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La sirena del bosque (Ciro Alegría)

El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica,
“tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu
o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raro. La lupuna
es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color
gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La
lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una
sensación de extraña belleza. Como “tiene madre” los indios no cortan la lupuna. Las hachas
y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos
de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y, de todos
modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se
hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer
blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del
árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el
océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta,
singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los
animales que la escuchan, quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus
ramas para oírla.

Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no
debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere
esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese
su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella,
regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es
escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.
La honda de David (Augusto Monterroso)

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la
resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela,
que veían en él-y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos-un
nuevo David.

Pasó el tiempo.

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías
o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros
la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con
todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y
Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón
agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron
mucho, le dijeron que qué era aquello y afearon su conducta en términos tan ásperos y
convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y
durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a
general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y
más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del
enemigo.
Episodio del enemigo (Jorge Luis Borges)

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo
vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe
bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo
que esperaba: el débil golpe contra la puerta.

Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de


Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día
perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio
unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi
ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo entonces noté que se parecía, de un
modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

-Uno cree que los años pasan para uno – le dije-, pero pasan también para los demás. Aquí
nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido. Mientras yo hablaba, se había
desabrochado el sobre todo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba
y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme: -Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo
ahora a mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y solo las palabras podían salvarme. Atiné a
decir:

-En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel
insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

-Precisamente porque ya no soy aquel niño-me replicó-tengo que matarlo. No se trata de una
venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su
terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
El murciélago (Eduardo Galeano)

Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho más feo que el
murciélago. El murciélago subió al cielo en busca de Dios. Le dijo: Estoy harto de ser
horroroso. Dame plumas de colores. No. Le dijo: Dame plumas, por favor, que me muero de
frío. A Dios no le había sobrado ninguna pluma. Cada ave te dará una- decidió. Así obtuvo el
murciélago la pluma blanca de la paloma y la verde del papagayo. La tornasolada pluma del
colibrí y la rosada del flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la espalda
del Martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y la pluma del sol que arde en el
pecho del tucán. El murciélago, frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y
las nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de admiración. Dicen los
pueblos zapotecas que el arco iris nació del eco de su vuelo. La vanidad le hinchó el pecho.
Miraba con desdén y comentaba ofendiendo. Se reunieron las aves. Juntas volaron hacia Dios.
El murciélago se burla de nosotras – se quejaron -. Y además sentimos frío por las plumas
que nos faltan. Al día siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó
súbitamente desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra. Él anda buscándolas todavía.
Ciego y feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a perseguir las plumas
perdidas cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse nunca, porque le da
vergüenza que lo vean.

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