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Entre minas

y barrancas
El legado de Juan Luis Sariego
a los estudios antropológicos

Séverine Durin ♦ Victoria Novelo


(coordinadoras)
Página legal

306.08
E562e
Entre minas y barrancas : El legado de Juan Luis Sariego a los estudios antropológicos / Séverine Durin y
Victoria Novelo (coordinadoras).--
Ciudad de México : Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2018.
224 páginas : mapas, fotografías ; 23 cm.--(Publicaciones de la Casa Chata)

Incluye biografía de Juan Luis Sariego.


ISBN: 978-607-486-467-0

Sariego Rodríguez, Juan Luis, 1949-2015 – Homenaje. 2. Sariego Rodríguez, Juan Luis, 1949-2015 –
Antropólogo. 3. Indios de México – Noreste – Condiciones sociales. 4. Sierra Tarahumara – Indigenismo.
5. Industria minera – México. I. Durin, Séverine, coordinadora.II. Novelo, Victoria, coordinadora. III.
Serie.

La presente publicación pasó por un proceso de dos dictámenes doble ciego de pares académicos y avalados por el
Comité Editorial del CIESAS, que garantizan su calidad y pertenencia científica y académica.

Cuidado de la edición: Mario Brito, Severine Durin y Victoria Novelo


Diseño de portada: Samuel Morales

Primera edición electrónica, 2018

Primera edición, 2018

D.R. © 2018 Centro de Investigaciones


y Estudios Superiores en Antropología Social
Juárez 87, Col. Tlalpan,
C.P. 14000, México, D.F.

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de esta publicación pueden reproducirse, registrarse o transmitirse, por un
sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético o
electroóptico, por fotocopia, grabación o cualquier otro, sin permiso previo por escrito del editor.

ISBN: 978-607-486-467-0

Hecho en México. Made in Mexico.


Índice

Introducción .............................................................................................................................................. 6

Séverine Durin yVictoria Novelo

Primera parte. Antropología del trabajo .............................................................................................. 13

1. Los orígenes de una antropología del trabajo en CIESAS .................................................................. 14

Victoria Novelo

2. Trabajo, mundo de la vida y ciudad. Las contribuciones de Juan Luis Sariego


al análisis de los enclaves mineros ................................................................................................... 21

Luis Reygadas

3. Hacia una teoría del “enclave”: el aporte de Juan Luis Sariego ........................................................ 34

Francisco Zapata

4. Minería(s) y antropología(s): aleaciones complejas.


Una aproximación al crisol de Juan Luis Sariego ............................................................................ 42

José Francisco Lara Padilla

5. La feminización del trabajo minero.


Una investigación antropológica en la mina Madero, Zacatecas .................................................... 52

Aurora Acosta

Segunda parte. Antropología del norte de México ............................................................................. 63

6. Una escuela en el norte y para el norte. La construcción


de un paradigma regional en la antropología de Juan Luis Sariego ................................................ 64

Margarita Hope

7. Juan Luis Sariego: el tejedor de nortes ........................................................................................... 72

Séverine Durin

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Anexo. Los retos de la antropología en el norte (conferencia con motivo
de la inauguración del CIESAS Programa Noreste) ............................................................................ 79

8. La comunidad rarámuri y yumana en debate. Una perspectiva


desde las orillas en el pensamiento de Juan Luis Sariego .............................................................. 81

Everardo Garduño

9. La importancia de la obra de Juan Luis Sariego en la crítica al indigenismo ................................. 93

Andrés Fábregas Puig

Tercera parte. Juan Luis Sariego, el formador de antropólogos ...................................................... 100

10. La enseñanza de la antropología a la manera artesanal, o el maestro


y el aprendiz en las minas (en recuerdo de Juan Luis Sariego) .................................................. 101

Federico Besserer

11. Hacerse antropóloga bajo la tutela de Juan Luis Sariego .......................................................... 111

María de Guadalupe Fernández

Cuarta parte. Juan Luis Sariego: biografía y obra ........................................................................... 117

El señor de las minas ..................................................................................................................... 118

Samantha Chaparro

Biografía de Juan Luis Sariego ....................................................................................................... 120

Luis Reygadas

Selección de obras de Juan Luis Sariego organizadas por temas ...................................................... 124

Luis Reygadas

Acerca de los autores ...................................................................................................................... 133

Fotografías

Fotografía 1.1 Filmación del video de Antropo-visiones Trabajo de campo en tiempos violentos,
Guadalajara, febrero de 2011

Fotografía 5.1 Filmación del documental El señor de las minas

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Fotografía 5.2 Filmación del documental El señor de las minas

Fotografía 10.1 Trabajo de campo en Cananea, Sonora

Fotografía 10.2 Algunos de los ponentes en el seminario “Antropología desde las Orillas”, Mexicali,
Baja California, 2 de noviembre de 2011

Fotografía 10.3 Fragmento de la fotografía que sirvió como portada para el libro Historia del
sindicalismo minero en México: 1900-1952

Mapa

Mapa 10.1 Trabajo de campo multisituado

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Introducción

En los orígenes de la antropología de las orillas

En septiembre de 2010 se presentó el Primer Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología en la


Ciudad de México con el tema “Globalización, diversidad y práctica antropológica”. Para ese congreso, Juan
Luis Sariego, de la ENAH-Chihuahua, y Victoria Novelo, quien entonces trabajaba en el CIESAS en Mérida,
Yucatán, decidieron organizar un simposio que se llamó La Antropología de las Orillas: Prácticas
Profesionales en la Periferia de la Antropología Mexicana, con lo cual formalizaron de manera pública nuestra
red del mismo nombre: Antropología de las Orillas. Para formar esa red, habían invitado a Séverine Durin, de
Monterrey, a Margarita Hope, de Chihuahua, a Ella Fanny Quintal, de Mérida, a Everardo Garduño, de
Mexicali, y a Andrés Fábregas, entonces en San Cristóbal de Las Casas. Todos nosotros vivíamos y ejercíamos
la antropología en las orillas del país.
Los temas que tratamos en aquel simposio tenían mucho que ver con nuestra perspectiva de que la
práctica de la antropología en México presenta características de diversidad, desigualdad y contraste,
comparables a las situaciones sociales producto de las relaciones asimétricas entre el centro y la periferia. En
ellas, el centro se ubica en la capital y en algunas metrópolis del país, donde se aglomeran las grandes
instituciones del quehacer antropológico (departamentos universitarios y centros de investigación y docencia),
así como un número significativo de los profesionales de esta disciplina.
La periferia, en cambio, se localiza en un número cada vez mayor de regiones o instituciones locales o
filiales, pero viven relegadas y alejadas de los núcleos de toma de decisiones. También su carácter periférico
deriva del hecho de que en varias de estas regiones la presencia de los antropólogos mexicanos había sido
poco frecuente, difusa y, en algunos casos, ausente.
A pesar de todo ello, a esta antropología de las orillas le encontrábamos una cierta vitalidad no sólo
como consecuencia de los inacabados procesos de descentralización, sino también porque en ella parecían
estar despertando nuevas formas de ejercicio de la profesión, al tiempo que se cuestionaban algunos
paradigmas clásicos de la antropología mexicana, en buena medida construidos desde la centralidad de las
sociedades mesoamericanas. Nuevas categorías teóricas y otros tantos acercamientos metodológicos estaban
apareciendo en este entorno periférico, entre otras cosas, porque la proximidad entre los antropólogos y las
sociedades locales circundantes desencadenó no sólo preguntas y quehaceres académicos, sino también
responsabilidades profesionales con un claro contenido aplicado. A diferencia de lo que sucede en las
instituciones centrales de las metrópolis, las demandas (de investigación y docencia) que las instituciones
públicas, privadas y de la sociedad civil dirigen a los antropólogos de la periferia resultan más acuciantes y
llegan a desbordar el ámbito cerrado del medio académico.

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En este sentido, postulamos que la antropología que hacemos en las orillas no necesariamente tiene
el tinte académico de la práctica de las instituciones centrales. Las relaciones que entablamos los
antropólogos de la periferia con las sociedades locales nos hace desempeñar papeles alejados de la
“academia pura” y, por ende, las representaciones de los antropólogos en los entornos locales son distintos
a las del centro. También el perfil profesional de la disciplina adquiría nuevos matices por los distintos
requerimientos que la sociedad local le hacía al antropólogo de las orillas, el cual ha privilegiado en su
práctica la investigación desde lo local.
Dentro de las discusiones de la red, Juan Luis insistía en la crítica a trabajos escritos desde el norte del
país, por sus limitaciones y caminos sin salida a que han llevado las aplicaciones acríticas de las teorías y
explicaciones construidas desde el entorno mesoamericanista. Y en el menú de discusiones también figura el
asunto de que el centro aparece como la instancia suprema de decisión en la selección de los temas
antropológicos que se estudiarán (y de los dineros que se gastarán), y cuando manda investigadores a las
regiones ubicadas en las orillas o lugares de frontera, éstas, por un lado, se vuelven centrales como tema y, por
otra parte, convierten en informantes a los antropólogos de las orillas, volviéndolos marginales en el quehacer
científico, en una suerte de colonialismo interno de academia.
Al mismo tiempo, nos preguntamos si esta antropología de la periferia está abriendo nuevas brechas
teóricas y nuevas líneas interpretativas sobre la sociedad mexicana, vista ésta en su diversidad regional y
cultural. E incluso nos propusimos debatir si la periferia produce una antropología subalterna. Para el
ejercicio de la profesión en las regiones y ubicaciones distantes del centro aparece una dependencia más
evidente con el aparato gubernamental y una relación de negociación más directa con sus personeros; el
poder está siempre presente y, hasta podríamos decir, enfrente. Como experiencia, el vivir y ejercer en las
orillas se asemeja a estar en el campo de manera permanente. Pero ello no ha impedido el desarrollo de una
antropología vigorosa que, por su situación de marginalidad, a veces no se puede percibir a simple vista.
Ante la muerte de Juan Luis, el 4 de marzo de 2015, para nuestra red era una obligación moral convocar
a un coloquio a fin de hacerle un homenaje a nuestro colaborador, el cual se llevó a cabo en Monterrey los
días 15 y 16 de octubre de 2015 en las instalaciones del CIESAS-Noreste. Ahí lo recordamos como fundador
de la red, precursor de la antropología del trabajo y del norte de México, y gran discutidor de los problemas
nacionales desde la óptica crítica de la antropología.
Además de estar presentes los miembros de la red, nos pareció muy importante invitar a algunos de sus
ex alumnos. Decidir quiénes participarían no fue tarea fácil, porque formó varias generaciones de
antropólogos en la ENAH-Chihuahua. También invitamos a su maestro, Francisco Zapata, para discutir acerca
del aporte del trabajo de Juan Luis para el estudio de la minería. En este libro se presentan versiones
ampliadas de las presentaciones que ofrecimos en esa oportunidad.

El campo de la antropología del trabajo

La primera parte del libro contiene cinco colaboraciones sobre el gran tema de la antropología del trabajo. El
artículo que abre, “Los orígenes de una antropología del trabajo en CIESAS”, fue escrito por Victoria Novelo;
con Juan Luis Sariego, compartió ser protagonistas en el proceso de apertura, crecimiento y consolidación de
esta parcela del conocimiento para la antropología que dieron a conocer como investigadores en el centro de
trabajo en el que coincidieron.
El artículo de Novelo es, a la vez, nostálgico, informativo de un proceso de construcción intelectual, y
biográfico, como todo texto que se basa en la experiencia personal para narrar un acontecimiento, en este
caso, los pasos que fueron siguiendo quienes se acogieron al campo temático interesados en exponer
investigaciones dentro de pensamientos teóricos y condiciones sociales que demandaban estudiar las vidas de

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trabajo en México. Novelo narra los enfoques y los métodos privilegiados en las pesquisas que hizo con Juan
Luis y con los jóvenes discípulos de entonces, en los que la clase obrera es el sujeto principal. Nos comparte
los puntos de vista que guiaron sus trabajos, como el asunto del poder en la sociedad, así como los
aprendizajes que les dejaron las exhaustivas revisiones de los caminos andados por otros autores en diversas
partes del mundo geográfico y teórico y sus propias experiencias de investigación. La autora destaca las
bondades de los modos de trabajo colectivos que emprendieron los estudiantes y profesores que
acompañaron las primeras experiencias y el definitivo enamoramiento de Juan Luis del tema minero que,
desde esos primeros esbozos de la antropología del trabajo, se convertiría en su pasión de trabajo. La vida de
Juan Luis, como investigador y profesor, es la materia de otras colaboraciones en este libro.
El artículo de Luis Reygadas, “Trabajo, mundo de la vida y la ciudad”, vincula de una manera
elocuente y amorosa las contribuciones teóricas, metodológicas y prácticas de Juan Luis Sariego con la vida
personal de éste. Con un acercamiento muy familiar, Luis Reygadas habla de la infancia de Juan Luis y su
paso por varias instituciones escolares y religiosas, así como sus experiencias como antropólogo en lejanas
tierras africanas hasta su llegada a México y su conversión en un investigador de primera línea, acucioso,
disciplinado, premiado y amigo de todos los que lo rodearon, empezando por los mineros con quienes
convivió largos años.
Reygadas resalta las importantes contribuciones que se encuentran en la obra de Sariego, en sus
análisis de las situaciones de enclave o company towns y en la estrecha relación que él siempre vio entre el
mundo del trabajo, el mundo de la vida extralaboral y la dinámica urbana, “campos que en muchos otros
autores aparecen, casi siempre, aislados”. Reygadas revisa las posturas de otros autores y enfatiza el origen
cultural —de su vida y de su orientación profesional— en la mirada de Juan Luis, que privilegió la
perspectiva antropológica-histórica. Para Reygadas, también resulta central el concepto de desenclavización
que Sariego desarrolló a partir de la concepción de que el enclave es un sistema de relaciones industriales,
como había sido señalado por Francisco Zapata, profesor y colega de Juan Luis. Para ubicar y calificar las
contribuciones de Sariego a la ciencia social y antropológica, Reygadas hace una excelente historia de cómo
se fue mostrando en Sariego, su maestro y amigo, el proceso de transformación de sus interpretaciones a la
luz de los fenómenos sociales y políticos que iban teniendo lugar en distintos episodios de la historia
económica de la minería en México y cómo su interés se fue profundizando en las situaciones que
experimentó en el norte de México, siempre vinculando los aspectos locales con los regionales y
nacionales, sin descuidar las situaciones internacionales.
Francisco Zapata, indispensable interlocutor de Juan Luis, amigo y militante como él de la pasión
minera, escribió “Hacia una teoría del enclave: el aporte de Juan Luis Sariego”. En su artículo relata, a la
manera de una conferencia magistral, los acuerdos y desacuerdos en el proceso de construcción del concepto
de “enclave”, tradicional y moderno, en el análisis de las formas de actuación de las empresas mineras,
extranjeras y nacionales en México y América Latina. Su atención la centra en el debate iniciado en los años
setenta del siglo XX, que tuvo como eje la caracterización del enclave como forma típica en que las empresas
extranjeras administraban sus centros productivos. Desde los inicios del debate, aún vigente, participó Juan
Luis Sariego haciendo una contribución con sus reflexiones que lo llevaron a proponer en la década de 1980
el concepto de “desenclavización”, por las transformaciones que observó a partir de la nacionalización de la
minería. La falta de acuerdos en la caracterización teórica de las empresas mineras modernas en las que la
aportación de Sariego fue fundamental, como también lo señala el artículo de Reygadas en este volumen,
requiere, al decir de Zapata, de mayores investigaciones en este campo de estudios.
En su contribución, José Francisco Lara Padilla, presenta sus reflexiones compartidas con Juan Luis
Sariego, quien dirigió sus trabajos de investigación cuando el autor elaboraba sus proyectos con miras a
obtener sus grados de maestría y doctorado en CIESAS. El marco general dentro del que se desarrolló fue el
nuevo modelo minero que se instauraba entonces en la Sierra Tarahumara, a partir de la incorporación de

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filiales mineras canadienses con características de comportamiento industrial muy alejadas de los antiguos
enclaves mineros. El artículo de Lara Padilla revisa la trayectoria de su maestro fundamentada en las
propuestas de Sariego y la manera en que fue construyendo su perspectiva antropológica estudiando los
tres modelos de minería registrados en México, el último de los cuales conformó lo que llamó la “tercera
frontera de la minería mexicana”, que se ubicaba en zonas fuera de los circuitos de la economía minera
tradicional —en zonas indígenas, pobres y agrestes—, lo cual creaba conflictos sociales y culturales muy
serios, por la incompatibilidad del llamado “extractivismo” que se daba a conocer con un entorno cultural
opuesto y defensor de sus territorios y sus identidades. Lara Padilla hace, asimismo, una interesante
reflexión sobre la relación entre la antropología y los estudios mineros en México y su deseable futuro.
Otra alumna inoculada por las enseñanzas de don Juan Luis con el interés por la minería en la Escuela
de Antropología del Norte de México, en la que fue fundador y profesor hasta su muerte, es Aurora Acosta,
quien nos aporta su trabajo en torno a “La feminización del trabajo minero”. Aurora, en su homenaje
personal a su maestro como guía y formador, apunta una historia muy interesante y novedosa con los
resultados de su investigación acerca de las relaciones de género en los modelos de enclave minero en una
mina en Zacatecas. El enclave es visto aquí como escenario en el que las mujeres adquieren conocimientos y
experiencias que elevan su poder en la vida cotidiana al romper con papeles y estereotipos de género como
consecuencia de su nueva independencia económica y emocional.
Las mujeres entraron a trabajar a las minas desafiando viejos mitos e ideologías sobre la nocividad y
peligrosidad de las mujeres en las minas quienes, desde que incursionaron en ese terreno prohibido, han
hecho que el discurso dominante, con mitos incluidos, se haya ido transformando al comprobar los atributos
femeninos que permiten el incremento de la productividad en la mina: son responsables, más prudentes,
puntuales, cuidadosas, no alcohólicas. Además de la discusión que nos comparte la autora acerca de
conceptos como “segmentación laboral de género” y sus diferencias con los conceptos más tradicionales,
como “división sexual de trabajo” y otros, y con los fragmentos de las entrevistas que Aurora llevó a cabo en
el campo como antropóloga, podemos conocer la historia del ingreso de las mujeres a la mina, su proceso de
capacitación, el trabajo que efectúan, la relación con sus compañeros hombres y las diferencias con las
mujeres profesionales (ingenieras, geólogas, abogadas) que también trabajan en la empresa minera. Los
cambios surgidos en el ámbito doméstico y social tradicional de las mujeres, pensadas como amas de casa
profesionales, son relatados de manera vívida aludiendo a las formas que las mujeres han encontrado para
enfrentarlos y encauzarlos en beneficio de la familia.
Además de estos artículos que versan sobre las aportaciones de Juan Luis Sariego a la antropología
del trabajo, esta obra incluye un documento visual que se anexa al libro en un dvd, en el que el actor
principal es Juan Luis Sariego, quien comparte créditos con las minas, trabajadores, montañas y maquinaria,
que su discurso va tomando como referencia para explicar qué es la actividad minera. El documental El
señor de las minas, elaborado por Samantha Chaparro, a quien acompañó Yunuén Sariego, hija del
protagonista, va siguiendo a Juan Luis en un recorrido intenso por lugares queridos por él, quien se nos
muestra como todos los conocimos, profesor-investigador-observador-comunicador-amistoso-risueño y,
sobre todo, apasionado de sus investigaciones. Un muy buen resumen visual de mucho de lo que el
presente libro contiene en palabras escritas.

El legado del investigador y del formador de antropólogos


en el norte de México

En la segunda parte, “Antropología del norte de México”, se analiza lo que tal vez pueda ser llamado el legado
más significativo de Juan Luis Sariego a la antropología mexicana: su empeño en promover la generación de

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conocimientos sobre el norte de México y desde el norte. Esto lo llevó a encarar la urgente necesidad de
formar antropólogos en esta región olvidada por esta disciplina y ubicada en sus orillas.
Ésta fue la razón por la cual emprendió la creación de “una escuela en el norte y para el norte”, que
inspiró el trabajo, incluido en el presente libro, “Una escuela en el norte y para el norte: la construcción de un
paradigma regional en la antropología de Juan Luis Sariego”, escrito por Margarita Hope, docente en esta
escuela. Ubicada en el noroeste y volcada hacia el estudio de los grupos indígenas de la región, de los
proyectos de desarrollo, de la minería, entre otros temas pertinentes, la ENAH-Chihuahua vino a llenar un
vacío injustificado, generó conocimientos y aseguró la formación de varias generaciones de antropólogos.
Parte de su especificidad radica en haber sido diseñada para formar antropólogos que no por ese hecho se
dedicarían a la investigación, sino que podrían intervenir en la resolución de problemas concretos. Margarita
Hope, al volverse profesora de la ENAH, bajo la influencia de Juan Luis Sariego, se convirtió a la antropología
que se hace en el norte, es decir, aquella que es aplicada y comprometida. Dice en su artículo:

En general para mí, esta fue una verdadera experiencia con la alteridad, no tanto con una cultura, sino con una
antropología que no conocía. Juan Luis mostraba un compromiso tanto con los alumnos en la sistematización y
formalidad de la práctica de campo a la que los había llevado (además de su constante preocupación paternal por
su bienestar); como con la comunidad que nos había recibido y a la que, por lo tanto, había que darle algún
resultado concreto (previamente acordado con ellos) y mostrarle que nuestra invasión había servido para algo. La
guía que elaboramos en ese verano de 2004 todavía se reparte en las oficinas turísticas de Creel.

Ahora bien, el norte constituye un territorio extenso, complejo y diverso, por lo que a partir de 1997 el
Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) abrió una oficina en el
noreste, en Saltillo, Coahuila, encabezada por Cecilia Sheridan. Juan Luis Sariego fue un aliado fundamental
del CIESAS en esta empresa y, por medio de sus múltiples contactos académicos, construyó una amplia red de
apoyo mutuo entre los antropólogos del norte. En “Juan Luis Sariego: el tejedor de nortes”, Séverine Durin
evidencia cómo hiló redes de colaboración académica en torno a los coloquios Carl Lumholtz. En este mismo
tenor, invitó a las autoridades del CIESAS a sumarse a la Maestría en Antropología Social en Chihuahua, y a los
colegas del CIESAS y del Programa Noreste, a colaborar como profesores. En razón de su papel pionero en el
norte, cuando la oficina del Programa Noreste del CIESAS fue trasladada a Monterrey en 2004, Juan Luis
Sariego fue invitado a dar la conferencia inaugural. Año con año apoyó la organización de las actividades de
formación en el Programa Noreste y participó en proyectos de investigación, así como en tres generaciones
del diplomado en antropología que comenzó en 2010.
Entre los antropólogos norteños, Juan Luis Sariego se empeñó en construir una comunidad a la
norteña, es decir, vinculándolos entre sí por medio de prácticas recíprocas en lugar de concentrar de una
manera particular a los miembros de la comunidad. Los involucró en su gran red del tesgüino, así como se
unen los rarámuri entre sí. Hacer comunidad en el norte es muy distinto de formar comunidad con las
prácticas mesoamericanas, como Juan Luis Sariego y otros investigadores se han empeñado en mostrar. En
“La comunidad rarámuri y yumana a debate. Una perspectiva desde las orillas en el pensamiento de Juan
Luis Sariego”, Everardo Garduño evidencia la pertinencia de los planteamientos de Sariego para explicar la
manera de hacer comunidad de los yumanos, es decir, de varios grupos indígenas distinguibles por su
parentesco lingüístico que viven en un vasto territorio ubicado en torno a la frontera entre México y
Estados Unidos. Desmonta el “comunitarismo indígena” al analizar los distintos ciclos de conquista a los
que fueron expuestos los indígenas del norte, quienes, a pesar de ello, señala Garduño en su artículo, “no
se encuentran organizados en comunidades corporadas, sedentarias y agrícolas, como los grupos del centro
y sur de México”.

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La idea de comunidad que prevaleció en la antropología mexicana, y permeó el indigenismo, con
dificultad podría ser explicativa de las formas de vida de los indígenas en el norte y tampoco era de utilidad
para la intervención indigenista, como lo demostró Juan Luis Sariego en su tesis doctoral, que recibió el
Premio Bernardino de Sahagún en 1998. En “La importancia de la obra de Juan Luis Sariego en la crítica al
indigenismo”, artículo que presentamos en este libro, Andrés Fábregas explica que “no obstante que la
resistencia más persistente al colonialismo la sostuvieron los pueblos agrupados en el término ‘chichimecas’,
justo habitantes de los nortes mexicanos, es el ‘modelo’ mesoamericano el que los indigenistas tienen en
mente”, e hicieron “como si lo demás del territorio nacional actual hubiese sido ‘tierra vacía’”. En pocas
palabras, los antropólogos y los indigenistas fueron ciegos a los modelos de organización de los rarámuri y no
supieron captar la esencia de sus modelos de desarrollo, por lo que el indigenismo “surge de la ignorancia de
las configuraciones culturales y sociales de los pueblos indios”.
En la tercera parte, “Juan Luis Sariego: el formador de antropólogos”, dos ex estudiantes de Juan Luis
Sariego toman la palabra para contar cuán significativo ha sido volverse antropólogos a su lado. Federico
Besserer, hoy profesor investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana, basándose en anécdotas y
vivencias, comparte tres grandes lecciones aprendidas con el maestro Juan Luis. La primera enseñanza es la
importancia de preguntase a uno mismo ¿de qué manera se relacionan los intereses académicos con la vida
propia? Y de esta pregunta surgen otras dos: ¿cuáles son los prejuicios ideológicos y de clase que llevamos
con nosotros al campo? y ¿cuáles son las herramientas que la propia experiencia personal nos brinda para
desempeñar mejor nuestro trabajo? Un segundo paso en su preparación consistió en trabajar en equipos de
investigación, como también lo acostumbraba Guillermo Bonfil, de manera que se socializaba la bibliografía y
se discutía el marco teórico. El tercer aprendizaje, y no el menor en la trayectoria de Federico Besserer, fue
aprender a hacer etnografía en distintos lugares, es decir, etnografía multisituada:

Esta etnografía multisituada que antecedió por casi dos décadas al famoso artículo de George Marcus (1995)
se realizaba dentro de un doble entramado: el primero era el de la organización de los obreros en un sindicato
a nivel nacional con vínculos internacionales; y el segundo era el de una multiplicidad de empresas y
corporaciones transnacionales (para las que laboraban estos trabajadores) que eran el inicio de grandes
cadenas globales de mercancía.

María de Guadalupe Fernández, hoy profesora en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México,
y egresada de la licenciatura de la ENAH-Chihuahua y de la Maestría en Antropología Social en Chihuahua —
ambos programas creados por Juan Luis Sariego—, expresa, en “Hacerse antropóloga bajo la tutela de Juan
Luis Sariego”, lo significativo que resultó su acompañamiento, en lo académico y en lo personal. “Fue mi
primer maestro, quien me guió en mi primera práctica de campo, con el primero que tomé cerveza fuera de
mi casa y, lo más importante, quien me mostró todas las posibilidades para ver la realidad social desde la
antropología”. En este texto homenaje, escrito con admiración y cariño, el lector entreverá el carisma del
maestro, cuya experiencia profesional y calidad humana irradiaban a los estudiantes. Enseñaba la empatía
siendo empático, el método siendo metódico, la afición por el campo haciendo trabajo de campo con los
alumnos. Esta parte cierra con la voz conmovedora de María de Guadalupe Fernández, quien expresa el sentir
de tantos egresados y egresadas de la licenciatura y del posgrado que Juan Luis Sariego fundó y dejó en
herencia al norte.
En una cuarta y última parte, escrita por Luis Reygadas, se presenta una biografía de Juan Luis
Sariego, así como una selección comentada de sus obras. Además de lo dicho, el legado de Juan Luis
Sariego no sólo incluye la antropología, sino que también implica una manera de concebir y hacer ciencia
social. En clara vinculación con la práctica antropológica que ha sido característica en México, Juan Luis
Sariego insistió en la perspectiva histórica como enfoque indispensable para entender y explicar la compleja

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realidad de México. Libros como El indigenismo en la Tarahumara (2002), Enclaves y minerales en el norte de
México (1988) o El Estado y la minería mexicana (Sariego et al., 1988) son elocuentes ejemplos de la visión
histórica de Sariego aplicada al análisis antropológico. Hoy que se insiste en la interdisciplina, que no es lo
mismo que la multidisciplina, viene a la memoria la erudita insistencia de Juan Luis Sariego, para, sin perder
las ópticas de método de las distintas disciplinas de las ciencias sociales, articularlas en el proceso de
elaborar la reflexión, comprensión y explicación de la realidad analizada. Sariego transmitió esta
perspectiva no sólo en el aula, sino también al hacer trabajo concreto de investigación. Fue un etnógrafo en
la mejor tradición de la antropología; además, usó encuestas y estadísticas, combinando los análisis
cuantitativos con los cualitativos. También una persona sensible al planteamiento de la antropología visual
como parte del trabajo de campo y de la fina etnografía que nos legó. Aún más, Sariego acometió el análisis
de cuestiones espaciales, insistiendo en combinar los enfoques de la ecología cultural con los de la
geografía humana, siendo consecuente con otra de sus fuentes teóricas: la obra de Ángel Palerm. En esa
perspectiva, usó con todo detalle los mapas y, en general, la cartografía, que leía con fluidez. Todo ello lo
observamos en la amplia temática que emprendió. Aunque enfatizó el análisis en los amplios campos de la
antropología del trabajo, Sariego abrió líneas importantes en otros aspectos, como el análisis de las causas
de la pobreza, el indigenismo, la antropología política, la cuestión fronteriza, el análisis regional y aun la
tradición oral. No menos importante fue su labor como gestor de espacios no sólo para la investigación,
sino también para la enseñanza, tareas que el medio académico suele no reconocer. Asimismo, infatigable
en su propósito de difundir una antropología abierta al tiempo, a la gente de carne y hueso, y de dotar de
elementos históricos a toda investigación.
En la década de 1980, cuando Juan Luis Sariego llegó al noroeste, las cosas no eran como ahora. Hoy
existe una verdadera antropología en el norte de México y decenas de antropólogos egresados de estos
programas, de quienes se espera sigan generando conocimientos sobre el norte y formando jóvenes
interesados en las sociedades norteñas y en las posibilidades que abre la antropología para resolver problemas
científicos, y otros muy concretos.
Enhorabuena. Damos gracias, Juan Luis, por tu vida.

Séverine Durin y Victoria Novelo

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Primera parte.

Antropología del trabajo


1. Los orígenes de una antropología
del trabajo en CIESAS

Victoria Novelo

En 1978, Juan Luis Sariego y yo, como investigadores del entonces Centro de Investigaciones Superiores del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (CIS-INAH), escribimos una evaluación de la bibliografía
existente en México sobre asuntos obreros. Eran años de insurgencia sindical y de respuestas represoras a las
demandas de los trabajadores, y nosotros habíamos escogido como sujeto preferente de nuestro trabajo
antropológico a la clase trabajadora, obrera industrial y artesanal. Por ello nos parecía pertinente reflexionar
qué era lo que la ciencia social mexicana había logrado desentrañar en torno a los procesos en los que el
sector obrero era el protagonista principal, en la ofensiva o en la defensiva.
Nuestra evaluación partió del punto de vista de que el proceso industrial mexicano, pivote del
crecimiento, había venido forjando una clase obrera heterogénea a su imagen y semejanza, si bien no dejaba
de ser fundamental en la sociedad. Teníamos entonces, y seguimos teniendo (Juan, desde su celestial puesto
de observación participante; yo, todavía por acá en la tierra) unas concepciones sobre la ciencia social que no
siempre fueron bien recibidas ni entendidas, ni fueron, por fortuna, bienvenidas en la sacrosanta tranquilidad
de los científicos sociales de la torre de marfil. Nuestros pensamientos eran a grandes rasgos los siguientes:

• El conocimiento sobre los hechos sociales no es un hecho azaroso, ni casual ni accidental, sino que
se va desarrollando en estrecha vinculación con los procesos sociales que intenta entender para
explicitarlos, sea que se ubique en puntos de vista conservadores o transformadores.

• La ciencia social declarativamente transformadora no puede permanecer como observadora, sino


que precisa asumir una actuación “militante”, adoptando un compromiso real con los procesos que
describe, analiza e interpreta, de tal suerte que pueda darse el doble movimiento de observar pero
también de intervenir en el curso de los hechos. Mantenerse sólo en la observación conlleva el riesgo
de permanecer a la zaga de los acontecimientos que precisan explicación, como a menudo sucede.

De nuestra evaluación bibliográfica concluimos que eran muy escasos los estudios del proceso de
proletarización, en especial a partir de la etapa moderna de la industrialización. Asimismo, insuficientes eran
los trabajos acerca de las formas diferentes en que los obreros se integraban a las industrias con grados
diversos de evolución técnica y, en general, sobre los procesos de trabajo. Varios aspectos del mundo obrero
permanecían hasta entonces casi intocados por las ciencias sociales de México: el referido a las condiciones de
salud de los obreros; el de la situación del trabajo femenino; el de las prácticas cotidianas de vida y lo que

14
nosotros los antropólogos llamamos la cultura obrera, entendida como las situaciones reales de vida de
trabajo, familiar, social y sindical con sus implícitas visiones del mundo, valores, símbolos, prácticas, así como
sus expectativas de futuro. La revisión bibliográfica nos permitió observar que la imagen del obrero como
productor era parcial si a ella no se le sumaba su situación como consumidor, no sólo como referencia
obligada cuando se analizaba la reproducción de la fuerza de trabajo en su aspecto físico, sino también las
formas de reproducción de ideología y de modo de vida que con el tiempo influirían en su vida de trabajo y
por tanto en su imagen de la sociedad, presente y futura. Y algo importante que desde entonces nos afligía:
las investigaciones respecto a las condiciones reales de la clase obrera o sus fracciones no podían darse si no
existía una presencia que exigiera ese tipo de conocimiento, es decir, si los obreros no se lo demandaban a sus
intelectuales. Si existía ese llamado o exigencia, la investigación dejaría de ser una actividad exclusiva del área
académica para convertirse en una necesidad práctica-política.
En cuanto a la aproximación al fenómeno de estudio, la revisión nos permitió ir afinando la perspectiva
metodológica en la que ubicaríamos nuestras pesquisas; en resumen, se trataba de dilucidar, partiendo de la
situación estructural genética, las formas específicas en que los diferentes sectores de obreros se enfrentaban
a un proceso de trabajo, una división técnica del trabajo y una vida sindical particulares. Por su parte, nuestro
enfoque privilegiaba la observación directa del funcionamiento de la vida de trabajo tratando de determinar
cuáles son los márgenes reales en que se dan la conciencia y la acción obreras. Para este enfoque nos parecía
que la disciplina antropológica era la idónea dada su vocación por el trabajo de campo prolongado. Existía en
nosotros (y aquí el “nosotros” incluye a colegas con quienes trabajamos y discutíamos acaloradamente, en
especial a Augusto Urteaga) una intuición, no del todo desarrollada pero presente en nuestras aproximaciones
a la vida obrera, de que el análisis de los procesos de trabajo concretos eran cruciales en la investigación. Y no
sólo porque el trabajo humanizó a nuestra especie, sino porque podría explicar, o al menos indicar, dónde se
origina el diseño de las acciones obreras de defensa u ofensa contra los personeros del capital que los
contrata. Pasaron muchos años desde nuestra evaluación, treinta para ser exactos, para que John Womack
publicara, en Posición estratégica y fuerza obrera. Hacia una nueva historia de los movimientos obreros (2007), su
exhaustiva revisión de los caminos andados por las investigaciones sobre la historia obrera para proponer
dónde habría que ubicar el sitio en que despegaba la fuerza obrera para escribir una nueva historia de los
movimientos obreros del capitalismo.1 Su propuesta tiene como concepto central el de posición estratégica,
término que pertenece al lenguaje militar, cuando se estudian “las historias industriales o técnicas del trabajo,
para poder ver en cualquier estudio qué tipo(s) de posiciones estratégicas ocupaban los obreros” (en el
proceso de trabajo, en la rama industrial, en el equipo técnico de trabajo) (Womack, 2007: 51 y 69). Lo
interesante e importante en su perspectiva es que la fuerza obrera sólo cuando reconoce su posición
estratégica en el proceso colectivo de trabajo, por lo que aporta a la producción, puede accionar en lo que
puede quitarle o restarle a la producción cuando deja de operar, en particular en el caso de industrias con
procesos técnicos estratégicos.2
Nuestras inquietudes, interrogantes y propuestas nacían tanto de situaciones personales como sociales
vividas hasta entonces. Juan procedía de una familia asturiana en la que el abuelo materno fue entibador en las
minas asturianas de carbón; mi padre era un pequeñísimo industrial cuasi artesano en el trabajo de cuero. Los
dos habíamos manifestado sentimientos muy solidarios con los olvidados de la tierra y los explotados de
siempre por nuestra participación en movimientos sociales o comunitarios, yo en México, Juan Luis en

1 En su libro Posición estratégica y fuerza obrera. Hacia una nueva historia de los movimientos obreros (2007), hace una monumental revisión crítica del
estado del arte de los estudios de historia obrera efectuados en Estados Unidos e Inglaterra de manera principal. La revisión la inició cuando
comenzaba su investigación sobre la clase obrera en Veracruz, México en 1968.
2 Curiosamente, a ese poder de los obreros cuando se enfrenta el nivel organizativo del sindicato con el de la empresa, nos referimos
Urteaga y yo como “trincheras ocupadas simultáneamente por enemigos de guerra, armados y dispuestos para la batalla […] pero también
para la negociación”. El lenguaje militar no es ajeno a la lucha de clases (Novelo y Urteaga, 1979: 119).

15
España y en África como religioso trabajador de campo en Chad. También para entonces contábamos con
nuestras respectivas experiencias de investigación antropológica entre obreros, trabajadores del campo y
artesanos en México.
Desde 1975 hasta finales de 1977, con Augusto Urteaga Castropozo, entonces becario en CIS-INAH,
quien hacía su tesis como antropólogo para la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), yo había
incursionado en un estudio que pretendía ser una aportación a una historia social de los obreros del
Combinado Industrial Sahagún que trabajaban en diferentes fábricas. Juan Luis, por su parte, había iniciado
un estudio sobre los mineros de Pachuca y Real del Monte, que sería su tesis como antropólogo en la
Universidad Iberoamericana. En nuestros largos trabajos de campo nos encontramos con Juan Luis en varias
ocasiones en Pachuca y Omitlán de Juárez para platicar de nuestros respectivos hallazgos y angustias por
entender relaciones tan complejas, y le encantaba que le platicáramos que muchos de los obreros de
Constructora Nacional de Carros de Ferrocarril eran ex mineros de la región. En Pachuca, él hizo que
bajáramos por primera vez en nuestras vidas a una mina, una experiencia inolvidable (bajar por la jaula
chirriante, adentrarse en una tremenda humedad, mi disfraz que no convencía a nadie con mi largo pelo
sobresaliendo del feísimo casco).
Como investigadores en el CIS-INAH, nos agrupamos en un programa llamado Industrialización y Clase
Obrera, comienzo de un grupo mayor que se fue formando con becarios de tesis y otros investigadores con
intereses en variados aspectos de la clase obrera que más tarde daría origen a un grupo de estudios con ciertos
énfasis teóricos y metodológicos, bautizado como antropología del trabajo. Hay que decir que el entonces
primer director del CIS-INAH, Ángel Palerm, patrocinaba con determinación los estudios de nuevos temas en
la antropología. En el proceso de formación, tuvimos un seminario en el que no sólo discutimos las obras de
autores de varias partes del mundo, sino que tuvimos la presencia de investigadores que fungieron como
tutores, animadores e interlocutores tan apasionados como nosotros. John Womack fue uno de ellos quien,
cuando partía de regreso a su país, nos dejaba una larga lista de bibliografía en inglés (que yo le traducía a
Juan) sobre el gran tema de la historia social de los obreros. Tuvimos la suerte de escuchar en vivo a Eric
Hobsbawn, y Francisco Zapata como asesor del seminario, quien nos abrió la veta de la sociología del trabajo
francesa y otra, la de la minería, en la que era un experto formado en su tierra natal, Chile. Recibimos también
la visita de Norman Long, quien venía de Durham, Inglaterra. El seminario se alargó hasta Jalapa y
discutíamos con cordialidad siempre con colegas del INAH, de El Colegio de México y de la Universidad
Veracruzana. Unos años más tarde incorporaríamos a nuestras lecturas y discusiones las enseñanzas de la
antropología italiana que Guillermo Bonfil, ya director de CIESAS, nos facilitó trayendo a México a Vittorio
Lanternari y a Alberto Maria Cirese, herederos del pensamiento gramsciano. En esa etapa del seminario nos
embriagábamos de lecturas y discusiones. La larguísima lista incluía los estudios de historiadores y ex obreros
ingleses y estadounidenses; revistas inglesas y mexicanas; sociólogos, politólogos y sindicalistas franceses,
italianos y brasileños junto con las obras del puñado de historiadores mexicanos pioneros en el tema y los
clásicos del pensamiento marxista. ¿Nombres? Mencionaré algunos: Perry Anderson, Harry Braverman,
Marcel David, Enzo Faletto, John Foster, André Gorz, Eric Hobsbawn, Serge Mallet, Ruy M. Marini, Raniero
Panzieri, Gareth Stedman Jones, E. P. Thompson, Alain Touraine, Raymond Williams, V. I. Lenin, K. Marx, F.
Engels, A. Gramsci, G. Lukács, R. Luxemburgo, R. Flores Magón, José Revueltas, Eduardo Galeano, Franz
Fanon, Paulo Freire, Luis Chávez Orozco, Moisés González Navarro, Daniel Cosío Villegas, C. Dickens,
Bertold Brecht, Emilio Zolá, entre otros.
Desde 1978 hasta los primeros años de la última década del siglo XX, investigamos y publicamos como
miembros de ese grupo de antropología de trabajo. El gran proyecto en el que trabajamos juntos fue creado
entre 1979 y 1981 y se llamó Los Mineros Mexicanos. El equipo, además de Juan Luis, el más minero de
todos, estaba constituido por Federico Besserer, José Díaz Estrella, Daniel González, Victoria Novelo, Raúl
Santana, Ana Patricia Cabrera y Luis Reygadas. El proyecto tuvo muchos subproductos, tanto escritos como

16
conferencias, y la inspiración para una exposición que se haría años más tarde en el Museo de Culturas
Populares titulada Obreros somos, que presenté con un excelente equipo que incluyó, entre otros, a dos de los
becarios del proyecto de mineros y en el que Juan Luis también participó en un par de publicaciones que
generó la exposición. Fue también la primera experiencia en la antropología del trabajo, como disciplina
académica, de vivir un proceso de traducción del conocimiento adquirido en nuestras investigaciones básicas
para convertirlo en material de divulgación de la ciencia para un público amplio que podría informarse de
procesos sociales de los cuales sabía poco o nada. La exposición atrajo a miles de personas durante varios
meses y a algunos miembros de sectores obreros —como los de las fábricas de automóviles, obreros de la
electricidad, de la industria papelera y ferrocarrilera—. Otros participaron en la museografía de la exposición
y como autores en los concursos de relatos y canciones de obreros. Esa experiencia nos marcó a Juan Luis y a
mí en la necesidad de producir documentos de investigación inteligibles y en lenguajes diversos para su amplia
difusión y divulgación.
Juan Luis dejó el CIESAS en 1988 para irse al INAH, pero nos seguimos acompañando en nuestros
trabajos; dimos clase juntos y en la ENAH ayudamos a que se creara una especialidad en estudios del trabajo
que dio lugar a muchas tesis de maestría y doctorado. No fuimos los únicos que participamos en el
establecimiento de una nueva especialidad para la antropología. De la Universidad Iberoamericana, la
Escuela Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, la
Universidad Autónoma Metropolitana, el Colegio de Jalisco, la Universidad Veracruzana, el Colegio de
México, el Colegio de la Frontera Norte y del mismo CIESAS surgieron investigaciones y libros que poco a
poco comenzaron a llenar los huecos en el conocimiento de la clase obrera mexicana, escritos por
profesionales que no tenían tradición en el tratamiento del tema obrero. En la Universidad Autónoma
Metropolitana (UAM) nacería también una vigorosa sociología del trabajo que se encauzaría por nuevas
temáticas con el trabajo de Enrique de la Garza. Muchos años más tarde, ya en el siglo XXI y en la
Universidad Autónoma de Yucatán, se creó la Maestría en Antropología del Trabajo que por azares del
destino no duró muchos años. Desde 1988, Raúl Nieto decía en un sustancioso y bien sazonado artículo
que dentro de la literatura antropológica entonces reciente, llamaba la atención la abundancia de
investigaciones que buscaban recuperar la historia de la clase obrera, analizando su cotidianeidad, sus
relaciones con empresa, sindicato y Estado; los procesos de trabajo y el movimiento sindical y político de
los trabajadores. Como ejemplos del avance de la literatura antropológica en temas hasta entonces
desconocidos, nos citaba: una historia del sindicalismo minero (la publicada por Besserer, Novelo y
Sariego, además de Reygadas), la primera historia social de la minería del norte del país, producto de un
minucioso trabajo de Juan Luis Sariego, Enclaves y minerales en el norte de México: historia social de los mineros de
Cananea y Nueva Rosita, 1900-1970 (1988), y las propuestas teóricas y metodológicas para indagar sobre la
cultura obrera (Novelo, 1987). En su libro, Juan Luis construyó una visión del proceso de mejora de las
relaciones que el Estado mexicano, en sus distintas presentaciones históricas, mantuvo con la minería a lo
largo de un siglo. En su descripción de la evolución de la rama minera, destacó las fases por las que
transitó de acuerdo con los cambios en los sistemas productivos, las relaciones de propiedad y las
consecuencias sociales del desarrollo minero. Atravesando estos tres conjuntos de relaciones, definió la
participación del Estado mexicano en la actividad minera en conformidad con su articulación con la
economía. Él consideraba en ese libro que la minería mexicana debía entenderse por lo menos hasta cierta
fase (años sesenta del siglo XX) a la luz de una confrontación entre dos proyectos antagónicos, el del capital
extranjero y el del capital nacional. Y en ese entramado ubicó su tesis de cómo el proceso original del
enclave extranjero fue convirtiéndose en una desenclavización conforme el capital estatal tomaba el lugar
del primer proyecto e inauguraba una etapa como gestor de las condiciones de reproducción de la fuerza
de trabajo minera que comenzaron a perder su aislamiento cultural y político. Estas tesis centrales de
Sariego han sido y siguen siendo comentadas, criticadas, matizadas; su vigencia, si bien la situación de la

17
minería actual ha dado un vuelco en cuanto a las relaciones de propiedad —fuerte presencia extranjera,
además de los monopolios mexicanos— y su impacto social negativo, nos indica la seriedad y profundidad
de sus apreciaciones y la calidad de clásico que adquirió ese su libro de 1988.
La consecuencia social negativa y las grandes protestas que ha generado la producción minera actual —
despojo de tierras, envenenamiento de ríos con materiales peligrosos, accidentes con grandes pérdidas
humanas sin investigar, enorme extracción de agua, en particular en el norte del país— no ha recibido de la
intelectualidad estudiosa de la situación obrera la misma efervescencia característica de los primeros veinte
años de investigaciones y publicaciones de la especialidad en antropología del trabajo.3 Esto se ve con claridad
en el caso de la minería, en la debilidad actual del compromiso militante que exigíamos de la ciencia social en
un entorno en el que hoy la minería depredadora en México arrasa con comunidades, tierras, símbolos, leyes,
y, claro, con la existencia misma de los trabajadores. La tragedia de Pasta de Conchos, Coahuila, en la que, en
2006, murieron 65 mineros atrapados por una explosión en una mina de carbón, fue un evento muy doloroso
del que Juan Luis se lamentaba sin cesar. Ya han pasado diez años y los restos de los mineros no han podido
ser rescatados por la falta de humanidad y total irresponsabilidad de la empresa carbonífera.4
El grupo original de antropología del trabajo resultó también en un semillero de antropólogos que
habían trabajado como becarios y siguieron investigando referente al tema; los fundadores como maestros, de
manera notable Juan Luis quien nunca abandonó los estudios mineros, seguimos insistiendo en que las nuevas
generaciones de antropólogos continúen los caminos abiertos, los ensanchen y diversifiquen en el gran tema
de los estudios del trabajo, el cual en las sociedades actuales continúa siendo el eje organizador de la vida. El
campo de los estudios mineros, con una relevante historia en la economía y la sociedad mexicanas, debería
seguir observándose e investigándose con sentido crítico para aportar propuestas bien fundadas que,
esperamos, alguna vez, puedan ser tomadas en cuenta y ponerse en marcha por planes y programas de
desarrollo que mejoren y dignifiquen la vida de quienes con su trabajo producen la riqueza minera con total
respeto a la naturaleza.

3Es muy llamativo el dato de la enorme extracción de agua que la industria minera efectúa. Para 2014, una investigación, “Concesiones de
agua para las mineras” (2016), destaca que, a pesar de la gran dificultad para obtener información de fuentes públicas (Secretaría de
Economía y Comisión Nacional del Agua), se extrajeron por concesiones a las mineras una cantidad de agua igual a la que se “necesita
para cubrir las necesidades humanas de toda la población de Baja California Sur, Campeche, Colima y Nayarit durante el mismo período”.
Además, el estudio recuerda que en México hay casi 14 millones de personas sin acceso al agua en su vivienda. La mayor cantidad de agua
para la minería se extrae en Sonora, Zacatecas y Michoacán. El efecto de la minería sobre el agua, señala la investigación, “debe
considerarse en tres dimensiones: alto consumo, contaminación y destrucción de las fuentes de agua”. Además de los pueblos y
comunidades donde se lleva a cabo la extracción minera, hay organizaciones, como la Red Mexicana de Afectados por la Minería, nacida
en 2008, que luchan contra el despojo y el impacto de la política gubernamental y la actividad destructiva de las empresas mineras
(www.remamx.org).
4 El Grupo México, dueño de la mina, arropado por los gobiernos en turno, no ha accedido ni a investigar la explosión, ni a indemnizar a
los deudos, ni, por supuesto, a castigar a los responsables.

18
FOTOGRAFÍA 1.1. Filmación del video de Antropo-visiones
Trabajo de campo en tiempos violentos

Guadalajara, Jalisco, febrero de 2011. Foto: Victoria Novelo.

Bibliografía

Arias, Patricia (coord.)

1990 Industria y estado en la vida de México, Zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán.


Besserer, Federico, Victoria Novelo y Juan Luis Sariego

1983 El sindicalismo minero en México, 1900-1952, México, Era.


Nieto, Raúl

1988 “Alcances recientes de la antropología en el conocimiento de la clase obrera mexicana”, en Teoría


e investigación en la antropología social mexicana, México, CIESAS (Cuadernos de la Casa Chata, 160),
pp. 183-204.

Novelo, Victoria (comp.)


1999 Historia y cultura obrera, México, Instituto Mora/CIESAS (Serie Antologías Universitarias).

Novelo, Victoria (coord.)

1987 Coloquio sobre cultura obrera, México, CIESAS (Cuadernos de la Casa Chata, 145).

19
Novelo, Victoria y Augusto Urteaga
1979 La industria en los magueyales, México, Centro de Investigaciones Superiores del INAH/Nueva Imagen.

Novelo, Victoria y Juan Luis Sariego

1980 “Algunas cuestiones de método para el estudio de la clase obrera”, en Memorias del Encuentro sobre
Historia del Movimiento Obrero, tomo 1, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, pp. 49-59.

Sariego, Juan Luis


1988 Enclaves y minerales en el norte de México, historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita, México,
CIESAS (Ediciones de la Casa Chata).

1980 “Los mineros de la Real del Monte: un proletariado en formación y transición”, Revista Mexicana de
Sociología, año XLII, vol. 42, núm. 4 (octubre-diciembre), México, UNAM-Instituto de
Investigaciones Sociales, pp. 4-80.
Womack Jr., John

2007 Posición estratégica y fuerza obrera. Hacia una nueva historia de los movimientos obreros, México, El Colegio de
México/Fondo de Cultura Económica (Fideicomiso Historia de las Américas).
Zapata, Francisco

2010 Hacia una sociología latinoamericana del trabajo, Mérida, Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán.
Referencias electrónicas

De la Garza Toledo, Enrique

s.f. “La Sociología del trabajo en México: balance y perspectivas”, consultado el 23 de agosto de 2015,
disponible en <www.sgpwe.izt.uam.mx/pages/egt/congresos/socmexico.pdf>.

Llano, Manuel
2016 “Concesiones de agua para las mineras”, consultado el 22 de febrero de 2016, disponible en
<https://mx.boell.org/es/2016/02/17/concesiones-de-agua-para-las-mineras>.

Red Mexicana de Afectados por la Minería


2016 Consultada el 6 de marzo de 2016, disponible en <www.remamx.org>.

20
2. Trabajo, mundo de la vida y ciudad.
Las contribuciones de Juan Luis Sariego
al análisis de los enclaves mineros

Luis Reygadas

Enclaves en la historia familiar

Juan Luis Sariego comenzó a escribir una novela autobiográfica. El primer capítulo (quizás el único que
alcanzó a redactar) narra un recuerdo muy temprano. Se trata de un episodio que marcó un parteaguas en su
infancia: la llegada de su familia a Los Corrales de Buelna en febrero de 1954, cuando Juan Luis acababa de
cumplir cuatro años. Se trasladaron a vivir ahí, a 30 km de la ciudad de Santander, porque su padre fue
contratado como ingeniero por la empresa siderúrgica Nueva Montaña Quijano, S.A. La compañía les
adjudicó una de las muchas casas que tenía en el poblado. Juan Luis describió así esa morada, en la que vivió
buena parte de su niñez:

La casa era una auténtica mansión solariega. Una tapia de piedra labrada rodeaba la propiedad. Encima de un
gran portón de dos hojas lucía un escudo medieval que todos miramos con extrañeza y hasta con un aire de
nobleza asumida. […] Por fuera, los muros de cantera se alternaban con la madera de castaño que lucía en las
ventanas, en las puertas y en los barrotes del balcón.
Quienes vivieron antes allí debieron ser gentes importantes de aquel pueblo, porque la casa contaba con las
mejores instalaciones. Tres pisos, cuatro habitaciones, tres cuartos de baño, un despacho, un comedor, una
sala, una cocina, un hall que nosotros aprendimos a llamarle “jol” […]. Pero lo que más nos admiró, cuando
todavía no nos desenfundábamos los abrigos, las bufandas y los guantes fue el cuarto de los juguetes. Era
maravilloso. Entraba el sol radiante por un ventanal grande y tenía unos anaqueles para guardar los juguetes...
y una enorme mesa donde jugar... ¡Cuántas veces, en aquellos días de Reyes, armamos sobre ella la
arquitectura y vimos correr desenfrenadamente máquinas y vagones de ferrocarril sin que descarrilasen! Y
años más tarde ¡cuántas peleadas partidas de baraja y encarnizadas sobremesas discutiendo de política, que
acababan siempre en discrepancias generacionales!
Fuera de la casa estaba el jardín que fue siempre para nosotros el lugar donde se hacían realidad nuestros
sueños imaginarios. Allí se oyeron en las largas tardes veraniegas justicieros gritos siux y comanches y silbantes
disparos del Quinto de Caballería que acudía presto al rescate de mujeres secuestradas. Con no menos
estruendo llegaron por el mar a aquel jardín, piratas de los mares del sur. Allí anduvieron Guillermo Tell,
Pedrín y el Capitán Trueno. También se metieron los mejores goles de Distéfano, Puskas y Gento, se rodaron

21
películas, se interpretaron los clásicos del teatro español y hasta se celebraron ritos de iniciación y ceremonias
religiosas (Sariego, s. f.: 1).1

Lo que en ese momento Juan Luis no podía comprender es que su familia había llegado a vivir a un tipo de
población muy particular, en la que toda la vida de la pequeña ciudad (Los Corrales de Buelna tenía para ese
entonces unos 7 000 habitantes) giraba en torno a la empresa siderúrgica que contrató a su padre. Se trataba
de un ejemplo de lo que se conoce como enclave o company town (Garner, 1992; Gaskell, 1979; Green, 2010;
Zapata, 1977), es decir, una población que dependía en gran medida de la actividad de una empresa industrial,
que se encargaba de la vivienda, los servicios urbanos y muchos otros aspectos de la vida cotidiana. En efecto,
en 1874, José María Quijano había fundado en Los Corrales de Buelna una forja para abastecer a las
ferreterías de Santander, a la que después añadió un tren de laminar alambre y una trefilería. Los años
siguientes la empresa formó personal local, para no depender de técnicos extranjeros, instaló alumbrado
público en 1880, introdujo el teléfono en 1881 e impulsó la construcción de casas para sus empleados. En
1899 Quijano fundó la compañía Altos Hornos de Nueva Montaña, que en los primeros años del siglo XX ya
tenía cientos de trabajadores y era, además del principal empleador de Los Corrales de Buelna, el motor de
toda la vida urbana.2
El padre de Juan Luis no fue el primero en trabajar y vivir en una población de este tipo. Su abuelo
paterno, Luis Sariego, trabajó en las minas de carbón de la empresa Sociedad Hullera Española en el pueblo
de Boo de Aller, en Asturias. Hacia 1920 se trasladó a esa población y:

después de hacer su solicitud de ingreso fue aprobado y pasó al Grupo de Minas de Marianas con la categoría de
ayudante de entibador, pasando al año siguiente a entibador de madera. […] En el aspecto social, la empresa tenía
Economatos, Cuartel de la Guardia Civil, viviendas baratas con un pequeño huerto y también Sanatorio para
accidentes y Farmacia. […] Después de pasar poco más de un año con vivienda arrendada, nos concedieron una
vivienda de la empresa con cocina, comedor, 2 dormitorios, desván y pequeño cuarto de aseo con retrete.
También teníamos un pequeño huerto adjunto a la casa. Para aquellos tiempos, la política social y de salarios de
la citada empresa estaba 40 años por delante de la de las demás empresas mineras (Sariego Fernández, 1999b: 6,
las cursivas son del texto original).

En Los Corrales de Buelna, la vida cotidiana de Juan Luis y su familia transcurría entrelazada con dinámicas
generadas en torno a la empresa siderúrgica: él y sus hermanos acudían a una escuela de monjas pagada por la
empresa, compraban los víveres y la ropa en un economato (tienda creada por la compañía), su madre y las
esposas de otros ingenieros iban los jueves al mercado de Torrelavega en una furgoneta proporcionada por la
empresa, los sábados los ingenieros y sus esposas iban a pasear a Santander en un coche facilitado por la
compañía, sus amigos y vecinos también estaban ligados a la fábrica, etcétera (Sariego Fernández, 1999a:
32-33). El mundo de la vida de la familia de Juan Luis tenía una relación difícil de deshacer y ligada con el mundo
del trabajo de la empresa en que laboraba su padre. Sin llegar a ser una institución total como los asilos, cárceles,
cuarteles, internados y hospitales psiquiátricos que analizó Erving Goffman (2007 [1961]), en los cuales las
personas están enclaustradas durante las 24 horas del día, el hecho es que en los enclaves las relaciones
sociales entre la empresa y los trabajadores no se limitan al espacio de la fábrica, sino que se prolongan al
entorno urbano, de modo que hay múltiples vínculos entre los ámbitos de la producción y la reproducción
social de la fuerza de trabajo.

1 La vivienda contaba con los servicios de luz, agua, leña y carbón, proporcionados sin cargo por la empresa (Sariego Fernández,
1999b: 24).
2 Información tomada de Wikipedia, consultada el 21 de septiembre de 2015, disponible en <https://es.wikipedia.org/wiki/
JoséMar%C3%ADaQuijano>. En la actualidad, la empresa se llama Global Steel Wire (GSW).

22
Debe recordarse que el padre de Juan Luis Sariego fue militar durante 18 años (desde 1936 hasta finales
de 1953, hasta justo antes de trasladarse a Los Corrales de Buelna), tiempo en el que en varias ocasiones vivió
en cuarteles en condiciones similares a las de las instituciones totales descritas por Goffman. El mismo Juan
Luis vivió circunstancias parecidas, si bien en otro tipo de establecimientos. De los 9 a los 16 años estudió en
el Colegio del Sagrado Corazón, un internado dirigido por sacerdotes jesuitas en las afueras de la ciudad de
León (España). Después se integró como novicio a la Compañía de Jesús, y de los 17 a los 21 años se alojó en
residencias jesuitas en Valladolid y Madrid. De 1971 a 1973 vivió en una comunidad nar como misionero en el
Chad, para después volver a vivir en residencias jesuitas en Madrid y en México entre 1973 y 1976, cuando
dejó de pertenecer a la Compañía de Jesús.
Conociendo estos antecedentes familiares y personales en enclaves mineros y siderúrgicos, cuarteles,
internados y comunidades de vida es más fácil comprender la trayectoria de investigación de Juan Luis
Sariego. En particular arrojan luz sobre el hecho de que, a finales de los años setenta, cuando vivía en la
Ciudad de México, estudiaba la Maestría en Antropología en la Universidad Iberoamericana y trabajaba
como investigador en el Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e
Historia (CIS-INAH), hoy Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS),
haya escogido como campo de investigación la minería, y muy en especial el entrelazamiento entre vida
laboral y vida urbana en las comunidades mineras del norte del país. Es de sobra conocido que su libro
Enclaves y minerales en el norte de México. Historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita, 1900-1970
(Sariego, 1988) discute la manera en que estos poblados de Sonora y Coahuila evolucionaron en paralelo a
la instalación de minas de cobre y de carbón y de una planta metalúrgica. En ellos existieron verdaderos
enclaves o company towns, donde los diversos barrios correspondían a la división del trabajo en el interior de
las compañías mineras, las cuales también tuvieron la función de desarrolladores urbanos, edificadores de
vivienda, constructores de infraestructura básica y encargados de proporcionar educación y salud a sus
trabajadores y empleados.
Quiero resaltar que en la obra de Sariego hay importantes contribuciones al análisis de la estrecha
relación que existe entre el trabajo, el mundo de la vida y la dinámica urbana, campos que en muchos otros
autores aparecen, casi siempre, aislados. En las décadas de 1970 y 1980 los estudiosos del trabajo en México
(y en muchos otros países) tendían, salvo algunas excepciones, a concentrarse en las dinámicas laborales,
sindicales y en políticas de la industria, sin prestar mucha atención a los ámbitos de la reproducción social, de
la vida cotidiana o de los procesos urbanos, que eran investigados por otros especialistas, que estudiaban la
familia, la vivienda o las ciudades, pero prestando poca atención a sus vínculos con los procesos productivos.
El énfasis de Sariego en los lazos entre trabajo, mundo de la vida y ciudad se explica, en parte, por sus
vivencias infantiles y juveniles, así como por el conocimiento de primera mano de las experiencias de
paternalismo industrial que durante generaciones practicaron numerosas empresas mineras y metalúrgicas en el
norte de España (García, 1996).
Además de su historia personal y familiar, en este interés también fue crucial la mirada antropológica,
con su preocupación por la cultura y la comunidad, conceptos abarcadores e integradores que se resisten a la
fragmentación de la vida social en compartimientos estancos. Por costumbre, la antropología ha analizado el
trabajo no como una mera actividad económica, sino como un proceso social total, incrustado en diversas
instituciones económicas, sociales, políticas y culturales (Polanyi, 2008 [1957]). Así, para Sariego, la indagación
sobre la cultura obrera y las comunidades mineras no podía restringirse a una sola de las esferas de la vida de
los mineros, tenía que estar atenta al conjunto de las experiencias de este grupo social, dentro y fuera de la
mina, tanto en el ámbito de la producción como en el de la reproducción. A esto hay que agregar la influencia
y colaboración de otros colegas que en esas épocas abordaban el tema del trabajo industrial, pero tomando en
cuenta diversos aspectos extralaborales. Victoria Novelo y Augusto Urteaga habían analizado los temas de la
cultura obrera, la vida cotidiana de los trabajadores y el entorno urbano y regional en el que se desarrollaba la

23
industria, en particular en el caso de Ciudad Sahagún, en Hidalgo (Novelo y Urteaga, 1979; Novelo, 1980).
Por su parte, Francisco Zapata había discutido la problemática de los enclaves en Chile y en América Latina,
en relación con el tema del desarrollo (la economía de enclave, prolongación de las economías centrales, con
escasos vínculos funcionales con la economía nacional) y con los modelos de relaciones sociales (el enclave de
hecho, en el que diversos ámbitos de la vida social dependían de la empresa, lo cual traía diversas
implicaciones económicas, urbanas y políticas) (Zapata, 1975 y 1977).
Recuerdo que cuando hacíamos trabajo de campo en Nueva Rosita, en 1979, a Juan Luis le gustaba
comparar los planos del mundo subterráneo de las minas de carbón con los mapas de esta ciudad de la
cuenca carbonífera de Coahuila, haciendo notar que ambos cuadriculaban el espacio, unos mediante túneles y
galerías, otros por medio de calles y avenidas, formando los primeros los frentes de trabajo para la extracción
del mineral, trazando las segundas los contornos de las manzanas en las que se ubicaban las viviendas, las
plazas y las escuelas. Ambos espacios, el subterráneo y el superficial, partían de un mismo origen: las
instalaciones de la planta metalúrgica de Industrial Minera México, S.A. (antes ASARCO, hoy Grupo México) y
la entrada de la mina de carbón adyacente. Ambas ciudades, la del subsuelo oscuro y la de las calles calcinadas
por el sol norteño, estaban habitadas por los mismos hombres: los recios mineros, siempre marcados por el
polvo de carbón (aún después de haberse bañado, llevaban las negras huellas que el carbón dejaba en los
bordes de los párpados en los que se insertan las pestañas). Sus mujeres y sus hijos pequeños no bajaban a las
minas, pero múltiples vasos comunicantes —sociales y emocionales— unían a ambas ciudades, la del trabajo
minero y la de las casas de los trabajadores. En los sonidos de Nueva Rosita había uno que era oído al mismo
tiempo por todos los habitantes: el silbato de la gran planta metalúrgica, que anunciaba tres veces al día el
cambio de turno, marcando los ritmos de vida y de trabajo de todos ellos.

La relación entre empresas y ciudades: un viejo debate

Las reflexiones de Juan Luis Sariego sobre los vínculos entre trabajo, vida cotidiana y espacios urbanos se
pueden enmarcar en una discusión recurrente en la historia de las ciencias sociales: la de la relación que existe
entre empresas y ciudades. Este tema ha estado presente desde el análisis de las transformaciones que
experimentaron las ciudades inglesas en la Revolución Industrial (Engels, 1965; 3 Thompson, 1977), hasta los
debates recientes sobre ciudades globales (Sassen, 1991) y ciudades creativas (Florida, 2010), pasando por los
estudios acerca de los distritos industriales italianos (Porter, 1991) y las redes innovadoras en Sillicon Valley
(Kenney, 2000). ¿Cómo es que el tejido urbano y las dinámicas de la ciudad propician el surgimiento de
determinadas empresas y condicionan su evolución? ¿De qué manera el desarrollo de ciertas empresas
transforma el rostro y la vida de algunas ciudades?
En casos extremos se ha destacado el carácter determinante de alguno de los dos polos, las empresas o
las ciudades. Por ejemplo, en los estudios sobre enclaves y company towns se ha hecho énfasis en el papel
protagónico de alguna gran empresa, que no sólo es la principal empleadora de fuerza de trabajo, sino
también la constructora de infraestructura urbana y la proveedora de servicios básicos, vivienda y artículos de
primera necesidad (Garner, 1992; Gaskell, 1979). En esos casos es muy claro que son las grandes compañías
las que condicionan la evolución de las pequeñas localidades, algunas de las cuales ni siquiera existían antes de
la instalación de la empresa. Sin embargo, la determinación parece ir en sentido inverso cuando pequeños
emprendimientos se crean en ciudades grandes con una larga historia: la trama urbana, sus dinámicas sociales,
su cultura y su trayectoria institucional condicionan con solidez las características de las empresas. Este
condicionamiento se presenta incluso en empresas de mayores dimensiones. En Machine Age Maya (Nash,

3 En este famoso texto de Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra (1965), se puede encontrar el primer análisis de los company towns
formados en torno a minas de carbón, donde había condiciones de trabajo peligrosas, bajos salarios y condiciones de vida insalubres.

24
1958), el antropólogo Manning Nash mostró cómo una empresa grande que se instaló en una ciudad
guatemalteca no logró transformar las costumbres ni la cosmovisión de sus trabajadores, que siguieron
compartiendo los mundos de vida, los lazos sociales y las prácticas urbanas que existían con anterioridad a la
instalación de la fábrica.
Sin duda, el tamaño respectivo de empresas y ciudades es un criterio a tomar en cuenta: es muy
probable que una empresa con miles de trabajadores trastoque la vida de una pequeña localidad, mientras
que una ciudad de millones de habitantes influirá de manera rotunda en las configuraciones empresariales
que se desarrollen en su territorio. Un ejemplo muy reciente de la primera situación, en que la empresa
domina la ciudad, es la fábrica de productos electrónicos Foxconn en Longhua (Senzhen, China), que tiene
alrededor de 400 000 trabajadores y es, en sí misma, una ciudad, con dormitorios, instalaciones deportivas,
bancos, centros comerciales, hospitales, etcétera (Ngai et al., 2014: 27). Cualquier megalópolis
contemporánea ilustra la segunda situación, donde el peso específico de la ciudad incide en la manera de
operar de las empresas. Pero a la variable magnitud hay que agregarle la dimensión temporal e histórica: no
es lo mismo un poblamiento reciente que una ciudad con siglos de existencia, así como difiere una empresa
antigua de una de nueva creación. Además, en cada caso se producirán dinámicas emergentes en la
interacción entre unidades económicas, territorios y procesos urbanos. Las experiencias, las prácticas, las
interacciones y las representaciones de los sujetos serán fundamentales. Todo indica que entre ciudades y
empresas hay determinaciones mutuas y cuantiosos vasos comunicantes, que sus historias siguen
trayectorias con múltiples entrecruzamientos.
En ciudades grandes con una larga historia, en las que se han ido yuxtaponiendo y articulando
diversas etapas urbanas y distintos modelos económicos, lo más probable es que se encuentren empresas
de muchos tipos. En las grandes urbes del siglo XXI la determinación entre empresa y ciudad es
bidireccional, pero limitada, ya que la complejidad de la urbe y la heterogeneidad de las unidades
económicas que alberga hacen que se presenten trayectorias empresariales muy diversas, además de que los
vínculos que establecen muchas empresas con clientes, usuarios, proveedores y otros agentes con
frecuencia desbordan los espacios de la ciudad.
Me gustaría ubicar los estudios de Juan Luis Sariego sobre los enclaves mineros en el marco de este
debate acerca de la relación entre empresas y ciudades, destacando cuáles fueron algunas de sus principales
aportaciones, comenzando con sus estudios respecto a la desenclavización de la minería y siguiendo con sus
reflexiones referentes a la intersección entre trabajo, cultura y ciudad.

Una perspectiva procesual:


la desenclavización de la minería

En primer lugar, una de las contribuciones más originales de Juan Luis Sariego en este campo fue la tesis de la
desenclavización de las comunidades mineras, que busca explicar los procesos mediante los cuales se produjo la
diversificación laboral y social de estas poblaciones, en las que, poco a poco, aparecieron otros actores, se
crearon otras fuentes de trabajo y comenzaron a intervenir de una manera más directa diversas agencias del
Estado, en particular instancias laborales, educativas, urbanas y de salud, que antes nunca estuvieron
presentes. La tesis de la desenclavización resulta fundamental, porque enfatiza la dimensión histórica,
diacrónica, de un fenómeno que había sido analizado sobre todo desde una perspectiva sincrónica. Como ha
señalado con agudeza Francisco Zapata, el enclave es un sistema de relaciones industriales, un tipo de
organización productiva con características muy particulares:

25
En efecto, el “enclave” se puede definir como una forma de organización de la producción en la cual la
vinculación entre un centro productor (una mina, un puerto, una fundición) y los servicios urbanos necesarios
para mantener a sus trabajadores y sus familias son muy estrechos. Esta estrecha vinculación tiene como
correlato el hecho de que el enclave está geográficamente aislado y que el centro productor y los servicios
mencionados están inscritos en una red separada del resto de la economía nacional y de la sociedad global en
cuestión (Zapata, 2013: 44).

En un sentido sincrónico el concepto de enclave, entendido como un tipo ideal, es una herramienta muy
potente que destaca la articulación entre varios fenómenos: la escasa diversificación del mercado de trabajo (la
mayoría de la población activa, desde un punto de vista económico, trabaja de manera directa o no para el
mismo patrón), la existencia de una comunidad que se estima cerrada (por el aislamiento geográfico y los
escasos vínculos con la economía regional y nacional), la dependencia de la población hacia la empresa
(dependencia que afecta tanto a sus trabajadores como a diversas instituciones locales), la imbricación entre
los espacios de la producción y la reproducción de la fuerza de trabajo (que hace porosas las fronteras entre
los mundos de trabajo y de vida) la alta propensión al conflicto (Kerr y Siegel, 1954) (que explica la
importancia que en muchos casos adquieren los sindicatos, que no sólo luchan por demandas laborales, sino
también por la defensa de toda una forma de vida). La conjunción de todas estas características imprime un
sello particular a las dinámicas económicas, políticas y sociales de los enclaves, que los distinguen de otros
tipos de poblaciones.
Las investigaciones de Juan Luis Sariego acerca de Cananea y Nueva Rosita, además de agregarle
profundidad etnográfica y cultural al concepto de enclave, contribuyeron a historizarlo, es decir, a analizar los
enclaves desde una perspectiva diacrónica. Las articulaciones entre los diferentes componentes del enclave no
son fijas ni inmutables; pueden modificarse por la conjunción de distintas circunstancias y por la acción de
diversos agentes. La idea de desenclavización propuesta por Sariego intenta comprender un conjunto de
transformaciones ocurridas en varios enclaves mineros en México entre la década de 1930 y los años setenta
del siglo XX. Hasta antes de la crisis de 1929, Cananea, Nueva Rosita y algunos otros centros mineros del país
correspondían bastante al modelo típico del enclave: predominio de una empresa de capital extranjero, virtual
mono-ocupación (en esos casos en actividades mineras y metalúrgicas), frágil vinculación con la economía
nacional, control de la empresa sobre la ciudad y las autoridades locales, ausencia o presencia precaria de
muchas instituciones gubernamentales. Pero esa situación comenzó a modificarse en la década de 1930, con la
promulgación de la Ley Federal del Trabajo (1931), que posibilitó en los siguientes lustros la intervención
creciente de las instituciones laborales del Estado mexicano en las poblaciones mineras, así como la
formación del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos de la República Mexicana (1934),
que se convirtió en un contrapeso del enorme poder que tenían las empresas mineras y que también vinculó
—al menos en parte— las dinámicas políticas locales de los enclaves y minerales con las vicisitudes de la
política nacional. Este proceso de desenclavización continuó en las siguientes décadas con la creación del
Instituto Mexicano del Seguro Social en 1943 (pese a que tomó bastante tiempo que los servicios
proporcionados por este organismo sustituyeran a las clínicas y hospitales creados por las empresas mineras),
lo mismo que con la creación de escuelas públicas en los centros mineros y con el paulatino desarrollo de
otras actividades económicas diferentes a la minería y la metalurgia, que posibilitaron la diversificación del
mercado laboral en las regiones mineras. A esto hay que agregar la llamada Ley de Mexicanización de la
Minería, promulgada en 1961 (Sariego, 1988: 291-304) y la creación de diversas empresas paraestatales
mineras, metalúrgicas y, en especial, siderúrgicas, que fortalecieron la capacidad de injerencia gubernamental
en estas ramas de actividad económica. Todo esto cambió por completo el rostro de las poblaciones mineras.
Para tratar de explicar esta serie de transformaciones, Sariego utilizó la noción de desenclavización, que
definió de la siguiente manera:

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La desenclavización de los Minerales es un proceso social y urbano que implica la transición de las comunidades
mineras desde su condición de Minerales —poblaciones subordinadas económica y políticamente a la dinámica
productiva de una empresa— a la de ciudades mineras o centros urbanos con una economía y una estructura
ocupacional relativamente diversificada y con un sistema social y político que tiende a ser independiente de la
presencia e injerencia empresariales. Dicho en otros términos: la articulación tan estrecha entre comunidad y
empresa que subsistió por tanto tiempo y que definió los patrones de la vida social y urbana de los Minerales
parece ya haberse roto. Las ciudades mineras han ido perdiendo su aislamiento geográfico-social y su carácter de
“comunidades ocupacionales”, de “company-town”, integrándose cada día más a la economía y a los patrones
culturales y políticos de la sociedad nacional (Sariego, 1988: 329).

Juan Luis Sariego acuñó el concepto de desenclavización alrededor de 1978 y 1983, es decir, justo antes del
florecimiento del neoliberalismo en México. Me parece que la noción de desenclavización refleja de manera
bastante certera aquello en lo que se habían convertido Cananea, Nueva Rosita y otras ciudades mineras para
esa época. Él no negó la validez y la fortaleza de la perspectiva sincrónica del enclave; lo que hizo fue
apoyarse en ella para desarrollar un enfoque procesual para el estudio de este tipo de comunidades. El
potencial heurístico de dicho enfoque procesual no disminuye por el hecho de que en años posteriores se
hayan formado enclaves mineros modernos o se hayan reforzado las características de enclave en algunas
poblaciones (al respecto, véanse las contribuciones de Francisco Zapata y Francisco Lara en este volumen).
La aplicación de políticas neoliberales a partir de la década de 1980 debilitó en muchos países la regulación
estatal de la minería y dio oportunidad a las empresas mineras para explotar los yacimientos con menores
controles por parte de agencias gubernamentales y sindicatos. Podría decirse que en las últimas décadas se
produjo una suerte de “reenclavización de la minería”, mediante la cual se ha reconfigurado la hegemonía
laboral y urbana de las empresas mineras. Pero, en un contexto marcado por las consecuencias de las políticas
neoliberales y la inestabilidad financiera, los modernos enclaves mineros son, en algunos aspectos, incluso
más voraces que los creados en siglos anteriores. En lugar de construir, como antaño, infraestructuras
urbanas, escuelas y hospitales que garanticen la reproducción de la fuerza de trabajo para una explotación
minera de mediano o largo plazo, ahora se limitan a crear campamentos temporales y precarios, ya que sólo
buscan la extracción rápida de las riquezas minerales para después moverse a otras localidades, sin
responsabilizarse de las consecuencias ambientales, económicas y sociales de sus actividades.
La creación reciente de campamentos mineros y nuevos enclaves no contradice la perspectiva procesual
propuesta por Sariego a partir de la tesis de la desenclavización. Por el contrario, muestra que su potencial
analítico no se limita a reflejar un periodo histórico específico (el comprendido entre 1930 y 1980, en el que
se produce la mencionada desenclavización), sino que puede ser útil para comprender los procesos históricos
de formación, transformación, ruptura y reconfiguración de los enclaves. Desde una perspectiva histórica más
larga podrían distinguirse, para el caso de México, diversas etapas en la historia social de las comunidades
mineras a partir de finales del siglo XIX. Una primera etapa, que transcurre cerca de 1890 y 1930, nace en el
contexto de una economía primaria exportadora bajo el auspicio de las políticas liberales del porfiriato, y se
caracteriza por la conformación y consolidación de los enclaves mineros, cuya operación no se modificó de
manera importante durante los lustros posteriores a la Revolución mexicana. Una segunda etapa, que va de
1931 a 1982, es la de la crisis de la economía de enclave, la emergencia de políticas nacionalistas hacia la
minería, la constitución de un sindicato nacional en la rama minero-metalúrgica, el desarrollo del proceso de
desenclavización en las comunidades mineras y la creación de diversos vínculos entre las empresas minero-
metalúrgicas y otras ramas de la economía nacional. Una tercera etapa, que se inicia después de 1982 y
continúa hasta la fecha, es la de la crisis del nacionalismo revolucionario en la minería, la aplicación de
políticas neoliberales, el debilitamiento del sindicato minero y la reconfiguración de la hegemonía empresarial
en los centros mineros, expresada en nuevas formas de enclave y en la aparición de poblados y campamentos
mineros precarios y temporales.

27
En referencia al periodo de 1930 a 1982, Sariego analizó la crisis del modelo tradicional del enclave y su
sustitución por otro sistema de relaciones industriales que expresaba un pacto social y laboral entre el Estado
mexicano, las empresas mineras y la organización sindical de los trabajadores mineros y metalúrgicos. Se
trataba de un pacto frágil y contradictorio, marcado por numerosas limitaciones y tensiones, pero que al fin y
al cabo acotó el poder de las compañías mineras y significó numerosas conquistas laborales y un
mejoramiento de las condiciones de vida en muchas comunidades mineras. La mayor parte de estas
conquistas y avances se revirtieron en la época neoliberal. Sariego mostró que el enclave minero no era un
sistema estático y cerrado, sino una construcción histórica, dinámica y contradictoria, sujeta a procesos de
transformación. No sabemos hacia dónde evolucionarán las comunidades mineras, pero, siguiendo la
perspectiva histórica y procesual propuesta por Sariego, es posible afirmar que el modelo neoliberal en la
minería ya muestra claros signos de agotamiento, tanto en lo económico como en aspectos ambientales,
políticos, sociales, laborales y urbanos. Por ello es pertinente investigar los procesos emergentes de
reconfiguración que se encuentran en curso en los mundos de trabajo, de vida y de relaciones sociales en las
comunidades mineras, así como indagar si en ellos se encuentra el origen de otros pactos y de otros sistemas
de relaciones industriales alternativos al modelo neoliberal.

Actores, identidades y culturas


en la intersección entre ciudad y trabajo

Además del estudio del proceso de desenclavización, entre los aportes de Juan Luis Sariego debe señalarse
el análisis de las implicaciones laborales de la dependencia espacial de las empresas mineras con respecto a
la ubicación de los yacimientos, que las obligan a localizarse en regiones donde no existen grandes
asentamientos humanos o aquellas que no encuentran suficientes trabajadores con experiencia en la
industria. Muchas de estas empresas tienen que desarrollar estrategias para atraer, retener y capacitar mano
de obra calificada, dando lugar a procesos de proletarización prolongados y contradictorios, como lo
mostró Sariego en su trabajo pionero acerca de Pachuca y Real del Monte (Sariego, 1978). Esto también
tiene repercusiones sobre las formas de acción obrera, porque los trabajadores más calificados y más
buscados por las empresas mineras y metalúrgicas tienen mejores posibilidades de organización y
reivindicación de sus demandas, ocupando con frecuencia posiciones de liderazgo en las organizaciones
obreras, además de que explica, en parte, la persistencia de las protestas mineras, cuestión que aparece de
manera recurrente en diversos textos de Sariego, en los que analiza los vínculos entre los sistemas
productivos, la división del trabajo y las luchas obreras en la minería (Besserer et al., 1983; Sariego, 1980,
1985a, 1985b y 2009; Sariego y Santana, 1982).
Muy ligada con lo anterior está la cuestión de las identidades y las culturas obreras, que en el caso de
los mineros son estudiadas por Sariego a partir de la intersección de tres dimensiones: el trabajo, las
organizaciones obreras y la dinámica urbana de las comunidades mineras. A diferencia de muchos autores
que en el estudio de la cultura obrera privilegian las dimensiones políticas, en especial las relaciones entre
los dirigentes sindicales, las empresas y el Estado, Sariego se interesó más por la vida cotidiana de los
trabajadores de base, por la manera en que experimentaban su trabajo y el hecho de que su vida afuera de
la mina también estuviera atravesada por las relaciones, negociaciones y conflictos con las empresas
mineras en torno a cuestiones como la vivienda, el transporte, las escuelas de sus hijos, la atención a la
salud (de especial importancia debido a los riesgos y enfermedades propias del trabajo minero) y muchos
otros aspectos del progreso de las comunidades mineras. Junto con otros antropólogos, Sariego contribuyó
a crear y ampliar el campo de los estudios de la cultura obrera en México (Sariego, 1987, 1992a, 1993 y
1997; Sariego y Reygadas, 2009).

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Por otra parte, la dependencia espacial que experimentan las empresas con respecto a la ubicación de
los yacimientos mineros las apremia a convertirse en constructores y demandantes de carreteras, vías férreas,
servicios urbanos y vivienda. Al respecto, Sariego plantea la importancia de analizar el impacto social,
territorial y ambiental de las empresas mineras, analizado en forma extensa en su libro Enclaves y Minerales en el
norte de México, pero también en otros textos en torno a la minería en México y en Chihuahua (Sariego, 1992b
y 1998a; Sariego et al., 1988). Más allá de la industria minero-metalúrgica, exploró este tema en otros ámbitos:
la historia del trabajo en Chihuahua (Sariego, 1998b), la industria maquiladora en esa entidad (Sariego, 1990a y
1990b), los modelos de desarrollo en la Sierra Tarahumara y las consecuencias de las políticas indigenistas en
esa misma región (Sariego, 2001, 2002a, 2002b y 2003). En sus diversas investigaciones en el Estado de
Chihuahua, divulgadas durante más de un cuarto de siglo (1988-2015), los actores analizados se multiplican.
Ya no se trata sólo de las empresas mineras y sus trabajadores, sino que intervienen también empresas
maquiladoras, jóvenes obreras, grupos indígenas, mestizos, compañías madereras, promotores de proyectos
turísticos, diversas dependencias estatales (en especial el Instituto Nacional Indigenista, hoy CNDI, así como
organismos estatales y municipales), jesuitas, organizaciones no gubernamentales y hasta grupos de
narcotraficantes. Pero en este nuevo escenario, con otros protagonistas, subyace una línea de reflexión que
atraviesa toda la obra de Sariego: el análisis de las repercusiones sociales, territoriales, culturales y ambientales
de las actividades económicas en general y del trabajo en particular.
En un triángulo que va de la antropología del trabajo a la antropología urbana y a la antropología del
desarrollo, Juan Luis Sariego trazó un mapa conceptual en el que se indagan diversas intersecciones entre la
manera de trabajar, la manera de habitar los territorios y la manera de vivir en las sociedades contemporáneas,
en las cuales diversos grupos sociales se articulan y se enfrentan bajo el impulso de variados proyectos de
modernización y colonización, ya sean las misiones jesuitas en la época de la colonia, las grandes
explotaciones mineras de la época del porfiriato, los proyectos nacionalistas del Estado mexicano en la
minería y la cruzada indigenista en la Tarahumara en el siglo XX, o bien la creación y expansión de la industria
maquiladora, las iniciativas turísticas en la Sierra Tarahumara, el auge del narcotráfico y la revitalización de la
minería durante las décadas más recientes. Pero además de estudiar las iniciativas de modernización y
colonización que venían desde arriba, protagonizadas por las élites, las empresas, los gobiernos y otros grupos
hegemónicos, Sariego se interesó por la historia social de los grupos subalternos que padecían, enfrentaban y
transformaban esas iniciativas: trabajadores mineros, obreras de maquiladoras, habitantes de las ciudades y
comunidades, mestizos e indígenas de la sierra.
Me parece que en la discusión acerca de las relaciones entre empresas y ciudades Juan Luis Sariego no
se decantó con claridad por ninguna de las dos posiciones extremas en el debate, es decir, ni por la que
plantea que las compañías determinan las dinámicas urbanas ni por aquella otra que postula que son las
ciudades las que condicionan la evolución de las unidades económicas. Como estudioso del trabajo veía con
buenos ojos diversos planteamientos que destacaban la importancia de la actividad laboral. Por ejemplo, en
muchas ocasiones exploró la manera en que diversos sistemas de organización productiva incidían en la
cultura de los obreros, lo mismo que mostró cómo los cambios en los procesos de trabajo tenían
repercusiones en las formas de organización y lucha de los trabajadores. Frente a las corrientes postmodernas
que minimizaban la relevancia del trabajo, Sariego insistió muchas veces sobre la centralidad del trabajo en la
vida de las personas. Si a esto agregamos que estudió enclaves donde las empresas organizaban y pautaban la
vida urbana, pudiera pensarse que estaría a favor de la tesis de que las empresas condicionaban los procesos
urbanos. Sin embargo, la tesis de la desenclavización apunta en sentido inverso: sugiere que una ciudad de este
tipo puede adquirir, aunque sea en parte, una autonomía con respecto a la hegemonía empresarial y, sobre
todo, destaca el papel que desempeñan diversos actores en este proceso: los sindicatos, otros grupos de
pobladores, los maestros, los médicos, las agencias estatales, los partidos políticos y los incipientes grupos de
la sociedad civil. También resalta la centralidad de procesos que desempeñan una función de bisagra o

29
mediación en las interacciones entre empresas y ciudades: la diversificación económica, la formación de
liderazgos locales, la creación y consolidación de diversas instituciones locales y regionales, la emergencia de
una cultura urbana que incluye y a la vez desborda las culturas laborales, etcétera. Así, más que una
argumentación referente a la preeminencia de uno de los dos términos de la ecuación —empresa y ciudad—,
lo que se encuentra en Sariego es un estudio de sus complejas interacciones, en el que su mirada de
antropólogo fuertemente influido por la historia social hace énfasis en los procesos, en las relaciones sociales
y en las perspectivas de los diversos actores.
Quién iba decir que ese niño que creció en Los Corrales de Buelna, nieto de un minero asturiano e hijo
de un ingeniero que trabajó en la empresa siderúrgica de ese poblado cercano a Santander, se convertiría en
uno de los mejores etnógrafos e historiadores sociales de enclaves y comunidades mineras en tierras muy
distantes a las que lo vieron nacer. Las arquitecturas y vías férreas que, junto con sus cinco hermanos,
construyó en la mesa de la sala de juegos de la casona solariega dieron paso a los mapas de minas, ciudades y
regiones que estudió mucho tiempo después, así como a los sistemas de información geográfica que elaboró
para evaluar la operación del programa Oportunidades en la Sierra Tarahumara, con esa fascinación que
siempre tuvo por el dato concreto, expresado en números, planos, documentos y testimonios. Las discusiones
políticas con enfrentamientos generacionales en la España franquista se transformaron en discusiones
académicas y procesos formativos de muchas generaciones de antropólogos en la Ciudad de México y en
Chihuahua. Quedaron atrás los justicieros siux y comanches, así como los silbantes soldados del Quinto de
Caballería que visitaban un jardín en Cantabria, pero aparecieron los rarámuri, guarojíos, pimas y odamis de
carne y hueso, lo mismo que trabajadores mineros y obreras de maquiladoras. De adulto, Juan Luis Sariego no
fue un pirata de los mares del sur ni rescató princesas secuestradas, pero sí recorrió muchas tierras lejanas,
armado de lápiz, papel, grabadora, cámara y GPS, rescatando historias fascinantes que hoy, por fortuna,
podemos leer en la rica obra que dejó.

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33
3. Hacia una teoría del “enclave”:
el aporte de Juan Luis Sariego

Francisco Zapata

A finales de la década de 1970 y como resultado de la nacionalización de las empresas mineras que hasta ese
momento habían sido de propiedad extranjera, en países como Chile, México y Perú se generó un debate que
tuvo como eje la caracterización del “enclave”, que constituía la forma típica en que las empresas extranjeras
administraban sus centros productivos. Se trató de saber si con motivo de la nacionalización de las empresas
extranjeras, el enclave iba a transformarse o si iba a conservar las mismas características que tenía cuando
dichas empresas tenían el control de esos centros productivos.
En México, este debate se llevó a cabo en el Seminario de Antropología del Trabajo que estuvo a cargo
de Victoria Novelo en el CIESAS entre 1974 y 1975. Desde ese momento y hasta años recientes, Juan Luis
Sariego contribuyó a profundizar ese debate a partir de una reflexión acerca de las transformaciones que
experimentó el enclave como consecuencia de procesos como la nacionalización de las empresas
transnacionales, la llegada de nuevas empresas que se beneficiaron del auge de los precios de las materias
primas y de las nuevas disposiciones legales sobre la inversión extranjera que permitieron abrir nuevas minas y
construir nuevas formas de administración de la fuerza de trabajo, como fue la subcontratación, la
introducción de nuevas formas de jornadas de trabajo y la tecnificación de las faenas derivada de la
computarización del manejo de los equipos.
Estos hechos obligaron a revisar la concepción clásica del enclave y a concebir lo que algunos estudios
denominan el “enclave moderno” (Cademartori y Arias, 2010). Debo decir que este debate aún no se agota,
pues en tesis de grado recientes, como la de Carlos Chacón (Chacón, 2014) y Héctor Valenzuela en El
Colegio de Sonora (2010), y en trabajos elaborados por estudiantes de posgrado, como Margarita Vásquez
Montaño (Doctorado en Historia del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México) (Vásquez
Montaño, 2013 y 2014), se utilizan las categorías generadas por Sariego en sus investigaciones. En particular a
partir de 2006-2007, cuando se inició el conflicto que afecta a la mina de Cananea hasta el día de hoy, Juan
Luis Sariego también contribuyó a contextualizarlo de manera analítica.
En lo que sigue trataré de dar cuenta de los términos de dicho debate que, dicho sea de paso, tiene
gran actualidad como resultado de la estrategia de control de la fuerza de trabajo que sigue el Grupo
Minero México en las diversas minas que posee en Sonora y Coahuila. Trataré de describir las
características de lo que constituye el enclave concebido en términos tradicionales y en seguida señalaré los
deslindes que permitieron a Juan Luis Sariego formular las características de lo que podemos denominar el
enclave moderno.

34
La concepción del enclave tradicional (o company town) 1

El enclave o company town (ciudad campamento) se puede conceptualizar como una forma de organización de
la producción en la cual la vinculación entre un centro productor (una mina, un campamento petrolero, un
puerto, una fundición) y los servicios urbanos necesarios para mantener a sus trabajadores y sus familias son
muy estrechos. Los espacios de producción y de la reproducción de la fuerza de trabajo se encuentran
imbricados y, contrario a lo que ocurre en las fábricas ubicadas en espacios urbanos en lo que esos dos
componentes se encuentran separados y no están articulados de ninguna manera, en el enclave tradicional el
traslape tiene consecuencias sociales y políticas muy diferentes a las de las fábricas industriales.
El enclave tiene vínculos muy débiles con las empresas locales. Pertenece a empresas extranjeras que
exportan minerales con poco valor agregado, lo cual impide el desarrollo local. Esta forma de producir tiene
implicaciones geográficas importantes, porque la economía local depende en su totalidad de la producción del
enclave. En efecto, de acuerdo con autores como Arias, Atienza y Cademartori (2014), Cardoso y Faletto
(1969) y Ackah-Baiddo (2012), las características centrales del enclave son la alta concentración de capital
extranjero, su carácter monoproductor y monoexportador y su dependencia del exterior. La dependencia de
las economías locales sobre el enclave resulta de las importaciones de tecnología, la asimetría entre el poder
de las empresas, los gobiernos y las empresas locales, así como de la fragilidad del enclave con respecto a los
shocks de demanda de los mercados internacionales.
Por otra parte, el enclave tiene niveles de productividad del trabajo muy superior a los de las empresas
locales, lo que se deriva de la intensa concentración de capital de esas empresas. Además, éste conduce a una
fuerte especialización en el sector primario de la economía. Asimismo, los salarios que reciben los
trabajadores son muy superiores a los que reciben los de las empresas locales. Las empresas extranjeras deben
negociar las condiciones de trabajo con sindicatos que derivan mucho poder del carácter estratégico de la
minería en la economía local y nacional. Por último, una cantidad muy reducida de las utilidades generadas
por el sector permanece en la economía local, pues la mayor parte de ellas es remitida a las casas matrices de
las empresas. El efecto de la economía del enclave se focaliza en los elevados montos de salarios que se pagan
a los trabajadores, lo cual fortalece el mercado local por el consumo que éstos llevan a cabo en las ciudades
cercanas a las minas.
En la medida que las empresas exportadoras proporcionan los servicios urbanos básicos, como
viviendas, escuelas, tiendas, agua, luz, teléfono y administran y controlan ambos espacios, éstas asumen la
posibilidad de controlar muy de cerca el comportamiento de los trabajadores. Además, el aislamiento
geográfico en el que se encuentra el enclave hace necesario que los servicios mencionados estén inscritos
en una red separada del resto de la economía y de la sociedad nacional. Este aislamiento fue considerado
como crucial en un análisis de la propensión diferencial al conflicto que organizaron Clark Kerr y
Abraham Siegel (Kerr y Siegel, 1954): mediante ese análisis constataron que los mineros situados en
enclaves tenían la más alta propensión al conflicto entre una multiplicidad de sectores económicos que
fueron estudiados.
Otro factor que se debe tomar en cuenta en esta caracterización estos territorios tiene que ver con la
propiedad de las empresas. En efecto, durante gran parte del periodo de desarrollo hacia fuera de la economía
(1890-1930), la organización del enclave descansó en empresas extranjeras. No obstante, cuando esas
empresas extranjeras fueron nacionalizadas en los años setenta del siglo XX en países como Chile (1971),
México (1970) y Perú (1974), ello no modificó por completo las características mencionadas. En términos
operativos y en particular económicos, el enclave no modificó de hecho su naturaleza. Los funcionarios
públicos del Estado nacional asumieron con frecuencia funciones que ya estaban predeterminadas por la

1 Véase Sariego, 1988; Vergara, 2003; Zapata, 1975, 1977, 2002.

35
estructura de este territorio y se comportaron de manera similar a la que adoptaban los administradores
extranjeros. De esta forma, el enclave, aunque nacionalizado, siguió funcionando en términos prácticos de un
modo muy similar al que adoptaba en la etapa anterior.

La desenclavización del enclave 2

Frente a esta caracterización, Juan Luis Sariego afirmó que la nacionalización de los enclaves tradicionales dio
lugar a un proceso de “desenclavización” que se identifica, sobre todo, con nuevas formas de articulación
entre producción y reproducción de la fuerza de trabajo que introdujeron las transnacionales mineras en las
nuevas faenas que empezaron a explotar desde fines de la década de 1980 y hasta la actualidad. Minas como
Cananea (propiedad del Grupo Minero México desde 1991), Santa Inés de Collahuasi (propiedad de XStrata),
La Escondida (propiedad de Billiton) en Chile, Toquepala-Cuajone (propiedad de Grupo Minero México) en
Perú, entre muchas otras, fueron organizadas de manera novedosa, con campamentos que no incorporaban a
las familias de los mineros porque el ritmo del trabajo sufrió modificaciones radicales con la introducción del
trabajo continuo de doce días por doce días de descanso (Garcés Feliú, Cooper y Apablaza, 2010). Estos
cambios ilustran la desenclavización de la minería, que representó la quiebra del sistema de relaciones sociales
y de dominación empresarial que había caracterizado la etapa del enclave tradicional. Se modificaron las
formas de producir que rompieron con la lógica del aislamiento geográfico por medio del desplazamiento de
los campamentos a las ciudades cercanas a las minas, como ocurrió en Calama, Rancagua y Los Andes en
Chile, e Ilo en Perú y mediante la compra de servicios en los espacios locales y de la incorporación del trabajo
subcontratado a las faenas de las nuevas empresas.
Situados en la misma línea de reflexión de Sariego, cuya expresión original se dio en su libro de 1988
sobre los minerales de Cananea y Nueva Rosita, Cademartori y Arias (2010) dan cuenta de estas
transformaciones del enclave tradicional en la región de Antofagasta en Chile en años recientes. Éstas
modificaron el proceso de constitución de la renta minera y su articulación con los mercados, propiciando el
ingreso de los empresarios nacionales y del Estado en la explotación de los nuevos yacimientos, la cual
empezó entre 1980 y 1990, periodo que coincidió con el auge de los precios de las materias primas.
Afirman Cademartori y Arias (2010) que “si bien el concepto de enclave sigue siendo interesante para
comprender la trayectoria de ciertas regiones exportadoras requiere una actualización en las condiciones de la
globalización actual” (p. 24). Por ello, introducen el concepto de “enclave moderno”, en lo que coinciden con
Sariego, porque dicho territorio requiere nuevas inversiones para infraestructura física y de producción de
energía, así como para establecer relaciones de intercambio con la economía anfitriona. En particular, el
enclave moderno se beneficia de una serie de garantías que le prestan las regiones donde se localiza y de las
cuales no se beneficiaba el enclave tradicional, como son los bajos impuestos, el agua gratuita y la
subcontratación de trabajadores, que permite rebajar el peso de los salarios en los costos de producción.
Además, modifica el proceso de reproducción de la fuerza de trabajo al eliminar los campamentos
situados junto a las faenas productivas. Construyeron nuevas ciudades adyacentes a concentraciones urbanas
ya existentes. Los investigadores de la Universidad Católica de Antofagasta, en su análisis de la transición
entre el “enclave clásico” y el “enclave moderno” en la región de Antofagasta en Chile (2010 y 2013),
coinciden con lo que afirmaba Juan Luis Sariego en 1988, en el sentido de que en México, con la aplicación de
la Ley de Mexicanización en 1961, reglamentaria del artículo 27 constitucional en materia de explotación y
aprovechamiento de recursos minerales, “las comunidades mineras empezaron a romper sus lazos de
dependencia económica, política y social con respecto a las empresas” (citado por Chacón, 2014). Asimismo,

2 Véase Sariego, 1988.

36
como la minería tiene vínculos hacia atrás y hacia adelante con las empresas locales, ello tuvo efectos
multiplicadores significativos, reduciendo los costos de los insumos y de los productos finales. También el
mercado de trabajo pudo abastecerse de mano de obra local sin recurrir a los enganches que habían sido
típicos en la etapa del “enclave clásico”. Esto fue el resultado del efecto de este último que había contribuido
a la formación de trabajadores calificados que pudieron insertarse en el “enclave moderno”. Algo similar
ocurrió con las empresas locales que se beneficiaron de su articulación con las empresas del “enclave clásico”.
En efecto, en éste había vínculos muy débiles con la economía local, pues lo limitaba. Algo similar ocurría
con el mercado de trabajo que, como lo anotamos con anterioridad, dependía de los enganches obtenidos
fuera de la región. En el “enclave clásico” tampoco existían derramas de conocimiento y de tecnología como
de las que se benefició el “enclave moderno” actual.
Sin embargo, no todos los que participan de este debate comparten los planteamientos de Sariego y de
los economistas de la Universidad Católica de Antofagasta. Por ejemplo, Carlos Chacón, en su tesis de
maestría en El Colegio de Sonora (2014), no comparte el análisis de Sariego. En efecto, para éste, el proceso
de desenclavización había implicado el declive del sistema de dominación empresarial lo que, para Chacón,
tomando en consideración el caso de La Caridad, no es del todo cierto. En su tesis Chacón afirma que:

La actividad con mayor peso en la comunidad desde su nacimiento hasta la actualidad ha sido la minería, que
absorbe casi en su totalidad a la población laboral disponible en algunos de sus rubros. Por lo tanto, la
comunidad depende económicamente de la empresa Mexicana del Cobre. Es cierto que hay otras actividades
como la ganadería y la agricultura pero su incidencia económica ha sido siempre mínima debido a que las
condiciones geográficas no permiten un desarrollo apropiado de estas actividades. Respecto al comercio, se
puede identificar que éste se ha enfocado al abasto de productos básicos de consumo para quienes radican en la
comunidad. Por separado o conjuntamente la agricultura y la ganadería no podrían contribuir con la
reproducción social de la comunidad de Nacozari, como lo hace la compañía Mexicana del Cobre a través de la
minería. Incluso el buen funcionamiento del ayuntamiento depende de las contribuciones económicas que le
brinda la empresa (Chacón, 2014: 4).

Por tanto, la desenclavización no conlleva en definitiva una pérdida de centralidad de la empresa explotadora
del mineral. Agrega Chacón:

Sariego menciona que parte del debilitamiento de los instrumentos de control en el sistema de enclave se debe al
proceso de emancipación urbana que fue auspiciado en buena medida por los nuevos empresarios, quienes
descargaron en las agencias gubernamentales responsables de los servicios públicos y urbanos, muchas de sus
viejas obligaciones frente a la comunidad minera (Chacón, 2014: 4).

La investigación de campo hecha por Chacón indica que dicho proceso no parece haber ocurrido en La
Caridad a pesar de que, de acuerdo con Sariego, sí había sucedido en Cananea y Nueva Rosita. Además,
Chacón cita a Rubén Tello Flores (2001), quien afirma que

Con el fin de satisfacer las necesidades de sus trabajadores en materia de vivienda y servicios a la comunidad, la
empresa se dio a la tarea de establecer un departamento cuya responsabilidad era dar respuesta a las demandas de
la población en dicho sentido. El establecimiento de esta infraestructura incluyó la construcción de casas, tiendas,
escuelas y un gran número de servicios adicionales que con el tiempo han pasado a formar parte de la
comunidad de la empresa. Todos los trabajadores de Mexicana de Cobre, cuentan con viviendas proporcionadas
por la empresa, y ésta se ha encargado desde proporcionar muebles, hasta dotar de servicios básicos como agua,
luz y teléfono a las habitaciones que proporciona (ibidem).

37
Concluye Chacón:

La actividad minera de Mexicana del Cobre en esta localidad no ha transitado por un proceso de
desenclavización como el que se ha señalado para el caso de Cananea. En el caso de La Caridad se han
reproducido características esenciales de los sistemas de enclave, incluyendo una de las más significativas: la
vigilancia constante, orientada a mantener el control sobre los obreros. El “company town” de La Caridad
transitó por una primera reconfiguración a partir de 1978, a causa de la huelga desarrollada ese año, no obstante
el sistema de enclave desarrollado por Mexicana del Cobre, continúa reproduciéndose (Chacón, 2014: 5).

Las consideraciones anteriores permiten caracterizar lo que fuera y es un debate vigente, pues las estrategias
de inversión de las empresas transnacionales mineras deben siempre tomar en cuenta los aspectos
relacionados con la reproducción de la fuerza de trabajo. En efecto, a diferencia de lo que ocurre en las
unidades productivas situadas en espacios urbanos, donde la fuerza de trabajo no debe ser parte de las
estrategias de inversión de las empresas, en el caso de las minas, los yacimientos petrolíferos y las plantaciones
azucareras las empresas se ven obligadas a que las inversiones incluyan viviendas, mercados, lugares de
diversión, escuelas y todo lo necesario para la reproducción de sus trabajadores y de sus familias.
En suma, a la luz de la caracterización de los enclaves clásico y moderno, podemos pensar que el
proceso de desenclavización no resulta de una transformación radical del tipo ideal del enclave clásico. Si bien
existen modificaciones en las conclusiones de las investigaciones efectuadas en México por Chacón y en la
Universidad Católica del Norte en Chile, se puede apreciar un panorama ambiguo en el que la centralidad de
las estrategias de las empresas transnacionales en los espacios locales bloquea la posibilidad de que se generen
espacios económicos que no dependan de ellas y que conduzcan al desarrollo de clusters (por ejemplo, polos
de desarrollo) que permitan la diversificación de las economías locales. Al contrario, esa centralidad acentúa la
diferencia entre las formas de producción y los mecanismos de reproducción de la fuerza de trabajo e impide
que la minería sea la fuente de recursos para un desarrollo que la trascienda en las regiones involucradas.
Lo que percibió Juan Luis Sariego fue que, a pesar de que esas empresas necesitaban incluir estas
prioridades en sus estrategias de inversión, muchas optaron por separar a los trabajadores de sus familias, al
construir campamentos en los cuales los trabajadores se hospedaban los días en los que les tocaba trabajar, y
sus familias vivían lejos de las faenas productivas (Garcés Feliú, Cooper Apablaza y Baros Townsend, 2010).
Esto es lo que puede denominarse la desenclavización de los company towns, cuestión a la que el análisis de Juan
Luis Sariego contribuyó de manera decisiva. Por eso, el debate que promovió Juan Luis Sariego, en la década
de 1980, sigue vigente y nos obliga a reconocer que nos falta mucha investigación comparativa para poder
obtener conclusiones definitivas.

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41
4. Minería(s) y antropología(s): aleaciones complejas.
Una aproximación al crisol de Juan Luis Sariego

José Francisco Lara Padilla

La convergencia de la minería y las ciencias sociales en México —en particular en el norte del país— sería
inexplicable sin tomar en cuenta la larga y valiosa trayectoria de Juan Luis Sariego. Su pasión por la
minería, motivada por sus antecedentes familiares y su formación etnográfica, lo perfilaron como un
acucioso investigador consagrado a documentar y analizar desde el punto de vista histórico y
antropológico las modalidades de minería instauradas en las distintas regiones del país, remitiéndose para
ello a la época colonial.
Los modelos de organización laboral y social en torno a la minería, así como la evolución de las
técnicas de exploración, extracción y beneficio de los acervos metalogenéticos, fueron sus ejes temáticos
predilectos. El análisis de los actores involucrados en el quehacer minero, los gremios, los patrones de
asentamiento en torno a la mina, el ethos minero y relaciones laborales durante el México independiente, por
medio de las distintas políticas públicas e inflexiones gubernamentales, constituyeron una propuesta de
abordaje integral a las problemáticas mineras, según el enfoque de la antropología.
Las reflexiones que expongo en el presente artículo derivan —ya sea porque fueron compartidas con
generosidad, exploradas, discutidas, disentidas, consensadas entre Juan Luis y quien esto escribe—, de los dos
periodos de acompañamiento y trabajo académico que desempeñamos en el posgrado del Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) de la Ciudad de México, relacionados
con el diseño y elaboración del proyecto de investigación y tesis de maestría en antropología social
(2007-2009) y de doctorado en antropología (2009-2015), en los que tuve el privilegio de ser dirigido por el
doctor Juan Luis Sariego.
Sirva de contexto destacar que en la época de los primeros acercamientos que tuve con el
investigador Sariego para la revisión inicial de mi propuesta de protocolo de investigación para la tesis de
maestría, en 2008, él ya estaba reinstalado en su gran pasión temática, la minería. Por aquellos años
elaboraba un diagnóstico sociocultural de factibilidad para la exploración y explotación minera en
Monterde, municipio de Guazapares, ámbito indígena de la Sierra Tarahumara. Dicho estudio fue
encargado por una compañía minera canadiense a la Escuela de Antropología de Chihuahua, y dirigido y
coordinado por Juan Luis Sariego. Este acercamiento con las problemáticas mineras transnacionales
interesadas en anclar sus proyectos en localidades serranas e indígenas, funge como una especie de
reencuentro formal que tuvo con el tema de la minería —alicaído, de suyo, por factores de mercado y de
normatividad en México durante las décadas de 1980 y 1990 del siglo XX—, lo cual propició que
emprendiera una exploración académica dirigida al reconocimiento de los rasgos novedosos de la minería

42
transnacional contemporánea y la comparación de dicha realidad con los modelos anteriores de minería
por él estudiados.
Mientras mi proyecto inicial de investigación pretendía indagar sobre las posibles disputas
territoriales e interétnicas en la Tarahumara derivadas de extractivismo minero, problema de suyo
complejo, Juan Luis —muy a su estilo, un tanto patriarcal, un tanto vertical— sugirió postergar un poco mi
aproximación al tema, destacando que aún ese escenario no se daba en la sierra, alentándome a describir la
manera en que se caracterizaba el nuevo modelo minero en la Sierra Tarahumara, a partir de la reciente
incorporación de filiales mineras canadienses en los distritos serranos de Ocampo, Pinos Altos y Dolores.
Lo anterior, como Juan Luis pudo percibir, a sabiendas de que los antiguos enclaves mineros quedaban
muy alejados de las novedosas dinámicas de la minería globalizada, bursatilizada y que discurre por las
amplias redes de comunicación, y argumentaba: “Francisco, tenemos primero que describir en qué consiste
este modelo de minería que se viene para acá a la sierra [Tarahumara] que, según mi impresión, no tiene
mucho en común con lo hasta ahora visto”.
Dicha inquietud común —la seducción académica era una de las grandes virtudes sarieguistas—
logramos satisfacerla y documentarla en la tesis de Maestría en Antropología titulada Explotación minera
transnacional en la Sierra Tarahumara en los albores del siglo XXI. Globalización, neoliberalismo y localidad (Lara, 2009).
Durante la primera década del siglo XXI la agenda epistemológica de Juan Luis delineaba temáticas de
investigación en un escenario que por momentos se desbordaba en generosas problemáticas sociales por
abordar, provenientes de una minería que retomaba impulso tras las reformas salinistas. En este tenor de
irrupciones novedosas, su regocijo estaba manifiesto en cada una de sus conversaciones, en las conferencias
que impartía y en su participación en los Coloquios de avances de investigación, en los que me acompañó
como director de tesis: “Ya que vine desde tan lejos [desde Chihuahua], déjenme hablar…”, decía divertido en
alguna de sus participaciones en el CIESAS de Tlalpan, D.F., para proceder a dar una autoasignada charla-
conferencia de contextualización a una desconcertada concurrencia que desconocía las particularidades
históricas del norte de México, su vinculación con la minería, la reconfiguración del sindicalismo minero, así
como el nuevo rostro del extractivismo neoliberal que analizábamos en mi investigación de maestría.

Minería(s)

Al titular el presente artículo con deliberadas pluralizaciones, tanto para la antropología como para la minería,
enfatizo la multiplicidad de modelos mineros por analizar a lo largo de la historia colonial e independiente
mexicana, así como de los abordajes diversos que en cuanto a lo epistemológico y metodológico pudieren
diseñarse para el análisis de las problemáticas sociales derivadas de estas minerías. Todo ello con la intención
de analizar algunos trazos de las perspectivas de Juan Luis Sariego, identificados por quien esto escribe, en
particular durante los dos procesos de dirección de tesis referidos.
El contagioso entusiasmo de etnógrafo vital que desplegaba Juan Luis en sus observaciones, más que
buscar “esencializar” o dejar estática la realidad analizada, procuraba proveer herramientas analíticas para el
diseño de políticas públicas capaces de revertir dinámicas asimétricas. En el entendido de que el
posicionamiento desde la antropología privilegia el análisis cualitativo de los actores sociales, las localidades,
sus dinámicas y la manera en que se experimentan las diferencias, se dan las confrontaciones, se diseñan las
resistencias, develando, asimismo, la eventual construcción de cauces institucionales por los cuales discurrirían
esquemas de interacción más equitativos, en los que la importancia de los mineros, de los avecindados, de las
regiones, de los sindicatos y de los propios corporativos mineros tendrían un peso en las relaciones y en las
ponderaciones gubernamentales.

43
Revisar la destacada trayectoria del doctor Juan Luis Sariego en lo que concierne al abordaje
antropológico de la minería en México y Latinoamérica supone una retrospectiva analítica de al menos tres
modelos de minería registrados en el país: el real de minas propio del virreinato, el enclave minero y el
modelo neoliberal extractivista minero, paradigmas, cada uno de ellos, en los que convergen una amplia
gama de problemáticas, contextos, actores y modalidades de participación de la autoridad, técnicas de
exploración, extracción, beneficio, etcétera, acordes con cada época. Así, develar y particularizar las
características de los reales de minas supuso itinerarios históricos vinculados de manera precisa con los
trayectos novohispanos del Camino Real de Tierra Adentro, desde Mesoamérica hasta el septentrión
mexicano, identificando y contrastando sus cualidades específicas con las de los modelos de minería que
emergieron con posterioridad.
Acompañar la revisión diacrónica de los modelos mineros emergentes conllevó para Juan Luis
focalizar quiénes han sido los inversionistas, el tipo de relaciones laborales que se han establecido, el papel
del sindicalismo y del Estado moderno mexicano, el advenimiento del outsourcing, la bursatilización global
de las actividades exploratorias y extractivas, la intensificación de los procesos extractivos mediante el
recurrente empleo del tajo abierto en antiguos distritos mineros de la Sierra Tarahumara, así como las
diversas técnicas de beneficio empleadas, en las cuales la lixiviación con cianuro de sodio y la integración
de las mujeres a las actividades mineras sobresalen en la etapa reciente del extractivismo neoliberal minero,
según pudimos dar cuenta el doctor Sariego y quien esto escribe en la investigación de maestría en el
CIESAS (Lara, 2009).

Diacronías legislativas y de políticas públicas mineras

Combinar los abordajes diacrónicos y sincrónicos que puedan dar cuenta de los contextos específicos en los
que está anclada la minería contemporánea, provee insumos epistemológicos invaluables para el análisis y
comprensión de las dinámicas, prácticas, relaciones sociales y conflictos enmarcados por el extractivismo
minero actual. El abordaje diacrónico provee los escenarios, pautas y explicaciones con respecto a las
relaciones laborales, la evolución de las técnicas exploratorias y extractivas, el progreso de las tecnologías, la
conformación económica y sociocultural de las regiones y de los distritos mineros.
Por su parte, la focalización sincrónica devela percepciones, el pulso de las regiones, de las
localidades, las expectativas de los actores sociales (sean trabajadores, ejidatarios, avecindados,
comunidades indígenas, corporativos mineros, mandos gerenciales, sindicatos, proveedores, etcétera), da
cuenta de la manera en que las tendencias globales cobran sentido en los poblados adscritos a los distritos
mineros, ya sea articulándose o reinterpretándose.
Las administraciones públicas del México independiente han asumido posturas y criterios por
momentos antagónicos en lo que se refiere a la actividad minera en nuestro país. Al respecto, existen
legislaciones que privilegian los intereses extranjeros, en las que el Estado tiende, en apariencia, a retraerse;
mientras que otras normatividades priorizan la participación del Estado mexicano o la de los capitales locales,
destacando un nacionalismo muchas veces incompatible con la lógica de dependencia de la rama minera con
respecto a la inversión y los mercados extranjeros (Sariego et al., 1988a).
La revisión diacrónica de las legislaciones y modelos mineros que se han dado en México, desde el
ocaso del siglo XIX hasta la fecha, fue una preocupación importante en los estudios de Sariego. Al respecto,
él, conjuntamente con Luis Reygadas y otros autores (1988a), esquematizaron tres periodos históricos: a)
modelo liberal (1890-1929), b) proyecto nacionalista (1930-1952) y c) proyecto de mexicanización de la minería
(1961-1992).

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Dichas legislaciones se expresaron de la siguiente manera. El modelo liberal que imperó de 1890 a 1929
estimuló la inversión extranjera, en especial la norteamericana; auspició la conformación de monopolios y
al mismo tiempo sentó las bases para que las innovaciones tecnológicas fueran aplicadas en el territorio
nacional. Es durante este tiempo en que se instauró la modalidad de “enclave minero”, el cual se ubica
dentro de los referentes necesarios para cualquier tipo de investigación adscrita a temas mineros en nuestro
país. Al respecto, Sariego, tras un exhaustivo análisis en torno a los posibles afluentes teóricos que inciden
en la conformación del concepto de enclave minero, concluyó que su especificidad se sustenta en un
sistema particular de organización social y de relaciones industriales. Asimismo, propuso los siguientes
aspectos distintivos: se trata de un asentamiento poblacional monoocupacional, habitado en su mayoría por
personas ligadas a las actividades de una empresa, la cual tiende a monopolizar el uso de la fuerza de
trabajo; el monopolio de la empresa se extiende además a todas las actividades de la economía local; su
aislamiento geográfico le permite una cierta independencia y relativa autonomía con respecto a los focos
de decisiones políticas y administrativas nacionales. Además, los mineros de los enclaves constituyen una
masa aislada con una alta propensión a la huelga, en función de su situación geográfica y su polarización
social con respecto a la empresa (Sariego, 1988b).
El proyecto nacionalista minero emergió a partir de 1930 y se prolongó hasta 1952. Este modelo supuso un
viraje al modelo liberal, ya que reivindicó espacios y condiciones propias del nacionalismo: el gobierno
condicionó y reguló el accionar de la inversión extranjera con medidas de orden fiscal y laboral; alentó la
formación de cooperativas mineras conformadas por los propios trabajadores; se estimularon actividades
expropiatorias a partir de la noción de utilidad pública, y el gobierno participó como empresario en las
mineras paraestatales. Es en este proyecto en el que el Estado mexicano intentó reivindicar las actividades
mineras como prioritarias para la nación. La injerencia estatal fue determinante.
Durante la década de 1960 se efectuó una reforma legislativa en la que se instrumentó la mexicanización
de la industria minera: “tal medida —sostuvo Sariego (1988a)— hizo posible la asociación en diferentes
modalidades del capital extranjero, los inversionistas nacionales y el propio Estado, y dio lugar a la aparición
de un importante sector paraestatal minero”.
Durante el proceso de mexicanización de la industria minera, diversos consorcios mexicanos privados
fueron favorecidos de manera muy significativa. Delgado y Del Pozo (2002) destacan que fueron
desincorporadas a favor de los consorcios mineros mexicanos alrededor de 7 000 000 ha, sujetas hasta
entonces al régimen de reservas nacionales que las destinaba a ser explotadas sólo por empresas públicas.
Asimismo, dichos consorcios mineros fueron favorecidos con regímenes fiscales que los exentaban del pago
de impuestos por concepto de producción y propiedad. Aunado a lo anterior, la transferencia de fondos
públicos que permitieron la capitalización de las empresas mineras privadas.
El cierre de esta cronología corresponde al neoliberalismo minero, el cual data de 1992 a la fecha, e
incorpora un abrupto cambio de paradigma al integrar las tierras ejidales al mercado, con la consecuente
reforma constitucional en materia agraria. En el trabajo de tesis de maestría del suscrito (Lara, 2009) logramos
proponer las siguientes características: a) estrecha dependencia del capital y mercados extranjeros, así como de
las bolsas de valores; b) producción destinada a la industria suntuaria; c) producción supeditada a los precios
internacionales de los mercados y a las fluctuaciones financieras y bursátiles globales; d) modelo polisituado,
bursatilizado y en interdependencia con las lógicas globales; e) modelo sustentado en el empleo de alta
tecnología de prospección satelital y de modelos geológicos para la reconstrucción de yacimientos minerales;
f) utilización globalizada de bancos de datos mineros y geológicos; g) uso intensivo del barrenado de
exploración a diamante, dinamitaje y trituración; h) empleo de maquinaria pesada en extremo sofisticada; y i)
empleo mixto de técnicas extractivas de tajo abierto y subterránea (Lara, 2009: 239).

45
Una minería cambiante, global, intensiva, invasiva y con alto impacto socio-ambiental que emerge en
los albores del siglo XXI, fue la que observó con entusiasmo analítico Juan Luis Sariego, interactuando con
problemáticas novedosas: actores sociales, tecnologías, dinámicas laborales, prácticas antisindicales y
extractivas. Así pues, para este escenario muchas veces novedoso de tendencias extractivistas, emergieron
también nuevas preguntas, observaciones y reflexiones. Fue así como en 2011 Juan Luis ya tiene un balance
preliminar del estatus del extractivismo en México y la conformación de lo que denominó “la tercera
frontera de la minería mexicana”, la cual, precisó, se expande en zonas y regiones que hasta hace poco
estaban fuera de los circuitos de la economía minera y que, en gran medida, se ubican en desiertos y
cadenas montañosas, como la Sierra Madre Occidental y las sierras de Guerrero y de Oaxaca. Asimismo,
enfatizó que el contexto sociocultural y económico de la tercera frontera de la minería mexicana es
marginal, instaurado en zonas en su mayoría indígenas, con altos niveles de pobreza, ecología agreste y baja
densidad de la presencia del Estado, ámbitos en general dedicados a la siembra de enervantes y con altos
índices de criminalidad (Sariego, 2011). 1

Más etnografía, más contexto histórico


y dosificar las adjetivaciones

Destaco dos elementos presentes y reiterados por Juan Luis Sariego en el momento de emprender los
acercamientos etnográficos y su posterior análisis: suprimir adjetivaciones maniqueas que se dan a priori y
abrevar en el campo etnográfico para entender las especificidades de la problemática a partir de los
actores locales.
Asimismo, el énfasis en la importancia de leer la minería desde el norte de México amerita remitirse a su
historia y a la tradición del septentrión novohispano, acercándose a sus dinámicas coloniales extractivas de
oro y plata. El hecho de que los acervos metalogenéticos acompasaran la colonización del septentrión
mexicano, así como la manera en que la población mestiza e indígena de la región incorporaran la minería
como parte de sus referentes culturales, fueron argumentos expuestos en cuanta mesa de congreso o coloquio
participó Juan Luis Sariego, siendo éste un rasgo a ponderar en el momento del análisis del actual
posicionamiento extractivista en las entidades norteñas del país, así como de la inicial empatía por parte de
muchos de los actores locales por el asentamiento de las mineras transnacionales en la región. Estos
contextos desconcertaban a algunos de nuestros colegas en los diversos coloquios del posgrado del CIESAS de
Tlalpan, así como de la Coordinación Nacional de Antropología del INAH, para quienes el “presentismo” y la
focalización mesoamericanista obnubilan la alteridad regional e histórica norteña, así como las problemáticas
contemporáneas vinculadas con un territorio vasto, con poca densidad institucional, fronteras interétnicas en
tensión y la administración fáctica del mismo por parte del crimen organizado.
Es justo esta capacidad de sorpresa ante las realidades emergentes, la que alentó la vocación de Juan
Luis Sariego por construir andamiajes metodológicos y epistemológicos actualizados e intentar observar
con “otros ojos” las nuevas realidades mineras que emergían en el ocaso del siglo XX y que empezaban a
arraigarse en la Sierra Tarahumara por medio de corporativos transnacionales que exploraban antiguos
distritos mineros, tales como el Polo de Ocampo y las antiguas minas de Dolores y Pinos Altos, entre
otros. De esta manera, la pasión por la minería desde la antropología se revitaliza tras una de las tantas
treguas de las actividades mineras en el país, explicadas por los vaivenes del mercado internacional y por

1 Sariego explica que la primera frontera de la minería mexicana surgió con los reales de minas de la época colonial que conformaron
regiones económicas y políticas integradas a las actividades extractivas (cuyas ciudades principales son actuales capitales de muchas
entidades federativas). La segunda frontera minera se configuró a finales del siglo XIX, en el norte de México, una vez que la guerra apache
llegó a su fin y la demanda de metales y minerales se incrementó en los países centrales, quienes vivían su segunda revolución industrial
(Sariego, 2011: 160).

46
los contenidos de las propias normatividades nacionales. Fue así como durante el proceso de diseño de la
investigación doctoral se consensó la importancia de un abordaje etnográfico-antropológico sugeridos por
Ballard y Banks (2003) para las problemáticas actuales en materia de conflictos mineros, el cual propone
focalizar el estudio desde múltiples ángulos, dando voz no sólo a los actores locales, sino también al resto
de los sujetos que conforman la triada de intereses en tensión: las directivas de las mineras transnacionales
y las distintas instancias gubernamentales.2
El reencuentro de Juan Luis con su añeja pasión por la minería durante la primera década del siglo XXI
supuso, entre otros: a) una actualización intensiva y sistemática acerca de las problemáticas mineras en el
continente americano y en algunas otras latitudes; b) especular en torno a las características que definirían al
nuevo modelo de minería neoliberal en ámbitos específicos, como la Sierra Tarahumara; c) articular conjeturas
preliminares con respecto a la conformación de lo que denominó como la Tercera Frontera Minera de
México; d) la madurez intelectual derivada de un acumulativo de experiencias y reflexiones en torno a un tema
de investigación que le entusiasmó desde siempre; e) el énfasis reiterado en su vocación docente, registrando
durante sus últimos años un Proyecto de Investigación Formativa (PIF) en la Escuela de Antropología de
Chihuahua, consagrado a las problemáticas mineras contemporáneas.
Fueron abundantes y sugerentes discusiones las que emergieron en torno al enfoque de los conflictos
mineros y del extractivismo en Latinoamérica, tras la revisión y contrastación de problemáticas peruanas,
ecuatorianas, chilenas, guatemaltecas, entre otras, expuestas en las obras de autores sudamericanos, tales como
Anthony Bebbington, Martin Scurrah, José de Echave, Valdimir Gil, Martin Tanaka, Eduardo Gudynas,
Francisco Zapata, entre muchos más. Tan es así que durante 2013, inmersos ya en el análisis de la información
etnográfica, recabada por quien esto escribe para el estudio de los conflictos mineros de Ocampo y Dolores, en
la Sierra Tarahumara, Juan Luis propone una tipología de conflictos mineros que matiza conforme a las
realidades documentadas en el repertorio de libros en el cono sur del continente, tratando de anclar sus
categorías en lo hasta entonces observado en México. Al respecto, Sariego (2013a) propuso una tipología de los
conflictos en el sector minero, la cual contempla, al menos, dos variantes: los conflictos antimineros que ponen en
entredicho la viabilidad de la minería en ciertas regiones del país. Dicha modalidad de conflicto es característica,
sobre todo, en regiones indígenas del centro sur de México —Chiapas, Oaxaca, sierra de Puebla, Montaña de
Guerrero, territorio huichol en San Luis Potosí, entre otras—. Lo característico de estos movimientos, comentó,
es que se sustentan en una cosmovisión de la tierra y de los recursos naturales que remiten a paradigmas no
occidentales y, por tanto, poco compatibles con cualquier modelo de extractivismo. En ocasiones, puntualizó,
suelen presentarse en regiones de diversidad ecológica donde han arraigado modelos de desarrollo alternos y
ancestrales. Tales movimientos, que se encuadran de manera organizativa en la REMA (Red de Afectados por la
Minería) y en el Frente Amplio Opositor (FAO de San Luis Potosí), han desencadenado movilizaciones y también
variadas formas de represión que han llegado incluso al asesinato de líderes opositores. 3
Sariego enfatizó que en esta primera tipología destaca como uno más de sus rasgos distintivos el
hecho de que entre los opositores y las empresas extranjeras pareciera no haber posibilidad alguna de
negociación. La lucha contra las mineras busca ampararse en la defensa del Convenio 169 de la OIT y
remite al tema central de la autonomía de los pueblos indígenas. Son movimientos que sólo ven en la

2 Para Ballard y Banks (2003), los estudios antropológicos relacionados con las problemáticas mineras extractivistas contemporáneas
demandan una multiplicidad de abordajes incluyentes, en los que es necesario contemplar no sólo la perspectiva de los actores locales,
sino que también hay que integrar la perspectiva de las mineras transnacionales, por medio de sus directivas, así como la de las diversas
instancias gubernamentales. Este esquema multisituado en lo etnográfico debe ser complementado con una aproximación “integrativa”
que contemple disciplinas interrelacionadas con la temática sociocultural, las cuales, en el caso de la minería, pudieran ser lo geológico,
lo económico, etcétera.
3 Además de la Red Mexicana de Afectados por la Minería (REMA), existen redes continentales en Latinoamérica enfocadas en el
monitoreo del extractivismo. Gudynas (2014) destaca el ejemplo de la red M4 (Movimiento Mesoamericano contra el Modelo Extractivo
Minero que cubre el sur mexicano y Centroamérica, así como el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL).

47
minería una amenaza social, ecológica y política, y reivindican posturas de carácter “primordialista”: la
defensa del territorio y la identidad étnica.4
El segundo tipo de conflicto, establecido por Sariego (2013b), es el de los movimientos mineros que, sin
poner en entredicho la viabilidad de la minería, demandan enérgicamente un reparto más justo de la renta
minera. 5 Se trata, en algunos casos, de los movimientos de los trabajadores mineros empleados por las
grandes empresas, en los cuales se lleva a cabo hoy día una lucha frontal en defensa del sindicalismo y en
contra de la flexibilidad laboral y la precarización del empleo, en demanda de un mejor reparto de las
utilidades mineras.
Juan Luis destacó que dentro de estos “movimientos mineros” habría que incluir no sólo el de los
obreros mineros, sino también el de las comunidades que se están viendo afectadas por la presencia de
grandes empresas mineras, nacionales y canadienses, que se apropian de forma inequitativa de tierras y
recursos, y recurren a un modelo tecnológico intensivo —tajos e hidrometalurgia— con fuertes impactos
ambientales. Y agrega que la prioridad de la mayoría de estos movimientos es un reparto más justo de la renta
minera —las regalías—, no obstante que la lucha de estos movimientos pueda asumir tintes ecologistas e,
incluso, visiones “primordialistas” sobre el suelo y los recursos naturales. 6

Antropología(s) y minería(s), aleaciones prometedoras

Durante una de las salidas a campo para la investigación del doctorado, una gélida mañana serrana me
pregunté acerca de la relevancia de la disciplina antropológica y su incidencia en la conformación del México
contemporáneo del siglo XXI. Más en concreto me pregunté sobre la importancia de mi investigación en el
contexto nacional. Mi pequeño equipaje bibliográfico denotaba tendencias disciplinarias: me acompañaban
textos geográficos, sociológicos, económicos, jurídicos y sólo uno antropológico (mexicano) relacionado con
el tema de mi investigación. ¿Era ésta una tendencia selectiva o una muestra representativa del papel de la
antropología mexicana en la problemática de la que me ocupaba? Un tanto desconcertado busqué asideros
que me restituyeran certezas. Así, evoqué los postulados de Gamio, quien alentaba a vincular el quehacer
antropológico con las problemáticas sociales para propiciar su transformación y soluciones. Visualicé la
preocupación de Ángel Palerm por procurar que los análisis antropológicos incidan y se vinculen con los
planes de desarrollo y su sentido social.
Horas después, mientras entrevistaba a uno de mis informantes frente a un arroyo semicongelado,
pensé en las corrientes y contracorrientes que sacudían sus aguas y por momentos ensanchaban los cauces. La
imagen me llevó a la postura constructivista de Long (2007), capaz de ensanchar los cauces del quehacer
antropológico desde la localidad y sus actores.
¿Relevancia de la antropología mexicana contemporánea? ¿Incidencia en políticas públicas? El
murmullo del arroyo acompañó el desahogo de la entrevista ribereña, en la que un enojado ejidatario me
compartía su desconcierto con las mineras, esperanzado en que mis notas —que contenían sus comentarios,
puntos de vista y malestar— llegaran “hasta México” y trajeran de regreso una solución justa a sus demandas.
¿Retos en el interior de la antropología mexicana? Considero que es apremiante y necesario el
reposicionamiento de nuestra disciplina hacia horizontes más críticos, multisituados, analíticos, propositivos y

4Gudynas emplea el término “anulación del emprendimiento extractivo” como equivalente a la tipología que Sariego denomina “conflicto
antiminero” (Gudynas, 2014).
5 Compensación-indemnización (Gil, 2009; Martínez Alier, 2010; Gudynas, 2014).
6 Gudynas (2014: 96) emplea la denominación “coexistencia con el emprendimiento extractivo” como el equivalente a lo que Sariego
caracteriza como “movimientos mineros”.

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con capacidad de darle voz a todos los actores involucrados, argumentando en conjunto con otras disciplinas,
a sabiendas de que el quehacer antropológico que sólo adjetiva, victimiza y se conduele se ha convertido en
literatura prescindible para los tomadores de decisiones y para los propios sujetos de estudio.
Es menester, dentro del complejo universo de aleaciones posibles que pudieren emerger entre los
estudios cualitativos contemporáneos sobre la minería —en particular desde el abordaje antropológico—,
replantearnos desde qué ángulo resultaría más útil el quehacer etnográfico y antropológico. Descalificar a
priori los escenarios mineros susceptibles de análisis poco está contribuyendo a la expansión y clarificación de
importantes problemáticas contemporáneas. Las dicotomías de análisis fáciles y maniqueas, en las que la
minería deriva en una actividad indeseable per se, digna de erradicarse en el continente y en el mundo, quizás
proveen conclusiones simplistas, así como material útil para los activismos poco documentados y
voluntariosos, cuyo motor principal suele ser la victimización.
Al respecto, destaco como colofón de este ejercicio de retroalimentación derivado del trabajo
conjunto con Juan Luis Sariego las cualidades que demandarían algunas aleaciones deseables entre la
minería contemporánea y los estudios antropológicos. Me refiero a aleaciones con capacidad conductora,
capaces de identificar las tendencias globales de los procesos mineros contemporáneos, su ímpetu
extractivista, 7 las presiones estructurales y supranacionales, para estar en posibilidades de modelar una
explicación relacional con los ámbitos locales en los que se asientan los proyectos mineros, sus actores
sociales, la historia particular de las regiones y de los distritos mineros que datan desde la colonia.
Aleaciones con capacidad conductora transferencial, a la vez elásticas en el momento de vincular la historia
con la sincronía y los retos contemporáneos, con las exigencias de la gente, los contextos de los
ecosistemas, los impactos ambientales, la sustentabilidad.
Aleaciones ligeras, posicionadas al mismo tiempo en los múltiples escenarios involucrados con las
problemáticas mineras, abordando y contrastando la información proveniente de la amplia diversidad de
actores sociales: mineros, administrativos, mandos corporativos, representantes sindicales, comunidades
indígenas, avecindados, ejidatarios, proveedores, así como las autoridades estatales, municipales y federales
involucradas en el otorgamiento de las concesiones mineras.
Aleaciones entre antropología y minería resistentes y porosas destinadas a conformar plataformas sólidas y
bien argumentadas de transferencias interdisciplinarias que propicien la generación de reflexiones novedosas,
apropiables no sólo por el ámbito académico, sino también por los sujetos de estudio involucrados, así como
por las distintas instancias gubernamentales dedicadas a la creación de políticas públicas.
Para este cúmulo de aleaciones deseables entre la antropología y la minería, huelga señalar que un
supuesto condicionante básico es que concurra una concepción y ejercicio disciplinar antropológico dúctil, lo
suficientemente emancipado de maniqueísmos, posicionado en los cauces propios de una epistemología que
describe, analiza y construye argumentos mediante estudios cualitativos rigurosos, distantes de la adjetivación
gratuita y de la victimización crónica. Una antropología que no soslaye el análisis del Estado moderno, sus
reconfiguraciones, su papel normativo a través del Estado de derecho, así como su desempeño validador y
propiciatorio de modelos de desarrollo vinculados con el extractivismo minero.
Vayan estas breves reflexiones en memoria de nuestro querido Juan Luis Sariego, cuyo espíritu
conjetural debe estar contrastando los nuevos escenarios en los que descansa, se regocija y nos contempla,
ya sin sufrimiento. Extrañaremos por siempre al interlocutor sonriente y reflexivo, comprometido social y
desde un punto de vista epistemológico con las problemáticas contemporáneas. Descanse en paz. Que su
recuerdo y trayectoria sigan abonando la acción académica que se involucra con las problemáticas sociales

7 Una definición de extractivismo nos remite a aquellas actividades que remueven grandes volúmenes de recursos naturales que no son
procesados —o que están restringidos—, y que son destinados, sobre todo, para la exportación. El extractivismo no se limita a los
minerales o al petróleo. Hay también extractivismo agrario, forestal e inclusive pesquero (Acosta, 2012: 2).

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desde la trinchera de la reflexión propositiva que transforma realidades inequitativas. Que la construcción
de mundos mejores se entreteja por medio de la antropología mexicana contemporánea. Por ello, la
importancia de no desaprovechar ni dilapidar el valioso legado académico que nos deja el doctor Juan Luis
Sariego. Corresponde a todos nosotros, y en particular a la Escuela de Antropología de Chihuahua,
conservarlo, administrarlo y difundir el pensamiento y acción sarieguista, ya sea revitalizando temáticas,
enfoques, epistemologías, inspirados siempre en el azoro permanente de este gran personaje ante la
novedad, en su necesidad por estar actualizado y en el entusiasmo humano por interesarse en el otro,
condolerse, involucrarse con su perspectiva y posicionamiento.
Que su entusiasmo vital siga contagiándonos por largos años.

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1998 Historia general de Chihuahua V. Periodo contemporáneo. Primera parte. Trabajo, territorio y sociedad
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información del Estado de Chihuahua/Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Escuela Nacional
de Antropología e Historia Chihuahua.

Sariego, Juan Luis, Luis Reygadas, Miguel Ángel Gómez y Javier Farrera

1988a El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad durante el siglo XX, México, Fondo de Cultura
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1988b Enclaves y minerales en el norte de México. Historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita,
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Sariego, Juan Luis y Raúl Santana Paucar

1982 “Transición tecnológica y resistencia obrera en la minería mexicana”, México, Cuadernos Políticos,
núm. 31 (enero-marzo), Era, pp. 17-27.

51
5. La feminización del trabajo minero.
Una investigación antropológica
en la mina Madero, Zacatecas

Aurora Acosta

Introducción

Lo que pretendo hacer en este texto es, en primer lugar, un reconocimiento público al doctor Juan Luis
Sariego quien, como maestro en la licenciatura que cursé en la Escuela de Antropología del Norte de México
de Chihuahua, y como coordinador de un proyecto en el que trabajé, pude obtener una formación como
investigadora y desarrollar un amplio interés por los temas del trabajo de las mujeres en la minería. Nuestro
profesor fue pródigo en mostrarnos los caminos, las técnicas y las maneras en que se hace una investigación.
Que los estudiantes hayan sido parte de un proyecto nos permitió llevar a cabo una investigación sin
precariedades, contar con un espacio de reunión en el cual trabajar nuestras tesis de licenciatura, uso del
equipo técnico necesario y, sobre todo, contar con la asesoría incondicional del titular del proyecto.
Gracias al trabajo del doctor Sariego y a su interés por impulsar a las nuevas generaciones a hacer
investigación antropológica, en 2012 se conformó un grupo de diez estudiantes de la Licenciatura en
Antropología Social de la Escuela Nacional de Antropología e Historia en Chihuahua, quienes estudiarían los
cambios y continuidades de las sociedades mineras en el norte de México.1
En segundo lugar, describo lo que el proyecto me permitió conocer y discutir, puesto que los temas de
investigación del proyecto colectivo abrieron las posibilidades de analizar la minería en el norte del país en el
contexto actual, ya que abarcaron aspectos como los nuevos modelos de sindicalismo y sistemas de
contratación; la situación de un pueblo minero que se resiste a la “borrasca”;2 la responsabilidad empresarial
en torno a la atención de la salud de los mineros; la modernización tecnológica y su influencia en el ámbito
minero; la situación de las viudas de Pasta de Conchos; la religiosidad minera; la educación de los hijos de los
mineros en la Escuela Artículo 123; y la inserción de las mujeres en la minería en el norte de de la república,
tema éste que elaboré como tesis de licenciatura y cuyos hallazgos y explicaciones conforman la parte
medular de este artículo, y que se refieren, de manera esencial, a los cambios en las concepciones sobre el
género que ha permitido que las mujeres sean llamadas a trabajar en las minas.3

1 El proyecto “Transformaciones Productivas y Respuestas Políticas en las Sociedades Mineras del Norte de México”, fue auspiciado por
los Fondos Mixtos SEP-Conacyt de Ciencia Básica y coordinado por el doctor Sariego; dio inicio en 2012 y concluyó en 2016.
2 En términos conocidos en el gremio minero, la “bonanza” y la “borrasca” son los estados antagónicos de mayor producción y
decadencia en extracción de mineral, de manera respectiva.
3La tesis Exploradoras de las sombras: mujeres mineras de un pueblo en Zacatecas fue presentada y defendida para obtener el grado de Licenciada
en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua, el 4 de febrero de 2016.

52
La investigación

Mi interés fue analizar las relaciones de género que se establecen en los modelos de enclave a la luz de la
inserción de mujeres en la mina Madero,4 en Zacatecas, donde se producen concentrados de zinc, y donde
hice el trabajo de campo para la investigación Exploradoras de las sombras. Mujeres mineras de un pueblo en Zacatecas,
que es el título de la tesis.
En este capítulo se presentan los principales hallazgos de la tesis. En particular, se demuestra que
este enclave minero es un escenario en el que las mujeres adquieren conocimientos y experiencias que las
empoderan en su vida cotidiana, al romper con ciertos papeles y estereotipos de género, como son la
dependencia económica y emocional. Lo anterior contrasta con el discurso dominante que excluía al sexo
femenino de la minería subterránea por considerarlas nocivas, agentes de mala suerte que traerían
derrumbes, inundaciones o incluso la extinción de la veta mineral. Esta creencia muy arraigada en la
minería subterránea ha ido desvaneciéndose con el paso del tiempo, y sobre todo con la presencia de
mujeres en estos espacios laborales.
El trabajo de campo para efectuar la investigación fue de tres meses divididos en tres periodos entre
2011 y 2013. Se encuestó a la totalidad de las trabajadoras sindicalizadas, se grabaron entrevistas dirigidas
para considerar los puntos de vista de ellas y sus familias, de los compañeros trabajadores y de la empresa.
Todo lo anterior se logró gracias a las facilidades otorgadas por la mina para permitirme acompañar a las
mujeres en el desempeño de su trabajo, prestarme un escritorio para trabajar en él durante mi estancia, y
hacerme sentir, gracias a sus atenciones, como un elemento integrado a la vida cotidiana de la mina,
además de la disposición de los trabajadores por mostrarme su percepción sobre su actividad, sus
aspiraciones y parte de sus vidas.

El ingreso de las mujeres como trabajadoras


en la mina Madero, Zacatecas

Para finales de 2012, había un total de 1 151 personas trabajando en la mina Madero, 1 090 hombres y 61
mujeres. Sin entrar en detalles sobre categorías más específicas, podemos decir que de estos 1 151
trabajadores y trabajadoras, 36.05  % tiene contrato directo con la empresa, ya sea como empleados o
empleadas de confianza, o bien como sindicalizados y sindicalizadas, el otro 63.95 % trabaja para la mina a
través de empresas intermediarias, conocidas como contratistas u outsourcing.
Respecto a la productividad de la mina, podemos decir que se tumban y extraen de siete a ocho mil
toneladas diarias de material en bruto, con leyes de 2.29  % de zinc (Zn), 0.7  % de plomo (Pb), 0.1  % de
Cobre (Cu) y 0.022 % de plata (Ag). En conjunto, puede decirse entonces que del total del mineral extraído
de la mina 96.08 % es material estéril o tepetate sin compuestos metálicos y sólo 3.32 % contiene zinc, cobre,
plomo o plata. En pocas palabras, es necesario extraer 1 kg de mineral en bruto para obtener de él 2.29
gramos de zinc, 0.1 gramo de cobre, 0.7 gramos de plomo y 0.022 gramos de plata.
Fue en 2001 cuando empezaron las labores de extracción de mineral en esta mina propiedad de
Peñoles; previo a esto se invirtió un año en la preparación del trabajo de capacitación, construcción de las
instalaciones e infraestructura interna y de perforación para obtener el mineral. Durante el año 2000, año
previo al comienzo de las operaciones, hombres y mujeres menores de treinta años y sin experiencia en
minería la mayoría de ellos, recibieron capacitación para conocer las actividades y el proceso general de

4Mina productora de zinc, en operaciones desde 2001, con depósitos subterráneos de mantos y vetas de origen sedimentario. Una de las
minas de zinc más grandes de México.

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extracción y beneficio de mineral, lo que les permitió probar su astucia con la maquinaria, o bien
manifestar su interés por ubicarse después en áreas o actividades específicas para llevar a cabo su trabajo.
Sin embargo, es importante mencionar que, a pesar de que una mujer manifestó su preferencia por efectuar
labores en el departamento de mantenimiento mecánico, se le convenció de no hacerlo, argumentando que
“no se vería bien que una mujer salga (de la mina) toda llena de grasa”. Dicho lo anterior, podemos
observar que si bien el proceso de aprendizaje y capacitación brindado por la empresa fue equitativo, pues
lo recibieron de manera indiscriminada de acuerdo con su género, las opiniones de compañeros varones
también influyeron, ya que no se ubicaba a las mujeres en áreas consideradas “masculinas” por la suciedad
implicada en estas tareas.
Es importante recalcar que, como proceso de introducción de las mujeres en este ámbito, en esta mina
en particular, hablar de “mujeres mineras” en general sería muy arbitrario. Se pueden distinguir procesos
diferentes entre las trabajadoras sindicalizadas u obreras, por un lado y, por otro, las ingenieras mineras,
geólogas, licenciadas y todas aquellas que ocuparían puestos de confianza. Siendo que estas últimas aumentan
en número, puede observarse la incorporación de ingenieras recién egresadas de las carreras antes
mencionadas, mientras que de las obreras no se registran contrataciones en los últimos años. Este fenómeno
es fácilmente explicado por el líder de Relaciones Industriales, licenciado Eduardo Robles:

Hay dos vertientes: está el personal sindicalizado y el personal no sindicalizado que son los empleados. En el
personal sindicalizado, a todos esos los contratamos por medio del sindicato y no nos mandan ya solicitudes de
trabajadoras; en el caso de personal no sindicalizado hemos incrementado en el grupo muy satisfactoriamente la
participación de la mujer, pero como no sindicalizada, aun cuando sabemos que se van a embarazar y que esto y
lo otro. En el grupo a nivel empleados se ha incrementado yo creo que un 500 % de las gentes que tenemos.
Tenemos ahorita en el programa de ingenieros en entrenamiento una relación de 30 % de mujeres contra el 70 %
de hombres a nivel profesionistas (entrevista a Eduardo Robles, 2012).

Feminización del trabajo en la minería y sobrecarga de trabajo


en los hombros de las mineras

En términos de Juan Luis Sariego, el “enclave” se refiere a un “contexto relativamente cerrado en el que
incidieron una serie de factores como el aislamiento geográfico, el predominio ocupacional del trabajo
minero y la injerencia de las empresas en todos los órdenes de la vida política y social de los
Minerales” (Sariego, 1988: 22). También es un “sistema particular de organización capitalista de la
producción y de relaciones obrero-patronales, sistema cuya evolución no es ajena a la dinámica de la
economía, de la política del Estado y de la historia del movimiento obrero nacional” (Sariego, 1988: 23). La
cualidad de contexto cerrado, o sistema particular como el enclave minero, se refleja y reproduce en las
mujeres que habitan estos espacios productivos.
Sin embargo, para explicar el ingreso de las mujeres al trabajo en el subsuelo en épocas recientes, es
necesario tomar en cuenta la existencia de categorías que asocian a los sexos determinados funciones de
género, asignándoles a ellas en unos y a los hombres en otros. Al respecto, se revisaron las obras de algunos
autores para comprender la exclusión de las mujeres en el subsuelo y para explicar el proceso que atraviesan
hoy en día, como género, en un ambiente que la sociedad ha construido como “trabajo de hombres”.
Entendiendo el género como categoría analítica que remite a un orden social, en palabras de Paulina
Gutiérrez, en su tesis doctoral, el género es: “una forma de organización social, que jerarquiza a las personas,
sus identidades y las relaciones sociales, de acuerdo con la diferencia de los cuerpos en relación con la biología
de la reproducción humana y las formas del deseo erótico” (Gutiérrez, 2015: 38).

54
Los papeles de género masculino en general asocian a los hombres con tareas de prestigio, poder
económico y posesión de la propiedad (Mead, 2006: 176; Mills, 2003: 54). Son considerados moralmente
importantes (Zimbalist, 1979: 5), y en ciertas sociedades “corresponde al hombre realizar todos los actos a la
vez breves, peligrosos, espectaculares” (Bourdieu, 2000: 45).
La función de género tradicional femenino define a las mujeres como las encargadas de dirigir sus
atenciones y energías a la crianza de los hijos, la limpieza del hogar, la preparación de alimentos, así como
el cuidado de las personas dependientes (Zimbalist, 1979: 1; Sepúlveda, 2011: 21), atribuciones culturales
que limitan su independencia y movilidad (Chaparro y Lardé, 2009: 23). En el caso de las mineras, su
participación laboral en el ámbito público asociado con la producción implica una ruptura con la división
sexual del trabajo. Ahora bien, estas mujeres se enfrentan a una sobrecarga de trabajo en todos los ámbitos
de su vida, y para entender este punto es importante dividir en tres las principales funciones dentro de una
familia tradicional: el cuidado y crianza de los hijos; las tareas domésticas propias del hogar; y el sustento
económico por medio del trabajo remunerado. De éstas, dos han sido por costumbre atribuidas al género
femenino, y conforman el trabajo reproductivo, el cual adquiere un carácter privado cuando se efectúa
dentro del hogar. La tercera, en cambio, ha sido atribuida al género masculino, y corresponde al trabajo
productivo, el cual se lleva a cabo fuera del ámbito del hogar, por lo que adquiere un carácter público
(Quintanilla, 2004: 17).
Con la incorporación de las mujeres al trabajo minero, observamos en las familias de las mineras que
los papeles de género se reestructuran, pues conlleva una reasignación de las funciones tradicionales
atribuidas que hacen diferente a cada sexo, además de una redefinición de las relaciones de género. Ahora, las
mineras dividen su tiempo entre la crianza de los hijos, las labores domésticas y el trabajo remunerado fuera
del ámbito doméstico; de este modo desempeñan todas las tareas efectuadas dentro de una familia tradicional,
muy independiente de la asignación diferenciada por género que tengan estas tareas. Para demostrar lo
anterior, incluyo a continuación parte de las entrevistas hechas a dos trabajadoras sindicalizadas de Minera
Madero que hablan de la relación entre su familia y el trabajo.
Irasema Álvarez, operadora de cabina de trituración en el interior de la mina, dice sobre su familia:
“Que me apoyan mucho, están mucho conmigo mis papás, mi hija también, de repente me ayuda a organizar
y a levantar mi desorden”. Como puede verse, la familia de esta trabajadora está compuesta por sus padres,
ella y su hija. El tiempo que puede dedicar a su familia no es el suficiente, pues incluso su hija tiene que
ayudarle a ordenar y limpiar lo que ella misma desordena en su casa.
Para Paloma Medellín, operadora de cargador frontal en superficie de mina, la independencia
económica con respecto de la figura masculina significa tener que trabajar y dejar a sus hijas solas durante el
día, lo que a su vez tiene repercusiones en la autonomía de sus hijas y la responsabilidad sobre sí mismas al
levantarse, alistarse y trasladarse a la escuela de ida y de regreso; todo esto solas, debido a lo extenso de los
horarios en la mina.

De repente sí llega uno bien cansada y sabes que tienes que hacer esto y lo otro. En ocasiones llego y me tiro al
sillón y me quedo dormida y ya cuando me acuerdo ya es bien tarde y ya no encargué algo para preparar al
siguiente día y dejar a la niña. De repente sí se complica porque aparte mi hija la chiquita tiene que irse ella solita
a la escuela, tiene que arreglarse ella sola, regresarse (entrevista a Paloma, 2012).

Para Mary Beth Mills, los papeles de género en las nuevas experiencias de trabajo son ejemplos de
ambivalencia en cuanto que cumplen con las ideologías de género dominantes y al mismo tiempo las resisten
(2003: 50). Según esta misma autora, historiadores de la Revolución Industrial, como Tilly y Scoth (1978) y
Tsurumi (1990), documentaron la inserción de la mano de obra femenina en la industria debido a su

55
flexibilidad, su facilidad para disciplinarse y lo barato de su costo. Estas afirmaciones nos ayudan a explicar las
razones que subyacen a la contratación de personal femenino en un ámbito profesional en el que su
participación era considerada tabú hasta hace poco.
Para Alejandra Sepúlveda, la presencia de las mujeres en ámbitos industriales aumenta la productividad
y genera un mejor ambiente social (Sepúlveda 2011: 15). Asimismo, otros autores (Oliveira y Ariza, 2000;
Ávila, 2012; Mills, 2003; Salzinger, 2003) coinciden en que la iniciativa de incluir mujeres en la industria es
bien recibida por las empresas bajo el supuesto de que reduce costos y aumenta la productividad, al tiempo
que se espera sean trabajadoras “dóciles y pasivas” (Freeman, 2000: 289).
Con todo lo anterior, se perciben los fines que la industria persigue al suponer que las características
asignadas al sexo femenino (mano de obra disciplinada, barata, obediente y responsable) permitirían elevar la
productividad en la vida laboral de las mujeres. Mientras tanto, en la unidad doméstica, las mujeres cumplen
con su papel de género expresado en el desempeño del aseo del hogar, la elaboración de alimentos y la
crianza de los hijos; generando para sí mismas una sobrecarga de trabajo (Oliveira y Ariza, 2000: 650 y
Goldman, 1906: 5) o lo que en general se conoce como doble jornada. Además, al cumplir una jornada diaria
de diez horas, más el tiempo de transporte, su vida social fuera de la mina y de la unidad doméstica se reduce.
Esto último ha sido enunciado por las trabajadoras, e incluso por sus compañeros sindicalizados, como una
desventaja asociada a su trabajo, debido a que las tareas domésticas no se distribuyen en los hogares de las
familias, sino que sólo recaen en las mujeres. En este mismo sentido, otro entrevistado manifestó, a manera
de interrogante, que ellas procuran no llegar en estado de ebriedad al trabajo, además de enumerar una serie
de tareas que llevarían a cabo si fueran casadas y con hijos, y concluyó que las mujeres, cuando son
asalariadas, tienen doble trabajo:

¿Cuándo ha visto a una mujer (en la mina) crudota? Yo nunca la he visto. Uno, como quiera, se pone borracho y
al otro día se viene a trabajar y ya. Ellas se ponen borrachas y ¿con quién dejan al niño o los niños? La comida
para los niños…, si el marido trabaja [prepararle] la comida. No pues tienen doble trabajo, venir aquí y en su
casa, y nomás en uno les pagan (entrevista a Jorge Flores, alias el Cepillo, 2012).

Por otro lado, pudimos constatar que el trabajo remunerado influye en el poder de decisión de las mujeres, en
coincidencia con varios autores (Hirsch, 1999: 1340; Mills, 2003: 48; Freeman, 2000: 290), al impactar en su
autoestima, independencia y seguridad (Oliveira y Ariza, 2000: 655).
Ya sea para sus carreras universitarias, para comprar sus casas, para el sustento de sus familias, o para
cualquier inversión económica, las mujeres mineras han visto en su trabajo la oportunidad de independizarse
en el aspecto económico. El ejemplo de Paloma Medellín es muy representativo al respecto: “Se vio el cambio
porque, como te digo, económicamente mejoramos y de ahí de la mina pude sacar crédito para mi casa y ya
me fui haciendo de todas mis cosillas. Se puede decir que yo ahorita no tengo mucho, pero lo más necesario sí
tengo” (Entrevista a Paloma Medellín, 2012). Ella lleva quince años trabajando en la mina, ha criado tres hijas,
se separó de su marido alcohólico, compró la casa donde vive su hija mayor y forma parte de la cuadrilla de
rescate de la mina.
El discurso que las define como las trabajadoras ideales de la era global, las necesidades de manutención
de sus familias, además de las prestaciones y el salario mayor en comparación con otros empleos con menor
riesgo, son los principales factores que han favorecido que las mujeres se incorporen a la industria minera en
Madero, Zacatecas. Esto generó una ambivalencia expresada en una sobrecarga de trabajo doméstico y
extradoméstico, y a su vez, un empoderamiento en otras esferas de su vida social, aunque bien es cierto que
también existe un sentimiento de frustración por no alcanzar a cumplir con todas sus tareas como madre y
trabajadora. Lesli Moreno, quien en ese entonces efectuaba una estancia de prácticas profesionales en la mina,
parece tener muy en claro que los papeles de ama de casa, estudiante, madre, esposa y trabajadora no pueden

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ser cubiertos al 100 %. Siendo estudiante y madre de familia se encarga de hacer sus tareas escolares al mismo
tiempo que las tareas domésticas:

Aún de estudiante te lo digo: nunca, pero nunca, vas a poder ser 100 % la mujer de casa, ni 100 % ser la mejor
estudiante. Como que necesitas ponerlo en una balanza porque ni quedas bien con el esposo, no alcanzaste a
lavar los trastes o que no tienes la ropa limpia o todas las labores de la casa nunca las terminas de hacer, porque
tienes que estar haciendo la tarea, ni nunca terminas la tarea porque estás entre haciendo acá la tarea y que la
lavadora está acá lavando y que ya se terminó la lavadora y dejo la tarea y ahora tengo que ir a tender y no acabas.
Entonces a ver cómo le hago, necesito ir acoplándome, lo bueno [es] que mi marido me ayuda mucho (entrevista
a Lesli, 2012).

La desconstrucción y reconstrucción del discurso


sobre la presencia de mujeres en la minería

Para explicar el ingreso de las mujeres en esta industria de trabajo “masculinizado”, el cual es visto como
sucio, peligroso y de alta exigencia física, es importante considerar el cambio operado en el aspecto discursivo,
tanto en la vida cotidiana como en las instituciones y grupos sociales.5
La empresa, en su afán de emplear mujeres para reducir los costos de producción, aprovechó
supuestas características de género que se les atribuyen, para reestructurar las relaciones de género
prevalecientes. Por tradición, la mina es considerada un ente femenino, una mujer, que establece una
relación particular con el minero. Se le permite extraer un beneficio en forma de mineral, a cambio de no
permitir que ninguna mujer ingrese a la mina. De lo contrario, la mina se lo cobra con derrumbes o poca
productividad de mineral. Modificando este discurso, se permitió la inclusión de mujeres para mejorar el
ambiente laboral y elevar la productividad.
Como bien indica Gustavo Menchaca, asesor de personal en Minera Madero, la responsabilidad y
puntualidad son cualidades comprobadas en las mujeres mineras. También afirma que tienen menos
propensión a los accidentes, son más constantes en sus puestos y está de acuerdo con que las mujeres no dan
positivo en la prueba del alcoholímetro.

De hecho, hemos comprobado que las mujeres son más responsables, son más puntuales, son las que menos se
accidentan, tenemos menor número de rotación de mujeres que de hombres. En lo que yo estoy aquí, ya va para
cuatro años, se ha retirado nada más una mujer; la verdad sí nos ha dado buen resultado. Con una capacitación
adecuada, nos dan el mejor resultado, que a veces ni los hombres, porque no llegan en estado inconveniente y los
hombres sí, hay veces que el alcoholímetro… Hasta ahorita no tenemos a ninguna de las mujeres que haya
llegado con la prueba del alcoholímetro positivo y de hombres sí (entrevista al licenciado Menchaca, 2012).

Del manejo y mantenimiento de los equipos, el licenciado Menchaca piensa que, comparadas con los
hombres, las mujeres tienen mayor cuidado y prudencia.

Yo pienso que las mujeres cuidan más el equipo, tienen mayor cuidado en el equipo, son menos trochas, los
hombres son así como ¡vámonos y dale! Yo pienso que la mujer es más cuidadosa en el trato, en el manejo, en la
maniobra del equipo, sí es más cuidadosa, también en su mantenimiento preventivo (entrevista al licenciado
Menchaca, 2012).

5 Autores como Salinas, Barrientos, Rojas y Meza explican que el discurso es “un dispositivo que permite entender las prácticas discursivas
en todas las esferas de la vida cotidiana de los sujetos” (Salinas et al., 2007: 3). Además, “no sólo los individuos, sino también las
instituciones y los grupos sociales poseen significados y valores específicos que se expresan de forma sistemática por medio del
lenguaje” (Wodak y Meyer, 2003: 25).

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Tanto la prohibición de la entrada de las mujeres a las minas,6 como su incorporación al trabajo minero,
responden a una construcción ideológica que subyace en los discursos referentes a los roles de género. A su
vez, su exclusión corresponde a una construcción histórica y social del trabajo minero como “trabajo de
hombres”, sucio, de alta exigencia física y peligroso (Lahiri-Dutt y Macintyre, 2006a; CAMIMEX, 2010; Salinas
et al., 2009).
Tanto la construcción social del trabajo en minería, calificada de trabajo de hombres, como la
introducción de las mujeres en la minería, debido a los discursos que la caracterizan como trabajadora idónea,
representan diferentes usos de las construcciones del género de acuerdo con el sexo biológico y con el tipo de
trabajo. Sin embargo, los riesgos profesionales presentes en el trabajo industrial minero siguen existiendo,
como son el desprendimiento de rocas, las explosiones, las inundaciones dentro de la mina, la intoxicación
por gas, la deshidratación, los accidentes por el tamaño de la maquinaria, los atropellamientos, además del
desgaste auditivo por el ruido constante (Chaparro y Lardé, 2009: 23). A ello hay que añadir la exigencia
psicológica asociada al estrés y al modo de vida aislado de los centros mineros y de la familia.

Segmentación laboral y de género en la mina

La presencia de las mujeres en la minería ha provocado un cambio gradual en las concepciones e ideologías
de las relaciones de género en el medio minero, en el ámbito laboral como en el doméstico. Para Luz Gabriela
Arango (2004), la vinculación laboral de las mujeres puede implicar en mayor o menor medida una
segmentación laboral de género, experimentada en ejes vertical y horizontal. La llamada “segmentación
horizontal” hace referencia a la división del trabajo por áreas, ubicando a las mujeres en unas y a los hombres
en otras. Existe también la llamada “segmentación vertical”, por la cual las mujeres son ubicadas en puestos
inferiores a sus compañeros varones, además de incluirse barreras para su ascenso.
Esto no significa que las mujeres hayan sustituido en masa a sus compañeros varones en la operación
de maquinarias, como los jumbos, los scoop tram, 7 las grúas u otra maquinaria utilizada en minería para tumbar,
movilizar y triturar toneladas de roca cada día, sino, que estos discursos dieron pie a que se integraran a esta
labor en ciertas áreas específicas, mientras que no trabajan en actividades como el amacice, considerada la
actividad más peligrosa por el riesgo de caída de roca. Ahora bien, comparada con otras minas del mismo
grupo, donde las mujeres no trabajan en áreas operativas, puede decirse que en la mina Madero la
segmentación laboral de género es menor.
Para explicar este caso, prefiero el término segmentación laboral de género, en oposición a conceptos como
la división sexual del trabajo, la estratificación de género y la división generizada del trabajo. La división sexual
del trabajo se explica como la distribución del trabajo de acuerdo con el sexo; tiene que ver con la asignación
del trabajo en el ámbito público o extradoméstico a los hombres, siendo éstos remunerados y considerados
productivos, y con el trabajo doméstico asignado a las mujeres, considerado reproductivo.
Esta definición no alcanza para nuestro análisis, puesto que las mujeres mineras de este estudio
desempeñan ambos tipos de trabajo y, por tanto, ambos papeles. Para salvar la situación, Aurelia Martín
(2006) propone el concepto de “división generizada del trabajo”, aludiendo a que esta fórmula verbal permite
enfatizar el carácter cultural de lo sexual. Verónica Riveros (Araníbar, 2011) utiliza el término de “segregación

6 Con esto se constatan algunas visiones antiguas que relacionaban la tierra con el sexo femenino y, por tanto, negaban el acceso de las
mujeres a ella (Eliade, 1983: 18). El desastre en el pozo Huskar, una mina de carbón en el Reino Unido, provocó la muerte de los 26 niños
y niñas. El accidente fue difundido en la prensa nacional y causó tal conmoción que en 1842 se prohibió el trabajo de niños de ambos
sexos menores de 10 años, así como de las mujeres de cualquier edad, en minas subterráneas. Países como Alemania, Suiza, Rusia, India,
Japón, China y Chile prohibieron la entrada por ley de las mujeres en las minas.
7 Nombres en inglés que designan equipos pesados para barrenar las frentes de la mina y cargar el mineral tumbado.

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ocupacional” para referirse a la separación vertical y horizontal de las mujeres en sus ámbitos de trabajo, al
enfocar la diferencia económica entre los salarios de hombres y de mujeres que desempeñan las mismas
actividades en el mismo puesto, conocida como “brecha de ingresos”, que por lo general afecta a las mujeres.
Si bien en la mina Madero existe una segmentación laboral de género, tanto vertical como horizontal, la
brecha de ingresos no afecta a las mineras.
Cierto tipo de trabajo concebido hoy día como masculino, pudo ser, y de hecho en un principio fue,
asignado a las mujeres. Sirva esto de ejemplo de la construcción histórico-social del trabajo (Lahiri-Dutt y
Macintyre, 2006b: 164), así como de la relatividad de los papeles de género (Martín, 2006: 110).
Ejemplos de diferentes sociedades que demuestran la oposición público/doméstico, entendida como
una división generizada del trabajo derivada de la cultura, son los expuestos por Margaret Mead en Sexo y
temperamento (Mead, 2006: 245), en el que los hombres —tchambuli— juegan un papel emocionalmente
subalterno respecto a las mujeres, aunque en última instancia éstos pueden usar la violencia física para
imponerse sobre sus esposas. Por su parte, Aurelia Martín menciona que Oscar Lewis encontró entre los
piegan de Canadá “mujeres con corazón de hombre”, arrogantes y agresivas, que incluso orinan en público
(Martín, 2006: 57); esta misma autora señala que Phyllis Kaberry descubrió que las aborígenes australianas
presentaban elevados grados de autonomía, y relacionaba este hecho con su participación en la vida
económica del grupo y con la importancia social de su papel en los rituales (Kaberry, 1939, citado en
Martín, 2006: 80).
En el ámbito doméstico, la misma autora separa las tecnologías de acuerdo con la sexuación o generización
que se hace de ellas, de acuerdo con el género de quienes las usan. Las tecnologías masculinas tienen que ver
con el entretenimiento (televisores, videojuegos, etcétera) y el transporte (vehículos), mientras que las
tecnologías femeninas están ligadas a las labores domésticas (lavadora, equipo de cocina, etcétera). Sin
embargo, en la mina Madero y en general en las minas, las mujeres deben usar ropa de trabajo y equipo de
seguridad diseñado para la anatomía del sexo masculino; además, deben tener conocimientos de albañilería,
electricidad, conducción de vehículos y otras tareas asociadas al género masculino.

Reflexiones finales

Hasta aquí he tratado de revisar aspectos culturales, debates y concepciones sobre las relaciones de género
que explican la tradicional oposición a la entrada de las mujeres a las minas, así como el cambio reciente que
ha llevado a las empresas a ver el ingreso de las mujeres a las minas como un fenómeno positivo en términos
de productividad.
Aunado al desarrollo que representa un enclave respecto a los centros productivos (políticos,
geográficos), las mujeres insertas en estos enclaves experimentan ciertas particularidades respecto a sus
papeles de género en los espacios domésticos y familiares. En otros términos, la autonomía económica,
social y productiva de los minerales respecto a los centros geopolíticos (no así de la dinámica del sistema
económico y político en el que está inserta) afecta de manera directa las dinámicas sociales en la vida de las
mujeres mineras.
Dicho lo anterior, a manera de conclusión, hemos de destacar la importancia de la feminización del
espacio laboral, de la feminización del trabajo y sus implicaciones en la minería en el norte de México.
Mostramos que la dicotomía que opone dos géneros en el ámbito laboral opera de manera instrumental, y
sirve para incluir o excluir mujeres de una actividad productiva con amplia tradición en el norte del país,
como es la minería.

59
Este estudio nos invita a comparar este caso con otros que ocurren en localidades específicas, donde
el extractivismo modifica las relaciones existentes, no sólo en el interior de la mina, sino también en
entornos más amplios y de manera local, en que las relaciones familiares pueden verse afectadas en
distintos niveles de interacción.

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62
Segunda parte.

Antropología del norte de México


6. Una escuela en el norte y para el norte.
La construcción de un paradigma regional
en la antropología de Juan Luis Sariego1

Margarita Hope

La antropología que se hace desde las orillas de una tradición nacional tiene una perspectiva distinta de
aquella que se escribe desde el centro, por tanto, la que se enseña en las orillas tiene que ser algo diferente
también. Juan Luis Sariego Rodríguez tenía esto muy claro cuando se embarcó junto con un grupo de
antropólogos visionarios en la tarea de iniciar la formación antropológica en el norte de México.
Empecemos por considerar que, si leemos la antropología mexicana en términos del “sistema mundo
de la antropología”, propuesto por el sueco Gerholm (1995, en Escobar y Ribeiro, 2006: 18),2 el norte de
México se ubica en la periferia geográfica y también epistemológica de esta disciplina en nuestro país,
mientras que el centro hegemónico lo ocupa Mesoamérica; desde ahí se han determinado los temas, los
derroteros y los parámetros a los que se debía ceñir el quehacer antropológico en México.
En un acto de franca rebeldía, a finales de la década de 1980, un grupo de antropólogos aventureros
se adentró en tierras norteñas, se instaló en Chihuahua y fundó, en julio de 1990, la primera escuela de
antropología en el septentrión mexicano. Herederos de la escuela de Ángel Palerm, los precursores de la
Escuela Nacional de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua (ENAH-Chihuahua) se dieron a la tarea de
diseñar un plan de estudios con un enfoque regional que le imprimió características muy peculiares: por un
lado, se trataba de una propuesta académica con una clara orientación hacia la antropología aplicada; por
otro, representaba una búsqueda de emancipación de la antropología mesoamericanista con la aspiración
de desarrollar un corpus teórico apropiado para el estudio de las sociedades norteñas. Juan Luis Sariego lo
decía así:

Dos, creo yo, fueron entonces los retos a los que, quienes en ella laborábamos —un puñado de cuatro profesores
de tiempo completo—, decidimos darle prioridad. El primero consistió en comenzar a construir un bagaje
teórico e interpretativo que nos ayudara a entender las peculiaridades de las sociedades norteñas, a las que los
modelos clásicos de la antropología mexicana, de raíces predominantemente mesoamericanistas, se adaptaban
mal. La segunda —y esto surgió desde el momento del estudio diagnóstico como un reclamo de muchos de

1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en la XXVIII Reunión de la Red Mexicana de Instituciones Formadoras de
Antropólogos (Red MIFA), que tuvo lugar el mes de marzo de 2015 en las instalaciones de la EAHNM en Chihuahua. El trabajo presentado
entonces se publicó en noviembre de 2015 en el núm. 2, nueva época, de la revista Expedicionario de la EAHNM.
2 Escobar y Ribeiro proponen que esta noción surge de la aplicación de la idea de E. Wallerstein de “sistema mundo” al análisis de las
formas en que se producen las ciencias sociales y en que funciona la academia, argumentando que éstas no están exentas de relaciones de
poder y también responden a la expansión capitalista eurocéntrica (Escobar y Ribeiro, 2006: 17). Se trata pues de un concepto
metaantropológico.

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nuestros entrevistados— fue la necesidad de investigar, enseñar y aplicar formas prácticas del conocimiento
antropológico que pudieran servir para explicar y resolver, con propuestas concretas, algunos de los problemas
sociales que habíamos detectado (Sariego, 2013: 32).

En su ensayo en el libro Antropología en las orillas —obra que ideó y coordinó junto con Victoria Novelo—
al que denominó “Chihuahua: el lugar donde la antropología llegó tarde”, Juan Luis Sariego destacó el
hecho de que a partir de la década de 1980 “la antropología sobre Chihuahua comenzó a transformarse en
una antropología realizada desde Chihuahua” (Sariego, 2011: 58) con la apertura del Centro del Instituto
Nacional de Antropología e Historia (Centro INAH) y la Unidad de Culturas Populares; a partir de ese
momento se empezó a contar con un respaldo institucional para el ejercicio de la antropología en esta
entidad. Al entrar la década de 1990, este proceso fue tomando forma con la fundación de la Escuela
Nacional de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua (ENAH-Chihuahua), que dio inicio a la formación
de cuadros locales de antropólogos.
En su origen, concebida como una octava carrera de la Escuela Nacional de Antropología e Historia
ubicada en la Ciudad de México, la Escuela en Chihuahua ofrecía la Licenciatura en Antropología, sin
adjetivos. Esta Escuela se concibió bajo un modelo distinto al de las escuelas de antropología en el centro: se
buscó desde un inicio que respondiera a las particularidades de la región en la que se ubicaba, de manera que
se pudiera ir consolidando una antropología “más norteña” (Sariego, 2011: 60). Al mismo tiempo, una de las
preocupaciones que modelaron el plan de estudios y la manera de enseñar antropología en el norte, fue la de
no reproducir los errores o vicios de las escuelas de antropología centrales.
La conciencia de que no todos los egresados de una carrera de antropología se convertirían en
investigadores dentro de instituciones académicas, llevó a diseñar un plan de estudios que previera alternativas
en la inserción laboral para los alumnos y, al mismo tiempo, que atendiera las demandas de la sociedad local y
se hiciera patente frente a ella la pertinencia de una ciencia social como ésta para emprender propuestas y
alternativas que dieran respuesta a los múltiples problemas sociales de la región (Sariego, 2011: 61). En esta
Escuela no había entonces lugar para purismos académicos e intelectuales como aquellos que se reproducían
en el centro.
Volviendo al análisis en términos del “sistema mundo de la antropología”, es claro que, mientras los
antropólogos de las tres tradiciones que conforman el centro hegemónico de nuestra disciplina (la
antropología británica, norteamericana y francesa) podían darse el lujo de ir hasta sus colonias, buscar al
“otro” y trabajar cualquier tema que les pareciera interesante sin pensar en las consecuencias de su trabajo —a
fin de cuentas, después de una temporada de campo volverían a sus hogares ubicados a miles de kilómetros
de ahí—, los antropólogos de las periferias (como es el caso de la antropología mexicana) tenían por “otro” a
un sujeto que en realidad era parte del “nosotros”. Sus interlocutores no estaban a miles de kilómetros de
distancia y, por tanto, no resultaba tan sencillo dejar de preguntarse por las consecuencias y las implicaciones
de la práctica antropológica, de ahí el carácter político-aplicado que caracterizó a la antropología de este país
desde sus inicios.
Esta misma condición se reproduce en el interior de las tradiciones periféricas que van a generar un
sistema —o “subsistema mundo de la antropología”—, en las cuales el centro se ubica política, geográfica y
epistemológica alejado de las orillas de las que se puede desembarazar con cierta facilidad. Así, para el caso
del noroeste, en particular de Chihuahua, podemos ver cómo muchos antropólogos que trabajan en la Sierra
Tarahumara desde el centro de México van a pasar temporadas de campo a la sierra y luego regresan a sus
cubículos en alguna institución académica del centro del país, desde donde escriben textos muy interesantes
acerca de los pueblos indígenas que allá habitan, sin atender a ninguna demanda más que aquellas de su
centro de trabajo o de sus propios intereses.

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Las circunstancias en las que se ejerce la antropología en las orillas, como lo advertían Victoria Novelo
y Juan Luis Sariego, son muy distintas: “Las relaciones que los antropólogos de la periferia entablamos con las
sociedades locales nos hace jugar roles alejados de la ‘academia pura’ y, por ende, las representaciones sobre
los antropólogos en los entornos locales son distintas a las del centro. También el perfil profesional de la
disciplina adquiere nuevos matices” (Novelo y Sariego, 2011: 11).
De esta manera, la formación de antropólogos en el norte del país tenía que ajustarse a estas
condiciones y los pioneros de la formación antropológica en el septentrión mexicano lo tuvieron claro desde
el inicio. Las primeras generaciones estaban formadas, sobre todo, por estudiantes para quienes la
antropología era su segunda carrera o tenían ya varios años de haber concluido el bachillerato. La mayoría de
ellos combinaba sus estudios con el trabajo. Tomando esto en consideración, se estableció un horario de
clases de ocho a doce horas, de manera que los alumnos tuvieran tiempo de llegar a sus actividades
vespertinas.
En poco tiempo la escuela llamó la atención de distintas instancias gubernamentales que solicitaban el
apoyo y la participación de antropólogos en diversas tareas vinculadas a la planeación y poner en práctica
políticas públicas en el estado de Chihuahua. A pesar de que los primeros antropólogos que impartían clases
aquí tenían un interés mayor por los procesos de industrialización fronterizos, la minería, la migración y otro
tipo de asuntos no necesariamente relacionados con los grupos indígenas serranos, la demanda de asesoría
por parte de diferentes instituciones que tenían proyectos y programas de trabajo en la Tarahumara, o con
población indígena, hizo obligatorio que se centrara de manera importante la atención en esta región.
Uno de los efectos que tuvo esto en el proceso formativo de los alumnos fue, por un lado, una rápida
inserción laboral (no en las mejores condiciones contractuales) que a veces dio como resultado una carrera
inconclusa y, en términos escolares, bajos índices de titulación. Por otro lado, para aquellos que sí terminaron
sus estudios y elaboraron tesis de licenciatura, la situación antes descrita llevó al predominio de temas de
investigación con una marcada preocupación en los procesos de vinculación cultural, económica, política y
social de los indígenas con la sociedad nacional (Hope, 2013).
A diferencia de los estudios que se hacían desde el centro del país sobre los grupos indígenas que
habitan en la Tarahumara o de los trabajos de antropólogos extranjeros, las investigaciones que se
preparaban en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua, tenían una clara
vocación aplicada. A final de cuentas, la Sierra Tarahumara vista de cerca resulta menos idílica y más
problemática de lo que la perciben aquellos que desde la distancia geográfica, política y epistemológica,
encuentran en ella un lugar fascinante, pues representa una combinación perfecta de bellos paisajes y
exotismo cultural (Hope, 2011, 2013).
Tras la celebración de su décimo aniversario, la escuela había logrado un grado de consolidación que le
permitió plantear la apertura de un posgrado en Antropología Social impulsado y encabezado por Juan Luis
Sariego con el apoyo y la colaboración del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social (CIESAS). Este posgrado formó a la primera generación de alumnos egresados de la Escuela que se
incorporaban como profesores de tiempo completo en la licenciatura. El alumnado de la licenciatura también
había cambiado. Se trataba ya, en la mayoría de los casos, de estudiantes recién egresados del bachillerato;
seguían sin ser estudiantes de tiempo completo porque muchos de ellos tenían que trabajar para sostener sus
estudios, pero el perfil de ingreso y egreso se había modificado.
A la par de este proceso, entre 2004 y 2005, la ENAH-Chihuahua recibió a un grupo de nuevos
profesores provenientes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en la Ciudad de México;
todos habíamos participado en el proyecto de Etnografía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo
Milenio, de la Coordinación Nacional de Antropología. Claudia Harriss, especialista en Guarijíos, Eduardo
Saucedo, con un proyecto de investigación sobre Tepehuanes, Gerardo Conde, también estudioso de los

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Guarijíos y Yaquis, Andrés Oseguera y yo, interesados en la cultura pima (Hope, 2013). Éramos pues, de esos
antropólogos que habían trabajado en la sierra desde el centro.
Una de las primeras tareas que cumplí como parte de la planta de profesores de la ENAH-Chihuahua fue
acompañar a Juan Luis Sariego (junto con Andrés Oseguera y Eduardo Saucedo) a una práctica de campo con
alumnos. Tomo un momento aquí para narrar esa experiencia (anécdota) porque creo que puede ilustrar lo
que he estado tratando de decir.
En junio de 2004, tras un mes de haberme incorporado como profesora-investigadora a la ENAH-
Chihuahua, Juan Luis me invitó a acompañarlo en una “práctica de campo dirigida” (concepto que me
resultaba extraño) que estaba organizando para los alumnos de segundo semestre de la licenciatura. Siendo yo
una egresada de la licenciatura en Etnología de la ENAH, las prácticas de campo durante mi paso por la carrera
fueron un ejercicio un tanto fortuito; dependiendo de cada profesor variaba el formato bajo el que se hacían:
en algunos casos los profesores definían las tareas a efectuar y los alumnos elegíamos el lugar donde
cumplirlas. En otros, los profesores nos llevaban hasta una comunidad y ahí nos dejaban durante algunos días
para que experimentáramos la “otredad” y definiéramos algún tema de interés. Algunas veces nos
acompañaban, otras no.
Pero cuando Juan Luis me expuso su idea para este trabajo de campo, me di cuenta de que estaba ante
algo distinto. Tengo que confesar que tuve momentos de escepticismo ante la propuesta, incluso de crítica
ante un modelo que me resultaba muy paternalista (aunque recién me he sorprendido defendiéndolo ante
algunos antropólogos que como yo creen que la primera práctica de campo debe ser ese momento de caos y
crisis por el que todo antropólogo en formación debe de pasar).
En el diseño del trabajo de campo que hizo Juan Luis todo estaba perfectamente calculado. Era un
grupo de veinte alumnos de segundo semestre de la ENAH-Chihuahua y cuatro alumnas de intercambio de la
Universidad de Granada en España. Él tomó en consideración que trabajaría con un grupo tan numeroso
para la planeación de la práctica, que decidió que se ubicarían en una cabaña junto al lago de Arareko en el
ejido de San Ignacio en la región de Creel, una de las zonas más turísticas de la Sierra Tarahumara, por lo que
resultaría “menos invasiva” semejante muchedumbre.
Entonces se planteó el objetivo claro de hacer un trabajo etno-turístico. En un acuerdo previo que
estableció (en una asamblea ejidal) con la comunidad en la que estaríamos y con la compañía turística
rarámuri que opera en Creel, se decidió que como producto de este trabajo de campo los alumnos y los
maestros que participaríamos elaboraríamos una guía turística-cultural del ejido de San Ignacio de Arareko.
Otra novedad, el trabajo de campo no sólo tenía un objetivo académico (pedagógico); sino también uno muy
concreto y práctico: la elaboración de un material que apoyaría el proyecto turístico rarámuri en la difusión de
los atractivos locales desde su propia visión.
En términos operativos (la culinaria, decía Juan Luis), los alumnos pondrían una cuota que consistía en
los viáticos que les da el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y otro monto con el que ellos
tendrían que completar la cantidad que se calculó que necesitarían para sus gastos durante la práctica. Un
alumno y yo fuimos los encargados de abrir una cuenta y llevar el registro de todos los gastos que se
efectuarían durante la estancia en Arareko. Tuvimos que hacer la planeación de alimentos y artículos
necesarios para todo el mes que estaríamos ahí. Los alumnos se quedarían en una cabaña grande junto al lago.
Los profesores en un complejo de cabañas de la asociación turística de los rarámuri en Batosárachi.
Yo estaba a cargo de la logística de la alimentación y cuidados de los alumnos: si se enfermaban, tenía
que acompañarlos a la clínica de Creel. Si faltaba algo para la comida, tenía que ir a comprarlo y además
organizar los equipos de limpieza de la casa y de cocineros. Por las tardes, todos tomábamos una clase de
rarámuri (que me resultó fascinante, por cierto) y en las noches revisábamos los diarios de campo de los
alumnos. Por supuesto que todo esto me resultaba abrumador.

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Recuerdo que cuando le expuse mis inquietudes a Juan Luis y le hablé de mi experiencia en la ENAH y
de lo importante que yo consideraba el que los alumnos se enfrentaran a su primera experiencia con la
alteridad de manera más autónoma y directa, él me dijo de manera contundente: “en la ENAH no tienen
escuela de trabajo de campo”. La verdad es que yo no tenía un argumento frente a semejante aseveración.
Luego me quejé porque no tenía tiempo de hacer nada de trabajo de campo y me dijo: “pero a quién se le
ocurre que nosotros venimos a hacer trabajo de campo, estamos aquí para que los alumnos aprendan a hacer
trabajo de campo”.
Por supuesto que para mí fue una experiencia extenuante. Si no estábamos cocinando, leíamos
diarios, tomábamos la clase de rarámuri o escribíamos la guía turística. Yo estaba embarazada de mi primer
hijo, y tengo que confesar que así como era de protector con los alumnos también lo era conmigo. Andrés,
Eduardo y Juan Luis acompañaban a los alumnos en sus recorridos en distintas rutas turísticas en las que
entrevistaban a los rarámuri, que tenían sus casas por ahí o que se encontraban al pasar; la idea era que
aprovecharan para practicar lo que habían aprendido de rarámuri en las clases vespertinas. También
tomamos un curso para hacer mapas, y Juan Luis se empeñaba en que los alumnos utilizaran el GPS para
ubicar las rutas hacia los lugares más turísticos. Esto conjuntaba dos de sus aficiones: los mapas y los
instrumentos tecnológicos.
En general para mí, esta fue una verdadera experiencia con la alteridad, no tanto con una cultura, sino
con una antropología que no conocía. Juan Luis mostraba un compromiso tanto con los alumnos en la
sistematización y formalidad de la práctica de campo a la que los había llevado (además de su constante
preocupación paternal por su bienestar), como con la comunidad que nos había recibido y a la que, por tanto,
había que darle algún resultado concreto (con antelación acordado con ellos) y mostrarle que nuestra invasión
había servido para algo. La guía que elaboramos en ese verano de 2004 todavía se reparte en las oficinas
turísticas de Creel. El ejemplo de la actitud comprometida de Juan Luis nos lo quedamos nosotros.
Regresando a la Escuela. Para 2005, las opciones que tenían los alumnos de la ENAH-Chihuahua,
respecto a temas y grupos de investigación, se habían diversificado de manera notable. El resultado fue una
ampliación de los ámbitos, enfoques y temas de estudio abordados en las tesis de licenciatura, que durante
varios años se habían concentrado en antropología económica y política o revisiones históricas; y el grupo
indígena más estudiado eran los rarámuri. En los últimos años se han presentado dos tesis de licenciatura
sobre pimas, una acerca de guarojíos y muchas otras de grupos culturales en las ciudades, e incluso dos tesis
en torno a la cibercultura. A la par de estas nuevas temáticas, se mantuvieron aquellas relacionadas con la
antropología económica, la minería, la migración indígena y la educación.
Tras celebrar el XV aniversario de la Escuela, la creciente diversidad en el interior del plantel de
profesores llevó a la discusión de los perfiles de ingreso y egreso de los estudiantes y a la revisión del plan
de estudios elaborado en 1990. Se establecieron varias mesas de trabajo en las que se discutía qué tipo de
antropología se debía enseñar en la ENAH-Chihuahua, qué perfil deberían de tener nuestros egresados y
cuáles eran sus opciones de inserción laboral. Los debates eran arduos y acalorados, a veces se llegaba a
muy pocos acuerdos.
Uno de ellos era la clara necesidad de modificar el plan de estudios. Las alternativas eran varias y los
puntos de encuentro entre ellas eran pocos. Por una lado, había quienes proponían que abarcara una
formación básica común durante los primeros tres años y luego un año de especialización en gestión,
docencia o investigación. Esta propuesta obedecía a la necesidad de prever que no todos los antropólogos
(aunque la tradición así lo dijera) se dedicarían a la investigación, y en realidad era la minoría quienes tendrían
esa opción, mientras que los casos empíricos mostraban que la mayoría de nuestros egresados se dedicaban a
la gestión o a la docencia.

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Otros proponíamos que el plan de estudios comprendiera una formación antropológica “universal” y
líneas de investigación específicas para el norte, con la idea de que un antropólogo bien adiestrado como
investigador pudiera desempeñar sin problemas un trabajo de gestión o dedicarse a la docencia. En cambio,
un antropólogo que se hubiera instruido sólo como docente o gestor le sería difícil hacer investigación, en
caso de que se presentara la oportunidad. En fin, que al norte le hacía falta investigación antropológica que
no sólo partiera de la máxima de que estábamos en un contexto muy distinto al mesoamericano, sino que
también diera cuenta de las particularidades de esta vasta región y la definiera o delimitara en sus propios
términos. Una tarea que todavía está pendiente.
Uno de los pocos acuerdos a los que se llegó después de esas entusiastas y, por momentos, álgidas
discusiones, fue la necesidad de consolidar la ENAH-Chihuahua como un referente para la investigación en el
norte de México, pero, al mismo tiempo, como una institución formadora de antropólogos preparados para
trabajar en cualquier contexto. Bonito en el papel, difícil en la práctica. No necesito aclarar que todavía nos
falta mucho camino por recorrer para lograrlo.
Ese camino lo empezamos a andar en el momento en que se planteó la necesidad de abrir nuevas
carreras en la escuela. Esto requería, en primer lugar, del reconocimiento de la ENAH-Chihuahua como una
tercera escuela del INAH, y no sólo como la octava carrera de la ENAH; en segundo lugar, era necesario definir
cuáles serían las nuevas disciplinas que se ofrecerían y cuál sería el nuevo plan de estudios para la carrera de
antropología que, para este momento, ya se asumía que debía de llevar el apellido de “social”.
La opción lógica para la apertura de una nueva disciplina era Historia.3 Sin embargo, en un primer
momento se planteó como programa de posgrado, debido a que la Universidad Autónoma de Chihuahua
acababa de abrir una licenciatura, y se pensó que eso bastaba para satisfacer la demanda de esta disciplina en
la localidad. Poco después, la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez abrió el programa de Maestría en
Historia y se decidió dejar ese proyecto en espera para nuestra escuela. Entonces comenzó de nuevo el debate
sobre qué carreras se deberían ofrecer.
Tras la celebración del XX aniversario de la ENAH-Chihuahua, empezó el proceso de cambio de
estatus jurídico que le diera a la escuela la posibilidad de iniciar nuevas carreras y emitir sus propios títulos
de grado y posgrado. La colaboración con académicos de la ENAH se transformó en una mesa de trabajo
de diseño curricular que propuso un plan de estudios con tronco común y cuatro licenciaturas de nueva
creación: Arqueología, Antropología Física, Lingüística Antropológica y Antropología Social (dicha
especialización es de nueva formación, aunque es la continuidad de la licenciatura en Antropología de la
ENAH-Chihuahua).
En 2012, la ENAH-Chihuahua se transformó en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de
México y con esto dio comienzo a un nuevo capítulo para la antropología norteña. A la ampliación de la
oferta de ciencias antropológicas se suma la creación de una unidad de la Escuela en Creel, que representa un
reto enorme y, por supuesto, una nueva discusión sobre la forma en que se concibe la formación de
antropólogos en esta zona de la república, desde el norte y para el norte del país. Los debates están más vivos
que nunca y los acuerdos a veces no son suficientes para definir qué sigue ahora para la EAHNM y qué
antropólogos queremos formar.
Son muchas las cosas que se han logrado en la escuela, y por supuesto también ha habido momentos
críticos en los que incluso se dudó de la continuidad del proyecto. Sin embargo, como diría Juan Luis con
motivo del XX aniversario de la Escuela:

3 Es importante señalar que el enfoque histórico era muy recurrente en las investigaciones de los alumnos de la ENAH-Chihuahua, dado
que en un inicio los primeros aliados de los antropólogos fundadores de la escuela, fueron historiadores del norte de México que querían
dar un impulso a las ciencias sociales en esta parte del país.

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Es bueno recordar que, a pesar de que por mucho tiempo tuvimos que enfrentar serios problemas de operación
por falta de apoyos y recursos, derivados del centralismo que suelen padecer las grandes instituciones como el
INAH y hasta del olvido, a pesar de todo eso, en 20 años las tareas de nuestra Escuela nunca se han interrumpido,
se han hecho trabajos de campo e investigaciones en temáticas cada vez más diversificadas y nuestros alumnos,
cada vez más numerosos, son hoy reconocidos en muchos lugares del Norte de México (Sariego, 2013: 34).

Nuestra disciplina se ha ido consolidando. La Maestría en Antropología Social se encuentra en el Programa


Nacional de Posgrados de Calidad y se empieza a considerar la posibilidad de abrir un doctorado. Con el
nuevo plan de estudios y un tronco común, nuestros alumnos ganan una formación holística, es decir, reciben
una instrucción que integra todas las ramas del conocimiento antropológico. Sin embargo, se corre el riesgo
de dejar atrás esos rasgos particulares de la formación antropológica en el norte por los que tanto se trabajó.
Por otro lado, las condiciones que se viven hoy aquí en Chihuahua son harto distintas de aquellas en las
que se fundó la Escuela; las circunstancias políticas y sociales actuales son de enorme complejidad y algunos
rasgos que solían caracterizar a la sociedad norteña, en particular la chihuahuense, como su actitud
comprometida con las causas que considera justas, se han ido desdibujando a luz de una preocupación mayor,
la violencia (Sariego, 2013).
El camino que se ha recorrido es mucho y hemos llegado a un punto en el que tenemos que decidir por
dónde seguir. Narro esta breve historia en un momento crucial para la antropología social en esta Escuela,
una encrucijada. El verano pasado (2015) se graduó la última generación del plan 1990. Oficialmente dejamos
atrás aquel proyecto original que tanto logró gracias al tesón, el cariño y el ingenio de nuestro querido Juan
Luis Sariego, a quien hoy extrañamos con mucha tristeza.
Su legado es enorme. En primer lugar, Juan Luis nos deja esta escuela, sin él no estaríamos aquí. Nos
deja también su obra (de largo aliento); nos deja, además, su maravilloso ejemplo: el del maestro incansable y
paternal, íntegro y de enorme calidez humana. Formó a más de veinte generaciones de antropólogos aquí en
Chihuahua y casi treinta en México. Todos sus alumnos lo recuerdan con cariño, admiración y
agradecimiento. Pero, sobre todo, nos dejó marcado el camino a seguir.
En un artículo originalmente publicado en 2008 y recién reeditado en la revista Desacatos, Juan Luis
Sariego pinta y analiza el nuevo panorama indígena del norte de México y traza, con claridad, los itinerarios
que tendría que tomar la antropología en el septentrión mexicano. De acuerdo con el apartado “A modo de
conclusiones: propuestas para un futuro cercano”, este pionero de la antropología norteña señala de manera
muy clara algunas de las tareas pendientes:

Hemos querido suscitar una discusión que sea sólo el preámbulo de otras muchas en las que el norte indígena
comience a ser visto como una totalidad […] Así, hemos tratado de poner a discusión las similitudes que las
diferentes etnias del norte de México presentan en términos de su emplazamiento y relación con el territorio, sus
formas de supervivencia económica, los sistemas interétnicos en los que están inmersas y sus modos específicos
de preservar, recrear o reinventar sus identidades.

Muchos otros aspectos quedarían aún pendientes para tener una imagen más precisa de este norte profundo
contemporáneo siempre cambiante. Entre otros, sugiero tres: un estudio comparativo profundo de los complejos
simbólicos y las prácticas ceremoniales de todos los grupos étnicos de la región, así como las formas de difusión
y reapropiación mutuas; un análisis más refinado de los territorios culturales de frontera entre dichos grupos, en
el que las influencias mutuas sean más visibles y un examen contrastado de las políticas públicas —lingüísticas,
educativas y de desarrollo— que los gobiernos de los estados del norte de México han llevado a cabo frente a las
poblaciones indígenas en ellas residentes (Sariego, 2016 [2008]: 172).

70
Espero que quienes nos quedamos aquí en su escuela aceptemos el reto que nos lanzó y logremos
continuar la labor que él inició hace ya más de 25 años: la consolidación de una antropología
descentralizada, una epistemología norteña, una escuela de antropología emancipada, en la que se formen
antropólogos críticos y comprometidos.

Bibliografía

Gerholm, Thomas

1995 “Sweden: Central Ethnology, Peripheral Anthropology”, en Hans F. Vermeulen y Arturo A.


Roldán (eds.), Fieldwork and Footnotes: Studies in the History of European Anthropology, Londres,
Routledge, pp. 159-170.

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2013 “Balance crítico de las investigaciones sobre la Sierra Tarahumara en la ENAH-Chihuahua”, en
Mónica Iturbide (ed.), La investigación antropológica y la formación de profesionales en el norte de México,
México, INAH-EAHNM/Conaculta, pp. 173-180.

2011 “Los olvidados: algunas reflexiones sobre la etnografía de los grupos indígenas minoritarios de
Chihuahua y Sonora”, en Victoria Novelo y Juan Luis Sariego (coords.), Antropología en las orillas,
Chiapas, Universidad Intercultural de Chiapas, pp. 109-122.

Novelo, Victoria y Juan Luis Sariego (coords.)


2011 Antropología en las orillas, Chiapas, Universidad Intercultural de Chiapas.

Sariego, Juan Luis

2016 “Matrices indígenas del norte de México”, Desacatos, núm. 50 (enero-abril), pp. 172-183.
2013 “¿Qué futuro para la antropología en el norte de México?”, en Mónica Iturbide (ed.), La
investigación antropológica y la formación de profesionales en el norte de México, México, INAH-EAHNM/
Conaculta, pp. 27-40.

2011 “Chihuahua: el lugar donde la antropología llegó tarde”, en Victoria Novelo y Juan Luis Sariego
(coords.), Chiapas, Antropología en las orillas, Universidad Intercultural de Chiapas, pp. 51-66.

Referencias electrónicas

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2006 “Las antropologías del mundo, transformaciones de la disciplina a través de los sistemas de poder”,
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2 0 1 6 , d i s p o n i b l e e n < h t t p : / / w w w. mu s e o - e t n o g r a f i c o. c o m / p d f / p u n t o d e f u g a /
141022antropologias_del_mundo.pdf>.

71
7. Juan Luis Sariego: el tejedor de nortes

Séverine Durin

Entre las muchas aportaciones de Juan Luis Sariego a los estudios antropológicos, destaca su compromiso
con promover una antropología del norte de México, elaborada in situ. Su legado a la antropología del norte es
considerable. Juan Luis Sariego fue su principal promotor, y en este capítulo me enfocaré en mostrar cómo
para lograrlo tejió redes de colaboración entre los estudiosos de las sociedades del norte, y participó en la
consolidación de la presencia del CIESAS en el noreste.
Su interés por la cuestión minera lo condujo a recorrer regiones mineras ubicadas en el norte, por
ejemplo, en Sonora y Coahuila, y a entender cuán importante había sido la explotación minera en la
conformación del territorio mexicano y de las sociedades regionales (1994). Al profundizar en el
conocimiento de las sociedades norteñas, y al captar su complejidad, se convenció de que era inadecuado
analizar el norte con los mismos conceptos que han guiado los análisis de los antropólogos mesoamericanos,
y que se requería formar antropólogos in situ. Es así como impulsó la creación de la ENAH-Chihuahua (véase
el capítulo 6 del presente libro) y tiempo después fue un aliado privilegiado del CIESAS, cuando abrió un
proyecto en el noreste.
En este capítulo, explicaré cómo Juan Luis Sariego ha ido promoviendo, entre los antropólogos que
viven dispersos, redes académicas a lo largo y ancho del norte. Al contribuir a la articulación de saberes y
personas entre el noroeste y el noreste, fue un tejedor de nortes. El noreste es quizá la última frontera
franqueada por la antropología mexicana, con la instalación de un proyecto del CIESAS en Satillo, el cual se
afianzó gracias a la complicidad de este colega comprometido con promover una antropología del norte,
desde el norte.

El proyecto de construir una antropología del norte

En diversos foros y documentos, Juan Luis Sariego sostuvo la importancia de construir una antropología del
norte de México, y destacó que esta zona ha sido una tierra de olvido para la antropología mexicana (Sariego,
2002). A diferencia del área cultural mesoamericana, los estados norteños recibieron un interés secundario de
parte de las instituciones antropológicas nacionales, y evidencia de ello es que no fue sino hasta 1990 cuando
el INAH abrió una escuela en Chihuahua (véase el capítulo 6 del presente libro). Años después, en 1997, el
CIESAS creó el Proyecto Noreste en Saltillo, Coahuila, el cual se convirtió en una Unidad del CIESAS y contó
con un posgrado hasta el año 2014. Esto significa que, por décadas, no existieron ni carrera ni posgrado en
antropología en el norte, y este rezago empezó a subsanarse a partir de la década de 1990, con la acción de
Juan Luis Sariego y del INAH en el noroeste. Formar recursos humanos en antropología in situ fue una
respuesta estratégica ante la evidencia de que el norte era desconocido y objeto de prejuicios.

72
Para Sariego (2002), esta falta de interés institucional derivó en una incompleta y tardía comprensión
antropológica del norte, lo cual favoreció la reproducción de esquemas simplistas y centralistas al respecto. En
efecto, los modelos explicativos existentes acerca del norte eran limitados, anacrónicos y hasta etnocéntricos,
por ejemplo, al recurrir a los conceptos clásicos de Aridoamérica, Oasis-América, el Southwest o la Gran
Chichimeca. Con estas categorías que pretendían definir el norte como una región cultural en espejo con
Mesoamérica, se pecó de una tendencia a definir el norte por lo que no es. Incluso, la comparación de la
agricultura del maíz y de los sistemas hidráulicos mesoamericanos con la caza y la recolección de los grupos
nómadas del norte justificó su menosprecio y reforzó la representación del “norte bárbaro”. Y en cuanto a las
sociedades norteñas contemporáneas, su cercanía con Estados Unidos también fue motivo para
estigmatizarlas, porque se supone que podían ser proclives a los modos de vida estadunidenses. Lo
“agringado” es una fachada más actual de este “norte bárbaro”.
Juan Luis Sariego (2002) también destacó que esta tierra imaginada como árida y la cual era inevitable
asociar con el desierto, no es sino otro prejuicio que no tiene parecido con la realidad, ya que alberga distritos
de riego y fértiles cuencas. Tras este norte imaginado, se desdibuja y olvida su diversidad interna. Por lo
mismo, Sariego defendió la necesidad de construir explicaciones y categorías de análisis que permiten hablar
de este territorio desde su especificidad antropológica e histórica, así como apreciar y analizar su diversidad
interna. Destacó que los grupos étnicos del norte prehispánico fueron, y siguen siendo, muy distintos a los
mesoamericanos; la movilidad y dispersión territorial, propicias a la caza y recolección, y la agricultura sin
depender de ella. Es aquí que los conceptos clásicos de comunidad, de organización en barrios, calpules,
sistemas de cargos y tequios son poco útiles para entender la vida de los grupos indígenas de la región y su
manera de relacionarse con los colonos. En lugar de las explicaciones en términos de mestizaje y proceso de
aculturación, Sariego propuso la guerra étnica como “un lugar predilecto de encuentro entre dos
razas” (Sariego, 2002). Incluso, en mi experiencia en el noreste, el etnocidio que culminó en la segunda mitad
del siglo XIX contribuyó a construir un imaginario regional en el que no tienen cabida los indígenas, de tal
manera que se ignora su presencia en la región hasta la época independiente, un imaginario reforzado por la
ausencia de arquitectura monumental.
Generar conocimientos desde el norte se volvió urgente, y fue clave la creación de esta escuela “en el
norte y para el norte” (véase el capítulo 6 del presente libro) para la generación de conocimientos in situ, ya no
desde las regiones centrales de la antropología mexicana. Me interesa entonces destacar la diversidad interna
de esta región y la importancia de Juan Luis Sariego para la articulación de redes académicas entre el noroeste
y el noreste, mediante sus invitaciones a participar en labores académicas de difusión, formación y
construcción colectiva de conocimientos. Dispersos a lo largo y ancho de este gran norte, los antropólogos e
historiadores nos vimos comprometidos por Sariego a intercambiar y a ponernos la camiseta del norte, al
vernos involucrados en su red del tesgüino.

Los coloquios Carl Lumholtz

Varios de los colegas que contribuimos en este volumen hemos participado en los coloquios Carl Lumholtz
celebrados en Chihuahua entre 2005 y 2007, los cuales fueron financiados mediante el proyecto de Conacyt
Antropología del Norte de México: Territorios de Fronteras, Modelos de Desarrollo e Identidades Culturales
(Sariego, 2008b: 16) del que era titular Juan Luis Sariego. Estos coloquios cumplieron el objetivo de

propiciar intercambios académicos y de investigación que estén a la par de otros equivalentes como el coloquio
Paul Kirchhoff, organizado por la especialidad de Etnología del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la
UNAM, las Mesas redondas de Palenque auspiciadas anualmente por el INAH en las que se reúnen especialistas en

73
materia de historia, arqueología, iconografía y epigrafía mayas, o como las mesas redondas de Monte Albán y
Teotihuacán, también auspiciadas por el mismo instituto (Sariego, 2008a: 67).

Los coloquios Carl Lumholtz también aspiraban a “construir una visión unitaria e integral que, asumiendo las
particularidades de cada una de las diferentes regiones del norte, permita una visión holística y articulada
entre todas ellas” (ibidem). Se trataba de reunir, poner a dialogar, y buscar estos modelos explicativos propios,
desde el norte.
Algo que caracterizó la antropología del norte, fue la dispersión de sus investigadores en instituciones
variadas, pocas veces destinadas a la antropología, lo cual nos recuerda aquella dispersión característica de los
rarámuri en la Sierra Tarahumara. En las orillas de la antropología mexicana, ni los indígenas ni los
antropólogos conformamos comunidad en el sentido clásico de la palabra. En el libro La comunidad a debate.
Reflexiones sobre el concepto de comunidad en el México contemporáneo (2005), en su afán de mostrar que el modelo del
“comunitarismo indígena” es un modelo explicativo mesoamericano-céntrico, Juan Luis Sariego enfatizó la
importancia de la red del tesgüino, o “plexus del tesgüino”, propuesta por Kennedy décadas antes. Así, junto
con el rancho y la ranchería, esta red constituye un importante nivel de la organización social raramurí, cuyo
origen es prehispánico. El “plexus del tesgüino” es

la red de personas originarias de rancherías y ranchos diversos que se articulan entre sí mediante invitaciones
recíprocas y periódicas para consumir tesgüino, con motivo de trabajos cooperativos, festividades y rituales tales
como la curación de personas, tierras y ganado, o las celebraciones de yumari y tutugarí, ambos rituales
propiciatorios y de acción de gracias o con motivo de alguna reunión familiar (Sariego, 2005a: 126).

Lo importante de las tesgüinadas es que éstas son una forma de hacer comunidad para un pueblo cuyo patrón
de asentamiento es disperso. Invitar a las tesgüinadas, aceptar ser invitado y más adelante invitar a su vez, a
imagen y semejanza del dar-recibir-devolver del don de Marcel Mauss (1995), son tres momentos cruciales de
una organización social que no gira en torno a caciques, o autoridades comunales, sino que forma una retícula
de personas de rancherías distantes por medio de relaciones horizontales basadas en la cooperación en torno
al trabajo. El trabajo, esta afición de Juan Luis, se encuentra también en la base de la solidaridad social entre
los rarámuri y su red del tesgüino. Al diseñar el Coloquio Carl Lumhotlz, Juan Luis se propuso tejer una red
del tesgüino. Veamos cuáles fueron las temáticas abordadas y sus participantes.

En la primavera de 2005, el eje central de los debates fueron las visiones disciplinarias sobre el norte de México y
éstas estuvieron aglutinadas en torno a seis mesas de discusión: Visiones Disciplinarias sobre el Norte de México;
El Norte Profundo; el Norte Antiguo de México: la Mirada de la Arqueología; La Construcción Histórica de la
Identidad Norteña; Problemas Sociales del Norte Contemporáneo; y Violencia de Género en el Norte de México
(Sariego, 2008a: 70).

Se trató de un evento de gran envergadura y en esa oportunidad participaron 34 ponentes; de


instituciones con sede en el noreste participaron: el arqueólogo Moisés Valadez del Centro INAH Nuevo
León, la antropóloga e historiadora Cecilia Sheridan del CIESAS-Programa Noreste, el historiador
Octavio Herrera de El Colegio de Tamaulipas, el historiador Mario Cerruti de la Universidad Autónoma
de Nuevo León y la antropóloga Patricia Ravelo del CIESAS, entonces albergada en la Universidad de
Texas, en El Paso.
Dos años después, tuvo lugar el segundo coloquio Carl Lumholtz en octubre de 2007, titulado “El
norte de México: entre fronteras”. Entonces participaron 31 ponentes y conferencistas procedentes de
instituciones de investigación del país y de Estados Unidos, especialistas en temas relativos al norte. Esta vez

74
se optó por recurrir a un tema central que atravesó el conjunto de los debates, el de las fronteras. El norte de
México, en efecto, se encuentra geográfica y culturalmente ubicado entre dos grandes fronteras en las que se
presentan fenómenos de asimilación y diferenciación: una, la que nos distingue y asemeja con la civilización
mesoamericana, otra la que nos asimila y diferencia con la civilización anglosajona. Pero además, el norte se
encuentra atravesado por una serie de fronteras ecológicas, territoriales, étnicas, clasistas, culturales y regionalistas
(Sariego, 2008a: 73) .

En esta oportunidad, buscó involucrar a otros investigadores para ampliar la red. Entre los norestenses, invitó
a Carlos Jesús Recio de la Universidad Autónoma de Coahuila, a Manuel Ceballos del Colegio de la Frontera
Norte en Nuevo Laredo, a nuestro ahora colega del CIESAS-Noreste, José Juan Olvera, quien entonces
laboraba en la Universidad Regiomontana, y a Séverine Durin del CIESAS-Programa Noreste. Asimismo,
participaron colegas que investigan sobre el noreste desde instituciones ubicadas fuera de la región, como
Hernán Salas de la Universidad Nacional Autónoma de México y Casey Walsh de la Universidad de California
en Santa Bárbara.
Fueron días de mucho aprendizaje, pero también de tejer redes y conocer nuevos amigos. En ese
entonces conocí a mi colega y ahora amigo Everardo Garduño, antropólogo de la Universidad Autónoma de
Baja California en Mexicali; ahora somos parte de la red de antropología en las orillas y autores en este libro.
Ya había leído su trabajo respecto a los mixtecos de San Quintín, y escuché impresionada su trabajo con los
grupos yumanos y la maravillosa retícula transfronteriza de estos grupos. Algo curioso también es que no fue
sino hasta esa oportunidad que escuché por primera vez una ponencia de mi colega regiomontano José Juan
Olvera, sobre la música colombiana en Monterrey, a quien admiré desde entonces. Gracias a Juan Luis y a su
equipo de trabajo, la ciudad de Chihuahua se había convertido en un nodo en el que confluimos los
antropólogos que estudian el norte y vivimos dispersos. Entre anécdotas y copas de tesgüino, en la cena de
despedida del coloquio, nacieron amistades y compromisos a futuro.

Formar antropólogos en el norte, de oeste a este y viceversa

Aparte de estas espléndidas reuniones que sostuvimos con motivo de los coloquios Carl Lumhotlz, Juan Luis
Sariego supo convencer a sus colegas y amigos de que apoyaran su proyecto de consolidar una antropología
del norte de México, en particular, de colaborar como docentes en la Maestría en antropología Social de la
ENAH y del CIESAS. Ya eran varias las generaciones de antropólogos egresados de la carrera de Antropología y
de Historia de la ENAH en Chihuahua, y era importante seguir trabajando en su profesionalización. La ENAH
en Chihuahua no contaba con los recursos humanos suficientes para impartir las clases, se necesitaban
doctores en antropología, era fundamental sumar esfuerzos y crear un posgrado interinstitucional para contar
con mayores recursos humanos.
Juan Luis buscó el apoyo institucional del CIESAS, una institución entonces dirigida por el doctor
Rafael Loyola, a quien convenció que colaborara con este programa de posgrado. La primera generación
conjunta abrió en 2003, y le sucedieron otras dos generaciones en 2006-2009 y 2010-2012. A partir del año
2013, la maestría quedó bajo la dirección de la recién nombrada Escuela en Antropología e Historia del
Norte de México.
Sariego convenció a sus colegas y amigos de impartir clases en Chihuahua, según un modelo alterno, ad
hoc a la situación local. Me tocó participar en la segunda y tercera generación, y el formato era el siguiente:
durante cinco días se impartían clases de cuatro horas diarias, y los estudiantes disponían de una semana más
para presentar su trabajo final. Durante la estancia, los estudiantes tenían la oportunidad de reunirse con los
docentes, y no faltó una cálida despedida de su parte. He de reconocerlo, estar en Chihuahua me encantaba,

75
se respiraba un ambiente fraterno al que soy muy sensible. Disfruté dar el curso Procesos Migratorios en el
Norte de México, junto con Efrén Sandoval, quien era entonces investigador en la UANL, y encontrar un gran
interés de los estudiantes en el tema de los rarámuri en la ciudad de Chihuahua. Dio lugar a tres excelentes
tesis de maestría, escritas por estudiantes de la segunda generación de la maestría, una de ellas por Lupita
Fernández (autora del capítulo 11 del presente libro).
En este posgrado interinstitucional participaron colegas y amigos de Juan Luis, como Federico
Besserer, ex alumno suyo y renombrado formador de antropólogos de la UAM (autor del capítulo 10 del
presente libro). No presentaré una lista exhaustiva de los docentes, fueron muchos, y sólo quisiera subrayar
dos cosas. Primero, que Juan Luis nos supo comprometer con su proyecto de consolidar una antropología en
el norte, invitándonos a colaborar, siendo siempre amistoso. Era carismático y tenía un increíble don de gente.
Uno era recibido en Chihuahua con el entusiasmo que lo caracterizaba, y como él era un gran conversador,
uno se deleitaba escuchándolo contar anécdotas sobre sus múltiples —y siempre divertidas— experiencias
como antropólogo y docente. Segundo, consideró a los colegas del CIESAS-Noreste como pares en el
posgrado en antropología. Participó Cecilia Sheridan como docente en la primera generación, Efrén Sandoval
y Séverine Durin en la segunda generación, e Hiroko Asakura fue invitada como sinodal a un examen.
Además, Cecilia Sheridan y yo participamos en el Colegio Académico de la Maestría en nuestra calidad de
coordinadoras del Programa Noreste.
De Juan Luis Sariego aprendí mucho, y cuando en 2009 la directora del CIESAS, Virginia García, me
pidió coordinar el Programa Noreste del CIESAS, el trabajo de Sariego en el noroeste me había convencido de
que la única manera de consolidar la presencia de los antropólogos en el noreste era formando gente in situ.
Con base en esta convicción, abrimos un diplomado en antropología en Monterrey en 2010, y a la hora de
diseñarlo se buscó involucrar a norteños, a fin de no caer en esquemas explicativos traídos del centro, y dar a
conocer las investigaciones efectuadas en la región. En esta oportunidad participaron Federico Besserer,
Patricia Ravelo, José Manuel Valenzuela, María Eugenia Olavarría, Cecilia Sheridan y, por supuesto, Juan Luis
Sariego. Todos ellos habían participado con anterioridad en los coloquios Carl Lumholtz.
La experiencia de participar en ese formidable coloquio me dio a entender la importancia de
sentarnos a dialogar en torno a nuestras investigaciones, razón por la que en enero de 2010 comenzó en
el Programa Noreste el Seminario Permanente de Estudios Antropológicos y Socioculturales en el
Noreste, el cual sirve de plataforma para escuchar no sólo a los colegas del ahora CIESAS-Noreste, sino a
quienes efectúan investigaciones antropológicas y socioculturales en instituciones amigas, así como en
Coahuila y Tamaulipas.

El apoyo decidido de Juan Luis Sariego


al CIESAS-Programa Noreste

Ha sido tan significativo su papel como promotor de la antropología en el norte que Juan Luis Sariego fue
quien impartió la conferencia inaugural de la oficina del CIESAS en Monterrey, en enero de 2005, a unos tres
meses de incorporarnos Cecilia Sheridan y yo en estas nuevas instalaciones. Cecilia, quien fundó el Programa
Noreste en Saltillo en 1997, no vaciló en invitarlo para que hablara acerca de “Los retos de la antropología en
el norte” (Sariego, 2005) y nos diera su bendición. En esta oportunidad subrayó que:

Como toda institución de antropología, el CIESAS-Noreste deberá de plantearse el estudio de la identidad y la


diversidad cultural. En este caso en el Norte de México. Yo prefiero no hacer distinciones entre noreste y
noroeste y prefiero hablar del norte a secas. Creo que este nuevo centro debe contribuir de manera
significativa a construir ese objeto de estudio mal definido y menos conocido, leyendo nuestra historia ya no

76
del norte al centro, sino de este a oeste y viceversa, superando la visión tradicional de la historiográfica
regional (véase Anexo).

De ahí en adelante, en su esfuerzo de tejer de “este a oeste y viceversa” (ibidem), nunca rechazó una sola
invitación de nuestra parte, y cada año venía a Monterrey para participar en alguna actividad. Por ejemplo, lo
invité a comentar los avances de las investigaciones de los estudiantes del proyecto Migración Indígena
Urbana en el Noreste de México: el Caso de Monterrey. Lo recuerdo leyendo los comentarios impresos que
había preparado para la oportunidad. Esto era distintivo de su forma de trabajar: tomaba en serio el trabajo
de los estudiantes y de sus colegas. A todos los estudiantes les entregó copia de sus observaciones, lo cual es
algo muy valioso cuando se es estudiante. Dos años después, presentó en Monterrey, junto con Shinji Hirai, el
libro producto de este proyecto: Entre luces y sombras. Miradas sobre los indígenas en el área metropolitana de
Monterrey. Con la misma generosidad, me dio el texto de su presentación y el archivo electrónico, y dijo: “haz
lo que tú quieras con el texto. Si quieres, puedes enviarlo para publicarlo como reseña”. Había escrito una
reseña muy completa, a imagen de como él trabajaba, de manera íntegra, casi excesiva. La seriedad con la que
tomaba las invitaciones era excepcional, y hacía que trabajar con él fuera una fortuna.
Con Cecilia Sheridan colaboró muy arduamente también. Formó parte del equipo del proyecto de
Conacyt llamado Red de Cuencas del Norte, que Cecilia Sheridan encabezó a partir de 2006, en el que
participaron otros investigadores norteños, como Hernán Salas y Mario Cerruti. Asimismo, aceptó con
entusiasmo ser docente en nuestro diplomado, desde la primera generación en 2010, hasta la tercera. Este
2015, por primera vez, no nos pudo acompañar, y fue su amigo Andrés Fábregas quien dio la clase de
Juan Luis.
Desde el centro del país también se dejaba invitar, pero para ir a pelear en representación del norte,
para defender la importancia de dotar de recursos a los centros ubicados en el norte y explicar la peculiaridad
de hacer antropología allí. Por eso accedió a las invitaciones de las autoridades centrales del CIESAS para
formar parte de cuerpos colegiados, como la Comisión Académica Dictaminadora del CIESAS y el Comité
Externo de Evaluación. En este último órgano propugnó para que se le dotara de más recursos humanos al
CIESAS-Programa Noreste, y conformó un binomio exitoso con Mario Cerruti de la UANL. Gracias a su
empuje, el Comité Externo de Evaluación recomendó al CIESAS que contratara más investigadores para el
Programa Noreste, hasta que llegáramos a conformar un grupo de ocho investigadores. Esperamos que
pronto así sea. El impulso de Juan Luis Sariego ha sido fundamental para consolidar el Programa Noreste y
hacer posible que éste sea ahora una sede; es por ello que el 14 de octubre de 2015 le dimos su nombre a
nuestra biblioteca, en honor a su legado.

Conclusiones

Juan Luis Sariego fue un tejedor de nortes, “de oeste a este y viceversa”, como él mismo dijo (Sariego, 2005a).
De tesgüinada en tesgüinada nos congregó, nos comprometió y nos puso la camiseta. Tejió saberes, personas,
experiencias, poniéndonos en contacto a unos y otros con el solo afán de construir esta antropología del
norte. Hizo realidad el círculo virtuoso del don, esta magia que descansa en tres gestos, el de dar, recibir y
devolver (Mauss, 1995). No sólo inició una licenciatura y un posgrado en el norte, sino que creó escuela.
Querido Juan Luis, estés donde estés, estoy muy agradecida con la vida por haberte conocido y ser parte de
esta gran red del tesgüino de los antropólogos norteños.

77
Bibliografía

Mauss, Marcel

1995 “L’essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques”, en Sociologie et
anthropologie, París, Presses Universitarires de France, pp. 145-279.

Sariego, Juan Luis

2008 “En la búsqueda de una antropología del norte de México. La experiencia de los coloquios Carl
Lumholtz”, Noésis, Revista de Ciencias Sociales e Humanidades, vol. 17, núm. 33 (enero-junio), pp. 62-83.

2005a “La comunidad indígena en la Sierra Tarahumara. Construcciones y desconstrucciones de


realidades y conceptos”, en Miguel Lisbona Guillén (coord.), La comunidad a debate. Reflexiones sobre el
concepto de comunidad en el México contemporáneo, Zamora, Michoacán, Colmich/Universidad de
Ciencias y Artes de Chiapas, pp. 121-134.
2005b “Los retos de la antropología en el norte”, conferencia con motivo de la inauguración del CIESAS-
Noreste, Monterrey, 26 de enero de 2005.
2002 “Propuestas y reflexiones para una antropología del norte de México”, en Guillermo de la Peña y
Luis Vázquez (coords.), La antropología sociocultural en el México del milenio. Búsquedas, encuentros y
transiciones, México, FCE/INI/CEMCA, pp. 373-389.
1994 “Minería y territorio en México: tres modelos históricos de implantación socio-espacial”, Estudios
Demográficos y Urbanos, vol. 9, núm. 2 (26) (mayo-agosto), pp. 327-337.
Sariego, Juan Luis (coord.)

2008b El norte de México: entre fronteras, México, INAH.

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Anexo. Los retos de la antropología en el norte (conferencia con motivo de
la inauguración del CIESAS Programa Noreste)

Juan Luis Sariego Rodríguez


Monterrey, 26 de enero de 2005

1. Felicitación a las autoridades del CIESAS y a su personal local por la apertura del CIESAS-Noreste. Nos
alegra de manera especial porque somos socios en el Norte. No es fácil descentralizar una institución de
Antropología, y menos en el norte.
2. A pesar de su larga trayectoria, el CIESAS entra hoy al Norte por la puerta grande, Monterrey, ciudad
que busca hoy, en las vísperas de la celebración del Fórum Universal de las Culturas en otoño de 2007,
pasar de ser una sociedad industrial a ser una sociedad del conocimiento. Por eso, el CIESAS llega en un
buen momento a Monterrey.
3. Se trata no sólo de descentralizar en al ámbito administrativo la antropología sino, y sobre todo, de
concentrarla teórica y desde el punto de vista conceptual. Para ello es fundamental formar cuadros
locales.
4. Como toda institución de antropología, el CIESAS-Noreste deberá de plantearse el estudio de la
identidad y la diversidad cultural. En este caso en el norte de México. Yo prefiero no hacer distinciones
entre noreste y noroeste y prefiero hablar del norte a secas. Creo que este nuevo centro debe contribuir
de manera significativa a construir ese objeto de estudio mal definido y menos conocido, leyendo
nuestra historia ya no del norte al centro, sino de este a oeste y viceversa, superando la visión
tradicional de la historiográfica regional.
Investigar acerca de la identidad norteña debe llevarnos a superar los clásicos estereotipos sobre el
norte: el del mito vasconcelista respecto al norte bárbaro y sin cultura (aunque quizás con
“civilización”), el norte violento, el norte sin raíces, siempre en peligro de desnacionalización. También
es necesario superar los mitos que los propios norteños han construido de sí mismos: los agrotitanes,
los conquistadores del desierto, etcétera. En fin, creo que hay también que superar las definiciones
clásicas de Árido América, Oasis América y el Southwest, conceptos todos ellos impregnados de los
supuestos evolucionistas decimonónicos en los que las culturas cazadoras-recolectoras nunca pasaron
del nivel del “salvajismo” y en los que el norte es definido más por lo que no es que por lo que es.
5. Por encima de todos estos enfoques, creo que hay que defender la tesis de la creatividad de los seres
humanos más allá de los condicionantes medioambientales, la tesis de la diversidad cultural y del
respeto por ella. En este sentido creo que el norte hay que entenderlo diverso, marcado por
regiones separadas por tres grandes barreras: los desiertos, las dos sierras Madre y el mar (el de
Cortés). Eso para no hablar de la gran y polémica frontera externa, la que nos separa y une con el
mundo anglosajón.

79
Pero no hay sólo diferencias ecológicas y climatológicas dentro del norte, también pluralidad étnica,
diversidad de culturas laborales, clases sociales, empresarios, hombres del campo y del mar,
metropolitanos, etcétera.

6. A partir de lo expuesto propondría dos grandes tareas de largo impulso:

a) La de discutir y desentrañar los orígenes de la identidad norteña así como el proceso de su


conformación histórica. Y en este sentido creo que habría tres grandes temas:

• El norte prehispánico del que tan poco sabemos: ¿cómo fueron aquellas culturas, cómo se
adaptaron al medio, cómo se organizaron en el aspecto político, etcétera? Hay en este sentido
todo un trabajo interdisciplinario que hacer entre arqueólogos, etnohistoriadores y etnólogos.
• Las modalidades de asentamiento de los españoles y su influencia en la configuración actual del
territorio y de las sociedades norteñas: el papel central de la minería, los presidios de frontera, los
pueblos de misión, las haciendas y sus clases medias rurales, entre otros. Las figuras del campo en
el norte: los rancheros, los vaqueros, los medieros, poquiteros, orejanos, por mencionar algunos.
• El polémico binomio mestizaje-guerra étnica. ¿Hubo alguna vez mestizaje en el norte mexicano?
¿No habría que pensar en un futuro civilizatorio y en una forma de convivencia que asuma y
respete que las dos grandes matrices culturales del norte (la europea y la indígena) nunca se han
tocado y se asumen con un futuro distinto con lo que eso implica?

b) La otra gran problemática es la de la construcción de la identidad en el norte contemporáneo y en el


contexto de la globalización: la nueva clase obrera que produce para el mercado global y que es en su
mayoría femenina y joven, los numerosos migrantes indígenas y campesinos en las ciudades y de paso
por las fronteras del norte, los jornaleros agrícolas, los jóvenes, etcétera.

Creo pues que el CIESAS-Noreste tiene una gran tarea ante sus ojos. Le deseo en ello toda la suerte y el éxito.

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8. La comunidad rarámuri y yumana en debate.
Una perspectiva desde las orillas
en el pensamiento de Juan Luis Sariego

Everardo Garduño

Introducción

Hacia el final de mis estudios de doctorado en antropología conocí a Juan Luis Sariego. Él me invitó a
participar en un maravilloso evento para explorar los nuevos caminos de México desde una antropología
distinta. Ésta era una antropología que empezaba a construirse desde las orillas del norte del país, en
diálogo con la antropología del centro, aunque también en confrontación con ésta. Dicho evento era el II
Coloquio Carl Lumholtz, que en el año 2007 se organizó en la entonces Escuela Nacional de Antropología
e Historia, Unidad Chihuahua (ENAH-Chihuahua), hoy Escuela de Historia y Antropología del Norte de
México (EHANM).
En dicho evento pude dar cuenta de la agenda de Juan Luis, con la cual coincidí en varios temas: a)
en su análisis acerca de los subsecuentes ciclos de conquista del norte de México, teniendo como factor
común el propósito de instaurar la noción de comunidad mesoamericana en el ámbito indígena; b) en su
cuestionamiento a las elaboraciones tradicionales de la antropología sobre comunidad indígena y a su
aplicabilidad en el norte, y c) en su crítica a la equívoca adopción del concepto tradicional de comunidad,
como guía de las políticas públicas de atención a la población indígena en el norte del país. En este
trabajo exploro las coincidencias que existen en estos tres aspectos, entre el caso de los rarámuri de
Chihuahua, estudiados por el citado antropólogo, y los yumanos de Baja California. Esto con el propósito
de fortalecer aún más la idea de Sariego, en el sentido de que el norte de México —y no sólo la Sierra
Tarahumara— constituye un escenario de singulares procesos aún por estudiar por medio de nuevos
conceptos y teorías.
Y es que de acuerdo con las evidencias obtenidas en las etnografías sobre rarámuri y yumanos, se puede
afirmar que éstos, como otros grupos indígenas del norte de México, no están organizados en comunidades
corporadas, sedentarias y agrícolas, como los grupos del centro y sur de México. Por el contrario, en la orilla
norte del país existe una forma de territorialidad basada en unidades de organización móviles y flexibles que
definen una forma de comunidad muy diferente a aquella descrita cientos de veces en la antropología
mexicana y que sólo encuentra materialización en Mesoamérica.
La discusión que este antropólogo establece en torno a lo anterior, se puede encontrar en distintos
artículos y capítulos de libros que este trabajo recoge. De hecho, aquí se retoma parte del título de un libro
colectivo coordinado por Miguel Lisbona: “La comunidad a debate. Reflexiones acerca del concepto de

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comunidad en el México contemporáneo” (Lisbona, 2005), en el que Juan Luis Sariego escribe un capítulo
sobre “La comunidad indígena en la Sierra Tarahumara. Construcciones y deconstrucciones de realidades y
conceptos”. Otras publicaciones de este mismo tema son: “Matrices indígenas del norte de
México” (Sariego, 2016); “Coverage and Operation of Oportunidades in Inter-Cultural Indigenous
Regions” (2008); “La cruzada indigenista en la Tarahumara” (Sariego, 2002a); y “El Indigenismo en la
Tarahumara: identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la sierra de Chihuahua” (Sariego,
2002b), entre otras.
En el caso de los yumanos, esta discusión tiene lugar sobre todo, en el libro de mi autoría: “De
comunidades inventadas, a comunidades imaginadas y comunidades invisibles” (Garduño, 2011), así como en
los artículos “Making the Invisible Visible: The Yumans of the U.S.-Mexico Transborder Region” (Garduño,
2016); “Cuatro ciclos de conquista, cuatro ciclos de resistencia indígena” (Garduño, 2004); “The Yumans of
Baja California, Mexico” (Garduño, 2003); e “Hiperespacios y campos transnacionales de acción social en
construcción” (Garduño, 2002).
Ahora bien, para el presente análisis retomamos el trabajo de Edward Spicer (1962) sobre los ciclos de
conquista y colonización que irrumpieron las formas tradicionales de asentamiento y organización de los
grupos indígenas del norte de México. Esto nos permite seguir una estructura y a la vez precisar algunas
particularidades regionales de este proceso. De acuerdo con Spicer (1962: 5), el primero de estos ciclos fue
encabezado por los europeos del siglo XVI al siglo XIX, teniendo como objetivo la imposición de la religión
cristiana y la lengua española pero, sobre todo, la instauración del concepto de pueblo indio. El segundo tuvo
lugar en el México independiente con la colonización de mexicanos, promoviendo de nuevo la imposición del
concepto de comunidad sedentaria, con una estructura jerarquizada y central de gobierno (Spicer, 1962: 5).
Por último, el tercer ciclo fue dirigido por exploradores y comerciantes norteamericanos y dio inicio con el
desplazamiento de la frontera México-Estados Unidos hacia el sur en 1848, dividiendo a los linajes indígenas
en dos nacionalidades e imponiendo una reorganización territorial de las comunidades asentadas del lado
mexicano (Martínez, 1988: 63).
Para Sariego (2002b), sin embargo, si bien el primer ciclo tuvo —en la Sierra Tarahumara— el impacto
descrito por Spicer (1962) para el resto del norte mexicano, el segundo y tercer ciclo asumieron
particularidades específicas en esta zona. Mientras que la colonización de mexicanos en el México
independiente se dirigió más que nada hacia los valles, la irrupción en las formas de asentamiento y
organización de los rarámuri tuvo su origen en las políticas públicas regionales de cuño porfirista, más que en
el desplazamiento de la frontera hacia el sur. Por su parte, el que podría ser considerado tercer ciclo de
conquista y colonización en esta zona, tuvo como principal evento el retorno de los jesuitas a dicha sierra y la
proliferación de ejidos.
En el caso de los yumanos, estos ciclos de conquista se vieron temporalmente recorridos hacia años
posteriores. El primero tuvo lugar cuando los jesuitas habían sido ya expulsados y fue encabezado por los
dominicos en el siglo XVIII. El segundo es el que Spicer (1962) describe como tercero. Inició con el tratado de
Guadalupe-Hidalgo y fue conducido por compañías colonizadoras europeas y norteamericanas. Por último, el
tercero, al igual que en la Sierra Tarahumara, lo protagonizaron los mexicanos que en el siglo XX invadieron el
territorio indígena con ejidos (Garduño, 2004).
Pese a estas diferencias entre el modelo de Spicer (1962), el descrito por Sariego (2002b) para la Sierra
Tarahumara y el observado entre los yumanos de Baja California (Garduño, 2004), estos coinciden en haber
tenido tres objetivos comunes: a) la sedentarización de los indígenas en asentamientos compactos; b) la
introducción entre ellos de la práctica generalizada de la agricultura y la ganadería; y c) la adopción por parte
de estos grupos de una autoridad central.

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Más aún, Sariego asume un cuarto ciclo de conquista, aunque no lo denomina así. Éste es el
“colonialismo epistemológico” y la “etnografía ficción” conducidos por antropólogos mesoamericanistas, y el
“comunitarismo indigenista” practicado por instituciones del sector público (Sariego, 2005). En el primer
caso se trata de la teoría y práctica de quienes, ignorando las formas de organización territorial de los grupos
del norte, han elaborado un concepto universal de comunidad que retoma sólo las características de los
asentamientos indígenas en el centro y sur del país y aquellas delineadas en la aspiración colonial de pueblo
indio, y lo aplican al estudio del norte de México. En el segundo caso, se trata al mismo tiempo de una falsa
premisa y un erróneo objetivo, de aquellas instituciones gubernamentales que han asumido que todos los
grupos indígenas se organizan bajo la misma forma: el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e
Informática (INEGI); el programa que hasta 2014 se llamó Oportunidades y que hoy es el Programa de
Educación, Salud y Alimentación (Progresa); el así llamado hasta 2003 Instituto Nacional Indigenista (INI),
hoy Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), y los distintos programas creados
entre la población indígena por los respectivos gobiernos del Estado y ayuntamientos. Como lo indica Sariego
(2002b), con el objetivo de proceder con equidad entre todos los grupos indígenas, la práctica del
comunitarismo indigenista ha incurrido durante largos años en profundas inequidades.

El pueblo indio como noción de comunidad en la perspectiva colonial

Considerando el propósito común de los tres ciclos de conquista planteados por Edward Spicer (1962), Juan
Luis Sariego los define como tres ciclos de “comunitarismo indigenista” en el norte de México. De esta
manera, Sariego considera que en la Sierra Tarahumara este comunitarismo indigenista dio inicio en el siglo
XVII con la presencia de los misioneros Jesuitas. En cambio, en el norte de Baja California éste tuvo lugar en
el siglo XVIII, mediante el trabajo de los misioneros dominicos (Garduño, 2011). En ambos casos, sin
embargo, los objetivos eran los mismos: imponer a los indígenas la religión católica, el idioma español y, sobre
todo, la noción de pueblo indio que había sido con gran éxito introducida en el centro y sur de la Nueva
España (Spicer, 1962: 5). Siguiendo este modelo, los misioneros jesuitas y dominicos intentaron organizar a
los grupos nómadas dispersos en una serie de asentamientos sedentarios establecidos alrededor de una cabeza
o pueblo principal, donde se fundaba una misión. Este sistema de pueblos indios tenía el propósito de
alcanzar la utopía de la ciudad sagrada: la vida sedentaria, la autosuficiencia, la propiedad y trabajo comunales,
el sistema de gobierno y de cargos, y la práctica institucionalizada de los tribunales y de justicia indígenas
(Sariego, 2005).
Para este propósito, la misión seguía la siguiente estrategia. Primero que nada se establecía en una zona
cuyos alrededores estuvieran habitados por numerosas tribus indígenas y donde hubiese tierra fértil. Después,
las bandas nómadas de indígenas eran traídas al sitio misional para iniciar su transformación en gentiles.
Luego de ser forzados a bautizarse, se les introducía en un proceso de catequización exhaustiva y de
aprendizaje extenuante de las labores agrícolas y de pastoreo. Esto, como es fácil suponer, significó un
cambio radical en el estilo de vida de estos grupos, quienes tuvieron que observar de manera compulsiva
estrictas rutinas y disciplinas (Garduño, 2003).
Es por ello que a lo largo de los siglos XVII y XVIII, la irrupción de los Jesuitas y dominicos en la vida
de tarahumaras y yumanos, en su caso, encontró la oposición de los indígenas. Juan Luis Sariego (2002b)
señala que esta oposición condujo muchas veces a la negociación entre jesuitas y rarámuri, pero en muchas
otras, ésta tomó forma de resistencia pasiva e incluso de rebeliones indígenas que marcaron el fracaso del
sistema misional y su política de reducción. Claudia Molinari y Eugeni Porras (2001) afirman que en la
Tarahumara y regiones vecinas hubo revueltas indígenas, de numerosas etnias, a lo largo de todo el siglo
XVII y buena parte del XVIII:

83
De 1616 a 1619 se sublevan los tepehuanes. En 1632 se levantan guazapares y guarijíos. En 1644 se produce la
llamada rebelión de las siete naciones. En 1645 los conchos. De 1652 a 1660 se alzan tobosos, cocoyomes,
ocomes, gavilanes y cabezas. Entre 1680 y 1698 se producen las primeras incursiones de los apaches. En 1690
janos, yumas y chinarras se enfrentan a los invasores. Los tobosos vuelven a la violencia en 1677 y en 1720,
mientras que los apaches mantienen sus incursiones en una amplia franja del estado desde 1748 a 1896. La
primera rebelión propiamente tarahumara se desató en 1646 y duró hasta 1653. Otros alzamientos se produjeron
de 1684 a 1690, en 1694, y de 1696 a 1698 (Molinari y Porras, 2001: 22).

En el caso de los yumanos sucedió algo similar. En un primer momento, este esquema de vida encontró sólo
la resistencia pasiva por medio de la desobediencia, el hurto y la intriga en contra de los misioneros. No
obstante, cuando los colonizadores españoles endurecieron su actitud para forzar a los indígenas a aceptar su
proyecto civilizatorio, la resistencia tomó el carácter de rebelión activa. Por ejemplo, en 1781, los cucapá
destruyeron la primera y única misión establecida en la zona rivereña del río Colorado, y en 1840 los kumiai y
los paipai destruyeron, de manera respectiva, las misiones de Guadalupe y Santa Catalina (Garduño, 2004).
Otras rebeliones importantes en contra del sistema misional en otras regiones del norte de la Nueva España
fueron: las de los indios pueblo en la provincia de Nuevo Méjico, las de los pericú en Baja California Sur, y de
los seris, ópatas, yaquis y mayos de Sonora (Martínez, 1988: 55; León-Portilla, 1984).
Respecto al sentido original de la beligerancia indígena, resulta revelador el testimonio de María García,
una india kumiai evangelizada y cautiva en la misión de Guadalupe, en los precisos momentos en que algunos
miembros de su grupo irrumpieron con violencia en el sitio. María comenta que en ese momento el líder de la
rebelión, Jatñil, se le acercó y le dijo:

No tengas miedo, me dijo; yo no he ordenado a nadie que mate, aunque la gente que viene conmigo, haya
matado. Al único que estoy buscando es al Padre, porque él está bautizando a la fuerza a la gente de mi tribu para
esclavizarlos a la misión, justamente como tú estás, sin disfrutar de tu libertad, y viviendo como caballos (Rojo,
1972: 43).

Debido a esta oposición al pueblo indio, cuando los misioneros abandonaron el ya entonces norte de México,
las distintas tribus rarámuri y yumanas retomaron sus antiguas formas de vida, y adaptaron algunas de las
introducidas por los europeos. De estos últimos, los rarámuri y yumanos adoptaron la estructura de
rancherías en torno a un conjunto de lugares centrales, por lo regular antiguas misiones. De su tradicional
forma de organización, estos indígenas retomaron la dispersión, la autonomía política, la libertad de
adscripción, la movilidad territorial y la economía diversificada de las mismas rancherías (Sariego, 2005;
Garduño, 2011).
Con la partida de los misioneros dio inicio lo que Spicer (1962) llama “el segundo ciclo de
conquista”. A decir de este antropólogo, este nuevo ciclo se caracterizó por el impulso de la colonización
de mexicanos, promovida por los gobiernos del México independiente. Sin embargo, de este periodo no
se registra —en la Sierra Tarahumara ni en el norte de Baja California— ningún proyecto inspirado en el
comunalismo indigenista. Es por ello que el segundo ciclo, en ambas regiones, fue en realidad lo que
Spicer (1962) denomina como tercer ciclo, caracterizado por el proyecto liberal que promovía la
expansión financiera.
Como se mencionó con anterioridad, el tercer ciclo de conquista descrito por Spicer (1962), segundo
ciclo para la Sierra Tarahumara y Baja California, dio inicio hacia la década de 1840. Su principal evento fue
el despojo del territorio septentrional del país y el establecimiento de una nueva frontera. Se trata de la
expansión financiera de Estados Unidos conducida por compañías extranjeras y que tuvo expresiones
diferentes en la Sierra Tarahumara y en el territorio yumano. En el caso de la Tarahumara, Juan Luis

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explica que, debido al aislamiento geográfico —el reordenamiento territorial que derivó de la expansión de
la frontera estadounidense hacia el sur— el territorio de los pimas bajos, tarahumaras, tepehuanes y
guarijíos no sufrió mayor impacto, confirmando con esto que “no todo en el norte es frontera”. Sin
embargo, la llamada Ley de Mejoramiento de la Raza Tarahumara por parte del gobernador Creel en el
México porfirista, retomó lo que Sariego llama “el sueño del comunalismo indigenista”, al impulsar la
conformación de colonias o pueblos tutelados por el Estado. A decir de Sariego, aunque el estallido de la
revolución interrumpió el proyecto de Creel de comunidad indígena, este nuevo proyecto comunalista
marcó el inicio de la ruptura de la relación estrecha entre el indio con su medio de origen y con su cultura
(Sariego, 2002a).
Por el contrario, entre los yumanos, el establecimiento de la nueva frontera dividió sus linajes y bandas
entre dos nacionalidades, y la colonización anglosajona en el lado norteamericano afectó de manera negativa
su hábitat. Por ejemplo, como resultado de la multiplicación de ranchos agrícolas y ganaderos en la antigua
misión de San Diego, los kumiai vieron mermados sus recursos de caza y recolección, y se vieron en la
necesidad de incursionar en aquellas regiones del territorio mexicano, donde la presencia del colonizador aún
no se intensificaba. Después del endurecimiento de la línea fronteriza, fue difícil para estos indígenas
reunificar a sus familias (Garduño, 2016). Además, la multiplicación de compañías deslindadoras y
colonizadoras promovidas por el gobierno mexicano en territorio peninsular, significó la presencia de los
primeros ranchos ganaderos y agrícolas en territorios yumanos. Esto hizo necesario relocalizar y establecer las
poblaciones nativas en congregaciones con fronteras fijas y delimitadas, bajo el control de autoridades
centrales. Durante este tiempo, la subjefatura de la Frontera Norte de México clasificó como “comunidades
yumanas” a la mayoría de las comunidades indígenas. Se trataba de los casos de Nejí, Peña Blanca, San
Antonio Necua, San José de la Zorra y La Huerta (Garduño, 2002). En el siguiente manuscrito, Manuel
Clemente Rojo describe este proceso:

Ahora mismo acabo de conseguir que se reúna una tribu que caminaba errante y dispersa causando daños en las
inmediaciones de la sierra; ahora vivirán bajo la vigilancia de la subjefatura y en un solo puesto. Han electo por
capitán a un indígena nombrado Cirilo, quien con todos los demás capitanes indígenas cuidará de dar aviso de
todo lo que ocurra entre su gente [...] Tenemos hasta hoy reducidas y en continuas relaciones con los blancos a
las tribus siguientes: [En la parte siguiente del documento se mencionan ocho bandas diferentes, con un total de
1 677 indios sin contar a los cucapá] (Rojo, 1869: 3-4).

El tercer ciclo de conquista, entonces, en la Sierra Tarahumara y Baja California, sobrevino con la
aplicación de la reforma agraria y, en el caso particular de la Sierra Tarahumara, con la llegada de los
jesuitas. De hecho, en el caso de esta región, primero tuvo lugar el retorno de los misioneros a lugares
como Sisoguichi y Norogachi, donde impusieron las llamadas “colonias catequistas”, y luego la reforma
agraria con la introducción del ejido o bienes comunales, como forma de organización entre los rarámuri
(Sariego, 2002a). Sariego afirma que este último modelo de asentamiento comunalista tomó fuerza como
política de estado cuando en el cardenismo dio inicio al indigenismo oficial, enarbolando un discurso
radical en el que se hablaba de los grupos indígenas “cuasi como nacionalidades” que eran parte del
Estado-nación (Sariego, 2002a).
Resulta interesante comentar, como contrario a lo que se piensa, en el sentido de que el tema de la
autonomía indígena es reciente e introducido por los zapatistas en Chiapas. Sariego (2002b) descubre que ésta
fue enarbolada en el discurso oficial de este periodo. Este antropólogo nos dice cómo en 1936, después de
recorrer el territorio serrano, una comisión enviada por Cárdenas llega a proponer la autonomía política de
esta etnia y el reconocimiento explícito de su sistema de gobierno (Departamento del Trabajo, 1936). Causa
sorpresa, sin embargo, que para alcanzar dicha autonomía, el Estado impone una forma de organización,

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autoridad y representación central a los rarámuri: el Consejo Supremo Tarahumara. Según sus promotores,
este consejo era una auténtica forma de representación política de estos grupos ante el Estado, regida por la
celebración de periódicos congresos.
Por su parte, en Baja California, si bien el ejido disminuyó la alta concentración de la tierra en
monopolios agrarios y retuvo a la población rural en sus comunidades, esta forma de organización rural
introdujo conflictos e inconformidades entre los residentes mestizos y nativos. Puesto que el ejido fue
fundado bajo las nociones de trabajo comunitario agrícola y sedentario, los yumanos fueron forzados a
integrarse a él. Por ello, los ejidos significaron para estos grupos el refuerzo de la noción impuesta de
comunidad sedentaria, bajo el argumento de facilitar la aplicación de las políticas indigenistas y de mejorar la
distribución de tierras y la introducción de beneficios sociales (Garduño, 2011).
Por último, un cuarto ciclo de conquista no descrito por Spicer y que Sariego sugiere —aunque no lo
denomina así—, tiene lugar en la década de 1950. Este cuarto ciclo de conquista bien podría ser el marcado
por la irrupción de las políticas públicas y del indigenismo que hacen de la comunidad mesoamericanista el
destinatario primordial de los cambios sociales, aunque las evidencias etnográficas demuestren que este tipo
de agrupación no existe entre las comunidades indígenas del norte de México, en especial entre los rarámuri y
yumanos. Como se analiza enseguida, Sariego (2016) considera que esta tesis del comunalismo indigenista se
concreta en la aplicación de las teorías sobre comunidad que derivan de la antropología tradicional
mesoamericanista. En estas teorías, la comunidad es identificada como el núcleo principal de la territorialidad
y de la organización indígena en el que se agrupan los clanes residenciales y calpules. No obstante, para
Sariego, “ni núcleo familiar, ni comunidad, ni pueblo significan en la Tarahumara —ni entre los yumanos, yo
añadiría— lo que en Mesoamérica connotan” (2002a: 135).

El concepto de comunidad en la perspectiva antropológica

En la antropología, quienes destacaron por su expresión clásica y multirreferenciada del concepto de


comunidad fueron sobre todo Eric Wolf (1957) y más adelante Hugh Seton (1977). En el caso de Wolf, es
ampliamente conocido su concepto temprano de comunidad campesina autocontenida, cerrada y corporada,
con características adicionales, como la cohesión social y el igualitarismo, estos últimos alcanzados con
dispositivos regulatorios de la acumulación y preventivos de la estratificación social, y por medio de la
resistencia a la dominación externa desde la época colonial hasta el siglo XX. Por su parte, Seton (1977),
siguiendo a Wolf, definió la comunidad como aquella entidad delimitada desde un punto de vista geográfico,
cuyos miembros comparten una misma cultura y han desarrollado un determinado sentido de solidaridad y
una conciencia comunitaria.
Sin embargo, unos años después de que Eric Wolf acuñara aquel concepto de comunidad que luego
fuera retomado por el indigenismo, Edward Spicer (1962), en su estudio sobre los indígenas del norte de
México, reveló que hacia el siglo XVIII, existían cuatro formas de adaptación y organización entre ellos.
Primero, estaban las bandas nómadas, no agrícolas, de cazadores y recolectores, como los yumanos de Baja
California; segundo, se encontraban las bandas nómadas de agricultura incipiente, como las de los apaches,
navajos y yumanos ribereños; tercero, existían las rancherías agrícolas dispersas, como las de los
tarahumaras, yaquis y pimas; y cuarto, había las comunidades compactas con una sofisticada agricultura de
riego, que se acercaban más a la idea planteada por Eric Wolf y que habían desarrollado los mogollón, los
hohokam y los anazasi.
Así, retomando el esquema de Spicer, un análisis más fino de las formas de organización y
asentamiento de los rarámuri y los yumanos, contraviene la idea de que éstos vivan en comunidad. Al
respecto, Juan Luis Sariego (2005) dice que la idea de imponer de manera generalizada la noción de

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“pueblo indio” en las Américas formó parte esencial de la colonización europea entre los siglos XVIII y
XIX, que si bien tuvo éxito en la zona mesoamericana, en el norte de México no siempre tuvo la
aceptación de los grupos de cazadores y recolectores que habían establecido sus propias formas de
asentamiento y organización, en respuesta a las particularidades ecológicas de la llamada Áridoamérica y
Oasisamérica. Es por ello, comenta este antropólogo, que “no existe término en rarámuri que sea
sinónimo de comunidad” (Sariego, 2005). Incluso, continúa este autor, si aplicáramos las cinco
dimensiones o criterios que con frecuencia se consideran como características de toda comunidad,
llegaríamos a la conclusión de que no sólo los asentamientos de los rarámuri o de los yumanos no
observan estas dimensiones, sino tampoco las mismas comunidades mesoamericanas que inspiraron dicha
caracterización. Estas cinco dimensiones son: a) una supuesta base biológica y de parentesco; b) una
alegada base territorial-jurídica; c) el ser una unidad económica de intercambio; d) contar con una unidad
política de gobierno; y e) el funcionar como unidad de reproducción y socialización que se impone sobre
los individuos (Sariego, 2005).
En el caso rarámuri, Sariego explica cómo su dispersión territorial impone entre ellos la existencia de
un sistema de organización social basado en la unidad familiar, el rancho, la ranchería y la red del tesgüino.
Respecto a lo primero, entre los rarámuri la herencia es bilateral, no hay clanes ni linajes, mucho menos
calpules residenciales. Por el contrario, la unidad básica del trabajo y la reproducción en este grupo es la
familia nuclear. Ésta es la unidad económica de subsistencia basada en la agricultura, la caza, la recolección y
la pesca, y en la que prevalece el respeto a la libertad y autonomía del individuo.
En segundo lugar, el espacio habitado por la familia es el rancho, kawí o bitichí en rarámuri, el cual
en observancia de las reglas tradicionales de la herencia se multiplica y desplaza, es móvil. Como
resultado de esta constante fisión del rancho se llega a formar la ranchería, la cual consiste en un conjunto
de ranchos dispersos a lo largo de laderas, barrancos y valles en la Sierra Tarahumara, pero unidos por el
parentesco (2005).
Más aún, entre los rarámuri —explica este antropólogo— existe un mecanismo de fusión que permite
la construcción de la red o plexus que va más allá del rancho y la ranchería. Éste es el tesgüino del trabajo o
de las actividades rituales que congregan a miembros de distintos lugares en torno al trabajo colectivo o de
protocolos religiosos, como el de Semana Santa. De acuerdo con Kennedy —un ecologista cultural citado por
Sariego, que trabajó en la Sierra en 1960—, es por medio de la tesgüinada que los rarámuri viven y expresan
su sentido de sociabilidad. Es en estos eventos en los cuales opera el sentido de pertenencia étnica, en el que
se ejerce el liderazgo, la autoridad basada en el prestigio, los intercambios matrimoniales y comerciales y hasta
la violencia (Sariego, 2002b, 2005).
Sin lugar a dudas, concluye Juan Luis, esta institución que muestra un alto grado de adaptación a las
condiciones del territorio y a las posibilidades de obtener sus recursos, no coincide con las formas de
comunitarismo indigenista que la Iglesia y el Estado mexicano han tratado de imponer a los rarámuri por
siglos (Sariego, 2002a). Ese comunitarismo es el concepto de pueblo promovido por los misioneros europeos
en las zonas indígenas, y el esquema oficial indigenista de la ciudad primada mestiza y su hinterland indio. A
decir de Juan Luis Sariego (2005), el apremio, el aislamiento y la informalidad de la vida en los ranchos
contrasta en gran medida con el ambiente de reunión y formalidad, de orden jerárquico que prevalece en los
pueblos habitados en su mayoría por mestizos. Estos últimos rememoran el arquetipo de comunidad tantas
veces soñado por los misioneros. Por el contrario, la forma de organización socio-territorial rarámuri se
sustenta en una doble estrategia consistente en la movilidad y dispersión espaciales —única vía posible de
sobrevivir en un territorio en extremo agreste y con escasos suelos agrícolas— y en el rechazo a toda forma
de autoridad y gobierno centralista y unificado.

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En consecuencia, con la orientación no comunitaria de los rarámuri, la identidad de este grupo es
individualista. Esto, sin embargo, no como sinónimo de ser “egoísta”, sino en el sentido de que la identidad
rarámuri asume expresiones del todo laxas, informales, no coercitivas ni jerárquicas y respetuosas de la
independencia de los núcleos familiares, así como de la libertad y autonomía de las personas. Se trata de una
sociedad en la que predomina la orientación cosmopolita por encima de una orientación primordialista o
comunalista, con un carácter flexible, móvil y versátil, aunque con un mecanismo por completo
institucionalizado para propiciar el trabajo colectivo y la eventual congregación de las dispersas rancherías
(Sariego, 2002b, 2005). Cabe señalar aquí entonces que para Sariego la identidad y la autonomía entre estos
grupos étnicos tienen una connotación sobre todo territorial, y que “el territorio entraña no sólo un sentido
de pertenencia y lugar de encuentro con los orígenes, sino también espacio y sustento que permite la
reproducción cotidiana” (Sariego, 2002b, 2005).
Los yumanos, por su parte, sí han observado una organización en linajes regida por una autoridad
patriarcal. De acuerdo con Peveril Meig (1939), el linaje consiste en un grupo reducido de personas unidas
por tres factores: sus vínculos basados en los abuelos paternos, un lugar de origen común y la creencia en un
mítico ancestro compartido. Sin embargo, al igual que los rarámuri, estos grupos observaban lo que Hommer
Aschmann (1959) denomina “mecanismos de fisión y fusión”, dependiendo de la escasez o abundancia de
alimento, determinadas por las temporadas de lluvia y sequía, y basados dichos mecanismos en una relación
dual de conflicto y comunalidad.
Como ilustra Aschmann (1959: 116), durante los periodos de sequía los linajes yumanos como los
rarámuri analizados por Sariego, se dispersaban tanto como era posible a lo largo y ancho del territorio
para tener más oportunidades de beneficiarse de los escasos recursos disponibles. En estas circunstancias,
los linajes vivían en un estado de conflicto latente por las disputas que se suscitaban en las áreas con
mayores concentraciones de comida (por ejemplo, las áreas costeras). Como ejemplo de la tensión presente
entre los grupos, podemos mencionar la tradicional animadversión entre los kiliwa y los paipai, entre los
habitantes de la parte baja del desierto de Sonora (cucapá y yuma), y entre los kumiai y los cucapá, por el
ingreso a la costa del Pacífico (Garduño, 2002). Por el contrario, como afirma Aschmann (1959), en
periodos de abundancia, la capacidad de caza y recolección de los linajes se incrementaba al fusionarse en
bandas y éstas en grupos más grandes. Cuando esto ocurría, la reunión era propiciada, al igual que en el
caso de la tesgüinada rarámuri descrita por Juan Luis, por una serie de eventos en los que tenía lugar una
euforia colectiva, resultado de la abundancia de comida, y que servía para relajar las tensiones entre los
linajes. Entre estos mecanismos figuraban la Fiesta del Piñón, la cual se efectuaba al inicio del otoño,
cuando diferentes linajes pertenecientes a grupos étnicos distintos se reunían en la Sierra de Juárez para
colectar piñón, cantar y bailar, así como para buscar pareja con fines matrimoniales (Ochoa, 1979: 47;
Zárate, 1986: 3). La informante Teodora Cuero recuerda este evento, al que incluso los grupos rivales
asistían: “En septiembre nos reuníamos todos, hasta los cucapá. Alrededor de la fogata, mientras
limpiábamos y comíamos piñones, disfrutábamos el placer de cantar y bailar al son del bule” (Garduño,
2011). Cabe señalar que basados en esta matriz de organización y movilidad, los yumanos han definido en
la actualidad el patrón de asentamiento de tipo ranchería, como el caso rarámuri, conformada por
dispersos caseríos familiares que pueden estar a la distancia de 2 o 3 km entre ellos, aunque en el interior
de sus adjudicaciones ejidales o bienes comunales (Garduño, 2011). Así, las evidencias etnográficas e
históricas en el estudio de los rarámuri y los yumanos refutan la noción tradicional de comunidad entre
estos grupos.

88
El concepto de comunidad
en las políticas públicas y el indigenismo

Juan Luis Sariego (2002b, 2005) señala que de todos los principios que han regido el discurso y la acción
institucional de los indigenistas, hay uno que sobresale y permea a todos los demás: el del comunitarismo
indigenista, sustentado en los estudios antropológicos efectuados sobre las formas de organización social en
el centro y sur de México. Como se discutió en el apartado anterior, estas formas de organización y
asentamiento difieren sobre todo de las de los rarámuri y los yumanos. Mientras que en los pueblos
mesoamericanos —afirma Sariego— la comunidad obedece a patrones de concentración demográfica
derivados de la presencia y utilización de determinados recursos naturales, en otras regiones, como la
Tarahumara y el norte de Baja California, sucede lo contrario: la dispersión de los escasos lugares propicios
para la agricultura y ganadería llevan a las familias a esparcirse en el territorio, lo que explica que la densidad
de la población en la región es de 4 habitantes por kilómetro cuadrado, 10 veces menor que el promedio
nacional (Sariego, 2002b, 2005).
Sariego señala que dicho comunitarismo establece, sin embargo, que el cambio social sólo es posible a
partir de que el indio asuma —de buen grado o como resultado de la imposición— formas comunales y
colectivas de organización social. Bajo esta premisa, el comunitarismo indigenista ha significado para los
rarámuri y los yumanos más de tres siglos de esforzados intentos para que estos indígenas vivan en
comunidad. Para este antropólogo, los más recientes intentos corresponden a las políticas públicas en México,
que han reiterado el precepto colonial de vivir en comunidad, “bajo policía y buen gobierno”, como requisito
para ser reconocido como parte de la población objetivo de su atención (Sariego, 2002a). Esto ha dado lugar a
un cuarto ciclo de conquista y colonización que en esencia consiste en los renovados proyectos coloniales y
de Estado que han pretendido establecer en una zona a los indios en el territorio, formando pueblos y
aceptando un régimen centralizado de autoridad y representación política. Estos son programas de acción
para el desarrollo, el territorio, los sistemas de gobierno y las relaciones interétnicas. Por su propia naturaleza,
estos programas han tenido un éxito limitado, porque han presumido la conformación de patrones de acción
en los que el individuo esté subordinado a la comunidad (ibidem).
De esta manera, la incompatibilidad entre la noción imaginada de comunidad de las instituciones
indigenistas y la organización rarámuri y yumana real, ha derivado en lo que Sariego (2008) llama una marcada
inequidad en la distribución de los recursos públicos. Como lo señala Juan Luis, aunque la conformación de
conglomerados compactos tenga ventajas administrativas para las instituciones, desde el punto de vista de las
políticas sociales es inequitativa, al pretender operar de la misma manera en dos realidades Socio-territoriales
por lo visto diferentes (p. 176). Sin duda, esta situación aleja a la sierra Tarahumara, y al norte de México en
general, de los beneficios de los programas asistenciales. Por ejemplo, como lo demuestra Sariego (2008: 172),
la ausencia del programa Oportunidades en 2008 en la sierra de Chihuahua, fue “portentosa”: de cada tres
localidades, a sólo una llegaban sus beneficios. Esto obedeció, sin duda, a que siguiendo una lógica de
responsabilidad compartida, el programa Oportunidades, hoy Prospera, ha establecido que para recibir los
apoyos monetarios las familias deben enviar a los niños a la escuela y al doctor. Para que esto suceda, estos
indígenas deben habitar una localidad que cuente con servicios educativos (desde la primaria hasta la
preparatoria) y con servicios médicos. Como los indígenas de estas latitudes se encuentran dispersos en las
zonas serreñas, viven sin estos servicios a la mano y, por tanto, su marginal situación los aleja aún más de los
apoyos del Estado (Sariego, 2008).
Entre los yumanos, los proyectos comunitarios del Estado han experimentado también el fracaso. Por
ejemplo, en 1979, el INI y el Programa Integral para el Desarrollo Rural trataron de establecer cooperativas
colectoras de miel de abeja, considerando que ésta ha sido una de las actividades practicadas según la
tradición por los yumanos. Cada comunidad recibió infraestructura con este propósito, pero la falta de agua

89
dio como resultado la muerte de los enjambres. Según técnicos del INI, esto ocurrió porque las personas no
trabajaron en equipo para proveer de agua a los panales. Desde entonces, el equipo está fuera de uso y
abandonado (Garduño, 2011).
Otro ejemplo es el proyecto de la jojoba (Simmonsdia chinensis) en 1984. De acuerdo con mi
informante, Anselmo Domínguez, y considerando la abundante cantidad de arbustos de jojoba en el
territorio indígena y su alta demanda en Estados Unidos, el INI intentó crear cooperativas colectoras de
este arbusto que fueran administradas por los yumanos. Poco a poco se fue desarrollando una
infraestructura moderna para la domesticación de esta planta en cada comunidad. Un equipo de
agrónomos y administradores fue enviado desde la Ciudad de México para asistir a los nativos, y varios
antropólogos fueron contratados para enseñar y motivar a los indígenas a trabajar en cooperativas. Por otra
parte, los bancos gubernamentales ofrecieron financiamiento sólido en apoyo al proyecto. Sin embargo, la
falta de participación impidió que este programa alcanzara los resultados anticipados (Garduño, 2011). Así,
el fracaso de los proyectos comunitarios entre los yumanos ha sido una constante, más que una excepción,
en la historia del indigenismo en Baja California.

Conclusión

Después de haber aceptado la invitación de Juan Luis Sariego para explorar los nuevos caminos de México
desde una antropología distinta, la experiencia ha sido maravillosa y productiva: mi participación reiterada
en los coloquios Carl Lumholtz, en el grupo de Antropología de las Orillas, en las sesiones organizadas
por este grupo en congresos y coloquios, en dos libros colectivos de este grupo —éste es el tercero— y
en la planta de profesores y lectores de la EAHNM. Así, también, esta relación permitió la participación de
Juan Luis como lector de los posgrados del IIC-Museo y en la coedición de dos libros entre su institución
y la mía.
Más aún, ser compañero de viaje de Juan Luis por estos caminos fue sólo posible gracias a las
convergencias en las formas de pensar las orillas, el norte de México. Lo que se presenta en este trabajo son
sólo unas cuantas de esas convergencias: la relativa al análisis de los procesos de colonización como ciclos de
conquista que buscaban instaurar la noción de comunidad mesoamericana en el ámbito indígena; la crítica a la
noción de comunidad sedentaria y corporada como categoría de análisis aplicable a esta región del país y las
consecuencias que esto ha tenido en términos de políticas públicas. Las coincidencias entre lo que Sariego
encuentra en su análisis de los rarámuri, y lo que he podido documentar por medio de mi trabajo con los
yumanos, permite tener un panorama más íntegro de la región Árido/Oasisamericana.
De esta manera, este artículo sigue el modelo de Edward Spicer (1962) acerca de los tres ciclos de
conquista sufridos por los indios del norte de México y el sur de Estados Unidos, por parte de los
colonizadores españoles, mexicanos y norteamericanos. No obstante, en este trabajo se plantea que estos
ciclos se presentaron con ciertas particularidades en la Sierra Tarahumara y el norte de Baja California, donde
habitan, de manera respectiva, los rarámuri y los grupos yumanos. Entre estas particularidades está el hecho
de que el llamado por Spicer tercer ciclo fue en realidad el segundo para estos grupos, que el tercero es una
etapa más definitoria en la vida de estos indígenas y que dicho antropólogo no contempla: la reforma agraria
en el siglo XX. Más aún, siguiendo el análisis de Sariego, aquí se habla de un cuarto ciclo de conquista,
caracterizado por un colonialismo epistemológico, una etnografía ficción y un comunitarismo indigenista
promovido de manera reiterada por las instituciones indigenistas del Estado.
Sin duda, los subsecuentes ciclos de conquista del norte de México tuvieron consecuencias severas en la
reproducción biológica y social de las poblaciones rarámuri y yumanas. Estos resultados incluyeron lo
siguiente: alteración de la movilidad tradicional, división de linajes y bandas por el establecimiento de la

90
frontera internacional, despojo y degradación ambiental de los territorios indígenas, exterminación y
dependencia, transgresión de los derechos civiles y culturales, explotación social y creciente empobrecimiento.
Sin embargo, es una realidad que estos pueblos indígenas han resistido a estas acciones con una serie de
estrategias, entre las que están la negociación, la resistencia pasiva y la rebelión.

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92
9. La importancia de la obra de Juan Luis Sariego
en la crítica al indigenismo

Andrés Fábregas Puig

Los siglos coloniales en México forjaron la nación. El contexto amplio fue el de la expansión del
capitalismo bajo la práctica del colonialismo, lo que en el caso de México resultó en un país dependiente,
en un segmento de lo que es en la actualidad, un sistema económico mundial dominado por el capital
financiero. Los estados nacionales que surgieron de los movimientos de independencia acaecidos en el
siglo XIX, no lograron modificar la dependencia estructural de los grandes centros de expansión capitalista,
aunque introdujeron un nacionalismo cuyo objetivo era integrar a la población en una macroidentidad que
asegurara la fidelidad a esos nuevos Estados. En el siglo XX, dentro del planteamiento nacionalista —del
que México no es la excepción—, cobró un lugar de particular importancia la decisión de homogeneizar a
una población multicultural y de variedad lingüística, en aras de crear una sociedad y una cultura
nacionales, desde las cuales fuese viable la negociación de la dependencia por parte de los círculos de poder
emergentes. En un país de las características de México, la homogeneización de la población indígena
cobró forma desde los primeros días coloniales mediante las políticas de evangelización y castellanización
aplicadas por el Estado español. Al pasar de los años, la sociedad colonial se diversificó configurando
regiones con características particulares dentro de un proceso que las articuló bajo la égida administrativa
del Estado imperial de cuyas entrañas resultó el Estado nacional. Es desde esos primeros momentos del
siglo XIX que el emergente Estado nacional mexicano concibe la variedad de la cultura como un serio
obstáculo para integrar a una sociedad nacional y una ideología de “lo nacional” sobre la cual sustentar la
legitimación de las formas políticas. Los antecedentes de estos procesos tienen lugar en plena etapa
colonial, como lo apunto a continuación.
Hacia finales del siglo XVIII, un fraile dominico, fray Matías de Córdova, nativo de Tapachula, en ese
entonces, territorio de la Capitanía General de Guatemala, escribió un ensayo titulado “Utilidades de que
todos los indios y ladinos se vistan y calcen a la española y medios de conseguirlo sin coacción ni
violencia” (1951 [1798]) que, es probable, sea el primer texto que anuncia una propuesta de cómo asegurar la
aculturación de la población indígena en aras de crear la sociedad nacional. Fray Matías de Córdova, por
cierto, nació guatemalteco y murió mexicano. Pero su formación transcurrió en el ambiente intelectual de los
liberales guatemaltecos que sostuvieron una intensa relación con los pensadores europeos de su momento. La
tesis de fray Matías de Córdova es que las poblaciones indígenas podrán incorporarse a las emergentes
naciones americanas por medio del mercado. En congruencia, propuso obligarlos a vestir a la usanza de
Castilla y a llevar calzado, con el doble propósito de dinamizar la industria textil y la del zapato, al tiempo que
se aseguraba la aculturación de la población al obligarlos a abandonar uno de sus principales símbolos
tradicionales de identidad: el vestido. Leído a la distancia, el texto de fray Matías de Córdova —quien
proclamó la independencia del municipio de Comitán, Chiapas, alentando con ello un movimiento que abarcó

93
al propio Chiapas y a Centroamérica— resulta un planteamiento pionero de lo que vendría a sostener el
pensamiento liberal en el siglo XIX, reiterando la necesidad de asimilar a los pueblos indígenas a una
población nacional y a un solo idioma, el castellano. En cierto sentido, la propuesta de fray Matías de Córdova
puede ser tomada como una continuación de la evangelización, es decir, la introducción de una ideología que,
al cimentarse, apoyaría la construcción de los nuevos Estados nacionales, tal como durante el periodo colonial
el cristianismo cumplió el papel legitimador de ese orden.
Los planteamientos liberales decimonónicos pasaron a los vencedores en la Revolución mexicana
iniciada en 1910. Se consolidó el planteamiento de que la nación sólo sería posible si descansaba en la sólida
base de una sociedad nacional con su respectiva cultura. Varios de los pensadores más destacados del siglo
XIX, como Andrés Molina Enríquez (1909) o Wistano Luis Orozco (1975), habían propuesto al mestizo
ranchero como el prototipo del mexicano, al que todo habitante en el territorio nacional debía ajustarse.
Incluso, un pensador como Luis Villoro alegó la complejidad del indigenismo en un país como México, sin
descartarlo (Villoro, 1950). En el siglo XX, desde el nuevo Estado nacional de la revolución, se alentó ese
simbolismo, creando a personajes “prototipos” del mexicano: el ranchero con sus símbolos culturales, desde
la forma de vestir, el manejo del caballo, sus hábitos gastronómicos con el tequila por delante y su juego
campirano, la charrería, como el deporte nacional. La música ranchera en su variante mariachera vino a ser
colocada como la música nacional. El Charrito Pemex fue el emblema por años de esa empresa ícono del
Estado nacional mexicano en los años en que prevaleció la idea de la Revolución mexicana. Creado el
prototipo del mexicano había que crear el del indio, que debía ser aculturado y trasformado en un “mexicano
completo”. Ese prototipo recayó en los pueblos de Mesoamérica, la región cultural propuesta por el etnólogo
Paul Kirchhoff. Y dentro de Mesoamérica, el indio de comunidad fue el escogido. Éste es el punto de partida
del indigenismo mexicano, un planteamiento que formó parte del nacionalismo de Estado y de los esfuerzos
por homogenizar a una población de notable variedad cultural y lingüística, como lo son los pueblos
originarios del país que es hoy México. Aun Guillermo Bonfil, un crítico lúcido del indigenismo, se concentró
en Mesoamérica generalizando sus rasgos como los que tipifican al indio mexicano (Bonfil, 1990). El
“México profundo” de Guillermo Bonfil corresponde a la “Mesoamérica profunda” que tiene su origen en el
planteamiento de Kirchhoff, seguidor de los planteamientos del difusionismo antropológico y de las teorías
de los círculos culturales.
El indigenismo formó parte de la propuesta nacionalista no sólo del Estado nacional mexicano, sino
también de los Estados nacionales en América Latina. En México, dos teóricos destacaron: Alfonso Caso y
Gonzalo Aguirre Beltrán. El primero inauguró el Instituto Nacional Indigenista, la instancia creada por el
Estado nacional para llevar a la práctica el proceso de aculturación dirigida, cuyo resultado previsto era la
asimilación de los pueblos indígenas al prototipo de mexicano. El teórico Gonzalo Aguirre Beltrán destacó
por sobre los demás al proponer una compleja teoría basada en los supuestos de la aculturación
enmarcados en una concepción acerca de las regiones interculturales de refugio. Al respecto, Aguirre
Beltrán escribió:

La evolución de México está determinada, en gran medida, por un pasado colonial que pone frente a frente a
pueblos étnicos —los procedentes de la civilización occidental y los originarios de las altas culturas
mesoamericanas— con desniveles muy pronunciados en cuanto a sus modos de producción: capitalistas los
invasores, precapitalistas los invadidos sujetos a explotación. El desarrollo del país es desigual y en las regiones
interculturales de refugio aún persisten formas coloniales de dominio que ni la revolución de independencia, ni la
Reforma, ni la popular de 1910 han podido eliminar: ello no obstante la redistribución agraria, el esparcimiento
de la escolaridad rural y el progreso de los medios de información masiva. Los intereses locales que detenta la
población ladina, económica y técnicamente más avanzada, están sostenidos por aparatos políticos regionales
fuertemente estructurados, con un gran peso en la toma de decisiones a nivel estatal. Cuando el INI tiene en sus
manos la implementación de la acción-investigación integral, en entidades como Chiapas, Hidalgo, Guerrero y

94
otras más, sostiene enfrentamientos y graves contradicciones con gobernantes locales que contemplan las
actividades realizadas entre los indígenas como disolventes. ¡Levantar a los indios! —dicen los comarcanos “de
razón”— es peligroso para la seguridad pública (Aguirre Beltrán, 1994: 15).

En este párrafo se condensa un modo de pensar el país y su dinámica histórica. Es una importante reflexión
elaborada desde el nacionalismo de Estado surgido de la Revolución de 1910. Mezcla concepciones del
marxismo, con el evolucionismo y con la teoría de la aculturación, que es tema para una reflexión posterior.
Para los propósitos de este texto, me interesa destacar que, en opinión de Aguirre Beltrán, las contradicciones
señaladas entre el invasor europeo y los pueblos indios se centran en Mesoamérica, como si lo demás del
territorio nacional actual hubiese sido “tierra vacía”. Ésa es la concepción aplicada al norte de México, o
mejor, a los nortes de México. No obstante que la resistencia más persistente al colonialismo la sostuvieron
los pueblos agrupados en el término “chichimecas”, justo habitantes de los nortes mexicanos, es el “modelo”
mesoamericano el que los indigenistas tienen en mente. En otras palabras, el prototipo de indígena sujeto al
proceso de aculturación dirigida e inducida es el proveniente de Mesoamérica, de lo cual, por cierto, Paul
Kirchhoff no es responsable. Desde otra perspectiva, puede afirmarse que el mestizaje al que se refieren los
pensadores liberales y los antropólogos como Alfonso Caso y Gonzalo Aguirre Beltrán tiene como base al
indio de comunidad, agricultor o constructor en el pasado de sistemas políticos complejos, como lo es el
propio Estado. De ese horizonte se eliminó a los “chichimecas”, una miríada de pueblos con diferentes
economías y pobladores de los nortes mexicanos (Sheridan, 2015).
Una parte de la obra que nos legó Juan Luis Sariego está dedicada a la etnología de los nortes de
México y a la aplicación de la teoría indigenista a esta parte del país. La visión de los nortes como una tierra
desolada, inculcada desde los días coloniales, repetida por intelectuales de la importancia de José Vasconcelos
y arraigada en la imaginación centralista de una parte de la sociedad mexicana, es demolida en los textos de
Juan Luis Sariego. Desde El indigenismo en Chihuahua (1998) hasta El indigenismo en la Tarahumara (2002), y otros
textos más, Sariego hizo un balance de la antropología mexicana en sus relaciones con el amplio norte de
México, demostrando la falacia de los puntos de partida con los que se abordaba esta parte del país. En esos
enfoques a los que se refiere, priva el modelo mesoamericano. A los nortes de México se los ha analizado
siempre desde la perspectiva de Mesoamérica, desdeñando la dinámica histórica endógena. Es la visión y la
convicción en un amplio norte más bien desconocido lo que impulsa a Sariego —entre otros sentimientos—
a fundar una Escuela de Antropología en Chihuahua, justo para emprender la tarea de formar antropólogos
desde la tierra misma, combatiendo de raíz las visiones centralistas. La profundidad histórica y la visión
teórica de Sariego se expresan sin ambages en párrafos como el siguiente:

Una tesis central destaca a lo largo de estos textos: en contra de quienes han pretendido explicar la historia de la
política indigenista como un proyecto lineal, homogéneo en todo el país y apegado a las ideologías, los
postulados y los paradigmas que construyó la antropología mexicana a partir de 1920, la crónica regional que
aquí se recoge apunta más bien a un proceso mucho más complejo y heterogéneo en el que las prácticas y las
ideologías se combinaron de formas diversas para dar lugar a una serie de experiencias originales, derivadas de un
contexto étnico particular (Sariego, 1998: 6-7).

En las palabras anteriores se expresa el enfoque regional con el que Sariego estudia el indigenismo, su
aplicación y sus resultados. Existe una tesitura crítica que será aplicada a lo largo de su dedicación a conocer y
difundir el conocimiento sobre el norte de México en su más amplia acepción. De entrada, la propuesta es
que el paradigma indigenista modelado desde la visión mesoamericana es modificado por la realidad empírica
de un país regionalizado como lo es México. Sariego llama la atención hacia un problema mayor de la
antropología mexicana: la elaboración de un proyecto de aplicación práctica desde bases teóricas equivocadas.
De esta manera, los resultados de la experiencia indigenista no podían ser homogéneos, puesto que están

95
modificados por las condiciones regionales donde se aplica. De igual forma, no será posible entender el
indigenismo en su complejidad si no se lo analiza experiencia por experiencia, con trabajo de campo concreto,
teniendo las realidades en las cuales operó como la base empírica de la pesquisa. En congruencia, Sariego
explora las consecuencias del indigenismo en la Tarahumara, en un texto que presentó para obtener el
Doctorado en Antropología Social en 2001, con el que obtuvo el Premio Fray Bernardino de Sahagún a la
mejor tesis de Doctorado en Antropología Social en ese año.
El indigenismo en México está relacionado con los procedimientos de concentración de la población
en comunidades. Hace años que el antropólogo peruano Fernando Fuenzalida demostró que el modelo de
comunidad indígena en América Latina fue impuesto por el colonialismo como un medio para la
dominación (Fuenzalida, 1970). Todavía en la actualidad se continúa el prejuicio en contra de los patrones
de asentamiento que no responden al modelo de comunidad introducido durante el periodo colonial. Bien
escribe Sariego que esta política de congregar a la gente se inició en la Sierra Tarahumara en la época
colonial con modelo de los pueblos de misión impuesto por los misioneros jesuitas. Él mismo hace ver que
tal modelo no prosperó porque está basado en la comunidad, cuya imposición fue posible entre pueblos
sedentarios como los que se encontraban en la cuenca de México (Sariego, 1998: 6). El fracaso del modelo
comunitario no sólo se localiza entre los tarahumaras, sino en general, en el territorio que abarcó la llamada
Gran Chichimeca. El modelo de comunidad que intentaron los jesuitas renació con el triunfo de la
Revolución mexicana y la continuación del pensamiento liberal heredado del siglo XIX. De acuerdo con la
teoría de las “regiones interculturales de refugio”, el Instituto Nacional Indigenista procedió a la
imposición del modelo comunitario en las regiones indígenas tal como antaño lo hicieron los jesuitas. Al
igual que en el caso de estos últimos, el modelo fracasó así en la “tierra nómada”, en el amplio norte de
México, con el caso de las llamadas colonias agrícolas indígenas, estudiadas por Sariego (1998, 2002). Al
respecto, es ilustrativo el documento firmado en 1906 por el gobernador de Chihuahua, Enrique Creel,
recuperado y comentado por Sariego (1998: 19-33). De paso, es el mismo gobernador Creel el que plantea
la creación de una “Junta Central Protectora de Indígenas”, lo que vendría a ser el antecedente de los
posteriores Consejos Supremos instalados por el INI. Sariego vio en todo ello el origen del indigenismo en
Chihuahua, así como la estrategia principal aplicada por el INI desde su creación en 1950 (Sariego, 1998:
12). En breve, el indigenismo que se aplicó en el siglo XX es resultado de las medidas adoptadas en la
Colonia, continuadas por el Estado nacional que resultó del movimiento de independencia apoyado en
planteamientos liberales y retomados por los círculos de poder emergidos de la Revolución de 1910. En
fechas recientes, Salomón Nahmad, un importante antropólogo mexicano con una vasta experiencia en la
aplicación de la antropología en el medio indígena, ha publicado un par de libros que resultan de lectura
obligada para entender los complejos procesos en los que está enmarcado el indigenismo como una
política de Estado (Nahmad, 2014a, 2014b).
Aunque Sariego se concentró en el caso de los tarahumaras, tuvo el cuidado de advertir que el
indigenismo se aplicó también entre pueblos del norte, como los guarijíos, tepehuanos y pimas. Con respecto
a los primeros es importante el libro de María Teresa Valdivia, cuya lectura complementa las observaciones de
Sariego (Valdivia, 2007). Sobre todo, lo que une los trabajos de Sariego y los de Valdivia es la práctica de la
etnografía y la importancia que ésta adquiere no sólo para el trabajo desarrollado por los antropólogos del
INI, sino también porque sometieron los trabajos a la crítica. En este caso, es importante apuntar que la
etnografía usada para reforzar la teoría de la aculturación es distinta de la etnografía que se usa para su crítica
(Nahmad, 2014a y 2014b). Lo anterior apunta hacia la importancia de entender que las “etnografías”
desvinculadas de proyectos teóricos concretos no responden a la realidad de la aplicación de la antropología.
Me parece que, entre otras, la obra de Juan Luis Sariego es en gran medida ilustrativa de lo anterior.
Es así como en el texto que Sariego redactó para presentar como tesis doctoral, recalcó la importancia
del trabajo de campo y de la etnografía, como sellos de la antropología en general y como fortaleza de la

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antropología en México. Para él, el conocimiento adquirido de la Sierra Tarahumara en luengos periodos de
trabajo de campo, quedó incorporado no sólo en sus textos etnográficos, sino también en su crítica al
indigenismo y a la propia antropología. Por ejemplo, escribió: “Cabría precisar incluso que la etnografía sobre
la Tarahumara ha tendido a concentrarse en las poblaciones ubicadas en las cumbres del área central serrana
(municipios de Bocoyna, Guachochi y, en menor medida, Batopilas), descuidando el estudio de la así llamada
Baja Tarahumara” (Sariego, 2002: 39-40). En otro párrafo, Sariego apunta: “El discurso etnográfico sobre la
Sierra Tarahumara muestra, además, otra seria omisión: el mundo mestizo, frente al que la identidad indígena
se define” (Sariego, 2002: 40).
En el primer párrafo, Sariego llama la atención sobre la creación de lo que podemos llamar “círculos
etnográficos recurrentes”, en buena medida propiciados por los propios antropólogos del INI. Al igual que en
la Sierra Tarahumara, en los Altos de Chiapas se configuró un “círculo etnográfico recurrente” que insistía en
estudiar a tsotsiles y tseltales olvidando a otros pueblos. En este ejemplo, también los antropólogos del INI
contribuyeron a la continuación de dichos círculos. Es lo que se repitió en la Sierra Tarahumara, escenario de
la creación del segundo Centro Coordinador Indigenista en 1952, puesto que el primero se estableció en los
Altos de Chiapas en 1951. De la práctica de estos “círculos recurrentes” etnográficos surgieron imágenes de
pueblos indígenas convertidos en “modelos falsos” generalizados. A establecer una reflexión acerca de las
consecuencias de método que ello tuvo en la antropología, dedicó Sariego una parte importante de su obra.
Me parece que sus observaciones se complementan con las de Teresa Valdivia y las de Salomón Nahmad en
las obras citadas de estos autores.
En el segundo párrafo del texto de Sariego citado, se alude a la falta de etnografías sobre el mundo
mestizo. En efecto, el propio Aguirre Beltrán, escribiendo en torno a las regiones interculturales de refugio,
afirmó que los mundos indígena y mestizo configuraban la realidad cultural regional. Éste fue un aporte
notable del teórico indigenista, enmarcado en su teoría de la articulación regional. En congruencia, la acción
indigenista no sólo abarca a los indígenas, sino también a los mestizos. Ambos mundos son los extremos
culturales del proceso de aculturación que resultaría en la configuración de una sociedad nacional con su
respectiva cultura. Sariego señaló la importancia de una etnografía del mundo mestizo en la Sierra
Tarahumara dentro de otro contexto teórico: aquel que pugna por descubrir los obstáculos al cambio social
que los mestizos crean para evitar la plena ciudadanía de los pueblos indígenas. Es decir, Sariego no aboga
por el paradigma de la asimilación —como lo hace Aguirre Beltrán—, sino por la convivencia de un mundo
multicultural en el que las relaciones entre culturas son asimétricas. El problema desde la perspectiva de
Sariego es transformar esa asimetría en relaciones simétricas interculturales. Eso quiere decir que no es la
política indigenista la que debe decidir las directrices de la vida de pueblos como el tarahumara, sino los
pueblos mismos y ello sólo es posible en una sociedad de iguales. Por esto, los ejes del cambio desde el punto
de vista de la antropología aplicada deben descubrirse por intermedio de la etnografía de los pueblos
mestizos, puesto que éstos son los que ejercen el dominio y evitan la simetría en las relaciones interculturales.
Justo al revés de lo que planteó el indigenismo.
El error de los antropólogos indigenistas, visto desde la perspectiva propuesta por Juan Luis Sariego,
estriba en el planteamiento de la comunidad como la única vía para lograr el cambio social y la asimilación de
la población. En páginas finales de su texto doctoral, escribió:

Al repasar esta larga historia dos parecen ser los principales obstáculos que ha enfrentado la cruzada
indigenista en la Sierra de Chihuahua: el primero se refiere a sus dificultades para descifrar las formas de
organización social de los rarámuri, tejidas alrededor de la dispersión territorial, la atomización en ranchos y
rancherías, la autonomía de los individuos, el papel central de la familia y el carácter moral del ejercicio de la
autoridad y la justicia. El segundo obstáculo, aún más complejo, nos remite a una perspectiva cultural y
civilizatoria profundamente arraigada entre los rarámuri y demás etnias de la Sierra, difícil de entender y

97
definir, pero claramente distintas de las visiones del desarrollo que los agentes indigenistas han tratado de
imponer, a veces con la mejor voluntad (2002: 235).

Es decir, los obstáculos al cambio de la situación de precariedad de los pueblos indígenas no radican en ellos,
sino en las propias políticas aplicadas por el Estado nacional, por ejemplo, el indigenismo. El indigenismo es
una medida que surge de la ignorancia de las configuraciones culturales y sociales de los pueblos indios.
Escribir lo anterior no es sólo una crítica demoledora al indigenismo, sino a los propios antropólogos. Traté
de expresar esta misma visión afirmando que en México la ciencia que surgió para explicar la variedad
humana se usó para suprimirla. Sariego señaló con precisión que los antropólogos no fueron capaces de
comprender la propia visión de “desarrollo” de los pueblos indios, lo que hoy llamamos “el buen vivir”. Para
los indigenistas eran los indios los que debían aceptar el mundo mestizo, el “mundo nacional”, para
incorporarse y asimilarse al mismo porque así convenía no sólo a ellos mismos, sino también a la nación. Los
textos de Juan Luis Sariego, sus trabajos etnográficos en la Sierra Tarahumara, contribuyeron a entender las
entrañas teóricas del indigenismo y a desmontar un discurso de dominio ejecutado en nombre de una
supuesta cruzada por la nación.

Bibliografía

Aguirre Beltrán, Gonzalo


1994 El pensar y el quehacer de la antropología en México, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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2015 Fronterización del espacio hacia el norte de la Nueva España, México, CIESAS/Instituto de Investigaciones
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Villoro, Luis

1950 Los grandes momentos del indigenismo en México, México, Colmex.

99
Tercera parte.

Juan Luis Sariego,


el formador de antropólogos
10. La enseñanza de la antropología a la manera artesanal,
o el maestro y el aprendiz en las minas
(en recuerdo de Juan Luis Sariego)

Federico Besserer

Para empezar, debo aclarar que cuando conocí a Juan Luis Sariego, él no era maestro, ni tampoco fue mi
profesor, ni yo era su estudiante, ni tampoco era yo un alumno matriculado en el CIS-INAH en el cual él
trabajaba. Mi formación escolarizada como antropólogo la inicié en 1975, en la entonces naciente
Licenciatura en Antropología Social de la UAM, pero me incorporé al CIS-INAH en abril de 1978 antes de
concluir mis estudios. Ahí mi formación, hasta junio de 1981, fue más bien al estilo “artesanal”, en la
práctica de la investigación antropológica. Juan Luis era estudiante de la Maestría en Antropología en la
Universidad Iberoamericana, había efectuado una investigación sobre mineros en Real del Monte en el
estado de Hidalgo, y formaba parte del núcleo de investigadores que daban inicio al programa de
estudios de Antropología del Trabajo. En la práctica, Juan Luis fue el maestro durante tres años, y yo
aprendiz de etnógrafo, aunque durante mi estancia en la institución ocupé la categoría formal de
“recopilador de datos especial”.

Primera enseñanza: la ontología


(¿por qué estudiamos lo que estudiamos,
y desde dónde conocemos lo que queremos saber?)

El primer trabajo de campo que llevé a cabo lo hice en el marco del programa de formación escolarizada de la
UAM, el cual dirigió Guillermo de la Peña y Pepe Lameiras en el Sur de Jalisco. En la casa de Ciudad Guzmán
confluimos con alumnos de la Universidad Iberoamericana que habían estudiado entornos fabriles o
industriales, como el ingenio azucarero de Tamazula y la fábrica de papel de Atenquique (De la Peña et al.,
1977; Escobar y González, 1988). Las circunstancias no permitieron que hiciera mi trabajo sobre una mina “a
cielo abierto” en Pihuamo, y terminé haciendo trabajo de campo en Atemajac de Brizuela, relacionado con el
conocimiento y trabajo en el bosque de los habitantes de un pueblo maderero.
Cuando regresé de aquella primera experiencia de campo, se abrió una convocatoria pública para
contrataciones en el CIS-INAH, dirigida a un proyecto de investigación sobre antropología del trabajo. Me
presenté y se nos solicitó que hiciéramos un examen escrito y después una entrevista. Juan Luis me entrevistó.
Me explicó que habría varios proyectos de investigación, entre ellos uno acerca de la industria del calzado en

101
León, Guanajuato, y otro sobre minería. Me preguntó si yo tendría alguna preferencia por uno de los
proyectos, y sin pensarlo respondí que sí: el de minería. A lo que Juan Luis contestó preguntando si tenía yo
antecedentes familiares en la industria de la minería. Él mismo platicó con orgullo que su padre había
trabajado en la industria.
Ésa fue la primera enseñanza de Juan Luis. La importancia de preguntase a uno mismo ¿de qué manera
se relacionan los intereses académicos con la vida propia? Había dos respuestas y he aprendido que las dos
eran importantes: la primera tenía que ver con la historia de mi familia, los largos trayectos domingueros por
caminos de terracería para llegar al pueblo minero de Temazcaltepec, donde se entreveraban las historias de
mi abuelo y los años en que mi padre acarreó en un camión madera en rollo para dejarla en la fábrica de
Loreto y Peña Pobre. La otra era una inquietud académica por la investigación de campo en temas laborales y
la posibilidad de hacer antropología en el ámbito minero.
El trabajo antropológico de Juan Luis se acercaba más al de un científico social que al trabajo que se
desempeña desde las humanidades. Hacía una antropología explicativa más que una reflexión interpretativa.
Pero aun desde la perspectiva científica, cuando ésta se hace desde el método marxista, como lo hacía él, los
intereses del investigador influyen sobre la construcción del pensamiento, y estos intereses están relacionados
con la historia propia, el origen de clase, la formación académica y la mirada acerca de la realidad. Desde ahí
podemos contestar las preguntas: ¿cuáles son los prejuicios ideológicos y de clase que llevamos con nosotros
al campo? y ¿cuáles son las herramientas que la propia experiencia personal nos brinda para efectuar mejor
nuestro trabajo?

Segunda enseñanza: la epistemología (formación de un grupo


de investigación como espacio social para la construcción de
los saberes disciplinarios)

Una de las características distintivas de la antropología en el CIS-INAH, bajo la dirección de Guillermo Bonfil,
fue la conformación de grandes grupos de investigación. Este modelo permitía llevar a cabo investigación
con amplitud geográfica, obtener vastas cantidades de información, al mismo tiempo que requería complejos
métodos de gestión de la información y análisis de la misma. Entre los investigadores que se reunieron para el
proyecto Antropología del Trabajo, destacó el carácter colectivo del grupo epistémico que se formó. Este
grupo fue construyendo un marco teórico afín. En él se reflexionaba en conjunto, y se privilegiaba la
redacción colectiva. En el corto tiempo que duró el proyecto, tuve la oportunidad de participar en la
redacción de dos artículos en grupo y un libro, este último escrito en coautoría con Victoria Novelo y Juan
Luis (Besserer et al., 1983).
Me parece importante reflexionar acerca del contraste entre esta tradición colectiva del trabajo
antropológico y los mecanismos actuales de evaluación que hoy se imponen sobre los investigadores en los
que se privilegia la producción de “libros de autor”.
Con la dirección de Victoria Novelo, el grupo de investigación estaba formado por alrededor de quince
personas, además de los asesores. Algunos de los participantes tenían experiencia previa de investigación
(Augusto Urteaga, Raúl Santana, José Díaz Estrella y Juan Luis Sariego). Algunos habían terminado la
licenciatura, pero la mayoría de nosotros éramos “antropólogos con preparatoria terminada”. Además, el
grupo incluía a un médico psiquiatra y a una historiadora. Francisco Zapata, Norman Long, Brian Roberts
fueron los asesores del proyecto, con la presencia distante de John Womack.
Como grupo teníamos un seminario en el que leímos de manera apresurada una inmensa cantidad de
textos que incluían obras clave del marxismo (Marx, 1976; Marx, 1975), historia social (Thompson, 1977;

102
Hobsbawm, 1964) y sociología del trabajo (Friedmann y Naville, 1971). Leímos también muchísimos textos
que cabrían en la categoría de “etnografía del trabajo”. Entre estos últimos, algunos habían sido escritos por
los propios compañeros que formaban el grupo de investigación (Novelo y Urteaga, 1979), y muchos otros
estaban relacionados con la minería en América Latina, incluyendo historias de vida, como la de Domitila
Chungara (Viezzer, 1978) y la de Juan Rojas (Rojas y Nash, 1976).
Nos dividimos en dos subgrupos de trabajo, uno que se concentraría en el estudio de la industria del
zapato en León; y otro, denominado “los mineros mexicanos”, que se dedicaría al estudio de los trabajadores
de la minería en nuestro país.
La investigación inició con el fichado pormenorizado de las 499 páginas (y su extensísima
bibliografía) del texto de David Brading sobre la minería en el México borbónico (1971), y continuó con el
trabajo exhaustivo en la hemeroteca nacional fichando los periódicos locales de los centros mineros del
país desde el siglo XIX.
Juan Luis me inició en el trabajo en la Hemeroteca Nacional, entonces en las calles del Carmen en el
centro de la Ciudad de México. No paraba de comentar todo lo que nos llegaba a las mesas de trabajo. La
tarea era abrumadora pero hablar con él era siempre una delicia, al mismo tiempo terapia rápida de apoyo y
aprendizaje. Siempre hablaba desde una postura asertiva, buscaba la verdad. Pero era cálido y alegre.
Empezaba con una muletilla que le distinguía y resaltaba el componente mexicano de su transculturalidad
diciendo “Nooooo, cabrón…” pero resulta —así son los retruécanos del lenguaje— que ese “no” significaba
en realidad “sí”, y el epíteto cabruno no implicaba ninguna desaprobación, sino una valoración positiva y
camaraderil de uno como interlocutor. Era crítico y sistemático. Podía discutir durante horas. Te tomaba en
serio para argumentar sin concesiones, y entonces no importaba no tener la licenciatura, o no tener la razón,
sino aprender, cambiar de opinión y discutir hasta convencer o ser convencido. Tenía una resistencia bárbara
cuando se trataba de investigar, de pensar y de discutir.

Tercera enseñanza: la etnografía multisituada

En un texto reciente, Andrés Fábregas (2015) nos explica que en la década de 1970 la metodología del trabajo
de campo antropológico suponía tres componentes: el primero era el conocimiento sobre un entorno
sistémico que cambia con el paso del tiempo y que requiere un conocimiento previo, derivado la mayoría de
las veces de una lectura de fuentes secundarias. El segundo componente era la identificación de una región
específica y su conocimiento a partir de los “recorridos de campo” de los que se derivaba la elección de una o
varias localidades de trabajo. En tercer lugar, la labor del etnógrafo en campo combinaba la aproximación
palermniana que se centraba en la “observación”, con la aproximación de Bonfil, que privilegiaba la “voz de
los sujetos”.
El trabajo de campo que nuestro grupo desempeñó desbordó de muchas maneras esta metodología que
describe Fábregas, debido a la naturaleza y tamaño del propósito del estudio: los trabajadores de la industria
minera mexicana.
Para empezar, el “recorrido de campo” excedía la posibilidad del recorrido a pie, y se transformó en
una serie de viajes motorizados, primero en el “bochito” de José Díaz Estrella (Pepone), y después en una
flamante “combi”. Hicimos “arqueología industrial” visitando la Hacienda de Regla y el Mineral de Catorce.
Bajamos en Real del Monte a cientos de metros de profundidad y visitamos la modernísima mina de Molango
para conocer los complejos sistemas de extracción bajo tierra. Viajamos a Zacatecas y después a Chihuahua.
En ese viaje transitamos por una carretera de terracería desde la población de Palomas en Chihuahua, hasta
Naco en Sonora para visitar la mina de Nacozari, entonces en huelga, y la histórica ciudad de Cananea, donde
nos sorprendimos al conocer el sistema de extracción “a cielo abierto”.

103
La experiencia previa de trabajo de campo de Juan Luis en la minería en Pachuca, Hidalgo, lo
transformó en poco tiempo en el líder académico del grupo. Organizaba la logística, establecía las
relaciones con la administración de las empresas, comentaba de manera analítica las visitas a las
poblaciones y plantas industriales, conducía las entrevistas con los liderazgos sindicales, y discutía los
hallazgos todos los días hasta altas horas de la noche. Su tenacidad analítica la combinaba con un sentido
del humor desbordante. En las noches tomaba la guitarra y cantaba a dúo con José Díaz Estrella, quien
había dirigido un coro en un monasterio del Puno Ecuatoriano, y organizaba a nuestro grupo de
etnógrafos de la minería en un coro que cantaba rancheras y cánones españoles en los largos trayectos
carreteros: “En el mineral de Molango, tuvimos muchos problemas, si no entramos esta semana será pa’ la
primavera. El overol de Santana por poco queda en la mina…”. Ya no recuerdo cómo seguía aquella larga
canción que Juan Luis componía agregando en cada lugar visitado una estrofa que relataba, y magnificaba,
las peripecias del recorrido etnográfico, al mismo tiempo que construía una relación de trabajo basada en el
buen humor, la crítica constructiva y el gusto por la etnografía.
En la práctica, el modelo metodológico “sistema-región-localidad”, que toma en cuenta la voz de los
sujetos con quienes trabajamos —descrito por Andrés Fábregas como distintivo en su época—, se
transformó en un modelo de múltiples localidades no contenidas en una región. Esta etnografía
multisituada que antecedió por casi dos décadas al famoso artículo de George Marcus (1995) se elaboraba
dentro de un doble entramado: el primero era el de la organización de los obreros en un sindicato a nivel
nacional con vínculos internacionales; y el segundo era el de una multiplicidad de empresas y
corporaciones transnacionales (para las que laboraban estos trabajadores) que eran el inicio de grandes
cadenas globales de mercancía.
Las localidades de estudio entonces eran puntos nodales en el vértice entre el espacio organizativo
construido por los trabajadores (y sus redes transnacionales) y el espacio configurado por el capital (en la
mayoría de los casos con conexiones transnacionales). La etnografía resultante prometía ser una etnografía
que daría cuenta desde un punto de vista etnográfico (y ya no sólo por fuentes secundarias) del sistema.
El giro metodológico que partía de poner el énfasis en “conexiones” se vio reflejado de dos maneras.
Una de ellas es que el primer libro que resultó de esta investigación fue El sindicalismo minero en México
(Besserer et al., 1983), una obra colectiva que estableció la unidad analítica a la que después siguieron
investigaciones específicas de las localidades de estudio, entre ellas la tesis de maestría del propio Juan Luis
(Sariego, 1988). La segunda tuvo que ver con la selección de las dos localidades que elegimos para el estudio a
profundidad: Cananea en Sonora y la región carbonífera en Coahuila.
La selección de las localidades se hizo en una discusión en la ciudad de Parral. La controversia partía de
que el estudio debía al mismo tiempo permitir comprender las continuidades y articulaciones del movimiento
obrero “desde abajo” (hay que recordar que el sindicato se encontraba controlado por una cúpula de
dirigentes con décadas en la dirección de la organización obrera a nivel nacional) y, por el otro lado, que
permitiera “contrastar” las especificidades de los sistemas extractivos, los asentamientos urbanos y las
historias locales.
La disputa duró toda la noche hasta la madrugada. Aunque Juan Luis tenía una propuesta específica que
defendió con argumentos, conforme analizamos la situación, otras propuestas surgieron y al final se llegó a la
selección de Cananea en Sonora y la región carbonífera en Coahuila. La capacidad de escuchar y construir
conocimiento colectivo, no sin defender las posturas propias, pero respetando las mejores ideas, fue una de
las enseñanzas más importantes del trabajo con Juan Luis.

104
Palabras finales sobre la producción antropológica colectiva

Para concluir, quisiera enfatizar en la importancia de la producción colectiva en la antropología, y sobre lo que
aprendí de Juan Luis Sariego y del resto del grupo epistémico del que tuve la fortuna de formar parte. En
primer lugar, aprendí que el trabajo colectivo es un instrumento de organización valioso, y yo diría que
indispensable, para la investigación de la realidad contemporánea. En segundo lugar, si bien este tipo de
trabajo requiere liderazgos académicos, el establecimiento de estos lideratos es mejor cuando parte del
reconocimiento de los aportes colectivos y no sólo de las jerarquías administrativas. En tercer lugar, la
potencialidad de una investigación colectiva no se reduce al momento de la obtención de información, sino
que también representa una oportunidad para la reflexión teórica y analítica de los etnógrafos desde el campo
hasta la publicación. En cuarto lugar, el proceso de investigación es también un proceso de aprendizaje, para
todos los involucrados, y es importante dar a los demás el reconocimiento de lo que hemos aprendido de
ellos. En quinto lugar, investigar es una actividad social, humana, que requiere habilidades para discutir,
confrontar, reconocer, cambiar y divertirse.

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1977 La formación histórica de la clase obrera: Inglaterra: 1780-1832, Barcelona, Laia.

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1978 “Si me permiten hablar…” Testimonio de Domitila. Una mujer de las minas de Bolivia, México, Siglo XXI
(Historia Inmediata).

106
FOTOGRAFÍA 10.1
Trabajo de campo en Cananea, Sonora

Arriba dos operadores de los enormes camiones de carga que hacen el acarreo del mineral desde las minas a
cielo abierto. Abajo Juan Luis Sariego y Federico Besserer.
Archivo personal de Federico Besserer.
Foto: autor desconocido.

107
FOTOGRAFÍA 10.2
Algunos de los ponentes en el Seminario Antropología desde las Orillas,
Mexicali, Baja California, 2 de noviembre de 2011

De izquierda a derecha: Victoria Novelo, Juan Luis Sariego, Federico Besserer y Andrés Fábregas. Archivo personal
de Federico Besserer.
Foto: autor desconocido.

108
MAPA 10.1
Trabajo de campo multisituado

La imagen muestra los principales lugares visitados para definir localidades donde se profundizaría el
trabajo etnográfico en el marco del proyecto Los Mineros Mexicanos (1978-1981).
Autor: Federico Besserer.

109
FOTOGRAFÍA 10.3
Fragmento de la fotografía que sirvió como portada para el libro
Historia del sindicalismo minero en México: 1900-1952

Coautores del libro: Federico Besserer, Juan Luis Sariego y Victoria Novelo. La fotografía fue tomada en 1934
en el mineral de Palau, localidad enclavada en la cuenca carbonífera de Coahuila, para demostrar a las
autoridades en la capital de la república el apoyo de los trabajadores a la huelga y el proceso de sindicalización
concomitante. A la izquierda puede observarse la bandera de Japón; es un testigo silencioso de la
composición transnacional de “los mineros mexicanos” de cuya historia se quería dar cuenta.

110
11. Hacerse antropóloga
bajo la tutela de Juan Luis Sariego

María de Guadalupe Fernández

“Soy un corazón tendido al sol”


Víctor Manuel San José

En esta ocasión, más que nunca, siento miedo a la página en blanco. Hablar de las enseñanzas de mi maestro,
Juan Luis Sariego, y su legado es difícil, por la importancia que tenía para la antropología del norte de México,
en particular en Chihuahua, que era casi un desierto antes de su llegada a finales de la década de 1980.
Además, esto implica adentrarme al sentido que tomó mi vida desde que en 1994 cursé el propedéutico para
ingresar a la licenciatura en la Escuela de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua y el proceso de
hacerme antropóloga bajo su tutela.
El maestro Juan Luis decía: “escribo mucho porque no tengo tiempo, escribo poco porque tengo
tiempo”. En esta oportunidad, para escribir sobre los aprendizajes que tuve al lado de mi maestro, el tiempo
es una figura que me arrastra a hacer un recuento, a reflexionar desde mi experiencia lo que ha significado una
de las figuras que más me marcaron en mi formación profesional. Es así como ni mucho, ni poco, el tiempo
para escribir acerca de él no es suficiente. Me cuesta mucho pensarlo sin tener su consejo, sin sus palabras que
me allanaban el camino cada vez que platicaba con él acerca de mis intereses por seguir estudiando, de mis
decisiones a futuro. En ocasiones, sus opiniones me angustiaban, pues me confrontaban con mis ideas fijas y
mis vaguedades.
En el estudio de la antropología fue mi primer maestro, quien me guió en mi primera práctica de
campo, con el primero que tomé cerveza fuera de mi casa y lo más importante, quien me mostró todas las
posibilidades para ver la realidad social desde la antropología. En la década de 1990, bajo su tutela y la del
maestro Augusto Urteaga Castro-Pozo, la realidad adquirió dimensiones inéditas y despertó en mí la
necesidad de conocer más, de aprender a descubrir la sociedad desde su relevancia antropológica. Fue en
aquellos momentos cuando, junto con Juan Diego, como le llamaban en Uruachi (pues al escuchar Juan
Luis Sariego, la gente entendía Juan Diego), surgió mi interés por estudiar los pueblos indígenas. Esto a
pesar de que siempre me insistió en estudiar a la población mestiza y sobre todo, a las poblaciones mineras,
pues una de sus características era decirnos: “dejen de papalotear, eligen temas para la tesis que no son
importantes, lo importante es…” y siempre eran los temas que él tenía pensado para nosotros y en gran
medida, no teníamos oportunidad de elegirlos o más bien, su imposición siempre constituía una mejor
opción y tenía más sentido.

111
Conocía muy bien a cada uno de sus alumnos y sabía qué se necesitaba para una escuela como la
nuestra. Reconozco que lo desobedecí. Me aferré a estudiar los pueblos indígenas, gracias a mi primer trabajo
de campo en Uruachi, en tierras guarijías, que me había marcado de por vida. Al final, lo convencí acerca de la
relevancia de esa elección y con ello logré que me acompañara y guiara hasta el punto de dirigir mi tesis de
licenciatura sobre cultura y territorio rarámuri.
Muchas fueron sus enseñanzas, tantas que hoy que soy profesora en la otrora ENAH-Chihuahua,
ahora Escuela de Antropología e Historia del Norte de México. En cada clase me descubro citándolo o
aplicando sus palabras y su forma de transmitir a los estudiantes la pasión, el compromiso y la entrega por
la antropología.
Juan Luis Sariego fue un maestro excepcional. Su disciplina y rigurosidad eran ejemplares. En muchas
ocasiones nos llevaba a situaciones límites, en las cuales el cansancio en el trabajo de campo y uno que otro
comentario irónico o con un tono de regaño por no hacer las cosas como él nos había dicho o como las tenía
planeadas hacían que nos enfrentáramos con un hombre incansable y perseverante, de modo que había que
sacar fuerzas de flaqueza para seguirle el paso.
Un aspecto que sabía transmitir a jóvenes principiantes en la antropología, no sólo para el ejercicio
profesional, sino en el crecimiento personal y humano, era la facilidad con que él establecía la empatía con el
“otro”, siempre para tratar de comprender la complejidad social, pues para él nada era obvio. Había que
desmenuzar y acercarnos al entendimiento de la forma de vida, del pensamiento, así como de las
problemáticas de los pueblos indígenas, de los mestizos y los mineros.
Era sorprendente su habilidad para captar y poner de manifiesto la visión interna de una cultura
diferente. La alteridad y la otredad la aprendíamos enfrentándonos con nuestras propias limitaciones y vacíos
de conocimiento. Nos hablaba de los clásicos de la antropología: Morgan, Boas, Redfield, Aguirre Beltrán y,
por su puesto, su maestro Ángel Palerm. Durante las clases leíamos y discutíamos —aunque en general el
único que hablaba era él— de antropólogos mexicanos, como Rodolfo Stavenhagen, Gilberto López y Rivas,
Alicia Castellanos, Victoria Novelo, Esteban Krotz, Andrés Fábregas, entre otros muchos. Sin pensarlo, nos
platicaba que eran sus amigos, los hospedaba en su casa, para que vinieran a darnos cursos y conferencias en
la escuela y aprovechaba para llevarlos a la Sierra Tarahumara, para que se enamoraran de estas tierras y
quisieran regresar. Con la sencillez que lo caracterizaba, nos dejaba con la boca abierta, sabiendo que
teníamos al mejor como maestro.
Era constante su preocupación por volver inteligible aquello que para nosotros parecía no serlo.
Siempre explicaba hasta la saciedad. Parecía que adivinaba nuestro pensamiento y sus enormes lagunas;
veía más allá de las apariencias, pues nos conocía, aunque en ocasiones se desesperaba con nuestros
magros progresos.
Era difícil seguirle el ritmo, en particular en el campo, donde era fundamental aprender a relacionarse
con la comunidad y saber contextualizar los temas y las problemáticas más relevantes; por eso, durante los
trabajos de campo, el aprendizaje se tornaba intensivo, sin treguas y sin reservas. Llevar el ethnological notebook
en todo momento (libreta de campo que cupiera en la bolsa posterior del pantalón y que después de un
tiempo, como él decía, toma la forma de la nalga), registrar todo lo significativo, generar nuevas preguntas,
escribir el diario de campo en las noches, concentrar, clasificar y ordenar la información en la computadora,
las imágenes, los videos, transcribir las entrevistas, devolver la información a sus artífices, etcétera. Era duro
seguirle el paso, pero así era como nos estaba transmitiendo su gran tesoro: el oficio del antropólogo. Por eso
siempre preferí salir a las prácticas de campo de verano bajo su dirección.
Con él aprendíamos lo complejo de manera sencilla, aunque eso no significa que fuera fácil. Siempre
predicando con el ejemplo, nos enseñó a limpiar, clasificar, escanear, fichar un archivo. Recuerdo en
Guachochi cuando se “rescató” el archivo del Centro Coordinador Indigenista de la Tarahumara. En ese

112
momento, además de ser mi maestro era mi jefe, ya que me invitó a incorporarme a su proyecto de
investigación relativo a la evaluación de las políticas indigenistas. Tuvimos que entrar a una bodega y sacar
cajas y bultos de papeles amontonados —que se suponía estaban acomodados— y empezar a sacudirlos en
medio de todo tipo de insectos y polvo, mucho polvo. Se acomodó su paliacate en nariz y boca y dijo:
“adelante, rescataremos este archivo, que no tiene desperdicio y lo llevaremos a la escuela para que se pueda
consultar”. Así empezó ese largo trabajo de campo con muchas idas y venidas a Guachochi. Logró que el
INI,1 hoy CDI 2, nos hospedara en las instalaciones de su predio, nos dispusieran un espacio para poder
trabajar, lugar que llamaban “El Casino”. Ahí fueron pasando mañanas y tardes de un trabajo extenuante.
Teníamos que estar desayunando a las ocho de la mañana, a las nueve o poco antes empezábamos a trabajar,
parábamos a las tres de la tarde para comer y a las cuatro continuábamos sin cesar hasta las siete u ocho de la
noche. Nos cansaba a todos, pero nadie podía levantarse hasta que él dijera vámonos a cenar. El sábado era
igual y el domingo nos íbamos a comer truchas a Tónachi, siempre tenía invitaciones de los indígenas de
localidades vecinas y nos llevaba con él. Le preocupaba que estuviéramos muy bien alimentados y que
durmiéramos en lugares limpios, por tal razón negociaba que en un restaurante pequeño, acondicionado en
un cuarto de la casa familiar, nos prepararan comida diario, pues decía que no había que perder el tiempo
cocinado. Siempre llegábamos a limpiar el espacio donde nos quedaríamos. A diario él lavaba su ropa interior
y calcetines, así que teníamos que tener todo muy recogido y ordenado. Conseguía, si era posible, un espacio
para las mujeres y otro para los hombres.
Nos enseñaba a entrevistar. Por lo general él hacía las entrevistas, pero siempre nos ofrecía
acompañarlo de dos en dos. Nos decía: “no podemos asustar a la gente, no podemos ir todos, somos
demasiados”. También me tocó transcribir muchas de las entrevistas que él efectuaba, así que aprender con él
significaba hacer las cosas y enfrentar nuestras propias limitaciones, vacilaciones y temores.
Después, sentíamos la confianza para poder hacer entrevistas nosotros mismos, no sin antes haberle
mostrado la guía, misma que siempre corregía y aumentaba. Nunca olvidaré cómo en las prácticas de campo
se llevaba los trabajos finales para revisarlos, leía todo lo que escribíamos y decía: “Ah… cómo tienen
verborrea”. Recuerdo cuando hice en primer semestre un trabajo sobre la idea de cambio cultural en
Malinowski. Escribí Malinowski con “y” griega. Me llamó después de marcar y remarcar en el texto con tinta
roja la “i” latina y me dijo: “¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de ortografía tan espantosa! ¡Qué descuido! ¿Dónde
viste Malinowski con y?”. Esas palabras resultaron lapidarias. Me sentí muy avergonzada y nunca más se me
olvidó cómo se escribía y nunca le entregué otro trabajo sin antes revisar a conciencia la ortografía, sobre
todo de los nombres y apellidos de los autores. Ahora, cuando mis alumnos cometen ese mismo error
ortográfico, les platico esa anécdota y a sabiendas de que tienen una ortografía inverosímil, les digo que
aprendan a escribir con corrección los nombres de los autores para que no pasen esa vergüenza.
Otro aspecto que aprendí de él fue a nunca perder la capacidad de asombro. A ver cómo se conmovía
con diversas situaciones con las que nos topábamos en la sierra. Esa calidad humana que lo caracterizaba no
sólo con sus colegas y amigos, sino también con sus alumnos, nos permite hablar del gran legado del maestro
Juan Luis, un gran ser humano y un gran antropólogo.
Una de sus primeras enseñanzas era observar, no preguntar, para después preguntar a fondo. Su
preocupación por la “etnografía fina” era temática constante. Ya fuera en el aula, en la carretera, caminos de
terracería o en la sobremesa, la inquietud de estar analizando las problemáticas de México y América Latina
siempre estaban presentes. El interés por la antropología mexicana, el tener una mirada regional que
permitiera comprender los procesos y cambios que se viven a diferentes niveles de complejidad, rebasar el
ámbito de lo local y proponer alternativas debían de ser nuestras metas, en particular para el norte de México.

1 Instituto Nacional Indigenista.


2 Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

113
En una ocasión, durante un verano fuimos a Batopilas, en ese momento él estaba elaborando una
propuesta de reforma constitucional en materia de derechos indígenas para el Congreso del Estado de
Chihuahua. Ahí iba a consultar a varias personas, autoridades indígenas y mestizos de la zona. En el camino
nos comentó que le habían pedido a él y al maestro Augusto Urteaga que asesoraran a los diputados para tal
reforma. Entre canciones de Víctor Manuel bajábamos a la barranca, uno de los caminos más escarpados de
la Tarahumara, con muchas pendientes y curvas cerradísimas, flanqueadas por altos precipicios. En esa
ocasión, como muchas otras, íbamos en su vehículo personal, pues nunca se limitaba a lo que el INAH
enviaba, si es que lo hacía. Él siempre buscaba recursos por fuera, conseguía apoyos para superar las
limitaciones y poder llevar a cabo sus investigaciones. En aquella ocasión, manejando su Ford Bronco,
recorrimos la temible y prolongada bajada a Batopilas y en determinado momento se calentaron las balatas,
pues había que frenar mucho, al grado que en cierto punto ya no frenaban bien. Nos detuvimos y bajamos a
revisar en que estado se econtraban. Por supuesto, las balatas estaban rojas y desprendían un olor muy
penetrante. Sin pensarlo dos veces, el maestro Sariego sacó un galón de agua y se lo vacío. Como buen jefe de
expedición, siempre cargaba de todo, herramientas y demás implementos. Después de arrojarles agua y
esperar un rato, continuamos el trayecto.
Como es de suponer, el resto del camino lo recorrimos con una tensión bastante molesta, tanto por
las malas condiciones de un camino de terracería tan sinuoso, como por lo que había pasado con los
frenos. Cuando entramos a Batopilas, el maestro Juan Luis se veía cansado. Pero en cuanto llegamos a la
plaza central y viendo que estaba llena de gente y que había música y baile, dijo: “bueno pues ya llegamos,
primero cenamos y luego nos venimos a la fiesta”. De hecho, no dudó en presentarse con la gente, bailó
con las muchachas y aprovechó para acordar entrevistas y arreglar un viaje a Munérachi, pueblo rarámuri
de la otra banda de la barranca, todo con una energía, vitalidad y desenvoltura, como si nada de lo anterior
hubiera ocurrido.
Para cada trabajo de campo, él llevaba a cabo una preparación minuciosa. Nunca salíamos sin guías de
observación, claro que los instrumentos de trabajo como la ethnological notebook, la grabadora, el diario de
campo y la linterna eran artículos indispensables que no podían faltar. Los objetivos de cada práctica estaban
del todo claros para él, si bien no siempre para nosotros, pero eso no importaba, ya que en el día a día
aprendíamos a su lado de su incansable amor por la antropología, pues nos decía: “hay que investigar para
que la teoría avance”.
El aprendizaje que nos transmitía el maestro Juan Luis no sólo era en el aula o durante las prácticas de
campo, pues sus escritos con discusiones vanguardistas y reflexivas respecto a temas clásicos de la
antropología, así como aquellos de corte más local y regional, nos inspiraban y lo siguen haciendo. Por otra
parte, sus diagnósticos y evaluaciones relativas al papel de la escuela de Antropología siguen siendo básicos
para cualquier análisis sobre el quehacer antropológico en el norte del país. Su agudeza y capacidad para
convertir las realidades concretas en problemas de investigación específicos, así como para guiarnos en la
búsqueda de nuevas lecturas de los clásicos de la antropología, o bibliografía reciente sobre temas enfocados
en la comprensión del norte de México, eran de sus preocupaciones centrales. En cuanto leía algo, lo
compartía con nosotros. Nos pasaba grandes carpetas organizadas en Word y pdf llenas de artículos en inglés
y en español diciendo “léete esto, no tiene desperdicio”.
Un tema bastante polémico que tuve la oportunidad de compartir y discutir con él y sigue estando en
debate, es el cuestionamiento de la existencia de la comunidad indígena en el norte de México, al menos en
los mismos términos en que se observa en otras regiones y que las políticas nacionales impusieron mediante
lo que él denominó “comunitarismo indigenista” (Sariego, 2002, pp. 77-78). No basta con decir que la forma
en qué se vive la territorialidad en los pueblos indígenas del norte es distinta a la de Mesoamérica. Cuando
hablábamos sobre el tequio, los mercados, los poblados compactos con calle, plazas y barrios y le decíamos

114
que aquí no existen, nos decía que no nos conformáramos con explicaciones simples: teníamos que aprender
a generar argumentos sólidos que explicaran la realidad de los pueblos indígenas. Cuestión que traté de hacer
para el caso de los rarámuri en mi tesis de licenciatura y que recientemente ha publicado el Instituto
Chihuahuense de la Cultura (Fernández, 2015). Este tema es fundamental para comprender las lógicas
internas de los pueblos, el manejo de sus recursos, su organización territorial, sus redes sociales, sus prácticas
rituales, sus formas de gobierno y de hacer justicia, así como la relación con el Estado y la manera de afrontar
y padecer los proyectos de desarrollo y las nuevas formas de dominación y despojo.
El estudio del tema de la comunidad indígena del norte de México, en el sentido que aquí se retoma,
continúa siendo un debate no saldado y una deuda que tenemos los discípulos del maestro Juan Luis. Es así
como considero que debemos seguir su ejemplo, pues las aportaciones que podamos hacer al respecto
continuarán su labor y profundizarán las implicaciones del trabajo antropológico comprometido que él supo
infundirnos a partir de dos de sus búsquedas más constantes: la utopía y la justicia, expresadas en su
propuesta de promover definiciones más flexibles, menos generalizadoras a la hora de establecer políticas de
desarrollo para los pueblos indígenas, con el consiguiente reconocimiento de sus autonomías. No hacerlo
implica continuar con el diálogo de sordos entre los promotores de la acción civilizadora, la asimilación
cultural y el despojo, por un lado y, por el otro, las resistencias, la aceptación parcial e inestable y el rechazo de
los más débiles.
Espero haber transmitido en estas líneas la importancia de reflexionar e incluir nuestro propio proceso
de aprendizaje. Coincido con Renato Rosaldo (1989: 15-31), que en la antropología los aspectos emocionales
no se pueden dejar de lado. Aunque en muchas ocasiones los evitemos, siempre están presentes y nos
conforman como seres humanos. Mostrar los sentimientos en los textos antropológicos se ha considerado
por algunos como un acto alejado de lo académico y por tanto no se le concede importancia científica. Pero
en esta ocasión, en este humilde texto dedicado al maestro Juan Luis Sariego, la autocensura emocional no
tuvo cabida, creo que por primera vez, pues lo escribí tal como si fuera mi diario de campo.
Su ausencia significa un enorme vacío para la antropología mexicana, la del norte, la de las orillas y se le
extrañará durante mucho tiempo por ser ejemplo de vida y obra, de respeto y ética, valores que en la
actualidad son escasos en nuestra disciplina y centros de trabajo.

Bibliografía

Fernández, María de Guadalupe

2015 El espacio con-sentido. Cultura y territorio entre los tarahumaras, Chihuahua, ICHICULT (Solar).
Rosaldo, Renato

1989 Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social, México, Conaculta/Grijalbo.


Sariego, Juan Luis (comp.)

2008 La Sierra Tarahumara: travesías y pensares, México, INAH (ENAH-Chihuahua).

2002 El indigenismo en la tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra


Tarahumara, México, Conaculta/INAH/INI (Antropología Social).

1998 El indigenismo en Chihuahua, Chihuahua, Escuela de Antropología e Historia, Unidad Chihuahua.

115
Referencia electrónica

INAH TV

2015 Juan Luis Sariego, investigador emérito del INAH, video publicado el 5 de marzo de 2015, disponible en
<https://www.youtube.com/watch?v=MTpE_cLM2qk>.

116
Cuarta parte.

Juan Luis Sariego:


biografía y obra
El señor de las minas1

Samantha Chaparro

Hace tres años, Juan Luis Sariego tuvo la idea de hacer un documental sobre cultura minera, un video que, a
través de entrevistas y un recorrido por el estado de Chihuahua, transmitiera, por un lado, la minería y su
historia, los cambios de organización y el mundo sindical y, por otro, la vida de los mineros: sus creencias, su
respeto a la mina y a la vida.
Fue así como en abril de 2013 viajamos a la ciudad de Parral, Chihuahua. Yunuén, hija de Juan Luis, y
yo salimos de la Ciudad México y nos encontramos con su papá en Chihuahua, Chihuahua. Estuvo
también invitado Raúl, proveniente de una familia minera y en ese entonces alumno de Juan Luis; era
admirable presenciar la relación entre maestro y alumno: las ganas de enseñar y de aprender hicieron del
viaje algo entrañable.
Visitamos La Prieta, una vieja mina que es ahora una atracción turística, en la que se puede
experimentar y entender el trabajo debajo de la tierra, ahí Juan Luis nos explicó con detenimiento las tareas de
los mineros y los escalafones que componen la cadena de producción de dicha industria.
Después fuimos a visitar al padre de Raúl, el señor José Martín Ramírez quien, junto con su familia, nos
recibió en su casa para colaborar en una entrevista. Aunque al principio se hacía notar el nerviosismo en José,
había también una complicidad entre él y Juan Luis. Poco a poco se olvidaron de la presencia de la cámara y el
micrófono, y lo que empezó como una entrevista con respuestas cortas, terminó como una charla de más de
cuatro horas, en la que ambos compartieron puntos de vista sobre la minería en la actualidad. Fue una tarde
muy agradable en la que, más que producir un video, logramos reproducir, desde las palabras de José y las
definiciones de Juan Luis, una imagen del mundo minero.
Al tercer día emprendimos el viaje hacia poblados cercanos a Parral, Nuevas Minas y Santa Bárbara,
hoy lugares abandonados que en su momento fueron pueblos mineros. Visitamos las ruinas de las viejas
parroquias, las escuelas, la plaza principal y las casas que en algún tiempo fueron habitadas por familias de
mineros. En esos lugares no queda nada, más que los cimientos de la cultura minera.
Finalizamos el viaje con una visita a la Mina del Oro, que en la actualidad es una de las más grandes del
país, un lugar impresionante que evidencia tanto las transformaciones tecnológicas como los cambios sociales.
Ello podía corroborarse al observar la presencia de hombres y mujeres trabajando en un sector que en sus
inicios se había enfocado al género masculino.
El viaje terminó, pero para mí empezó en el aeropuerto de vuelta a la Ciudad de México. Mientras
esperábamos la hora de abordaje, le pedí a Juan Luis una entrevista; el ruido del aeropuerto y las condiciones
de la grabación no me parecían óptimas para incluirlas en el documental, pero sí para aprender y entender

1 Este video es parte de un proyecto inconcluso.

118
mejor el concepto de “cultura minera”. Nunca imaginé que esa entrevista sería parte del legado eterno que
nos dejaría y de su aportación a la antropología en México. Creo que ninguno de los que hicimos ese viaje en
2013 imaginamos que sería la última de ellas.
El video que se presenta en este tomo fue elaborado en memoria a Juan Luis Sariego, a su trabajo,
enseñanza y a su pasión por vivir.
Mi más grande agradecimiento por hacerme parte de su proyecto que, si bien no logramos concluir, me
dejó una de las experiencias más gratificantes y el mayor de los aprendizajes: creer en uno mismo.
Muchas gracias, Juan Luis.

FOTOGRAFÍAS 5.1 Y 5.2. Filmación del documental El señor de las minas

Foto: Samantha Chaparro.

119
Biografía de Juan Luis Sariego

Luis Reygadas

Juan Luis Sariego Rodríguez nació en Oviedo, en la región de Asturias, en el norte de España, el 25 de
diciembre de 1949. Él y su hermano gemelo, Jesús Manuel, fueron el segundo y tercer hijos de los seis
varones que tuvieron Silvino Sariego y Margarita Rodríguez. El abuelo paterno de Juan Luis fue minero,
ejerció el oficio de entibador en las minas de carbón de Asturias. A él le dedicó Juan Luis su libro Enclaves y
minerales en el norte de México, en el que analizó las dinámicas laborales, urbanas y sociales en dos ciudades
mineras del norte de México. Esa intersección entre trabajo industrial y comunidad, que fue uno de los temas
que expone toda la obra de Sariego, también se entrelaza con su biografía: cuando tenía cuatro años, la familia
se fue a vivir a Corrales de Buelna, una pequeña localidad cercana a Santander, en la que toda la vida
comunitaria giraba alrededor de la empresa siderúrgica Nueva Montaña Quijano, S.A., y su padre trabajó
como ingeniero durante varios años.
No había escuelas de bachillerato cerca de donde vivían. Por ello sus padres decidieron inscribir a Juan
Luis y a sus hermanos en el Colegio del Sagrado Corazón, un internado de los jesuitas que recién se había
abierto en las afueras de ciudad de León. Así, en octubre de 1959, cuando los gemelos aún no cumplían diez
años, comenzaron a estudiar en dicho internado. Al final del bachillerato, Juan Luis estuvo un año en el
Colegio de Burgos para preparar el examen preuniversitario. Después de aprobar este examen, decidió
incorporarse a la Compañía de Jesús y en septiembre de 1966 se trasladó a Villagarcía de Campos (Valladolid)
para iniciar su noviciado. Como parte de su formación, en los veranos tuvo que llevar a cabo las denominadas
“experiencias sociales”, en las que los novicios tenían que ganarse el sustento mediante trabajos, por lo
general manuales. En su caso, en el verano de 1967, trabajó como peón albañil en una empresa de Ponferrada
(León) y, durante el verano de 1968, estuvo de asistente-enfermero en un asilo de ancianos y enfermos
crónicos en Toro (Zamora).
De 1968 a 1971, Sariego estudió la Licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad de Comillas, en
Madrid, periodo en que fue consolidándose su compromiso político y social. En 1971 decidió irse como
misionero a África, a la República del Chad, donde vivió durante dos años en una comunidad nar. Para
fortuna de la antropología, su superior en el Chad, un sacerdote belga que era lingüista, le prohibió hacer
cualquier tipo de trabajo de convencimiento religioso y le dijo que su principal tarea consistiría en convivir
con los nar y aprender su lengua, para redactar un método que sirviera para que los próximos misioneros
aprendieran el nar con mayor facilidad. Nació entonces la pasión de Juan Luis Sariego por el trabajo de
campo antropológico. Apoyado en algunas nociones de lingüística estructural se adentró en la cultura nar y en
1973 escribió y publicó su primer libro: Recueil de textes nar (Tchad). Es quizás una de las publicaciones menos
conocidas de Sariego (ignoro si en su época fue muy utilizado por los aprendices del nar), pero para él tenía
un significado especial, por ser su primer libro, porque fue resultado de una inmersión profunda de dos años

120
en una comunidad nar y por el enorme esfuerzo que implicó escribir en francés y en nar, utilizando el arsenal
técnico de la lingüística.1
En África, Sariego recorrió un camino similar al que transitó el conocido antropólogo Victor Turner,
pero en sentido inverso. Turner fue a Zambia como antropólogo y su contacto con los rituales ndembu
influyó en su conversión al catolicismo.2 Por su parte, Sariego llegó al Chad como misionero católico y la
convivencia con los nar lo atrajo hacia la antropología. En ambos casos, el contacto profundo con la alteridad
en África cambió la vida de estos hombres.
Al regresar a España, en 1973, Juan Luis Sariego comenzó estudios de Sociología con especialidad en
Antropología Social en la Universidad Complutense. En aquella época, en el contexto de la España franquista,
no existían las mejores condiciones para estudiar antropología, por lo que exploró alternativas para estudiar
en otro país. Pensó en irse a Manchester, pero al final decidió marcharse a México, adonde llegó en 1975. Al
poco tiempo de llegar a este país dejó la Compañía de Jesús. En 1978 contrajo matrimonio con Patricia
Cabrera Murillo y en 1982 nació su hija Ana Yunuén Sariego Cabrera.
En la Ciudad de México estudió la Maestría en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana.
Ahí conoció a Ángel Palerm, quien comenzó a apoyarlo en la elaboración de su tesis de maestría, cuyo tema
se basaba en la historia social de dos comunidades mineras en el norte de México: Cananea y Nueva Rosita.
No sorprende que haya elegido este tema, dados los antecedentes laborales de la familia de Juan Luis y sus
propias experiencias vividas en Corrales de Buelna, pequeña ciudad que giraba en torno a una empresa
siderúrgica. Antes de trabajar en Cananea y Nueva Rosita ya había investigado acerca del proceso de
proletarización de los mineros de Pachuca y Real del Monte. A lo largo de varias décadas, el tema de la
minería apareció de manera recurrente en sus investigaciones. Ningún antropólogo en México ha escrito
tanto referente a la minería como Juan Luis Sariego.
Al mismo tiempo que estudiaba la maestría, Juan Luis trabajó, de 1975 a 1977, como becario-ayudante
de investigación en el recién formado CIS-INAH (CIESAS a partir de 1980). Entre 1978 y 1982 Sariego fue
profesor investigador del CIESAS, en el cual participó en el proyecto de investigación Los Mineros Mexicanos,
junto con Victoria Novelo, José Díaz Estrella, Raúl Santana, Federico Besserer y Daniel González. Uno de los
numerosos productos de ese proyecto fue el libro El sindicalismo minero en México, 1900-1952, que escribió
junto con Federico Besserer y Victoria Novelo (Editorial Era, 1983).
A la muerte de Palerm, Carmen Viqueira asumió la dirección de la tesis de Juan Luis, quien obtuvo
en 1986 el Premio Fray Bernardino de Sahagún otorgado por el INAH a la mejor tesis de maestría en
antropología social. La tesis dio origen al libro Enclaves y Minerales en el norte de México: historia social de los
mineros de Cananea y Nueva Rosita. 1900-1970 (México, CIESAS, Ediciones de la Casa Chata, 1988). Este
trabajo muestra los vasos comunicantes entre el trabajo en la minería y la dinámica urbana de dos
comunidades en las que se asentaron grandes empresas minero-metalúrgicas. Hasta la fecha es
considerada una obra de gran interés no sólo para los estudiosos de la historia de la minería, sino también
para quienes estén interesados en analizar la relación entre el mundo del trabajo y el mundo de la vida
cotidiana, entre la esfera de la producción y la esfera de la reproducción, entre el proceso de
industrialización y el desarrollo urbano.

1 Las obras citadas en esta biografía se referencian en la bibliografía que se presenta al final del presente libro.
2 Turner relata así el efecto que le provocó el contacto con el universo ritual ndembu: “I have not been immune to the symbolic powers I
have invoked in field investigation. After many years as an agnostic and monistic materialist I learned from the Ndembu that ritual and its
symbolism are not merely epiphenomena or disguises of deeper social and psychological processes, but have ontological value, in some
way related to man’s condition as an evolving species, whose evolution takes place principally through its cultural innovations. I became
convinced that religion is not merely a toy of the race’s childhood, to be discarded at a nodal point of scientific and technological
development, but is really at the heart of the human matter” (Victor Turner, Revelation and Divination in Ndembu Ritual, Ithaca, NY, Cornell
University Press, 1975: 31).

121
Entre 1982 y 1988 trabajó en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en la que fundó la
Maestría en Antropología Social junto con Eckart Boege, Néstor García Canclini y Augusto Urteaga. La
docencia fue otra de sus pasiones: es recordado como un maestro que preparaba a conciencia sus clases y
como un director de tesis que impulsaba a sus alumnos a efectuar trabajo de campo y a sacarle todo el
provecho posible al material recabado. Contaba, además, con numerosos trabajos de investigación publicados
e ingresó al Sistema Nacional de Investigadores desde 1987.
Además de convertirse en investigador académico reconocido, Sariego tuvo una fuerte sensibilidad
social y se sentía muy atraído por proyectos de antropología aplicada. Esta inclinación se hizo patente en los
meses que siguieron al terremoto de 1985, cuando coordinó la encuesta, aplicada por el INAH, sobre “Los
efectos sociales en el Centro Histórico de la ciudad de México, derivados de los sismos de septiembre de
1985”. En 1986 y 1987 coordinó un proyecto de investigación por convenio entre la Escuela Nacional de
Antropología e Historia, la Comisión de Fomento Minero (CFM) y la Secretaría de Energía, Minas e Industria
Paraestatal (SEMIP), para llevar a cabo un estudio de la participación del Estado en el desarrollo de la minería
mexicana durante el siglo XX, que dio lugar al libro El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad
durante el siglo XX, en coautoría con Luis Reygadas, Miguel Ángel Gómez y Javier Farrera (México, Fondo de
Cultura Económica, 1988).
En esa época, Juan Luis Sariego y Patricia Cabrera se divorciaron. Este hecho, junto a su experiencia de
muchos años de investigar en el norte del país, le hizo pensar en la posibilidad de cambiar su lugar de
residencia. En 1988 se fue a vivir a Chihuahua, con la idea de crear una carrera en Antropología en esa
entidad, tomando en cuenta que no existía ninguna alternativa de formación de antropólogos sociales en toda
la región norte de México. Junto con Lourdes Pérez, Víctor Quintana, Luis Reygadas, Margarita Urías y
Augusto Urteaga coordinó el estudio diagnóstico y la propuesta que llevaría en 1990 a la fundación de la
ENAH-Chihuahua (hoy Escuela de Antropología e Historia del Norte de México), de la que fue el primer
director. Por diversas razones, los otros fundadores de la ENAH-Chihuahua dejaron de trabajar en dicha
Escuela, pero Juan Luis Sariego continuó en ella el resto de su vida. Ahí, además de formar a varias
generaciones de antropólogos y de dirigir una gran cantidad de tesis, elaboró y coordinó diversos estudios de
antropología aplicada en los que participaron decenas de estudiantes, lo que dio un sello particular a este
programa de formación de antropólogos.
Durante 27 años, Juan Luis vivió en la ciudad de Chihuahua, que fue su tierra por adopción: con
frecuencia recordaba que en ninguna otra ciudad había vivido tanto tiempo. Los últimos 22 años de su vida
los compartió con Loreley Servín, con quien se casó en diciembre de 1993.
En Chihuahua, Sariego continuó sus líneas de investigación sobre antropología industrial e historia
social del trabajo. En los primeros años, después de su llegada a la entidad, llevó a cabo algunos estudios
acerca de la industria maquiladora de exportación y coordinó un proyecto colectivo relacionado con la
historia del trabajo en Chihuahua. 3 Pero muy pronto la Sierra Tarahumara ejerció en él una poderosa
atracción y lo llevó hacia un nuevo campo de investigación: el indigenismo, las prácticas indigenistas, las
relaciones interétnicas y los proyectos de desarrollo en la Tarahumara. Ese fue el campo que decidió explorar
en su investigación de doctorado. A partir de 1993, Sariego estudió el Doctorado en Ciencias Antropológicas
en la Universidad Autónoma Metropolitana, en la que presentó la tesis “La cruzada indigenista en la
Tarahumara”, dirigida por Esteban Krotz, misma que obtuvo el Premio Fray Bernardino de Sahagún,
otorgado por el INAH a la mejor tesis de doctorado en antropología social en 2001. Fue publicada al año

3Años después esa investigación se publicó en el libro, coordinado por el mismo Juan Luis Sariego, Trabajo, territorio y sociedad en Chihuahua
durante el siglo XX. Historia general de Chihuahua, tomo V, Período contemporáneo (Chihuahua, Gobierno del Estado de Chihuahua, ENAH-
Chihuahua/Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1998).

122
siguiente como El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra de
Chihuahua (México, INI/INAH, 2002).
En la ENAH-Chihuahua fue también el fundador de la Maestría en Antropología Social, la cual coordinó
de 2003 a 2008. Impartieron clases en esta Escuela decenas de los mejores antropólogos de México, muchos
de ellos invitados por Juan Luis.
La obra de Juan Luis Sariego es un referente en los estudios sobre la minería en México, lo mismo que
en el campo de la antropología del trabajo, la práctica del indigenismo, la antropología del norte de México y
la antropología aplicada. En su legado antropológico quedan, entre muchas otras aportaciones, sus análisis
acerca de los procesos de trabajo en minas, maquiladoras y otras industrias, la indagación de las relaciones
entre trabajo y entorno urbano, entre empresas y comunidades mineras, así como su discusión en torno a las
limitaciones del concepto de comunidad para explicar las realidades de los rarámuri, y sus agudos análisis de
los modelos de desarrollo en la Sierra Tarahumara. Paladín de la antropología aplicada, sus escritos son muy
sólidos desde el punto de vista académico y conceptual. Defensor acérrimo de la antropología norteña, sus
reflexiones se enraízan en las mejores tradiciones de la antropología mexicana y dialogan con la antropología
mundial. Sus alumnos lo describen como maestro comprometido que se entusiasmaba en sus clases, a las que
llegaba siempre con textos y materiales audiovisuales preparados por él. Apasionado del trabajo de campo,
investigó y formó a muchas generaciones de antropólogos en el terreno, ya fuera en las minas de Hidalgo,
Sonora, Coahuila, Chihuahua, Zacatecas y San Luis Potosí, en el centro histórico de Chihuahua y de la Ciudad
de México, en las maquiladoras de Ciudad Juárez, en los campos agrícolas de Sonora o en las montañas y
barrancas de la Sierra Tarahumara. Supo combinar el trabajo etnográfico con la investigación cuantitativa y el
trabajo de archivo. Generoso constructor de instituciones, dejó una huella profunda en el CIESAS, en la ENAH
y, en particular, en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México (antes ENAH-Chihuahua).
Obtuvo numerosos premios y distinciones, alcanzó el nivel III en el Sistema Nacional de Investigadores y en
2012 fue nombrado profesor emérito del INAH.
Juan Luis Sariego murió víctima de un cáncer neuroendocrino el 4 de marzo de 2015, en la ciudad de
Chihuahua, a los 65 años. Será recordado como antropólogo, investigador y maestro, pero más que nada
como un gran amigo, un buen hombre, generoso y comprometido, que compartió sus palabras, su sabiduría y
su amabilidad en todos los lugares en que vivió y trabajó.

123
Selección de obras de Juan Luis Sariego
organizadas por temas1

Luis Reygadas

Minería y antropología del trabajo2

La minería y el trabajo fueron temas que se mantuvieron en la obra de Juan Luis Sariego durante casi cuarenta
años, desde sus primeras investigaciones en Pachuca y Real del Monte a mediados de la década de 1970 hasta
sus últimos trabajos sobre la minería en la Sierra Tarahumara efectuados en los primeros quince años del
presente siglo. Se trata de temas que en particular habían estado ausentes en la antropología mexicana previa a
la década de 1970. En ese sentido, Sariego fue un innovador que abrió en México el campo de la antropología
del trabajo (o antropología industrial) junto con colegas como Victoria Novelo y Augusto Urteaga, a quienes
se unieron después Lucía Bazán, Carmen Bueno, Raúl Nieto, Sergio Sánchez, Yolanda Montiel, Ivonne
Flores, Minerva Villanueva y Federico Besserer, entre otros. En la exploración de este nuevo campo Sariego
recuperó herramientas y conceptos de la antropología, por ejemplo, el análisis holístico de las comunidades
mineras, en el que destacó la articulación entre diversas dimensiones (laborales, culturales, económicas,
políticas, sociales, ambientales, étnicas, etcétera). También incluyó el concepto de cultura, para analizar la
cultura obrera y las culturas laborales, aspectos soslayados por profesionistas de otras disciplinas que habían
estudiado la industrialización y el movimiento obrero. Además, retomó la perspectiva de la historia social
planteada por E. P. Thompson y otros historiadores, lo mismo que la tradición francesa de la sociología del
trabajo para el análisis de los procesos productivos y los modelos de organización del trabajo.
Se pueden distinguir dos etapas en las investigaciones de Sariego sobre minería y antropología del
trabajo, una que va de 1975 a 1993 y otra de 1994 a 2015. En la primera etapa, Sariego efectuó trabajo de
campo en zonas mineras de diversas partes del país, en plantas maquiladoras de Chihuahua y en otros
sectores industriales. Los temas centrales de esta primera etapa fueron la historia social de la minería en
grandes empresas privadas y estatales, la intervención del Estado en la minería, la relación entre trabajo y
comunidad minera, la organización de los procesos de trabajo, las luchas obreras y la cultura obrera. Sin duda
el texto más importante de este periodo es su libro Enclaves y minerales en el Norte de México. Historia social de los
mineros de Cananea y Nueva Rosita, 1900-1970 (México, CIESAS, Ediciones de la Casa Chata, 1988), fruto de una
investigación de muchos años, en la que combinó antropología del trabajo, antropología urbana e historia
social para crear un clásico de los estudios respecto a minería y trabajo en México. También sobresalen sus
textos en torno a los procesos de formación del proletariado minero en Pachuca y Real del Monte (1978 y

1 Agradezco a Séverine Durin la elaboración de una primera selección de los textos de Juan Luis Sariego por temas, a partir de las
contribuciones de todos los autores de este libro.
2 Algunos textos fueron incluidos en dos o más secciones temáticas.

124
1980) y tres libros colectivos: El sindicalismo minero en México 1900/1952 (México, Editorial Era, 1983, en
coautoría con Federico Besserer y Victoria Novelo); El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad
durante el siglo XX (México, Fondo de Cultura Económica, 1988, en coautoría con Luis Reygadas, Miguel Ángel
Gómez y Javier Farrera); y Trabajo, territorio y sociedad en Chihuahua durante el siglo XX (Ciudad Juárez, Gobierno
del Estado de Chihuahua/ENAH-Chihuahua/Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1998, coordinado por
J. L. Sariego). De menor extensión, pero relevantes por ser textos teóricos que influyeron en muchos otros
estudiosos, deben mencionarse su artículo “Antropología y clase obrera. Reflexiones acerca del tema a partir
de la experiencia de la antropología social mexicana” (Cuicuilco, 1987), y los capítulos de libro: “Algunas
cuestiones de método para el estudio de la clase obrera” (1980, en coautoría con Victoria Novelo); “La
antropología urbana en México. Ruptura y continuidad con la tradición antropológica sobre lo
urbano” (1988); y “Cultura obrera: pertinencia y actualidad de un concepto en debate” (1993).
En la segunda etapa (1994-2015), la minería y el trabajo ya no fueron el eje central de las investigaciones
de Sariego, su lugar lo había ocupado el análisis del indigenismo en la Sierra Tarahumara. También habían
perdido relevancia muchas discusiones en torno a la cultura obrera, los enclaves mineros, las luchas sindicales
y la mexicanización de la minería. En contraste, adquirieron protagonismo cuestiones como el renacimiento
de la pequeña minería, la bursatilización de las compañías mineras, las respuestas indígenas a la expansión de
las fronteras mineras y la relación entre los proyectos mineros y los procesos de desarrollo en la Sierra
Tarahumara. En esta segunda etapa, Sariego no escribió ningún texto largo de minería o antropología del
trabajo, pero en una serie de informes, artículos y capítulos de libros se encuentran valiosas reflexiones acerca
de la nueva etapa de la minería, desde la perspectiva de la antropología del desarrollo. A continuación se
presenta una selección de los principales textos de Sariego relacionados con estos temas.

2013 “La interminable huelga de los mineros mexicanos de Cananea: ¿el final de un régimen laboral?”,
en Amérique Latine Histoire et Memoire. Les Cahiers ALHIM, publicado el 20 de diciembre de 2013 en
<http://alhim.revues.org/4789>.

2011 “La minería mexicana: el ocaso de un modelo nacionalista”, Apuntes, Revista de Ciencias Sociales, vol.
38, núm. 68, Lima, Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, pp. 137-165.

2009 “De minas, mineros, territorios y protestas sociales en México”, Cahiers des Amériques Latines, núms.
60-61, pp. 173-192.
2009 “Un mundo subterráneo de la significación. Los mineros mexicanos”, Relaciones, vol. 30, núm. 118,
El Colegio de Michoacán, pp. 20-55 (en coautoría con Pedro Reygadas).
2008 “Réponses indigènes face à l’expansion des frontières minières en Amérique Latine”, París, Institut
des Hautes Études d’Amérique Latine (IHEAL).

1998 Cananea. Tradición y modernidad en una mina histórica, México, Miguel Ángel Porrúa/El Colegio de
Sonora (coautor con Oscar Contreras, Alejandro Covarrubias y Miguel Ángel Ramírez).

1998 “Interpretaciones sobre la historia minera de Chihuahua durante el siglo XX”, en Inés Herrera
Canales (coord.), La minería mexicana. De la Colonia al siglo XX, México, Instituto Mora/El Colegio de
Michoacán/El Colegio de México/UNAM-Instituto de Investigaciones Históricas.

1998 “La minería y el trabajo minero en Chihuahua”, en J. L. Sariego (coord.), Trabajo, territorio y sociedad
en Chihuahua durante el siglo XX. Historia general de Chihuahua, tomo V, Periodo contemporáneo,
Chihuahua, Gobierno del Estado de Chihuahua/ENAH-Chihuahua/Universidad Autónoma de
Ciudad Juárez, pp. 221-342.

125
1998 Trabajo, territorio y sociedad en Chihuahua durante el siglo XX. Historia general de Chihuahua, tomo V,
Periodo contemporáneo, Chihuahua, Gobierno del Estado de Chihuahua/ENAH-Chihuahua/
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.

1997 “Las culturas mineras del norte contemporáneo”, en Beatriz Braniff (coord.), Papeles norteños,
México, INAH (Científica), pp. 51-70.

1995 “Historia minera de Chihuahua. Interpretaciones”, Siglo XIX, Cuadernos de Historia, vol. 13, pp. 7-26.
1994 La lucha de los mineros de Chihuahua por el contrato único (1937-1938), Ciudad Juárez, Universidad
Autónoma de Ciudad Juárez.

1994 “Minería y territorio en México: tres modelos históricos de implantación socio-espacial”, Estudios
Demográficos y Urbanos, vol. 9, núm. 2 (26) (mayo-agosto), pp. 327-337.

1993 “Cultura obrera: pertinencia y actualidad de un concepto en debate”, en Esteban Krotz (comp.), La
cultura adjetivada. El concepto de cultura en la antropología actual a través de sus adjetivaciones, México,
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, pp. 33-42.

1992 “Cultura minera y tradición oral”, en Consejo Nacional de Fomento Educativo (ed.), Cultura y
tradición en el Noroeste de México, México, Conafe, pp. 128-133.

1990 “Nuevos perfiles del trabajo en las sociedades latinoamericanas”, Cuadernos del Norte, vol. 10,
pp. 39-42.

1990 “Plantas maquiladoras en la Sierra Tarahumara”, Cuarto Poder, vol. 88, pp. 4-11.

1990 “Trabajo y maquiladoras en Chihuahua”, El Cotidiano, vol. 33, pp. 15-26.


1989 “Trabajo y maquiladoras. Consideraciones sobre el impacto del trabajo maquilador en la sociedad
chihuahuense”, Cuadernos del Norte, vol. 5, pp. 10-11.
1988 El Estado y la minería mexicana. Política, trabajo y sociedad durante el siglo XX, México, FCE (en coautoría
con Luis Reygadas, Miguel Ángel Gómez y Javier Farrera).

1988 Enclaves y minerales en el norte de México. Historia social de los mineros de Cananea y Nueva Rosita,
1900-1970, México, CIESAS (Ediciones de la Casa Chata).

1988 “La antropología urbana en México. Ruptura y continuidad con la tradición antropológica sobre lo
urbano”, en varios, Teoría e investigación en la antropología social mexicana, México (Cuadernos de la Casa
Chata, 160), pp. 221-236.

1987 “La cultura minera en crisis. Aproximación a los elementos de la identidad de un grupo obrero”,
Cuicuilco, vol. 19, pp. 53-60.

1987 “La reconversión industrial en la minería cananense”, Nueva Antropología, vol. 9, pp. 9-24.
1985 “Anarquismo e historia social minera en el norte de México. 1906-1918”, Historias, vol. 89, pp. 111-124.

1985 “Comportamiento político y acción sindical (notas sobre la historia política de las comunidades
mineras)”, Nueva Antropología, vol. 7, pp. 67-84.
1984 “La condición del proletariado minero a principios del siglo”, en Victoria Novelo (coord.),
Arqueología de la industria en México, México, Edición del Museo Nacional de Culturas Populares,
pp. 21-30.

126
1983 El sindicalismo minero en México, 1900/1952, en coautoría con Federico Besserer y Victoria Novelo,
México, Era.

1982 “Transición tecnológica y resistencia obrera en la minería mexicana”, Cuadernos Políticos, núm. 31, en
coautoría con Raúl Santana, México, Editorial Era, pp. 1-27.
1980 “Algunas cuestiones de método para el estudio de la clase obrera”, en Memorias del Encuentro sobre
Historia del Movimiento Obrero, tomo 1, en coautoría con Victoria Novelo, Puebla, Universidad
Autónoma de Puebla, pp. 49-59.

1980 Educación y trabajo en el sector pesquero, México, Centro de Experimentación para el Desarrollo de la
Educación Tecnológica (Cedeft)/OEA-SEP.
1980 “Los mineros de la Real del Monte: un proletariado en formación y transición”, Revista Mexicana de
Sociología, vol. 42, núm. 4, pp. 1379-1404.
1978 Educación y trabajo en el sector industrial. Diseño de investigación, Centro de Experimentación para el
Desarrollo de la Educación Tecnológica, México (Cedeft)/OEA-SEP.

1978 Los mineros de la Real del Monte. Características de un proceso de proletarización, México, CIS-INAH
(Cuadernos de la Casa Chata).

Indigenismo, antropología del desarrollo, Sierra Tarahumara

Además de la minería y la antropología del trabajo, el segundo gran eje de las investigaciones de Juan Luis
Sariego fue el del indigenismo y la práctica indigenista en la Sierra Tarahumara, tema del que se ocupó
durante más de veinte años, desde la década de 1990 hasta el final de su vida. A mi juicio, una de las
principales aportaciones de Sariego en este campo fue trascender la crítica ideológica simplista sobre las
desventajas del discurso indigenista, mediante el análisis sistemático de las prácticas indigenistas y de los
conocimientos etnográficos producidos por el indigenismo. Muchos antropólogos se reducen a destacar las
características negativas del indigenismo a partir de los textos con esta temática o de las intenciones
manifestadas en los programas de corte indigenista. Sariego no se limitó a eso. Se interesó por indagar lo que
habían hecho los programas indigenistas en el terreno, por hacer una etnografía de las prácticas indigenistas
entendidas como procesos sociales complejos en los que se entrecruzan muchos actores y aparecen diversas
tensiones. Esto le permitió hacer un análisis rico en detalles y matices de la implantación del indigenismo en
la Tarahumara. Su obra más terminada acerca del tema es el libro El indigenismo en la Tarahumara. Identidad,
comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra (México, INI/INAH, 2002).
Otra contribución significativa de Sariego fue sacar las discusiones sobre el indigenismo de los
escenarios clásicos en que se habían desarrollado (Chiapas, Michoacán, Oaxaca, etcétera), para trasladarlas
hacia el norte. El análisis de las especificidades de los grupos indígenas del norte de México, en particular los
rarámuri, en contraste con lo que se había estudiado de otros grupos indígenas del centro y el sur del país,
resultó fructífero. Un ejemplo de ello fue la crítica y deconstrucción del concepto de comunidad indígena que
elaboró Sariego a partir de sus investigaciones en la Tarahumara. También recopiló una antología de textos
del indigenismo en Chihuahua y publicó numerosos artículos sobre esta cuestión. En sus últimos años
vinculó sus estudios acerca de la práctica indigenista con las discusiones en torno la antropología del
desarrollo. A continuación una selección de las principales obras de Sariego respecto al indigenismo, la
antropología del desarrollo y la Sierra Tarahumara.

127
2016 “Matrices indígenas del norte de México”, Desacatos, núm. 50 (enero-abril), 2016, pp. 172-183.
2013 “Mega proyectos y defensa de territorios indígenas. Proyectos petroleros, mineros, carreteros y
urbanos, y su impacto en las regiones indígenas”, ponencia presentada en el Seminario Permanente
de Etnografía de la Coordinación Nacional de Antropología del INAH, efectuado el 14 de agosto de
2013 en México, D.F.

2009 “Políticas públicas en la Tarahumara”, Chihuahua, Solar, revista del Instituto Chihuahuense de la
Cultura, nueva época, año XVII, núm. 66 (septiembre), pp. 4-10.

2008 (Coord.) La Sierra Tarahumara: travesías y pensares, México, Conacyt/INAH (ENAH-Chihuahua).

2008 “Réponses indigènes face à l’expansion des frontières minières en Amérique Latine”, París, Institut
des Hautes Études d’Amérique Latine (IHEAL).

2005 “La comunidad indígena en la sierra tarahumara. Construcciones y desconstrucciones de realidades


y conceptos”, en Miguel Lisbona Guillén (coord.), La comunidad a debate. Reflexiones sobre el concepto de
comunidad en el México contemporáneo, Zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán/Universidad de
Ciencias y Artes de Chiapas, pp. 121-134.
2005 “Política indigenista en tiempos de crisis: de los dichos a los hechos”, en Jorge Alonso y Alberto
Aziz (coords.), El Estado mexicano: herencias y cambios, tomo III, México, CIESAS/Miguel Ángel
Porrúa, pp. 277-306.

2002 “Cincuenta años del INI en la Tarahumara”, México Indígena, vol. 1, nueva época, pp. 57-63.

2002 El indigenismo en la Tarahumara. Identidad, comunidad, relaciones interétnicas y desarrollo en la Sierra, México,
Instituto Nacional Indigenista/INAH (Premio Fray Bernardino de Sahagún 2001 a la mejor tesis de
doctorado en antropología social).
2002 “El norte indígena colonial: entre la autonomía y la interculturalidad”, Desacatos, núm. 10, pp. 118-124.

2002 “La cruzada indigenista en la Tarahumara”, Alteridades, vol. 12, núm. 24 (julio-diciembre), pp. 129-141.

2001 “Desarrollo e interculturalidad en la Sierra Tarahumara”, Antropología. Boletín oficial del INAH, núm.
63, nueva época, pp. 49-56.

1998 “El atraso del indio o la impotencia de la civilización: la mirada de Fernando Jordán sobre la
Tarahumara”, Chihuahua, Solar, revista del Instituto Chihuahuense de Cultura, año VI, núm. 23,
pp. 23-33.

1998 El indigenismo en Chihuahua. Antología de Textos, Chihuahua, ENAH-Chihuahua/Fideicomiso para la


Cultura México-Estados Unidos.

Antropología del norte de México

Como documentan varios de los capítulos de este libro, durante las últimas décadas Juan Luis Sariego fue uno
de los principales impulsores y defensores de la antropología del norte de México. Su insistencia en esta
cuestión era mucho más que la simple promoción de los estudios de corte antropológico en la región. Se
trataba de una definición política y epistemológica: la crítica al centralismo (administrativo, político y
cognitivo), la insatisfacción con propuestas teóricas y metodológicas que pretendían generalizar, para el
conjunto de la República mexicana, explicaciones y conceptos que correspondían a alguna de sus regiones

128
o que reforzaban la hegemonía de puntos de vista centralistas. De ahí su propuesta de hacer una
antropología del norte y desde el norte, una antropología multi-centrada, o, nunca mejor dicho, una
antropología de las orillas, como la definieron un grupo de colegas encabezados por Juan Luis Sariego y
Victoria Novelo. Esta perspectiva la comenzó a construir Juan Luis desde que comenzó a investigar la
minería norteña desde finales de los años setenta, pero se reforzó a partir de que se empeñó en crear una
escuela de antropología en Chihuahua, proyecto que le llevó a enfrentar innumerables trabas burocráticas, a
rebatir prejuicios y a desafiar a la antropología del centro. Lo más valioso de este empeño es que llevó a Sariego
a construir alianzas y redes con numerosos investigadores del norte de México, se volvió un tejedor de nortes,
como lo definió Séverine Durin en su contribución a este libro. Dejó como herencia esas redes, además de
una serie de textos sobre la antropología del norte de México. En esta sección se incluyen algunos de ellos
que abordan de manera explícita la cuestión de la antropología del norte y la antropología de las orillas,
pero debe recordarse que la mayoría de los textos que están mencionados en las otras secciones también
son de antropología del norte de México.

2016 “Matrices indígenas del norte de México”, Desacatos, núm. 50 (enero-abril), pp. 172-183.

2014 (Coord. junto con Victoria Novelo) Temas emergentes en la antropología de las orillas, San Cristóbal de
Las Casas, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas.

2013 “¿Qué futuro para la antropología en el norte de México?”, en Mónica Iturbide (ed.), La
investigación antropológica y la formación de profesionales en el norte de México, México, INAH-EAHNM/
Conaculta, pp. 27-40.

2011 “Chihuahua: el lugar donde la antropología llegó tarde”, en Victoria Novelo y Juan Luis Sariego
(coords.), San Cristóbal de Las Casas, Antropología en las Orillas, Universidad Intercultural de
Chiapas, pp. 51-66.

2011 (Coord. junto con Victoria Novelo) La antropología de las orillas: prácticas profesionales en la periferia
de la antropología mexicana, San Cristóbal de Las Casas, Ediciones de la Universidad Intercultural
de Chiapas.
2008 (Coord.) El norte de México. Entre fronteras, Segundo Coloquio Carl Lumholtz, Chihuahua
(ENAH-Chihuahua).

2008 (Coord.) Retos de la antropología en el norte de México, Primer Coloquio Carl Lumholtz, Chihuahua
(ENAH-Chihuahua).

2008 “En la búsqueda de una antropología del norte de México. La experiencia de los coloquios Carl
Lumholtz”, Noésis, Revista de Ciencias Sociales e Humanidades, vol. 17, núm. 33 (enero-junio), pp. 62-83.

2007 Los jornaleros agrícolas, invisibles productores de riqueza. Nuevos procesos migratorios en el noroeste de México,
México, Plaza y Valdés/Fundación Ford/Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo.
2005 Los retos de la antropología en el norte, conferencia con motivo de la inauguración del CIESAS-Noreste.

2002 “El norte indígena colonial: entre la autonomía y la interculturalidad”, Desacatos, núm. 10, pp. 118-124.
2002 “Propuestas y reflexiones para una antropología del norte de México”, en Guillermo de la Peña y
Luis Vázquez (coords.), La antropología sociocultural en el México del milenio. Búsquedas, encuentros y
transiciones, México, FCE/INI/CEMCA, pp. 373-389.

129
1999 “Para una historia de la antropología en Chihuahua”, Inventario Antropológico, Anuario de la Revista
Alteridades, vol. 5, pp. 29-44.

1997 “Las culturas mineras del norte contemporáneo”, en Beatriz Braniff (coord.), Papeles norteños,
México, INAH (Científica), pp. 51-70.

Antropología aplicada

Juan Luis Sariego se inició en la antropología mediante un trabajo de antropología aplicada: elaborando una
recopilación de textos nar con la finalidad de que futuros misioneros aprendieran con mayor facilidad la
lengua de los nar, en el Chad. El propósito de ese texto no era teórico ni académico, sino de importancia
práctica. Aunque después Sariego hizo una carrera académica, su inclinación por la antropología aplicada
nunca la abandonó. En varias ocasiones criticó la “academización” excesiva de la antropología mexicana y
trató de impulsar una antropología aplicada de nuevo cuño. Practicó una antropología aplicada muy diversa y
diversificada: lo mismo pasaba meses en un pueblo de la Sierra Tarahumara (Uruachi) rescatando y
clasificando un archivo histórico municipal, que levantando y procesando una encuesta sobre el impacto
social de los sismos de 1985 en la Ciudad de México o preparando una guía turística para una comunidad
tarahumara (San Ignacio de Arareko). La de Sariego fue una antropología aplicada difícil de clasificar: no se
parece a la antropología aplicada clásica, impulsada desde organismos estatales con propósitos
integracionistas o coloniales; tampoco fue la típica antropología militante elaborada con el fin de organizar o
apoyar movimientos o protestas sociales; tampoco se puede encasillar en la antropología aplicada al servicio
de empresas privadas. Los interlocutores de los proyectos de antropología aplicada en los que participó
fueron muy heterogéneos: dependencias federales (INBA, INAH, SEMIP, Programa Oportunidades, CDI,
etcétera), comunidades indígenas (San Ignacio de Arareko), gobiernos estatales y municipales (Gobierno de
Chihuahua, Ayuntamiento de Uruachi, Ayuntamiento de Chihuahua), organismos multinacionales (OEA),
organizaciones no gubernamentales (Donikeba) y empresas mineras (Kimber Resources). La multiplicidad de
temas y de actores sugieren que no veía la antropología aplicada como algo que estuviera al servicio de algún
grupo de interés, sino como una herramienta que podía ser útil para el conjunto de la sociedad y, en especial,
para los sectores subalternos: los trabajadores mineros, los jornaleros agrícolas, los indígenas. Creía que la
antropología aportaba información valiosa y fue muy generoso para producir y compartir conocimientos que
tuvieran incidencia social. A continuación una lista de los principales textos y proyectos de antropología
aplicada en los que participó Juan Luis Sariego:

2012 “Breve historia institucional de la ENAH-Chihuahua”, en Esteban Krotz y Ana Paula de Teresa
(eds.), Antropología de la antropología mexicana. Instituciones y programas de formación II, (en coautoría con
Lorena Talamás, Erika Rascón y Raúl Flores) México, Red MIFA/UAM /Juan Pablos, pp. 279-336.
2010 Identificación y caracterización de comunidades indígenas en la Tarahumara, investigación llevada a cabo a
solicitud de la Comisión Nacional de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y del CIESAS.

2009 “Cobertura y operación del Programa Oportunidades en regiones interculturales indígenas”, en


Oportunidades, A diez años de intervención. Evaluación externa del Programa Oportunidades 2008 en zonas
rurales (1997-2007), tomo IV, Sedesol, pp. 193-284.
2009 “El archivo del Centro Coordinador Indigenista de la Tarahumara”, Culturas Indígenas. Boletín de
la Dirección General de Investigación del Desarrollo y las Culturas de los Pueblos Indígenas, vol. 1, núm. 2,
pp. 19-23.

130
2009 “Políticas públicas en la Tarahumara”, Chihuahua, Solar, Revista del Instituto Chihuahuense de la Cultura,
nueva época, año XVII, núm. 66 (septiembre), pp. 4-10.

2007-2008 Miembro del Equipo de Evaluación Cualitativa del Programa Oportunidades, evaluación
coordinada por el CIESAS. Responsable del estudio sobre la región Tarahumara y de la evaluación
sobre cobertura y operación del programa en regiones indígenas de México.

2007 “La academización de la antropología en México”, en Angela Giglia, Carlos Garma y Ana Paula de
Teresa (coords.), ¿A dónde va la antropología?, México, UAM, pp. 111-127.

2007 Los jornaleros agrícolas, invisibles productores de riqueza. Nuevos procesos migratorios en el noroeste de México,
México, Plaza y Valdés, Fundación Ford/Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo.
2006 San Ignacio de Arareko. Guía para adentrarse al entorno natural y al saber tarahumara, Chihuahua, Gobierno
del Estado de Chihuahua.
2006 El proyecto minero de Monterde. Estudio social, informe elaborado a solicitud de la empresa minera
Kimber Resources, sobre el impacto social en las comunidades indígenas y mestizas del proyecto de
explotación del yacimiento de Monterde en el municipio de Guazapares en la Sierra Tarahumara.
2005 El impacto de los programas públicos federales en la Sierra Tarahumara, Chihuahua, estudio informe
elaborado a solicitud de la Comisión de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).
2005 “Política indigenista en tiempos de crisis: de los dichos a los hechos”, en Jorge Alonso y Alberto
Aziz (coords.), El Estado mexicano: herencias y cambios, tomo III, México, CIESAS/Miguel Ángel
Porrúa, pp. 277-306.
2001-2002 Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, A.C. (CIAD)/Fundación Ford. Asesor
académico del proyecto de investigación Diagnóstico Laboral, Nutricio, Alimentario y
Parasitológico de la Población de Jornaleros Agrícolas Migrantes en el Noroeste de México y
Evaluación de Impacto de Programas de Asistencia Alimentaria y Desparasitación,
Hermosillo, Sonora.
2001 Proyecto de Museo Histórico de la Ciudad de Chihuahua. Investigación historiográfica y propuesta
de guión museográfico, México, Donikeba, A.C.
2000 UNAM/Secretaría de Energía, Coordinador del proyecto de investigación Impacto del Horario de
Verano en la Vida Familiar en el Estado de Chihuahua.

1993-1995 Responsable del rescate, clasificación y catalogación del Archivo Histórico del Centro
Coordinador Indigenista de la Tarahumara, dependiente del Instituto Nacional Indigenista (INI), en
la actualidad Comisión de Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), Guachochi, Chihuahua.
1991-1992 Proyecto Rescate, Clasificación y Catalogación del Archivo Histórico Municipal del Ayuntamiento
de Uruachi, Chihuahua.

1991 Proyecto “Plaza Mayor”. Programa de Mejoramiento Urbano del Centro de la Ciudad de
Chihuahua. Diagnóstico social, Chihuahua, Gobierno del Estado de Chihuahua.

1989 Programa de formación en antropología del norte de México. Estudio diagnóstico de factibilidad y propuesta,
Chihuahua, INAH/Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (en coautoría con Lourdes Pérez,
Víctor Quintana, Luis Reygadas, Margarita Urías y Augusto Urteaga). Se publicó después en
Rodolfo Coronado (coord.), Vigésimo aniversario ENAH Chihuahua, México, INAH, pp. 19-93.

131
1989 Proyecto de rehabilitación de la vivienda histórica. Barrio del Topochico, Hidalgo del Parral, Chih., Chihuahua,
INAH/Instituto de la Vivienda del Gobierno del Estado de Chihuahua (en coautoría con Carlos
Carrera y José Luis Lozano).

1988 Conservación del patrimonio cultural histórico inmueble. Estudio y propuesta sobre el Centro
Histórico de la ciudad de Chihuahua, informe técnico, Chihuahua, INAH/Escuela de Arquitectura
de Chihuahua (en coautoría con Carlos Carrera).
1985-1986 Encuesta “Los efectos sociales en el Centro Histórico de la ciudad de México, derivados de los
sismos de septiembre de 1985”, México, Escuela Nacional de Antropología e Historia/Instituto
Nacional de Antropología e Historia (INAH).
1983 El público como propuesta. Cuatro estudios sociológicos en museos de arte, México, CENIDIAP (Artes
plásticas)/INBA (en coautoría con E. Cimet, M. Dujovne, N. García Canclini, J. Gullco. C.
Mendoza, F. Reyes, G. Soltero y E. Nieto).

1980 Educación y trabajo en el sector pesquero, México, Centro de Experimentación para el Desarrollo de la
Educación Tecnológica (Cedeft)/OEA-SEP.
1978 Educación y trabajo en el sector industrial. Diseño de investigación, México, Centro de Experimentación para
el Desarrollo de la Educación Tecnológica (Cedeft)/OEA-SEP).
1973 Recueil de textes nar (Tchad), Fort Archambault, República del Chad, Ed. Groupe de Recherche.

132
Acerca de los autores

Andrés Fábregas

Se graduó en la ENAH con el título de Etnólogo, la especialidad en etnohistoria y el grado de Maestro en


Ciencias Antropológicas. Cursó seminarios de especialización en la Escuela de Graduados de la Universidad
Iberoamericana y en el Departamento de Antropología de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony
Brook. Obtuvo el Doctorado en Antropología en el CIESAS-DF. Ha sido profesor de antropología en recintos
académicos de México, América Latina y Europa. En Chiapas fundó el CIESAS-Sureste, la Universidad de
Ciencias y Artes de Chiapas y la Universidad Intercultural. Es profesor-investigador en el CIESAS-Occidente.
Correo electrónico: andresantoniofabregaspuig@gmail.com

Aurora Acosta

Licenciada en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH-Chihuahua),


ahora EAHNM. De 2012 a 2016 participó en el Proyecto de Fondo Mixto SEP-Conacyt de Ciencia Básica
“Transformaciones Productivas y Respuestas Políticas en las Sociedades Mineras del Norte de México”,
investigación 151531 de la Convocatoria 2010-01, dirigido por el doctor Juan Luis Sariego. El título de su tesis
de licenciatura es Exploradoras de las sombras: mujeres mineras de un pueblo en Zacatecas. Correo electrónico:
aurora.acosta87@gmail.com

Everardo Garduño

Investigador del Instituto de Investigaciones Culturales de la Universidad Autónoma de Baja California, del
cual fue director fundador. Es doctor en Antropología por la Universidad Estatal de Arizona y miembro del
SNI, nivel 2. En el campo de la museografía fue coordinador de la investigación y propuesta museográfica del
Museo del Vino de Baja California, en el valle de Guadalupe, y coordina los proyectos de creación de los
museos del Parque Nacional de la Sierra de San Pedro Mártir y de la reserva de la Biosfera de El Pinacate y
Gran Desierto de Altar. Correo electrónico: everardo.garduno@yahoo.com

133
Federico Besserer

Es profesor e investigador del Departamento de Antropología en la UAM de la Ciudad de México, en el que


labora desde 1996. Obtuvo el doctorado en la Universidad de Stanford (2002) en Estados Unidos. Es maestro
en Antropología por la Universidad de California en Riverside. Trabajó junto a Juan Luis Sariego en el Centro
de Investigaciones y Estudios Superiores del INAH de 1978 a 1981 en el programa de Estudios de
Antropología del Trabajo, en el proyecto Los Mineros Mexicanos. Correo electrónico:
fbesserer@hotmail.com

Francisco Lara

Etnólogo por la ENAH de la Ciudad de México, maestro en Antropología Social por el CIESAS-DF con la tesis
Explotación minera transnacional en la Sierra Tarahumara en los albores del siglo XXI. Globalización, neoliberalismo y
localidad. Doctor en Antropología por el CIESAS-DF con la tesis Minería transnacional y conflicto en la sierra
Tarahumara. Análisis de los casos de Ocampo y Dolores en un marco de globalización, neoliberalismo y ecología política. Es
profesor-investigador del Centro INAH-Chihuahua, a cargo del área de antropología jurídica y peritaje
antropológico. Correo electrónico: flarapadilla@gmail.com

Francisco Zapata

Profesor-investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Investigador nacional


nivel III del Sistema Nacional de Investigadores. Ha sido profesor visitante en universidades de Estados
Unidos, Francia, Brasil y Chile. Imparte los cursos: Debates Teóricos sobre el Desarrollo de América Latina
en el Siglo XX y Cuestiones de Teoría Sociológica. Ha investigado temas en torno al sindicalismo y el conflicto
sindical en América Latina. Correo electrónico: zapata@colmex.mx

María de Guadalupe Fernández

Maestra en antropología social por el programa del CIESAS/ENAH-Chihuahua en 2012. Se le otorgó en 2008
mención honorífica en los premios anuales del INAH Fray Bernardino de Sahagún, en la categoría de mejor
tesis de licenciatura en Etnología y Antropología Social. Participó en diversas investigaciones sobre los
pueblos indígenas del estado de Chihuahua y en el Diagnóstico-Base para la Evaluación de Impactos
Socioeconómicos y Culturales para el Inicio del Proyecto Minero en el Municipio de Guazapares, Chihuahua.
Es profesora de tiempo completo en la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México. Correo
electrónico: magufera@yahoo.com

134
Luis Reygadas

Luis Reygadas es doctor en ciencias antropológicas. Es profesor del Departamento de Antropología de la


Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (México). Sus líneas de investigación son
desigualdad en América Latina y antropología del trabajo. Junto con Juan Luis Sariego y otros colegas fundó
en 1990 la Unidad Chihuahua de la Escuela Nacional de Antropología en Historia (hoy EAHNM). Correo
electrónico: reygadasl@gmail.com

Margarita Hope

Margarita Hope es doctora en Antropología de Iberoamérica por la Universidad de Salamanca, España.


Desde 2004 es profesora-investigadora de tiempo completo en la especialidad de Antropología Social de la
Escuela de Antropología e Historia del Norte de México. Ha efectuado diversas investigaciones etnográficas
con grupos indígenas en Jalisco, Oaxaca, Sonora y Chihuahua. En la actualidad desempeña su trabajo con los
pimas de la Sierra Madre Occidental en el noroeste de México y en la región del río Gila en Arizona, Estados
Unidos. Correo electrónico: margaritahope@hotmail.com

Samantha Chaparro

Mexicana, 33 años. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Iberoamérica con especialización


en medios audiovisuales, un Master en Producción Audiovisual en la Escuela Superior de Artes y
Espectáculos TAI Madrid, y un Master en Edición no Lineal en la Escuela de Formación en Nuevas
Tecnologías de la Información. Trabajó como freelance en diversos proyectos, cortometrajes, comerciales,
fotografía y documental. En la actualidad es copy editor producer para HBO Latin America. En 2013 colaboró con
Juan Luis Sariego en lo que sería un documental sobre cultura minera. Sin embargo, el video que resultó no es
el documental que Juan Luis Sariego quería hacer, sino más bien un video acerca de Juan Luis Sariego y su
aportación a la antropología, a la minería y a la vida de todos los que tuvimos la suerte de conocerlo. Correo
electrónico: samchaparro@gmail.com

Séverine Durin

Profesora-investigadora en el CIESAS-Noreste. Maestra en Economía y doctora en Antropología por la


Université de Paris 3-Sorbonne Nouvelle. Se ha especializado en el estudio de los indígenas en las ciudades, y
ha explorado la relación entre trabajo del hogar, género y etnicidad. Desde 2015 ha incursionado en el campo
de la seguridad pública y los derechos humanos, y actualmente desarrolla un proyecto de investigación sobre
las personas del noreste del país desplazadas por la crisis de seguridad pública. Es miembro del Sistema
Nacional de Investigadores, nivel II, y miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias. Correo
electrónico: durin@ciesas.edu.mx

135
Victoria Novelo

Mexicana por nacimiento, etnóloga por la ENAH, doctora en antropología y fundadora e investigadora titular
C del CIESAS. Investigadora nacional desde 1986. Profesora-investigadora emérita del CIESAS en 2013. Sus
temas de investigación son la antropología del trabajo, cultura obrera, cultura popular, artesanías, arte popular
y antropología visual. Proyectos de difusión de la cultura en museos (curaduría de exposiciones e integración
de colecciones) y medios de comunicación (películas documentales, programas de TV). Directora de la serie
Antropo-visiones ( CIESAS ), de la que hay diez programas producidos. Correo electrónico:
noveloppen@hotmail.com

136
Entre minas y barrancas.
El legado de Juan Luis Sariego
a los estudios antropológicos

2018

Conversión a formato digital:


Ave Editorial (www.aveeditorial.com)

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