendía en el mercado, Isaac Holton, viajero nor­
teamericano, logró sintetizarlo en un poema:

Papas, tinajas, peces, alpargates,


sal, cuentas, ocas, cueros, alfandoques,
piscos, marranos, oro en polvo, fresas,
loza y brevas.
Huevos, cabuya, plátanos, zarazas,
mucuras, patos, pifias, carne, esteras,
tunas, naranjas, azafrán, fríjoles,
cal y tasajo.'"

Miguel Cañé, viajero francés, llegó a Bogotá el día de


mercado, o sea, el día en que los indígenas agricultores de

20. Holton, Isaac F., I m Nueva Granada: veinte meses en los Andes.
1857, Bogotá, Banco de la República, 19 8 1.
La vida pública en las ciudades republicanas | 257

la sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles, lle­


gaban a la montaña, y lo describe como algo imborrable
de su memoria:

Acababa de cruzar la plazuela de San Victorino, en el


centro, una fuente tosca, arrojando el agua por numerosos
conductos colocados circularmente. Sobre su grada, una gran
cantidad de mujeres de pueblo, armadas de una caña hueca,
en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustaba el pico
del agua que corría por el caño así formado, siendo recogida
en una ánfora tosca de tierra cocida. Todas esas mujeres te­
nían el tipo indio marcado en la fisonomía; su traje era una
camisa, dejando libre el tostado seno y los brazos y una saya
de un paño burdo y oscuro. En la cabeza un pequeño som bre­
ro de paja; todas descalzas. L os indios que impedían el tránsi­
to del carruaje, tal era su número, presentaban el mismo
aspecto. Mirar a uno es mirar a todos. El eterno sombrero de
paja, el poncho corto, hasta la cintura, pantalones anchos, a
media pierna y descalzos. Lina inmensa cantidad de pequeños
burros cargados de frutas y legumbres., y una atmósfera pesa­
da y de equívoco perfume.21

Después del día de mercado, señala Holton, en las chi­


cherías se ven escenas tristes y a veces repugnantes. Las
chicherías eran el sitio donde confluían los campesinos al
final del día para comprar algunas cosas para llevarse, re­
frescarse con la ancestral bebida y algunos para quedarse a
descansar.
Lo que va a cambiar a finales del siglo xix es el espacio
donde se instalaba el mercado, que tradicionalmente había
sido en la plaza. Las plazas en todas las ciudades grandes

2 1. Cañé, Miguel, Notas de viaje sobre Venezuela r Colombia. 1H81-


1882, Bogotá, Biblioteca V Centenario, Colcultura, 1992.
2 5 8 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

se remodelaron, se convirtieron en espacios convenciona­


les y más distantes, con la construcción de verjas en hierro
alrededor para demarcarlas. Era el signo del triunfo de la
república. La plaza de mercado se levantó aparte, era un
nuevo espacio; generalmente se ubicó en una de las salidas
de las ciudades. Así, la plaza perdió su carácter monopoli-
zador de centro vital. Las ciudades crecieron y otros cen­
tros de animación comenzaron a ser lugares de mayor
concurrencia, parques, paseos o la calle comercial. Cambió
la rutina cotidiana de encontrarse en la plaza, por la de fre­
cuentar estos nuevos espacios.22

La chicha y la cerveza

Una de las primeras impresiones que se grabaron en la


memoria del boliviano Arguedas en su visita de 1929 fue:
“Entretanto, yo voy encontrando en Colombia cosas que
no pensaba ver. Por lo pronto, ebrios”. E incluye en su li­
bro una estadística de consumo de licor del primer trimes­
tre de 1929 en Bogotá, publicada por el periódico E l
Fígaro: “se han bebido 72 000 botellas de aguardiente, 500
botellas de místeles, 780 botellas de crema, 496 botellas de
brandy nacional, cerca de 10 000 botellas de roñes y whis­
ky y más de 7 millones de litros de chicha”. Más adelante
aclara: “El pueblo bebe chicha y aguardiente; las gentes de
la sociedad whisky, brandy y champaña”.2-1 El licor era
consumido por todos para la diversión en general y parece
que se utilizaba en exceso según lo señala nuestro canciller
boliviano.
Sin embargo, para principios del siglo xx, las chicherías
se volvieron un problema de higiene y salubridad según la

22. Rojas-M ix, Miguel, L a Plaza Mayor; Barcelona, Munchnik Edi­


tores, 1978.
23. Arguedas, Alcides, op. cit.
La vida pública en las ciudades republicanas | 259

administración municipal de Bogotá, y también uno de or­


den social. Las chicherías, además de ser un sitio de fabri­
cación y expendio de la chicha, eran también el sitio de
reunión de las clases populares, donde se reproducía una
especie de submundo pagano de la ciudad.
Los intentos para controlar la producción y consumo
de la chicha se remontan a la época colonial. A principios
de este siglo, según una visita realizada por la Dirección de
Higiene y Salubridad en 1909, se encontraron 45 chiche­
rías. Para 19 13 , mientras las cervecerías Bavaria y G er­
mania producían cinco mil litros diarios de una bebida
tonificante y saludable, las chicherías sumadas producían
treinta y cinco mil.24 De manera que el problema continua­
ba y se agudizaba. Por un lado, los problemas de higiene
en la producción de la chicha y de suciedad de las chiche­
rías y sus alrededores, ya que no tenían baños y los espa­
cios eran tan reducidos que la gente se aglomeraba en las
calles; por otro, eran sitios de reunión fuera del control de
la sociedad, donde se daban partidas de juegos prohibidos,
se organizaban conspiraciones políticas y se aventuraban
relaciones no permitidas.
El control de las chicherías se logró sólo en la década
de los cuarenta, con progresivas resoluciones de la admi­
nistración municipal, reemplazando esta bebida por la cer­
veza, cuya producción se podía controlar y con la creación
de nuevos espacios para regular el submundo de las chi­
cherías.

Bares, clubes v hoteles

Los nuevos espacios urbanos y las nuevas formas de


esparcimiento iban a la par con nuevas rutinas de sociali-

24. Historia de Bogotá. Siglo v.v, tomo m, Fundación Misión Colom ­


bia, Bogotá, Villegas Editores. 1988.
2 6o | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

zación que se estaban gestando. En la medida en que lo


privado cada vez se restringía a la familia, paradójicamente
fueron apareciendo otras formas de convivencia elegidas
socialmente.
En la segunda mitad del siglo xix surgieron paulatina­
mente nuevos espacios de diversión en las ciudades, como
los cafés y los bares, algunos de los cuales se convertirían
en clubes posteriormente. El más excéntrico que se inau­
guró, fue la Casa de Tivoli, a finales de la década de 1850
en Bucaramanga, por iniciativa de los inmigrantes alema­
nes establecidos en la ciudad. Consistía en un gran salón
con dos juegos de bolos, sala de billar, cantina, jardines y
un patio de dos trapecios. Era concurrido por las tardes y
en las noches por caballeros. Sin embargo, su vida fue
corta, por considerarlo la ciudadanía demasiado extrava­
gante.25
Para 1873, en la misma ciudad se fundó el Club de
Soto. Tenía gabinete de lectura, billar, servicio de comedor
y cantina. Su objetivo era reunir a los caballeros para es­
trechar relaciones sociales y comerciales. Después de la
guerra de 1876 pasó a ser el Club del Comercio. En 1888
aparece el Club Barranquilla, en 1894 el Club Unión en
Medellin y el Jockey Club en Bogotá y en 1920 el Club
Colombia en Cali.
La mayoría de las historias de las fundaciones defini­
tivas de los clubes tiene como antecesores otros clubs y
otros espacios que van desapareciendo o se van asociando.
Por ejemplo, en Medellin, desde 1880 existían varios clu­
bes pequeños, la mayoría formados por diez y veinte hom­
bres que se reunían con regularidad y de vez en cuando
hacían un baile. Otros, como el Club del Comercio, eran
sitios para hombres de negocios. Algunos también fomen­

25. García. José Joaquín, op. ctt.


La vida pública en las ciudades republicanas | 261

taban las actividades culturales, como exposiciones de pin­


tores. A finales de la década de 1890, el Club Tandem, que
tuvo vida hasta 1905, resultó de la unión de los clubes
Brelán, Palito y Fígaro. Pero, más importante, fue la forma­
ción del Club Unión por miembros de los clubes Mata de
Moras, Boston y Belchite. Para 19 12 éste brindaba servi­
cios de baños, barbería, piscina y restaurante de lujo. Era
frecuentado por hombres, las mujeres iban únicamente a
bailes ocasionales o recepciones matrimoniales. En los
años veinte empezó a convertirse más y más en un sitio de
reunión para mujeres, que iban a tomar el té y a jugar al
“bridge”. En las noches era escenario de los bailes y fiestas
más elegantes. En 1924 se fundó el Club Campestre con
una orientación diferente, éste introdujo nuevos deportes
como el golf, el tenis y el basquetbol.26
Para mediados del siglo xix era común que los viajeros
llegaran a posadas, o, simplemente, alquilaban una pieza y
comían en la calle en una fonda. Eventualmente se podía
contratar una cocinera, pero era necesario hacerle el mer­
cado. Con posterioridad, los clubes brindaron alojamiento.
Miguel Cañé, viajero argentino, llega a una pieza en el Jo c ­
key Club en Bogotá en 1882. La misma función cumplía,
en sus inicios, el Club Colombia en Cali.
Es así como los hoteles son espacios de este siglo: en la
década de 1920 se abre el Hotel Prado de Barranquilla, en
1929, en Bogotá, el Hotel Ritz y el Hotel del Pacífico y en
Cali, en 1930, el Hotel Alférez Real.
Los hoteles eran un sitio de socialización principal­
mente masculina, para relacionarse sobre todo con el forá­
neo y con el extranjero, que cada vez arribaban en mayor
número a las ciudades para buscar, empezar o consolidar
nuevos negocios.

26. Piiyne, Constantine Alexander, op. at.


2Ó2 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

Los clubes se fundaron por la influencia europea. El


club fue, en sus inicios, una asociación libre de toda impo­
sición y sin otro objetivo que sí mismo; optaba por ignorar
los vínculos con la familia y estableció un nuevo modelo
de socialización. No había secreto, ni iniciación, ni progra­
ma. El único compromiso era la adhesión a un simple có­
digo de conducta, idéntico para todos los miembros, que
no imponía ninguna relación preferente con ninguno de
ellos. Sin embargo, llevaba una marca de origen: la exclusi­
vidad masculina.27 A través de ellos se crearon nuevas for­
mas de encuentro y de relaciones, de manera exclusiva,
entre la elite en cada ciudad. Primero, los miembros fueron
exclusivamente hombres, para afianzar la vida pública va­
ronil que paulatinamente se venía ampliando con los desa­
rrollos urbanos. Posteriormente, se abrió el mismo espacio
a las mujeres, primero únicamente con la asistencia a las
fiestas que los hombres determinaban; después se dio más
libertad, y se establecieron algunas actividades sólo feme­
ninas dentro del club; más tarde, las actividades se empe­
zaron a mezclar entre hombres y mujeres, adultos y niños,
con la introducción de los deportes. Fue y sigue siendo, un
espacio para la socialización.
De esta manera se dio paso a una sociabilidad más
abierta, libre en la adhesión de individuos y al margen del
control estatal. Antes había predominado una sociabilidad
más cerrada y vinculada a la actividad política, como en las
logias masónicas, seguidas por las sociedades democráti­
cas o sociedades católicas, en las cuales el “secreto” era la
premisa para ingresar a dicho ámbito.

27. Aries, Philippe; Duby, Georges, L a historia de la vida privada.


L a comunidad\ el estado y la familia, tomo 6. Buenos Aires, Taurus, 19 9 1.
La vida pú blica en las ciudades republicanas

U n a calle de
B arra n q u illa . R io u .
G r a b a d o . 18 8 3 .
Voyages dans L 'a m eriq u e
du sud. D o c te u r J .
C re v a u x . L ib ra irie
H a ch e tte et cíe. P arís.
B ib lio te c a L u is - A n g e l
A ra n g o .

C a ñ o s d e aguas
n egras en la calle
de S a n C a rlo s.
F o to g ra fía .
H isto ria de Bogotá.
T o m o ii. V ille g a s
E d ito re s . 19 8 8 .

Pila de la p la zu ela de las


N ieves.
G rabado. 1 8 8 3 - 1 8 8 4
Papel Periódico Ilustra, do.
T o m o iii. E d ic ió n
facsim ilar. 19 7 9 .
M e r c a d o en
B o g o tá.
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D u p e rly .
F o to g ra fía .
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P ro c e sió n del
d o m in g o de
P asc u a en
P opayán .
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América
Pintoresca. T o m o
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G r a b a d o 1 8 8 3 - 1884
Papel Periódico
Ilustrado. T o m o iii.
E d ic ió n facsim ilar.
19 7 9 .
La vida pública en las ciudades republicanas \ 263
Espectáculos

Las descripciones de las ciudades del siglo xix son más


bien nostálgicas y resaltan los pocos espectáculos que se
ofrecían: patios de escuelas y casas particulares, salones y
solares se acondicionaban cuando algún acróbata, prestidi­
gitador, circo, teatro u ópera llegaba ocasionalmente a la
ciudad.
Las funciones de teatro se daban esporádicamente. En
Bogotá, en 1885, se expropió el Teatro Ramírez o Coliseo,
que había sido inaugurado en 1793, para construir el T ea­
tro Nacional que se inaugura en 1892 con el nombre de
Teatro Colón. La actividad teatral en la capital se inició a
finales del siglo xvm con épocas pródigas y épocas de si­
lencio. El fin que tenía esta actividad era brindar diversión
sana a las gentes y alejarlas del licor y otros vicios.28
En Medellin, la primera función teatral se presentó en
18 3 1, en el colegio de Antioquia. En 1836 un distinguido
grupo de ciudadanos terminó de construir el teatro muni­
cipal, conocido como el Teatro Gallera y que en 19 17 se
convertiría en el Teatro Bolívar.29 En Cali el Teatro Muni­
cipal se inauguró en 1927, también por el impulso de dis­
tinguidos ciudadanos. Desde finales de la colonia existía el
Teatro Borrero, que fue destruido por un incendio. Hasta
1840 Bucaramanga no había merecido el honor de ser visi­
tada por ninguna compañía dramática; fue en ese año
cuando llegó la primera, que era española, dirigida por don
Tomás Berenguer.
Sin embargo, era una actividad a la que sólo asistía un
grupo de la elite. Paulatinamente, otras diversiones se fue­
ron convirtiendo en los signos más típicos de la transfor-

28. García, Mario, “I,a sociedad según el teatro bogotano. 1886-


1896", mimeo.
2 9 .Ixjndoño, Patricia, “I,a vida diaria: usos y costumbres", en His­
toria de Antioquia, Medellin, Suramericana, 1988.
2 6 4 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

marión de las ciudades, en cuanto revelaban la presencia


de unas clases populares de fisonomía distinta a la tradi­
cional.
El cine fue de los que primero se hizo presente. Se ini­
cia en Bogotá, en 1929, en el Salón Olimpia, ubicado en un
barrio de gente modesta y en el Faenza, frecuentado por
las clases sociales de distinción. Después, las salas de cine
aparecieron en todas las ciudades: el teatro Junín en
Medellin, el Garnica en Bucaramanga, el Olympia en Cali
y el teatro Colombia en Barranquilla.
Otros espectáculos tuvieron posteriormente un públi­
co más numeroso, como fueron y siguen siendo los depor­
tes. Otros, más tradicionales, como las corridas de toros,
mantuvieron y mantienen gran acogida.

Carnavales, desfiles y pasatiempos

El culto religioso ordenaba las horas del día, los días de


la semana y los meses. Lo divino regía los ritmos de la vida
y cubría a todos los habitantes.

L/a imagen del Sagrado Corazón de Jesús es el principal


ornamento de un salón colombiano, y pocos y muy contados
habrá en todo el país que no lo ostenten en sitio de preferen­
cia. La imagen del Sagrado Corazón en los salones, el escapu­
lario y la medalla sobre el pecho de hombres y mujeres, el
cirio en los altares, el cilicio y la penitencia en los claustros.’”

El domingo, festivo, lo más importante era ir a la misa,


después venía cualquier otra actividad. Las festividades
religiosas eran las más importantes para celebrar e iban
guiando el transcurrir del año: Cuaresma, el Corpus y la
Navidad.

30. Arguedas, Alcides, rrp. a


La vida pública at las ciudades republicanas | 265

Alrededor de las celebraciones religiosas había un


submundo pagano, que en algunas ciudades llegó a legiti­
marse como celebración, por ejemplo el carnaval de Ba-
rranquilla. Paulatinamente el Estado fue introduciendo las
conmemoraciones de los hechos significativos de la for­
mación de la nueva República, haciendo una gran pompa,
por ejemplo el Veinte de Julio. Sin embargo, las fiestas reli­
giosas predominaban sobre las celebraciones cívicas, ya
que finalmente conglomeraban el mayor número de habi­
tantes de las ciudades, sin distinción de clase, género o et-
nia; aunque cada grupo sabía cuál lugar le correspondía en
cada celebración.
Com o muestra, en 1930, para celebrar el Corpus
Christi, en Bogotá se realizó una solemne procesión por
las principales calles, bajo arcos de colores de flores y
cadenas de papel multicolor. Los altares se alzaban en la
plaza, y, en las calles de tránsito, se colgaron de balcón a
balcón cadenas de papel y de flores, se adornaron con
ramilletes las fachadas de las casas y aun de los edificios
públicos, y la población se aglomeraba, densa y nutrida, en
las bocacalles, las plazas y las veredas. El Corpus se ce­
lebraba con procesiones en la mayoría de los centros ur­
banos.
Otro festejo importante eran los carnavales. Las car­
nestolendas eran las últimas fiestas antes de entrar a la
Cuaresma, que se iniciaba el Miércoles de Ceniza. Era una
ordenanza que el martes de carnestolendas se diera un bai­
le de confianza, al que se invitaban muchas familias con el
objeto de cantar, jugar y danzar alternativamente. La reu­
nión debía iniciar a las ocho, a más tardar, y poco antes de
la medianoche se llevaba a cabo “la quebrada de la olla”,
ceremonia que consistía en preparar un enorme tiesto con
aguardiente y sal, que después se incendiaba y era llevado
por los más humoristas a la mitad de la sala, para que los
206 I BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

efectos de su luz ardiendo, se reflejara en las caras de los


concurrentes y provocaran la risa general, mirándose unos
a otros. Este baile era una especie de despedida que se
daba a las diversiones. Estos carnavales se festejaban en
todas las ciudades: “desde Popayán hasta el cabo de Hor­
nos”.31 Cordovez Moure lo recuerda en Bogotá con gran
precisión y lo que más resalta es la amplia participación de
los habitantes, peregrinaciones “de gente del pueblo, espe­
cialmente de las sirvientas de la ciudad” y los considera
“un tenebroso arrabal”.-12 Sin embargo, sólo el de Barran-
quilla ha trascendido hasta nuestros días.
El carnaval de Barranquilla es una fiesta que surgió a
mediados del siglo xix. Se conjugaron en esta ciudad los
carnavales rurales que ya desde finales del siglo xvm se da­
ban en Tamalameque, el Banco, Plato, Mompox, Magan-
gué y Santa Marta. De allí llegaron las danzas del Torito y
de los pájaros entre otras. L o único que logró temporal­
mente silenciar el carnaval fue la guerra de los Mil Días y
desde 1903 se sigue celebrando “una fabulosa fauna carna­
valesca, amén de las danzas, cumbiambas y comparsas na­
cidas de la febril fantasía de nuestros coreógrafos natos”.33
Es una festividad que paraliza a toda la ciudad.
Posteriormente sigue la Semana Santa, época de reco­
gimiento. En la mayoría de los centros urbanos se celebra­
ba con las procesiones en las que participaba toda la
población de una u otra forma. Tal vez el rito más arraiga­
do era la visita a los monumentos el Viernes Santo: la visita
puntual de hombres y mujeres, con vestido de luto, a los

3 1. Restrepo, Consuelo, “Costumbrismo y mentalidades colecti­


vas”, en Estudios Sociales, N ° 5, Medellin, f a f .s , 1989.
32. Cordovez Moure, José María, Reminiscencias de Santafé y Bogotá,
Madrid, Aguilar, 1962.
33. Abadía, Guillermo, Compendio general de foklore colombiano, Bo­
gotá, Biblioteca Básica Colom biana, Colcultura, 1977.
La vida pública a i las ciudades republicanas | 267

diferentes santos en los distintos templos. El viajero inglés


Hamilton lo describió con humor: “los santos de diferentes
iglesias son muy sociables y se visitan entre sr ^ 4 El Sábado
Santo era un día de regocijo para cerrar con el Domingo
de Pascua y su habitual misa ceremoniosa.
Para anteceder a la Navidad se organizaban la novenas.
En las nueve noches de la novena del Niño Dios había por
las calles rosarios cantados, los muchachos preparaban fa­
roles, se entonaban villancicos. El aguinaldo y la inocenta­
da formaban parte del entretenimiento decembrino hasta
llegar a la pascua navideña, que consiste en un momento
de reunión familiar a excepción de la misa pascual.
No obstante, las fiestas cívicas no se hicieron esperar.
En 1880 Rafael Núñez celebró el grito de independencia
con misa, discursos y coreando por primera vez el himno
nacional?1’ La que se recuerda con un brillo excepcional
fiie el centenario del grito de la independencia: 20 de julio
de 1910. Los festejos comenzaron desde el día 15, con di­
versidad de programas y certámenes.

F,s curioso anotar cóm o los festejos tuvieron en realidad


dos polos: uno distinguido y elegante que fue el mencionado
Bosque de la Independencia, donde los cachacos concurrían
de día a admirar las realizaciones del progreso; el otro era el
sórdido barrio de Las Cruces, hacia donde se desplazaba más
tarde en procura de diversión y regodeos menos confesables,
que solían animarse con bebidas tan insalubres y explosivas
com o la chicha y la pita.'''

34. Hamilton, John, 1 'tajes por el interior de ¡as provincias de Colom­


bia. 1827 . Bogotá. Banco de la República, 1955
35. (iuarín, Jo sé David. Las tres semanas, Bogotá, Biblioteca Popu­
lar de Cultura Colombiana, Lditorial A.B.C., 1942.
36. Historia de Bogotá. Siglo xx, op. nt.
2 6 8 | BEATRIZ CASTRO CARVAJAL

En los años veinte los carnavales estudiantiles lograron


un espacio propio para la expresión de la juventud. Las fo­
tografías retratan la fogosidad de estos festines en Bogotá,
Medellin y Cali. Se convirtió en un evento en que toda la
ciudadanía se volcaba hacia las calles para ver las compar­
sas pasar y aplaudir a las reinas. Tal vez fue la semilla de
los actuales reinados.
Encontramos igualmente una concurrencia pródiga de
los ciudadanos guardando las mismas estampas sociales.
Las conmemoraciones lentamente cambian, pero más par­
simoniosamente parecen cambiar las estructuras sociales.
También las diversiones Rieron cambiando paulatina­
mente en la medida en que fueron apareciendo nuevos es­
pacios y nuevas formas de socialización. Las cantinas,
bares y clubes permitieron entretenimientos como el billar,
el juego de cartas, los salones de lectura y música y los bai­
les de gala. Los deportes ampliaron esta gama sustancial­
mente; el paseo en bicicleta, jugar tenis y polo. Ir a comer a
los restaurantes de los hoteles y saborear una torta y un
helado en los nuevos salones de té, pasear por los nuevos
parques y por la calle comercial. Todos estos esparcimien­
tos eran de la elite que trataba de introducir las costumbres
de la burguesía europea.
Algunas aficiones populares se afianzaron, como la pe­
lea de gallos, en la misma medida que los gobiernos muni­
cipales tuvieron el control. En Cali, según el informe de la
tesorería municipal de 1850, se puede constatar que, luego
del impuesto por degüello de ganado, el más importante
ingreso para la ciudad era la tributación de las galleras.17
Las nuevas formas de socialización, principalmente de

37. Patiño, Germ án, Herr Simmonds y otras historias del Falle del
Cauca, Cali, Corporación Universidad Autónom a de Occidente, Cen­
tro de Investigaciones, 1992.
La vida pública en tas ciudades republicanas | 269

la elite, fueron las que se establecieron y transformaron las


formas de diversión. Los entretenimientos populares ten­
dieron a mantenerse con mayor arraigo y cambiaron poco.
De finales del siglo xix a principios del xx es el período en
el que se vislumbran las transformaciones de la vida coti­
diana, especialmente para la elite.
L a política en la vida
cotidiana republicana
MALCOLM
DEAS

E > l estudio de la historia progresivamente invade nuevos


campos. Nuestro siglo ha visto una gran proliferación de
las historias. La ‘vieja historia’ era política y eclesiástica
-recordemos que José Manuel Groot, uno de los primeros
que en Colombia escribió historia seria para lectores no
eruditos, la tituló la eclesiástica de la manera más natural-.
Tanto dominó esta tendencia a principios del siglo, que
decir historia Ríe, casi sin dar lugar a dudas, referirse a esa,
a la ‘narración con dignidad’, en las palabras del gran lexi­
cógrafo inglés del siglo xvm, Dr. Samuel Johnson, de los
altos acontecimientos de la vida colonial y nacional. Este
tipo de historia ha perdido su posición central. Todavía se
escribe, se lee y se necesita, y en años recientes ha dado se­
ñales de recuperación: hay un nuevo reconocimiento de la
importancia de la narración y de la cronología para la ple­
na explicación y el análisis satisfactorio de muchos fenó­
menos. Pero hoy coexiste al lado de muchas historias
nuevas, o relativamente nuevas: la historia económica, la
historia obrera, la historia ‘de la gente sin historia’ -frase
del historiador cubano Juan Pérez de la Riva para los
inmigrantes invisibles en la vieja historia cubana-, la histo-
272 | MAl.COl.M DEAS

ria del género, o de las mujeres, la etno-historia, la historia


de lo que los franceses llaman ‘lo imaginario’, que, si lo en­
tiendo bien, se trata de la historia los símbolos y ceremo­
nias en la vida común de una nación. Aquí se introduce a
los colombianos en la historia de lo cotidiano, del tejido de
la vida diaria, la vida de cada día, lo que los historiadores
ingleses, que entraron temprano en este campo, llamaron
‘everyday life’.
Como se desprende de su denominación, casi se defi­
nió así para excluir la política, porque la política de los al­
tos acontecimientos, como lo hemos señalado arriba, no se
supone asunto de cada día, ni asunto de todos. Por eso, la
re-introducción de esta esfera de la actividad humana en
una obra dedicada a la historia cotidiana necesita cierta
justificación.
Siempre se crea tensión e indecisión entre los historia­
dores frente a la tendencia a dividir el ancho campo del
pasado en distintas áreas del conocimiento. Lo que se gana
en profundidad y precisión con la división, corre el riesgo
de perder la capacidad de dar una visión total del pasado.
La vida, algunos críticos argumentan, no se divide así. Aun
los franceses, pioneros en algunas de las especialidades
más exóticas entre los historiadores, han reconocido esto,
y han redescubierto, por ejemplo, los méritos de la bio­
grafía, género que une por el hilo de una vida tantos ele­
mentos diversos y dispersos. La vida humana, en la
contemplación del pasado, igual que en la experiencia del
presente, no se divide tan fácilmente.
Una historia de la vida cotidiana no debe excluir la po­
lítica. Sin embargo, debe tratarla de manera distinta. No
debe tratar, este enfoque, sencillamente la historia de la
participación popular, por ejemplo. Ni es lo mismo que
una historia de cómo las estructuras políticas o los sucesi­
vos sistemas políticos afectaron a la gente común, a los
La política en la vida cotidiana republicana | 273

colombianos no tan politizados. Tiene que ver con todo


eso, pero concibo la historia de la política en la vida diaria
de los colombianos de manera distinta.
Me parece que ningún colombiano pensante querrá
excluir a la política de este nuevo enfoque. Colombia es un
país demasiado político para pensar en tal omisión. Una
historia cotidiana sin política, aunque rica en los detalles
del folclor, de las sociabilidades, de los ritmos del trabajo,
de las modas de vestir, de las diversiones y los deportes, de
los ritos de pasaje y tantos otros temas indiscutiblemente
legítimos para este tipo de historia, la historia de cada día,
sería incompleta.
Como sentenció el político y escritor santandereano
Manuel Serrano Blanco, Colombia es un país donde “nin­
gún ciudadano puede huir de las preocupaciones políti­
cas”. La violencia política, pasado y presente, no es sino el
ejemplo más obvio de esa verdad: ha afectado y sigue afec­
tando la vida diaria de muchísima gente. Eso se reconoce y
se recuerda, pero otros aspectos de las prácticas políticas
son menos reconocidos, olvidados.
Quizás un intento de repensar cómo la política ha en­
trado en el tejido de las vidas colombianas en el último si­
glo y medio de vida republicana, depare sorpresas.
El intento tiene que ser arbitrario, provisional, intuitivo
e incompleto. Ciento sesenta años de vida independiente
abarcan mucha política, tiempos de paz y de guerra, etapas
de entusiasmo y movilización, y otras de tranquilidad o de
apatía. La variedad del país tiene también su reflejo en la
variedad de las prácticas políticas, y no sería sorprendente
que la política se sintiera en unas partes más que en otras.
Tampoco hay una literatura muy extensa o muy confiable
sobre el tema preciso de este ensayo que, parafraseando
poéticamente a Juan Pérez de la Riva, se puede definir
como la historia política de la gente no tan política. La his-
2 7 4 I MALCOLM DEAS

toria política la escriben por lo general los políticos o gente


interesada en la política, raras veces la gente común y co­
rriente, y aunque hay algunos cuentos y novelas valiosos
con temario político -uno de los primeros y de los mejores
es Olivos y aceitunos todos son unos, escrito por José María
Vergara y Vergara en 1868- la mayoría son denuncias y la­
mentaciones. Para un país con tantos políticos, y con tanta
actividad política, al principio sorprende la pobreza de su
tratamiento literario, hasta que uno recuerda que esa po­
breza es más bien universal. El número de buenas novelas
políticas en la literatura occidental, es por lo menos muy
escaso.
La labor de formar la bibliografía de las autobiografías
y diarios personales de los colombianos, y de darles lectura
sistemática, apenas ha comenzado. La correspondencia
personal, los archivos privados, no son abundantes. En las
historias locales el orgullo o la prudencia de los autores
casi siempre les impide entrar en detalles de la vida política
lugareña: el lector sí alcanza a ver que tal alcalde logró ha­
cer la conexión eléctrica, pero no quién hizo el paro cívico
que lo siguió.
Con todo, tengo ciertas impresiones.
La primera es que la sociedad colombiana es una so­
ciedad políticamente muy permeable. Cuando cambié la
frase de Juan Pérez de la Riva, tuve el cuidado de no escri­
bir ‘historia política de la gente sin política’; escribí ‘de la
gente no tan política’. Comparto así las conclusiones de
ciertos observadores de la política del país en sus años
formativos, del oficial de la marina sueca Cari Gosselman,
del botánico norteamericano Isaac Holton, del diplomáti­
co chileno José María Soffia y del inspector regejierador
Rufino Gutiérrez, para no nombrar más de cuatro, que
apuntaron en sus observaciones, entre las décadas de 1820
La política en la vida cotidiana republicana | 275

y la 1880, de que sí hubo notable actividad política en los


pueblos y aldeas, y entre la gente de baja extracción social.
Gosselman escribió que la política de los pueblos esta­
ba bajo el control de los mestizos, y muchos confirmaron
su opinión aunque no siempre utilizando el mismo térmi­
no. Lo cito acá porque me parece que señala un hecho
importante: en la Nueva Granada las barreras raciales fren­
te a la participación política fueron relativamente débiles.
Además de ser un observador de excepcional sobriedad y
precisión, Gosselman había viajado por toda la América
del Sur, y sus escritos tienen un gran valor por las compa­
raciones que contienen. Hizo el contraste aquí con el Perú
y con el Ecuador. Constata también que los neogranadi-
nos son infatigables conversadores sobre política, y que se
mantienen así sorprendentemente bien informados.
El viajero Holton apuntó en su propio libro muestras
de tales conversaciones. El diplomático Soffia, como re­
presentante de la ordenada y jerárquica república chilena,
miró con cierto desprecio y alarma la baja calidad social de
los políticos y militares colombianos, y la poca participa­
ción directa de la “gente” bien en los negocios públicos.
Gutiérrez hizo una anatomía detallada de las estructuras
de poder en los pueblos de Cundinamarca, y llegó a con­
clusiones muy similares a las de Gosselman cincuenta años
antes. Observó cómo, de entre los rangos de los políticos
mestizos de aldea, surgieron de vez en cuando políticos y
militares notables.
Todavía la importancia para la historia política de esta
singularidad colombiana no ha sido suficientemente re­
conocida por los historiadores. Colombia es un país de
temprana politización. No fue sobre una masa inerte, sin
previa experiencia política, que actuó, por ejemplo, Jorge
Eliécer Gaitán. El teatro político del siglo xx no se entien­
de divorciado de las experiencias del siglo xix. Este es el
2 7 6 | MALCOLM DEAS

primer punto de este ensayo: hay pocas partes del país a


donde la política no llegó, y poca gente pasaba su vida sin
ser tocada por ella.
La extensión geográfica de este contacto puede com­
probarse aun para lugares que sin duda fueron remotos.
Después de la guerra civil de 1885, el político radical
valluno, Modesto Garcés, tuvo que huir a Venezuela, por
los llanos orientales. En el relato de su viaje, que publicara
en 1890, Un viaje a Venezuela, sorprende la cantidad de
actividad guerrera que hubo en ese entonces por todo el
llano, y las dificultades que encontró en su fuga por la pre­
sencia de gente del gobierno y de conservadores. Entre las
‘adhesiones’, los listados de apoyo publicados en los perió­
dicos, y a veces como libros, durante las campañas políti­
cas del siglo pasado y de las primeras décadas de este siglo,
figuran cables mandados desde asentamientos lejanos,
desde aldeas de frontera. Parece que en ninguna parte
quieren ser olvidados. Algunos asentamientos tuvieron
también un claro motivo político en sus propios orígenes.
Tal es el caso de Gramalote, por ejemplo, una fundación
clerical-conservadora de la época federal, hecha por gente
que migró para escapar el dominio radical, entonces cam­
pante en Santander. Y no se debe olvidar lo obvio: el
federalismo en sí era una llamada a la vitalidad y a la exci­
tación de la política lugareña.
Es un poco mas difícil establecer hasta dónde per-
meaba la política en términos de la escala social. De vez en
cuando se anotan episodios de clarísima participación po­
pular: movimientos de artesanos, actuaciones en medio de
una guerra civil donde se ve que el campesinado de tal dis­
trito, o aun tal o cual grupo indígena, tuvieron una impor­
tancia que por lo menos un observador pensaba que valía
la pena destacar. Bastante se ha escrito sobre las agitacio­
nes de medio siglo, en Bogotá y en Cali. Pero estos eventos
La política en la vida cotidiana republicana | 277

no fueron tan típicos, no sirven de manera satisfactoria


como indicios para medir, si se quiere, la temperatura polí­
tica normal del pueblo.
Tengo a la mano un documento de una naturaleza
muy rara, que servirá para el experimento de indagar por
el grado de conciencia política, y aun, de modo crudo, la
cantidad de política que hubo en la vida de una persona
que, no lo dudo, la mayoría de mis lectores de antemano
hubieran juzgado como alguien sin conciencia política
detectable.
Se trata de una señora del pueblo de Suaita, municipio
santandereano que linda con Boyacá. El documento es un
diario personal manuscrito: se lee en la página titular
‘Apunte de lo que ha ocurrido desde el año de 1.874.
Suaita. De Sofía Duran D. (Tengan la fineza de no quedar­
se con este libro porque es un robo)’. Las notas son tan
modestas que casi llegan a ser un diario. Las entradas más
comunes tratan de matrimonios, nacimientos, bautismos
y muertos. La autora tuvo buena letra, pero muy pocos
recursos: vivió, en parte, de la venta de dulces -deseen-
dientes de su familia precisan que no fue de los Duranes
notables de Suaita- y su diario relata cómo compró su má­
quina de coser Singer* plazos. Su círculo social parece que
fue muy restringido. Nunca viajó a ninguna parte, nunca se
casó, y siempre fiie bastante beata.
No obstante, el diario a veces tiene un fuerte sabor po­
lítico: entre tanto matrimonio, nacimiento y bautismo, las
cosas públicas, a nivel de Suaita y a nivel nacional, no pasa­
ron desapercibidas para su autora.
Primero, queda bien claro que la autora es liberal. Libe­
ral y beata, pero liberal. Anotó las llegadas y salidas de los
curas, y las visitas de los sucesivos obispos, y las misiones
que de vez en cuando montaron los regulares. De sus pala­
bras sencillas se nota cómo quedó encantada con los jesui-
2 7 8 | MALCOLM DEAS

tas. Es interesante ver cómo la presencia - o por lo menos


el impacto- de la autoridad de la iglesia fue mucho más
constante, registrada en las visitas de sus prelados y misio­
neros, que las de la alta autoridad secular: obispos apare­
cen en Suaita con cierta frecuencia, pero en los cuarenta
años del diario el gobernador no se asoma en sus páginas
sino una sola vez.
La señora Durán siguió siempre fiel a su liberalismo.
Esto se ve en sus entradas en el diario en tiempos de gue­
rra civil, aun en las dos o tres cortas líneas que le dedica a
un evento. Los liberales son gente honrada, honesta, trabaja­
dora. A veces llama a los conservadores conservadores,
pero más frecuentemente son gobiernistas, y casi siempre se
comportan mal. En su parca manera, registró las guerras
civiles, y dentro de ellas los desastres liberales en otras par­
tes, además de lo que pasó en Suaita. Por ejemplo:
‘7 de febrero de 1902: Hubo un combate en Guada­
lupe, donde la gente del gobierno se convirtió en bestias
feroces para asesinar a los que se rendían.’
‘En el mes de agosto hubo un fusilamiento en el To-
lima de 500 patriotas liberales, entre ellos el señor Diego
Uribe U.’
De lo que pasa en Suaita durante la guerra, describió
de manera muy directa las persecuciones y asesinatos:
‘10 de enero de 1903: Fueron asesinados los señores
Ariolfo y Trino Luéngas, por Tulio Pinzón, para así hacer­
se dueño de todos los intereses de los señores Luéngas,
hombres honorables, honrados y pacíficos. Quedó herido
de gravedad el señor Rufino Luéngas, por el agresor Tulio,
quien llevó a Manuel Díaz y otros del cuartel para ejecutar
el crimen como lo deseaba.’
A veces anotó las manifestaciones más formales:
‘En diciembre 25 pascua de nochebuena hicieron fies­
tas los gobiernistas celebrando unos tratados que hizo el
La política ai la vida cotidiana republicana | 279

gobierno con el Círal. Rafael Uribe Uribe jefe del partido


liberal para acabar la guerra.’
Y no sólo en las guerras y en los crímenes políticos lo­
cales se ve el interés de la autora por la política. Hay entra­
das que registran la política nacional en tiempos de paz, a
veces en combinación con lo local, como el paso por
Suaita de los artesanos presos de Bogotá después del mo­
tín de 1893. Se conmovió por la prisión y exilio de los jefes
liberales ‘Doctores Felipe y Santiago Pérez, el Dr. N.
Roblez, el macho Alvarez y otros muchos’. Dio cuenta
cuando murieron grandes figuras de la política nacional:
Rafael Núñez, Carlos Holguín, Aquileo Parra -ese último
‘un patriota notable, fue Presidente de la República de C o­
lombia’-. Quedó debidamente impresionada por la ener­
gía del general Reyes:
‘6 de marzo de 1906: Fusilaron en Bogotá a cuatros se­
ñores que habían ido a atacar al Gral. Rafael Reyes, Presi­
dente.’
Y también por las ceremonias del Centenario:
’20 de julio de 19 10 : Misa solemne y Te Deum Lauda­
mos. Paseo cívico con los colegios y las escuelas cantando
el Himno Nacional, música, discurso y versos. Colocación
de coronas a los proceres de la Independencia. Por la no­
che Teatro, representada la pieza a la muerte del Sabio
Caldas y la valerosa Pola.’
Con toda su sencillez, por toda su sencillez, me parece
un documento muy valioso. La autora no era tal vez del
‘puro pueblo’ -los meros hechos de vivir en las cabecera
municipal, de saber leer y escribir, y de ser propietaria de
una venta de dulces y una máquina de coser, le pone un
poco más arriba en la escala-. Pero era una persona humil­
de, sin ninguna pretensión, por lo menos muy cerca del
‘puro pueblo’ en su vida diaria, y muy poca gente tan hu­
milde ha dejado testimonio de sus creencias y de sus expe-
2 8 0 I MALCOl.M DEAS

riencias políticas. Sabía lo que pasaba, a nivel nacional así


como en su provincia, y tenía sus principios. Su diario es
buena evidencia, por ejemplo, de las limitaciones del poder
político de la Iglesia, aun sobre los creyentes y las beatas.
Su pequeño cuaderno de notas contradice las aseveracio­
nes de más de un olímpico historiador.
Su lectura me ha sugerido otra pregunta: ¿hasta dónde
influía la política, la filiación partidista, en esos matrimo­
nios de Suaita y sus alrededores, que tanto ocupaban la
atención de la autora? ¿Cuánta endogamia había entre los
fieles de un partido, cuánta exogamia? No tenemos ningún
estudio sobre este tema. Recuerdo evidencias fragmenta­
rias de la influencia que tuvo la política en la vida social de
las clases acomodadas: una de las hijas del inglés Guiller­
mo Wills, gran simpatizante de la causa liberal a mediados
del sigo pasado, se casó con un joven conservador, y Wills
menciona en una carta que por eso poco trato tuvo con su
yerno y su familia. Muchos lectores deben recordar las
consecuencias en la vida social de la política en las décadas
de 1940 y 1950.
Volviendo sobre la autora del diario, en su sencillez
también registró los largos meses y años en que no pasó
absolutamente nada, excepto los pequeños y repetitivos
asuntos de familiares y amigas que constituye la parte prin­
cipal de su diario. De vez en cuando la política ocupó su
atención con mucha intensidad -sin duda tuvo cierta mo­
tivación política al constatar los crímenes del enemigo-
pero la intensidad vino muy de vez en cuando.
De esa observación surge otra pregunta sobre la vida
política cotidiana. Hemos argumentado que sí hubo mani­
festaciones de la vida política nacional en muchas partes
-todavía nos falta especular sobre la política local en sus
aspectos diarios- y que la sociedad colombiana en su es­
tructura racial y social fue particularmente permeable a la
La política en la vida cotidiana republicana | 281

política, sin que los resultados Rieran siempre pacíficos o


siempre agradables. No hemos especulado sobre la fre­
cuencia de esa política.
Es curioso que la señora Duran no diga nada sobre
elecciones.
Aunque sin duda las hubo, y muchas, en Suaita, en los
cuarenta años que sus apuntes cubren, no las menciona ni
una vez. No es ella un instrumento que las registre. No
afectan su curiosidad o su sensibilidad política, tal vez por
ser demasiado cotidianas: no le parecen eventos dignos de
ser recordados.
Se debe escribir una nueva historia electoral del país
que las examine y las someta a escrutinio, no sólo como
monto de votaciones o resultados, sino como aconteci­
mientos, como procesos. Otra vez, la evidencia sobre
cómo se hacían, quiénes participaban, qué significaban en
la vida diaria, no es muy completa ni muy sistemática. No
se ha establecido su complicado calendario en la historia
del país, ni sus variantes a través del tiempo. No se trata de
la historia de un sufragio que paulatinamente se extiende
más y más: el proceso no es tan regular ni ininterrumpido.
En ciertas etapas del siglo pasado hubo sufragio universal
masculino; después de 1886 se restringió, aunque debe
recordarse que siempre se mantuvo para elecciones de
concejales y diputados de las asambleas departamentales,
y que por esa última vía influyó en las elecciones indirectas
para el Congreso Nacional. Bajo la Constitución de Rione-
gro hubo bastante variedad en las prácticas de los distintos
‘estados soberanos’.
Es un lugar común llamar la atención sobre sus abusos
y sus fraudes. Es también una tentación, porque muchos
de estos eventos son pintorescos o folclóricos, y no falta,
aunque tampoco abunda, la literatura costumbrista. Pero
2 8 2 | MALCOLM DKAS

hay mucho más que debiera estar consignado en la histo­


ria electoral que un relato sencillo de abusos y fraudes.
Hay que reconocer que en Colombia las elecciones
fueron inevitables, que nunca se pudo gobernar al país lar­
go tiempo sin ese expediente, y que nunca ningún partido
o facción logró establecer una hegemonía duradera ni ce­
rrada. Hay que reconocer también que para un gobierno,
el ideal siempre fiie que hubiera la presencia de una oposi­
ción: que ganara el gobierno, sí, pero con la presencia
legitimadora de una oposición. (Reconocemos, de una vez,
que en estas observaciones estamos hablando de eleccio­
nes en su conjunto y no de lo que pasa en cada aldea del
país.) Un sistema demasiado hermético, como el llamado
sapismo del Dr. Ramón Góm ez en Cundinamarca en la era
radical, que brindaba notorias garantías a los gobernantes
en la factura de las elecciones, al mismo tiempo no produ­
cía la apetecida legitimidad, y el gobierno corría entonces
el riesgo de una abstención o de una revuelta. Com o los
políticos colombianos todavía saben, a veces la abstención
es un arma poderosa en contra de un gobierno. Sin embar­
go, una oposición que abusa de esa arma corre el riesgo de
perder bríos y poder de negociación.
Los argumentos se encuentran muy bien resumidos
por el político caucano César Conto en el periódico de
oposición E l D ía : se opuso a la abstención por muchas ra­
zones: si uno se abstiene hoy, ¿entonces cuándo es bueno
luchar?; con el paso del tiempo, los gobiernos sin oposi­
ción se consolidan; existe el riesgo de que reclamen el con­
sentimiento tácito; van a decir que la oposición se abstiene
porque sabe que es minoría; van a decir que si hubieran
tenido una votación limpia; la vida es lucha, y la vida de
cualquier partido debe ser acción, acción y más acción; la
protesta muda es ridicula; ‘algo se ha de ganar en las elec­
ciones, si no para la cámara de representantes, sí para las
La política en la vida cotidiana republicana

Reunión de p erso n a je s ilu stres. A lfr e d o G re ñ a s .


M useo N a c io n a l.
A n u n c io de la can d id atu ra
p resid en c ial de Ju liá n T r u jillo y
sus ad h esion es.
Im p re so .
ElElectorPopular. N ° 6. B o g o tá .
A g o s to i o de 1 8 7 7 .
B ib lio te c a L u is - Á n g e l A ra n g o .
R o llo 6 0 2 .
T e x t o p o lítico .
Im p re so .
El Sufragante. N ° I . C a rta g e n a .
D ic ie m b re 2 1 d e 18 4 8 .
B ib lio te c a L u is - A n g e l A ra n g o .
R o llo 1 1 8 5 .

ei s u r i ü m i
I o — Cartajena Dtc*ctkbre 71 dt l *'* * ' M u i

No hii remedio: el debet que )|C- laron i algurwi* ilíipuls» que l)iv^( *¡
ne iu pobie eiudadanc «je dar iu ota q»f al priocí^íq croi do¡ tu
vote en Ja .parroquia donde vivo, pa­ vicia atia cuflaquencia que lo■ cinlu
ra que otiiia hagan i dediagaa 1 ae roo Jelteto i loa hrjnd'a fe 'e« qua
di^itiíAE la p iw , lo arriitrn ■] ninre- ie creyeren víncetjcrw, Icrn» >ei
mjmciiHi do la política iin aabef co­ uo de aquella otrp cuwllor^ idénti­
mí), i pajera o na qnjfrn ca quí tan literal j profranvnnmit
Ta na ■■ut! * junUi, na Jtúce iw a, paiai eo SjjpiíoiQ*, 1 c^H*\eipi,
papeletea, no compré ni vendí vctoi ¡. vjudaa, T huérfanos i ai^lc, i ¿e«-
yo en fita en naca rae he metido ti-, truedon, i ruina, i ^faljerroa, ¡ pci,
10 hablar en loa CCtlillo* i d*> mcociodoi, i mmluiietit'a. . . .
mi 10L}, cflln'lllo en aquel Iraocq , ¡OÚM Santo, aerá posible í 1 I aa
P erso n a jes de la v id a n acion al. lne rieafloa . á^.qu* rae molieran Iu innrta que haré 1—Irjn* para el ayin-
rnatilín iguajjo* ciudadanna de £» tü ra eiponertiH a qye m* '■oíaDikm
Jo s é G a b r ie l T a tis . ifqta qqe la b ra n p iM lc poi alG o'ro* aitiadorni i me pctigjtn ¿k aojado <«
copeta, a da un jui­ nn rae fnai1»n. 1;luego, p«t p % pv
cio crinimal í eijcfil, poique dp leo np pdbie aitoaajjol qy* aa va fiii-
P in tu ra . 18 5 3 . todo t m ljí; i ImambftigQ patoi vjen ra de la piaaa con m =yrt*r i ™
do qijq me .lie ¿cmpioraHido ¡m e qué .*D| *n lo*
A lb u m de en sayos d e d ib u jo s. manta, pgc, mil <;ue®tci que me levan pueblo* laude m oficio nc porje, <kn
M u se o -N a c io n a l N ° 6 4 3 .1 4 .
La política en la vida cotidiana republicana | 283

asambleas departamentales, o para los consejos municipa­


les. No es posible sofocar por completo la voz de un parti­
do numeroso y fuerte ... pero si tal sucede, a fuerza de
combinaciones indebidas y tropiezas, es mejor poner a los
adversarios en el caso de cometer esas tropiezas que dejar­
los disponer a sus anchas de la suerte del país.’ Y más hon­
roso sucumbir combatiendo que dejarse vencer sin lucha.
La mayoría de los políticos colombianos de todos los
partidos han seguido los consejos de Conto. Recordemos
también que las combinaciones indebidas y ‘tropiezas’ se
cometieron muy especialmente en provincia. El general
Daniel Aldana resumió la sabiduría común sobre eso en
una entrevista un poco antes de la guerra de los Mil Días:

Las sanciones que coadyuvan a lo legal no tienen sufi­


ciente eficacia en las aldeas; las altas autoridades y los centros
directivos de los partidos no oyen las quejas de los persegui­
dos. Recuerdo, y esto hace ya bastante tiempo, que cierto
hombre público, en una época eleccionaria, contestó a un
agente suyo que se quejaba de la oposición que encontraba en
los pueblos: “Apriete la cincha que aquí no se oye".

Todas esas consideraciones, inclusive las múltiples


oportunidades para fraude y coacción, hacían de Colom­
bia tierra de elecciones, y hay muchos indicios de que la
participación frecuentemente sobrepasó los límites del su­
fragio oficial. Existen muchos modos de participar en una
elección: la participación no se restringe al voto.
Esta es otra singularidad colombiana. Tengo la impre­
sión de que su historia electoral es más continua, rica y
complicada que la de sus vecinos. Rómulo Betancourt
cuenta en sus memorias cómo los venezolanos, al terminar
el largo período de elecciones poco frecuentes y hechas
completamente a dedo de la dictadura de Juan Vicente
2 8 4 | MALCOI,M OF.AS

Gómez, habían olvidado todas las artes necesarias para


ganarlas de manera un poco más abierta, y cómo el gobier­
no del general López Contreras, su sobrio y cuidadoso su­
cesor, tuvo que acudir a Colombia, al departamento de
Santander, en la frase de Betancourt ‘la universidad elec­
torera de Colombia’, para conseguir unos expertos en la
materia. Prestaron buen servicio, y señalaron que siempre
era aconsejable ganar con las dos terceras partes de la vo­
tación, para minimizar el chance de perder la próxima vez.
Eduardo Rodríguez Piñeres en su Por tierras hermanas,
agudo libro de impresiones de viaje que publicó en 19 18
después de servir como miembro de la comisión de límites
con el Ecuador, describe las elecciones presidenciales de
ese año en Pasto: muchas cintas azules, ardides, coaccio­
nes, intentos frustrados de los frailes capuchinos por mani­
pular los votos de los indios de las comunidades cercanas,
votos del ejército y de las comunidades religiosas. En
suma, una escena de mucho movimiento, de facciones en
fuerte lucha, de retórica subida, ocurriendo todo en lo que
el autor veía, a pesar de su gran simpatía con los pastusos,
como una de las regiones política y socialmente más atra­
sadas del país. Participación, si quiere.
Poco tiempo después, -sigue su relato-, presencié en
Tulcán las elecciones para diputados a la Cámara ecua­
toriana. Nadie se acercó a las urnas a depositar un voto
independiente. Las elecciones ecuatorianas las hace el G o ­
bierno. En la pasada Cámara no había un solo conservador
y para la actual se eligieron dos por el mismo Gobierno.
Refiero esto para que se vea que, con todas sus deficien­
cias, Colombia marcha a la vanguardia de los países sura-
mericanos en materia de progreso político y que, aunque
pobre y con otros defectos, ha sabido organizar el Gobier­
no civil y matar las aspiraciones dominadoras de la arbitra­
riedad y del machete, de que hoy se esfuerza en sustraerse
I m política ai la vida cotidiana republicana | 285

el muy digno Presidente ecuatoriano, aún aprisionado por


sus redes.
Cuando se hizo el escrutinio en Tulcán, jugábamos tre­
sillo con el Gobernador de la Provincia y al acabar una
partida dijo él que no había robado ningún triunfo. Inme­
diatamente don Gualberto Pérez le dijo: “¿Y el de las elec­
ciones?”
No es necesario compartir el optimismo del autor, ni
su pequeña vanidad de ser colombiano de vanguardia,
para reconocer el contraste.
Iva figura del político desde los albores de la república
lia sido harto conocido por los colombianos. Parte de la
esencia del cacique o gamonal -términos ya un poco anti­
cuados, por lo menos el primero no fue siempre despecti­
vo-, clieiitelista, en el vocabulario actual, es estar presente,
accesible. El oficio requiere constante vigilancia y aplica­
ción, precisamente para resolver lo cotidiano. Aunque
existen cacicazgos mantenidos desde lejos, a distancia, son
pocos.
La historia de la república también contiene ejemplos
de políticos de más alto vuelo propensos a hacerse cono­
cer. Mosquera se muestra en su correspondencia asiduo en
el arreglo anticipado de recepciones populares, con pique­
tes y cohetes. Obando, de regreso de su exilio a fines de la
década de 1840, hizo giras electorales por la costa Atlánti­
ca para promover su candidatura presidencial. En el siglo
pasado todavía hubo casos de inmovilidad sabanera noto­
ria -Caro, Marroquín - pero la gira política iba implantán­
dose.
El mismo Rodríguez Piñeres anotó el siguiente bello
ejemplo de política peregrina en la persona del general
Reyes, viejo, hace tiempos fuera del poder, viajando en el
Ferrocarril del Cauca, pero con todos sus instintos políti­
cos en plena acción:
2 8 6 | MAI.COI,M DEAS

Otro de los dones con que dotó Dios al General y que ha


sido otra de sus fuerzas, es su prodigiosa memoria, que le per­
mite recordar en cualquier momento la fisonomía, el nombre
y el apellido de cualquiera persona que haya conocido, aun
cuando sea por corto tiempo, de manera de poder contestarle
su saludo a un peón que en otro tiempo estuvo en alguno de
los batallones de su mando diciéndole: “Adiós, cabo Meneses,
cóm o te peleaste de bien en Enciso”. Cuando íbamos en el
Ferrocarril se paró el tren frente a un caserío de negros, y
com o al salir de la plataforma el General viera a uno de ellos,
entabló con él este diálogo:
-H ola, ¿dónde está Pedro Lurido? (Un negro que había
hecho campaña con el General en 1885).
-V ive todavía aquí, pero está de muerte.
-H om bre, llévale esto de mi parte (cinco billetes de a $ 1).
¿Sabes quién soy yo?
-Pues el General Reyes.
-N o , el cabo Reyes. (Reminiscencia del napoleónico petit
caporal).
Momentos después volvió el negro con la noticia de que
Pedro Lurido acababa de expirar, y que los $5 del General
habrían de servir para el entierro.
¿Cuántos pájaros mató el General con esa pedrada tan a
tiempo?

Siempre hubo personas en campaña política perpetua,


y Reyes sin duda fue una de ellas.
Surgen entonces otras preguntas difíciles de responder,
pero que deben plantearse. ¿Cuántos políticos hubo? ¿Hay
algo singular en la propensión colombiana de hacer tanta
política? ¿Existe en Colombia más afición, o más aficio­
nados?
Afición no faltaba nunca. La historia del país lo mues­
tra bajo varias formas, muchas todavía sin estudiar.
La política en la vida cotidiana republicana | 287

Siempre hubo las barras, en congresos, asambleas y


aun en tribunales y en las mesas electorales. A ojos de un
anglosajón, esos turbulentos y poco reprimidos espectado­
res aparecen como un flagrante abuso de la democracia,
pero por muchos años hicieron parte indispensable de la
escena política del país. Acortaron aun más la poca distan­
cia entre el pueblo y sus gobernantes, una distancia que
nunca ha sido grande.
Colombia, a pesar de toda la desigualdad en las fortu­
nas, nunca ha sido un país de grandes distancias sociales,
en parte porque por tanto tiempo hubo tan pocas fortunas
grandes. El lector debe pensar en el contraste con el Perú,
Lima sí tenía su barrio de palacios, o con México, o de
maneras distinta con Chile. En política, esta pequeña dis­
tancia social se expresa en la persistente sencillez de sus
‘costumbres republicanas’. Dada su falta de protocolo
complicado, debe ser uno de los países más republicanos
del mundo.
La afición a la política se ve en otro fenómeno, el polí­
tico ocasional, o transitorio, o amateur. Me parece que pa­
sar por una etapa de vida pública o burocrática es muy
frecuente entre los colombianos que han alcanzado un ni­
vel mínimo de educación y de bienestar. La ambición de
figurar de manera permanente exige una dedicación com­
pleta, pero aún hoy las ambiciones permanentes no ejer­
cen monopolio, no hay una profesionalización que haya
establecido una clara división entre los políticos y los de­
más, y nunca la ha habido. Muchísimas vidas han tenido
su episodio político.
Tratándose de personajes tan comunes, tan familiares,
es sorprendente que, con la excepción de las grandes
figuras, los políticos se recuerden tan poco en la historia
del país. Se escabullen, como se escabullen las elecciones
de las anotaciones vitales de la señora Duran. Todos los
2 8 8 | MALCOLM DEAS

han conocido, pero a casi nadie le ha parecido que valdría


la pena dejar un testimonio de sus vidas para la posteridad.
Escasas son las excepciones, entre literatos o entre políti­
cos. Me vienen a la mente Vergara y Vergara, ya citado,
vigoroso caricaturista; Pedro Juan Navarro, que se deja ver
por lo menos a sí mismo en su Parlamento en pijama de
la década de 1920. Recuerdo también a Darío Achurry
Valenzuela, autor en su juventud de un muy divertido
opúsculo Caciques boyacenses, aunque de viejo me confesó
que nunca había conocido ni a uno de sus personajes y que
lo escribió sin ir ni una vez a Boyacá.
La mayoría de los que escriben memorias de sus carre­
ras públicas olvidan mencionar, mucho menos agradecer,
a los manzanillos y a los caciques y los políticos comunes y
corrientes, a quienes todos han conocido y a quienes muy
pocos no les deben mucho: politiqueros.
Manzanillos, caciques, tinterillos, politiqueros, si están
afiliados al otro bando. Fieles trabajadores del partido, o
fuerzas vivas de la localidad, si están del lado de uno.
La literatura sobre el manzanillo, el 'go-between o ‘chi­
no de los mandados’ de los políticos, el tejedor esencial de
la red de compromisos es particularmente escasa. Sospe­
cho que tal oficio formaba parte del aprendizaje en la ca­
rrera de muchos políticos que después lograron llegar a
mayores alturas. Había la tradición de que tocaba empezar
‘cargando leña’, así. Algunos seguían cargando leña toda la
vida.
A veces, raras veces, encuentra uno en la literatura de
memorias esbozos de estas personas de la política modes­
ta; hasta tal punto que se pregunte uno hasta dónde cono­
ce, hasta dónde puede ponderar la realidad de las bases, de
los 1grass roots', de los sistemas políticos de antaño.
Aquí va una muestra. Se encuentra en el librito del
conservador valluno Manuel Sinisterra, Recuerdos de ¡agüe-
La política en la vida cotidiana republicana | 289

ira de i8g$ en Tidttá. El autor cuenta cómo buscaba un


nuevo alcalde para Tuluá:

M uchísimos amigos me indicaron que nombrara alcalde


al negro Joaquín Sánchez, a quien no conocía. Todos me ase­
guraban que sería el mejor alcalde para tiempo de revolución,
aun cuando no sabía leer ni escribir.
M e parecía raro que un individuo analfabeto pudiera ser­
vir para alcalde, pero me hicieron saber que ya en otras oca­
siones había desempeñado el puesto y que en tiempo de
revolución todo se puede. Resolví, por tanto, mandar a lla­
marlo y le hice el nombramiento.
El negro Joaquín era vivísimo. Usaba un sello de caucho
para firmar y conocía el código de policía “al tacto”. Cuando
se presentaba algún asunto de policía, abría el código, busca­
ba la disposición que necesitaba aplicar y decía al secretario,
señalándole la página:
“ Aquí está eso.”
I x) más curioso es que, aunque parezca imposible, jamás
se equivocaba.

Otro aficionado.
Ya hemos citado una corta frase del ensayista Manuel
Serrano Blanco, de su libro de hace ya casi medio siglo,
Las viñas del odio. Fue un observador fino de su tierra
santandereana, y no hallo mejor manera de concluir que
cuatro párrafos de su texto:

Para el colombiano es una necesidad primordial la políti­


ca. Desde el primer ciudadano hasta el último mendigo, todos
se ocupan y preocupan de la política. En el sentido activo o
en el sentido pasivo, en la beligerancia o en el comentario, en
la especulación o en la idealización. Es un arte que los unos
llevan con diletantismo y los otros con intrepidez y estriden-
2 9 O | MALCOLM DEAS

cía pero todos caen en ese pozo sin fondo y todos se solazan
en él.
Y ello depende del atraso de nuestra cultura y del am­
biente escueto y somero en que nos ha tocado vivir. L o mis­
mo en la capital de la república y en las ciudades de primera
categoría que en el burgo lejano y perdido. Gentes que pare­
cen seguir la escuela antigua de aquellos ociosos de la baja la­
tinidad, que discutían en el agora, parlaban en la academia,
dialogaban bajo los pórticos sobre los temas inagotables de
los sucesos públicos, com o si fueran el motivo predilecto de
toda otra ocupación lícita y elegante.
Y es que entre nosotros el ciudadano, sin distinción de
clases ni jerarquías, tiene que dedicarse a este ajetreo politi­
quero, porque de él depende en mucha parte su vida y su
tranquilidad. Según sea el triunfo o el fracaso de sus viejos
ideales y de sus viejos mitos, serán calificados sus tributos,
orientada su educación, resguardado su hogar, preconizada su
libertad, protegida su honra, fomentada su propiedad. El am­
plio o el pequeño círculo en que se mueve estará necesaria­
mente influido por el triunfo o el fracaso de lo que cada cual
cree que es el ideario político de sus inclinaciones, de sus con­
vicciones o de sus opiniones ...
Entre nosotros ... ningún ciudadano puede huir de las
preocupaciones políticas, porque será víctima de su propio
olvido. Ése es su principal problema, su primera preocupa­
ción y también su única diversión.
Guerras civiles y vida cotidiana
CARLOS EDUARDO
JA R A M IL L O C A S T IL L O

T P o car el tema de la vida cotidiana en nuestros conflictos


civiles, es casi lo mismo que hablar de la vida diaria del si­
glo xix, ya que las confrontaciones, grandes y pequeñas,
entre colombianos, fueron tan frecuentes que, mal conta­
das y dejando de lado la guerra de Independencia, se suce­
den en un promedio de más de una por año.
Así es que la pólvora y el ruido de sables y machetes
fue la música de fondo que orquestó la vida colombiana
del siglo xix. De ella sólo lograron escaparse los inmensos
y despoblados territorios de selva y llano que sirvieron de
madriguera a los vencidos.

L a guerra y la vida urbana


Salvo muy escasas excepciones en los conflictos mayores1,
y por cortos períodos, las ciudades estuvieron en poder, no
digamos de la legitimidad, sino de quienes poseían el po-

i. H ay que entender que la magnitud de las confrontaciones de


este siglo comprende, casi pudiéramos decir, toda la gama posible de
este tipo de fenómenos. Los hay desde aquellos que no salen de los lí­
mites municipales y que pueden considerarse como escaramuzas, hasta
aquellos que involucran a la república entera y la desangran hasta la
anemia.
2 9 2 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

der institucional. Los insurrectos, o quienes se pronuncia­


ban contra el Gobierno,2 por el hecho de hallarse casi
siempre en desventaja militar, optaban por la guerra irre­
gular, para lo cual organizaban partidas de guerrilleros que
operaban en zonas rurales. Eso sí, pretendiendo siempre
tomarse las ciudades.
Los centros urbanos asumían entonces el carácter de
un campamento, donde los aprestos bélicos, los toques de
corneta y los desórdenes de una soldadesca indisciplinada,
imponían su carácter. Eran en últimas los lugares donde se
decidían las confrontaciones, no sólo porque allí reposa­
ban las cabezas estratégicas, sino porque nadie podía pre­
tender una victoria definitiva dejando de lado las zonas
urbanas.
Allí, las amenazas de ataques de la guerrilla eran cons­
tantes y los rumores iban y venían con una reiteración tal,
que a veces llegaban a adormilar a sus defensores.
Los pobladores urbanos vivían en permanente desaso­
siego, que por otra parte no era gratuito, ya que cuando
una población era tomada, los vencedores premiaban a sus
hombres con un número de horas para el saqueo, período
que se ampliaba o reducía a juicio del jefe victorioso y en
relación con las vicisitudes vividas durante el combate. La
mayoría de las veces estos actos se adornaban con viola­
ciones, asesinatos en estado de indefensión y otras brutali­
dades derivadas del ingenio popular.
El hecho de pertenecer al mismo bando de los vence­
dores, no siempre era razón para evitar las tropelías ni para
calmar las aprensiones de los pobladores, pues el abuso del
alcohol entre las tropas imposibilitaba ver las distinciones.

2. Fue corriente durante el siglo xix, que quienes se alzaban contra


el Gobierno lo hiciesen en acto público, casi siempre con un pronun­
ciamiento que se efectuaba en la plaza principal.
Guerras civiles y vida cotidiana | 293
En todas las poblaciones había un número apreciable
de civiles que durante los combates en ellas o en sus aleda­
ños, marchaban a la retaguardia de las tropas haciendo el
papel de las aves carroñeras. Cayendo sobre heridos y
muertos para despojarlos de sus pertenencias, los remata­
ban con saña cuando alguno daba muestras de vida. La
mayoría de estas personas eran gentes humildes que ha­
cían de la contienda un motivo de fiesta, e impulsados por
el alcohol se reunían en pandillas brutalizadas que recibían
el nombre decoroso de los Cívicos. Sus jefes, casi todos con
oficio conocido, eran personajes amargos y siniestros que
vivían escarbando entre los desperdicios de la guerra, para
darle curso a sus pasiones.
Un ejemplo ilustrativo de la actuación de estos Cívicos,
aconteció en la ciudad de Ibagué durante un intento de
toma por parte de las fuerzas que comandaba el general
Tulio Varón.
En esta ocasión, el general Varón, envalentonado por
el efecto de unas tinajas de aguardiente de olla? que había
encontrado en una finca en las afueras de la ciudad, termi­
nó solo, recostado a una pared, agonizante, con los pulmo­
nes repletos de sangre. Un tiro de fúsil Gras, disparado
desde la ventana de una casa vecina, había dado con el ge­
neral a descubierto, tratando de impulsar a sus compañe­
ros para que continuaran avanzando hacia el centro de la
ciudad. Hasta allí, donde el general Varón se escurría sin
fuerzas contra la pared hasta caer al empedrado de la calle,
llegó un grupo de Cívicos al mando de un indígena de
Coyaima que oficiaba como cantor de iglesia y en sus ho­
ras de ocio se dedicaba a las colmenas. Alpargatas y ruanas

3. F,1 aguardiente de olla era licor casero que. para su producción,


no requería del proceso de destilación, y se denominaba así por el reci­
piente que normalmente servía para su elaboración.
2 9 4 I CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

se arremolinaron en torno al general que agonizaba, ha­


ciendo débiles señas a sus victimarios para pedir clemen­
cia, en tanto que sus ojos se dilataban ya para mirar la
muerte. Nada valió, ni los gestos del moribundo ni los rue­
gos de una humilde lavandera que clamaba porque lo deja­
ran morir en paz. Los Cívicos ensayaron en el cuerpo del
general todas las infamias. Luego, después de matarlo mu­
chas veces y de mutilar su cuerpo, lo tiraron en el zaguán
de su casa convertido en desperdicio, para que la viuda y
sus hijos pudieran llorarlo de cuerpo presente.

E l reclutamiento
El reclutamiento o levas, como se denominaba el enrola­
miento de gentes, era tal vez uno de los fenómenos que
más rechazo y pánico despertaba entre las gentes. Los ho­
gares se estremecían tanto con el aviso de una leva, como
con la noticia de una epidemia de fiebre amarilla, viruela o
tifo negro.
Las urgencias de las guerras hicieron corriente el reclu­
tamiento inmediato, sin que pudiera mediar muchas veces
un aviso a sus familiares. La lista de los reclutados llegaba a
los hogares pasando de boca en boca y basándose en testi­
monios de los lugareños. En este procedimiento fue co­
mún que quienes reclutaban no hicieran preguntas, razón
por la cual niños, enfermos, incapacitados, viciosos y de­
mentes llegaron a las trincheras. La gentes se iban con lo
que tenían puesto, y sólo si contaban con suerte podían
dar aviso a su familia. Cuando el reclutamiento sucedía en
despoblado, la gente simplemente desaparecía, condenan­
do a sus familiares a rezar el novenario y a buscarlos entre
los muertos de todos los días.
Por lo general las fuerzas en contienda fueron poco
cuidadosas en la selección política y en el respeto a las nor­
mas vigentes4 sobre reclutamiento y conscripción militar.
Guerras civiles y vida cotidiana | 295
En cuanto a lo primero, pasados los respetos con que
se inauguraban las guerras, se terminaba arrastrando a los
campamentos a todos los hombres que se tuviera a mano,
sin importar su filiación política. En cuanto a lo segundo,
no valían las edades ni la condición. Los niños no sólo
eran reclutados sino que se les trataba con igual dureza
que a los mayores; sólo por su estatura y fragilidad, había
algunas concesiones particulares, como utilizarlos de esta­
fetas, músicos o cornetas, o dedicarlos al servicio personal
de los oficiales. Sin embargo, en momentos en que la nece­
sidad lo imponía, los formaban en rangos y los ponían a
combatir como cualquier adulto. En el combate de Palo-
negro5, durante la llamada guerra de los Mil Días, fueron
aniquilados varios batallones conformados por niños san-
tandereanos.
Sobra indicar que la mayoría de estos reclutamientos
eran forzosos, siendo la modalidad más frecuente la del
encierro, que no era cosa distinta a cerrar todas las salidas
de las plazas en los días de mercado, y mandar a los cuar­
teles a todos los hombres que requiriera la fuerza. La fre­
cuencia de esta práctica llevó, incluso, a que por épocas los
mercados desaparecieran de algunos pueblos, o que a ellos
solamente concurrieran mujeres y niños. La otra práctica
de reclutamiento fue la del menudeo, consistente en ir
reclutando a todos los hombres que la tropa encontraba en
su camino. De ahí que, cuando sonaba el cuerno, un cam­
pesino que daba la alarma sobre la presencia de tropas en
la zona, caminos y casas quedaban despoblados, y las gen­
tes se agazapaban en el monte hasta que pasara el huracán.

4. Aunque las normas tuvieron variaciones a lo largo del siglo, po­


demos decir que lo dispuesto para los tiempos de guerra eran las eda­
des comprendidas entre los 16 y los 62 años y los volúmenes se tasaban
en una quinta parte del rango constituido por las edades establecidas.
5. Se inicia el 1 1 y concluye el 26 de mayo de 1900.
2 9 6 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

Tan común fue la utilización del reclutamiento forzoso


y el rechazo que éste suscitaba entre las gentes, que el pro­
pio Simón Bolívar debió expedir órdenes especiales para la
conducción y manejo de estas personas, tal y como consta
en la orden enviada a sus oficiales el 2 de enero de 1822:

La recluta debe conducirse a este Cuartel General Liber­


tador con una vigilancia, cuidado y seguridad sin ejemplar;
porque la experiencia ha manifestado que los reclutas aprove­
chan el menor momento, la menor falta, el más pequeño des­
cuido para fiigarse; así es que debe ser conducida con buena
escolta, bien atada y encargados los conductores de examinar,
a cortas distancias, las ataduras, los bolsillos y el cuerpo del
recluta, para saber si tienen cuchillos, navajas o cualquier otro
instrumento con qué romper las ligaduras. (Boletín Militar;
1900: 104-107).

En las ciudades y en los pueblos grandes el recluta­


miento indiscriminado no era muy frecuente. Se limitaba
en la mayoría de los casos a las gentes de fuera y de secto­
res populares que llegaban allí ya sea huyendo de la guerra,
para celebrar fiestas patronales o en razón de negocios
como ocurría los días de mercado.
Las gentes pudientes del bando contrario pagaban tri­
butos que las autoridades locales tasaban a su amaño, se­
gún el inventario que hicieran de sus riquezas o de acuerdo
a las urgencias de la guerra. El resto de los hombres, aque­
llos que no tenían fortuna para pagar el delito de perte­
necer al bando contrario, trataban de hacerse lo menos
notorios, obligando a las mujeres a asumir funciones eco­
nómicas y sociales poco tradicionales en la sociedad del
siglo XIX.
Las deserciones y la falta de entusiasmo entre los can­
didatos a marchar a los campos de batalla, terminó hacien­
Guerras civiles y vida cotidiana | 297
do común la práctica de meter en las filas del bando pro­
pio a los prisioneros del contrario. Por esta vía, no fueron
pocas las calamidades que se ocasionaron, una de ellas fue
el asesinato de todos los oficiales del vapor Venezuela, en
las aguas del río Magdalena, por parte de los soldados libe­
rales metidos a la fuerza en los batallones conservadores
Marroquí» y Sasaima.
Para controlar el elevado volumen de deserciones, se
hizo indispensable que las tropas de infantería fueran
acompañadas, en todos sus desplazamientos, por hombres
de a caballo, que con su altura y velocidad podían conjurar
fácilmente los intentos de evasión. Pero ni los caballos ni
los azotes con varas de rosa, casi siempre de efectos mor­
tales, con los que se trataba de conjurar las deserciones,
fueron suficientes para quitarle a este fenómeno el carácter
de epidemia.

La vida en campaña
Dada la multiplicidad de conflictos armados vividos en
este siglo, podemos decir que la vida cotidiana de la nación
transcurrió más de la mitad de su tiempo inmersa en una
campaña militar. Todo giraba pues, en torno a las culatas
de los fusiles.
Aunque ya desde 1848 se habían realizado intentos por
dotar al país de un centro de formación militar permanen­
te que permitiera constituir un ejército profesional, el siglo
xix concluyó sin que se hubiera logrado pasar de algunos
intentos esporádicos.
La falta de un ejército profesional y el carácter civil de
las contiendas, hicieron que necesariamente toda la socie­
dad se viera involucrada en las campañas. La precariedad
íntegra de los bandos no permitía mayor autonomía para
el desarrollo de las operaciones, obligando a las comunida­
des que estaban detrás de sus banderas, a suplir su aparato
2 9 8 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

logístico. Sus oficiales y soldados salían todos de la socie­


dad civil, en la que sistemáticamente debían abandonar sus
oficios para tomar las armas y así cubrirse de oropeles ase­
sinando a sus congéneres. Ello, por fuerza, arrastraba la
sociedad toda al corazón de la contienda.
El gobierno levantaba su ejército con reclutamientos
forzosos y sus opositores movilizando clientelas políticas,
posteriormente ambos enrrolaban de forma indiscrimi­
nada. Como regla general, ninguno de los contendores
contaba con un aparato logístico eficiente, obligando a las
fuerzas en campaña, a dar soluciones propias a todas sus
necesidades. Así, un ejército en operación, no era simple­
mente una tropa en marcha sino una sociedad en cam­
paña.
La retaguardia de los ejércitos estaba constituida por
abigarradas multitudes que practicaban desde el espionaje
hasta el contrabando y la prostitución. En primer rango
estaban las esposas, las amantes, las parientes y las prosti­
tutas, todas ellas encargadas de preparar la comida, lavar la
ropa, cuidar las heridas y satisfacer las pasiones de los sol­
dados. Después venían los comerciantes, los reducidores,
los prestamistas, los curanderos, los contrabandistas, los
zapateros y los abigeos. Todos ellos, a más de ejercer sus
oficios, eran gentes dispuestas al pillaje de muertos y heri­
dos, cuando por razones de la contienda este privilegio les
era cedido por los vencedores.
En las poblaciones quedaban los jefes, los contratistas
y los reducidores mayores, junto con una multitud de em­
pleados que engrasaban la maquinaria administrativa y los
privilegios que otorgaba la contienda. Junto a ellos convi­
vían los miembros ricos del bando contrario, quienes con
relaciones y plata mitigaban su condición, así como otra
serie de gentes que sin mayores recursos vivían escondidos
en el mundo de las trastiendas y los zarzos.
Guaras civiles y vida cotidiana | 299
En el campo, las gentes permanecían escabulléndose
de la violencia, ocultándose en el monte, acechando los
caminos, escondiendo las cosechas y convirtiendo el que­
hacer diario en la aventura cotidiana que cada noche debía
celebrarse con oraciones.
La cercanía de la muerte en que vivían los combatien­
tes, ya fuera por el temor a las armas o a las pestes, los con­
ducía a emprender todo como el último acto de sus vidas y
por tanto a sacarle el mayor provecho a las circunstancias.
Por esta razón, en los campamentos las pasiones eran des­
atadas y antes de los combates los desenfrenos mani­
fiestos.
Los hombres, cuando no tenían mujer en la retaguar­
dia, andaban siempre buscando una, no sólo por placer
sino porque quien no tuviera mujer, estaba condenado a
contratar su manutención y a cargar a cuestas todas sus
pertenencias.
Las mujeres eran una parte esencial de las contiendas y
en particular de las fuerzas en operación, al punto que en
el siglo xix es inconcebible un ejército en cuya retaguardia
no aparezcan de manera orgánica las mujeres.

E l aguardiente hace generales


La falta de una profesionalización en el ejercicio de las ar­
mas le dio un carácter muy particular a todas las contien­
das del siglo xix y en especial a las fuerzas que en ellas se
enfrentaron.
Los ascensos se realizaban mediante diversos mecanis­
mos, y entre los más comunes estaba la escogencia a dedo
entre los amigos; la auto proclamación o el auto ascenso y
el valor mostrado en los combates.
La escogencia a dedo era la forma más fácil de lograr
ascensos, para lo cual simplemente bastaba con tener algu­
nos amigos y montar con ellos una cadena de favores.
3 0 0 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

La auto proclamación era un privilegio de los podero­


sos. Fue el mecanismo utilizado por los políticos y en par­
ticular por los propietarios de hacienda, que se convertían
en generales de sus propios arrendatarios, aparceros y ser­
vidores.
El valor mostrado en los combates era de todas las fór­
mulas la más riesgosa, y para ella el recurso al licor parecía
indispensable, como lo veremos más adelante.
La reiteración de las confrontaciones condujo a que las
campañas militares se convirtieran en un quehacer repeti­
tivo de las gentes, con lo que el apasionamiento y la
radicalidad necesarias para soportar las vicisitudes de una
campaña, para encontrar el valor suficiente y así arriesgar
la vida y matar a los congéneres, obligó a los bandos a ape­
lar a la fe religiosa, al maniqueismo partidista y a los licores
mezclados con pólvora.
De estos recursos, el ligado al apasionamiento religioso
hizo que muchas contiendas fueran verdaderas cruzadas
para algunos bandos, donde lo de menos eran las ideolo­
gías liberales, radicales o librepensadoras de los contrarios,
sino que allí se mataba en defensa de la civilización cristia­
na ¿y por qué no?, de la salvación del mundo. En este pro­
ceso la iglesia católica no tuvo dudas. Se metió de lleno en
las contiendas y puso la fe al servicio del sectarismo. En
esta toma de partido la Iglesia se alió con las fuerzas más
oscuras y retardatarias de las contiendas, y para ello no
sólo se valió de los pulpitos, las homilías y las pastorales,
sino que no pocas veces marchó en contravía de los evan­
gelios, como cuando desde las iglesias se incitaba al asesi­
nato de liberales, señalando el hecho no sólo como carente
de pecado, sino como una contribución a la existencia de
la humanidad y de la civilización en su lucha contra las
fuerzas demoniacas.
No fueron extraños los casos en que los propios reli­
Guaras civiles y vida cotidiana \ 301
giosos decidieron tomar las armas, como aconteció duran­
te la guerra de 1895 con el padre Raimundo Ordóñez y
Yáñez, quien organizó un tenebroso grupo de irregulares
donde se hizo famoso gracias a su particular preocupación
por evitar la condena eterna a la que estaban destinados
los liberales, por pensar como tales. Para evitarles este su­
plicio infinito, lograba el padre Ordóñez, mediante tortu­
ras, que sus prisioneros se confesaran para luego pasar a
ejecutarlos libres de pecado.
Algunos religiosos murieron en este empeño de librar
a la humanidad de una de sus plagas, como aconteció con
el confesor del presidente Rafael Núñez, el padre guate­
malteco Luis Javier España, muerto en cercanías de Viotá
durante la guerra de 1899-1902, cuando, en un intento por
infundirle valor a sus soldados, les gritaba que avanzaran
que las balas de los rojos eran de algodón.
Pero de todos los métodos utilizados para infundir va­
lor y darles razones a los soldados para defender las ban­
deras de su partido, el del abuso del licor fue el más
socorrido. Antes que en la razón, o en el compromiso o,
incluso en el apego irracional a una causa, el valor para lu­
char lo encontraron los soldados en las cantimploras re­
pletas de aguardiente.
El brandy y el cognac eran los tragos preferidos por la
oficialidad, en tanto que el aguardiente, particularmente el
llamado de olla, lo era por la soldadesca, sin que esto impi­
diera que a la hora de la escasez se apelara, sin ningún re­
milgo, a los alcoholes antisépticos y las aguas de colonia.
No fue extraño que antes de iniciar un combate o en los
momentos más difíciles, los jefes dieran órdenes de repar­
tir licor en las trincheras. Muchas veces los 40 o los 70 y
más grados de alcohol de las bebidas, no fueron suficientes
para enardecer a las tropas, razón por la cual se hizo co­
mún la práctica de consumir los licores, y particularmente
302 I CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

los aguardientes, revueltos con pólvora. Los testimonios


de la época están divididos sobre los efectos reales de esta
práctica, pues unos aseguran que producía una furia incon­
tenible, en tanto que otros no pasan de otorgarle la virtud
de producir un dolor de cabeza irresistible.
El valor por efectos etílicos no sólo hizo muchos gene­
rales, sino que se convirtió en el único camino para que,
quienes no tenían amigos en las altas esferas, pudieran as­
cender. Esta necesidad de demostrar valor para pisar el
peldaño de más arriba o confirmar la propiedad de aquel
en el que se estaba parado, generó algunas prácticas espe­
ciales que revistieron el carácter de torneos de valor. En
estos espectáculos, que no eran cosa diferente de actos sui­
cidas, los concursantes iban midiendo con el termómetro
del riesgo el desprecio de los participantes por la vida.
El siguiente ejemplo, acontecido durante la toma de
Chaparral por las fuerzas liberales durante la guerra de los
Mil Días, es una buena muestra de cómo operaban los
mecanismos de esta modalidad de ascenso. El 4 de julio de
19 0 1, la población de Chaparral cayó en manos liberales,
salvo la iglesia, donde lograron atrincherarse los conserva­
dores. Así, mientras se saqueaban las propiedades y se
pensaba cómo expulsar a los conservadores del templo sin
profanar la iglesia6, alguien decidió armar una contienda
retadora entre liberales que consistía en tomar un caballo y
atravesar al galope la plaza, por el frente de la iglesia, sir­
viendo de blanco a toda la fiierza conservadora que se api­
ñaba en las ventanas y el campanario para dispararle al

6. A pesar de que la iglesia se esforzó por señalar al partido liberal


como librepensador y ateo, la verdad es que esto no fue una regla co­
mún entre sus miembros, los cuales, si bien en algunos casos pusieron
como tiro al blanco las imágenes religiosas de las iglesias, en otros
respetaron con celo la vida de los clérigos y la preservación de los tem­
plos.
Guerras civiles y vida cotidiana | 303
jinete. Así lo hicieron en repetidas oportunidades el te­
niente Narciso Mora y el coronel Rafael Sarmiento, hasta
que el sargento Dionisio Mosquera puso una talla mayor.
Ahora no sólo el caballo debería ir al galope sino que el ji­
nete tenía que pasar disparando un fusil hacia la iglesia.
Esta talla duró poco, pues a las dos pasadas apareció el ge­
neral Nicolás Buendía Carreño y aplicó una variante suici­
da, por si las otras no lo eran: montado, avanzó hasta el
frente de la iglesia, donde detuvo su caballo, sacó el revól­
ver, lo descargo contra las ventanas, enfundó, dio media
vuelta y regresó al paso hasta lugar seguro. Sobra decir que
este acto, por más aguardiente y pólvora que se mezcló
sólo lo imitó Joaquín Parga, que quedó muerto frente a la
iglesia.
Por este camino y el del dedo de los amigos, se hi­
cieron muchos generales que se vinieron a sumar a los ge­
nerales de las guerras pasadas; por eso, en cada nueva
contienda la oficialidad crecía en proporción geométrica,
mientras que la soldadesca y la guerrilla lo hacían en pro­
porciones aritméticas. Es por esto que la última guerra del
siglo fue la que llegó a acumular más generales, al punto
que Avelino Rosas, cuando llegó de Cuba para tomar el
mando de uno de los ejércitos liberales, tuvo que formar
un batallón exclusivamente con oficiales, para poder con­
servar una cierta fluidez en los mandos de las otras fuerzas.
Este fenómeno no escapó a la picaresca popular que cari­
caturizó el hecho de mil maneras: la copla fue una de las
más frecuentes. Los historiadores han logrado conservar
una de ellas, compuesta a raíz del ascenso a general otor­
gado al jefe conservador Nicolás Perdomo. Dice la copla:

El Gobierno no hizo mal


con Perdomo al ascenderlo
3 0 4 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

Pues no sobra un General


donde es general el serlo.

De guerra en guerra: la cadena de la violencia


La sucesión de conflictos armados con los que se tapizó el
panorama social del siglo xix, incentivó una serie desastro­
sa de pasiones violentas, que llegó a los extremos de que
familias enteras terminaran matándose entre sí, divididas
por el color de una bandera, y a que matrimonios, cuyos
esposos fueron trastornados por la guerra, se tornaran en
ángeles exterminadores de su propia gente.
Los breves espacios entre conflictos no fueron sufi­
cientes para conseguir el sosiego, por el contrario, fueron
los momentos propicios para cobrar cuentas, saldar deu­
das y desatar los odios para los que no alcanzó la guerra.
Vidal Acosta, un tenebroso guerrillero que asoló los
llanos del Tolima y que nunca quiso aceptar la derrota y
los términos impuestos por el gobierno para la entrega de
los liberales, al concluir la guerra de los Mil Días, su amar­
gura fue suficiente como para voltear sus armas contra sus
antiguos compañeros.
Primero “cuatrerió” por los aledaños de Doima y luego
se convirtió en una sombra que salía por los caminos para
intimidar y humillar a las gentes. Su fama de valiente, con­
seguida con el filo de su machete al menos en dos guerras,
y sus habilidades para el baile, la música y el jolgorio, no le
alcanzaron para evitar que sus antiguos compañeros deci­
dieran hacer “minga” para matarlo. Cosa que ocurrió po­
cos años después de terminada la guerra, en un baile
organizado especialmente para ello.
Sobre él, dos cosas sabían quienes hicieron concilio
para sacarlo del camino y de paso cobrar la recompensa
que el estado del Tolima daba por su vida: que era un
Guerras civiles v vida cotidiana

G r u p o de
M o c h u e lo s fren te a
la h a c ie n d a de
S o a c h a . R a c in e s y
V illa v e c e s.
F o to g ra fía . 1 8 7 7 .

L o s v o lu n ta rio s.
S a ffra y .
G ra b a d o . 18 6 9 .
B ib lio te c a L u is -
A n g e l A ra n g o .
M isc e lá n e a 2 3 2 .

R e c lu ta m ie n to en
la p la za de
B o lív a r. L in o
L a ra .
F o to g ra fía . 19 0 0 .
L la n e ro m ilitar.
R a m ó n T o rre s
M éndez.
B ib lio te c a L u is -
A n g e l A ra n g o .

L a b a n d e ra d e la
revo lu ció n a la
en trad a de un
c a m p a m e n to
lib eral. P ereg rin o
R iv e r a A rc e .
D ib u jo a láp iz.
1900.
L ib r e ta d e apu n tes.
M u s e o N a c io n a l
N° 3355-40.

S o ld ad o s lib erales
de d istin to s
b a tallo n es en la
tro c h a .
P e re g rin o R iv e ra
A rc e .
D ib u jo a láp iz.
1900.
L ib r e ta d e d ib u jo s.
M u se o N a c io n a l
N° 3355-31-
Guerras civiles y vida cotidiana | 305
hombre bravo, difícil de matar; y que él podía resistirse a
cualquier cosa, menos a un baile y a una mujer bonita.
Allí, en Doima, en una casa prestada para la ocasión, el
Cotudo Angelino Prada, después de verlo borracho y desar­
mado, le asestó por la espalda una puñalada que sólo logro
quitarle la mitad de la vida, porque el resto se la quitaron
sus compañeros a machete, después de corretearlo por
tres cuadras.
Sobre este episodio el poeta Darío Samper, escribió el
siguiente verso:

Vidal Acosta murió en una venta


Vida! Acosta, murió una noche.
Vidal Acosta, estaba borracho de aguardiente
y de vino de palma, vino de Gualanday.
Bailaba con una mujer de trenzas negras
y en las trenzas alumbraban los cocuyos.
Vidal Acosta, era el que sabía más canciones.
Vidal Acosta, tenía el mejor caballo.
Vidal Acosta, besaba mujeres.
¡Vidal Acosta, llevaba la bandera!
(Samper, Darío, Los guerrilleros-, Bogotá, 1936, pág. 20)

De manera poco visionaria, casi que sin excepción, los


vencedores buscaron hacer del fin de la guerra un espacio
propicio para cobrar cuentas, y no era extraño que algunos
generales y gobernantes decidieran aprovechar estas opor­
tunidades para concluir lo que la contienda misma no les
había permitido: exterminar físicamente a todos sus con­
trarios." Con lo que los rescoldos de las guerras se convir­
tieron en brasas donde se hirvieron nuevas pasiones.

7. Aristides Fernández fue uno de estos altos funcionarios que en­


tendió la guerra com o el camino más corto para extirpar de Colomhia
todo aquello que era considerado com o contra natura, es decir, a los li-
3 0 6 | CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

Una forma frecuente de saltarse a la torera los acuer­


dos que amparaban la vida de los vencidos, era condenar­
los a muerte antes de firmar los acuerdos y dejar expreso
en el texto de su condena, que ningún acuerdo posterior
podía invalidar esta decisión. Otra forma muy socorrida
fue la de convertir la ley en una melcocha que se amasaba
según las conveniencias, en la que los vencedores eran los
encargados de trazar la línea que podía poner a los venci­
dos del lado de la vida o de la muerte. Con esta fórmula,
fueron muchísimos los hombres que una vez terminadas
las confrontaciones abonaron con su sangre la cadena de
pasiones, que pocas veces permitió hacer distinciones cla­
ras entre las guerras y los períodos de paz.
Uno de los más aberrantes ejemplos de esta práctica
fue el proceso que, una vez concluida la guerra de los Mil
Días, puso ante el pelotón de fusilamiento al general Victo­
riano Lorenzo, un indio Cholo que en el estado de Panamá
contribuyó como nadie a las victorias liberales. Terminada
la guerra, los vencedores decidieron liquidar la altivez que
los indígenas habían asumido participando en la guerra,
ejecutando a su figura más representativa, mientras el li­
beralismo enmudecía y agachaba la vista frente al amasijo
legal e inoperante en que convirtieron los abogados acusa­
dores los códigos y los tratados que amparaban la vida de
este general.
La falta de comunicaciones y las distancias que a paso
de muía se hacían inmensas entre las regiones del país,
permitieron que muchos verdugos alegaran no conocer lo
que se había pactado y continuar asesinando con los códi­
gos de la guerra entre sus manos.

berales y a todos aquellos que no profesaran con fervor la fe católica.


Hasta último momento, hasta después de los armisticios, Fernández
trató de concluir la obra para la cual la guerra le resultó insuficiente.
Donde pudo, hizo erigir cadalsos y desconoció los acuerdos.
Guerras civiles y vida cotidiana | 307
A todo lo anterior se sumó la locura a la que derivaron
algunos, a quienes la acumulación de tantas guerras y tan­
tos muertos les trastornó la mente. Un ejemplo brutal de
esta demencia fue la de un hombre bueno, trabajador y es­
poso ejemplar, que después de haber recorrido el país des­
tripando conservadores, finalizó desmembrando a su hija
de meses con el macabro argumento de que no quería
pereques, cuando un soldado se la entregó para que la co­
nociera. Igual suerte corrió su esposa cuando quería besar­
lo después de tres años de no verlo, esta vez el argumento
para usar el machete fue el de tacharla de prostituta por
estar metida en el campamento.
Alí Villanueva, abanderado de una guerrilla liberal, era
conocido por la inmensa amistad que lo unía a su primo
Marcelo Suárez. De ellos decía la gente que antes que pri­
mos parecían hermanos. Pero sólo bastó que durante la
última guerra cada uno decidiera formar en bandos con­
trarios, para que a su conclusión, donde antes había frater­
nidad y cariño, sólo cupiera un odio inenarrable. Hasta la
casa de Marcelo llegó Alí a caballo y desde la silla, con la
destreza de 1111 vaquero, enlazó a su primo y sin mediar
palabra salió al galope, mientras en el extremo del rejo se
despedazaba Marcelo contra las piedras del llano.
Finalmente, podemos repetir que la vida cotidiana de
las guerras fue casi la vida cotidiana del siglo xix, ya que el
rosario de las confrontaciones hizo de este siglo un perío­
do de constante desasosiego, donde la vida en campaña
fue parte del quehacer diario de esas generaciones. La his­
toria de la vida de cualquier hombre de ese siglo, es, en la
práctica una hoja de servicios militares. Muchos iniciaron
de soldados en la Independencia y terminaron de genera­
les en la República, después de ganarse un grado en cada
guerra.
308 I CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO

B ibliog rafía b ásica

A rb o le d a , E n riq u e, Palonegro , B u ca ra m a n g a , Im p ren ta D e p a rta ­


m en tal d e San tan d er, 19 5 3 .
C a sa b ia n e a, M an u el, L a revolución de 18 99 , s.l.f.
C h a rle s D., R u b én , H orror y p a z en e l istm o 18 99 -19 0 2 Panam á,
P an am á, E d ito rial P an a m á A m é ric a , P an am á, 19 5 0 .
A los /50 años de la independencia de Panam á de E spaña 18 2 119 17 ,
Panam á, Im p ren ta U n iv ersid ad d e P an am á, 19 7 2 .
C a stro A ., S an to s, “ R e c u e rd o del p asad o , reseñ a h istó rica y
m o n o g rá fica d e A m b a le m a 1 7 7 6 - 1 9 3 8 ” , (inédito)
C o c k , Je sú s, M em orias de un coronel reclutado , M ed e llin , E d ito rial
B ed o u t, 19 4 6 .
D e la rosa, D ió g e n e s, A tres siglos d el discurso-V ictoriano Lorenzo,
Im p ren ta F ra n c o e H ijo s, 19 3 8 , (s.l.e.)
Ja ra m illo C ., C a rlo s E d u a rd o , L o s gu errilleros d e l novecientos, B o ­
go tá, E d ito rial c erec, 1 9 9 1 .
V a ró n , T u lio , E l gu errillero de E l p a ra íso ’, Ib agué, Im p ren ta F o n ­
d o R o ta to rio d e la C u ltu ra, 19 8 7 .
“ A sp e c to s estru ctu rales d e la g u e rra irregu lar en C o lo m b ia ” , en
Estados y N aciones en los A ndes, L im a , In stitu to d e E stu d io s
Peruan o s, E d ito rial H ip a tia S A . , 19 8 6 .
“ V icto ria n o L o re n z o : el g u e rrillero in v en cib le d e P a n a m á ” , en
R evista Tolim a , Ib agu é, vo l., 1 N ° 3 , Im p ren ta D e p a rta m e n tal
del T o lim a , 19 8 5 .
M a su era y M a su era , A u re lio , M em orias de un rew lucion ario, B o ­
go tá, E d ito rial M in e rv a, 19 3 8 .
M artín ez, Jo r g e , H istoria m ilita r de Colom bia, B o g o tá , E d ito rial
Iqueim a, 19 5 6 .
N o rie g a , M an u el, Recuerdos históricos de m is cam pañas en Colom bia
y e l Istmo i 8 j 6-i 8j j ; 18 8 5-18 8 6 ; 18 99 -19 0 2, P an am á, T ip o g r a ­
fía M o d e rn a , 19 2 7 .
París L ., G o n z a lo , L a gu erra en e l Tolim a, M a n iz a les, C a s a E d ito ­
rial A rtu ro Z a p a ta , 19 3 7 .
P érez, J o s é M a n u e l (co m p ilad o r), L a gu erra en e l Tolim a, B o g o tá ,
Im p ren ta E lé c tric a , 19 0 4 .
Guerras civiles y vida cotidiana | 309
Rem iniscencias liberales 18 79 -19 37, B o g o tá , Im p ren ta d e E l G r á ­
fico, 19 3 8 .
Pin zó n , P e d ro M ., P or la historia, relación de la cam paña d e l norte
en 18 8 5, B o g o tá , E d ito rial C a rlo s T a n e o , 18 9 7 .
S ica rd B., P ed ro , Paginas p a ra la historia m ilita r de Colom bia, gue-
tra c iv il de 18 8 5, B o g o tá , Im p ren ta del E s ta d o M a y o r G e n e ­
ral, 19 2 5 .
V a ld e rra m a A ., C a rlo s (co m p ilad o r). E pistolario d e l beato
E zeq u iel M oreno D ías y otros agustinos recoletos con Don M iguel
A ntonio Caro y su fa m ilia , B o g o tá , In stituto C a ro y C u e rv o ,
t 983 -
V e rg a ra y V e la sc o , F . J ., N ueva geografía de Colom bia, B o go tá,
Im p ren ta d e V a p o r, 1 9 1 0 .
C apítulos de una historia c iv il y m ilita r de Colom bia, B o g o tá , Im ­
p ren ta E léctrica , (s.f.e.).
Antiguo m odo de viajar
en Colom bia
F.FRAÍN
SÁN CH EZ

“ T?
J L /1 interés de moverse de un lugar a otro para absorber
siempre nuevas impresiones”, escribió el geógrafo alemán
Alfred Hettner a fines del siglo xix, “es algo extraño a los
colombianos. La naturaleza no les inspira mayor entusias­
mo, imponiéndoles los viajes, en cambio, molestias y
sacrificios en medida tal que el aspecto de gozo se les va
trocando en la sensación de un mal necesario”. Las moles­
tias y sacrificios de que habla Hettner se hallan dramática­
mente ilustrados en el siguiente pasaje de una carta de
Manuel Ancízar a Pedro Fernández Madrid fechada en
Vélez el 30 de marzo de 1850:

ocho tlías tie fatigas cxccsivas, por medio de barriales sin fon­
do, por estos bosques vírgenes poblados de micos, váquiras,
tigres y cuanto la naturaleza salvaje ostenta en sus soledades,
y ocho días de mal com er y peor dormir, respirando una at­
mósfera opresora, llenos de garrapatas y barro v bebiendo
aguas que Dios no crió para beber, dieron con nuestra salud al
traste y con nuestros cuerpos en cama.

Pero aun allí donde no había tigres ni vastas soledades,


no eran menores las protestas de los viajeros: “¡Dios mío!
3 1 2 I F.FRAÍN SÁNCHEZ

IQué mal camino! ¡Qué calor tan sofocante! IQué posada


tan terrible!”, eran exclamaciones que por doquier llegaban
a oídos de Hettner en sus viajes por Colombia entre 1882 y
1884.
Los factores que históricamente han determinado el
modo y la frecuencia de los desplazamientos humanos de
un punto a otro son, desde luego, la configuración del
terreno y la evolución de los medios de transporte. En
Colombia, esta evolución presenta hitos claramente dis-
cernibles. El primero lo marca la llegada de los españoles,
a principios del siglo xvi y que trajo consigo el caballo y
la rueda, la cual, sin embargo, debió esperar otros cuatro­
cientos años para naturalizarse en el país. El segundo hito
fiie la introducción de la navegación a vapor por el río
Magdalena, en 1825. Treinta años más tarde el gobierno
adoptaría las primeras determinaciones tendientes al esta­
blecimiento del ferrocarril, que no se llevarían realmente a
la práctica sino desde comienzos de la década de 1880.
Los albores del presente siglo vieron la llegada de los pri­
meros automóviles, cuyo principal inconveniente era la
falta casi total de carreteras. Pero el verdadero salto en
materia de transportes se verificó en la década de 1920,
cuando tuvo lugar la que se ha denominado “revolución en
las carreteras”, que fue acompañada por una “revolución
en los ferrocarriles”, y a las cuales se unió la instauración
de los primeros servicios aéreos regulares para pasajeros.
Aun cuando los alcances de las mencionadas “revolucio­
nes” fueron más bien modestos si se piensa en términos de
su cubrimiento nacional y en su continuidad, puede
afirmarse que la década de 1920 es la que parte en dos la
historia de los modos de viajar en Colombia.
Con anterioridad a 1920, la geografía de las comunica­
ciones en el país era sensiblemente menos compleja que la
actual. A la carencia de sistemas modernos de transporte
Antiguo modo de viajar en Colombia | 3 13

se sumaba la menor densidad de población y, en conse­


cuencia, la mayor dispersión y lejanía de los centros urba­
nos entre sí. Los valles y mesetas de las cordilleras oriental
y occidental daban asiento a las principales ciudades del
interior, de las cuales las más importantes eran, en la cordi­
llera oriental, Tunja y Bogotá, capital del país. En la occi­
dental, los mayores centros eran Medellin, Cali, Popayán
y Pasto. Sobre el mar Caribe, Cartagena, Barranquilla y
Santa Marta constituían los puntos focales de la comunica­
ción de Colombia con el exterior.
Las comunicaciones seguían los ejes impuestos por la
geografía. El Río Grande de la Magdalena era la columna
vertebral de la nación, y este papel lo conservó desde los
primeros años de la conquista española hasta mediados
del presente siglo. Ejes verticales menores eran la ruta de
Bogotá al Magdalena por Vélez y las sierras del Opón, la
ruta de Cali y Popayán hacia Quito, y los ríos Atrato y San
Juan, por donde se ingresaba a la extensa y desierta provin­
cia del Chocó. Los ejes horizontales y oblicuos, sin contar
el camino de Cali a Buenaventura, se orientaban en direc­
ción al Magdalena. Los principales eran las vías de Bogotá
al gran río por Villeta y Honda y luego por Tocaima y
Girardot, la ruta de Medellin al Magdalena por Puerto
Nare, y las que, partiendo de las provincias del sur, llega­
ban al Magdalena y a Bogotá por el Páramo de Guanacas
y Neiva, y el Páramo del Quindío e Ibagué.
Muchas de las rutas y hábitos de viaje que prevalecie­
ron hasta bien entrado el siglo xx se remontan a la noc:1.
anterior a la Conquista. No se sabe de la existencia en te­
rritorio colombiano de caminos precolombinos de larga
distancia como las monumentales sendas que construyó el
imperio incaico y que se extendían a lo largo de la cordi­
llera de los Andes desde Chile hasta el Ecuador. Presu­
miblemente, el intercambio de larga distancia se hacía
3 1 4 I EFRAÍN SANCHEZ

indirectamente, siguiendo una cadena de trayectos breves


demarcados por puntos estratégicos para el trueque de los
productos. El adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada se
percató de la existencia de uno de dichos puntos de true­
que en la localidad de Tora, donde desaparecía la sal de
grano procedente del mar y aparecía la sal en grandes pa­
nes explotada por los indígenas del altiplano. Por otra par­
te, sin embargo, existe amplia evidencia de rutas cortas e
intermedias que formaban redes de comunicación de cier­
ta complejidad. Las más sorprendentes por su refinamien­
to técnico son sin duda las de la Sierra Nevada de Santa
Marta.
Aparte de las rutas precolombinas posteriormente
adoptadas por los colonizadores españoles y convertidas
en caminos reales, quizás el legado más apreciable que los
pueblos prehispánicos colombianos dejaron a sus descen­
dientes criollos en el campo de las comunicaciones, fue el
principio de viajar en línea recta. Obviamente, se trataba
de buscar la distancia más corta entre dos puntos con el
propósito de aminorar el tiempo de viaje. El viajero blanco
no se detenía a meditar sobre esta útil y harto elemental
norma cuando se trataba de recorrer territorio plano. Pero,
para su desazón, la norma regía también en territorio mon­
tañoso. Manuel Ancízar, en su recorrido por las provincias
del norte entre 1850 y 18 5 1, tomó nota de sus sentimien­
tos:

Poco a poco y en profundo silencio trepamos hasta arri­


ba: el maldito camino, com o es uso y costumbre en la mayor
parte de los nuestros, sube a la cima misma del picacho apro­
vechando toda la altura para después proporcionar el placer
de una bajada correspondiente: así las agradables emociones
del tránsito se prolongan hasta que no hay dónde encaramar­
Antiguo modo de viajar en Colombia | 315

se. com o si se hubiese querido poner a prueba la serenidad del


viandante y la fortaleza de las bestias.

Las bestias eran un lujo del cual los indios estaban casi
siempre privados, pero esto no quiere decir que no dispu­
sieran de medios para transportarse adaptados a su singu­
lar sistema de caminos. Charles SafFray, en el relato de su
viaje de 1870, escribe:

Ix>s indios de Royará son pesados de cuerpo y de espíritu


c indolentes... No se les puede ocupar com o criados, pero
com o correos no tienen rival, lillos son los que han inventado
el caballo de paja, excelente para viajar en sus montañas cóni­
cas. cubiertas de césped casi por todas partes. Este caballo de
paja consiste simplemente en un haz de largas yerbas; durante
la subida, el indio se lo carga al hombro, pero en la bajada se
pone sobre él en cuclillas; cógele por el cuello, mientras la
cola arrastra por detrás, y por la sola fuerza de la gravedad,
hombre y montura descienden rápidamente.

La conquista española trajo consigo la necesidad de


cubrir largas distancias. En su búsqueda de El Dorado, los
españoles se adentraron en el territorio y en pocos años se
había explorado la mayor parte del curso del Río Grande
de la Magdalena. El descubrimiento y conquista del Nue­
vo Reino de Granada, como llamó inicialmente Quesada
al altiplano de Cundinamarca y Boyacá, hizo vislumbrar la
futura trascendencia geopolítica del río. El establecimiento
en 1550 de la Real Audiencia en Santa Fe consolidó su pa­
pel de ruta inevitable hacia y desde el exterior y, en forma
concordante, aumentó progresivamente la navegación.
Pero, no obstante su importancia histórica y el creciente
tráfico en ambas direcciones, durante el largo período
transcurrido desde la fundación por los españoles de los
3 1 6 I F.FRAÍN SÁNCHEZ

principales puertos ribereños y la apertura del canal del


Dique a fines del siglo xvn, hasta la construcción del ferro­
carril de Honda a La Dorada a principios de la década de
1880, el paisaje humano del río cambió poco. Así lo descri­
bió José María Samper en la década de i860:

Desde el puerto de Honda hasta el de Calamar, en un


trayecto de cerca de 130 leguas [una legua granadina equiva­
lía a 5 km.], no se encuentran, pues, sino 28 poblaciones sobre
las márgenes del Magdalena (contando dos ciudades), de las
cuales 12 pertenecen en la ribera derecha a los estados de
Cundinamarca y Magdalena, y 13 , en la ribera izquierda, co­
rresponden a los estados de Antioquia y Bolívar. El total de
habitantes de esos pueblos, excluyendo a Honda, que no per­
tenece al bajo Magdalena, no pasa de la cifra miserable de
16.000, de los cuales más de 7.000 pertenecen a la ciudad de
Mompox... La naturaleza reina allí, teniendo por esclavo al
hombre.

No todos los hombres, claro está, compartían el mis­


mo grado de esclavitud en el gran río de Colombia.
Durante el siglo posterior a la entrada inicial de Quesa-
da al Magdalena a bordo de “ciertos bergantines”, en el
año de 1536, el medio de navegación predominante en el
río fiie la ancestral canoa indígena, construida en una sola
pieza del tronco de corpulentos árboles. En esta primera
fase de navegación del Magdalena se empleaba en la boga
a indígenas desarraigados del altiplano y trasladados a la
fuerza a las ardientes regiones de los cursos medio y bajo
del río. Los efectos del abuso sobre la población indígena
fueron letales: irreconciliables con el pestífero clima y el
extenuante trabajo de la boga, los indios morían “como
moscas”, según la socorrida expresión que usaban los con­
Antiguo modo de viajar en Colombia | 317

quistadores. Ya en 1579 el licenciado Juan Bautista Mon­


zón informaba al rey Felipe 11 que

en la costa de este Río Grande al tiempo que los españoles


entraron a este Reino, que hará cuarenta años, pasaban de se­
tenta mil los indios; con los excesivos trabajos de la boga y
malos tratamientos que se les han hecho han muerto cincuen­
ta y nueve mil y más, porque yo tengo por muy cierto que no
hay ochocientos indios. La ofensa que a Dios se ha hecho la
podrá Vuestra Majestad ver.

La súbita mengua de la población indígena, por otra


parte, dio pretexto a varios corresponsales del rey con in­
tereses en localidades distintas al río, para sugerir la sus­
pensión total de la navegación del Magdalena y la apertura
de un camino de Pamplona al lago de Maracaibo, que de­
bería convertirse en la ruta de salida y entrada a la Nueva
Granada. Esta iniciativa no contó con el necesario apoyo,
y, para despecho de sus proponentes, se inició la navega­
ción del Magdalena, a comienzos del siglo xvn, con
champanes tripulados por bogas nativos de las riberas del
río. La canoa, sin embargo, nunca fue del todo abandona­
da en la Nueva Granada, particularmente en la navegación
de los ríos menores.
Navegar en canoa, o piragua, especialmente para el
viajero europeo recién llegado, no era cosa de poca monta.
El francés Gaspard Mollien relata vividamente su expe­
riencia al bajar por el Dagua hacia el Pacífico:

Al día siguiente de nuestra llegada a Las Juntas me dispu­


se a embarcarme en el Dagua, a pesar de que durante la noche
estalló una tormenta que aumentó considerablemente su cau­
dal, pero quería llegar cuanto antes a buenaventura. Además,
no conocía los peligros que me habían descrito, y pense que
3 1 8 | EFRAÍN SÁNCHEZ

con ello sólo querían asustarme con objeto de hacerme re­


nunciar a mi proyecto y a prolongar mi estancia aquí... Me
proporcionaron dos negros reputados com o marineros exce­
lentes y una piragua larga y estrecha. M is bártulos, para no
comprometer el equilibrio, se cargaron por pesos iguales en
cada uno de los extremos de la embarcación; se me reservó
un espacio de tres pies en el centro para que acom odase mi
persona, que habría de ir casi doblada en dos; los negros, uno
empuñando un remo v el otro una pértiga, se colocaron a
proa y a popa de la piragua: cuando todo estuvo listo se soltó
la amarra que nos retenía a la orilla, y en el acto nos arrastró la
corriente con la velocidad de una flecha y nos llevó ante un
verdadero muro de rocas que las aguas franqueaban con un
ruido espantoso. ¿Por dónde se podría pasar?, esto lúe lo que
me pregunté a la vista de un escollo tan temible; más rápida
aún que el pensamiento, la piragua, dirigida con pasmosa ha­
bilidad, se embocó por una abertura estrechísima y se deslizó
en aguas ya más tranquilas... F.stos peligros de tan nueva espe­
cie impresionan al viajero que, aprisionado en el centro de la
piragua y sin atreverse ni siquiera a parpadear para no ocasio­
nar un naufragio, maquinalmente suspira de satisfacción cada
vez que se ha evitado un escollo o que se ha franqueado un
raudal; esto me sucedía también a mí, y los negros, tomando
mis suspiros de alegría por lamentos me preguntaban con iró­
nica tranquilidad: ¿Se ha mojado el señor?

El dominio del champán del Magdalena, que al igual


que la canoa jamás se ha extinguido y aún hoy, literalmen­
te, sigue en boga, duró más de doscientos cincuenta años.
Sus ventajas sobre canoas y piraguas se reducían a su ma­
yor capacidad de carga y pasajeros, así como a la mayor
seguridad que en comparación ofrecían ante los raudales y
corrientes perversas del río. Pero en verdad no las supera­
ban apreciablemente en rapidez ni en comodidad para los
Antiguo modo de viajar en Colombia 1 3 1 9

viajeros. El coronel William Duane, experimentado viajero


de champán trae en sus relatos de viaje una singular y mi­
nuciosa descripción de la embarcación:

F,1 champán deriva su nombre de un árbol muy corpulen­


to de la América del Sur, denominado champacada. En las
zonas bañadas por los grandes ríos interiores, se les construye
en forma análoga y bastante primitiva, con madera maciza
extraída principalmente de una especie de cedro, cuya fibra lo
asemeja a la teca hindú... Posee la peculiaridad, similar a la de
los otros árboles ya citados, de ser resistente a la desintegra­
ción o descomposición bajo la acción del agua, y como es in­
vulnerable ante el ataque de insectos o gusanos, puede durar
tiempos inmemoriales, si no es destruido por la violencia de
los elementos o de cualquier otra índole. Se le da una longitud
de cincuenta a ciento cincuenta pies, y un ancho de cuatro a
veintiséis, con un remate corvo muy pronunciado en ambos
extremos. La madera principal del fondo es siempre plana y
de grosor proporcional, constituida generalmente por un solo
árbol de proa a popa... Por lo común, el champán descargado
flota con cuatro o cinco pies sobre el agua, y muy pocas veces
cala más de tres o cuatro pies, aun con las cargas más pesa­
das... Las cargas de mercancías se estiban en el centro del bar­
co, forradas con esteras y recubiertas adicionalmente. Cuando
hay distintas cargas, se las divide con otras esteras de tosco
tejido, a manera de tabiques. También quedan separados cier­
tos productos com o cacao, café, algodón, tabaco, maíz, cue­
ros, etc. Kl único sitio que pueden ocupar los pasajeros es en
la parte delantera o trasera de las cargas, o sea en proa y popa,
com o dicen los marineros. K11 efecto, esas son las partes que
quedan a la intemperie, pues el resto está cubierto por un te­
cho de fuertes arbustos o zarzos, que se extiende hasta cada
una de las bordas, constituyendo un arco; esa techumbre tie­
ne que ser necesariamente sólida, ya que en su parte superior
3 2 0 I FF RAÍN SÁNCHEZ

es donde se sitúan los bogas cuando impelen la embarcación


-provistos de una pértiga- en sentido contrario al de la co­
rriente. Cuando se trata de ir aguas abajo, allí también duer­
men o reposan, aunque carece de barandilla de hierro, o de
cuerdas que los resguarden de caer al río.

Ningún cronista viajero de cuantos navegaron el M ag­


dalena dejó de apreciar la rudeza del trabajo de los bogas,
y su vida miserable y esforzada recibió tributo en los ver­
sos de Candelario Obeso y Nicolás Guillén. El francés
Auguste Le Moyne describió así la faena de los bogas:

Lxds bateleros que teníamos a bordo eran trece, con el pa­


trón que a la vez hacía de piloto. Pertenecían a esa clase de
gente que en el país se llaman bogas y que se reclutan entre
los negros, los mulatos y los indios de sangre mezclada. Antes
de empezar el trabajo penosísimo a que se iban a entregar,
nuestros hombres, com o suelen hacerlo en casos semejantes
en cuanto no están a la vista de las ciudades, se despojaron de
todas las prendas de vestir, no conservando más que un
calzoncillo corto, unos, y otros unos trapos alrededor de la
cintura; lo único que conservaron todos para protegerse del
sol fiie un gran chambergo de paja de copa muy alta... Cuando
el patrón dio la señal de emprender la marcha se alinearon
seis a cada lado de la proa de la embarcación y, después de
haber hundido sus pértigas en el agua y apoyado el otro extre­
mo de las mismas contra el hombro, empujaron haciendo
avanzar el barco con sus esfuerzos al andar con cadencia por
el puente, acompañando esa especie de danza con gritos en­
sordecedores mezclados con tantas blasfemias com o
invocaciones a la virgen... N o hay que pensar que después de
hecho el primer esfuerzo el trabajo de esos desgraciados se
aminora, ya que sólo por el esfuerzo continuado y el continuo
avanzar de ellos sobre el puente es com o se puede contener y
Antiguo m odo de viajar en Colom bia

Camino C ali - Buenaventura.


Archivo G en eral de la N ación. M apoteca 6 N ° 72.

Champán del M agdalen a. Jo sep Brow n.


Acuarela. 1840.
Tipos y costumbres de la N u eva Granada. Fon do C ultural
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B iblioteca L u is-A n g e l A rango. 918
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T o m o iii. M on taner y Sim ón
Editores. Barcelona. 1884.
Antiguo modo de viajar en Colombia | 321

h acer avan zar la em barcación contra la corriente; la única


ventaja que tienen consiste en que a partir de ese m om ento,
p or la rotación que establecen, es sólo la mitad de la tripula­
ción la que em puja con las pértigas, m ientras la otra mitad
vuelve sobre sus pasos para tom ar su puesto en el m ovim iento
de propulsión del barco. F.stas m aniobras, cuando la tripula­
ción las realiza concienzudam ente, duran desde las seis de la
m añana hasta las seis de la tarde, sin m ás interrupción que la
obligada durante los ratos dedicados al alm uerzo v a la co m i­
da. D esde luego, un europeo por robusto que sea y por aco s­
tum brado que esté a las m ás rudas faenas no podría bajo este
sol de fuego de los trópicos soportar un solo día las fatigas de
sem ejante oficio y p or d escon tado las gentes del país que vo­
luntariam ente se dedican a él no alcanzan m ás que en casos
con tados una edad avanzada, pues estos trabajos, unidos a la
vida desordenada que llevan, suelen tener por consecuencia
inevitable una serie de dolorosas enferm edades y prem aturas
in capacidades para el trabajo.

Cuando Nicolás Guillén suspiraba en sus versos “¡Ay,


qué lejos Barranquilla!”, ciertamente estaba lejos de inter­
pretar lo que el boga debía sentir cuando el trayecto era
hacia Honda.
L a travesía a bordo de un cham pán desde Barranquilla
hasta las bodegas de Honda, donde los viajeros iniciaban
el ascenso a la altiplanicie, tardaba un mínimo de cuatro
semanas. Pero la estación, las crecientes del río, el grado de
sometimiento de los bogas y los imprevistos, podían hacer
que la navegación se prolongara hasta tres meses. L a dis­
tancia entre los dos puertos es de poco más de 190 leguas,
es decir, 950 km. Antes de em prender la larga travesía, el
viajero debía aprovisionarse convenientemente. El capitán
Charles Stuart Cochrane, dejó constancia de su previsivo
carácter en sus notas de viaje:
22 | EFRAÍN SÁNCHEZ

Fara viajar en esta región se necesita llevar una pequeña


cuja h ech a de tal m anera que sea fácilm ente desarm able, con
un toldo o cubierta m edianam ente gruesa, para aislarse de los
m osquitos y los pequeños jejenes, pues los hilos de un m os­
quitero com ún, co m o los que se usan en B arbados, no son lo
suficientem ente tupidos co m o para im pedir la entrada de los
jejenes... el viajero debe así m ism o procurarse de dos o tres
vestidos de tela de algodón, con m edias del m ism o m aterial
en lugar de calcetines; la chaqueta suelta y ab oton ad a hasta el
cuello. F,1 co lo r blanco no atrae al sol, y se siente fresco y
agradable; es fácil de lavar, y seca pronto, al dejarse sobre el
toldo. Se necesitan dos som breros de paja: uno para estar en
la canoa, otro para diversas ocasiones. A m b o s deben tener
alas anchas. I^os zapatos de tela gruesa, con suelas de cuero,
son m ás cóm od os y agradables para los pies, así co m o un par
de zapatos ingleses para cam inar en el fango. E s im prescindi­
ble una cincha con pistoleras; una espada, una daga, un par de
pistolas de bolsillo, una ham aca para recostarse de día, dos
buenas esteras, una para estar en la canoa, y la otra ajustada a
la basta tela de la cam a para im pedir de n och e la entrada de
los m osquitos... E n estos lugares debe tenerse tod o cuanto sea
posible de vino, té, café, ch oco late, azúcar y sal, adem ás de
carne curada, jam ón, lenguas, aves vivas, h uevos y galletas, y
m ucho tocino o grasa de cerd o curada para freír huevos, junto
con un surtido suficiente de plátanos y de carne seca salada
para los bogas, cu ya alim entación y p ago corren p or cuenta
del viajero... E o s utensilios de cocin a necesarios son una
ch ocolatera grande de cobre, una vasija, tam bién de cobre,
para h acer sopa, otra para p icadillo y guisados, una tercera,
ancha, para freír huevos, dos platos de latón, d os copas de es­
taño para beber, y una m edida pequeña de estaño para servir
licor a los bogas, que no trabajan bien sin su porción de anís
de la localidad... N o deben olvidarse los cuchillos, tenedores,
cu charas y pequeños m anteles de dril, de una yarda cuadrada,
Antiguo modo de viajaren Colombia | 323

m ás o m enos... A qu í se necesita tener una reserva de m oneda


sencilla: dólares, cuartos de dólar, reales, m edias y cuartillos

Raras veces los medios pecuniarios del viajero o la ca­


pacidad del cham pán permitían tantos refinamientos co­
mo los prescritos por Cochrane. Casi siempre el viajero
sólo disponía de espacio suficiente para colocar a bordo un
baúl con sus pertenencias, sobre el cual debía dormir. El
toldo y el mosquitero eran lujos que la altura de la techum ­
bre no permitían en la m ayoría de los champanes, y para
prevenir en cuanto era posible la picadura de los insectos,
el viajero debía dorm ir con las botas puestas y vestido con
las ropas más gruesas de que dispusiera, a riesgo de coci­
narse vivo en el infernal calor del M agdalena.
Las crónicas de los viajeros abundan en detalles sobre
los numerosos peligros e incomodidades a que se veían
sometidos, sin más consuelo que el lento avance de la em ­
barcación, los gritos ensordecedores de los bogas, y la zo­
zobra constante que producían las inevitables historias
sobre la ferocidad de los caimanes que infestaban el río y el
inminente riesgo de ser m ordido por una serpiente.
Un itinerario típico del ascenso por el M agdalena en
cham pán fue el cumplido por el capitán C ochrane en
18 2 3 : partió de Soledad el 3 de abril, y ese día su em barca­
ción pasó a la vista de Sitio Nuevo, pasando la noche en
Rem olino. El día 4, tras “una buena jornada” de 10 leguas,
alcanzó El Piñón. El 5 estaba en Barranca Nueva, y el 7 a
las 8 de la noche había llegado a Plato. El 14 el champán
partió de M om pox y en medio de numerosas dificultades
con los bogas llegó en la madrugada del 25 a M orales, en
la Isla de Gam arra. El 29 de abril se encontraba en San Pa­
blo, uno de los principales puntos de referencia en la nave­
gación del M agdalena. El invierno había hecho crecer
considerablemente las aguas, lo cual dificultaba aun más el
324 | EFRAÍN SÁNCHEZ

avance. En los siguientes días pasó por San Bartolom é y


Garrapata, alcanzando el 12 de m ayo uno de los parajes
más temibles para los navegantes del M agdalena: el paso
de Angostura, donde la rápida corriente form a peligrosos
remolinos y las altas riberas no permiten tocar tierra.
C ochrane afirma, sin em bargo, que su cham pán atravesó
el paso en sólo diez minutos. El mismo día llegó a Nare,
donde se desprende la ruta hacia Medellin. El 16 pasó la
noche en Buenavista, cerca a la desem bocadura del río L a
Miel. Por fin, el 20 de mayo, la em barcación llegó a las bo­
degas de Honda.
La introducción de la navegación a vapor representó
una indudable mejora en las condiciones y el tiempo de
viaje. L os primeros vapores que subieron el M agdalena
fueron el “Fidelidad”, el “General Santander”, fabricado en
N ueva York, y el “G ran Bolívar”, traídos por Ju an Bernar­
do Elbers en virtud del privilegio que le había concedido el
Congreso de Colom bia en 18 2 3 . Según los términos del
privilegio, el terminal de los vapores se estableció en el Pe­
ñón de Conejo, un poco más abajo de Honda, a donde el
“General Santander” llegó el 2 1 de octubre de 18 2 5 en su
viaje inicial. L o s prim eros vapores, no obstante, no satisfa­
cían las exigencias de la difícil navegación del M agdalena,
y debió esperarse hasta m ediados de siglo para que aquella
se regularizara. Pero ya en 1882 más de veinte vapores cu­
brían las rutas del M agdalena.
Alfred Hettner, describiendo el vapor, señala que

sus características m ás sobresalientes y determ inantes de sil


llam ativo aspecto exterior son la enorm e rueda de paletas en
la popa y su quilla extrem ad am ente panda y ancha, que p ro­
vee, a m anera de prim era cubierta, un espacio am plio para la
m áquina y las provisiones, tanto de leña co m o las alim enti­
cias, dando al m ism o tiem po cabida para la estada de la tripu­
Antiguo modo de viajar en Colombia | 325

lación y los pasajeros de segunda clase. En cim a de este lugar


se eleva, con ap o yo en pilares de m adera, la segunda cubierta,
diseñada en form a diferente en cada barco. E l “ M o n to ya”
em pieza con una extensión libre en la parte delantera, desti­
nada a la com odidad de los pasajeros durante el día. apro ve­
ch an d o que el viento con trario los alivia un p oco del calor
sofocante cu ando la nave está en m archa. Sigu e el corredor
con pequeños cam arotes a lado y lado; cada uno de estos tie­
ne un recargo de $ 1 0 sobre el p recio del pasaje, que es de $50.
Para los dem ás pasajeros, lo m ism o que para los m ozos, las
cam as se tienden en la sala y en la parte delantera ya descrita.
A l efecto se usan catres, m uy acostum brad os en tierra caliente
y sum am ente prácticos... D os cubiertas, de extensión reduci­
da, que sobresalen de la segunda, abarcan la habitación del
capitán y la rueda del timón.

Otra impresión tuvo el boliviano Alcides Arguedas


cuando le tocó abordar el vapor Jim énez L óp ez en 1929:

I -os cam arotes son m inúsculos y sus puertas se abren so ­


bre el corredor, que ocu p a el centro del barco. C ad a cam arote
tiene dos cam as, una encim a de la otra. Ea de abajo parece
m ás con fortable porqu e lleva lona, la de encim a tiene una
plancha dura de m adera y un delgado colchoncillo. Se ven
p o co s utensilios de uso indispensable; una especie de m esa de
noche, lavabo de m etal con su jarra de hierro enlozado, un
bañ ador y su balde. Y eso es to d o ... En el cam arote el term ó­
m etro m arca 3 4 grados y es un horno.

Hettner tuvo la suerte de ascender el M agdalena en


uno de los vapores más veloces que habían surcado el río.
Había salido de Barranquilla el 3 1 de julio de 1882, alcan­
zando la bodega de C onejo el 7 de agosto siguiente. C ua­
tro años más tarde, el “Federico M ontoya” establecería
326 | EFRAÍN SANCHEZ

una m arca de velocidad, al hacer el recorrido en poco más


de cinco días. Sin embargo, el viajero del M agdalena debía
contar con una travesía que en prom edio tardaba alrede­
dor de quince días.
Después de arrostrar com o podía los padecim ientos de
la navegación, el viajero debía prepararse para las torturas
del recorrido por tierra hasta llegar a su destino. Si su des­
tino era Medellin, luego de dejar en Nare el cham pán o el
vapor, debía viajar entre cuatro o cinco días, según la esta­
ción, para cubrir las treinta leguas de la ruta, subiendo ini­
cialmente en canoa por el río Nare hasta la Bodega de San
Cristóbal, para luego tom ar el camino de m ontaña que lo
conduciría a M edellin por M arinilla y Rionegro. Si su des­
tino era Bogotá, y había tenido la suerte de navegar el
M agdalena a bordo de un vapor hasta la bodega de C on e­
jo o hasta la Vuelta de la M adre de Dios, debía abordar allí
un cham pán que en cinco horas lo conduciría hasta H on ­
da. Desde allí la ruta seguía a Guaduas, el A lto del T rigo y
Villeta, a donde, contando con buena resistencia propia y
de la cabalgadura, se podía llegar en una jornada. A l cabo
de una nueva jornada, el viajero con sus bestias llegaba a
L o s M anzanos, después de haber pasado por Sasaim a y
Agualarga. Un día más y hacía su entrada a Bogotá por
San Victorino.
El tiempo que dem oraban los viajes terrestres en la
Nueva Granada dependía, obviamente, de la naturaleza y
el estado de las vías y de los medios de locom oción. Podría
suponerse que los mejores caminos se hallaban en los alre­
dedores de las principales ciudades y especialm ente en los
terrenos planos, com o la sabana de Bogotá. N o obstante,
los dos caminos principales de la sabana, a saber, el cam i­
no del Norte, que conducía al puente del Com ún, en la
ruta hacia Tunja y el camino de occidente, que llevaba a
Facatativá, en la vía al M agdalena, presentaban inconve­
Antiguo tnodo de viajaren Colombia | 327

nientes tales que m uchos trechos quedaban vedados, espe­


cialmente en las temporadas lluviosas, al tráfico de vehícu­
los de ruedas. El cam ino del norte inicialmente bordeaba
los cerros orientales de la sabana hasta la fuente de T orca
y desde allí hasta el Puente del Com ún, siguiendo la vía
que después se denom inó Alam eda Vieja. Sin embargo,
desde 17 9 3, el gobierno colonial se había propuesto la
apertura de un camino real que condujera en línea recta
hasta Torca, obra cuyo diseño se confió a D om ingo Es-
quiaqui, quien acababa de concluir el histórico puente. Las
dificultades financieras, topográficas y de otros ordenes,
hicieron que en la construcción de dicho camino se em ­
pleara poco más de 90 años. Sobre el cam ino de occidente,
refiere Jo sé M aría C ordovez M oure que

tocó a la A dm inistración Ejecutiva del general Jo s é H ilario


L ó p e z la celebración del con trato con los señores D e la T o rre
para construir la calzada de B ogotá a Facatativá, m ediante el
p ago de cuatro pesos por cada m etro lineal, con anchura de
o ch o m etros. L o s envidiosos de entonces lo llam aron camino
de terciopelo, porque ese era en aquel tiem po el precio del m e­
tro de tan rica tela.

A un cuando para 1884 ya existía “un buen camino que


conduce de la sabana a T ocaim a y que, salvo en uno o dos
trayectos, permite la conducción en ruedas hasta de los
más grandes bultos, com o pianos, trapiches, etc.”, según
informó la prensa, pocos en verdad eran tan suaves com o
el “cam ino de terciopelo”. Las crónicas de viajeros rebosan
en observaciones com o la siguiente, en la cual Manuel
Ancízar describe la “vía” de Vélez al M agdalena

el cam ino cesa de ser una vía transitable y com ienza en conti­
nua sucesión de subidas y bajadas p or cerros abruptos, gredo-
328 | EFRAÍN SÁNCHEZ

sos y constantem ente em papados en lo alto p or las lluvias, y


en lo bajo p or m anantiales que aflojan el terreno form ando
pantanos pegajosos en que las bestias se hunden y fatigan, y
pierden hasta el instinto de elegir lo m enos peligroso.

Las opciones del viajero en materia de m edios de loco­


m oción no podían, pues, ser m uy amplias. Alfred Hettner
las describe así:

A pie acostum bra a m overse solam ente la gente que for­


m a la clase baja, o sea los peones y los arrendatarios de p ocos
recursos, con stituyend o la cabalgadu ra el prim er objeto de
lujo que se regala a un colom b ian o, para seguir luego con el
galáp ago y las guarniciones. Presu m ir tal actitud inspirada en
m era pereza es un error que co m etí al llegar al país, para c o ­
rregirlo bien pronto, al experim en tar en carne propia lo p o co
aconsejable que sería tratar de recorrer las regiones a pie, de
acuerdo con nuestra costum bre... R ealm en te los sinsabores
que esperan al viajero pedestre no son de p o ca m onta, em p e­
zando p or las incontables pendientes y las lam entables co n d i­
ciones de los cam inos, lo m ism o que las num erosas quebradas
que en su cruce obligan cada vez al b añ o de los pies con el
calzado puesto. A gregan d o a esto el calor sofocante de los
trópicos y la fuerza de los rayos del sol en su caída vertical,
tenem os el cuadro m ás o m enos co m p leto de los factores que
perm iten juzgar la m agnitud de los esfuerzos requeridos y los
peligros im plicados para la salud, especialm ente del viajero
extranjero no adaptado... L a m uía con stituye la cabalgadura
m ás apropiada para viajar en C o lo m b ia, aunque el cab allo
tam bién goza de favorecedo res en núm ero m ayo r del que se
presum e, aven tajan do a la m uía en rapidez y fogosidad y, al
m enos cuando no sean m uy buenos ejem plares, tam bién en
p aso m uy suave... A la m uía le ganan en recorrido en lo plano,
p ro vo can d o esta no obstante un can san cio m ucho m ás inten-
Antiguo modo de viajar en Colombia | 329

so en su jinete y p recisán d olo a aplicar las espuelas a ratos.


Pero, por otra parte, aun en los peores trayectos del cam ino,
el viajero puede con fiar tranquilam ente en su paso seguro,
m ientras se cuide de no azuzarla en exceso, perm itiéndole en
cam b io buscar ella m ism a su pisada. A l paso que no afecten
su salud ni los cam bios de clim a ni las variaciones en la ali­
m entación, su capacidad de sop ortar esfuerzos y privaciones
exced e en m ucho a la del caballo.

Pero pese a las bondades de la muía, en muchos de los


caminos “fragorosos y abandonados” de que habla Manuel
Ancízar, el único medio practicable al que recurrían los
campesinos para trasladar la carga era el buey.

E l paciente anim al, escribe A ncízar, enjalm ado y con un


largo cabestro, atado al agujero que le abren en la ternilla de la
nariz, m archa delante del con d u ctor con dos grandes m ochi­
las encim a y a veces 1111a m ujer o un m uchacho por añadidu­
ra... D e regreso del m ercado, el buey sin carga se convierte en
cabalgadura del am o, y con tra todas sus costum bres trota o
galop a de una m anera grotesca que h ace reír al que p or pri­
m era vez presencia el inusitado andar de aquellos caballos
con cuernos, obedientes y m ansos sobre toda ponderación,
com pañ eros inseparables del indio y del labriego, y auxiliares
que ningún otro reem plazaría en las faenas del cam p o y del
tráfico.

En muchos caminos, com o en el paso de la montaña


del Quindío, sin embargo, no era posible el uso de cabalga­
duras, y el viajero que no tenía la voluntad o la fortaleza
suficientes para andar a pie, debía confiarse a la resistencia
y destreza de un carguero. Santiago Pérez describe así su
apariencia y su faena:
33° I EFRAÍN SÁNCHEZ

en aquél punto, en el cual d ebíam os subir sobre nuestros res­


pectivos cargueros, éstos nos aguardaban con el largo bordón
en las m anos, unos calzones que los cubrían desde la cintura
hasta los m uslos, p o r único vestido, y sin m ás ap ero que la si­
lla de guadua sobre los lom os robustos... L a silla era una ar­
m azón a p ro pó sito para ech árselo a un o a cuestas de
cualquier m odo. S e com p on ía de dos tablillas co m o de una
vara de largo y algo m enos de ancho, form adas de fajas de
guadua estrecham ente unidas. L a s dos se juntaban en un án­
gulo, uno de cu yos lados descansaba sobre la espalda del
sustentante y el otro servía de base a la justa posición h um a­
na. T re s anchas cintas de un beju co m uy fuerte, una de las
cuales ceñía las sienes y las otras dos se entrecruzaban en los
hom bros, servían para m antener la silla sujeta. E n ésta, que
salía del cu erpo inclinado del carguero a m anera de espina, se
instalaba cada cual, soltando las piernas cuan largas eran, has­
ta alcanzar el estribo apen dizado de la silla... Pudiera creerse
que desde el m om ento en que el h om b re entraba a h acer el
oficio de las bestias, ab andonara virtualm ente sus pretensio­
nes a categorías diferenciadas. N ad a de eso. En tre los cargue­
ros los h ay de silla y los h ay de carga. E n esas recuas hum anas
sucede, pues, lo que en las otras. N u estros com p atriotas de si­
lla nos llevan a nosotros; nuestros con ciu d ad an os de carga la
llevan y la llam an líchigo. Y era el lích igo un cesto có n ico he­
cho con lianas y p or am bos lados cubierto con hojas anchas y
dobles del vihao. Ix)s lichigueros rom pían la m archa, sacri­
ficando en este caso la etiqueta a la seguridad; y en pos
desfilábam os nosotros de dos en dos, o de uno en uno.

A los sufrimientos de la jornada del viajero seguía la


pesadilla de la noche. L a prim era dificultad, naturalmente,
consistía en hallar un techo para no dorm ir en cam po raso.
En vastos trechos de los caminos no había pueblo o venta
alguna, y el viajero se veía obligado a im provisar una “ran-
Antiguo modo de viajar en Colombia \ 331

chería” si contaba con los implementos necesarios. Si


corría con suerte, encontraba un “tam bo”, especie de co­
bertizo hecho con hojas de palma y sostenido por postes,
sin paredes que protegieran del viento o impidieran el ac­
ceso de desconocidos. Jo sé M aría C ordovez M oure refiere
que “siempre llevábamos con nosotros una escopeta de
dos cañones y un puñal, por lo que pudiera suceder; pero
nadie nos garantizaba que durante el día no los tentara el
diablo e hicieran uso de dichas armas en medio del impe­
netrable bosque, que guardaría el secreto del crim en”. De
vez en cuando era posible dar con una posada o “venta” al
lado del camino, que raras veces satisfacía las expectativas
de descanso del viajero más pesimista. Una de las más cé­
lebres y antiguas de la N ueva G ranada quedaba en los alre­
dedores del puente del Com ún, a media jornada de la
capital. Agustín Codazzi y M anuel Ancízar pasaron allí la
noche de la primera jornada de las expediciones de la C o ­
misión Corográfica de la N ueva Granada, a cuyo cargo
corrió la ejecución del m apa de la nación y sus provincias.

D e la fuente de T o rc a a la venta ‘C uatro E squinas’, escri­


be A n cízar, h ay un corto trecho de cam ino; o com o si dijéra­
mos, de lo m ás poético a lo m ás p rosaico im aginable, no hay
sino un paso. C uatro ran chos de paja que no form an cuatro,
ni dos, ni esquina alguna, constituyen la fam osa e histórica
venta, tan antigua co m o el V irreinato y tan estacionaria com o
los cerros adyacentes. U na pequeña sala en cuya testera hay
una larga y tosca m esa arrim ada a un b anco fijo, y anexo a la
sala un dorm itorio, rara ve z barrido, con dos cam as de cuero,
m ondas y desam paradas con form e salieron de la rústica fábri­
ca, he aquí el aspecto interior de la posada. E n com pensación
las paredes presentaban la m ás copiosa colección de letreros
que pudiera desearse, incluso m uchos m odelos de retórica de
taberna que se hallan siem pre en cercanía de las ciudades
332 | EFRAÍN SÁNCHEZ

populosas... H allé a m i com p añ ero con fortablem ente acosta­


do sobre el pellón de su silla con los zam arros p or alm ohada,
y co m o no fueran suficientes para este oficio, les había agrega­
do el blando aditam ento del freno, entre cu yas paletas de hie­
rro co lo có la cabeza y se puso a d orm ir deliberadam ente.
Im ítelo en todo, a m ás no poder, salvo en lo del freno, que me
p areció un refinam iento superfluo.

L as dos últimas décadas del siglo vieron el despuntar


de la era de las com unicaciones m odernas en Colom bia. El
año de 1884 fue especialm ente prolífico en avances. Se in­
auguró un puente colgante sobre el río M agdalena en
Girardot, el primero de su género en la nación. Entonces
llegaba ya a dicho puerto una línea de ferrocarril que co­
municaba con Tocaim a, primera etapa del proyectado fe­
rrocarril entre Bogotá y Girardot. E l trayecto, de 18 millas,
era cubierto en 40 minutos por las locom otoras “G irardot”
y “Bogotá”, que ya contaban con dos carros para pasajeros
de primera clase, “tan lujosos y cóm odos com o los usados
en Europa”, tres para segunda clase, ocho vagones y quin­
ce carros de plataforma. A su vez, com enzó a prestar servi­
cio la línea de ferrocarril de la N oria a L a Dorada, donde
se abordaban los grandes vapores del Bajo M agdalena. En
el mismo año de 1884 se inauguró el servicio de “L a Barca
de H onda”, planchón de hierro que atravesaba el M agda­
lena por medio de cuerdas. A sí mismo, en la propia capital,
se puso en servicio el tranvía de tracción animal de Chapi-
nero, y en la ferrería de L a Pradera se fabricaron los prim e­
ros rieles de ferrocarril producidos en el país. D e allí en
adelante y pese a los continuos reveses, demoras, suspen­
siones, desfalcos y otras desgracias que sufrían las obras, el
progreso en las com unicaciones fue relativamente rápido.
U no de los aspectos más notorios de la difusión de los
medios de transporte en C olom bia ha sido su falta de uni­
Antiguo modo de viajar en Colombia | 333

formidad, particularmente en cuanto a su distribución


regional. El geógrafo Ernesto G uhl dividió en 19 70 el terri­
torio nacional en siete “áreas culturales según los sistemas
e intensidad de las com unicaciones”. La primera está cons­
tituida por las regiones densamente pobladas, con sistema
vial intenso a base de automotor, las cuales se hallan en los
grandes valles interandinos, los altiplanos de la cordillera
oriental y algunas regiones de la costa del Caribe. L a se­
gunda área abarca las regiones montañosas bien pobladas
pero todavía con tráfico preponderante a base de caminos
de herradura, y entre ellas se cuentan las zonas cafeteras y
las vertientes m ontañosas fría y cálida. La tercera com ­
prende las llanuras abiertas de fácil tráfico pero de escasa
población, com o la península de la Guajira, partes de la lla­
nura del Caribe y los altos Llanos Orientales. L a cuarta
área está integrada por las zonas fluviales con densa pobla­
ción ribereña y servicios de transporte motorizado, es de­
cir, el río M agdalena en su curso bajo y medio y los ríos
C auca en su curso inferior, San Jo rge, Sinú, Meta, Putu­
m ayo y Am azonas. L as tres zonas restantes corresponden
a regiones escasamente pobladas, con comunicación flu­
vial “de sistema indígena” o totalmente desprovistas de
vías de com unicación. Estas tres zonas abarcan más de la
mitad del territorio nacional.
L a difusión de los medios de transporte m odernos ge­
neró cambios esenciales en el m odo, la frecuencia, el cubri­
miento y la participación social en los viajes en Colombia.
En algún punto de ese proceso la sensación de viajar com o
“mal necesario” se trueca en la sensación de viajar “por
placer”, y aparece el turismo. Y con el turismo, el viajar
adquiere connotaciones distintas dentro del cuadro gene­
ral de la vida cotidiana. A decir verdad, sólo entonces pue­
de afirmarse que el viajar se integra a la vida cotidiana de
los colombianos.
334 I EFRAÍN SÁNCHEZ

En un país donde los caminos no eran caminos y el


viajero de los ríos debía disputar el espacio del cham pán
con las cargas de tabaco de Am balem a y los géneros im­
portados de Londres, viajar constituía no sólo un “mal
necesario” sino un auténtico suplicio. Cuando por algún
milagro inexplicable conseguía llegar a su destino, el viaje­
ro no podía menos que repetir la letanía de Jo sé Caicedo
Rojas:

E n la cordillera de los A ndes, m ientras se establecen los


ferrocarriles, lo cual tardará su poquito, d eb em os dar gracias a
D ios si con segu im os un carguero robusto, de an chas espaldas
y fornidas piernas, para que nos con d uzca; gracias debem os
darle tam bién si h allam os un árbol caído sobre un río
invadeable; gracias si encon tram os un tam bo donde pasar la
noche; gracias si no nos m uerde una culebra; gracias si no nos
devora un tigre; gracias si no nos acom eten los fríos y calentu­
ras; gracias si el carguero sale de paso, en ve z de salir de trote,
y gracias, últim am ente, si no nos riega p or el suelo, co m o le
sucedió al libertador Bolívar.

Sin embargo, llegaban los pianos de Alem ania a Popa-


yán y Bogotá, los carros del tranvía a C hapinero y las
pacas de tabaco de Am balem a a la plaza de Brem en; el
correo llegaba sin falta a su destino, el em pleado público
llegaba en com isión a los poblados más remotos, las fami­
lias de Bogotá llegaban a veranear a Ubaque, y a Chiqúin-
quirá llegaban cada año no menos de 30 000 peregrinos
procedentes de los cuatro puntos cardinales de la nación.
Viajar era un evento extraordinario, ajeno a la vida co ­
tidiana del ciudadano común, y provisto de los visos de
fantasía que hicieron que el relato de viajes fuera columna
indefectible en los periódicos. N o por nada “E l M osaico”,
colección de muchas de las mejores producciones de la li­
Antiguo modo de viajar en Colombia | 33 5

teratura nacional del siglo xix, llevaba el subtítulo de “M u­


seo de cuadros de costumbres, variedades y viajes”.
Con respecto a la apreciación del imponente paisaje
del país, de cuya falta entre los colom bianos se quejara,
antes que Hettner, el barón Alexander von Humboldt,
puede meditarse sobre las llanas palabras de Jo sé Joaquín
Borda, com puestas en algún lugar del Río Grande:

l'J calor del m ediodía llega al últim o grado en las riberas


del M agdalen a; el aire era a la sazón un m ar de fuego; las bri­
sas, co m o toda la naturaleza, parecían ad orm ecidas; nubes es­
pesas de m osquitos... revoloteaban en torno m ío, hacién dom e
arrcpentir de mi visita a los dom inios de tan agreste natura­
leza.
L a vida material en los
espacios domésticos
AÍDA
MARTÍNEZ CARREÑO

Civilización, sociedad y vida material


El m odelo para la vida material en los centros urbanos del
nuevo continente fue el mismo de la nación conquista­
dora: vivienda, vestido y alimentación -p ara no citar si­
no los aspectos esenciales- se ciñeron al patrón español,
sin que por ello hubieran obtenido iguales resultados.
Al com pararlos se destacan continuidades, paralelismos,
rompimientos y cambios surgidos a partir de las propias
experiencias, que condujeron a la form ación de nuevos há­
bitos.
Al revisar la evolución de la vida material en el trans­
curso de dos siglos, xvm y xix, inmediatos pero muy dife­
rentes, existe el riesgo de perderse en los vericuetos de las
infinitas m odalidades que surgen en un país de zonas
geográficas, etnias y culturas diferentes. En este caso la ob­
servación se hace en el núcleo urbano y dentro de él en el
área doméstica, espacio propio de las sociedades gestadas
a partir de la conquista. Pese a la fuerte imposición cultural
y al prestigio que la asimilación conllevaba, en nuestra
práctica cotidiana se m ezclaron y aún sobreviven infinidad
de rasgos que, en constante contrapunto, relievan nuestra
identidad mestiza.
33$ | AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO

Y a enganchados por la Conquista en la civilización


europea, las conm ociones de los siglos xvm y xix, R evolu­
ción Francesa, Independencia de Am érica e industrializa­
ción, trastocaron nuevamente nuestra vida material, que
pasó, de un sólo golpe, de la etapa preindustrial al mundo
de la máquina.

Las ciudades y las casas


Las Leyes de Indias trazaron sobre el papel ciudades idea­
les, utopía para la cual estaba abierto el vasto territorio de
Am érica. L a cuadrícula que habían ensayado algunas ciu­
dades griegas y romanas, era extraña a quienes la aplicaban
y a quienes la debían habitar; con ella se introdujo un es­
quema excéntrico a la naturaleza y se orientó al hombre
dentro de una abstracción geom étrica, según la cual el cua­
drado rige el espacio vital: ortogonales son la plaza, la
manzana y la casa y a esa angulosidad responden la calle,
la esquina, la iglesia, la pieza.
Durante el siglo xvm , respondiendo a nuevas políticas
monárquicas de posesión y dom inio del espacio, se multi­
plicaron las poblaciones de blancos trazadas a cordel, con
sus iglesias, centros educacionales, carnicerías y pilas de
agua; son notables las sistemáticas fundaciones de pueblos
en las provincias de Cartagena y de Tunja, en áreas que
hoy ocupan los departam entos de Córdoba, C esar y San­
tander. Junto con ese impulso poblador, nuevos conceptos
urbanísticos propiciaron la construcción de puentes, ave­
nidas, paseos y alamedas para em bellecer algunas de las
ciudades fundadas en los siglos anteriores, en donde se le­
vantaron edificios para hospitales, centros de asistencia y
educación. En la capital del virreinato, cuyo conjunto ur­
banístico era descrito en 1 7 9 1 com o “una desordenada
I ¿i vida material a i los espacios domésticos \ 339

multitud de ridiculas y despreciables chozas”,1 a finales de


la Colonia se autorizó la edificación de un teatro, se culmi­
nó la catedral, se trajeron ingenieros para remodelar la
sede del Gobierno y se erigió un observatorio astronómi­
co. Por Cédula Real de 178 9 y con propósitos de salubri­
dad pública, se ordenó erigir los cementerios fuera de las
iglesias.
L a arquitectura dom éstica continuó ceñida al patrón
de la casa árabe-andaluza adaptada por los constructores
españoles a los más diferentes climas, desde el nivel del
m ar hasta el de la nieve, y plegada a todos los materiales
disponibles: caña, tabla, tierra, piedra, paja o teja. La planta
de la casa española, m odulada por cuadrados y rectángu­
los alrededor del patio, reproducía, en diferente escala, el
espacio urbano. El modelo, con variantes ornamentales y
técnicas acom odadas a cada época, tuvo larga superviven­
cia: excelentes edificaciones del siglo xvm obedecieron al
patrón establecido doscientos años antes en ciudades
com o Tunja, M om pox, Popayán y Santafc, y que en la
próxim a centuria los colonizadores antioqueños llevarían
a la zona de su influencia.
Aun en los mejores ejemplos, y pese a la introducción
de detalles ornamentales com o escudos, cornisas o balco­
nes, nuestras casas del período virreinal resultan modestas
en com paración con las de otras ciudades de América.
Germ án Téllez observa: “A falta de palacios que jam ás lle­
garon a existir, las casas coloniales cartageneras difieren
entre sí en que las más lujosas simplemente poseen m ayor
número de dependencias... las más importantes con una
área construida no inferior a i.5o o n'2...” ; más funcionales en
pequeña que en gran escala, su módulo básico, una serie

1. Papel Periódico de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, B ogotá, 17 9 1.


N " to, pág. 82.
340 I A Í DA MARTÍNEZ CARREÑO

variable de habitaciones alrededor de un patio, podía repe­


tirse cuantas veces se quisiera para aumentar la capacidad
y servicios: casas de uno, dos, tres y hasta cinco patios se
levantaron desde el siglo xvi hasta el xix. Perfectas para las
ciudades de clima cálido, lo eran m enos para las alturas
andinas, en donde desde finales del siglo xvm se buscaron
recursos de diversa procedencia, com o cristales para las
ventanas o esteras en los pisos, para com batir el frío, “para
el bogotano rico el vidrio es una necesidad, en cambio, no
lo vi usar en ninguna otra parte de la N ueva G ran ada”, dirá
un viajero norteam ericano a mitad de siglo xix.2
U na vez liberada del patrón hispánico, la evolución de
la arquitectura urbana fue lenta y difícil, com o lo advertía
en 1848 un articulista del periódico bogotano ElD uetide

...ya que no tenem os arquitectos, deberían los señores


edificantes con sultar algún autor de arquitectura para no
pifiarla... lástim a es que se gasten tanto m aterial y tanta plata
en h acer m onstruos del arte, que serán otros tantos m onu­
m entos de nuestra ignorancia, y m ás cu ando las buenas obras
antiguas están hacien do con ellos un con traste singular...

En el viejo o en los nuevos estilos, las casas, casi sin excep­


ción, se planeaban para albergar a la familia y al com ercio,
mundos que habían convivido durante varios siglos. En
1600 el contrato para la construcción de una casa de habi­
tación en Santafé detallaba “...primeramente una tienda
para mercadería con tres andanas de tablas alrededor del
mostrador, ...y con sus puertas a la calle que sean com o las
que tiene la tienda de Lázaro de la C ruz y más otra puerta

2. H olton, Isaac, I ¿1 Nueva Granada: veinte meses en los Andes, B o ­


gotá, B an co de la R epública, 19 8 1.
La vida material en tos espacios domésticos j 341

que salga al zaguán...” ' costumbre que sobrevivía a finales


del siglo xix, según observación de un viajero: “en las casas
de dos pisos, las habitaciones de categoría están dispuestas
en el segundo, sirviendo el bajo por una parte de sótano y
depósitos... o para tiendas y talleres...”.

Los muebles de la casa


L os muebles coloniales fueron fuertes y pesados, com o
una extensión de los muros, puertas y ventanas de las ca­
sas; a través del lenguaje legal se percibe esa prolongación:
“...Declaro por bienes míos la casa de mi m orada guarneci­
da con sus alhajas de santos, mesas, sillas, escaños, cajas y
bufetes, un escaparate, un escritorio de madera grande,
otro pequeño de lo mismo y otro de cuero con sus cha­
pas...”4
C om o “sillas de asentar” se relacionan taburetes de va­
queta, grandes sillas de brazos, escaños y bancas. L as sillas
se adornaban grabando escudos de armas, emblemas o in­
signias en el cuero del espaldar. A los taburetes les pinta­
ban m otivos coloridos, trabajo llamado guadamesí, que
perduró en algunas regiones de Nariño hasta el presente
siglo. L o s salones principales contaban con un estrado o
tarima cubierta con alfombra en donde se instalaban las
señoras más respetables.
M uebles indispensables fueron las sillas de montar, di­
ferentes si eran para hombres o mujeres, cuyas versiones
más ricas llevaban adornos de plata. En 17 8 7 para la con­
fección y arreglo de una silla de lujo que formaba parte de
la dote de una novia, además del sillón, se com praron

3. M artínez, C arlos, Santafé capital del Nuevo Reino de Granada, B o ­


gotá. B an co Popular, 1987.
4. N otaría U nica de G iró n , años 1 7 6 1 a 176 9 , testam ento de Igna­
cio N avas, F 536.
342 | A Í DA MARTÍNEZ CARREÑO

paño grana para arroparlo, gaya ancha de plata falsa para


su guarnición, dos vaquetas, tres varas de lienzo delgado,
dos gamuzas, una vara de manta para la caballería, una li­
bra de lana y seis onzas de plata; en su hechura intervinie­
ron un platero y un talabartero y su valor total fue de 46
pesos.'1
A finalizar el siglo xvm , tiempo de opulencia y ostenta­
ción, los muebles se inclinaban hacia el estilo francés, de
líneas curvas, con adornos tallados y algunas veces sobre­
dorados; se difundió el uso de canapés, generalm ente fo­
rrados en vaqueta y, a manera de innovación, en géneros
textiles com o la zaraza (de algodón), el filipichín (de lana)
y en raras ocasiones, el dam asco (mezcla de lana y seda).
Las mesas corrientes -un a y m edia vara de largo por una
de ancho y cajón con llave- también se forraban en vaque­
ta; los mobiliarios de m ayor categoría incluyeron consolas
y mesas adornadas con tallas y recortes caprichosos.
C om o alternativa a la ham aca indígena, de uso común
sobre todo en climas cálidos, se adoptaron las tarimas fo­
rradas en cuero sin curtir; la mujer aportaba al m atrimonio
la “cam a con barandillas” o “cam a aderezada” cuyos
“ adherentes” incluían las colgaduras suspendidas de vari­
llas metálicas, colchones y alm ohadas de lana o de crin (no
se acostumbraron plumas), sábanas de lienzo o de rúan.
E n 17 8 7 una rica cam a de m atrim onio se construía según
los siguientes detalles:

-P a g a d o al m aestro carpintero p o r la cuja con su b aran­


dilla. 6 pesos, 4 reales.
- D o s y tres cuartas varas de m an florete dados al m aestro
sastre para que hiciera la colgadura, a 6 y m edio reales cada
una.

5. Ibid., n o ta 4.
La vida materiaI en los espacios domésticos | 343

- T r e s cuartos vara de Pontiby para las orejas de pren­


derlas.

- D o s y tres cuartas vara de saraza de flores y ancha de


G erm an ia para la cenefa de dicha cam a, a 12 reales cada una.
-M e d ia onza de hilo para coser las dichas costuras, 1 real.
-H ec h u ra pagada, 1 peso 4 reales.
-C in c o varas de listón naranjado e hiladillos.
- 1 0 varas de rúan legítim o para dos sábanas cam eras.
-O tra m edia onza de hilo m ariposa para coserlas.
-S a ra z a de flores v ram azón para el rodapiés de Ja cam a.
-C in c o varas de saraza de troncos y ram azones para una
colcha.
- D ie z varas de Pontiby para uno y otro forro.
- C a to rc e varas de cinta nácar de agua para una y otra
colcha.
- l'res varas de tafetán doblete carm esí para dos fundas
de alm ohadas.
- A l m aestro p or su hechura, 1 peso 3 reales/’

L as cajas de madera de variados tamaños con cerradu­


ra y llave fueron imprescindibles: infaltables cofres y baúles
cuya apertura daba inicio a los inventarios de bienes de di­
funtos, con frecuencia, a los juicios por robo. Cerraduras,
que en número de tres se colocaban en las puertas de las
tiendas y en las arcas de las cofradías -p o r ello denom ina­
das triclaves- cada una de cuyas llaves se entregaba a una
persona distinta para proteger el metálico que allí se depo­
sitara. Las llaves, signo de autoridad, de poder y de orden,
permanecían suspendidas de la cintura de los administra­
dores cuidadosos y fueron, en el siglo pasado, emblema de
las buenas amas de casa.

6. N otaría Ú nica de Cíirón, años 17 8 7 a 1799 , dote de Lorenza


A lon so C arriazo, F79.
344 I Af ° A MARTÍNEZ CARREÑO

El bargueño o escribanía, concebido para guardar va­


lores, dotado de espacios secretos y trampas de seguridad
y de una tablilla para escribir, se construía y adornaba con
materiales costosos: ébano, marfil, carey, corales. En el si­
glo x v i i i se desarrollaron el escaparate y el escritorio, tam­
bién dotados de sistemas de seguridad: en el cajón secreto
de uno de éstos, exhibido en la C asa de Ju an de Vargas en
Tunja, es aún perceptible el brillo del oro en polvo que allí
se guardó. L o s objetos de m enor valor se guardaban o
transportaban en petacas de paja aseguradas con cadenas.
Guardabrisas y arañas de cristal, relojes, espejos de
m arco dorado con brazos para colocar velas (llamados
cornucopias) adornaron el hogar dieciochesco, en cuyas
paredes se colgaban -m u y altos- láminas y cuadros de
santos pintados al óleo siendo la imagen más frecuente la
de Nuestra Señora de Chiquinquirá. C om o un caso de ex­
cepción, lo que la convierte en temprana coleccionista de
arte, doña Francisca Cano de Useche, muerta en 1708, te­
nía entre un centenar de pinturas, láminas y esculturas,
quince “países” (paisajes) y hasta un retrato del Señor A r­
zobispo.7
El mobiliario de un com erciante instalado en la zona
minera de Zaragoza (Antioquia) en 17 7 7 , además de doce
cajas, cinco escaparates y tres baúles, lo com ponían dos
camas grandes torneadas y dos medianas, dos “camas de
viento”, tres hamacas usadas, diez y ocho sillas viejas, dos
mesas, cuatro taburetes chicos viejos, un tinajero ordinario
viejo, una tarima y una mesita de altar; cuatro láminas de
santos, cinco imágenes de bulto y “una capillita con puer­
tas y en ellas cuatro pinturas doradas con una im agen de la
Inmaculada Concepción de bulto con su coronita de pla­
ta...”. Contrasta con esta rusticidad el esplendor de ciuda­

7. agn , T estam en tarias C auca, tom o 2, F20I.


La vida material en los espacios domésticos | 345

des com o Popayán, donde -d ice un francés- todavía a co­


mienzos del siglo xix era posible encontrar en las casas de
las principales familias “sillones que databan de la C on ­
quista, magníficas tapicerías de cuero de Córdoba, vajillas
espléndidas y en cantidades que provenían del siglo
xvii...”.8
Hem os hablado de las casas de gente adinerada, dare­
m os ahora un vistazo a las de los más pobres: una mujer
que en 180 4 decía sostenerse en Santafé con los “auxilios
de personas caritativas”, poseía los siguientes bienes:

-C u a tro sillas viejas forradas en vaqueta.


-C u a tro m esas, una grande y tres chicas.
-D o s cajas desgoznadas, una grande y una chica con su
chapa.
-C u a tro cu adros de diferentes efigies con m arco, cuatro
cuadritos ch icos con m arco, trece estam pas de papel, un espe­
jo quebrado, una cortina de zagalejo, un cuadro viejo y gran­
de, o ch o cuadritos chicos, una im agen de Santa Bárbara, un
cuadrito de San F ran cisco y un cuadrito de San A nton io, todo
viejo.
- U n a cuja con sus barandillas y pabellón y una estera de
ju n co , una sobrecam a, una frazada, un colch ón h ech o p eda­
zos, y una alm ohada de lienzo.11

E l encargado de un saque de aguardiente en Girón,


dueño de una casita de paja en tierra de su suegro, poseía
en 18 2 2 un par de petacas, un torno, un tinajero, dos tabu­
retes, una cajita y tres cueros de res (a manera de cama).
L as propiedades de un conductor de correos eran seme-

8. Boussingault, Ju a n Bautista, Memorias, tom o 5, B ogotá. Banco


de la R epública, 19 85.
9. a g n , C olon ia, C rim inales v i . F490V.
346 | A Í DA MARTÍNEZ CARREÑO

jantes: una casa de palos y teja, cinco bancos de madera,


una banqueta, cinco cueros de res y cuatro retablos viejos.
Durante el siglo xix el tam año de los muebles se redu­
jo, se especializaron sus fondones y las piezas del m obilia­
rio fueron más variadas, abundantes y delicadas. E l pintor
Jo sé M aría Espinosa, contem poráneo de esos cambios,
recuerda:

...en el año de 1809... co m o p or encan to se transform ó la


casa, y a las im ágenes de los santos las reem p lazaron lám inas
m itológicas, y otras no m enos profanas, con em blem as y ale­
gorías diversas. I/os m uebles de la sala, de m adera de nogal,
forrados en filipichín colorado, se repararon con venientem en­
te. Se pusieron fanales (vulgo guardabrisas) verdes y m orados
sobre las m esas; las urnas del N iñ o D io s se pasaron a la alco ­
ba, y la alfom bra quiteña que cubría el estrado se extendió en
mitad de la sala, com plem entánd ola con esteras de chinga/é y
tapetes de los que com enzab an a ven ir entonces. Se pintaron
por prim era vez de co lo rad o las barandas, puertas y ven ta­
nas...10.

Poco a poco se introdujeron los nuevos muebles fran­


ceses, más pequeños y variados, finamente trabajados y en
estilos cambiantes que dan identidad a la casa del siglo xix,
atiborrada de objetos inútiles pero indispensables, cuya
profusión hace reír al poeta Luis Vargas T ejad a mientras
los enumera

...tocadores, cajitas de costura,


briceros, canapés, sillas inglesas,
m uñecos de p rim or para las m esas,

10 . E sp in o sa Prieto, Jo s é M aría, Memorias de un abanderado, B o g o ­


tá, A cad em ia C o lom bian a de H istoria, Plaza & Ja n e s, 19 8 3
I m vida material en los espacios domésticos | 347

pianos, lám paras griegas y bufetes,


lám inas, corn ucopias y tapetes...

Esta acumulación alcanzará la cúspide cincuenta años


después, cuando los ricos traen de Francia la totalidad de
sus salones, pese a las visibles dificultades del empeño. En
1874, desde Bogotá, Roberto Herrera elegía su mobiliario
en el Magasin de Meubles No 6, encargándolo al fabricante
Leloutre en París, con las siguientes recom endaciones:

'I o d o s los m uebles deberán ser de m adera de caoba, lo


m enos pesados posible hasta donde lo perm ita la solidez, que
las piezas en que vengan divididos presten facilidad para ar­
m arlos aquí y sean pequeñas, de m anera que los bultos que se
form en puedan venir en muías, todas las piezas con sus núm e­
ros correspondientes, para que al arm arlos aquí no h aya el
m enor riesgo de que las piezas de unos se confundan con las
de otros, ningún bulto debe pasar del peso b m to de 60 ks.,
deben rem itirse en el prim er vap o r y en ningún caso en buque
de vela....

Su pedido incluía dos canapés, cuatro sillones y doce


sillas “de m edallón” ; dos canapés Luis xv “simple”, una si­
lla de costurero para señora, una chaise confortable, dos
consolas, una mesa de centro ovalada, una mesa de baño
con tapa de mármol, una mesa de toilette, un costurero
“elegante y cóm odo” ; además de los géneros para forrar
las sillas, “...por el estilo de la moqueta que vino para los
muebles de A rb o le d a ...”
Apuntaba ya el “hogar m oderno” que Ricardo Silva ri­
diculiza, con sus “máquinas de hacer café, de rallar lim o­
nes, de batir los huevos, de descorazonar las manzanas, de
deshuesar los pavos y de limpiar las papas; alumbrado con
gas inverosímil o con petróleo asfixiante, adornado con
348 | AÍ DA MARTÍNEZ CARREÑO

profusión, recargado de cuadros, de helechos, de parásita»


y de fotografías...” ” . H ogar que se transformaba por efec­
tos de la abolición, la industrialización, la emulación y los
viajes y se proveía gracias a la libertad de com ercio.

Las necesidades cotidianas


L a vida material en las ciudades neogranadinas durante
los siglos xvm y xix, bastante desprovista de elementos
creados para el confort, no estuvo determinada por una
inexistente industrialización, sino dirigida por la oferta
com ercial; al interior de las tiendas o en los registros co­
merciales, se encuentra la enumeración de casi todos los
elementos que posibilitaban la vida “civilizada” en los cen­
tros urbanos, desde el abastecimiento de esclavos, cuya
presencia retardó la introducción de tecnologías que facili­
taran las tareas domésticas, hasta la indicación de este
atraso com o una de las características de la vida familiar
neogranadina durante el siglo pasado. Baste recordar que
la conducción de agua, el alumbrado, las com unicaciones,
los servicios de higiene y transporte eran producto de la
energía humana, com binada, cuando era preciso, con la
fuerza animal.
Abolida la esclavitud a mitad del siglo xix, la organiza­
ción doméstica dependía de criadas y criados a quienes se
confiaban los oficios que dentro de la casa correspondían a
una estricta jerarquización: las sirvientas de m ayor catego­
ría, después de las que habían envejecido al servicio de la
casa, eran la cocinera y la planchadora, el am a de brazos y
el ama de leche, seguidas por las de adentro y la niñera. El
último escalón lo ocupaban las chinas y chinos encargados
de los m andados.12 En grupo aparte estaban las que de­

1 1 . Silva, R icardo, “ L a s llavecitas”, en Artículos de costumbres, B o g o ­


tá, 18 8 3 , reim presión R aneo Popular, 19 7 3
12 . Ibid., “ L a C ru z del m atrim on io” .
/ y/ vida material en los espacios domésticos | 349

sempeñaban tareas especializadas com o las molenderas,


planchadoras de almidón y lavanderas.'-1
Pese a un afectado ceremonial, las costumbres de los
neogranadinos a com ienzos del siglo xix eran toscas y sus
gustos poco refinados; sus diversiones, además de los bai­
les y representaciones teatrales eran los juegos de naipes,
las apuestas, el bisbís, el pasadiez, las corridas de toros, las
riñas de gallos y las quemas de pólvora.
Con naturales excepciones, el servicio de mesa -vaji­
llas, vasos, cubiertos- fue escaso y rudimentario, debido
probablemente a su fragilidad tanto en el transporte com o
en el uso, pues los registros de aduana señalan importacio­
nes significativas de “locería”. Sólo en 17 9 3, entraron por
la Aduana de Cartagena 7 6 5 1 piezas y 26 cajones de loza
fina además de dos servicios com pletos (vajillas) de loza de
china; a las cifras oficiales sería necesario, pero imposible,
añadir las cantidades introducidas de contrabando que
surtían las regiones costeras, las riberas del M agdalena y
hasta lejanas regiones mineras. A com ienzos del siglo xix
una persona de cierta solvencia poseía dos o tres platos y
tenedores de peltre, jarros y pozuelos de loza de Sevilla,
algunas piezas de cerámica provenientes de M om pox ade­
más de jarros, vasos, cucharas y tachuelas de plata. Parte
de esa platería se perdió durante la reconquista española
en 18 16 , cuando fue exigida com o precio del rescate de los
sentenciados por rebeldía.
En la década del veinte los ingleses m onopolizaron el
com ercio en las antiguas colonias españolas a las cuales
introdujeron cantidades importantes de enseres domésti­
cos. N o obstante, los observadores extranjeros seguían
considerando el servicio de mesa tan burdo y desaliñado

13 . C aieed o R ojas. Jo se , “ l ,;is criadas de B ogotá", en Museo de Cua­


dros de Costumbres, tom o iv, B ogotá, B anco Popular, 19 73.
35° I A Í DA MARTÍNEZ CARRF.ÑO

com o los alimentos: recipientes de cerám ica vidriada, au­


sencia de tenedores, inexistencia de servilletas y de jarros
individuales en el com ún de las casas; en las más ricas po­
dían encontrarse platos de china, jarros, copas y fuentes de
plata y m uy contadas piezas de vidrio.
L a Locería Bogotana de Nicolás Leiva, montada hacia
18 3 3 con técnicos ingleses, produjo durante casi cincuenta
años piezas de variable calidad que regularizaron la oferta
gracias a la venta de sus productos en casi todas las pro­
vincias. En 1849, el catálogo incluía azucareras, bacinillas,
bandejas, cacerolas, cafeteras, cajitas para pom adas, cucha­
rones, escupideras, ensaladeras, embudos, fruteros, flore­
ros, jarros con pico, jarros para baño, juguetes para niños,
lecheras, mantequilleras, pocilios, pilas para agua bendita,
platos, platos dulceros, pimenteros, paletas para pintores,
soperas, tazas con orejas, saleros, tarros para botica,
teteros, tazas para enfermo y tinteros. Contem poránea en
sus com ienzos a la fábrica de loza, la fábrica de cristales y
vidrio resultó tan frágil com o su pretendido producto y
quebró a la vuelta de m uy pocos años. L o za y vidrio fue­
ron regularmente importados de G ran Bretaña, Francia y
Alem ania entre 1869 y 1900.
Las instalaciones de cocina se reform aron con la intro­
ducción de estufas de hierro alimentadas con carbón m i­
neral, pero en las casas más pobres y en las viviendas
campesinas, subsistieron las viejas instalaciones de la coci­
na con su piso de tierra y los fogones dispuestos sobre una
tarima de piedra o adobe, alimentados con carbón vegetal
que mantenía el ambiente recargado de humo. L o s inven­
tarios de los patios y despensas de las casas de uno y otro
siglo recuerdan la existencia de multitud de elementos
necesarios en la vida doméstica: candeleros, palmatorias
y despabiladeras, fondos, estribos, jeringas y em budos de
cobre; la romana, los frenos de las bestias, hachas y barre-
I m vida material en los espacios domésticos | 351

tones, el “fierro de herrar” y las planchas; el almirez para


triturar especies (que podía ser de cobre fundido o de pie­
dra), botijas vidriadas, tinajas de barro, bateas de madera
para lavar la ropa. Las petacas de cuero y el almofrej, que
era una bolsa de cuero para guardar ropa, se encontraban
en todo hogar. Un Tratado sobre economía doméstica, publi­
cado en Bogotá en 1848 recom ienda: “...El cuidado de una
señora de casa que se emplea en hacer sacudir y cubrir los
suntuosos muebles del salón debe extenderse hasta los
más humildes trastos destinados para el servicio dom és­
tico y la parrilla, los fuelles, el m ortero y la escoba están
encom endados a su cuidado de la misma manera que las
cóm odas, sofás y tocadores...”, con cuya enumeración des­
taca la coexistencia de dos mundos inmediatos pero anta­
gónicos: las ricas habitaciones de los primeros patios y los
truculentos espacios que iban de la cocina hacia atrás, do­
minio de los sirvientes y del pequeño zoológico hogareño
que, cuando menos, incluía perros, gatos, loros, pájaros
enjaulados y gallinas.

Alimentación y gastronomía
L o s indígenas fiieron tradicionales abastecedores de los
m ercados con una amplia variedad de productos agrícolas,
entre los que, para el siglo xvm, ya no se podía distinguir lo
nativo de lo advenedizo. N o obstante el asombroso reper­
torio vegetal, la preferencia fue, para la mesa española, las
carnes: el “m odo de poner un puchero”, según un manus­
crito fechado en Pasto en 1799, requería “carne de res o
vaca fresca, cordero, un pedazo de cecina, lengua salada,
jamón, tocino, salchichón, capón o gallina” ; en la lista de
com pras para recibir al virrey Manuel Guiror en 17 7 3 se
enumeran gallinas, pollos capones, pavos, pichones, chori­
zos, lenguas, codornices, cabritos, lomos, jamones de E s­
352 I AIDA MARTÍNEZ CARREÑO

paña y del país, atún, salmón, bacalao, pez de río (doncella


y capitán), carneros, terneras y novillas.
Desde España se traían cuñetes con alcaparras y acei­
tunas, botijuelas de aceite, granos, almendras, aguardientes
y vinos. La conservación de las carnes en salazón era rela­
tivamente sencilla por la abundancia de sal ya explotada
en la cordillera oriental desde antes de la Conquista; por el
contrario, el azúcar, extraído de la caña e introducida por
los españoles, fue un lujo y dado lo complejo de su elabo­
ración, los trapiches campesinos preferían dedicarse a pro­
ducir mieles o panela.
Los dulces daban el toque refinado a la mesa y equi­
libraban el exceso de proteínas animales; en el siglo xvm,
según la costumbre española, una mesa rica debía ostentar
un “ramillete” o plato de dulces muy adornado y vistoso
(para confeccionar los ramilletes con que se adornó la
mesa del recibimiento al virrey Gil y Lemos, en 1789, se
contrataron dos pintores por 22 pesos y los dulces con que
se “vistieron”, costaron 75 pesos). A continuación, las con­
fituras y dulces en sus variedades regionales: cocadas de
Cartagena, manjar blanco y plátanos pasos del Valle del
Cauca, bocadillos de guayaba de Vélez y Moniquirá, cara­
melos cristalizados de Zipaquirá, túmez de Nariño, frutas
cristalizadas del Socorro, dátiles de Soatá y muchos otros.
Estas delicadezas representaron, aún en el siglo pasado, el
punto más alto de la mesa nacional. Antes de tomar un
vaso con agua, era ritual el dulce.
El amasijo horneado, notable innovación culinaria, se
difundió y, en muchas fórmulas, la harina de trigo se reem­
plazó con la de maíz o con almidones provenientes de tu­
bérculos nativos como la yuca o la achira. En los últimos
años del siglo xvm, el economista Pedro Fermín de Vargas
conceptuaba en defensa del maíz: “...Las arepas tienen su
mérito... bien podría sacarse del maíz todo el partido que
La vida material en los espacios dom ésticos

Conducción de muebles.
Ramón T o rres M éndez.
Pintura. 1849.
Museo N acional N ° 639. Interior de com edor en Santa M arta.
G rabad o coloreado.
D ’O rbigny A lcide. Voyage pittoresque dans les deux
Amériques.
C h e z L . Tendré Libraire - Editeur. París. 1836 .
B iblioteca L u is-A n g e l A ran go. 9 1 8 o 71 v.

/ tr y * t* • S .
M erien da con chocolate. José
M aría G root.
A cu arela.
U tensilios nuevos.
Im preso.
M artín ez A ída. M esa y cocina en el
siglo X IX . Fondo C ultural
C afetero. 1985.

D am a bogotana.
Grabado.
A n dré. M . E . América
Pintoresca. T om o iii.
M on tan er y Simón
Editores. Barcelona. 1884.
La vida material en los espacios domésticos \ 353

se saca del trigo... lo que ahorraría mucho dinero que se


extrae a países extranjeros por razón de las harinas...” Aun­
que el trigo se cultivó intensivamente en las regiones frías y
las harinas, tanto importadas como de contrabando abas­
tecían amplias zonas, el pan fue siempre un lujo e incluso
dio origen a numerosos problemas: en 1875, cuando los
panaderos bogotanos suprimieron el pan de a cuarto, el
pueblo se amotinó y apedreó las ventanas de las casas de
algunos molineros y panaderos.
Maíz, papa, yuca, arracacha y plátano constituyeron la
base de las cuatro comidas diarias, reiteración de sopas,
cocidos y tazas de chocolate desde el desayuno hasta la
cena. Grasa de cerdo, cebollas y ajos, cominos y el achiote
indígena condimentaron y dieron color a una mesa abun­
dante pero de escasa variación en lo que va de uno a otro
siglo; durante el período colonial llegaban de España can­
tidades importantes de alimentos secos o en conserva que,
pese a lo difícil del transporte, se enviaban hasta las ciuda­
des del interior desde las cuales se abastecían lugares más
distantes: a mitad del siglo xvm Cali surtía a las provincias
del Chocó con carne, raspadura, conserva (manjar blanco
y dulce de guayaba), arroz, queso, ajos, harina, fríjoles, ta­
baco, jabón y sebo14.
Para acompañar la comida corriente se tomaba “agüe-
panela” o, preferiblemente, chocolate. En el contrato para
la alimentación de los superiores y alumnos de la Escuela
Normal de Institutores de Bucaramanga en 18 9 1,5, se des­
cribe el menú para cada día de la semana. El siguiente co­
rrespondía al día lunes:

14. Arboleda, Gustavo, Historia de C.ati, Cali, Imprenta Arboleda,


1928.
15. Revista L a esateta primaria, Hucaramanga, N ° 284-285, año v,
febrero 28, 1891.
354 I A ÍDA MARTINEZ CARREÑO

Desayuno-, una taza de caldo, un pocilio de chocolate de


azúcar con medio pan aliñado.
Almuerzo: Sopa de yuca, plátano y verduras. Cuatro on­
zas de carne asada, plátano maduro frito, una ojaldra y yuca
cocida, un pocilio de agua de panela y una tortica de pan.
Once: M elado con pan.
Comida-, Sopa de maíz. A rroz seco y torta de pan; puche­
ro compuesto de cuatro onzas de carne asada, yuca, plátano y
apio (arracacha), una taza de caldo y melado.
Refresco: Chocolate de azúcar con una tajada de pan y un
miriñaque y dulce, (tres días de azúcar y tres de panela.)

L a bebidas
Pese a que el cacao es una planta originaria de América, la
costumbre de beber chocolate provino de España. Consi­
derado “bueno para los enfermos y los sanos... panacea
universal y consolador de afligidos”, era desde comienzos
del siglo xvm la bebida predilecta y la primera atención
que se ofrecía a un visitante. Su preparación, que inicial­
mente incluía pimienta roja y almizcle, fue variando sin
dejar de ser compleja. En las casas neogranadinas lo ha­
cían triturando con una piedra de forma alargada y cilin­
drica las semillas del cacao, previamente tostadas, sobre
otra piedra plana bajo la cual se mantenía vivo un fuego de
carbón de palo; cuando la grasa del cacao se ablandaba
por efecto del calor, le añadían azúcar y especies (clavo,
canela, vainilla, nuez moscada) y se formaban las bolas o
pastillas. A la versión más económica, llamada chucula o
gamuza, le mezclaban panela y harina de maíz. Moler y
preparar chocolate era uno de los oficios domésticos me­
jor remunerados, oficio que fue desapareciendo con su in­
dustrialización a partir de 1877, cuando surgió la fábrica de
Chocolate Chaves.
La afición al café fue lenta e innovadora. Uno de los
La vida material en ¡os espacios domésticos | 355

primeros documentos que mencionan su servicio es el in­


forme sobre la recepción del virrey Messia de la Zerda en
17 6 1, cuando al finalizar la comida “pasó a otra pieza que
estaba cubierta de damasco carmesí, espejos, cornucopias
y su sitial, y en ella se sirvió el ramillete y café...” En 1823,
dice un francés: “...el café se cultiva escasamente y es poco
apreciado por los habitantes de la cordillera; se vende to­
davía en las boticas...” ; cincuenta años más tarde todavía se
cuestionaba su consumo cotidiano argumentando efectos
perniciosos sobre el sistema nervioso (especialmente en las
mujeres).
Según comentario de John Steuart, en 1836 “...quienes
se pueden permitir este lujo, toman té o café a eso de las
siete de la noche. El té está empezando ahora a ser muy
empleado, pero es difícil procurárselo bueno, incluso a tres
dólares la libra”. Descrito por un cronista bogotano como
“... insípida bebida, buena para el paladar de los ingleses”,
el té, en Medellin, a finales del diecinueve, era “...casi des­
conocido y se vendía en las boticas únicamente para reme­
dio”.
En el “refresco”, una de las tradiciones españolas olvi­
dadas en el siglo xix, se servía a los invitados dulces y golo­
sinas de todas clases con aguas azucaradas, naranjadas,
limonadas, alojas y horchatas que eran bebidas sin conte­
nido alcohólico. Los santafereños acostumbraban refrescar
dulce y chocolate.

Bebidas alcohólicas
Las bebidas fermentadas tuvieron un rol importante en las
costumbres nacionales y dentro de múltiples variedades, la
principal fue la chicha de maíz. Los indios la tuvieron
como base de su alimentación cotidiana y parte de sus
grandes solemnidades. Pese a que el gobierno español in­
tentó, sin ningún éxito, controlar y hasta suprimir su fabri­
3 5 6 | AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO

cación, en el siglo xvm se consumía copiosamente. El


“vino amarillo” era la bebida predilecta en las zonas más
altas de las cordilleras: en Bogotá, según censo de 1891,
había mas de 200 chicherías. Las gentes de zonas más cáli­
das preferían el guarapo, llamado también aguadulce, que
es una bebida clara y refrescante hecha a partir de las mie­
les de caña o con jugo de fruta fermentado.
El aguardiente, en un comienzo traído de España, se
comenzó a producir con base en la caña de azúcar desde
finales del siglo xvn y en 17 3 6 pasó a ser una renta contro­
lada por la Real Hacienda, aunque siempre menoscabada
por la producción clandestina, a nivel de industria casera.
Con la ilusión de estimular la producción local, después de
la Independencia se prohibió la importación de licores
destilados, forzando el consumo del aguardiente. En
Mompox, en 1823, dice un viajero francés: “...hay durante
el día diversos ratos consagrados a beber: son las siete, las
once, las dos, las cuatro, aunque antes de la noche cada
uno ha desocupado su botella...”
Las mistelas, licores dulces que se producían a nivel
doméstico, tenían su base en el aguardiente que se endul­
zaba con almíbar dándole variados sabores y colores con
la infusión de frutas, hojas o semillas. El gusto por las bebi­
das embriagantes, que los españoles señalaban como pecu­
liaridad de nuestro pueblo, hacía corriente su producción a
nivel doméstico y muchas casas tenían “alambique incor­
porado”. Naturalmente, no faltaban los conocedores que
preferían licores importados, como puede observarse en
las listas de platos de los banquetes y en las ofertas de los
comerciantes de “rancho y licores”.
La cerveza, un logro del espíritu empresarial europeo,
empezó a popularizarse a finales del siglo xix, cuando una
decena de fabricantes nacionales competía con los extran­
La vida material en los espacios domésticos \ 357

jeros ofreciendo la nueva bebida calificada como más sana,


alimenticia e higiénica.
Una variedad de elementos indispensables, aun para la
existencia más simple, se elaboraba al interior del hogar:
velas, harinas, conservas, embutidos, chocolate, jabones,
barnices, tinta, goma, alcoholes, vinagres, cosméticos, me­
dicamentos y hasta pólvora. Ya bien entrado el siglo xix,
todos estos productos eran todavía el frecuente resultado
de una primitiva alquimia doméstica para la cual se dispo­
nía de espacio, de tiempo y de mano de obra.
En el transcurso del siglo xix la cocina, la utilería y la
comida evolucionaron notablemente gracias a múltiples
influencias culturales, a un mayor intercambio comercial y
a las nuevas tecnologías de conservación de alimentos. El
cambio no fue fácil y requería una decidida voluntad: por
ejemplo, en 1879, una cocina comprada en Francia por el
señor Carlos Michelsen en 63.25 pesos oro, pagó por dere­
chos, transporte, bodegaje y otros gastos, una suma supe­
rior a su costo y cuando llegó a Honda, un año más tarde,
se liquidaba en 137.85 pesos oro. Para finales de la centu­
ria, en los círculos elitistas, se evidenció una corriente
gastronómica, se instalaron cafés y restaurantes, se dispuso
de algunos cocineros expertos y las fondas dieron paso a
los hoteles que introdujeron platos internacionales; estos
cambios contribuyeron a aumentar los contrastes entre ri­
cos y pobres, gentes de ciudad y de campo, personas ins­
truidas o ignorantes.
Con lentitud fíie surgiendo la producción industrial y
ya en las últimas décadas del siglo xix aparecen unas pocas
ofertas publicitarias de fábricas de alimentos, productos
medicinales y de tocador. También se anuncia la importa­
ción de innovaciones para la vida hogareña como máqui­
nas de coser, lámparas mágicas, máquinas de lavar “que no
dañan la ropa y sí la desinfectan”, estufas para carbón de
3 5 8 | AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO

piedra “que mantienen el horno caldeado constantemente


y un caldero para el agua caliente”, denotando una dinámi­
ca de progreso y cambio que es perceptible en todas las
formas de la vida material.

La ropa: entre la necesidad y el lujo


Muy limitado hubiera sido el rol y por consiguiente la
utilidad de los comerciantes, si las ciudades americanas se
hubiera mantenido al margen de la moda europea. Quizá
por ello fueron acuciosos e infatigables en el suministro de
sus novedades, prestando invaluable servicio a la mentali­
dad colonial obsesionada por clasificar a los individuos se­
gún su dignidad, procedencia, rol, oficio, etnia y sexo.
Vestirse a la española, así fuera con paños tejidos en
Quito, daba prestancia y era un anhelo de indígenas, mes­
tizos y criollos; los esclavos, cuyo vestuario, controlado
por las leyes de Indias y por los amos se reducía a los géne­
ros más baratos -listado, gante, crudo, coton y cholete-
cuando podían escapar a la vigilancia oficial se convertían
en grandes consumidores de géneros de lujo.
Los contrabandistas, con sus bases de operación en las
Antillas, libres de fianzas y trámites, fueron activos provee­
dores de harinas, negros y ropas de contrabando. A las
bocas del Atrato llegaban las embarcaciones holandesas
con géneros que se introducían en barcazas hasta los sec­
tores mineros del Chocó; en una relación de ropas entra­
das en 1736 se cuentan “...encajes de toda calidad, puntillas
de oro y plata de París, sombreros negros y blancos de Pa­
rís... cortes de vestido de seda y de paño... vestidos borda­
dos de seda y oro, frisas de oro, brocados, tafetanes dobles
y sencillos, tafetanes de Inglaterra... damascos de todos los
colores, medias de seda de mujer con cuchillas de oro y
plata, listonerías francesas...” en abundancia tal que “...has­
ta las mujeres compraban, vendiendo para ello sus joyas y
La vida material en los espacios domésticos \ 3 59

sartales”. En resumen, la ropa era oro para el vendedor y el


oro era ropa para el minero, fuera cual fuera su color.
A partir de 1778 los mercaderes españoles y criollos
tuvieron libertad para introducir mercancías provenientes
de España y de otras colonias; bajo el nombre de “merca­
derías de Castilla” quedaban comprendidos los productos
de las nuevas fabricas catalanas y valencianas y los géneros
provenientes de Francia, Holanda e Inglaterra.
En el traje primaba el deseo de ostentación y la idea de
comodidad le era ajena; por ello los niños “sufrían” de ves­
tidos tan suntuosos como los de sus padres: en 1777, el
ropero de María Dolores Hernández, niña de diez años,
incluía dos sayas negras, cinco polleras con adornos de
plata y de oro, camisas bordadas en seda, pantuflos de ter­
ciopelo con punta de plata, medias de seda con cuchillejos
de plata y costosos pañuelos.
La saya, el vestido de mayor gala, era de raso o seda y,
si muy rica, de terciopelo o brocato, y se consideraba “pe­
culiar de las señoras” como consta en quejas presentadas
en Valledupar en 1807, por doña Concepción Loperena de
Castro contra dos pardas libres, de profesión costureras,
que dieron en ir a la iglesia con saya, mantón y abanico.'6
Una dote pequeña (308 pesos) de la hija de una familia
criolla, incluía en 1804:

-U n a saya de paño de seda 16 pesos.


-U na mantellina 3 pesos.
-U n sombrero de pelo 5 pesos.
-U na camisa de estopilla y mangas de olán 7 pesos 4
reales.
-U n as naguas de bretaña 6 pesos.
-U na camisa de mnncelina 6 pesos.

16. ac;n , Colonia, Policía u , F19 8 a 232.


36 0 | AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO

-D o s pares de medias 3 pesos.


-U na camisa 2 pesos.
-D o s pares de naguas de saraza 2 pesos.'7

Comúnmente la ropa valía más que las joyas: una cruz


de lazo de oro con “piedras francesas” y aritos del mismo
material con ciento veinte esmeraldas se estimaba en 55
pesos, igual que una saya de terciopelo; una sortija de es­
meraldas valía 5 pesos, en tanto que una mantellina con
vueltas de raso alcanzaba los 12 pesos.'8 Quizá las joyas
que comúnmente aparecen en las relaciones de dote fue­
ron trabajos artesanales de regular calidad, algunas en
tumbaga, lo cual podría explicar su abundancia y su poco
valor comparativo; las perlas de la Guajira, trabajadas en
Ríohacha por oficiales plateros ayudados por mujeres, se
usaban en cruces, collares, pulseras y otros “adornos muje­
riles”, que no alcanzaban mayor precio: una manilla con
doce hilos de perlas costaba 3 pesos. Los guajiros, dice el
jesuita Antonio Julián, cambiaban perlas por armas de fue­
go, comida o lienzos y preferiblemente por “hayo”: una
mezcla de hojas de coca, cal y cenizas.
A finales de la Colonia se impusieron uniformes para
los distintos cuerpos militares, con calzón ajustado bajo la
rodilla, media de punto y sombrero “de tres picos”. Por
Real Orden del 28 de diciembre de 1790, se dispuso que
inclusive los administradores principales de rentas en la
Nueva Granada, incluidos los de aguardientes, usaran uni­
forme. Al comienzo de la República los visitantes extranje­
ros registraron la pobre indumentaria de la oficialidad y la
misérrima de la tropa, que ni siquiera llevaba calzado.

17. Notaría Unica de Girón, tomo 19 0 3-19 0 4 F127V.


18. Notaría Única de Girón, dote de Teresa Rev, julio 30 1800.
Dote de Ignacia Serrano, junio 19 T798. Dote de Josefa Micaela
I/aguado, Pamplona, 1770.
La vicia material en los espacios domésticos | 361

También observaron con sorpresa el anticuado vestido de


las neogranadinas y con sus críticas contribuyeron a pre­
sionar el cambio.
Los hombres, que ya habían adoptado el pantalón lar­
go, las botas y la levita, en la pobreza que siguió a las gue­
rras de Independencia llevaban un redingote, o abrigo
largo, para esconder una vestimenta desgastada; tan encu­
bridora como éste, la ruana, prenda mestiza por excelen­
cia, se había expandido por toda América en el siglo xvm y
fue, durante éste y el siguiente siglo, común a ricos y po­
bres, los primeros para montar a caballo y los segundos
como única cobertura. Parte de la rutina doméstica se de­
dicó al cuidado de la ropa: “...hay siempre mucho que re­
mendar y componer, porque los muchachos rompen que
es un gusto. En casa se almidona los martes: de manera
que los lunes hay que apuntar lo roto, registrando minu­
ciosamente pieza por pieza la ropa limpia...” '9
Por razones económicas y de aislamiento, en las pobla­
ciones pequeñas mantuvieron su vigencia algunos rasgos
del vestido femenino contemporáneo de la Independencia
que era, a su vez, una mezcla de caracteres del vestido es­
pañol de los siglos anteriores:

...anchísimas enaguas de bayeta de Castilla y mantellina


de la misma tela; ropa interior de lienzo ordinario (llamado
“de la tierra"); camisa de blanco lienzo con arandelas de Bre­
taña, bordadas de ojalillos o de hilos, lanillas y sedas de colo­
res, de manga muy corta y grande escote, que las damas
cubrían con el indispensable pañuelo “rabo de gallo”, de an­
cha cenefa floreada y vivos colorines, o de lanilla o seda; finas
alpargatas de capellada labrada, sujetas a los pies con hila-

19. Misión de la madre de familia, F J Iris, año 1, tomo 11, Bogotá,


septiembre 16 de 1866.
36 2 | AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO

dillos de hilo de Castilla; sombreros de alta copa y medianas


alas con cinta negra; zarcillos, gargantillas de meloncillos de
oro, anillos de plata u oro, e indispensablemente, devoto rosa­
rio de coquito, con extremo, cruz, pasadoras y cucharilla para
los oídos, de oro...20

Cuando pasó de moda, éste se consideró un traje típico


y luego se convirtió en vestido nacional. Su proceso resu­
me, en buena parte, el de nuestra vida material.
Las libertades comerciales de mediados del siglo pasa­
do propiciaron el cambio entre las clases altas, que ajusta­
ron su indumentaria a la moda internacional (entre 1849 Y
18 5 1 las telas y pasamanería crecieron del 63,09% al
73,60% del total de las importaciones colombianas por la
aduana de Santa Marta). Si hasta entonces sobrevivió la
antigua producción artesanal de lienzos de algodón, cuyo
centro fue El Socorro, fue para vestir los más pobres.
Imposición cultural y aislamiento determinaron las
costumbres propias de las ciudades neogranadinas y sus
modificaciones surgieron con los cambios políticos, impul­
sadas por épocas de bonanza económica. Por encima de
modas e influencias foráneas, algunos rasgos que provie­
nen de nuestro pasado indígena perduraron, dando identi­
dad y complejidad al ejercicio de lo cotidiano.

20. Forero Reyes, Camilo. Historias de m i tiem ua y de otras tierras,


Bucaramanga, Fusader, 1989.
El com ercio en la vida económ ica
y social neogranadina
ANTHONY
M CFARLAN E
Traducción de Elvira Maldonado de Martín

.El mundo comercial de la colonia neogranadina estaba


conformado por una gran variedad de compradores y ven­
dedores, entre los más importantes los comerciantes, que
controlaban la importación y la distribución de la mercan­
cía. Después de ellos y en orden decreciente en relación
con su riqueza e importancia en la escala social, podemos
distinguir diversos tipos de negociantes: los mercaderes, in­
mediatos compradores de las importaciones a los comer­
ciantes y encargados de la redistribución y venta al por
menor; los tratantes, o detallistas a nivel local o regional;
los tenderos de las ciudades, quienes conservaban peque­
ñas existencias de mercancías para realizar ventas perma­
nentes al menudeo; y en la base de la pirámide comercial
estaban los vendedores ambulantes y los buhoneros que
vendían sus mercancías en las calles y en los mercados de
pueblo. En este ensayo nos ocuparemos de los comercian­
tes, individuos que, debido a sus conexiones comerciales
trasatlánticas, su experiencia profesional y la situación que
les proporcionaba el ser miembros de asociaciones mer­
cantiles, se consideraban los comerciantes propiamente di­
chos y sus funciones y posición eran comparables a las de
quienes formaban parte de la clase comerciante española.
36 4 | ANTHONY MCFARLANF.

De hecho, durante el período colonial, muchos de ellos


eran españoles procedentes de los grupos de comerciantes
andaluces que ejercieron el dominio sobre la carrera de In­
dias.
Los primeros mercaderes que operaron en el territorio
colombiano fueron los procedentes de Santo Domingo,
quienes trajeron productos alimenticios, ganado y arma­
mento para satisfacer las necesidades de los conquis­
tadores y los encomenderos, fundadores de poblaciones
en la costa caribe durante la décadas de 1520 y 1530. Pos­
teriormente, después de la fundación del Nuevo Reino de
Granada por parte de Jiménez de Quesada y de la exten­
sión de la colonización española hacia las regiones de
Popayán y de Antioquia, los mercaderes peninsulares pro­
veyeron a la creciente red de poblaciones coloniales con
los géneros de Castilla, de gran importancia para quienes de­
seaban conservar un estilo de vida español. Por otra parte,
estos primeros mercaderes, junto con los encomenderos y
los mineros, desempeñaron también un papel muy impor­
tante en el establecimiento de poblaciones que Rieron base
fundacional de la sociedad hispánica colonial y a la vez
abrieron las vías que comunicaban estos centros urbanos
con el mundo exterior.
La mayoría de comerciantes que trajeron mercancía
europea a la Nueva Granada fueron españoles. Hacia la
década de 1540 el Consulado de Sevilla se había apodera­
do del monopolio del comercio España-América y mu­
chos de los mercaderes que llegaron a la Nueva Granada
actuaban en representación de los negocios andaluces. El
principal puerto de entrada era Cartagena de Indias que,
una vez establecido como principal puerto de la Colonia,
se convirtió en la residencia de algunos de los comercian­
tes más importantes. En 1579 los funcionarios y vecinos
más importantes incluían 18 “vecinos mercaderes”. Se tra­
E l comercio en la vida económica y social neogranadina | 365
taba de mercaderes especializados, que sacaban beneficios
de sus conexiones con los sistemas de flotas que traían
mercancías europeas desde Sevilla hasta Cartagena. Todos
ellos, con excepción de un genovés, eran españoles penin­
sulares, procedentes de Sevilla, Triana, Almodóvar del
Campo, Toledo, Vitoria y Plasencia; además, todos ellos
eran hombres relativamente acomodados, cuyas “rentas”
excedían aquellas de la mayoría de los vecinos y en algu­
nos casos eran mayores que las de los gobernadores y
principales oficiales reales. La riqueza de los mercaderes
reflejaba los altos precios de venta de los vinos, las aceitu­
nas, el aceite de oliva, los tejidos y los productos manufac­
turados obtenidos en la pujante economía de la colonia;
por oti*n parte su estilo de vida era comparable al de la elite
emergente de los encomenderos y los funcionarios guber­
namentales en Cartagena1.
Alrededor de este centro de importadores residentes
en Cartagena había muchos otros que tenían cierta movi­
lidad entre España y Cartagena y entre ésta y el interior
de la Nueva Granada. A partir del año 1580, un creciente
número de esclavos era traído a Cartagena por mercaderes
españoles y portugueses y debido a su creciente demanda
para trabajar en las minas de oro del interior, este comer­
cio se hizo muy rentable para los mercaderes, especial­
mente aquellos que podían llevar tanto esclavos como
provisiones directamente a las regiones mineras. La distri­
bución de las importaciones y otras mercancías a los
colonizadores españoles llevó a los mercaderes a muchas
poblaciones del interior y esto les permitió crear redes de
clientes y socios entre los encomenderos, mineros y

1. Borrego Plá, María Carmen, Cartagena de Indias en el siglo xn, Se­


villa, 1983 págs. 373-387.
36 6 | ANTHONY MCFARI.ANE

funcionarios que ocupaban posiciones de liderazgo en la


sociedad colonial.
El desarrollo de la minería del oro fue de gran atrac­
ción para los mercaderes y hacia finales del siglo xvi Santa
Fe de Bogotá, Tunja y Popayán, se habían convertido en
los centros más importantes para los mercaderes que co­
merciaban en el interior. Nuestro conocimiento de sus
actividades no es muy profundo, pero los negocios de Juan
de Alavis nos permiten inferir la forma en que se realiza­
ban los mismos. En 1568, Alavis trajo una gran cantidad de
mercancías desde España, un tercio de esta importación
fue pagado por el contador de la Real Caja de Cartagena,
quien estaba utilizando ilegalmente las rentas reales para
su beneficio personal. Alavis pensaba redistribuir estas
importaciones en el interior, donde mantenía una amplia
red de contactos en Tocaima, Mariquita, Ibagué, Vitoria,
Remedios, Tunja, Vélez, Pamplona, Muzo y La Palma. Su
vida no era nada fácil puesto que tenía que viajar mucho
en el interior para cultivar sus contactos y supervisar sus
negocios; para esto debía visitar con frecuencia a sus deu­
dores y acreedores, en tiempos en los cuales viajar era em­
presa ardua y riesgosa. Claro está que esperaba obtener
considerables beneficios económicos. Alavis le hizo saber
a su socio en Cartagena que el margen de ganancia espera­
do era más del 100 por ciento, siempre y cuando hicieran
importaciones a gran escala directamente desde Sevilla; la
vinculación de Alavis con un funcionario gubernamental
refleja el entusiasmo generalizado por el comercio entre
quienes poseían un capital que les permitiera formar parte
del mismo.
Los encomenderos y los oficiales reales con frecuencia
se vinculaban al comercio ya fuera comprando directa­
mente a los barcos que llegaban de España o formando
sociedades con los comerciantes. Los oficiales de gobierno
E l comercio en la vida económica y social neogranadina | 367

estaban autorizados para importar artículos de uso perso­


nal libres del impuesto de almojarifazgo y esto los situaba
en una posición privilegiada que les permitía comprome­
terse con empresas comerciales especulativas. De hecho,
muchos de los oficiales reales y de los clérigos que vinie­
ron a las colonias realizaron operaciones comerciales. Las
denuncias hechas a finales del siglo xvi y principios del x v i i
en relación con oficiales de gran importancia comprometi­
dos en el tráfico ilegal, incluían oidores de la audiencia de
Santa Fe, gobernadores provinciales, obispos, y sugieren
que la práctica de importar cantidades considerables de
artículos para la reventa se había convertido en operación
rutinaria entre los oficiales tanto eclesiásticos como estata­
les. Se dice que cuando el visitador Juan Bautista de Mon­
zón viajó desde Cartagena a Santa Fe en 1579, importó
cerca de quince toneladas de artículos, requiriendo para
dicho fin siete canoas de 2 0 0 toneladas para transportar
estos artículos por el río Magdalena y , además, 1 0 0 ca­
ballos para el transporte terrestre. Lo anterior es posi­
blemente una exageración, pero la importación ilegal
realizada por oficiales que trabajaban con frecuencia en
compañía con los mercaderes era operación común du­
rante el período del gobierno español; imponer altas tasas
de impuestos sobre las importaciones desde Europa era
siempre un poderoso incentivo al comercio ilegal para
quienes querían mejorar sus ganancias2. De hecho, el co­
mercio de contrabando era una práctica extendida en to­
dos los niveles sociales, de esta forma una buena parte del
comercio de la Nueva Granada evadía los impuestos del
estado colonial.
Así, los oficiales estatales se comprometían con el co-

2. Colmenares, (ierm án, Historia económica y mQ/ll,


‘R V 'TQ- Bogotá. 1973. págs. 289-290.
36 8 | ANTHONY MCFARLANE

mercio y los comerciantes podían ejercer sus habilidades


en el gobierno. Juan de Alavis de nuevo nos sirve como
ejemplo: en 1577, llegó a ser secretario de la audiencia y
parece que estableció residencia permanente en la capital;
su hijo llegó a ser alcalde ordinario de la ciudad y en 16 13
fue nombrado tesorero de la Casa de la Moneda. La incor­
poración de Alavis y su hijo en la sociedad colonial cons­
tituye uno de los ejemplos de un modelo que llegó a ser
común durante el período colonial, puesto que muchos
de los mercaderes inmigrantes establecieron residencia
permanente en las ciudades coloniales, especialmente en
aquellas en las cuales residían los encomenderos adinera­
dos, los terratenientes, los mineros y los oficiales reales que
poseían el dinero necesario para adquirir objetos de lujo.
Y a en 1576, la audiencia informó a la corona que había
muchos “mercaderes” residiendo en Tunja y en Santa Fe e
informaron que dichos mercaderes deberían ser autoriza­
dos a ocupar posiciones de alcaldes y regidores, así como
otros “vecinos honrados”, con el fin de equilibrar el poder
de los encomenderos locales. Hacia 16 10 , un grupo peque­
ño de 14 o 15 comerciantes dedicados a las importaciones
desde España y Cartagena se había establecido en el cora­
zón de la sociedad de Tunja. Poseedores de propiedades
que costaban entre 10 000 y 80 000 pesos, éstos eran los
encargados de aprovisionar la ciudad con mercancías eu­
ropeas traídas en recuas de muías desde Honda; así, su co­
mercio de importación, junto con alimentos y material de
lana y algodón producido en la región de Tunja, se expan­
dió hacia el occidente del río Magdalena, las poblaciones
mineras de Antioquia y por el sur, hasta Santa Fe y Popa-
yán. Es indudable que su riqueza les llevó a ser vecinos dis­
tinguidos de Tunja, con posibilidades de vivir al nivel de
las familias más importantes y de los funcionarios que ocu­
paban las casas más grandes situadas alrededor o en las
E l comercio en la vida económica y social neogranadina | 369
cercanías de la plaza central. Los comerciantes de Popa-
yán ocuparon posiciones de importancia similar en la so­
ciedad de su ciudad, ellos eran peninsulares inmigrantes
que se habían casado con miembros de familias distingui­
das de la sociedad local. Alonso Hurtado del Águila, por
ejemplo, era un comerciante procedente de Toledo, quien
después de contraer nupcias con la sobrina de un enco­
mendero y terrateniente de Popayán, siendo aún comer­
ciante en Cartagena, se trasladó posteriormente a Popayán
en donde estableció su residencia. Hacia 16 16 llegó a ser
uno de los mercaderes más importantes de Popayán, ya
que era el dueño de ocho almacenes localizados en la
plaza mayor, de una encomienda, de varias estancias, de
ganado, de muchas casas, de una mina (herencia de su es­
posa) y de esclavos que eran utilizados para realizar traba­
jos en las minas que había adquirido en Alamaguer y en
Caloto. Fue en distintas ocasiones alcalde y teniente de
gobernador, sirvió con alguna frecuencia de fiador a fun­
cionarios locales, fue ejecutor de testamentos para otros
mercaderes y compadre de familias importantes. En resu­
men, Hurtado llegó a ser un miembro muy importante de
la elite de Popayán, dueño de esclavos, tierras y casas,
hombre influyente del gobierno y la política local’.
A pesar de su éxito personal, los comerciantes como
Hurtado del Aguila no llegaron a establecer dinastías mer­
cantiles ni sentaron las bases para la formación de una cla­
se comerciante que tuviera la coherencia y la continuidad
de aquellas de las capitales de Perú y de México. La relati­
va debilidad de los comerciantes de la Nueva Granada se
reveló en 1695, cuando un grupo de cerca de 20 mercade­
res de Bogotá, intentó establecer un covstdado de comercio

3. Marzhal, Peter, Tmvn in the Empire: Government, Politics tintI


Society in Seventeenth-Century Popayán, Austin, Texas, 1978. págs. 3 1-32 .
37° I ANTHONY MCFARLANF,

siguiendo el modelo de los de Lima y Ciudad de México4.


Este Consulado de Santafé no sobrevivió por mucho tiem­
po, sus miembros no fueron capaces de cumplir con sus
obligaciones financieras con la corona y el consulado fue
cerrado en 17 13 . Este hecho refleja la incapacidad de los
comerciantes neogranadinos para conservar una institu­
ción de este tipo5. Sólo después de ochenta años se formó
una nueva asociación de comerciantes en la Nueva Grana­
da; pero en esta ocasión se estableció en Cartagena de In­
dias, centro principal de los comerciantes en la colonia. A
pesar de lo anterior, no se debe subestimar la importancia
de los comerciantes inmigrantes en la sociedad colonial,
puesto que ellos proporcionaron nuevas riquezas a las fa­
milias criollas, de las cuales llegaron a ser miembros por
sus matrimonios y puesto que gracias a su presencia man­
tuvieron contactos entre las sociedades cerradas estableci­
das localmente en las provincias de la Nueva Granada y el
mundo más amplio de España y su imperio.
Hacia el siglo xvm los comerciantes más importantes
de la Nueva Granada estaban establecidos en Cartagena
de Indias, puerto y plaza fuerte, que se había convertido en
el eje del comercio exterior de la Nueva Granada, puesto
que era el primer puerto de llegada de las flotas trasa­
tlánticas que aprovisionaban la Suramérica española, y el
lugar de convergencia de los comerciantes provinciales en
sus viajes para comprar mercancía europea a los mercade­
res de la ciudad a fin de revenderla en el interior. Así, du­
rante el transcurso del siglo xvm, cuando el comercio de la
Nueva Granada se extendió con el crecimiento de la
producción de oro de la colonia, la comunidad mercantil

_____________________________________ i___________
4. Archivo General de Indias, Consulados 68, Pretensiones de los
comerciantes del Nuevo Reino de Granada, Madrid, 23 de marzo,
1965.
E l comercio en la vida económica y social neogranadiua \ y ]\

de Cartagena hizo una contribución de gran importancia a


la vida social de la ciudad v, a través de su comercio, a la
vida económica de la Nueva Granada en general.
Antes de la abolición de los Galeones de Tierra Firme,
durante la guerra anglo-española de 1739 a 1748, los co­
merciantes de Cartagena no realizaron transacciones inde­
pendientes con F)spaña, ya que dependían de los cargadores
a ludias, comerciantes españoles que viajaban con las flotas
a vender mercancías en las ferias de Cartagena y Porto-
belo, y regresaban posteriormente a España. Los comer­
ciantes residentes en Cartagena compraban mercancía de
las flotas, durante las ferias, para revenderla a mercaderes
provincianos y a distribuidores locales. De acuerdo con la
ley española, los comerciantes residentes en América no
podían recibir cargamentos consignados directamente a su
nombre, ni estaban autorizados para enviar cargamentos a
las metrópolis; estas transacciones sólo las podían realizar
por medio de los españoles miembros de la Utiiversidad de
Cargadores a Indias, por tanto los comerciantes en la Nueva
Granada estaban limitados a comerciar dentro de la co­
lonia, en donde actuaban como distribuidores de las im­
portaciones traídas por las flotas. A pesar de esto, los
comerciantes de Cartagena conformaban un grupo prós­
pero de personas que tenían un estilo de vida muy especial
en la ciudad. Cuando Jorge Juan y Antonio de Ulloa visita­
ron la ciudad en 1735, observaron que los comerciantes
que “mantienen las Casas de Comercio... son los que dis­
frutan más floridos caudales”; hecho que los distinguía de

5. Smith, Rohert S., “T h e Consulado in Santa Fe de Hogotá",


Hispanic American Historial Review, vol. 45, 1965, págs. 442-447;
Luccna Salmoral, Manuel, “ Ixis Precedentes del Consulado de Carta­
gena: F 1Consulado de Santa Fe (16 5 -17 13 ) y el Tribunal del Comercio
cartagenero", Estudios de Historia Soria! )’ Económica de América, N ° 2,
Universidad de Alcalá de Henares, 1986, págs. 179-198.
372 | ANTHONY MCFARLANE

“las familias de criollos blancos (que) son los que poseen


los bienes de Tierras o Haciendas”6.
Durante la primera mitad del siglo xvm los cargadores
dominaron el comercio canalizado a través del sistema de
flotas de Sevilla y Cádiz; desde mediados de siglo en ade­
lante y, debido a que los galeones fueron suprimidos
y reemplazados por los navios de registro, se fortaleció la
comunidad mercantil cartagenera. Com o a partir de en­
tonces el comercio se realizaba en navios de propiedad in­
dividual y no en convoyes que realizaban viajes periódicos,
los mercaderes peninsulares dejaron de viajar en grupo,
para encontrarse con sus contrapartes coloniales en luga­
res y fechas predeterminadas para realizar intercambios
cortos e intensivos. El comercio de ultramar empezó a ser
controlado por residentes en la colonia, puesto que esta­
ban en posición de proporcionar un flujo constante de in­
formación acerca de las condiciones del mercado local y
podían además manejar el flujo, más lento pero más per­
manente, de los negocios transportados por los navios de
registro. Por otra parte, la corona también alivió las regla­
mentaciones que regían la participación en el comercio
trasatlántico al permitir a los ciudadanos americanos em­
barcar mercancías, hacia y desde la metrópoli, sin tener
que utilizar los cargadores como intermediarios7. Estas mo­
dificaciones de las reglamentaciones sobre el comercio
trasatlántico no desplazaron de inmediato a los cargadores,
pero el hecho de aliviar las restricciones comerciales favo­
reció, sin duda alguna, el desarrollo de una elite mercantil
en la Nueva Granada, especialmente en Cartagena. Al re­

6. De Ulloa, Jorge Juan y Antonio, “Relación Histórica del Viage


hecho de orden su Magestad a la America M eridional", Madrid. 1 748,
pág. 40.
7. Antúñez y Acevedo, Memorias históricas, págs. 300-305.
EJ comercio en ¡a vida económica y social neogranadina | 373

emplazar las flotas suramericanas por barcos de registro,


los comerciantes transeúntes, que habían dominado el co­
mercio de la colonia en la era de los galeones, fueron
reemplazados por individuos residentes en Cartagena du­
rante años y que llegaron a identificarse con la colonia y su
comercio.
Se tratara de cargadores tnatricidados o comerciantes veci­
nos, los comerciantes que organizaron el comercio español
a través de Cartagena eran españoles peninsulares todos
ellos, que actuaban como intermediarios de las casas co­
merciales de Cádiz y como agentes del comercio organiza­
do en Cádiz. Los registros de embarcaciones que viajaban
entre Cartagena y España durante las décadas de 1760 y
1770, muestran que la mayoría del comercio se realizó de
esta forma. La vieja forma comercial, mediante la cual los
hombres de Cádiz cruzaban el Atlántico para vender sus
mercancías en Cartagena y Portobelo, no fue suprimida
del todo, pero a finales del siglo xvm la mayoría de los ne­
gocios lo realizaban comerciantes peninsulares residentes
en Cartagena, que organizaban el flujo de las importacio­
nes provenientes de España y que, a su vez, se intercam­
biaban por oro y otros lujos8.
La mayoría de estos comerciantes eran emisarios de
las casas comerciales de Cádiz enviados a Cartagena para
recibir los embarcos y organizar los envíos desde allí, eran
con frecuencia miembros de firmas de propiedad de fami­
lias españolas que necesitaban agentes que manejaran sus
negocios en el puerto9. Los registros de las embarcaciones

8. De la Pedraja Tom an, René, “Aspectos del Com ercio de Carta­


gena en el Siglo xvm ," Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cul­
tura, 8, 1976, págs. 10 7 -12 5.
9. M cFarlane. Anthony, “Comerciantes y M onopolio en la Nueva
(¡ranada: F.l Consulado de Cartagena de Indias”, Anuario Colombiano de
Historia Social y de la Cultura, n , 1983. págs. 49-52.
374 I ANTHONY MCFARI.ANE

muestran que los mercaderes con frecuencia no trabajaban


con exclusividad para una casa comercial; por lo general se
encargaban del manejo de mercancías enviadas “por cuen­
ta y riesgo” de varios mercaderes en la península. Los em­
barques que salían de la colonia, se enviaban de la misma
forma. Si su primera función era actuar como representan­
tes o agentes por comisión, los registros de embarque de la
década de 1760 y los primeros años de la década de 1770,
muestran muchos casos de mercaderes residentes en Car­
tagena que realizaban importaciones y exportaciones por
su cuenta. Esta forma de comerciar parece ser, sin embar­
go, la forma minoritaria de realizar negocios. La mayoría
del comercio se origina en España y la principal actividad
del comerciante cartagenero era la venta de importaciones
y el envío de las exportaciones bajo comisión.
El tipo y la magnitud de dichos negocios está ilustrado
por una disputa legal relacionada con los bienes de Anto­
nio Paniza, un comerciante español que murió en Carta­
gena en 1778. Cuando los negocios de “Paniza, Guerra de
Mier y Compañía” fueron afectados por la muerte de
Paniza, sus libros reflejaban la magnitud de las actividades
en las que un comerciante de Cartagena se podía com­
prometer. Muchas de las deudas más importantes de la
compañía eran por sumas relativamente pequeñas, que
representaban compromisos de distribuidores que habían
recibido las mercancías a crédito de los almacenes de la
compañía; otras, generalmente sumas mucho mayores, re­
presentaban deudas de mercaderes en Cartagena y en
otras ciudades en el interior y en el exterior, como la
Habana, Madrid y Portobelo. “Paniza, Guerra de Mier y
Compañía”, aparentemente actuaban como banco tam­
bién, puesto que hacían préstamos en efectivo a clientes
adinerados. El obispo de Santa Marta y otros clérigos se
contaban entre sus deudores; también lo era un detallista
E l comercio ai la vida económica y soda! neogranadina | 375
de Cartagena que había hipotecado su casa a un interés del
5 por ciento anual. Los activos de la compañía compren­
dían también propiedades urbanas y rurales, incluyendo
una hacienda y su pequeña fuerza de esclavos y cuatro ca­
sas en Cartagena. Las propiedades de Paniza fueron
avaluadas en más de 150 000 pesos, de los cuales cerca de
44 000 estaban representados por efectivo y mercancías y
los 74 000 restantes eran deudas comerciales contraídas
con él10. Según los estándares del siglo xvm, en la Nueva
Granada estos bienes eran considerados bastante grandes
e indican que los importadores más importantes de Carta­
gena obtenían ganancias considerables.
Los comerciantes de esta talla formaban la elite comer­
cial de la ciudad y constituían un grupo relativamente pe­
queño (entre 30 y 50 hombres a finales del siglo xvm) que
superaba, tanto en riquezas como en posición social, a los
mercaderes que vendían mercancías al menudeo dentro de
la ciudad y en las provincias; además, podían disfrutar de
un estilo de vida que se equiparaba al de los funcionarios
más importantes y a quienes pertenecían a las familias
criollas de más alto rango. La mayoría de ellos vivía en el
mismo barrio en Cartagena, en donde tenían casas muy
grandes en las que residían sus familias y sus empleados
más importantes (familiares provenientes de España en su
gran mayoría); también tenían allí sus almacenes. Los
comerciantes de Cartagena poseían además casas de cam­
po en Turbaco, lugar en el cual podían disfrutar descan­
sando del calor y la congestión de la ciudad en compañía
de otras familias integrantes de la elite cartagenera.
La posición privilegiada de los comerciantes de Carta­
gena en el comercio neogranadino fiie reconocida oficial­

10. Archivo Histórico Nacional de Colombia, Testamentarias de


Bolívar, tomo 26, fols. 917-995.
3 jf> | ANTHONY M CFA R LAN E

mente en 1795, año en el que la corona autorizó el estable­


cimiento de un Consulado de Comercio en Cartagena,
asociación de comerciantes con jurisdicción comercial,
que cubría el virreinato de la Nueva Granada y estaba en­
cargada de presentar proyectos de mejoramiento econó­
mico. Fundado sobre un ola de retórica optimista y de
buenas intenciones, el consulado no fue capaz de realizar
una labor reconocible diferente a la de señalar el status de
los comerciantes de la ciudad. Llegó a ser una institución
con fines estrechos, cuyo fundamento estaba constituido
por comerciantes españoles que se rotaban las posiciones
en el consulado entre ellos mismos y le prestaban muy
poca atención a las necesidades de la región, cuando éstas
salían de los límites de Cartagena. La red de relaciones fa­
miliares que existía entre los principales comerciantes de
Cartagena era tan estrecha, que prestar los servicios al
consulado llegó a ser casi asunto familiar y las relaciones
de negocios eran reforzadas por relaciones de sangre y
matrimonio.
Esta “rosca” de comerciantes de Cartagena, a pesar de
su notoria composición peninsular, no estaba fuera de la
sociedad colonial, puesto que algunos de los comerciantes
se casaron con miembros de la sociedad criolla estable­
ciendo lazos con la elite local. Los comerciantes de Carta­
gena no tenían relaciones estrechas con la elite criolla del
interior. Dada su clara dependencia e identificación con las
fortunas provenientes del comercio trasatlántico español,
la clase comerciante de Cartagena era una comunidad
compuesta por peninsulares sin vínculo alguno con el país
que se extendía más allá de los confínes de Cartagena de
Indias. Las distancias -en términos de desplazamientos-
eran menos grandes con España, que con muchos lugares
del interior de la Nueva Granada, por tanto, ellos estaban
situados en los linderos de la sociedad colonial, disfrutan­
FJ comercio ai la vida económica y social neogranadwa | 377
do de su rol de intermediarios comerciales pero prestando
muy poco aporte al desarrollo económico y político del
territorio.
En el interior de la Nueva Granada había un número
considerable de centros mercantiles secundarios: unos, en
los puertos fluviales de Mompós y de Honda, otros en
Santa Fe de Antioquia y otros en Popayán; todos ellos
manejaban el comercio regional cubriendo muy extensas
zonas de territorios del interior. Los comerciantes del inte­
rior mantenían relaciones con Cartagena, similares a las
que mantenía Cartagena con Cádiz, por tanto los merca­
deres de Bogotá y de otras ciudades del interior, general­
mente dependían de los mayoristas de Cartagena para
realizar sus importaciones de Europa. Al realizar negocios
por su cuenta y/o como agentes de los comerciantes de
Cartagena, recibían mercancías importadas desde el puer­
to, utilizando por lo general crédito otorgado por períodos
que oscilaban entre los seis y los doce meses y encargán­
dose del envío de lingotes de oro o de efectivo al puerto en
las fechas de vencimiento. Realizaban las ventas de la mer­
cancía al por mayor o al menudeo, ya desde sus almacenes
en la capital o haciendo los envíos a mercaderes residentes
en otras ciudades, extendiendo de esta forma la cadena de
créditos que se originaba en Cádiz.
Parece que la mayoría de los mercaderes del interior
negociaban con Cartagena en lugar de hacerlo directa­
mente con España. En 1796, el virrey Ezpeleta informó a
la corona que los únicos verdaderos comerciantes que re­
cibían mercancía en su propio nombre estaban radicados
en Cartagena; los comerciantes residentes en las otras ciu­
dades eran generalmente sólo negociantes y distribuidores
de segunda y tercera m ano". Ellos no desdeñaban los ne-
r 1. A c í i , Santa Fe 957, virrey Fzpeleta a Diego de (íardoqui, Santa
Fe, 19 julio 1796.
37$ I ANTHONY MCFARI.ANE

gocios pequeños: en Bogotá, aun los comerciantes de más


alta posición vendían cantidades pequeñas de artículos en
sus almacenes, cantidades que llegaban hasta el valor de
un cuartillo, que era la denominación más pequeña de la
moneda en el país12.
Los mercaderes provincianos no sólo se comprome­
tían en el menudeo y el mayoreo, sino que tenían que tra­
bajar muy duro para obtener ganancias. Los comerciantes
de Medellin debieron enfrentar una tarea especialmente
ardua, puesto que tenían que viajar distancias muy grandes
en terrenos muy difíciles con el fin de cultivar los contac­
tos comerciales y obtener mercancías. Incluso durante las
mejores épocas del año, los desplazamientos con recuas de
muías a través de cadenas muy montañosas y sobre ríos
caudalosos, eran muy lentos, costosos y en ocasiones peli­
grosos. Los viajes hasta Puerto Nare en el río Magdalena, a
Medellin y Santa Fe de Antioquia, duraban cerca de 20
días, pero las lluvias o los problemas surgidos en la ruta
podían hacer los viajes mucho más largos; los viajes hasta
Cartagena, Bogotá o Popayán, duraban varias semanas, in­
cluso varios meses. Un comerciante de Medellin que íuera
a Cartagena necesitaba cerca de 50 días para llevar su mer­
cancía hasta Medellin, y durante este tiempo se veía en­
frentado a las dificultades que implicaba la contratación de
botes y bogas en el Magdalena y la organización de sucesi­
vas recuas de muías para transportar sus mercancías de un
lugar a otro. De regreso a Medellin, tenía que ir a los distri­
tos mineros para venderlas y la mayoría de sus negocios se
realizaban adelantando mercancías a crédito, generalmen­
te a seis meses, contra promesas de pago en polvo de oro.
Una vez recibía el polvo de oro, debía llevarlo a Santa Fe

12. Archivo Histórico Nacional de Colombia, Aduanas (Cartas),


tomo 3, íol. 9 2 1.
El com ercio en la vida económ ica y social neogranadina

Cartagena. H uguier H erm ano.


Impreso papel. 1882.
Museo N acional.

Barco negrero.
G rabad o.
C asa M useo del
20 de Julio.
MEMORIAS HISTÓRICAS A * 1 1 CU L O I V .Í ‘i ' f y
■ D e s p u é s d e t e s t a fe c h a - e l- t o t a l d e lo s d e re c h o s q u e
S OBRE a t íib ü ia í cad a t s a d a d a f i s e g i w - e li r e g l a m e n t o q u e in si-
, o n u iiik n k * q u e Jjra d d s ' d e n u r a v o d u , « e l a -
LA L E G IS L A C IO N , • • ..-íi./v:d> 4,»vaaa t r M -• ---A
-jp. • •i * ■ - i
Y GOBIERNO DEL COMERCIO • T o t a l d e f o t d e r e c h a s q u e eóH-
ir ib tt y t u n a t o n e la d a d e
DE LOS E S P A Ñ O L E S • M m . «> 1 • 1 - ' ■
... li -Pilmeo. AlbwRtttei-.Enjonqua. Pratot.
C O N SUS C O L O N I A S
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EN LAS INDIAS OCCIDENTALES,
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RECOPILADAS
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POR E l Sr .D. R A F A E L A X T U N E Z 7 ACEVEDO, E a r a . J i i m a ¡ - ,j ................1 3 * 6 . *1 ^3 2 6 . 1 3 Í 6 '.- 6 3 3 .
MINISTRO TOGADO OJEZ SUVSgUO CONSEJO P a r a B u e n o s - , A y r e s .. . . r a l o . 1 8 0 5 ; 809$ 809.
X>i IN D IA S. P a ra C a rta g e n a . .. P in a . 6 7 1. 6 7 1. 6 7 1 .'
P a ra H o n d u ra s. í . 1 6 9 1 . . . >4 4 4 :' 445. 44$
P a r a C a i a c a s . . . . . . , . , . ¿ 1-5 4 8 . 533; 5 3 3 . jg g .
P a r a 'M a r a c a y b o í't. . - 086. :$ 7 § . 5 7 8 2 * <7 8 -
P a ra G a m p e d i e . ' .'j J , i o o Ó. ; ¡6 8 7 . 687. 687.
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P a r a , C u m a n á , ktU. í&. frs&t/iaftfSiQ* *0 7 6 ; 076. 076.
P a n H a v a n a .- . . j* o . ■5 10 ? 5 1 0 .’ jio -
P a raG u b a. . . . . 4 !» 7 - 4 a7 - 4 37 - '4 * 7 '­
P a r a . P u e r t o .R ico '. ■•3 5 7 . 337, 337. 337.
Pa r a Ma r g a j i t a .................... 3 x 8 . 3 18 . 3 18 . 303.
P a r a T r i n i d a d ....................... 420, 420» 4 ? ° -' 4 °$-

EN MADRID . 1 *
* N LA 1 M T R ÍN T A DE SA N C H A . E s te im p u e s to e ra sin d u d a m u y g r a v o s o í lea d u e -
DE M. DCC. XGVIJ. fias d e n a v io s , y p o r c o n s ig u ie n te a l o e w e r c io 'j n o s ó ltf
p o r su e x c e s iv a q u o t a , sillo t a m b ié n p o r q u e se- e x ig ía
a n t e s 'd c ta lir e l n a v i a d e l - p u e r to j y d e e n t r e g a r l e e l ^re­
g is tro a l M a e s t r e , g u a n d o e s ta b a m a v a p u r a d o con l&s

T o tal de los derechos Legislación sobre


que contribuye una comercio.
tonelada de pálmelo, Impreso.
albarrotes, enjuques M emorias históricas
y frutos para sobre la legislación
diversos puertos de y gobierno del
A m érica. comercio de los
Im preso. españoles con sus
M emorias históricas colonias en las
sobre la legislación y Indias
gobierno del comercio Occidentales.
de los españoles con Com pilado por
sus colonias en las R afael A n tu rezj
Indias Occidentales. A cevedo. 1797
C om pilado por C asa M useo del 2(
Rafael A n tu rez y de Ju lio . 986.102
A cevedo. 179 7 . Vl4i3a
C asa M useo del 20 de
Julio. 9 8 6 .10 2 .
V 14 13 a .

O ctante de ébano y hueso.


M isió n C ientífica de M . Boussin.
Siglo xviii.
M useo N acional. N ° 864.
FJ comercio en la vida económica y social neogranadina | 379
de Antioquia para fundirlo y pagar impuestos; inmediata­
mente después debía pagar el dinero que adeudaba a Car­
tagena, para lo cual debía hacer un viaje similar al anterior
o enviarlo con otros mercaderes o por correo. Según ex­
presó en 1787 el oidor Juan Antonio Mon y Velarde, este
sistema de comercio determinaba “que todos son
feudatarios de los Comerciantes y estos de sus correspon­
dientes en Santafé, Cartagena, M ompox y Santa Marta”1^.
A pesar de todo lo anterior, para los comerciantes de
Medellin una exitosa experiencia comercial les generaba
ganancias del orden del 25 al 30 por ciento'4.
Algunos comerciantes hicieron fortunas considerables.
Manuel Díaz de Hoyos, un español relacionado con fami­
lias aristocráticas de Cartagena, llegó a ser miembro im­
portante de la comunidad comercial de Bogotá durante la
última mitad del siglo xvm y es un buen ejemplo de la ri­
queza que podía ser acumulada por un comerciante traba­
jador y con buenas conexiones. Díaz de Hoyos realizó su
comercio en la capital durante aproximadamente cin­
cuenta años, hasta que en la década de 1790 llegó a ser un
ciudadano muy respetado en su comunidad, además de
capitán en la Caballería Militar de Bogotá. Recién llegado
a la ciudad, trabajó como agente de la marquesa de Val-
dehoyos, residente en Cartagena, propietaria de enormes
fincas y especuladora en el mercado de esclavos; parece
que esta conexión le sirvió de base para constituir su fortu­
na. Del mismo modo que otros comerciantes, se compro­
metió en todo tipo de comercio: importaba mercancía
europea, exportaba cacao y le daba crédito a los mineros

13. Archivo Histórico de Antioquia, Colonia, Hacienda, tomo 747,


N ° 11988.
14. Tvvinam, Ann. Miners, Merchants, and Fanners in Colonial Co­
lombia, Austin, Texas, 1982, págs. 82-90.
3 8 0 | ANTHONY MCFARI.ANE

del oro contra pago en oro. El mercado financiero también


figuraba entre sus actividades, puesto que sus deudores
eran tanto otros comerciantes como miembros de la admi­
nistración del virreinato. Hacia 1790 ya invertía enormes
sumas en el comercio directo con Cádiz y a pesar de haber
atravesado por un período de dificultades en sus negocios,
hacia el final de su carrera, otros mercaderes y comercian­
tes de Santa Fe le debían cerca de 300 000 pesos'5.
En este nivel, los comerciantes podían llevar un estilo
de vida opulento y ostentoso según los estándares de la
Nueva Granada. Un estado de cuentas de las propiedades
de Antonio García de Lemos hacia 17 4 1, comerciante adi­
nerado de Popayán, nos da una muestra de su riqueza y
gusto. Habiendo obtenido la mayoría de su fortuna del
tráfico de esclavos, García de Lemos poseía una casa en
Popayán cuyo avalúo, contemplando el inmueble y su
decoración, rivalizaba con el valor de la de don Cristóbal
de Mosquera, uno de los principales terratenientes y mine­
ros de la zona. La siguiente lista de sus muebles sugiere un
interior bien amoblado y ricamente decorado pues poseía
“ 84 cuadros grandes en que entran los de marcos dora­
dos... 16 espejos, 24 sillas de madamas nuevas con clava­
zón dorada de Sevilla, 18 sillas de vaqueta de moscovia, 6
sillas ordinarias, 8 taburetes de vaqueta de moscovia, 6 ta­
buretes santafereños, 24 asientos y espaldares de sillas...”
etc, etc. Incluyendo tapetes, cristales y vajillas, el amobla-
miento solamente, tenía un valor de más de 6 000 pataco­
nes y las vestimentas de la familia más de 5 000 patacones;
el servicio doméstico de la casa era prestado por 9 escla­
vos. No nos debe sorprender, por tanto, que en 1763 el
procurador del cabildo de Popayán describiera la forma en

15. McFarlane, Anthony, Colombia before Independence: Economy,


Society and Politics under Bourbon Rule, Cambridge, 1993, págs. 17 4 -17 5 .
FJ comercio en la vida económica y social neogranadina | 381

la que los comerciantes se enriquecían “como sanguijuela


cebada en la sangre y substancia de estas provincias, que es
el oro"'6.
Las ganancias obtenidas en sus negocios de importa­
ción de bienes, el sector más valioso del comercio colonial,
aseguraba que los principales comerciantes de las princi­
pales ciudades de la Nueva Granada Rieran figuras promi­
nentes en la sociedad urbana. Su riqueza alcanzaba para
mantener a los parientes pobres pertenecientes a las fami­
lias criollas de las cuales llegaron a formar parte por medio
de sus alianzas matrimoniales; también generaba una
clientela de dependientes entre los artesanos, sirvientes y
otros, cuyas habilidades eran contratadas por ellos. Por
otra parte, les dio gran importancia política dentro de sus
comunidades, puesto que llegaron a ser regidores de ca­
bildos y se conectaron con la sociedad criolla, lo que les
permitió ser nombrados en los gobiernos locales. Al inte­
grarse en las sociedades provincianas por medio del matri­
monio, los comerciantes españoles llegaban a formar
familias que se integraban en las redes de las elites criollas.
Sus hijas, a su vez, se casaban con otros inmigrantes espa­
ñoles o con miembros del patriciado criollo; parece que
los hijos no solían seguir a sus padres en el comercio sino
que eran educados para que entraran en la iglesia o en las
profesiones más respetadas, especialmente el derecho.
Irónicamente, parece ser que los hijos educados de inmi­
grantes de la península española manifestaban resenti­
mientos contra la patria de sus padres. Hacia fines del siglo
xvm, la proliferación de criollos bien educados, hijos de
inmigrantes de la península, formó una generación de jó ­
venes que se sentían alienados, privados de oportunidades

16. Archivo Central del Cauca, Libro capitular, tomo 23, 17(13.
fols. 38-39.
38 2 | ANTHONY MCFARLANE

profesionales debido, a la presencia de funcionarios con­


tratados en España'7.
Bajo estos comerciantes de alto rango, estaban los
mercaderes más pequeños y menos prósperos, los tratan­
tes y los dueños de almacenes que vendían las diferentes
mercancías que circulaban al interior de las ciudades, po­
blaciones y asentamientos mineros de la Nueva Granada.
Un informe hecho en 17 6 1 por un administrador de alca­
bala en Santafé, nos da una idea del flujo de comercio ma­
nejado por los negociantes de un centro urbano grande. La
parte más valiosa del comercio en la ciudad estaba repre­
sentada por “géneros nobles” y textiles, principalmente li­
nos, paños, sedas, sombreros y una variedad de artículos
que incluían diferentes tipos de lencería, cera, papel, pi­
mienta de Castilla y tabasco, canela, comino y ferretería;
las importaciones desde Europa incluían también más de
2 000 jarras de vino, pescado, aceitunas y aceite de oliva,
además de 395 barras de hierro. Sin embargo, la mayor
cantidad de objetos que llegaban a la ciudad eran los “gé­
neros del Reino” o productos domésticos traídos de otras
regiones de la colonia. Aproximadamente tres cuartos del
volumen total estaba representado por melaza, el resto era
azúcar, tabaco, cacao, anís, linos domésticos, camisas y
mantas de Tunja, paños de Quito, artículos varios como
jabón, sandalias de cuero, sebo, pabilos y alimentos varios
como arroz, conservas, queso, tortas de queso y miel, gar­
banzos, ajo y sal marina. Por último, los terratenientes
aprovisionaban a los carniceros de la ciudad con aproxi­
madamente 1 600 reses y 4 500 cerdos para satisfacer el
apetito santafereño por la carne'8.

17. Colmenares, Germ án, Historia económica y sorial de Colombia:


Popayán, una sociedad esclavista, 1680-1800, Bogotá, 1979, págs. 239-254.
18. Archivo Histórico Nacional de Colom bia, Impuestos varios
(Cartas), tomo 26, fols. 237-242.
E l comercio en la vida económica y social neogranadina \ 383

Este amplio mercado de productos domésticos era sin


duda realizado por una cantidad de pequeños mercaderes
que vendían sus artículos en los mercados de los pueblos,
ya Riera a través de tiendas y puestos de venta en los mer­
cados o simplemente voceándolos en las calles. La mayo­
ría de estos hombres y mujeres eran nativos de la Nueva
Granada, aunque en Cartagena la distribución al menudeo
de aguardiente Ríe monopolizada por los comerciantes ca­
talanes, quienes se especializaron en la importación de
aguardiente de uva desde España a finales del siglo xvm.
Sabemos muy poco de las vidas y actividades de estos pe­
queños mercaderes. Podemos estar seguros, sin embargo,
de que la gran mayoría obtenían pequeñas ganancias de
este comercio; en la Nueva Granada, como en otras regio­
nes de Hispanoamérica, la mayor participación en las ga­
nancias comerciales estuvo en manos de los comerciantes
peninsulares, quienes controlaban la importación de los
productos europeos.
Aunque la elite de comerciantes relacionados con Es­
paña Ríe siempre pequeña, dichos comerciantes desempe­
ñaron un papel importante en la vida económica y cultural
de la Nueva Granada durante el período colonial. E11 pri­
mer lugar, organizaron el comercio trasatlántico, que co­
municó la colonia con España y por tanto vinculó la
colonia con el mundo amplio del capitalismo comercial
europeo; al interior de la Nueva Granada se encargaban de
la distribución de los productos importados de Riera y al
intercambiar las mercancías producidas en la economía
doméstica, integraron las regiones de la Nueva Granada
con un todo comercial más amplio.
I x)s comerciantes también desempeñaron un papel in­
directo importante en la formación de la vida cultural de la
colonia, puesto que al suministrar los objetos necesarios
para mantener un estilo de vida similar al español, permi-
3 8 4 | ANTHONY MCFARLANE

tieron, a los pobladores españoles y a sus descendientes


criollos, comportarse como españoles en lo relacionado
con la vestimenta y la dieta alimenticia, contribuyendo de
esta forma a preservar las normas y costumbres de la
madre patria. Por otra parte, al viajar a la Nueva Granada y
establecerse allí en forma temporal o permanente, los
comerciantes de la península crearon nexos con la comu­
nidad hispánica ampliada, ayudando de esta forma a los
pobladores y a sus descendientes criollos a identificarse
con el mundo español que quedaba más allá de las fron­
teras de sus aisladas comunidades provincianas. En este
sentido, los comerciantes españoles que dominaron el co­
mercio de ultramar de la Nueva Granada, durante el perío­
do colonial, no fueron solamente agentes del colonialismo
económico, sino que, como los oficiales peninsulares, los
soldados y los clérigos enviados a servir en el gobierno y
en la iglesia de la colonia, sirvieron también de lazo de
unión entre la sociedad colonial de la Nueva Granada y la
cultura amplia del mundo hispánico.
La riqueza y la jerarquía social de los comerciantes
más importantes al interior de la Nueva Granada implica­
ba, por supuesto, que eran hombres conservadores tanto
política como socialmente, ya que tenían un fuerte vínculo
con España y una profunda lealtad con su monarquía. No
obstante, durante los últimos años del gobierno español,
cuando la monarquía entró en crisis económica y política
durante las guerras anglo-hispánicas de 1796 a 1808, los
comerciantes criollos surgieron como los críticos de las
políticas y el sistema de gobierno español. Las primeras se­
ñales de dicha actitud crítica, surgida al interior de ciertos
rangos de la clase mercantil, se presentaron en 1804, cuan­
do el comerciante neogranadino José Acevedo y Gómez,
lanzó una campaña en contra del Consulado de Carta­
gena. Nativo de Charalá, llegó a ser pieza importante en
E l comercio eti la vida económica y social neogranadina | 385

el derrocamiento del gobierno real en Bogotá en 1810.


Acevedo y Gómez movilizó peticiones de los comer­
ciantes y los cabildos en Santa Fe, El Socorro, San Gil y
Antioquia, con el fin de persuadir a la corona para que es­
tableciera un nuevo consulado de comercio en la capital
del virreinato. Acevedo denunció vigorosamente al Con­
sulado de Cartagena por no haber promovido el desarrollo
económico y comercial de la colonia y sugirió que el do­
minio ejercido por Cartagena sobre el comercio externo
de la Nueva Granada impedía en forma activa dicho desa­
rrollo. Sus opiniones sobre el consulado indican la envidia
y la enemistad que los comerciantes del interior sentían
hacia los comerciantes de Cartagena. De acuerdo con
Acevedo, casi todos los miembros del consulado eran re­
presentantes de las casas comerciales de Cádiz y se queda­
ban en la ciudad solamente el tiempo necesario para hacer
dinero suficiente y luego escapar del clima desagradable
de Cartagena. Por la misma razón, estaban totalmente di­
vorciados de los intereses del país y no tenían vínculos con
él y por lo tanto carecían tanto de los motivos físicos como
morales necesarios para promover el desarrollo de los re­
cursos de la Nueva Granada'9. Para lograr este desarrollo,
Acevedo insistía en que los comerciantes del interior de­
bían tener su propio consulado en el interior del país, en
donde una institución de este tipo se encargaría de los tra­
bajos públicos y de otras políticas necesarias para explotar
el potencial económico del país y beneficiar a los neogra-
nadinos.
Otro vocero de los intereses comerciales de los criollos
fue Ignacio de Pombo, cuyos escritos, de principios de
1800, reflejan también la tendencia creciente dentro de la

19. Archivo General de Indias, Santa Fe 960. FJ diputado consular


de Santa Fe a Miguel Cayetano Soler, Santa Fe, 7 octubre 1805.
38 6 | ANTHONY MCFARLANE

elite criolla a ver el crecimiento comercial como la clave


del progreso social y económico del país. Hijo de un co­
merciante español, casado con una dama perteneciente a
una de las familias importantes de Popayán, Pombo fue
una figura poco común entre los comerciantes de la Nueva
Granada. Educado en el Colegio Seminario de Popayán y
en el Colegio del Rosario de Santa Fe, siguió, sin embargo,
los pasos de su padre al hacerse comerciante en Cartage­
na, en donde llegó a formar parte de la elite cartagenera al
contraer matrimonio con una de las hijas de la familia
Amador. Como comerciante de Cartagena, con vínculos
muy fuertes y lazos familiares con familias criollas distin­
guidas de la Nueva Granada, Pombo surgió a principios de
la década de 1800 como crítico importante del sistema es­
pañol de comercio y gobierno y, como Acevedo y Gómez,
fue un abogado de la reforma de dicho sistema.
El pensamiento de Pombo puede juzgarse a partir de
un documento que escribió en 1804, por medio del cual
denunciaba la desmoralización institucional y las distor­
siones económicas causadas por la incapacidad del sistema
de comercio español, bajo las presiones de la guerra inter­
nacional, y solicitó reformas que permitieran ampliar las
oportunidades económicas de los comerciantes y produc­
tores de la colonia. En primer lugar, Pombo denunció
abiertamente el crecimiento del contrabando bajo un go­
bierno corrupto y planteó que las medidas para prevenir el
contrabando eran prácticamente inútiles en una tierra
donde “las leyes y derechos del ciudadano son tan poco
respetados”. A partir de esta premisa procedió a analizar el
comercio de la Nueva Granada, presentando una gran
cantidad de estadísticas y sugiriendo medidas que permi­
tieran remover los obstáculos que “la naturaleza, el gobier­
no y la ignorancia” colocaban en el camino del desarrollo
de la Nueva Granada, “la más rica en toda clase de produc­
E l comercio en la vida económica y social neogranadina | 387

tos, de todas las posesiones americanas de la Monarquía


Española”. Sus propuestas atacaron el corazón mismo del
sistema tradicional de la colonia española. Para estimular
la economía, solicitó a la Real I lacienda que invirtiera fon­
dos para mejorar el transporte y la comunicación en la
Nueva Granada, además abogó por la reducción de im­
puestos al comercio y a la producción. Para mejorar la
agricultura, estaba a favor de la abolición del tributo a los
indios, de la distribución de la tierra entre los indios, de
entregar tierras baldías a los que no tenían nada y promo­
ver la inmigración de católicos extranjeros para establecer
nuevas poblaciones rurales. Las sugerencias de Pombo
para una reforma política fueron aun más radicales. Quería
abolir el comercio de esclavos; es más, abogó por la aboli­
ción de la esclavitud y por promover medidas que favore­
cieran la unión y el mestizaje de todas las “castas” a fin de
llegar a formar una sola clase de ciudadanos. El hecho de
haberse comprometido con las doctrinas económicas de la
ilustración, puede verse claramente en su insistencia sobre
la necesidad de reformar la Iglesia, limitando las propieda­
des que tenía bajo la figura de “manos muertas”, reglamen­
tando las actividades de los párrocos e incluso llegó a pedir
la reforma y extinción de instituciones monacales. La re­
forma educativa era otra de sus prioridades, aprendida
también de la Ilustración. Pombo pidió que se fundaran
imprentas, periódicos públicos y sociedades patrióticas en
la capital y en las provincias; recomendó el establecimien­
to de escuelas primarias y agrícolas, escuelas de dibujo,
matemáticas, biología, medicina y otras, junto con la fun­
dación de una universidad pública para enseñar las “cien­
cias divinas y humanas"20.

20. De Pombo. Ignacio, “Com ercio y contrabando en Cartagena


de Indias", (comp.) Jorge Orlando Meló, IJogotá, 1986, págs. 49-122.
38 8 | ANTHONY MCFARLANE

El extraordinario programa de reforma propuesto por


Pombo nos muestra cómo, a principios de la década de
1800, los líderes criollos se mostraban profundamente de­
cepcionados con el sistema colonial tradicional y evidente­
mente empezaban a imaginar una gran renovación de las
estructuras económicas y políticas dentro de la monarquía.
Para ellos, España ya no era fílente de ideas ni modelo de
reinado imperial. Pombo nos muestra su amplia informa­
ción a través de textos de economistas, tanto españoles
como extranjeros, en su búsqueda de métodos para sacu­
dir la agricultura neogranadina del “profundo letargo en
que está enterrada”21. Llegó incluso a sugerir que los Esta­
dos Unidos constituían un ejemplo de desarrollo económi­
co que podría seguir la Nueva Granada. En resumen,
Pombo estaba trazando una agenda de reformas que pro­
porcionaría más tarde las bases para la ideología económi­
ca de un nuevo orden político a partir de 18 10 . Entonces,
la Nueva Granada sería liberada del monopolio comercial
español y al abrir el comercio al mundo Atlántico más
amplio, el valor del comercio tanto como medio de enri­
quecimiento personal como de progreso social, ocuparía
un plano diferente.
Junto con estos cambios llegaron nuevas oportunida­
des económicas que los miembros de las elites criollas de
la Nueva Granada estaban ansiosos por explotar. Durante
el período colonial el predominio peninsular en el comer­
cio de ultramar había obligado a las elites criollas a ocupar
puestos secundarios en el comercio de su país. Ahora, des­
pués de la caída del gobierno español, a ellos les era po­
sible participar más ampliamente en el comercio y a
combinar sus roles de terratenientes y políticos con em­

2 1 Ortiz, Sergio filias, Escritos de dos economistas coloniales, Bogotá,


1965.
E l comercio en la vida económica y social neogranadina | 389

presas comerciales de muchos tipos. Después de la Inde­


pendencia, los comerciantes tuvieron siempre buena re­
presentación en el Congreso Nacional y en los gobiernos
provinciales, y el progreso político se identificaba fuerte­
mente con el desarrollo del comercio nacional. En efecto,
la clase alta criolla de la capital, adoptó rápidamente los
valores de la sociedad burguesa, en la que el dinero era
medida importantísima de la posición social y una búsque­
da individualista de progreso económico era admirada y
emulada22. En este sentido, los valores de los comerciantes
inmigrados de España, que lograron éxito económico y
movilidad social por medio del comercio y del matrimo­
nio en la sociedad colonial, fueron adoptados y ampliados
en el nuevo orden republicano.

22. Safford, Frank, Commerce and Enterprise in Central Colombia,


University Microfilms, Ann Arbor, 1965, págs. 50-84.
1 8 2 1 -1 8 J 0 ,
L a vida cotidiana universitaria en el
N uevo Reino de Granada
rf.n á n ’
SILVA
Departamento de Ciencias Sociales
l Universidad del / 'alie

E / n las páginas que siguen presentaremos algunas des­


cripciones de la vida cotidiana estudiantil universitaria en
Santafé de Bogotá, durante el siglo xvm. Esta restricción a
Santafé, y en particular a los colegios-universidades Mayor
de San Bartolomé y M ayor del Rosario, no significa que
ignoremos que otras ciudades, por ejemplo Popayán, tu­
vieron colegios que funcionaron como verdaderos centros
universitarios, desde principios del siglo xvn. Se trata sim­
plemente de que los dos colegios santafereños fueron los
que de manera más estable y continua mantuvieron estudios
superiores, y los que, en todos los casos, funcionaron
como modelos de los otros que existieron en el virreinato,
particularmente en los años finales del siglo xvm, por
ejemplo en Cartagena, Mompox y Medellin.
Una palabra sobre aquello que los historiadores llaman
de manera corriente las fuentes, es decir el conjunto de tes­
timonios que permiten construir las descripciones en que

' Renán Silva. Sociólogo e historiador, profesor titular y actual jefe


del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad del Valle. Sus
más recientes libros son Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de ( 1ra­
nada (Bogotá, Uanco de la República, 1992) y has epidemias de viruela
de 1782 y 1802 en la Nueva Granada (Cali, Universidad del Valle, 1993).
392 | RENÁN SILVA

ellos apoyan sus análisis. No son muchos los materiales


documentales que permiten reconstruir la vida cotidiana
universitaria. No se encuentran diarios ni corresponden­
cias que ayuden, como sí los hay para otros campos. Igual­
mente, no existen los famosos libros de viajeros que, por
ejemplo, para el siglo xix, permiten conocer formas de vida
colectiva cotidiana de importantes grupos sociales. Con lo
que contamos es principalmente con una documentación
jurídica y administrativa: decretos, programas, reglamen­
tos escolares que pueden confundirnos, porque ellos no
permiten observar bien el cambio y las transformaciones,
cuando éstas se producen, y porque además, como todo el
mundo sabe, la distancia entre la norma y el funciona­
miento práctico y diario es enorme, lo que constituye un
serio problema y un riesgo para una reconstrucción relati­
vamente aproximada de la vida cotidiana escolar. Pero
también es un desafio inmenso, pues muchos autores en
otras partes han mostrado que la empresa es posible, aun­
que siempre resulte incompleta.

E l origen social de los escolares


Dicho lo anterior, podemos empezar a avanzar sobre
nuestro objeto, previo un rodeo. Antes de que describa­
mos aspectos centrales de la vida cotidiana de nuestros es­
tudiantes santafereños del siglo xvm, lo más justo es que el
lector conozca algunos rasgos básicos de tal grupo estu­
diantil, como su origen social, su perfil demográfico y su
formación cultural previa. Por breve que sea esta informa­
ción, ella le permitirá entender mejor algunos aspectos del
funcionamiento diario de la vida escolar.
Debemos empezar señalando que los orígenes sociales
de los universitarios santafereños siempre estuvieron, con
relativas excepciones, en los medios blancos, pretendida­
mente sin mezcla alguna con la población nativa, y que la
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 393

gran mayoría de ellos, se pensaba, con razón o sin ella,


como herederos directos de los primeros descubridores y
conquistadores. En una palabra, pertenecían y sentían per­
tenecer a lo que se llamó la república blanca, situación que
sólo tuvo algunos cambios muy a finales del siglo xvm.
Ahora bien, los había blancos de origen rural (hijos de en­
comenderos pobres o arruinados, esto sobre todo en el si­
glo x v i i ) y blancos de origen urbano (llegados a Santafé de
las principales ciudades del Reino: Cartagena y Popayán,
pero también de villas y pueblos menores, sobre todo en el
siglo xvm), sumándose a estos últimos el grupo de los di­
rectamente españoles (los hijos de los principales funciona­
rios de la administración colonial, los que por regla-mento
y algo más, tenían el derecho adquirido de acceder a los
colegios-universidades, situación que sería siempre un
principio más de rivalidad entre los universitarios). Más
adelante veremos que, aunque el perfil social dominante
fiiera éste, el grupo estudiantil siempre fue más variado.
Se trataba desde luego de un grupo exclusivamente
constituido por hombres, pues las mujeres estaban exclui­
das de la educación superior, aunque ningún reglamento
expresara de manera explícita esta exclusión, lo que indica
que estaba dentro del orden de lo natural. Y, decía, un gru­
po masculino de relativa corta edad, aun en esa sociedad
donde las expectativas de vida eran muy inferiores a las
nuestras. La información conocida indica que, entre los 12
años, edad inicial en que se entraba al aula de gramática
latina, y los 24 años, en la que se terminaba por lo regular
la carrera escolar, al adquirir el título de doctor en teología,
se encuentra el largo lapso en que este grupo se apartaba,
en términos relativos desde luego, de sus medios sociales
de origen para constituirse como un grupo específico, con
formas compartidas de 1d e n tid a d social y cultural\ tal como
lo prueba el hecho de que fuera un grupo al que se recono­
cía socialmente como tal: los estudiantes (incluso se les re­
conocía de manera institucional, pues los censos de finales
del siglo xvm los incluyen de manera diferenciada), y un
grupo que se autorreconocía a través de la producción de
formas singulares de vida (vestimentas propias, casas que
habitaban los “externos”, lugar diferenciado en los cere­
moniales, etc.), de la validez que otorgabas un fuero especial
por su propia condición de escolares, y de la manifestación
de su propia voz, pues se trataba de un grupo que se repre­
sentaba y reclamaba a través del escrito.
Era pues de un medio social específico de jóvenes sol­
teros, regularmente pertenecientes a la “república blanca”
y preparándose como una especie de aristocracia intelec­
tual que terminaba coronando una carrera profesional a
través de la adquisición de un título, con el cual competía
en el estrecho mundo laboral y en el más amplio del honor
y del prestigio.
Antes de ingresar con estos jóvenes en la vida cotidia­
na universitaria, formémonos una idea breve de su “escola­
ridad” previa, de los lugares en los cuales aprendieron los
saberes y formas culturales que la entrada al mundo uni­
versitario exigía. Sabemos que tal ingreso suponía, antes
que todo, una calificación social -com o en seguida lo vere­
m os- y no cultural. En realidad la vida universitaria daba
todo lo que se necesitaba para formar parte del estrecho
mundo de la aristocracia cultural. Empezando por la len­
gua latina, pues la así llamada “república de las letras” no
hablaba en castellano sino en latín, por lo menos cuando
se trataba de actividades que comprometían su existencia
como grupo social específico, es decir, cuando se presentaba
como institución ante la sociedad. De ahí que el primer ni­
vel de formación fuera el de la gramática latina, al cual en­
traba el escolar a partir de los 12 años, y sin cuyo dominio
no se podía pensar en acceder a los otros niveles de la je ­
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 395

rarquía universitaria. De ahí que el único requisito cultural


real fiiera el dominio de la lectura y la escritura, los dos pila­
res del método de estudios que dominó la vida universita­
ria colonial desde 1600 hasta los últimos años del siglo
xvm, aunque éstas se transformaran casi que con exclusivi­
dad en lectura y escritura en latín, a lo largo de la vida uni­
versitaria. ¿Pero, en dónde se adquirían estas habilidades
elementales?
El siglo xvm, con la relativa excepción de su último ter­
cio, no conoció el desarrollo de algo que pudiera compa­
rarse a lo que hoy llamamos instrucción primaria, es decir,
el lugar en donde básicamente se aprenden algunas nor­
mas de civilidad, las cuatro operaciones y la lectura y la
escritura. A cambio de una institución que supliera estas
necesidades, en la sociedad colonial lo predominante fue
la existencia de prácticas dispersas de aprendizaje, la ma­
yor parte de ellas dependientes de la familia, en donde a un
miembro, considerado como subalterno y de confianza, se
le entregaba la responsabilidad de transmitir tales habili­
dades. Casi siempre las grandes haciendas incluían dentro
de su nómina a un “preceptor”, quien tenía, en medio de
otros, el oficio de enseñar a los hijos de su patrón. En los
medios de vida urbana en crecimiento, regularmente apa­
recía un viejo bachiller empobrecido quien, con permiso
de la autoridad y en combinación con el oficio de escriba­
no, abría una pequeña aula para enseñar a quien podía pa­
gar por ello. Desde luego que los jesuítas mantuvieron en
todo el Reino un sistema relativamente bien organizado de
“aulas de latinidad” que cubría pueblos, villas y ciudades, y
en donde se formaban muchos de los escolares que luego
irían a su colegio-universidad en Santafé. Sin embargo, no
toda la población escolar universitaria del siglo xvm apren­
dió los rudimentos culturales iniciales con los jesuítas, ni
todos quienes fueron en provincia sus alumnos serían lúe-
39^ | RENÁN SILVA

go universitarios. Un número grande de los escolares de


los que aquí nos ocupamos, aprendió bajo formas disper­
sas, no institucionalizadas, y su primer gran período de
vida escolar en una institución formal, sería el que tendría
en su propio colegio-universidad en Santafé, resaltando
este hecho aun más la experienciaform ativa que tal proceso
significaba.
¿Pero, cómo se ingresaba a la vida universitaria? Se tra­
taba de un privilegio institucional al que sólo se podía
acceder después de haber demostrado por medio del lla­
mado “procesillo”, que no se tenía “sangre de la tierra” -es
decir, que no se tenía ni sombra de mestizaje-, y que ni
padres ni abuelos habían desempeñado jamás “oficios vi­
les” -es decir, trabajos manuales-, todo lo cual significaba
que se pertenecía de derecho a la sociedad dominante.
Cumplidos esos requisitos, al poder mostrar testigos que
acreditaran la buena conducta moral del pretendiente y al
contar con que existiera el cupo -pues éstos eran bastante
limitados-, lo más seguro es que se iniciara la carrera de le­
trado bajo la forma de cura o abogado, que eran los dos
destinos a que inexorablemente conducía la vida universi­
taria cuando llegaba a buen término. Este tipo de exigencia
de “limpieza de sangre”, de pertenencia a la elite social do­
minante como requisito para acceder a la elite cultural, fue
una de las mtinas que se mantuvo inalterada por más tiem­
po, incluso hasta bien entrado el siglo xix, más allá de las
reformas constitucionales, y una de las que más encontra­
ba diaria expresión en la vida universitaria, en donde cada
una de sus prácticas era la manifestación del carácter privi­
legiado de sus miembros.
Sin embargo, no podemos confundir ese carácter de
privilegio que tenía el destino escolar, con la presencia ne­
cesaria de riqueza material en sus miembros. Muy por el
contrario, la elite intelectual en formación fue siempre un
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 397

grupo pobre, proveniente principalmente de grupos socia­


les ev proceso reciente de empobrecimiento, que, al no encon­
trar posibilidades en el mundo del gran comercio, en la
minería exitosa o dentro de las haciendas en crecimiento y
menos aun en las altas esferas de la administración colo­
nial, tenía que intentar consolidar su decaído privilegio so­
cial a través del acceso al privilegio cultural que otorgaban
los estudios. De esta manera pues, y en resumen, el grupo
de escolares universitarios santafereños del siglo xvm, pero
también del siglo xvn, estuvo constituido por una minoría
de jóvenes solteros, de alto origen social reconocido, pero
de pobreza comprobada, con diferentes proveniencias re­
gionales y por lo tanto con distintas experiencias sociales,
que buscaba en la llamada universidad colonial, una mane­
ra de no perder o de no continuar perdiendo los privilegios
que inexorablemente implicaba su caída económica; o, en
casos minoritarios, se trataba de un grupo blanco pobre,
sin mayores calidades sociales y baja ocupación en la es­
cala del prestigio y consideración social, que trataba de
asegurar un mediano ascenso, terminados los estudios, co­
locándose como cura en un pueblo lejano, ejerciendo
como abogado fuera de Santafé, o, en otras ocasiones, des­
empeñándose como maestro de niños para enseñarles a
leer y contar, o como maestro formador de jóvenes en la
lengua latina.
Ahora bien, este medio social específico, los estudian­
tes, condicionado por su pertenencia institucional, mante­
nía particulares relaciones con la dudad. No que Santafé
fuera una “ciudad universitaria”, en el sentido en que se
podía decir de París en los comienzos de lo que luego será
La Sorbonne, o en el que se puede decir hoy cuando ha­
blamos de Tunja o de Popayán, ciudades en donde el gru­
po universitario es un importante grupo de residentes, de
consumidores, de animadores culturales de la ciudad y de
39 8 | RENÁN SILVA

iniciadores de formas de vida novedosas, lo que muchas


veces los enfrenta con los grupos más tradicionales de la
ciudad.
La población universitaria creció de manera continua a
lo largo del siglo xvm, en especial después de 1720, pero
sin que, en términos cuantitativos, llegara nunca a repre­
sentar una fracción importante del total de la ciudad, pues
la población de Santafé también creció, en particular sus
sectores populares -tan distintos de los universitarios-, y que
dieron lugar a barrios nuevos: Las Cruces, San Victorino,
por ejemplo, que serán en el siglo xix y en parte del siglo
xx el centro de una vida agitada y febril.
Pero aun así, los universitarios Rieron durante el siglo
xvm el grupo ju ven il organizado más importante de la ciu­
dad, y esto por varias razones. La primera y más obvia es
su pertenencia a grupos sociales que eran identificados
como nobles. Y, enseguida, por su pertenencia a un tipo de
institución: la universidad, que precisamente era reconoci­
da por todos como “casa y lugar de principales”, con ven­
taja sobre los conventos que mantenían las comunidades
de Regulares y en donde las calidades sociales no estaban
claramente certificadas. La universidad era un lugar que
acogía a los nobles, pero que también ennoblecía, tarea
esencial en una sociedad en la cual las noblezas eran todas
objeto de duda. Haber adelantado el llamado “procesillo”
de admisión, aunque efectivamente no se cursaran los es­
tudios, era una forma de calificación social, una manera de
mantener ante la opinión un mérito y una condición. El
repudio universitario significaba serias sombras sobre la
honra y los derechos al honor, y un principio de descali­
ficación social.
La pertenencia a la universidad otorgaba un lugar en la
esfera pública a través de la participación en el ceremonial, es
decir, en las ocasiones en las que, ante la presencia y la
La vida cotidiana universitaria at el Nuevo Remo de Granada | 399

mirada colectivas, el poder social se hacía visible. Por


ejemplo, la recepción de nuevas autoridades civiles o ecle­
siásticas, o también su regreso a España, o su paso a otro
virreinato o sencillamente su muerte; la expresión pública
de gozo por algún suceso en la vida de la familia Real; las
grandes celebraciones del calendario religioso: la Semana
Santa, la Navidad, las fiestas de los patronos (y las había de
todo); también los dolorosos momentos de las grandes
advocaciones cuando la adversidad caía sobre la ciudad o
sobre el Reino y había que expulsar la culpa para que cesa­
ra la calamidad: en fin, cualquiera que fuera la ocasión que
permitiera manifestarse al ceremonia! y a la etiqueta, los es­
colares eran siempre elemento central, con lugar destaca­
do en la plaza y en la iglesia, distinguidos por su uniforme
de gala, expresión que perdurará hasta el día de hoy en
nuestros colegios.
Pero los escolares tenían también modalidades propias
de organización. Aunque las había de varios tipos, hay dos
de ellas que deben destacarse por su importancia. En pri­
mer lugar las cofradías y congregaciones. Se trataba de una
organización cívico-religiosa, no exclusiva de los estudian­
tes, adscrita a un patrón -un santo- y a un patrocinador
-un notable de la ciudad-, y que tenía como fin principal la
práctica de formas colectivas de oración y alabanza, pero
que, de manera esencial, terminó marcada, dominada, por
su significado social. Las cofradías y congregaciones re­
presentaron en la sociedad colonial una forma central de
ligazón, de participación en la vida cultural de todos los
cuerpos que conformaban la sociedad; representaron,
igualmente, una forma de jerarquía y de distinción, una
manifestación de las diferencias, ya que ni la congregación
ni sus miembros, ni el patrón ni el patrocinador, tenían la
misma calidad social ni los mismos reconocimientos. Y las
congregaciones escolares, por ejemplo la de Nuestra Seño-
40 0 | RENÁN SILVA

ra de la Anunciación, que formaban los alumnos universi­


tarios de los jesuítas -quienes además tenían como patrón
general a san Francisco Xavier-, siempre tuvieron un lugar
muy alto en la consideración y el respeto sociales.
La otra gran forma de sociabilidad, pero ya muy a
finales del siglo xvm, fue la muy famosa de las tertulias,
foco de difusión de un pensamiento relativamente moder­
no y centro de alguna actividad conspirativa, pero sobre
todo forma de diletantismo social y literario, de introduc­
ción de nuevos gustos y refinamientos y, en una palabra,
lugar de expresión de la nueva sensibilidad con que al final
se despedía. Las tertulias fueron una forma de sociabilidad,
moderna, sin ninguna duda, que funcionó como pwito de
encuentro entre fenómenos muy notables. En primer lugar
y de importancia crucial, punto de encuentro con la mujer,
bajo una forma nueva, pues por primera vez ella hace su
aparición como sujeto de lectura, de escritura y de opi­
nión, aunque aún en forma minoritaria y desdibujada. En
segundo lugar, punto de encuentro con prácticas de vida
relativamente igualitarias, que se manifiestan ante todo en
formas nuevas de la cortesía y el ritual, en la pérdida de
peso de la etiqueta y de la forma -así, por ejemplo, se toma
asiento según como se va llegando, sin ningún privilegio
de lugar por antigüedad o cosas de ese estilo-. Y, en tercer
lugar, punto de encuentro entre generaciones antes sepa­
radas y en parte incomunicadas. Son las tertulias y “asam­
bleas” las que reúnen a finales del siglo x v i i i por primera
vez a profesores y estudiantes que se identifican en torno a
un tipo de saber. Punto de encuentro entre jóvenes prove­
nientes de medios sociales menos uniformes y que encar­
nan experiencias sociales más diversas. Es, por ejemplo, la
tertulia santafereña de don Antonio Nariño, quien no era
un universitario, la que reúne a lo mejor de los escolares, a
algunos de quienes eran sus maestros, a conspiradores ya
La vida cotidiana universitaria ai el Nuevo Reino de Granada | 401

perfectamente aclimatados en su papel, como Pedro Fer­


mín de Vargas, a aventureros como el médico francés Luis
de Rieux, a botánicos y zoólogos como Jorge Tadeo Loza­
no, etc., reunidos ahora como “sociedad de pensamiento”,
como empresa cultural de lectura y escritura, distanciada
del ceremonial, de la etiqueta y de la forma. ¡Qué novedad
y qué alteración de las formas rituales en que se encarnaba
unos pocos años antes la vida cotidiana!
Debemos señalar también que la comunicación del
grupo escolar con la vida de la ciudad no ocurría simple­
mente a través de la esfera pública, del mundo de la activi­
dad oficial. Si bien en términos reglamentarios la vida
escolar debería estar cerrada hacia el exterior para la ma­
yoría de sus miembros, la comunicación era constante
-igual que en los conventos de monjas-, y ninguna de las
formas de encierro intentadas tuvo éxito. En primer lugar,
porque los escolares disponían de criados y pajes que eran
verdaderos “correveidiles” de sus amos. En segundo lugar,
porque durante muchos años la misma pobreza de las ins­
tituciones hizo que para encontrar el sustento diario los
escolares debieran solicitar la caridad de la ciudad, comer
en sus posadas y habitar en sus casas. Y en tercer lugar,
porque se trataba de un grupo juvenil, piadoso y devoto, sí,
pero también enamorado de la vida, capaz de engañar a
rectores y cuidanderos y perderse en la noche para buscar
la compañía de música y mestizas que les alegraran la vida.
Si hay algo que se encuentre bien documentado en la cró­
nica, es esa comunicación permanente entre los escolares y
la ciudad popular; sin que a la oración tempranera con que
necesariamente se iniciaba el día, la alterara el fin de la no­
che anterior, ya que desde aquel entonces se sabía que el
que reza... empata.
40 2 I RENÁN SII.VA

Las categorías escolares


Ahora bien: hemos hablado de un grupo con formas pro­
pias de identidad y reconocimiento: los estudiantes. De un
grupo perteneciente a un medio social específico: el cam­
po intelectual, y con una adscripción institucional precisa:
los colegios-universidades. Un grupo social particular do­
tado con toda seguridad de una moral específica y de su
propio código de valores, aunque sobre esto debemos ser
prudentes, pues no abundan los análisis. Se trata de un gru­
po social atravesado por grandes diferencias y estructura­
do a través de un complejo sistema de jerarquías, presentes
en cada una de las actividades cotidianas, empezando por
la jerarquía que otorgaba la antigüedad, en un doble sen­
tido. Antigüedad en tanto miembro de una de las familias
de primeros pobladores, pero también antigüedad como
miembro de la institución universitaria. Condiciones a las
que se sumaba la proveniencia regional, motivo central en
la formación de bandos y partidos. En una palabra, aunque
los estudiantes conformaran un grupo diferenciado e iden­
tificare, se trataba de un medio todo menos homogéneo.
Ocurre que la sociedad colonial estaba organizada, en
todos sus planos, como un sistema de jerarquías, cada una
con privilegios -o ausencia de privilegios- graduados se­
gún la posición social, familiar y la pertenencia a un cuerpo
o corporación, lo que se expresaba en la vida diaria a través
de la figura de la preeminencia. Cada acto de la vida social,
cada ocasión en que se hacían públicas las conductas, era
una oportunidad para mostrar el carácter de dominio o de
subordinación de la posición social que se tenía. Y esto se
puede observar en el funcionamiento de las diferentes ca­
tegorías en que se dividía la población estudiantil.
En la parte superior de la escala social universitaria se
encontraban los colegiales. Se trataba del grupo que contro­
laba el mayor número de privilegios, y por lo tanto de po­
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 403

der, en la universidad colonial desde su fundación a princi­


pios del siglo xvii y esto sin alteraciones. Escogidos dentro
de “lo más esclarecido de la nobleza criolla”, participaban
del gobierno de la universidad, por lo menos en el caso del
Colegio del Rosario, y vivían dentro de la institución, sin
pago alguno, en consideración a tratarse del sector más
noble pero más empobrecido de la elite local. Regular­
mente mantenían de por vida su vínculo con la institución,
tanto en el Colegio del Rosario como en el Colegio de San
Bartolomé, pues se establecían casi que de por vida como
catedráticos al concluir sus estudios, controlando siempre
los cargos de dirección. Lo que ellos percibían como su
posición social, rápidamente lo hacían valer como su posi­
ción cultural, de tal manera que su dominio sobre la vida
escolar siempre fue completo, y no encontraba amenaza
más que en su diferenciación regional, ya que los colegiales
provenían de lugares diversos, pues las becas tenían distin­
tas asignaciones geográficas, tratándose siempre de grupos
rivales. Ese carácter de “colegial formal”, como se decía,
combinado con la antigüedad,\ tenía su expresión en cada
una de las reglamentaciones de la vida diaria y en cada una
de las demostraciones públicas en que la universidad hacía
presencia. Ahora bien, esta jerarquía de los colegiales ten­
día a reproducirse casi que naturalmente, a través de la
figura de \&fam iliatnra. Se trataba de un fenómeno de re­
producción del privilegio escolar, pues cuando el escolar
dejaba su “beca” en la universidad, ésta era retomada por
uno de sus hermanos o de sus parientes inmediatos, crean­
do en los colegios un fenómeno de dominio por parte de
familias y de grupos regionales, como tienden a compro­
barlo todos los estudios de prosopografía. Y no sólo de
dominio del campo escolar, sino también profesoral y ad­
ministrativo, ya que el personal de control y el de los
maestros, generalmente se reclutaba entre los escolares
404 | RENÁN SILVA

más antiguos, lo cual hacía que los colegios-universidades


fueran en verdad un instrumento de poder político y social
que se expresaba a través de las distintas formas de inter­
vención en la vida pública por parte de la institución. Todo
lo cual comprueba que, con el acceso a la vida universita­
ria, especialmente como colegial, no sólo era una carrera
de estudios la que se iniciaba, ni una simple vía hacia el
mundo laboral la que se aseguraba.
Seguían en la jerarquía los convictores. Se trataba de una
categoría de condición social “limpia” y completamente
comprobada, pero que no disponía de la “beca”, que no era
sólo una dispensa económica sino, ante todo, un reconoci­
miento social. Por tanto los convictores, también llamados
copistas (de capa), no vivían dentro de la institución, no
participaban en su gobierno, jamás podían ocupar el lugar
primero en el sistema de precedencias, ni privadas ni pú­
blicas, y estaban condenados por siempre a la espera, no
siempre recompensada, de que algún becario dejara el co­
legio, por abandono, finalización de estudios o muerte,
para poder acceder a los lugares de privilegio. Con todo,
los convictores, a quienes también se les llamó porcmtistas,
pues pagaban por sus estudios una pequeña porción -alre­
dedor de setenta pesos anuales durante el siglo xvm -, die­
ron un elemento permanente de recreación de la vida
estudiantil, ya que su contacto con la ciudad, al ser estu­
diantes externos, era mayor, como mayor era su participa­
ción en formas de sociabilidad y de intercambio culturales
que eran negadas a quienes padecían el relativo, pero tan
sólo relativo, encierro institucional.
Estas dos categorías eran las dominantes en la vida es­
colar, sobre la base de su preeminencia social, la que se
transformaba, en tanto miembro de la institución universi­
taria, en preeminencia cultural. Pero a lo largo del siglo
xvm, la categoría socio-escolar que más creció, y que en
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 405

últimas fiie el elemento que más transformó una vida coti­


diana institucional organizada sobre la base del exclusivo
privilegio social y del criterio de antigüedad en la perte­
nencia escolar, fue la categoría de los manteos o manteistas
(de manta), ya que cada una de las diferencias sociales se
expresaba aún en el vestido rigurosamente obligatorio que
debía llevarse en público o en privado. Se trataba de esco­
lares con orígenes sociales no completamente “limpios”,
sobre los cuales pesaba alguna sombra de indignidad, o
como se decía, de “tacha social”, sea por sus antecedentes
familiares -algún rastro de mestizaje en ellos, en sus padres
o en sus abuelos-, sea por la actividad laboral de sus pa­
dres (un mercader, un platero, un escribano de mediana
condición) o por su propia pobreza y origen regional.
Los manteos, desde luego colocados por fuera de toda
posibilidad de participar en el gobierno y de aspirar a una
beca, debían comenzar sus estudios de gramática en una
aula externa, acondicionada para ellos de manera expresa,
y sólo podían continuarlos viviendo por fuera de la institu­
ción, sometidos a una clara calificación social inferior, has­
ta el punto de que el vocablo “manteo” se convirtió en una
especie de insulto. Fueron, sin embargo, y en acuerdo con
lo que sucedía en el resto de la sociedad, a la que final­
mente sacudió en sus cimientos el mestizaje, el gran princi­
pio de transformación del orden escolar asentado en
privilegios corporativos. Ellos fueron quienes adelantaron
los más sonados pleitos en búsqueda del reconocimiento
de sus calidades sociales, los más avanzados exponentes de
la indisciplina escolar y de la crítica de los reglamentos y
quienes a través de su vocabulario, de sus atuendos y de
sus actitudes, representaron el gran principio de transfor­
mación de la vida universitaria y la expresión de la nueva
sensibilidad de la juventud, que es ya claramente posible ras­
trear en el último tercio del siglo xvm.
406 I RENÁN SILVA

Pero las jerarquías escolares eran aun más complejas y


variadas. Se encontraban también durante el siglo xvm los
así llamados fam iliares. Se trataba de especies de segundo­
nes, subalternos o protegidos de los colegiales, aceptados
en la universidad por su carácter de parientes pobres y
socialmente dudosos de los colegiales. Aunque se encarga­
ban de cumplir los oficios “poco nobles” a que sus patro­
nos se negaban (el arreglo del cuarto, los mandados y
recados hacia el exterior del colegio-universidad, etc.), ta­
les fámulos, como también se les llamó, cursaron estudios
y, en muchas ocasiones, obtuvieron sus grados. De hecho,
no constituían el último escalón de esta complicada jerar­
quía, pues ellos mismos podían disponer hasta de tres sir­
vientes o pajes, y sus tareas se volvieron imprescindibles
para los colegiales, ya que tempranamente se prohibió a
estos últimos mantener esclavos dentro de la institución.
Por último, y por períodos, se encontraban, los huéspedes,
una categoría curiosa y de difícil definición, compuesta por
escolares un poco de paso, un poco en situación indefinida
frente a su destino escolar, tal vez a la espera de una beca,
de un lugar como porcionista o como familiar, y que obte­
nían asilo, comida e intercambio espiritual al permanecer
en el “internado universitario”.

Los universitarios y sus estudios:


él método de estudios y su significado cultural.
Una introducción productiva al conocimiento de los rit­
mos, los usos y las ceremonias de la vida diaria del medio
escolar universitario en Santafé, puede hacerse si se consi­
deran los aspectos centrales de sus métodos de estudio, no
sólo porque tales métodos son parte central de la vida de
un grupo intelectual, sino porque ellos entrañaban la exis­
tencia de un preciso ceremonial cotidiano imposible de
evitar.
La vida cotidiana universitaria ai el Nuevo Reino de Granada | 407

El método de estudios estaba compuesto por tres ele­


mentos inseparables, denominados por la tradición con
tres precisas palabras latinas: lectio, dictatioy disputatio,_ele­
mentos que permanecieron casi inalterados y como objeto
de utilización diaria y general desde 1605, cuando los insti­
tuyeron los jesuítas, hasta los finales del siglo xvm, cuando
sufrieron fuertes ataques, aunque su desmoronamiento
como forma dominante debió esperar hasta la segunda
mitad del siglo xix. Es decir, se trata sin ninguna duda del
método de enseñanza y de transmisión de conocimientos
más antiguo y de mayor duración en la historia de la uni­
versidad colombiana.
La lectio era un procedimiento de lectura y explicación
cuya utilización estuvo condicionada en la universidad co­
lonial por dos factores. En primer lugar, por la tradición,
pues se trataba de la forma de enseñanza distintiva en la
universidad medieval. Y en segundo lugar, por la relativa
ausencia de libros para el uso de los universitarios -hecho
sobre el cual volveremos-, lo que determinaba la presencia
necesaria del catedrático a través de su voz, como prolon­
gación de la voz del autor y de la autoridad.
De hecho, al profesor se le denominaba lector (de
filosofía, de teología, etc.). Esa lectura, práctica diaria en el
salón de clase, era una lectura en alta voz, o, como se de­
cía, lectura de viva vox. Un tipo de lectura muy cercana a
la recitación y a la oratoria, pues precisamente se trataba
de la preparación de juristas, curas y predicadores, e
involucraba una profunda teatralización tanto de la voz,
como de los gestos y de los movimientos del cuerpo.
Este procedimiento de lectura significaba una especial
jerarquía de los sentidos, en donde el ver no se pliega a la
observación del mundo y de la naturaleza sino a la actua­
ción misma del lector, y en donde el papel de los sentidos
en el aprendizaje escolar está dominado por la función que
408 I RENÁN SILVA

cumple el oído, pues, en lo que al escolar respecta, la posi­


ción central es la de escucha. Por ello puede leerse en las
reglamentaciones académicas formulaciones como “escu­
charán las lecciones”, “oirán la explicación”.
Pero después de escuchada la lección el papel del
aprendizaje estará confiado a la memoria, que no podrá lo­
grar sus frutos sino a través de la repetición, concebida bajo
una forma que la acerca a los distintos tipos religiosos de
meditación. De ahí que la vida cotidiana en cuanto al apren­
dizaje esté dominada por una serie de reglamentaciones
que imponen formas multiplicadas de estudio-repetición, a
veces bajo modalidades colectivas, a veces individuales
-las que se hacen en “la soledad de los aposentos estudian­
tiles”-, pero todas encaminadas a lograr el dominio exacto
del texto, de la letra, de la lección escuchada.
La lectio resultaba inseparable en la vida universitaria
de la dictatio (dictado, dictamen). Se trataba de formas im­
posibles de separar: mientras los ojos del catedrático reco­
rren el texto, y la voz de las páginas transmutada en su
propia voz va recorriendo el espacio que la separa de sus
oyentes, mientras ello ocurre, la mano del alumno con su
pluma va inscribiendo sobre el papel cada una de las pala­
bras que el lector pronuncia. Las va inscribiendo sobre la
página en blanco de su cuaderno, de su mamotreto, como se
decía en el lenguaje escolar de la época. Mamotreto que
no desamparará desde el primer día de “aula”, que está
destinado a una larga utilización y que sería luego el libro
de estudio en la soledad del curato o el instrumento de con­
sulta del letrado urbano. Finamente forrado en cuero, su
primera página ha sido cuidadosamente marcada el primer
día de clase con el nombre de la cátedra y del lector por el
padrino de estudios del colegial, quien necesariamente lo
acompañaba en su primera jornada.
Este par gemelo de la lectio y la dictatio se utilizó en el
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 409

Nuevo Reino bajo dos formas distintas. Una primera ca­


racterizada por la copia rítmica y simultánea de lo que
pronunciaban los labios del catedrático, lo que determinó
que la cultura escolar no fuera solamente, desde el punto
de vista del cuerpo y de los sentidos, auditiva, sino audio-
táctil, a través de un mecanismo muy complejo por el cual
la vista se fija en el cuerpo y en los labios del lector, al oído
llega su voz, que es la voz del texto sacro, y su mano regis­
tra, una a una, cada una de sus palabras. Es una manera de
atar la práctica de la escritura a la memoria, a través de la
repetición escrita de lo que se oye.
Pero también se dio el procedimiento de separación en
el tiempo y en el espado de la lectio y la dietario, en un esfuer­
zo por acelerar el ritmo de la lectura y la explicación, ritmo
que estaba condicionado por la velocidad de la mano del
copista. Así lo señalaban las constituciones del Colegio del
Rosario, refiriéndose a la lectura de los comentarios que
había escrito fray Juan de Santo Tomás: “Y esto queremos
que se haga, aunque no hayan tantos libros suyos...
leyéndoles tres veces la lección saldrán señores de ella y la
podrán escribir en sus aposentos”.
Todo el proceso de transmisión de conocimientos te­
nía en el ámbito escolar universitario, como forma termi­
nal y como elemento principal, la disputatio (disputa). Esta
era ante todo una ceremonia cotidiana, un “combate entre
dialécticos”, un juego ejecutado ante la mirada del maes­
tro, de un auxiliar del lector o de un estudiante avanzado.
En la disputa todo estaba codificado: el lugar, el tiempo,
los sistemas de precedencia, el orden y la jerarquía de los
asistentes, pero sobre todo, la palabra, que uncida al carro
de la retórica se encontraba presa de una marca, envuelta
en un ritual, para que la discusión no se perdiera en cami­
nos extraños al orden que el discurso tenía señalado y el
“coloquio de oponentes” pudiera llegar a su feliz término.
410 | RF. NÁN SILVA

En los estudios universitarios coloniales la disputa (el


intercambio reglamentado de silogismos) lo invadía todo.
Com o los reglamentos y las distribuciones horarias lo
comprueban, el espacio escolar fue un gran teatro de
luchas retóricas: arguyen, en ocasiones solemnes, los maes­
tros unos contra otros; arguyen los estudiantes en saba­
tinas y dominicales; arguyen con ocasión de los exámenes;
arguyen durante el día como ejercicio final de clase y
como forma de repaso. ¿Y sobre qué se argumenta? ¿Sobre
qué se arguye? ¿Cuál es la materia del juego? Según el ideal
de Cicerón, obra siempre presente en las escasas bibliote­
cas escolares y que resultaba de aprendizaje obligatorio en
el ciclo inicial de gramática latina, se arguye sobre todo, pues
ya que el orador no puede saberlo todo debe, en cambio,
“ponerse en disposición de hablar de todas las cosas y
asuntos”, o mejor aun, “disputar, tratar y ventilar cuanto
ocurre en la vida humana”, pues la retórica, de donde pro­
viene la forma disputatio, tiene por materia “todo aquello
que se puede hablar”.
Los actos de disputa, los grandes torneos retóricos de
la vida universitaria, se extendían a lo largo de todo el año
escolar, pero eran ante todo una práctica diaria , reglamen­
tada con precisión en las distribuciones de trabajo para el
escolar. Así, por ejemplo, los estudiantes del Colegio de
Santo Tomás, según un documento de 1658, todas las
mañanas, de once a doce, realizaban su “conclucionci-
11a”, práctica de aula efectuada como entrenamiento en la
disputa y sin mayor ceremonial; pero en la tarde, de cuatro
a cinco, en la clase de filosofía, debían estar “replicando
(argumentando unos contra otros) como se suele hacer”, y
de cinco a seis “tendrán obligación por turno de sustentar
una conclusión que señalará el Padre vicerrector”. Igual
procedimiento se mantenía en el Colegio de San Bartolo­
mé en 1770, tres años después de la expulsión de los jesui-
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada ¡ 411

tas, pues, como actividad cotidiana, “se les tocará al repaso


de sus lecciones y argumentos unos contra otros, con los
compañeros que tuvieren señalados”.
Pero esta fiesta del “argüir”, del disputar, iba creciendo.
Los torneos de repetición diaria se hacían públicos los do­
mingos, día en que los vecinos podían penetrar en el terri­
torio cerrado de los colegios-universitarios, y alcanzaban
su máximo esplendor con motivo de las fiestas patronales,
de la conclusión del año escolar y de la ceremonia de gra­
dos. Para no multiplicar los ejemplos relativos a cada una
de las ocasiones, contentémonos con describir el examen
de grado, como manifestación de la disputa.
Es claro que si el proceso de formación escolar era un
movimiento continuo y creciente por mantenerse el ma­
yor tiempo posible en la “cadena del discurso”, un rudo
combate entre oponentes que se lanzaban sin cesar propo­
siciones y silogismos, memorizados con cuidado y exacti­
tud, el requisito supremo para graduarse no podía ser sino
un ejercicio de disputa, un “acto de conclusiones”, con la
asistencia obligatoria de todos los miembros de la institu­
ción y con un ceremonial que debía respetarse de principio
a fin. Riesgoso examen de cuyo éxito dependía el apiv-
bamtts o reprobamus y que, por su aparente rigor, era deno­
minado en el vocabulario escolar con el nombre de
“tremendas”, y que fue práctica constante de todos los es­
tudios superiores, lo que podemos ilustrar con los regla­
mentos del Colegio del Rosario: "... que ninguno se pueda
graduar de doctor en Sagrada Teología sin haber tenido
primero cuatro actos públicos en que se repartan todas las
partes de (la obra de) Santo Tom ás”.
Sin embargo, toda esta práctica cotidiana de ejercicios
retóricos, que al lado de la imposición de una vida devota
-en muchísimas ocasiones violada- era el centro del entre­
namiento escolar, estaba dotada de un sentido. La cultura
4 F2 | RENÁN SI LVA

universitaria y en general la cultura intelectual en la socie­


dad colonial, estaba caracterizada por la osteittación. De
hecho, los torneos retóricos, los denominados “actos de
conclusiones” -un silogismo siempre finaliza con una con­
clusión-, eran llamados en el lenguaje de la época “actos
de ostentación”.
Las ceremonias públicas de ostentación constituían la
verdadera fiesta pública del saber universitario. Con toda
la capacidad retórica en juego, eran actos que convocaban
a los notables de la ciudad: las autoridades, los nobles, los
vecinos. Eran la ocasión del lucimiento de los filósofos, de
los juristas, de los teólogos, del aumento de su prestigio
como “atletas de la palabra”, pues era posible que su actua­
ción en esta pequeña feria de vanidades, los condujera al
podio como oradores que pronunciarían el panegírico con
ocasión de la muerte de un notable o en el recibimiento de
una cualquiera de las autoridades civiles o eclesiásticas,
evento constante y que otorgaba tantos méritos en la so­
ciedad colonial. Cuando se leen las informaciones que por
cualquier motivo llenaba un miembro o antiguo miembro
de la universidad, lector o escolar, se observa que nunca
dejaba de anotar entre sus logros el haber pronunciado
una de estas “oraciones”.
Pero las lecciones de ostentación eran también una
oportunidad de emulación entre los dos colegios-universi­
dades de la ciudad y una ocasión de enfrentamiento entre
las distintas “escuelas de partido” en que se encontraban
agrupados los escolares, sus maestros y las órdenes religio­
sas, y no sólo por las sutilezas que separaban a unas escue­
las de otras (la de Suárez, la de Duns Scoto y la de Tomás
de Aquino), sino por la prioridad en el adelanto de las jor­
nadas públicas de disputa escolar. Así, para citar el ejemplo
más distintivo, el enfrentamiento que sostuvieron bartoli-
nos y rosaristas durante más de medio siglo por el derecho
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada

'Criado actualme manifiesta la oírn de! LornknJs, Julccui y


Coledo de cySmtro SeráficoSculre San Oí:añusco de.:
cdjú£Uíri
Sc diejrinupw a uta otra cldin l de dgorto

Plano del convento, iglesia y


colegio de N uestro Seráfico
padre San Francisco de
M edellin.
1803.
A rchivo G eneral de la N ación.
M apoteca 4 N ° 252a.
T ítu lo de abogado Jo rg e Ram ón de Posada
otorgado a colegial del C o legio Rea]
Francisco de M ayo r y Sem inario de San
A gu ilar por la B artolom é de Santa Fe,
Pontificia y Regia 17 7 3 - 17 8 1.
U niversidad de C o ncejo M unicipal de
Santo T o m ás de Marinilla,
A quino.
I785-
A rchivo G en eral
de la N ación.
Sección Colonia.
F on do M édicos y
abogados. Legajo
N ° 2 fol. 338 .
JU R H JlK l
T iv r u ;> /:c
TZ T1
La vida cotidiana universitaria ai el Nuevo Reino de Granada | 413

a tener el primer lugar dentro del calendario escolar para


celebrar los actos públicos académicos, con los cuales se
presentaban ante la opinión letrada de la ciudad, litigio que
hizo necesaria la propia intervención del Consejo Real
desde Madrid para zanjar una disputa que había dividido a
los propios vecinos, ya que ellos también se colocaban a
uno u otro lado de los contendores.

L a coronación final: las ceremonias de graduación


Quien no valora el papel del ritual, quien no ama el teatro
y el mundo de la representación, podrá juzgar que se trata
aquí de bagatelas. Pero en la sociedad colonial, por lo me­
nos para los grupos dominantes, nada escapaba al cere­
monial. Lo que ocurre es que hay que colocarlo en su
contexto, separarlo de la anécdota y de lo aparentemente
frívolo si se quiere precisar su significado y entender la di­
ferencia de ese mundo con el nuestro.
Parte muy importante de este ceremonial estaba cons­
tituido por el juramento. En la sociedad colonial la verdad
tenía un carácter sacro y sobre el discurso pesaban grandes
mecanismos de control. El grado escolar; como visado ne­
cesario para hacer uso en “propiedad” de un saber, suponía
entonces el juramento, dentro de un amplio y fastuoso ce­
remonial que se celebraba en la capilla escolar, pero que
tenía su conclusión en la plaza pública de Santafé. Y ese
juramento era triple. Primero, el juramento de “obediencia
y lealtad a nuestros virreyes y audiencias reales en nuestro
nombre”; luego, “...la profesión de nuestra santa fe católica,
que predica y enseña la Santa Madre Iglesia”, y, después,
(en el intermedio se había jurado la aceptación de la doc­
trina de Santo Tomás) el juramento final, que da la impre­
sión de haber sido considerado como el más importante,
en defensa contra la herejía y el inexistente peligro del pro­
testantismo: “Mandamos que ninguno pueda graduarse en
4 14 I RENÁN SILVA

la universidad si no hiciere primero el juramento de que


siempre creerá y enseñará haber sido siempre la Virgen
María concebida sin pecado original...”
La apoteosis de la coronación y lo más pintoresco del
festín, estaba constituido por la parte final de la ceremonia
con música, entrega de guantes que el graduando debía
donar a sus maestros y examinadores, y un paseíllo en
caballo por la ciudad, adelante, las autoridades escolares,
reales y municipales, seguidas de a pie por el cuerpo uni­
versitario de graduados, maestros en propiedad y suplen­
tes, lectores asistentes, bedeles y porteros, y luego cada
una de las categorías escolares, organizadas por anti­
güedad y llevando sus trajes e insignias distintivas y las
banderas y pendones que indicaban las distintas escuelas
filosóficas a que se pertenecía, acompañadas por grupos de
vecinos y de curiosos que se sumaban al festejo y celebra­
ban al nuevo doctor: “Para el grado de doctor se hará lo
que se dijo, añadiendo en el acompañamiento una persona
de a caballo que cargue un pendón de seda, que por una
parte lleve a Santo Tomás y por la otra las armas del doc­
torando”.
Se trataba desde luego de una de las grandes fiestas ur­
banas de la “república de españoles-americanos”. Costoso
y lujoso episodio de poder en el que un grupo mostraba
ante sí y comparaba frente a los otros, su distinto lugar en
la jerarquía social y realizaba el reconocimiento mundano
de que todo saber encarna un poder, bajo los ojos segu­
ramente atónitos de las gentes pobres de la ciudad, admi­
radas ante los símbolos externos que en esa sociedad
distinguían los papeles y las funciones sociales. Pero tam­
bién, episodio integrador de esa misma plebe en un orden
social que hacía de cada una de estas ceremonias un nuevo
refuerzo de su poder, a través de la consagración de los
propios símbolos que la dominación proponía.
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 415
Libros y lectores en el mundo universitario
Habíamos mencionado, sin avanzar más, que el método de
estudios, en tanto lectio y dictatio, había estado determina­
do, en parte, por la relativa ausencia de libtvsy la inexistencia
de la imprenta, y debemos profundizar un tanto en este
problema, pues si hay algo distintivo de la vida intelectual,
es su relación con el libro, no sólo a partir del descubri­
miento de la imprenta, sino desde antes, desde la propia
instalación de los talleres de copistas en los conventos me­
dievales.
Tal ausencia local fue un hecho relativo. A pesar de
todas las prohibiciones que pesaron sobre el comercio del
libro -prohibiciones que variaron según los géneros y las
épocas-, éstos estuvieron llegando continuamente en los
equipajes de los frailes y de las autoridades que por nuestro
territorio pasaban, las bibliotecas privadas no fueron de
ninguna manera una rareza, aunque no dispongamos de
estudios cuantitativos que permitan mostrar la magnitud
del fenómeno, ni de estudios cualitativos que nos permitie­
ran describir las formas más habituales de lectura.
Sin embargo, nada parece negar la ausencia relativa del
libro en los medios escolares y esto tuvo por lo menos una
consecuencia importante. Se trata de la existencia de una
riquísima cultura del manuscrito, pues la auténtica huella del
pensamiento teológico y filosófico colonial y de sus formas
de transmisión y de apropiación, ha quedado consignada
en ese gran número, aún muy fragmentariamente inventa­
riado, de mamotretos en que día a día, en el transcurso del
proceso escolar, se copiaban los textos leídos y los comen­
tarios agregados por cada uno de los lectores. Manuscritos
destinados a usos muy diversos: a veces objeto de prestigio
en las bibliotecas coloniales, pero también prueba de reali­
zación de estudios. A veces objetos destinados a permane-
cer en la etiseñanza cuando un estudiante se convertía en
4- i 6 I r f .n á n silva

lector. En otras ocasiones forma reiterada de permanencia


del ejercicio escolástico en lugares alejados, a través del uso
que de ellos hacían clérigos y frailes, hombres de cultura
en aquella época, en desarrollo de su función religiosa en
remotos pueblos. Así se comprobó, por ejemplo, cuando
se hizo, hacia 1664, el inventario de los bienes de un cléri­
go notable, quien después de mucho trasegar había llega­
do a ser canónigo en la catedral de Santafé, y en donde se
consigna, al mencionar sus “libros de mano” (cuadernos de
apuntes): “Materias que oyó el dicho señor doctor... Desde
gramática hasta teología hay de mano cincuenta y ocho li­
bros”.
Debe anotarse, sin embargo, que desde el inicio de los
estudios en Santafé hubo intentos por superar el dictado y
la escritura, a través del uso, por cada escolar, de un texto.
En el caso del Colegio del Rosario se dispuso, a mediados
del siglo xvii, el gasto de cien pesos para comprar ejempla­
res del “curso de artes”, señalándose que los libros que se
trajeran debían permanecer en los aposentos de los escola­
res, “de que resultará tener los sucesores libros competen­
tes... y se podrá excusar el escribir, con que tendrán más
breves y multiplicadas noticias de las materias”.
A pesar de estas disposiciones y recomendaciones, el
dictado y la copia fueron métodos imposibles de abando­
nar en el medio escolar universitario. Mientras que en el
universo cultural europeo habían sido desechados como
parte de una tradición que se abandonaba en virtud de la
emergencia del mundo de la certeza y la evidencia y, desde
luego, de la invención de la imprenta, con su renovación
del uso de los sentidos en el aprendizaje y el surgimiento
de nuevos hábitos de lectura, en el Nuevo Reino, y en par­
te, en la América colonial, en una especie de juego trágico
de relevo, tales métodos se perpetuaban, teniendo aún hoy
efectos manifiestos en nuestras prácticas de enseñanza. Es
La vida cotidiana universitaria en el Nuevo Reino de Granada | 417

decir, la relativa ausencia de libros, condicionada en altísi­


mo grado por la introducción tan tardía de la imprenta
(finales del siglo xvm) facilitó, acentuó y perpetuó los crite­
rios de autoridad en el saber, acercando las prácticas esco­
lares, a través de la obediencia y la repetición, a una suerte de
círculo cerrado sin posibilidad de salida. Año tras año la
misma lección, el mismo dictado, unas veces a partir de un
texto que el maestro-lector poseía, muchas otras a partir
de un cuaderno manuscrito que un estudiante había copia­
do sin mayores variaciones, haciendo a un lado los lapsus
posibles y otras erratas menores. Un poco la historia de
Pierre Menard, en la fábula de Borges, copiando de nuevo
F J Quijote para crearlo otra vez.
Podemos incluir aquí también una observación breve
sobre los géneros a que correspondían los libros leídos y
copiados por los escolares. En cuanto a estos últimos, los
copiados, se trataba básicamente de los cursos de “artes”
(filosofía) de fray Juan de Santo Tomás y de Antonius
Goudin, los dos autores más leídos por los universitarios
durante los siglos xvn y xvm -hasta su último tercio-, a lo
que se agregaba una serie de autores variados que se ocu­
paban de la teología y del muy prestigioso campo llamado
“casos de consciencia”. Pero los impresos más numerosos,
desde el punto de vista de su circulación, eran los que co­
rrespondían a las prácticas de devoción y a la cultura lite­
raria. En esto había una gran correspondencia entre lo que
podemos llamar “La biblioteca del Reino”, retomando la
expresión de Francois Furet, y “la biblioteca universitaria”,
es decir, una gran correspondencia entre lo que leía la so­
ciedad letrada y lo que leían los universitarios, en parte
porque estos constituían la parte más destacada y recono­
cida de tal sociedad.
En primer lugar, todos los libros que alimentaban las
prácticas devotas: libros de rezo diario, libros de piedad, li-
4 1 8 | RENÁN S I I.VA

bros de horas, libros de confesión, novenarios, etc. Estos,


en general se guardaban en los aposentos, pero en muchas
ocasiones se llevaban con uno, o por lo menos se tenían
cerca. Casi siempre “iluminados”, es decir decorados con
imágenes, debieron haber constituido una gran fuente de
educación artística, de formación de arquetipos y modelos
estéticos, sin que nada podamos precisar, por ausencia de
análisis concretos apoyados en corpus seriados, construi­
dos con rigor, aunque sí sabemos que servían tanto para la
oración individual, muy cerca de la meditación, como para
rezo colectivo, en voz alta, público y cantado.
En cuanto a la cultura literaria, bastante extendida en
la sociedad letrada y en el mundo escolar, predominaron
siempre, aún en el siglo xix, los clásicos griegos, latinos y
españoles, aunque no podamos precisar de manera estricta
las predilecciones, más allá de saber, por ejemplo, que
Cicerón fue un verdadero best-seller durante los siglos xvn y
xvm, y que los libros de aventuras e imaginación fueron un
tanto perseguidos, aunque nunca dejaron de circular.
Los inventarios de biblioteca, aún muy pocos, mues­
tran desde luego la presencia de muchos más géneros. Por
.ejemplo las “vidas ejemplares”, la Historia Sagrada y los
textos de oratoria eran frecuentes, como lo eran, pero en
grado mucho menor, los textos de medicina y las compi­
laciones jurídicas. En general se puede decir que el libro no
era muy abundante y que no parece haber mayores sor­
presas en cuanto a los autores y a los géneros que circula­
ban, todo conformando un panorama bastante tradicional,
hasta casi concluido el siglo.
Pero la ausencia de la imprenta y el control sobre el li­
bro no significa su ausencia completa en una sociedad. La
propia política ilustrada de los Borbón, el aumento innega­
ble de los intercambios comerciales y del contrabando, y
sobre todo, la puesta en circulación pública de una masa
La vida cotidiana universitaria en el Nuei'o Reino de Granada | 419

importante de libros luego de la expulsión de la Compañía


de Jesús, en 1767, y de ahí la formación de la primera Bi­
blioteca Pública, significaron una transformación del papel
del libro en la enseñanza y en el sistema general de la cul­
tura intelectual de Santafé y de las otras ciudades impor­
tantes. 1 lasta cierto punto, las modificaciones escolares e
intelectuales de finales del siglo xvni fueron el producto de
una nueva relación con el libro, con la lectura, con la escri­
tura y, por tanto, con la cultura intelectual. El examen de la
correspondencia de los ilustrados locales de finales del si­
glo xvm, esencialmente naturalistas y botánicos en rebe­
lión contra la escolástica, comprueba la presencia de una
nueva sensibilidad romántica frente al libro: nueva sensi­
bilidad que se expresa en las lágrimas de nuestros natu­
ralistas cada vez que reciben del propio Linneo, o del
embajador sueco en Cádiz, un nuevo ejemplar de la obra
que les permitió leer de otra manera el mundo que los ro­
deaba.

Bibliografía.

El presente ensayo, de carácter descriptivo y escrito para un


público 110 especializado -de ahí que hayamos evitado los nom­
bres propios, las cronologías eruditas, la mención de fuentes do­
cumentales y los problemas de interpretación general-, se apoya
por completo en algunos de mis trabajos anteriores y en un tra­
bajo en curso de redacción. Para una caracterización general de
las universidades coloniales como corporaciones del saber du­
rante los siglos xvii y xvm y para un conocimiento en detalle de
su crecimiento y transformación demográfica, remitimos al lec­
tor a nuestra Universidad v sociedad en el Nuevo Reino de Granada
(Bogotá, 1992). Para un análisis amplio de los métodos de ense­
ñanza en la universidad colonial y el problema de su modifi­
cación. los remitimos a uno de nuestros primeros trabajos en
este terreno. Los estudios generales en el Nuevo Reino de Granada
42 0 I RF. NÁN SII.VA

(Bogotá, 1981), de donde hemos extraído todas las descripcio­


nes que aquí consignamos. Los problemas de las transformacio­
nes sociales, institucionales e intelectuales de la universidad
colonial en la segunda mitad del siglo xviii los he abordado con
detalle en La reforma de estudios en el Nuevo Reino de Granada
(Bogotá, 1983). Los problemas del libro, la lectura y los lectores
en la sociedad colonial no cuentan con ningún trabajo notable.
Lo aquí presentado depende de varios artículos dispersos que
reúno, modifico y amplío en un capítulo de La formación del inte­
lectual moderno en Colombia, 1770-1830, actualmente en redacción
final, aunque le he ahorrado aquí al lector las ejemplificaciones
cuantitativas, que en principio lo podrían desanimar frente a un
campo de estudio que resulta apasionante, por decir lo menos.
En el mismo trabajo recién mencionado, estudio los procesos de
transformación de los sistemas de representación del mundo in­
telectual y el surgimiento de nuevas formas de sensibilidad, lo
que en su conjunto constituye el proceso de formación del inte­
lectual moderno en Colombia. Pero si el lector se decide a ini­
ciar sus propias búsquedas, que es a lo que quiere invitarlo este
breve ensayo, la mejor guía documental la encontrará en los sie­
te tomos de los Documentos para la Historia de la Educación en
Colombia de don Guillermo Hernández de Alba.
L a vida cotidiana en
los conventos de mujeres
IMI.AR
DE ZU LET A
Directora del Museo de Santa ( Jara

Cuántos y cuáles
En la Nueva Granada, durante el período colonial, quince
conventos de mujeres se fundaron entre los años de 1574 y
17 9 1. De estos quince, seis corresponden a la segunda mi­
tad del siglo xvi, seis al siglo xvn y tres al período final del
virreinato. El cuadro siguiente suministra en orden crono­
lógico las fechas de fundación de las instituciones con el
objeto de facilitar una mayor comprensión de lo que fue el
f e n ó m e n o g lo b a l d e la el a u s u ra fe m e n in a

T IPO DF. C I C D A I ) Y F U N D A C I Ó N F U N D A . 1)1.1, P RIM F .R C O N V K N T O A Ñ O S D E S P l ’ÉS

1unj;i: Centro Admin. «539 Santa Clara «574 35 años


Pamplona: Centro Admin. 1549 Santa Clara 1584 35 años
Pasto. 1rentera. ■539 La Concepción 1588 49 años
Popayán. Centro Admin. 1 536 La Fncarnación 159 1 35 años
Santa Pe. Centro admin. « 538 La Concepción 1595 57 años
Tunja La Concepción •599
Cartagena. Puerto 1533 Fl Carmen 1606 73 años
Santa l'e 1,1 Carmen 1606
Cartagena Santa Clara 16 17
Santa Fe Santa Clara 1629
Santa Fe Santa Inés 1645
Villa de Leiva. Agrícola 1572 Ll Carmen lf>45 125 años
Popayán F.l Carmen 1729
Santa Fe La Fnseñan/.a «7S3
Medellin. Minera 1675 F 1Carmen 1791 11 6 años
42 2 | PILAR DE ZULETA

Confrontando los datos anteriores, parece sorprender


el lapso transcurrido entre el inicio de las ciudades y la
fundación de los primeros conventos. A diferencia de los
monasterios masculinos que se habían formado con la
evangelización, los conventos de mujeres aparecen tardía­
mente. Para la fundación de los conventos se requería que
las ciudades estuvieran establecidas y pobladas, además de
la recaudación de los fondos, de un permiso de la Audien­
cia, de una Cédula Real, y de acuerdo a los cánones triden-
tinos, de una Bula Papal, todo lo cual representaba un
largo período de varios años.
En el caso de las Carmelitas Descalzas de la villa de
Medellin, el padre Bernardo Restrepo O.C.D., refiere lo
acontecido con la primera Cédula Real solicitada a España
en 1724 para la fundación del convento:

A pesar de mandato tan perentorio, porque el papel pue­


de con todo, y de la solemne ceremonia de obedecimiento,
con golillas, escribanos y notarios presentes, se obedece pero no
se cumple. F.sta providencia (La Cédula) conseguida a costa de
tantos esfuerzos y largamente esperada, pudo descansar du­
rante sesenta y ocho años en los anaqueles gubernamentales
o conventuales, dando tiempo a que se perdiera su vigencia, a
que las espléndidas promesas de bienes se destinaran a otros
fines, o a que los protagonistas pasaran a mejor vida'.

L a función del monasteriofemenino


El monasterio femenino cumplió un papel social y econó­
mico de primerísima importancia dentro de la sociedad
colonial. Fundados por una exigencia de esa misma socie­
dad, la mayoría de las veces se consideraba el custodio por

1. Restrepo. Bernardo O.C. D., Monasterio de San José de Carmelitas


Descalzas de Medellin ijg i-iy g i. Medellin, 1989, pág. 16.
Lm vida cotidiana en los conventos de mujeres | 423
excelencia de la virtud femenina, y la solución ideal para
remediar determinadas necesidades sociales; su función
rebasó los límites de la vocación religiosa para llegar a
convertirse en hospedaje, centro de instrucción femenina,
y lugar forzado de deposito, como se decía entonces, de to­
das aquellas mujeres cuyas circunstancias de alguna mane­
ra contrariaban las leyes por las que se regía la mentalidad
colonial.
Efectivamente, el deposito o confinamiento temporal de
las mujeres en lugares material y moralmente seguros, se
llevaba a cabo, por lo general, ya en casas de matronas de
reconocida virtud y ejemplo, o en los llamados Recogi­
mientos; hubo uno en Cali, otro en Cartagena, otro en
Santa Fe, y al menos un proyecto para uno en la villa de
Medellin o en los conventos. Los Recogimientos, entre
cuyos objetivos estaba proteger a las mujeres contra la
prostitución y la mendicidad, parecen haber tenido un ca­
rácter más popular, cumpliendo las veces de reformatorio
y acogiendo entre sus pupilas tanto a mujeres divorciadas
o a casadas “mal avenidas”, así como a las “arrepentidas”,
algunas de las cuales habían delinquido, confundiéndose
así, de alguna manera, con la misma cárcel, tal el caso de
Santa Fe. No sorprende, por tanto, que ya en el siglo xix,
Don Rufino Cuervo, en sus Apuntaciones críticas a l lenguaje
bogotano, haya ampliado el uso de la palabra divorcio, o cár­
cel del divorcio, para secuestro de mujeres en lugar honesto. De
otra parte, el depósito facilitado por los conventos tenía
por objeto colocar en lugar seguro y moral a la muchacha,
con el ánimo de explorar su voluntad, generalmente por
medio de un juez eclesiástico, cuando ésta había dado pa­
labra de casamiento. Creemos que debió practicarse de
preferencia con mujeres de la elite blanca.
4 24 | PIl.AR DE ZIJLETA

El 6 de octubre de 1626, prosiguiendo la visita que había


abierto en su obispado fray Francisco de Sotom ayor, obispo
de Quito, se presentó al Convento de la Concepción de la ciu­
dad de Pasto, y antes de marcharse, dirigió a las monjas una
extensa carta de congratulación por el buen resultado de la
visita y para hacerles una prohibición absoluta tocante a recibir
en el convento personas con el título de religiosas donadas, reclusas o
recogidas, las cuales se introducen en la clausura por corto
tiempo y sin obligación de votos.2

El ideal de la castidad estaba para entonces fuertemen­


te arraigado, no solamente y como es lógico, entre los reli­
giosos, cuyo estado lo exigía con carácter de voto solemne
sustentado en los tratados de los Padres de la Iglesia, sino
también entre los laicos y de manera especial en la mujer.
El estado de dependencia respecto de la autoridad mascu­
lina representada en el padre o el esposo, el escaso recono­
cimiento legal de su capacidad civil, la desconfianza con la
que se miraba y juzgaba su “debilidad” y su propensión a
“caer”, a través de la óptica del pensamiento religioso que
consideraba la virginidad como afín a la naturaleza de los
ángeles, el rigor de los tratados de moral, y el peso enorme
de la responsabilidad con la que se le endilgaba la sal­
vaguardia casi exclusiva del honor familiar, hacían que la
custodia de su castidad fuese, para la mujer, asunto de pri­
mordial importancia en todas las decisiones de su vida. El
convento era entonces el espacio perfecto en el que se ga­
rantizaban las condiciones de sujeción requeridas por un
ser tan frágil y considerado para todo efecto, como una
menor de edad.

2. Ortiz, Sergio Elias, E l Monasterio de la Concepción de Pasto, Pasto,


Boletín de Estudios Históricos, vol. 3, Imprenta Departamental, 1930. pág.
403-
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 425
Al repasar las razones aducidas por los promotores de
los monasterios femeninos para justificar su fundación, nos
encontramos con argumentos como el de los vecinos de la
ciudad de Pasto, al solicitar permiso de la Audiencia en
1585 para fundar el monasterio de la Concepción, los cua­
les expresaban que: “la necesidad de la obra no da espera
sino antes bien urge darle principio, pues las doncellas
principales por su falta de dote no pueden casarse como su
calidad lo requiere y lo que la prudencia aconseja en tal emer­
gencia es meterlas a un convento'? O este otro a propósito de
la Concepción de Santa Fe consignado por el cronista
franciscano fray Pedro Simón en sus Noticias historiales'.
“E11 conformidad de una Real Cédula anterior en que el
Rey había mandado se hiciese en ella (Santa Fe) un con­
vento de monjas para hijas de conquistadores por no haberle
en esta ciudad'.4 Y la Cédula Real fechada en Madrid en
1638, autorizando la fundación del monasterio de Santa
Inés del Monte Policiano de Santa Fe, dejaba claro que:

Por quanto por parte de vos Doña Antonia de Chavez,


por hallaros con cantidad de hazienda que heredaste de Juan
Clemente de Chavez vuestro hermano, y deseáis emplearla en
servicio de Dios Nuestro Señor, y utilidad del dicho reino,
fundando un convento de monjas de la orden de Santo Do­
mingo, para entraros en él en religión, y que hagan lo mismo al­
gunas mujeres principales descendientes de conquistadores que por
hallarse con necesidad no tienen que tomar otro estado, para lo qual
teneis dispuesto hasta setenta mil pesos.5

3. Ibid., pág. 63.


4. Simón, Fray Pedro. Citado por Mantilla, Luis Carlos: Las concep-
cionistas en Colombia i^HS-iqgo, Lditorial Kelly, Bogotá, 1992. pág. \ j 7.
5. Florez de Ocariz, Juan, / .ibro primero de las genealogías del Nuevo
Reino de Granada, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1990. pág. 177.
426 | PILAR DE ZUI.ETA

Sorprende, salvo excepciones (el caso de Antioquia


parece ser una de ellas), la poca frecuencia con que se hace
mención al sentido profundo de la vida contemplativa o al
objetivo real de una vocación religiosa cual es el de la en­
trega a Dios. Esto no quiere decir que esa intención no
haya estado presente en muchas de las mujeres que habi­
taron nuestros conventos, pero no puede negarse que
razones ajenas al verdadero sentido de la vida religiosa pri­
maron, en la mayoría de los casos, en las fundaciones de
los monasterios femeninos. En el siglo xvi, y sobre todo en
el xvm, la importancia de una ciudad, ya fuese de naturale­
za administrativa, agrícola, minera o de frontera, traía ne­
cesariamente de la mano el establecimiento de un grupo
de pobladores notables, acaudalados e influyentes, urgidos
de dar estado a sus hijas. Es lícito pensar que ellos propi­
ciaran para sus herederas la fundación de los conventos.
Teniendo esto en cuenta, vale la pena analizar algunas
de las razones que pudieron haber llevado a nuestras muje­
res coloniales a tomar el hábito religioso.
La dote fue sin lugar a dudas uno de los alicientes más
significativos. En Santa Fe, desde la segunda mitad del si­
glo xvii hasta finalizado el xvm, se mantuvo por lo general
el monto de 1 000 a 2 000 pesos en todos los conventos
para la dote de religiosas de velo negro, es decir de coro, y
de 400 a 600 para las monjas conversas o de velo blanco,
además de la facilidad de lograr exenciones (generalmente
a la mitad) cuando se trataba de parientas de los patronos
de la institución, o cuando entraban por “ nombramiento", es
decir a ocupar el puesto de una religiosa difunta. También
era frecuente que de la dote de una muchacha pobre se
hiciera cargo una Obra Pía, como ocurrió en el caso de Pe­
tronila de Caycedo y Suárez, quien profesó en 8 de sep­
tiembre de 1760 en el convento de Santa Clara de Santa .
La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 427
Fe: “con la dote de 600 patacones, los 500 de la Obra Pía
de Doña Rosa La Mora, y los 100 que le dan sus padres”.6
El monto de la dote lo fijaban los conventos aseso­
rados por los visitadores eclesiásticos y variaba según el es­
trato social de la profesa y la categoría en la que era
recibida. Cuando María Arias de Ugarte y su esposo en­
tran por monjas en Santa Clara de Santa Fe a Thomasa de
San Juan, a Francisca de la Trinidad y a Josepha de Santa
María (esta última niña huérfana) declaran: “Hemos paga­
do el dote según su estado de cada una”.7
En cambio, el monto de las dotes matrimoniales exce­
día con creces esa cifra, desde dotes excepcionalmente
grandes de 34 000 pesos en el caso de los más poderosos
de la elite (el caso de María Arias de Ugarte, encomendera
de Santa Fé, en 1624, para su primer matrimonio con don
Francisco de Noba Maldonado), hasta otras más modes­
tas, de 6 000, representadas en estancias de ganado menor,
algunas joyas, muebles y vestuario, como el caso de María
Cabral de Meló, para su desposorio con Bernabé Casta­
ñeda en 1681, o más tarde la aportada por doña Catalina
Alvarez del Casal para su matrimonio con don Vicente
Nariño en septiembre de 1758 y que sumaba, entre joyas,
enseres y dinero, 7 553 pesos 7 reales y medio.8 En la villa
de Medellin, estudios actuales han revelado que entre 1675
y 1780, las dotes matrimoniales oscilaron en algo menos
de 3 000 pesos, mientras que el ingreso al monasterio de
las Carmelitas, único de la ciudad, requería de una dote de
1 000 pesos.
La viudez o la soledad empujaban también a las muje­
res a tomar el hábito religioso. Es el caso de doña María de

(1. Libro de Profesiones, Monasterio de Santa Clara de Santafé de


Bogotá.
7. a . c í . n .. Notaría rA. Protocolo 1664. tomo C>5, fol. 386 v.
8. A . G . N . Notaría 3A . Protocolo 174 2 -17 58 . fol. 14 8 -15 1.
428 | PILAR DE ZULETA

Noba en la ciudad de Tunja, viuda de don Pedro Jove,


quien tenía una hija, Juana de San Joseph, profesa en el
monasterio de la Concepción y que “a causa de que otros
hijos varones que tiene son frailes en el Convento de la
Candelaria, y de estar como está desocupada de hijos en el siglo,
ha muchos días que desea entrar por monja en ese conven­
to, a sípor acompañar a su hija como por v iv ir y acabar en este
hábito, empleándose en servicio de Dios”.9 La madre, viuda
y enferma, y la hermana de la monja tunjana Francisca Jo ­
sefa del Castillo, habían llegado en parecidas circunstan­
cias al convento de Santa Clara; la fundadora del Carmelo
de Medellin, doña Ana María Álvarez del Pino, “vivió en el
convento con hospedaje voluntario y guardando clausura,
por espacio de diez años, según licencia que le concedió el
Obispo, para morir luego allí mismo como monja profe­
sa”.10 Y Francisca Margarita de Másmela, natural de Santa
Fe y viuda del capitán Juan de Poveda, decidió profesar en
el convento de la Concepción en 1660, para acompañar a
Juana Margarita, su última hija.11.
Además, para las mujeres viudas con medios de fortu­
na, la fundación de un convento parece haber sido atracti­
va empresa. La reflexión actual hace pensar que, en esa
forma, daban a su vida una orientación noble, comprome­
tiéndose en proyectos vitales que las mantenían activas y
ocupadas, no perdían el control y manejo de sus bienes, y
terminaban sus días acompañadas. Sorprende el elevado
número de viudas que iniciaron conventos en el país, ofre­
ciendo para las fundaciones “las casas de su morada”. Para
citar sólo algunas: doña Elvira de Padilla en el Carmelo de

9. Mantilla, Luis Curios, op. at., pág. 98.


10. Benítez, Jo sé Antonio (El Cojo), Carmelo y miscelanfa de varías
noticias antiguas y modernas de esta villa de Medellin, Jaram illo Roberto,
Luis, pág. 183
1 1 . Flórez de Ocariz, Juan, op. at., pág. 228
La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 429
Santa Fe, 1606; doña Leonor de Orense en la Concepción
de Pasto, 1585; doña Catalina de Cabrera en Santa Clara
de Cartagena, 1607; doña María de Barros y Montalvo en
Santa Teresa de Cartagena, 1609; doña Antonia de Chá-
vez en Santa Inés de Santa Fe, 1645; doña Clemencia de
Caicedo en la Enseñanza de Santa Fe, 1783; y doña Ana
María Alvarez del Pino en el Carmelo de Medellin, 179 1.
De los quince conventos femeninos que funcionaron
en la Colonia, en todo el país, cerca de la mitad fueron fun­
dados por mujeres viudas.
La orfandad era con muchísima frecuencia otro factor
determinante;

tengo dados a este convento de Nuestra Madre Santa Clara


(decía doña María Arias de Ugarte en 1663) por scriptura
para la dote de Josepha de Santa María niña huérfana que críe
en mi casa y está aseptada por el dicho convento y mayordo­
mo y estas tiendas di de muy buena gana porque la propiedad
sea del dicho convento aunque a la dicha niña no le tengo obli­
gación ninguna de sangre que me toque sino solamente por
haberla puesto a mis puertas como huérfana sin padre ni ma­
dre y haverla recevido por el amor de Dios... Por lo cual se le
de un hávito...'2.

Las palabras de la rica encomendera en su testamento


no dejan duda sobre la suerte que parecía corresponder a
las muchachas huérfanas.
Fuertemente arraigada en la mentalidad de la época
estaba la idea de la protección y ayuda a las huérfanas, la
cual se cristalizaba a través de organizaciones denomina­
das obras pías, encargadas de dotar a las mujeres pobres

12. A.r;.N. Notaría i A de Bogotá. Protocolo de 1664, fol. 386V.


430 | PILAR DE Zl'I.ETA

para “tomar estado”. Carentes de dote, el convento era


para estas mujeres el destino ideal.
No deja de ser necesario recalcar el hecho incontrover­
tible de la sólida formación cristiana que recibían en sus
hogares estas muchachas, formación que de alguna mane­
ra fomentaba la vocación religiosa. Era frecuentísimo que
en una misma familia hubiese clérigos y monjas entre tíos,
hermanos o demás parientes; inducían y aconsejaban a las
jóvenes la idea de que el estado religioso, era el más perfec­
to. Muchas de estas niñas habían recibido su educación en
los conventos al lado de sus familiares. Estas y no otras
parecen ser las razones que explican la frecuencia con que
en un mismo monasterio profesaban a la vez varias herma­
nas, o madre e hija o tía y sobrinas, hasta el punto de ha­
berse visto los conventos en la necesidad de reglamentar
este fenómeno que debía tener “para la quietud de la vida
religiosa” algunos inconvenientes. “Ordeno (decían las
constituciones de la Concepción de Santa Fe), que para
quietud de esta comunidad, no puedan entrar, ni profesar,
ni recibir velo de monjas más que hasta tres hermanas, por
ninguna vía que sea”.1-1
Tampoco puede descartarse la posibilidad de que, a
semejanza de lo que sucedió en Europa, y dadas las muy
peculiares circunstancias en que profesaban nuestras muje­
res, diera el caso de muchachas que, carentes de vocación
religiosa, hubieran escogido voluntariamente el refugio del
claustro con el ánimo de escapar al tedio de la vida domés­
tica, o a un matrimonio impuesto por su familia, o buscan­
do en el silencio y recogimiento de la vida conventual un
espacio para desarrollar sus aptitudes intelectuales, ya fue­
se en la lectura, en el aprendizaje del latín, en la com­
posición de poemas y pequeñas obras teatrales para

13. Mantilla, Luis Carlos, np. ai., pág. 43.


La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 431
esparcimiento de las religiosas, así como en el cultivo de la
música.
Fuesen cuales Riesen las razones para profesar, una vez
en el monasterio, colocadas en una situación de alguna
manera elegida por ellas, el ideal de perfección*religiosa se
instalaba en la mayoría de estas mujeres (no abundan los
casos de rebeldía) y venían a morir allí en olor de santidad
veneradas por la comunidad y tenidas como santas por la
sociedad civil.

Los habitantes del convento


En los conventos vivía una población abundante y hetero­
génea compuesta por las religiosas, las huéspedes, las edu-
candas y las criadas. A las huéspedes que voluntariamente
vivían en los conventos, se las llamaba en España Señoras
de piso y aunque por lo general no vestían hábito religioso,
eran tenidas en toda consideración por parte de la comu­
nidad, viviendo en piezas “con suficiente capacidad para su
decencia" y asistidas con frecuencia de criadas. En cuanto
a las educandas, eran ellas la alegría del convento.
Con anterioridad a la Ilustración no se consideró nece­
saria la educación para la mujer. Recogida en el hogar o en
el claustro, una instrucción básica en la doctriana Cristina y
algunos rudimentos de las “labores propias de su sexo”,
vale decir los oficios domésticos, y algo de lectura, eran te­
nidos como equipaje suficiente en la formación femenina.
Estos principios los suministraba de preferencia la madre,
entre cuyas obligaciones figuraba la guarda y protección
de las hijas, deber inherente a su naturaleza y reforzado
con insistencia en los tratados de los moralistas y en los
manuales de confesores. Uno de estos tratados: La Fam ilia
Regulada cotí Doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Pa­
dres de la Iglesia, del franciscano fray Antonio Arbiol (Ma­
drid 1796) así lo especificaba.
432 | PILAR DE ZULF. TA

La otra opción la proporcionaba el espacio conven­


tual, en el cual era fenómeno corriente que las niñas, aun
desde muy pequeñas, se “criaran” con las religiosas, sus pa-
rientas, las cuales garantizaban la custodia de su virtud, les
enseñaban los oficios propios del hogar, la doctrina cristia­
na, y si mostraban algún talento especial, el bordado, la
poesía, la música, y aun algo de latín. De infantes al cuida­
do de las monjas, pasaban, con el tiempo, a la categoría de
educandas pagando una pequeña pensión y engrosando la
población seglar que vivía en los conventos. Muchas de
estas niñas profesaban, al cumplir la edad reglamentada
por el Concilio de Trento, para tomar el hábito... Cuando
se establece el primer colegio de mujeres del país en el año
de 1783, para cuyo propósito se funda la Compañía de
María de La Enseñanza, de Santa Fe, las educandas tienen
por primera vez una organización, lo que podríamos lla­
mar un penstim y un horario y distribución específicos, ade­
más de un traje especial que las distingue y unas reglas
claras de conducta. Antes de La Enseñanza, su formación
no estaba reglamentada y dependía casi exclusivamente
del cariño y el empeño particulares de la religiosa a cuyo
cuidado se habían encomendado.
A modo de ejemplo de lo que podía llegar a ser la rela­
ción de algunas monjas con las niñas, podemos traer a
cuento el caso de la madre Porras en el convento de Santa
Inés del Monte Policiano, de la ciudad de Santa Fe. Esta
mujer, cuyo nombre religioso fue Josepha del Espíritu San­
to, estuvo dotada de particular talento y habilidades para
la música, dueña de una finísima voz, según reza la inscrip­
ción al pie de su retrato conservado en el monasterio.
Dada a “criar” niñas en el convento, se destacó por una
personalidad independiente, ambiciosa y poco sufrida,
condiciones éstas, que le valieron no pocos problemas y
acusaciones por parte de las directivas del convento así
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 433
como de la gente del siglo. Unos y otros se refieren a ella
como “la Porras” en las relaciones de cargos en su contra.
Bastaría para retratarla, el tan conocido caso de la novicia
Francisca Camero, en el año de 1806, en el que se acusa
píiblicamente a la madre Josepha de violentar a la mucha­
cha (a la que había criado) para hacerla tomar el hábito.
La profusión de niñas que habitaba en los conventos
fue asunto que trataron de controlar en múltiples oportu­
nidades los visitadores eclesiásticos, según las disposicio­
nes que figuran consignadas en los archivos que reproducen
las Actas Canónicas, pero, a semejanza del fenómeno de
las criadas, el problema se mantuvo al parecer durante
todo el período colonial.
Dentro de un contexto semejante, es difícil evaluar qué
tan letradas o ignorantes fueron nuestras mujeres colonia­
les, ya que hasta el momento no disponemos de corres­
pondencia ni de diarios de mujeres, preciosa costumbre
que fue tan común a la mujer norteamericana. Las firmas
de las monjas en los documentos notariales aparecen con
frecuencia indecisas y torpes, indicio sospechoso de una
cultura deficiente y sabemos, por ejemplo, que las funda­
doras de la Concepción de Pasto no sabían leer, lo cual
dificultaba además su aprendizaje del latín, obligatorio
para todos los oficios del coro; pero, por otra parte, la
figura excepcional de la escritora mística Josefa del Casti­
llo, levantada entre los libros de su padre, y quien desde
muy joven leía “libros de comedias”, nos da la pauta para
creer que hubo un nivel aceptable de instrucción, al menos
en el grupo social más favorecido. Lo que sí parece seguro,
es que el convento proporcionó 1111 espacio de esparci­
miento intelectual femenino, ya que casi todas las creacio­
nes místicas, literarias, artísticas, de crónica histórica y aun
musicales, salieron del ámbito religioso.
434 I p ila r df. zulf.ta
Las criadas
La existencia de criadas particulares para el servicio de las
religiosas fue fenómeno común a la vida de los monaste­
rios coloniales. Dentro de una sociedad fuertemente es­
tratificada, las muchachas nobles que profesaban, así como
las que optaban por el matrimonio, llevaban a su nuevo
estado a su propia servidumbre, compuesta generalmente
por muchachas pobres de “color quebrado”, en calidad de
criadas o de esclavas. Los documentos que registran el in­
greso de las fundadoras del monasterio femenino del
Carmelo de la Villa de Leiva, dan cuenta de las criadas que
desde un comienzo llegaron en compañía de las religiosas.
La abundancia de criadas en los monasterios fue tam­
bién motivo de queja permanente en las visitas practicadas
cada cierto tiempo por los visitadores eclesiástico, pero no
parece haber variado la situación, pues a juzgar por las po­
cas estadísticas de que se dispone, el número de criadas
siempre sobrepasó con creces el de religiosas profesas. La
visita practicada al monasterio de la Concepción de Santa
Fe en el año de 1683, por el arzobispo don Antonio Sanz
Lozano, ordenaba, entre otras cosas, que: “Las criadas y
demás sirvientes tengan a las dichas religiosas mucha aten­
ción y respeto y las miren con la reverencia que se debe a
las tales religiosas”. Y así mismo: “que todas las religiosas
de dicho convento, declaren debajo de obediencia que se
les impone, qué número de criadas seculares tienen”.'4
Era pues costumbre arraigada e impuesta por las exi­
gencias mismas de una sociedad estamental. Contra esto
se reveló la voz dolida de la mística tunjana Josefa del Cas­
tillo en unas palabras que reflejan su hondo sentimiento
cristiano: “He padecido desde que entré monja un trabajo
penoso, por parecerme grande estorbo y tropiezo para la

14. Mantilla, Luis Carlos, op. c. , pág. 79.


I M vida cotidiana en los conventos de mujeres | 43 5
quietud: Este es el necesitar de criada, por no poderse otra
cosa en el convento donde estoy. Dichosos los conventos y di­
chosos los religiosos que sirviéndose unos a otros, ejerci­
tan la humildad, la paciencia y caridad”.’ 5
Las criadas y esclavas asistían a sus señoras en sus cel­
das y habitaciones, hacían mandados y desempeñaban
además con no poca frecuencia el curioso oficio de servir
de verdugos en las crueles penitencias con las que muchas
de estas mujeres, hijas dilectas de un espíritu barroco, cas­
tigaban sus débiles carnes. “Despedazaba mi carne con ca­
denas de hierro (decía la Madre Josefa) Hacíame azotar por.
manos de una criada, tenía por alivio las ortigas y cilicios,
hería mi rostro con bofetadas”.'6
En cuanto a las esclavas la costumbre imponía que pa­
saran al convento “después de sus días”, como rezaban las
disposiciones de las monjas, es decir, a la muerte de la reli­
giosa.
Las criadas podían entrar y salir del monasterio apa­
rentemente sin restricción alguna, lo que facilitaba un eter­
no correo de chismes, dimes y diretes entre el claustro y
las gentes del siglo. La misma visita practicada por el ar­
zobispo Sanz Lozano pretendía corregir: “Que las criadas
que asisten a las religiosas no salgan continuamente de la
clausura, y nunca a pernoctar fuera de ella”.'7 Para la sensi­
bilidad quebradiza y anhelante de paz interior de la tun-
jana Josefa del Castillo, las criadas, con sus chismes, su
barullo y maledicencia, constituyeron un verdadero supli­
cio; una y otra vez a lo largo de su atormentada existencia,
hace referencia en sus escritos a este desorden. Dos siglos
y medio después, no puede menos que inspirar honda pie­
dad la queja de esta alma contemplativa.

15. Del Castillo. Josefa. Vida. Biblioteca Popular, pág. 150.


16. Ibid., p:íg. 62.
17. Mantilla, I a i í s Carlos, (tp. at., pág. 79.
43^> I PII.A R DE Z l/L E T A

La economía de los conventos


Los conventos manejaban una economía importante y
compleja. A falta de bancos, fueron ellos, a semejanza de
los monasterios medievales, los grandes proveedores de
préstamos a interés. Son innumerables los datos de opera­
ciones crediticias celebradas entre los monasterios y la ciu­
dadanía. Los solicitantes, en algunas ocasiones, alegaban
en el registro notarial de las operaciones “haber tenido no­
ticia " de que el convento tal o cual tenía dinero para “im­
poner a censo”, razón por la cual solicitaba en préstamo
determinada cantidad. Las abadesas, asesoradas por sus
síndicos y mayordomos, facilitaban el dinero y pedían la
ejecución de los bienes del prestatario en caso de incum­
plimiento. En la segunda mitad del siglo xvm y de acuerdo
con la última pragmática de su majestad, el rédito anual
corriente era del 5% sobre el principal, pagadero general­
mente en dos contados, uno cada seis meses. Con igual
facilidad se vendían o alquilaban propiedades del monaste­
rio, casas, tiendas o solares, o se hacían transacciones ya
no a nombre de la institución sino a título personal de las
religiosas. El voto de pobreza no impidió que ellas maneja­
ran sus bienes y algunas veces aun los de sus familiares,
como el caso de María Josepha de la Concepción, religiosa
en el convento del mismo nombre en Santa Fe y quien en
1797, impuso a censo en don José Thomás Muelle, la suma
de mil ochocientos pesos. Dicha suma se impuso “en coti-
Jiafiza, por ser el dinero perteneciente a un menor”.'8
En ocasiones el erario público se beneficiaba también
del capital de los conventos. En julio 7 de 1750, se aproba­
ba por cédula real la obra del camellón de Santa Fe, y en
diciembre de 1754, el convento de Santa Clara de la misma
ciudad se obligaba a prestar la suma de dos mil cuatrocien­

18. a . g . n . Conventos, tomo 27. fol. 00407.


La vida cotidiana en ¡os conventos de mujeres | 437
tos patacones, para efectos de la misma obra al rédito
anual corriente del 5%. De esos dos mil cuatrocientos pa­
tacones, ochocientos pertenecían a la Madre Josepha de
San Ignacio, quien según reza la obligación, debía recibir
los réditos correspondientes a esta su parte.'9
Así mismo Dorotea del Sacramento, monja profesa de
velo negro en el convento del Carmen de Santa Fe, decla­
ró ante escribano público en el momento de testar, y en su
propia celda del monasterio, “aver enajenado muchas
porziones de los vienes de dichos sus padres, assi por
scriptura y donaziones que tiene fechas a favor de Frai José
Palomeque su sobrino, religioso del convento de Señor
San Agustín, como una fundazion de una capellanía de
cantidad de mil patacones que paran en la Real Caja de
esta corthe, lo qual no ha podido n i devtdo hacer por ser en
perjuicio de dicho convento".20 Todo esto lo declaraba la
monja: “para descargo de su conciencia y por halarse
como se halla con escrúpulo”; las donaciones a fray Palo-
meque ascendían a la suma de dos mil pesos.
En la concepción de Santa Fe, Isabel de San Francisco,
Ana de los Angeles, Lucía del Espíritu Santo, Gertrudis de
San José y Bernarda de Jesús, todas cinco monjas profesas
de velo negro y además hermanas, ceden ante notario pú­
blico el derecho sobre una esclava de nombre María, la
cual junto con otra llamada Pascuala, habían recibido de su
madre doña Beatriz de Cartagena, difunta. El derecho:
“para que como suia la pueda vender” recae sobre el pres­
bítero José Ortíz su hermano, el cual se hallaba: “con algu­
na necesidad”.21
| Los conventos se sostenían con los jugosos aportes de

19. a . g .n . Conventos, tomo 6 1. fol. 118 4 -118 7 .


20. a . g .n . Notaría Primera, 1663. fol. 184V.
2 1. a . g .n . Notaría Primera, 1683, fol. 16 iv iÓ2r.
4 38 | PILAR DF. ZIU.ETA

los patronos, con las dotes de las muchachas, con las con­
tinuas limosnas de la sociedad que aseguraba con dona­
ciones la salvación eterna y con las operaciones de crédito
a favor de particulares. En esta forma, iban haciéndose
dueños de tierras, trapiches, esclavos, y propiedades urba­
nas, representadas en casas de teja altas y bajas, tiendas,
locales y solares.
Los fundadores y benefactores de los conventos estaba
amparados por el derecho de patronato, arraigado en el de­
recho medieval de las Leyes de Partida y considerado por
la Iglesia como una “gracia” que se otorgaba a los laicos.
Mediante este privilegio, y a cambio del cuidado y de
cuantiosos beneficios a la institución, los patronos goza­
ban de no pocas bondades, de las que no era la menor el
derecho a ser enterrados en las iglesias de los monasterios,
el de ostentar escudos y blasones en las fachadas de los
mismos o el de reservar para sus familiares y herederos los
lugares de preeminencia dentro de los templos para todas
las ceremonias religiosas, además de asegurarse el rezo de
misas, salmos y oraciones a perpetuidad, para sí mismos y
sus herederos. Así, también, su poder era inmenso y, en al­
gunos aspectos, como en el nombramiento de capellanes
para sus iglesias, estaban por encima del obispo. El patro­
nato era hereditario, pasando en línea recta a manos de
hijos y de nietos; esto a la larga venía a convertirse en un
arma de doble filo, pues así como los primeros dedicaban
prácticamente su vida, como el caso de doña María Arias
de Ugarte en Santa Clara de Santa Fe, a la protección y
cuidado de su obra, no así los herederos, cuyas preocupa­
ciones se centraban con más frecuencia en la percepción y
demanda de los privilegios que en la salvaguardia de los
intereses del convento.
Entre las donaciones de los patronos existen algunas
muy notables por su tamaño y valía, como las consignadas
I m vida cotidiana en los conventos de mujeres | 439
en el testamento tie doña María Arias de Ugarte en 1663,
para el convento de Santa Clara de Santa Fe. Esta señora
amó realmente su convento; el extenso listado de sus in­
mensos bienes, además de la preocupación y esmero que
demostró en los detalles y cuidados para con la institución,
impresionan y conmueven. Dinero, hacienda, joyas, cua­
dros, retablos, platería y ornamentos ocupan varios folios
del documento de archivo.

hasfábricas
La casi totalidad de los conventos se iniciaron en casas
pertenecientes a los fundadores y promotores de las órde­
nes o cedidas por ellos. Con el tiempo, se fueron constru­
yendo las distintas fábricas, las cuales parecen haber sido
bastante sencillas, sin alcanzar jamás la complejidad ni la
monumentalidad de los conjuntos conventuales de Are­
quipa o de Antigua Guatemala. Los más pudientes debie­
ron constar por lo general de dos claustros, el alto y el
bajo, distribuidos alrededor de un patio central.
Lo corriente era que se iniciaran las fundaciones en ca­
sas particulares, en las que como primer requisito se acon­
dicionaba una iglesia para alojar a “su Divina Magestad”,
acudiendo a los legados y donaciones de la sociedad para
dotarla de vasos sagrados, custodias, imágenes y ornamen­
tos. No se han encontrado datos de monasterio alguno
cuya fábrica completa se haya terminado antes de la fun­
dación. Por lo general, estos edificios requerían instalacio­
nes para celdas de las religiosas, sala de labor, locutorios,
enfermería, refectorio y cocina, huerto y cementerio. A
estas dependencias se daba el nombre de oficinas. En los
monasterios importantes, un ala completa del edificio se
destinaba al noviciado. En los conventos con más de un
claustro, es de presumir que el segundo tuvo ese propósito.
Casi todas nuestras monjas llevaron un tipo de vida
440 | PILAR DE ZULF. TA

conocido como “vida particular”, es decir, que se alojaron


en celdas propias construidas especialmente para ellas y su
servidumbre, y costeadas y decoradas con dinero de sus
padres. Estas habitaciones llegaron a ser notablemente es­
paciosas, contando con cocinas individuales, recámaras,
balconcitos, bibliotecas y oratorios, al modo de pequeños
departamentos. Las monjas podían comprar, vender o do­
nar sus celdas. Parece que esto sucedió en toda Hispa­
noamérica, y que la complicada apariencia de algunos
conjuntos conventuales del Perú, que semejan pequeños
barrios, con pasillos, calles, patios, fuentes, jardincillos y
balcones, en los que al decir de fray Antonio Vásquez de
Espinosa: “si una criada se huye de su ama, pasan varios
días sin hallarla”, se debió a este fenómeno.”
Algunos de los conventos del siglo xvn se decoraron
con abundante pintura mural. Tal fue el caso de Santa Cla­
ra de Santa Fe, cuyo templo y arcos del antiguo claustro,
conservan rastros maravillosos de flora, fauna, ángeles,
querubines y santos o el demolido monasterio de Santa
Inés del Monte Policiano, también en la ciudad de Santa
Fe, cuya decoración mural figura detallada en la biografía
de la madre Gertrudis, su abadesa ejemplar. Era usual, ade­
más, que las galerías del monasterio tuviesen en sus muros
pintada la semblanza y vida de sus santos fundadores, co­
locada allí con el propósito de servir de meditación a la
comunidad. Investigaciones futuras con mayor acopio de
documentación, llegarán a mostrar en más detalle la apa­
riencia de estas ciudadelas del espíritu dispuestas para la
contemplación y el crecimiento interior.

22. Vásquez de Espinosa Antonio, Compendio y Description de las


Indias Occidentales, Washington, Smithsonian Institution, 1948.
La vida cotidiana en los conventos
de mujeres

M adre clarisa Francisca


Jo sefa del C astillo. T in ta.
16 7 1-17 4 2 .
Colección particular de
descendientes de la
religiosa.

L a venerable madre M aría Juana


de Lestorac.
1 5 5 6 -1 6 4 0

O leo anónim o
E l convento de L a Enseñanza.
B ogotá.
tela.
E l convento de L a
Enseñanza. B ogotá.

L a m rm
M aría de
Santa
T eresa.
1 8 4 3 .

O leo de José
M igu el
Figueroa.
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 441
La profesión religiosa
Una vez transcurrido el año de noviciado, la voluntad de la
candidata era consultada ante notario eclesiástico, si ésta
mantenía la decisión de hacerse religiosa. Allí a la novicia
se le preguntaba qué edad tenía, hacía cuánto tiempo esta­
ba en el monasterio, si había sido forzada a tomar el hábito
y profesar, si era consciente de las cargas y obligaciones
de la vida religiosa, a qué votos se comprometía, etc. Al
interrogatorio seguía el ingreso formal al claustro, el cual
estaba acompañado de una bella ceremonia plena de sim­
bolismo.
Vestida toda de blanco como una desposada, y ador­
nada de joyas, galones, sedas, lazos y arracadas, la mucha­
cha recorría entre cánticos y luces el espacio de la nave del
templo para recibir de manos del oficiante el humilde há­
bito de estameña que había sido previamente aspergado y
bendecido. Hincada de rodillas, se cortaba su cabellera y
recibía la corona de lirios y el anillo que la convertían en
esposa de Cristo. Luego, revestida con el sayal religioso,
recorría una vez más la nave del templo para ingresar por
la puerta del coro bajo, en donde era recibida por la aba­
desa en persona y por el concurso de religiosas portando
cirios encendidos. Los himnos que acompañan la ceremo­
nia, el Vetii Sponsa Christiy el Te Deum Laudatnus, resona­
ban en la tribuna del templo.
John Potter Hamilton, coronel inglés que visitó el país
en 1824, describe el refresco que enseguida de la profesión
ofrecían las religiosas en el refectorio del convento a las
dignidades, notables, sacerdotes y familiares de la nueva
monja. Chocolate, dulces, amasijos, horchata, limonada,
todo aquello que de más exquisito y cuidado podía brindar
la regocijada comunidad en ocasión tan solemne. Después
de la profesión, sólo la muerte se revestía de tanta pompa y
recogía en el convento tanto concurso de notables. El des-
442 | PILAR DE ZULETA

posorio místico y el tránsito final; dos momentos claves en


la vida de la monja.
Existe información de que todavía en 1806 se mantenía
viva la costumbre de celebrar los llamados Requerimientos.
El requerimiento consistía de una salida en vísperas de
profesar, con el objeto de que la candidata explorara su
voluntad, que la novicia hacía a casa de su familia. Dicha
salida tenía una duración aproximada de tres días, durante
los cuales y a manera de despedida del siglo, la futura
monja era agasajada por parientes y conocidos con festejos
múltiples. En ese lapso, su decisión se ponía a pmeba por
última vez, ya que los halagos de la vida civil se desplega­
ban ante sus ojos en todo su esplendor.
Requisito indispensable para la admisión de la monja,
era la información acerca de su lijnpieza de sangre, casi to­
dos los conventos lo exigieron. Descendientes de conquis­
tadores, las muchachas debían probar su ilustre calidad y
notorio nacimiento, con el objeto de impedir que las fu­
turas profesas tuviesen mancha de “color quebrado”, de
indias o mestizas y no fuesen herederas directas de espa­
ñoles, cristianos viejos. En el Nuevo Reino 110 se dio lo que
en la Nueva España: un convento exclusivamente para in­
dias ilustres descendientes de caciques, como lo fue el con­
vento franciscano de Corpus Christi, fundado en la ciudad
de México en 1724.
El requisito de la limpieza de sangre formaba parte de
las constituciones de la mayoría de las órdenes y había
sido incluido allí por los mismos fundadores.
Las monjas de la colonia profesaron cuatro votos: los
de pobreza, obediencia, castidad y clausura. Éste último se
impuso con la reglamentación del Concilio Tridentino ce­
lebrado entre 1545 y 1563, en su sesión 25. Aduciendo
control al relajamiento existente en las órdenes religiosas
masculinas y femeninas, la Bula Pericolosi del papa Pío v y
La vida cotidiana en los conventos de mujeres | 443
otras disposiciones más, establecieron para las mujeres el
rigor de las rejas, los muros que ocultan, las celosías, los
clavos, tornos y cratículas. Una arquitectura a la que se in­
corporaron todos estos elementos, será la que distingue de
allí en adelante el cenobio femenino.

E l trabajo de las religiosas


El trabajo hace parte medular de la organización de la vida
monástica y conlleva siempre un significado profundo.
Ora et labora rezaban las antiguas reglas de los austeros be­
nedictinos. La oración y el trabajo conformaron la espina
dorsal de las constituciones de las órdenes, razón por la
cual cualquier obra salida de las manos diligentes de las
monjas requiere de una doble consideración y lectura: por
una parte, la de su posible valor artístico o de oficio, y por
otra, la de respuesta a una exigencia de la vida religiosa.
La monja no estaba nunca ociosa. El ocio, padre de
todos los vicios, propicia la tentación, la dispersión de la
fantasía, la pereza. Desde la hora de maitines, para rezar,
cuando la religiosa abandonaba su lecho al amanecer, has­
ta la hora de completas, una cadena de pequeños trabajos
acordes con su jerarquía y alternados con el rezo del
Oficio Divino, ocupaban el tiempo de cada mujer. Es nece­
sario barrer, cocinar, atender la portería, tañer las campa­
nas que congregan a la comunidad y anuncian el paso de
las horas, confeccionar los hábitos, ocuparse de la lavande­
ría y despensa, aliviar a las enfermas, cuidar del huerto, y lo
más importante, vigilar del “aseo y decencia” de la iglesia,
sus manteles y ceras, sus vasos, su incienso, sus flores. A
pesar del elevado número de criadas, a quienes desde lue­
go se confiaban los oficios menores, de preferencia los que
requerían salir a la calle, mandados y compras, el convento
funcionó como una pequeña colmena en la que las religio­
sas atendían juiciosamente a sus obligaciones. Cada cargo
444 I PILAR DE ZUI.ETA

conllevaba las suyas, desde el más importante, el de abade­


sa, o el de vicaria de coro, o maestra de novicias, hasta los
más humildes de obrera, refitolera u hortelana.
Al lado de los oficios comunales, existieron otros tra­
bajos individuales, los que por su excelencia llegaron a dis­
tinguir a algunas comunidades: los bordados, la variada
repostería, las aguas de olor, las ceras artísticas. Aquellas
órdenes que llevaron suspenso al cuello y sobre el hábito
de estameña un escapulario o un medallón, carmelitas y
conceptas, nos hacen presumir que bordaron y pintaron
sus distintivos “en casa”, por manos de las mismas reli­
giosas.
Cabe mencionar, por último, la abundante producción
literaria, la mayoría de la cual permanece inédita. La im­
portante figura de la madre del Castillo, parece opacar a
sus demás congéneres, pero no debe olvidarse que las vi­
siones y vivencias de estas religiosas que no escribieron
para publicar sus obras y que actuaban recibiendo órdenes
de sus confesores, son una bella incursión en la sensibili­
dad femenina y en la mística barroca característica de la
época.

L a muerte
Después de toda una vida transcurrida en la clausura, 50 o
60 años para algunas, datos que sorprenden tratándose de
una época con expectativas de vida más cortas, llegaba
finalmente el momento de la muerte. El heroísmo acom­
pañaba la enfermedad y la agonía en casi todos los casos;
padecimientos indecibles soportados en silencio, con la
oración como única protesta. Luego del tránsito supremo,
la religiosa quedaba rígida, pero sonriente, y un sinnúmero
de fenómenos inexpicables tenían lugar para asombro de
las llorosas compañeras. Música como de ángeles, un per­
fume misterioso que emanando del cadáver impregnaba la
La vida cotidiana en los conventos de mujeres \ 445
celda, jaculatorias, rezos y el dolido arrepentimiento de to­
das aquellas que en vida de una u otra forma la habían
mortificado.
Acto seguido, se la arreglaba para colocarla en el fére­
tro ciñendo de nuevo sobre sus sienes la hermosa corona
de desposada, verdadera mitra de flores, símbolo de su
triunfo final sobre los rigores y sacrificios de la vida religio­
sa. Enseguida, se llamaba al pintor de renombre para que
plasmara en el lienzo la semblanza de la santa. De esta cos­
tumbre surgieron los espléndidos retratos que conservan
los monasterios y que se destinaban a la Sala Capitular
para servir de ejemplo a las demás religiosas, ya que siem­
pre iban acompañados de una leyenda en la que se desta­
caban las virtudes que habían hecho ejemplar a la difunta:
Caritativa, humilde, limosnera, mansa, paciente, estricta en
el cumplimiento del oficio, eran algunas de las virtudes se­
ñaladas.
Entre aroma de flores y luces de cirios, el féretro se ex­
ponía luego en el coro bajo de la iglesia del monasterio; allí
se volcaba la ciudadanía , desde los notables, el cabildo, las
dignidades y los religiosos, hasta el pueblo llano, con el fin
de rendir homenaje a la monja difunta.
Del “Libro de profesiones de religiosas y razón de las
difuntas, sus sufragios y exequias" existente en el monaste­
rio de Santa Clara de Santa Fe, extractamos lo siguiente:
“El dos de marzo de 1778, siendo abadesa la Madre Inés
de la Santísima Trinidad, murió la Hermana Francisca de
los Dolores; sacaron para su entierro y honras, 45 pataco­
nes y se le hicieron sus exequias que se acostumbran y son
de constitución”. Para ese momento, el precio de las hon­
ras corrientes, oscilaba entre los 40 patacones para las
monjas de velo blanco y 150 para las de velo negro.

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