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El padre de Jorge Luis Borges, Jorge Guillermo Borges (1874-1938), fue abogado de profesión y daba

clases en inglés en la Escuela Normal de Lenguas Vivas.  Hijo del Coronel Francisco Borges Lafinur y
Frances Anne Haslam, nativa inglesa, heredó a Jorge Luis Borges, su primogénito, la ceguera, el
interés por las letras y la biblioteca.

A lo largo de su vida, el padre de Borges realizó diversas actividades en relación con la literatura:
tradujo textos, escribió poemas y hasta una novela. La ceguera, progresiva y congénita (su madre
también había padecido esta enfermedad), le impidió desarrollar plenamente esta afinidad con la
literatura. Ese destino frustrado del padre fue tomado por su hijo como una misión que él debería
cumplir. Dice Borges en su Autobiografía  (1970): 

Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera a mi padre, se consideraba de manera


tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias le habían negado. Era
algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas
que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor. Empecé a escribir cuando
tenía seis o siete años. Trataba de imitar a clásicos españoles como Cervantes. Había
compuesto en un inglés muy malo una especie de manual de mitología griega.

Borges accedió a diferentes clásicos de la literatura universal, como el Quijote  de Cervantes y  Las mil
y una noches, en la biblioteca privada de su padre, en la que el pequeño Borges pasaba horas
leyendo, en castellano y en inglés los diferentes volúmenes.

En diferentes ocasiones, Borges manifestó la contradicción de este doble destino heredado de su


padre: una enfermedad que lo llevaría a no poder ver y una biblioteca, la ceguera y la pasión por los
libros, su lectura y escritura. En 1955, ya casi totalmente ciego, es nombrado director de la Biblioteca
Nacional. A este respecto, Borges escribió “El poema de los dones”  (Poemas, 1959), en el que explora
esta ironía, esta contradicción: todos los libros por leer y la imposibilidad física de hacerlo:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

Muchos de los cuentos escritos por Borges son ficciones que reflexionan sobre una idea filosófica,
como puede ser el infinito, la eternidad, el lenguaje, entre otros. En estos textos, la trama o el
argumento plantea implícitamente una pregunta cuya respuesta no siempre es dada: Si existiera el
infinito, ¿cómo afectaría nuestra realidad? O ¿Qué es la literatura?

En el caso de “El Aleph” (en  El Aleph, 1949), la pregunta filosófica que se elabora en el cuento es:
¿Puede un infinito caber en otro infinito? Y si así fuera, ¿podríamos entenderlo o captarlo con los
sentidos? El narrador nos presenta el Aleph como una esfera que contiene todos los tiempos y todos
los espacios. Al mirar el Aleph vemos todo lo que existe y existió en el universo entero. La cuestión
paradójica e inquietante que la existencia de esta esfera plantea es: si el Aleph es un punto que
contiene todo lo existente en el universo, también debe contenerse a sí mismo, ya que el Aleph forma
parte del universo. Esta es una "estructura en abismo”, como las mamushkas rusas. Si aceptamos que
el Aleph, a la vez que contiene el universo, se incluye en él, debemos considerar la posibilidad de
debe haber un Aleph que contenga al Aleph que contiene al Aleph que contiene al universo, y así al
infinito. Es un desafío a la razón y a la lógica de nuestra percepción. Ya es difícil imaginar que una
pequeña esfera es infinita porque incluye todo el universo, pero imaginar que esa esfera se contiene a
sí misma fuerza los límites de nuestro entendimiento. 

Otro de los temas abordados por Borges es la relación entre leer, escribir y crear.

Este es el tema de uno de los cuentos más festejados de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote” 
(Publicado inicialmente en El jardín de los senderos que se bifurcan en 1941, y luego recogido
en Ficciones, 1944). Pierre Menard es un escritor que, a principios del siglo XX, decide escribir
nuevamente el Quijote de Cervantes. Sus transcripciones son fieles, es decir, transcribe palabra por
palabra la obra cervantina sin cambiar ni una coma. No obstante, el narrador insiste en que se trata
de dos obras diferentes. De hecho, el título del cuento nos asegura que Menard es el autor del
Quijote. Son dos autores distintos para un mismo texto. Esto es posible en el mundo ficcional que
construye Borges porque Pierre Menard lee el Quijote para transcribirlo. Nosotros ya sabemos que
leer es reinventar lo que está escrito. El texto, escrito originalmente por Cervantes en 1605-1615, no
puede ser el mismo que escribe Pierre Menard más de tres siglos después. El lector del siglo XVII no
es el lector del siglo XX, entonces el texto no puede ser el mismo (aunque materialmente lo sea).Para
Borges, leer es dar una nueva vida a una historia escrita. A lo largo del tiempo,  un libro es siempre el
mismo, las letras no cambian, siempre están en el mismo orden. Hace falta la imaginación de un
lector para que ese texto “despierte” y cuente nuevamente su historia. Pero como los hombres
cambian, las lecturas también lo hacen. Entonces, la interpretación de un mismo texto puede variar
según quién lo lea y en qué momento lo haga. Nosotros mismos podemos releer ahora un cuento que
nos leían antes de ir a dormir o que leímos en la primaria y encontrarnos con una historia diferente,
ver cosas en él que de chiquitos no veíamos. Como un texto está muerto cuando está en un libro en
un anaquel de biblioteca y solo vive cuando alguien lo agarra y lo lee, se puede decir que el texto
nunca es el mismo, porque los lectores no son los mismos a lo largo del tiempo.

En “El libro de arena” (El libro de arena, 1975) , el narrador (llamado Borges) obtiene el libro de arena
a través de un misterioso vendedor de biblias. Se trata de un libro infinito, incapaz de ser leído en su
totalidad por un solo hombre (se necesitaría de la eternidad para hacerlo y los hombres son
mortales). Esta particularidad se manifiesta en que sus páginas no son correlativas y, una vez que ya
se leyó una página, es imposible volver a encontrarla para leerla nuevamente. Según la lógica del libro
de arena,  no le es dado a ningún lector el poder releer un mismo texto. 

En el cuento “La Biblioteca de Babel”  (publicado inicialmente en El jardín de los senderos que se


bifurcan en 1941, y luego recogido en Ficciones, 1944), se entrelazan distintos temas que
preocupaban a Borges: los libros, el infinito, la mitología y el laberinto. La Biblioteca de Babel es un
espacio imaginario e ilimitado donde se encuentran todos los libros que se han escrito, los que se
escribirán y también los que nunca serán escritos.  El listado de ejemplares es infinito, tal como el
edificio que los alberga:

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de
galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.

El cuento se basa en el relato bíblico de la Torre de Babel. Los hombres, que hablaban todos un
mismo idioma, decidieron construir una torre  tan alta que alcanzara el cielo. Dios, sintiéndose
desafiado y como castigo a la soberbia del hombre, decide confundir a los hombres creando las
diferentes lenguas. Entonces, el origen de los diferentes idiomas radicaría en la Torre de Babel. En la
versión de Borges, la confusión no está determinada por la multiplicidad de idiomas en que están
escritos los libros, sino por su vasta extensión. Así como en Las mil y una noches, el infinito se
presenta como el pasaje de una historia a otra, en la Biblioteca de Babel el infinito es el pasaje de un
libro a otro, de un anaquel al siguiente, de un hexágono al contiguo. Según el narrador, muchos
hombres que emprendieron la tarea de explorar la biblioteca no han regresado jamás. La biblioteca es
un laberinto, sin puntos de partida ni de llegada. Un laberinto que se extiende al infinito.

Existe un proyecto en línea, Library of Babel, que intenta recrear la lógica infinita de la Biblioteca de
Babel. En el buscador, se puede ingresar cualquier palabra, frase e incluso tu propio nombre. El
resultado de la búsqueda es una hipótesis acerca de en que hexágono, anaquel, volumen y página de
la Biblioteca de Babel estaría escrita la frase buscada.

Laberintos

...yo descubro los laberintos en un libro de la casa Garnier de Francia, que estaba en la biblioteca de
mi padre. Era un grabado muy curioso que ocupaba toda una página y representaba un edificio,
semejante a un anfiteatro. Recuerdo que tenía grietas y que se lo veía alto, más alto que los cipreses
y que los hombres que lo circundaban. Mi vista no era óptima, yo era muy miope, pero pensaba que
si me ayudaba con una lupa podría ver un Minotauro adentro. Era, además, un símbolo de
perplejidad, un símbolo del estar perdido en la vida; creo que todos, alguna vez, nos hemos sentido
perdidos, y el símbolo de eso yo lo veía en el laberinto. Desde entonces yo he conservado esa visión
del laberinto.

Borges señala que el laberinto es una idea rara, ya que consiste en una estructura construida para
perder a los hombres y, cuando se crea un laberinto en un texto, para perder a un lector. Existen los
laberintos espaciales, como en “Los dos reyes y los dos laberintos” y los laberintos en el tiempo, como
en “El jardín de los senderos que se bifurcan” (publicado inicialmente en El jardín de los senderos que
se bifurcan en 1941, y luego recogido en Ficciones, 1944). En este último, se busca un laberinto
perdido, lo cual es paradójico porque el que lo encuentre se perderá en él.

“Los dos reyes y los dos laberintos” dice de esta manera:

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se
aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la
confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el
andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer
burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó
afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y
dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia
que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún
día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo
cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en
Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y
muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras
que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el
paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió
de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

FIN

Existen, entonces, los laberintos del tiempo y los espaciales, tanto artificiales (como el del rey de
Babilionia) como naturales (como el desierto). En “La casa de Asterión” (El Aleph, 1949), Borges
retoma el mito griego del laberinto de Creta desde el punto de vista del Minotauro, monstruo
encerrado en él.

No obstante, el laberinto representa la perplejidad del hombre frente a su destino. En otras palabras,
el que se pierde en un laberinto buscando el centro o la salida puede ser comparado con el ser
humano, que busca encontrar un sentido a su vida. Los corredores del laberinto de la vida, con sus
idas y vueltas, desvíos y bifurcaciones, prometen al hombre que los recorre la esperanza de llegar por
fin a un destino. 

“El otro” está basado en el cuento homónimo de Jorge Luis Borges, publicado en El libro de
arena (1975). En este, un Borges viejo nos cuenta acerca de su encuentro consigo mismo, pero más
joven. En el momento del encuentro, uno está en Cambridge, Inglaterra, en 1969. El otro, en Ginebra,
Suiza, 1918. Demasiado distintos, demasiado parecidos. A través del tópico del doble, bien explotado
en la literatura fantástica, Borges escribe un cuento autobiográfico, el relato de los hechos que lo han
cambiado a lo largo de los años. Lo que lo separa de sí mismo es el tiempo. Es el mismo, pero es
otro.

La problematización de la identidad, como conjunto de características únicas de un individuo que lo


diferencia de los demás,  se desarrolla en su producción literaria a través de la confusión en la
identidad de los personajes. Por ejemplo, en “Tema del traidor y del héroe” y “Los teólogos”, el lector
descubre que dos personajes diferentes son, al final, un solo personaje.

La madre de Borges, Leonor Acevedo (1876-1975), ocupó un rol fundamental en la vida de su hijo. Lo
acompañó en el lento, pero implacable, avance de la ceguera. Fue una especie de secretaria para su
hijo: le leía en voz alta, se ocupaba de sus cartas, escribía sus dictados y lo acompañaba en sus
viajes. Junto a su cariño y dedicación, le legó a Borges una historia familiar que lo conectó con la
historia argentina del siglo XIX. Dice él en su Autobiografía  (1970):

El abuelo de mi madre fue el coronel Isidoro Suárez, quien en 1824, a los veinticuatro años,
comandó la famosa carga de caballería peruana y colombiana que decidió la batalla de Junín, en
Perú. Ésa fue la penúltima batalla de la guerra sudamericana de Independencia. [...] Otro
miembro de la familia de mi madre fue Francisco de Laprida, quien en 1816, en Tucumán,
presidió el Congreso que declaró la independencia de la Confederación Argentina. Murió en
1829, en una guerra civil. El padre de mi madre, Isidoro Acevedo, aunque no era militar,
participó en guerras civiles durante las décadas de 1860 y 1880. De modo que por ambos lados
de la familia tengo antepasados militares; eso quizá explique mi nostalgia de ese destino épico
que las divinidades me negaron, sin duda sabiamente. (Autobiografía, 1970) 
El “destino épico”, de batallas, coraje y honra criolla de sus antepasados marcó la producción
borgeana, especialmente en sus inicios. Borges, hombre de letras, festeja este destino que a él se le
ha negado en diversos poemas. El más célebre es el dedicado a Francisco Laprida, intitulado “Poema
conjetural”, en el que aparecen dos temas esenciales y recurrentes en la obra del autor: Por un lado,
cada hombre debe cumplir con su destino y, por el otro, el culto al coraje. El coraje es una virtud que
se manifiesta en los hombres cuando, al revelarse su destino, lo aceptan y actúan en consecuencia,
aunque hacerlo implique la muerte.

Los poemas dedicados al Coronel Suárez también mantienen estas líneas de lectura: “Inscripción
sepulcral” (publicado en Fervor de Buenos Aires, 1923),  “Página para recordar al coronel Suárez,
vencedor en Junín”, "Junín" (ambos publicados en El otro, el mismo, 1964) y “Coronel Suárez”. 

Borges y su familia vivieron en Palermo, cerca de Serrano y Guatemala. El Palermo de


principios del siglo XX no era el mismo que ahora. Así recordaba el autor el barrio de su
infancia:

En esa época Palermo  –el Palermo donde vivíamos, Serrano y Guatemala-  era el
sórdido arrabal norte de la ciudad, y mucha gente, para quien era una vergüenza
reconocer que vivía allí, decía de modo ambiguo que vivía por el Norte. Nuestra casa
era una de las pocas edificaciones de dos plantas que había en esa calle; el resto del
barrio estaba formado por casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido
a esa zona como “barriada”. En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y
otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las
peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme,  puesto que hacíamos todo
lo posible, y con éxito, para ignorarlo. (Autobiografía, 1970) 

En Madrid, conoció a Cansinos Assens y a los poetas ultraístas. Allí escribió dos libros: Los
naipes del tahúr (libro de ensayos políticos y literarios anarquistas) y Los salmos
rojos (poemario de elogio a la Revolución rusa). Estas obras nunca fueron publicadas. El
manuscrito de los ensayos lo destruyó antes de volver a Buenos Aires y el de los poemas, al
llegar.

En 1921, Borges retornó a la ciudad que lo vio nacer. Habían pasado siete años desde su
partida. Se impresionó por lo diferente que encontró a Buenos Aires. La ciudad de 1921 no
coincidía con el Palermo de casas bajas, terrenos baldíos y compadritos que él recordaba.

Regresamos a Buenos Aires en el Reina Victoria Eugenia hacia fines de marzo de 1921.
Fue para mí una sorpresa, después de vivir en tantas ciudades europeas –después de
tantos recuerdos de Ginebra, Zurich, Nimes, Córdoba y Lisboa–, descubrir que el lugar
donde nací se había transformado en una ciudad muy grande y muy extensa, casi
infinita, poblada de edificios bajos con azotea, que se extendía por el oeste hacia lo
que los geógrafos y los literatos llaman la pampa. Más que un regreso fue un
redescubrimiento. Podía ver Buenos Aires con entusiasmo y con una mirada diferente
porque me había alejado de ella un largo tiempo. Si nunca hubiera vivido en el
extranjero, dudo que hubiese podido verla con esa rara mezcla de sorpresa y afecto. La
ciudad –no toda la ciudad, claro, sino algunos lugares que adquirieron para mí una
importancia emocional– me inspiró los poemas de  Fervor de Buenos Aires, mi primer
libro publicado.(Autobiografía, 1970) 

El primer libro publicado de Borges surge, entonces, de la experiencia de reencuentro con su


ciudad natal.  En estos poemas, la mirada sobre la urbe moderna se confunde con los
recuerdos del barrio. El efecto de esta mezcla es la representación de una ciudad imaginada,
que se aleja de la pretensión realista de imitar la realidad. En “Amanecer” se pregunta

si esta numerosa Buenos Aires


no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas

Borges elige no trabajar en su producción poética con la Buenos Aires "numerosa" y se


decide por una Buenos Aires más representativa del siglo XIX: la Buenos Aires de los barrios,
los arrabales y la pampa.  La  progresiva concentración de inmigrantes, industrialización y
edificación de la ciudad moderna del siglo XX, queda desplazada y, en su lugar, Borges nos
hace reencontrar con personajes y espacios de una época anterior. En este sentido, vemos en
sus poemas una ciudad poblada de fantasmas.

Las calles

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña.

No las ávidas calles,

incómodas de turba y ajetreo,

sino las calles desganadas del barrio,

casi invisibles de habituales,

enternecidas de penumbra y de ocaso

y aquellas más afuera

ajenas de árboles piadosos

donde austeras casitas apenas se aventuran,

abrumadas por inmortales distancias,

a perderse en la honda visión

de cielo y llanura.
Son para el solitario una promesa

porque millares de almas singulares las pueblan,

únicas ante Dios y en el tiempo

y sin duda preciosas.

Hacia el Oeste, el Norte y el Sur

se han desplegado -y son también la patria- las calles;

ojalá en los versos que trazo

estén esas banderas.

(Fervor de Buenos Aires,  1923)

En 1930, publica un ensayo sobre el poeta argentino Evaristo Carriego cuyos poemas
describen la vida en los barrios de Palermo en las últimas décadas del siglo XIX. Treinta años
después, escribe un nuevo prólogo a este ensayo confesando que...

Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de


calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de
una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. [...] ¿Qué había,
mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y
violentos fueron cumpliéndose a unos pasos de mi, en el turbio almacén o en el
azaroso baldío? ¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que
fuera? (Evaristo Carriego)

La nostalgia por el pasado no se manifiesta únicamente en la lírica. En narrativa, Borges también


escribe una serie de cuentos que recuperan temas asociados a la cultura del siglo XIX. Una de las
formas en que lo hace es a través de un tipo particular de personaje, el habitante de los suburbios de
la gran ciudad. Como este espacio lindaba entre la ciudad y el campo, se lo conocía como “las orillas”
y a los que lo habitaban, los orilleros.

Los orilleros de Borges son los compadritos, guapos o malevos.  Todos ellos tenían una imagen
negativa por parte de la cultura oficial, ya que eran considerados vagos y pendencieros. Eran
reconocidos por su fama de peleadores a cuchillo y llevaban las marcas de sus enfrentamientos en
forma de cicatrices. A pesar de que los ajustes de cuentas en forma privada y violenta estaban
prohibidos desde la constitución de 1853, los orilleros defendían su nombre a través de los duelos a
cuchillo.

Los cuentos de orilleros de Borges retoman este código de conducta diferente de los orilleros y
explora dos virtudes diferentes en ellos: la honra y el coraje. Estas virtudes aparecen representadas en
los desafíos. Un orillero desafía a otro a pelear para que defienda su fama de corajudo y buen
luchador. El desafío se caracteriza por comenzar con una injuria oral (un insulto de palabra) por parte
del retador. Luego, la aceptación de participar en la pelea por parte del desafiado. El solo hecho de
ser nombrado o convocado a una pelea, lo obliga a combatir en duelo si no quiere pasar por cobarde. 
Finalmente, la resolución en un duelo a cuchillo de los contendientes. El que mata vence y habrá
demostrado que lleva su fama con honra. Los orilleros se juegan la vida por mantener o generar su
fama de corajudos. En uno de sus ensayos, Borges recuerda " no me olvidaré tampoco de un orillero,
que me dijo con gravedad: ´Señor Borges, yo habré estado en la cárcel muchas veces, pero siempre
por homicidio´" ("La poesía gauchesca" en Discusión)

En “Hombre de la esquina rosada” (en Historia universal de la infamia, 1935), el primer cuento de


orilleros de Borges, se ven las consecuencias de aceptar o no aceptar un desafío.

En diferentes textos también hace referencia o desarrolla ficciones sobre orilleros de la segunda
mitad del siglo XIX. Es el caso de Juan Muraña, por ejemplo, quien en “Juan Muraña” se encuentra con
Borges en un tranvía (en El informe de Brodie, 1970). En el caso de Nicolás Paredes, Borges escribe la
letra de una milonga “A Don Nicanor Paredes”.

Otra de las formas que toma la nostalgia del pasado en la obra borgeana es la intervención en la
tradición literaria gauchesca, género propio del siglo XIX.  

¿Cuál es el contexto cultural en el cual Borges indaga sobre el género gauchesco?

En los años que rodearon al centenario de la Revolución de Mayo y de la Independencia, se dieron una
serie de discusiones en torno al ser nacional, cuáles eran los elementos culturales que nos
identificaban, qué debía ser considerado argentino y qué no. El avance inmigratorio había generado
una progresiva introducción de nuevas formas lingüísticas, lo que para algunos intelectuales
constituía una amenaza a la integridad del español. El proyecto modernizador de la ciudad también
fue percibido como un alejamiento de las tradiciones argentinas relacionadas con la vida rural.

En la búsqueda intelectual por definir qué significaba ser argentino a principios de siglo XX, se
destaca la ubicación de la gauchesca en un lugar fundacional de la tradición literaria y cultural
argentina. Hubo dos hechos clave en el desarrollo de esta concepción. En 1916, el poeta argentino
Leopoldo Lugones dio una serie de conferencias en el Teatro Odeón en las que afirmaba que el Martín
Fierro era el poema épico nacional (es decir que el poema narra la gesta heroica del argentino). Cuatro
años más tarde, el letrado Ricardo Rojas publicó una Historia de la literatura argentina cuyo primer
capítulo se titulaba “Los gauchescos”. En otras palabras, a principios del siglo XX la literatura
gauchesca era considerada en el ámbito de las letras una tradición netamente argentina.

¿Es para Borges la gauchesca una tradición argentina?

En principio sí, pero no en el sentido regionalista. La cultura argentina no se debe reducir a las
manifestaciones artísticas surgidas en el territorio nacional o restringirla a las producciones culturales
populares. La cultura argentina debe ser incluida y participar en la cultura occidental. 

 El Martín Fierro de José Hernández es un texto paradigmático de la literatura argentina. Destacado


como uno de los ejemplos más acabados de la poesía gauchesca, fue leído e interpretado de
múltiples maneras. Muchas de ellas coincidentes en considerarlo el poema nacional, encontrando en
él una cabal representación del campo argentino y en su protagonista, un arquetipo del gaucho.
Frente a semejante tradición, Borges no se queda atrás y encuentra tres formas generales –y erradas,
desde su punto de vista- de leer el texto de Hernández: “una, las admiraciones que condescienden;
dos, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica” (en “La poesía
gauchesca”, Discusión, 1932). A la primera corresponden las opiniones que lo alaban al tiempo que
destacan su falta de retórica; a la segunda, el hiperbólico elogio que decanta en la asimilación del
poema con una epopeya; y, a la tercera, las que solo relevan el aspecto social y las descripciones del
campo argentino.

Borges propone una cuarta manera de leer el Martín Fierro: el Martín Fierro es una novela. En este
sentido, Fierro pasa de ser el arquetipo del gaucho a ser el protagonista de un poema narrativo. Esta
operación despoja al Martín Fierro de su potencia como texto de denuncia y crítica social. El texto de
Hernández se trata de un gaucho que cuenta su historia y nada más: “Su tema no es la imposible
presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un hombre, ni tampoco la
desfigurada, mínima parte que de ellos puede rescatar el recuerdo, sino la narración del paisano, el
hombre que se muestra al contar”. Llega a comparar a su autor con el escritor norteamericano, Mark
Twain.

No obstante, encuentra en el Martín Fierro y en las vicisitudes de su protagonista algo memorable: la


narración del destino de un hombre capaz de perdurar en la memoria colectiva. Esto escribía al
respecto hacia el año 1960:

MARTÍN FIERRO (El hacerdor, 1960)

De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la magnificación
de la gloria. Al cabo de los años alguno de los soldados volvió y, con un dejo forastero, refirió
historias que le habían ocurrido en lugares llamados Ituzaingó o Ayacucho. Estas cosas, ahora, son
como si no hubieran sido.

                Dos tiranías hubo aquí. Durante la primera, unos hombres desde el pescante de un carro que
salía del mercado del Plata pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico levantó una punta de
la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba sangrienta. La segunda fue para muchos
cárcel y muerte; para todos un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una
humillación incesante. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.

                Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amos las plantas y los pájaros de
esta tierra y los definió, talvez para siempre, y escribió con metáforas de metales la vasta crónica de
los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran
sido.

                También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo
eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido, pero en una
pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a
un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, le ve agonizar y morir, se agacha para
limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una
vez, vuelve a ser, infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el
sueño de uno es parte de la memoria de todos.

La mirada de Borges se concentra en ese episodio crucial del texto de Hernández. El duelo que Fierro
mantiene con el moreno y la payada que lo enfrenta con el hermano del mismo, no lo dejan conforme
a Borges. Para él, la ética del criollo que se ve en el Martín Fierro es “la que presume que la sangre
vertida no es demasiado memorable, y que a los hombres les ocurre matar”. La payada con el
hermano del moreno no es suficiente. De acuerdo con el código de honor y venganza vigente en
el Martín Fierro, una muerte digna, para un hombre que ha matado, es una muerte en duelo. Es este
el tema que desarrolla el cuento “El fin”(en Ficciones), en el que finalmente Fierro debe enfrentar su
destino.  

En el cuento "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz" (El Aleph, 1949) reescribe el episodio en el que Cruz se
revela y comienza a pelear junto a Fierro contra la policía. Para volver a contar esta historia, Borges
recupera personajes y acontecimientos del poema, pero inventa otros y hasta llega a utilizar datos de
la biografía de sus antepasados. Lo que persiste, al igual que en "El fin", es el encuentro de un
hombre con su destino: "Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres
de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad),
empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre
debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban.
Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él.
Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el
delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín
Fierro".

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