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Cuadro de honor

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 Por Luis Bruschtein

Son los impresentables y piantavotos. Los que no se pueden mostrar porque horrorizan a las señoras. El
anticuadro de honor que sigilosamente van instalando los grandes medios. Cuando la Presidenta lanzó su
reelección, se apresuraron a destacar que no estaban Moyano ni Hebe. Y por supuesto tampoco Milagro
Sala. Una verdad granmediática grande como una casa ese cuadro de honor que se deduce de un relato
que sugiere, que demoniza desde la ética, que hace mohínes desde la estética, que antagoniza identidades,
que se persigna cada vez que los menciona, que cruza los dedos cuando quiere aparentar objetividad, que
abusa de los guiños de complicidad despectiva de que “todos pensamos así de ellos”. El relato ramplón se
hace “desde la gente seria”, o sea aquella que nunca movió un dedo para luchar por el salario, por los
derechos humanos o para conseguir trabajo o para reclamar derechos civiles.

La “gente seria” es el estereotipo desde el que trabajan los grandes medios y algunos –por no decir
muchos– periodistas que usan ese recurso casi vulgar para reforzar lugares comunes y obviedades.

La principal característica de ese nicho llamado “gente seria” es que, en primer lugar, la persona “no es
política”, pero opina todo el tiempo de política, algo así como Mauricio Macri. Y la otra característica es
que nunca participarían ni dormidos en procesos como los de los movimientos sociales. Estos
movimientos no generan gente seria, sino gritones, exaltados y violentos. Moyano, Hebe, Milagro Sala
van a la cabeza, pero también están las feministas machonas y los homosexuales histéricos, sobre todo el
visibilizado, el que se mueve por sus derechos. Porque todos tienen un amigo que se quedó en el closet y
que es una gran persona a pesar de ser homosexual; y hay miles de madres que han sufrido con
estoicidad, pero en el silencio y el recato; hasta hay piqueteros tan buenos que no aceptaron los planes y
ahora los apoyan los empresarios; y seguro que hasta puede haber un sindicalista que no roba.

Las perlas de ese collar se enhebran para las elecciones con el caso Schoklender, el escándalo de
conventillo en el Inadi, las denuncias contra Milagro Sala y la moyanización de las portadas. Es una
estrategia electoralista que estimula prejuicios, exagera rasgos verdaderos y explota al máximo
situaciones. La raíz de esa especulación electoral está en relacionar al Gobierno con la
“impresentabilidad” de los movimientos sociales y sus dirigentes. El mundo del Gobierno sería el de los
“sucios, feos y malos”, el de lo bizarro y excéntrico, una corte de los milagros propia de una convocatoria
de aventureros.

Pero la estrategia va más allá del momento electoral. Hay que reconocerle un mérito histórico a este
gobierno, que ha sido escuchar a los movimientos sociales, una actitud que generó puentes entre unos y
otros. La política de derechos humanos hizo que muchos organismos se acercaran al Gobierno, lo mismo
con las políticas antidiscriminatorias como la de matrimonio igualitario y las políticas sociales que
transformaron al movimiento de desocupados en organizaciones –ya no de desocupados– sino
territoriales.

La oposición habla de cooptación, que fue lo que intentó el menemismo sin lograrlo, y hubo alguna
aproximación que rápidamente se abortó al inicio de la Alianza. La naturaleza de estos movimientos ha
sido bastante cerril y belicosa con los gobiernos aun cuando trataron de comprarlos y cooptarlos desde el
principio. Pero el desarrollo, desde 2003 en adelante, de políticas concretas reclamadas históricamente
por ellos generó puentes con el oficialismo que nunca antes se habían establecido. Fue un proceso que
provocó la reacción de la oposición con argumentos por derecha y por izquierda. Pero también dentro de
los movimientos hubo debates que llegaron en algunos casos a la fractura interna, como en la CGT entre
Moyano y los Gordos y Barrionuevo, o en la CTA entre Yasky y Micheli. La mayoría de los organismos
de derechos humanos se abrió a esa discusión y fue muy criticada por otros más ligados a fuerzas
políticas de oposición de izquierda o centroizquierda. Y en los movimientos de desocupados también
hubo mutaciones, escisiones, alejamientos y aproximaciones. El debate, las transformaciones, la
actividad, la interacción de los movimientos con el resto de la sociedad tuvieron en estos años un
dinamismo inédito. Es un dato de la realidad.

Los movimientos sociales fueron ocupando los espacios que dejaban los partidos políticos. Ese fue su
origen: ocupar espacios de necesidades que generaban políticas de derecha y espacios de resistencia y
respuestas que no ocupaban o no podían ocupar los partidos populares ni los de izquierda. Es un
fenómeno que comienza con las organizaciones sindicales, desde fines del siglo XIX, se continúa con los
organismos de derechos humanos durante la dictadura y culmina en los ’90 con los movimientos de
desocupados.

En todos, el proceso fue similar. En determinado momento necesitaron tener representación política y la
mayoría de las veces la lograron incorporando representantes de sus organizaciones a diferentes
propuestas políticas, a veces manteniendo su independencia y otras fusionándose con ellas. En el caso de
las organizaciones sindicales, la mayoría se expresó en el peronismo. En los otros movimientos más
nuevos, el debate había llegado a ese punto después de la crisis del 2001. Hubo un intento frustrado desde
la CTA de generar un movimiento propio. Y en ese momento asumió Néstor Kirchner con un gobierno
débil en el marco de una crisis profunda. Kirchner convocó a los movimientos, tomó sus reivindicaciones
y abrió el juego y en esa interacción se beneficiaron mutuamente.

La dinámica establecida entre los movimientos sociales y el Gobierno se convirtió en una particularidad
del kirchnerismo, casi como un rasgo de identidad que lo legitimó en distintos niveles inaccesibles a otras
fuerzas políticas. Al mismo tiempo, la participación política de los movimientos sociales transgredía una
estructura más preparada para la exclusión y el elitismo que para la participación amplia. Darles
protagonismo a los transgresores fue una transgresión. Abrirles espacios a Milagro Sala, a Hebe de
Bonafini, a hijos de desaparecidos o a Estela Carlotto, a Moyano –que expresaba el sector antimenemista
de la CGT– o a dirigentes piqueteros y de minorías de género, provocó una reacción conservadora
compuesta por una mezcla de intereses afectados o atemorizados y prejuicios clasistas y discriminatorios.

La vanguardia de esa campaña han sido los grandes medios. Y toda la información referida a los
movimientos sociales ha tenido esa intención editorial de desprestigiarlos y discriminar a sus referentes.
Es una forma de golpear al Gobierno, pero también se trata de reducir el peso de esas organizaciones en la
sociedad. Hay una actitud más de fondo que se relaciona con volver a excluir, a invisibilizar a los sectores
que se expresan en los movimientos sociales. Y a veces esa intención encuentra la complicidad de fuerzas
de izquierda o progresistas que prefieren dirimir así sus diferencias, en forma suicida, buscando aliados en
los que buscan destruirlos.

El límite a la ingenuidad o a las buenas intenciones del debate democrático está en esas complicidades y
proximidades que terminan siendo utilizadas en el periodismo y la política para completar un mensaje
antidemocrático que debilita a los derechos humanos, que obstruye la organización y la participación de
sectores postergados en el escenario de las definiciones y que busca el fortalecimiento de un discurso
hegemónico que excluye a todos los demás.

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