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“Adiós a Mariátegui”.

Post scriptum

José Ignacio López Soria

Publicado en: Moraña, Mabel y Guido Podestá (ed.). José Carlos Mariátegui y los
estudios latinoamericanos. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura
Iberoamericana, 2009, p. 379-383.

Mi reciente libro Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna


(Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2007) ha suscitado, como era de
esperarse, reacciones contrapuestas. De un lado están los que me han felicitado tanto
por el título como por las tesis que planteo y el debate sobre la actualidad al que el libro
invita. De otro lado no faltan quienes no comulgan con mi “despedida” de los
iniciadores de la tradición crítica moderna porque ven a Mariátegui como un precursor
del pensamiento postmoderno.

En esta ocasión, no responderé a unos ni a otros, aunque insistiré, como queda dicho en
el libro, que despedirse, cuando se manifiesta la voluntad de dialogar con el pasado de
nuestro propio presente, no significa olvidar. Por otra parte, quiero también dejar en
claro que la reconciliación a la convoco en el último ensayo no da para ser entendida
como una apología de las actuales condiciones de existencia. Lo que me propongo en
ese ensayo es llamar la atención sobre tres aspectos –el territorio, la historia y la
diversidad cultural, lingüística y étnica- a los que las propuestas políticas y el
pensamiento peruano han prestado poca, si alguna, atención.

Cuando me pregunto a mí mismo qué me movió a escribir los ensayos reunidos en el


libro no encuentro otra respuesta que mi propia necesidad de saber a qué atenerme en
las actuales condiciones de existencia. Son, pues, esas condiciones las que me plantean
preguntas que merecen ser pensadas y para las que no encuentro respuestas
convincentes en el pensamiento crítico de corte moderno que nos viene de los años 20
del pasado siglo. No se trata, por tanto, de enmendar la plana a quienes nos precedieron,
es decir de oponer mi verdad a la de ellos, sino, para decirlo concisamente, de pensar,
dialogando con sus mensajes, lo que ellos mismos no pensaron.

Y lo que ellos no pensaron ni podían pensar son las condiciones de existencia propias de
la actualidad, porque éstas o no se habían producido o estaban solo en germen y
nuestros pensadores no lo advirtieron.

Para comenzar por lo que estaba en germen aludiré, aunque sea de pasada, a la crítica
que estaba erosionando la credibilidad del proyecto moderno y de sus categorías
básicas. Cifrada como tenían la esperanza en la realización del proyecto moderno –
entendido en clave liberal o socialista o mezclando ambas-, los fundadores del
pensamiento crítico moderno en el Perú identificaron y denunciaron las patologías y
promesas incumplidas de la modernidad occidental, porque eran un componente
manifiesto de su propia actualidad, pero no encontraron otro camino de salida que el
cumplimiento cabal de esas promesas.

No se puede negar que dichos pensadores, especialmente Mariátegui, se acercaron a las


corrientes alternativas de pensamiento y se codearon con las vanguardias artísticas, pero
ni unas ni otras daban para pensar el Perú por fuera de la racionalidad moderna ni para
proponer formas de convivencia social ajenas al proyecto de la modernidad occidental.

1
El pensamiento crítico de los años 20 pone sus miras en el desenmascaramiento de las
perversidades del proyecto moderno, ateniéndose para ello a categorías conceptuales y
perspectivas societales hijas de la modernidad. Pero las condiciones hermenéuticas de
los fundadores del pensamiento crítico moderno en el Perú no daban para pensar que lo
realmente innovador fuese desenmascarar los desenmascaramientos, hacer ver que estos
seguían siendo fieles a la primacía de la conciencia, la centralidad del sujeto, la
dicotomía rígida entre sujeto y objeto, la unilinealidad de la historia y su organización
en etapas, la idea de progreso, etc.

Probablemente fue César Vallejo –me refiero al Vallejo poeta y no al cuentista ni al


ensayista- quien encontró la puerta de escape de la “jaula de hierro” (Weber) de la
racionalidad moderna, tal vez porque se movió en el mundo de los símbolos -y no de los
conceptos ni de las “realidades”- y porque supo llevar al límite, refigurándolas
poéticamente, las condiciones de existencia de la época. Llevar al límite quiere decir
aquí asumir como esencia humana la existencia concreta del hombre de la vida
cotidiana, sin buscar referentes extra existenciales (metafísicos) desde los que pensar lo
humano y organizar la convivencia social.

Mi Adiós a Mariátegui intenta pensar lo no pensado por los iniciadores del


pensamiento crítico, y se presenta, simultánea y indisolublemente, como una “ontología
de la actualidad” (Foucault, Vattimo), es decir parte conscientemente de las condiciones
hermenéuticas o interpretativas de la actualidad.

La actualidad se compone de múltiples variables. Para mi trabajo interesan tres de ellas:


el debilitamiento de la credibilidad de los grandes discursos de emancipación, la
complejidad que nos envuelve y la toma de la palabra por las diversidades o liberación
de las diferencias. Como puede fácilmente entenderse, entre estos componentes de la
actualidad hay relaciones no propiamente de causa/efecto sino de copertenencia.

Sabemos que en los últimos lustros se ha debilitado la creencia en la capacidad de los


discursos metanarrativos modernos para legitimar el saber y el poder, promover formas
específicas de organización de la sociedad, fortalecer las vinculaciones sociales y
proveer de sentido a la vida cotidiana.

Esta condición de la actualidad se manifiesta en la primacía, ahora ya desembozada, de


la racionalidad instrumental y en la violencia para imponerla. Para dar “legitimidad” a
esta imposición de la violencia se mira el mundo –tanto en el ámbito internacional como
en los ámbitos nacionales- como constituido por dos ejes, el del bien y del mal. Interesa
más definir las formas del mal presente e identificar a sus promotores, para
arrinconarlos o eliminarlos, que anunciar –como hacían antes los grandes discursos- los
componentes del bien ausente. Se supone que el bien ausente logra su presencia solo
con remover o eliminar aquello que se predefine como el mal presente1.

Este giro en la estrategia argumentativa (definir el bien como lo que “espontáneamente”


queda cuando se elimina el mal, o, en otros términos, entender la salud como producto
“natural” de la eliminación de la enfermedad) habla por sí mismo de la condición
hermenéutica de nuestro tiempo. No se trata -como ocurriera en los tiempos

1
Tomo esta terminología de El soñado bien, el mal presente. Rumores de la ética, un inédito de Miguel
Giusti que publicará pronto el Fondo Editorial de la PUCP y cuya lectura recomiendo porque el autor
hermana, con inusual destreza, claridad expositiva con profundidad en la reflexión.

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fundacionales del pensamiento crítico de corte moderno- de defender
argumentativamente la preferencia por una determinada concepción moderna del bien
frente a otras, desenmascarando, si fuera el caso, las patologías implícitas en las otras
concepciones del bien. La tarea que hoy tiene frente a sí el pensamiento crítico es, como
previera Nietzsche y reitera Vattimo, desocultar la supuesta solidez de los fundamentos
tanto de los enmascaramientos como de los desenmascaramientos de corte moderno.
Este situarse “más allá del bien y del mal” (Nietzsche) o de “el bien soñado y el mal
presente” (Giusti) es lo que constituye el talante característico de la condición
hermenéutica de nuestro tiempo. Y es precisamente esta condición la que nos invita a la
perplejidad y a la escucha atenta de la diversidad de voces y juegos de lenguaje que nos
enriquece.

En mi libro defino la perplejidad no como desorientación sino como escucha atenta de


la complejidad que nos envuelve. El estado de perplejidad no significa que uno renuncie
a la posibilidad de entender y gestionar acordadamente la compleja actualidad; a lo que
sí se renuncia es a la pretensión de la tradición cognoscitiva occidental de reducir la
complejidad a unidad, es decir de comprender (abarcar totalmente desde fuera de ella) la
complejidad como el desarrollo de primeros principios supuestamente permanentes. Por
eso, conocer, en el ámbito de la racionalidad occidental, equivale a descubrir los
fundamentos, a desocultar los principios que subyacen a las maneras de manifestarse de
lo dado.

Entendida en términos de escucha de la complejidad, la perplejidad es para nosotros, los


occidentales -los que venimos de un mundo de seguridades (provistas por la fe, la
metafísica, las ciencias y las ideologías)-, el estado de ánimo más propicio para respetar
y prestar oído atento a las voces de la diversidad. La perplejidad debilita nuestras
tradicionales solideces, particulariza nuestra pretendida universalidad, y, por tanto, nos
ubica en un contexto hermenéutico en el que el otro no sólo puede expresarse sino ser
respetado en su diversidad y atenta y gozosamente escuchado. Logramos sobrepasar la
tolerancia clásica cuando convertimos el encuentro con lo diverso en fuente de gozo y
enriquecimiento mutuos.

Dije al comienzo que mi pretensión aquí no era discutir con quienes han comentado mi
libro, sino más bien referirme a algunos los rasgos de la condición hermenéutica de la
actualidad que me han llevado a escribirlo. Cualquier lector avisado sabe que mi
reflexión es, en más de un aspecto, tributaria del pensamiento que viene de Nietzsche y
llega a Vattimo pasando por Heidegger y Gadamer. Quiero aclarar, sin embargo, que lo
que me ha llevado a ellos es la necesidad de darle enjundia teórica a una interpelación
que me viene de la actualidad: las diversidades han decidido tomar la palabra y esa
palabra nos interpela a nosotros, los occidentales, de dos maneras. Primero, porque nos
da de los otros una imagen que nosotros, cuando hablamos de ellos desde nosotros
mismos, no somos capaces de descubrir; y segundo y principalmente, porque da de
nosotros una imagen que no coincide con la que nos habíamos trazado de nosotros
mismos. La palabra del otro, cuando se escucha atentamente, me lleva al
convencimiento de que mi propia palabra tiene una validez solo particular. Este
convencimiento es la condición necesaria para el diálogo intercultural. Y el diálogo
intercultural es el clima propicio para entender nuestras construcciones teóricas y
nuestras nociones de la vida buena como particulares. Sé que me estoy encerrando en un
círculo, pero se trata de un círculo virtuoso en el que todos podemos tomar la palabra y
escuchar atenta y gozosamente la palabra del otro.

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