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La cubierta de mi auto está en las últimas.

Hace un par de semanas la llevé a la gomería y la


dieron vuelta para que estire un poco más. Yo también la estoy haciendo estirar hasta que
cobre. Mi viejo ve mi auto y rezonga. Mi viejo siempre rezonga, y más si se trata de mis cosas,
de donde vivo, de lo que tengo, de lo que no tengo, de lo que hago y dejo de hacer. Por si
acaso, te saluda y rezonga; pero el viejo tiene razón. Hay cosas que simplemente las dejo estar.

Ayer a la siesta agarré el auto, le controlé el agua, las cubiertas (la defectuosa, sobre todo), me
hice el mate, pasada obligatoria por la panadería, y me encaminé hacia un lugarcito nuevo. Un
poco de ruta, viento en la cara, música, aire fresco, e implorar al universo que la cubierta
hecha trizas me aguante.

Después de dejar la ruta, anduve por caminos pedregosos, mucha polvareda, pozos, monte por
todos lados, ¡hasta pude tener un pequeño episodio de aventura al pasar un trecho de barro
donde me imaginé pidiendo auxilio!

Detuve el auto, le hice seña a una camioneta que venía detrás mío para ver la maniobra que
hacía, le di paso y yo esperé. Tenía que subirme bastante a una banquina pronunciada, rogar
que no toque abajo, y rogar más, para que mi cubierta especial se la bancara. Metí primera,
segunda y ¡fiummmm! Mi auto bailó al compás de Soda Stéreo que sonaba, ¡y lo pasé!

El camino era cada vez más sinuoso, hasta que vi que no podía seguir avanzando y tuve que
estacionar a un lado, bajarme y seguir a pie. Piedras y más piedras, un pequeño caudal de agua
se hacía notar a unos pasos de distancia. Fui sorteando las piedras más grandes y seguras para
apoyarme y encontré un lugarcito para sentarme a disfrutar de unos mates de cara al sol.

Silencio relajante, naturaleza en todos mis sentidos, jejenes, algún que otro murmullo, agua,
aves. Y seguía pensando en mi cubierta, lisa, deshilachada, bastante ajetreada por todo lo
recorrido. Si mi viejo se hubiera enterado de a donde fui, primero me hubiera sermoneado por
la distancia que hice, o me habría hecho quedar en casa por la negativa de sus comentarios.
Pero ahí estaba, con unos kilómetros más encima, todavía en el camino. Me invadió una
angustia inexplicable y me largué a llorar. Imaginé que yo era la cubierta, rota un poco,
estirando y tirando en esos días en que no das para más, y con la necesidad de explotar, de
terminar de romperme del todo, de tener al fin el reposo necesario para decir ¡Basta! ¡Hasta
acá llegue! ¿Todo eso recorrí? ¡No puedo más, no quiero más! O al menos de sentir que una
mano quiera arreglarme un poquito, emparcharme, sostenerme. ¿Por qué uno se deja estar de
ese modo? ¿En qué momento pasa todo eso? Como si luego fuera tan simple arreglarse.

La verdad era que sí, yo estaba igual que la cubierta, sino peor. Pero todavía quedaba la vuelta,
la mitad del camino y sabía muy bien que aún no era momento para bajar los brazos y menos,
para dejar de andar.

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