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Deanna Albano

Caracas, Venezuela
El vendedor de yuyos

Algunas veces las tragedias significan un ejemplo, un aprendizaje para otros,


especialmente si le ocurren a un personaje famoso.
¿Pero puede ser ejemplar una tragedia, no en la cabeza de un personaje de la
realeza, sino en la cabeza de un piojoso vendedor de yuyos?

Si hubiese sido una estrella de cine o algú n personaje famoso, esa tragedia no
hubiera pasado desapercibida, pero le pasó a él, José Soldini. Cualquier persona
que se encontrara con ese indigente, de andar realengo, sucio, cabello largo, de
ojos apagados, no podría imaginar que su historia parecía casi un cuento de
hadas.

José, argentino, nacido en Mendoza, vendedor de yuyos, como le dicen en su país,


llegó al puerto de la Guaira, y desde el primer momento quedó rendido ante las
luces que lo sorprendieron cual pesebre en Navidad. A la mañ ana siguiente, al
subir a la hermosa ciudad de Caracas, descubrió que la montañ a má gica, como le
decían algunos a El Á vila, ofrecía numerosas posibilidades para cultivar hierbas,
consideradas milagrosas para algunas enfermedades, por lo que pensó dedicarse
a lo que era su pasió n: el cultivo y venta de hierbas medicinales.

El joven, emprendedor, alquiló una habitació n en una residencia y pronto tuvo


un puesto de venta de hierbas. Su clientela fue creciendo rá pidamente. Las
chicas eran sus compradoras má s usuales, que no se sabe si era por la prestancia
del joven, alto y bien parecido, de bucles dorados y ojos negros, o por sus
palabras fá ciles y encanto personal. Siempre tenía a la mano la planta apropiada,
que pudiera aliviar los males: cola de caballo, otras y hasta la ú ltima novedad, la
moringa en polvo, o en hojas secas.

José en sus días libres, los lunes y martes, exploraba la montañ a. Conoció sus
rutas, descubrió las pequeñ as cascadas y las cuevas; no se cansaba de subir y
bajar, hasta que, con muchos sacrificios construyó , primero una habitació n y
luego ladrillo a ladrillo una casa, pequeñ a, con dos habitaciones, un bañ o, una
sala y una amplia terraza. Cultivó sus propias hierbas en el terreno adyacente y
descubrió nuevas recetas, que escribió minuciosamente.
En la terraza secaba las hierbas, las seleccionaba cuidadosamente, las ordenaba y
ademá s las agrupaba por aroma. La belleza y frescura de la casa del apuesto
yerbatero, atrajeron muchas visitas, especialmente de chicas.
Deanna Albano
Caracas, Venezuela
Un día luminoso, con el sol filtrá ndose por las ventanas, una voz cantarina
interrumpió su faena:
— ¡Buenos días! — Una muchacha, alta, de rizos castañ o oscuro recogidos en
largas y finas trenzas con cintas multicolores, ojos acaramelados y tez canela,
sorprendió a José, quien contestó :
—Ahora son mejores, ¿Qué se le ofrece señ orita?
—Me han contado que usted hace pó cimas para fortalecer el cabello y retardar
la aparició n de arrugas—, contestó ella frunciendo los labios carnosos, en un
gracioso mohín.
—Usted no necesita eso, tiene un cutis muy bonito—, dijo con la mirada fija en
las trenzas multicolores.
—¿Le gustan mis yuyos?
El levantó las cejas, arrugando la boca y ella riéndose, le repitió : —Sí, sí, mis
yuyos, como le decimos aquí, —señ alando sus trenzas.
—En mi país le dicen yuyos a las hierbas medicinales.
Ambos se rieron y sentados en el frente de la casa pasaron toda la tarde juntos.
Las visitas de la chica se repitieron, hasta que se enamoraron y ella se fue a vivir
a esa casa que le había encantado, desde que entró por primera vez. Ella trajo
una pareja de cabras, que les proporcionaría la leche y el queso, para el
desayuno. José les construyó un corral fuera de la casa y lejos de las plantas,
seguro estímulo para esos animalitos.

Vivieron días felices, pero la muchacha insistía en pedirle la pó cima milagrosa


que le permitiera conservar su piel lisa y aterciopelada.
El joven finalmente accedió a prepararla, y se la aplicó por diez días. Lo que
sobró , lo guardó celosamente, porque no se podía exceder del tiempo
establecido.
Sin embargo la chica, descubrió el escondrijo y siguió tomando la infusió n,
agregá ndole un poquito del polvo de moringa, sin decirle nada a su pareja. Al
mirarse un día en el espejo, ella observó que se le estaba cayendo el pelo, que en
su cara y su cuerpo aparecían unas manchas extrañ as, que al bañ arse no
desaparecieron. Lanzando gritos de horror, fue al corral de las cabras, les abrió la
puerta y huyó gritando por el camino.
Al regresar José de un viaje a la ciudad, se encontró con las cabras muertas en la
terraza, de sus amadas hierbas solo quedaban restos regados, y ni señ ales de la
joven. Con el alma en los pies empezó a buscarla por toda la montañ a,
preguntando con ansiedad, sin respuesta alguna. Los días, los meses, los añ os
transcurrieron en esa bú squeda incesante. Algunas personas decían haber visto
una mujer toda arrugada, en uno y otro sitio; él acudía, pero nunca má s la
encontró .

Los bucles de José se volvieron grises, luego blancos, ahora le llegan casi al suelo,
la parte derecha de su cuerpo inmovilizada, perdió el habla, permanece en
cuclillas, en la puerta de la casa, ahora desvencijada.
Deanna Albano
Caracas, Venezuela

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