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Monstruillo de laguito

Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a
todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la
comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de
muchachas llegó al lago.
En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire
puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había
sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre
risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza.  Durante un buen
rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no
se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado
y les había robado todas sus pertenencias.
Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a
todas las demás de lo que había sucedido.  Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse
qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo!
Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que
les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y
a suplicar nada de nada.
El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos
y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto
las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a
implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al
monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la
tragó.
Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al
rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo
envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña.
Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo  se dio cuenta de sus
intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a atrapar hombres de dos en
dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras,
pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para
entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que
parecía a punto de explotar.
El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía
podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a
disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más
grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera.
La última en aparecer ante sus ojos,  sana y salva, fue su preciosa hija.
El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a
su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre

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