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LA FE DE LA CANANEA

Domingo XX del Tiempo Ordinario, A

Los episodios evangélicos de la vida del Señor son como diamantes con muchas facetas, que
pueden irradiar luz en distintas direcciones. En la liturgia, con frecuencia el evangelio nos presenta
el núcleo de la luz, y las lecturas que lo acompañan sugieren diversas direcciones capaces de
recibir esa luz. En la liturgia de hoy, el centro luminoso es la fe de la mujer cananea, que nos
presenta el evangelio. La primera lectura nos puede convertir a esa mujer en la representante de
todo el mundo pagano que, gracias a la oración, se transformará en casa de Dios. La segunda
lectura sugiere que esa casa viviente de oración orará también por los judíos, sus hermanos
mayores, que recibieron la revelación primera, y no han podido llegar a la iluminación que Dios
preparaba con esa revelación. Hoy nos concentraremos en el núcleo de luz que irradia de la fe de
la mujer cananea.

El corazón de esta mujer es una obra de arte de la fe que Dios ha derramado en ella, y de la
perseverante oración con que ella colabora con el don de Dios. Su hija es atormentada
horrorosamente por un demonio, pero recibe de Dios la convicción interior de una fe que puede
mover montañas, de que aquel hombre a quien ella llama “Señor, Hijo de David” puede liberar a
su hija. Esa convicción arrastra toda su sensibilidad, y está preparada para salvar todos los
obstáculos que se presenten hasta ver la realización de su deseo. Por eso la aparente falta de
interés del Señor en su petición, sólo la impulsa a gritar con más fuerza: “Señor, Hijo de David, ten
compasión de mí”. Tampoco le importa que su preocupación se haga pública, y que los discípulos y
la demás gente que la escucha la conozca. Tampoco le impresiona la respuesta del Señor a sus
discípulos: “Yo he sido enviado sólo a las ovejas descarriadas de Israel”. Ella se postra ante él y le
pide de rodillas: “Señor, socórreme”. La respuesta del Señor es el último obstáculo cuya
superación hará que su fe alcance el nivel que esperaba de ella el Padre Celestial. A la respuesta
del Señor: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”, la mujer responde: “Tienes razón,
Señor, pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. El Señor
reconoce en esa respuesta el sello de la fe que su Padre Celestial ha plantado en el corazón de
aquella mujer. Es el Padre quien se la ha enviado (Jo.6, 44-45). En esa mujer se empieza a realizar
la profecía de Isaías “todos serán discípulos de Dios”, y su fe se encuentra de lleno con la palabra
en que ella había creído desde el principio: “Mujer, qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que
deseas”.

Esa palabra que escuchó la mujer es la misma palabra de que habla el primer capítulo del Génesis.
La luz, la tierra, los mares, todas las creaturas habitaban el mundo de la nada. Pero la palabra que
escuchó la mujer es una palabra creadora, que puede llamar a las cosas de la nada a la existencia.
Las llamó, e inmediatamente obedecieron. Además, la palabra que escuchó la mujer es una
palabra vivificadora, capaz de hacer volver a los hombres de la sombra de la muerte a la luz de la
vida: “Levántate, niña, yo te lo mando, y la hija del jefe de la sinagoga vuelve inmediatamente de
la muerte a la vida (Mt.9,25) “Lázaro, sal fuera” dice la Palabra, y Lázaro vuelve de la muerte a la
vida(Jo.11,44). Además, la Palabra a quien escuchó la mujer puede cambiar las cosas en otras
totalmente distintas: “Este pan es mi cuerpo, este vino es mi sangre” dice la Palabra, y el pan y el
vino obedecen inmediatamente, y se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo.
Por último, la Palabra en quien creía aquella mujer es la misma Palabra en que creemos nosotros.
Creer en la Palabra es creer en todo lo que la Palabra ha revelado a la Iglesia, y en todo lo que la
Palabra puede enseñarnos a través de las inspiraciones y de los acontecimientos de nuestra propia
vida. Pero esa fe tiene exigencias para cada uno de nosotros, como tenía exigencias para aquella
mujer, y puede ser que en nuestras respuestas a esas exigencias emerjan diferencias notables
entre nuestra fe y la de ella. Para meditar brevemente sobre este punto, pensemos, más
brevemente aún, en el significado en la vida humana.

Todos ustedes estarán de acuerdo en que el significado es un componente necesario de la vida. El


significado en la vida es como el sabor en los alimentos. Si el recién nacido no gustara el buen
sabor de la leche de su madre, sus padres tendrían notable dificultad en conservar su vida. Si
todos nuestros alimentos tuvieran el sabor de la arena, tendríamos un serio problema para
conservar la vida. Algo semejante sucede con el significado de la vida. ¿Qué pasaría si un maestro
no encontrara ningún significado en su trabajo con sus discípulos? ¿Y si el médico no encontrara
ningún significado en ayudar a los enfermos? Es claro, pues, que el significado es un elemento
esencial en la vida humana.

Pero la fuente de todo significado se encuentra en Dios. Y lo que une nuestro mundo con esa
fuente es la fe, y la fe es la que hace posible la oración, que es el modo con que nos comunicamos
con la fuente. La fe, pues, exige la oración, y lo máximo que podemos pedir en la oración es el
Espíritu Santo, quien puede transformar toda nuestra vida en culto a Dios, y hacer así que todas
nuestras actividades alcancen su máximo significado. En la tradición de la Iglesia la oración en la
que pedimos al Espíritu Santo para nosotros se llama “oración ascética”. La “oración apostólica” es
la que pide el Espíritu Santo para los demás, y la oración cósmica abarca todas las necesidades que
encontramos en nuestro mundo, desde la economía del país, la falta de lluvia, que no deja crecer
las cosechas, hasta las enfermedades de nuestros parientes y conocidos. Tal vez lo que
necesitamos en nuestra relación con la oración es la pasión y la perseverancia con que aquella
mujer cananea pedía la liberación de su hija. Si oráramos así, experimentaríamos la verdad
paradójica de aquella palabra de san Agustín: “La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de
Dios”, y el Padre seguiría enviándonos su Espíritu como aquel día de Pentecostés y atendiendo a
nuestras necesidades como sólo él puede hacerlo.

J.E. Pérez Valera S.J.

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