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—Asegúrate

de que a Michelle le parece bien —añadió—. Aunque tampoco es


que yo sea experta en matrimonios, y ni se te ocurra usarme como excusa para dejar
de hacerlo. Ya tengo bastante con lo mío para sentir que los demás dejan de hacer
cosas por mí. Me pone enferma, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo.
Siete meses después de su diagnóstico, la situación se complicó. En septiembre,
Michelle y yo volamos a Nueva York para acompañar a Maya y a mi madre en su
visita a la consulta de un especialista del Centro Oncológico Memorial Sloan
Kettering. Estaba en plena quimioterapia, que la había transformado físicamente.
Había perdido su largo pelo castaño; sus ojos parecían vacíos. Lo peor fue el
resultado de la evaluación del especialista: su cáncer estaba en fase cuatro y las
posibilidades de tratamiento eran limitadas. Mientras veía cómo mi madre chupaba
cubitos de hielo porque sus glándulas salivales estaban cerradas, hice lo que pude por
poner buena cara. Le conté historias graciosas sobre mi trabajo, y le expliqué la trama
de una película que acababa de ver. Nos reímos cuando Maya —que era nueve años
más joven que yo y estaba estudiando en la Universidad de Nueva York— nos
recordó lo mandón que había sido como hermano mayor. Tomé a mi madre de la
mano y me aseguré de que estaba cómoda antes de disponerse a descansar. Después
volví a mi hotel y me eché a llorar.
Fue durante ese viaje a Nueva York cuando le propuse a mi madre que viniese a
vivir con nosotros a Chicago; mi abuela era demasiado mayor para cuidar de ella todo
el tiempo. Pero mi madre, siempre dueña de su propio destino, rechazó el
ofrecimiento. «Prefiero estar en algún lugar conocido y cálido», dijo, mientras miraba
por la ventana. Me quedé ahí, sintiéndome impotente, pensando en el largo trayecto
que había recorrido en su vida, en lo inesperada que debió de haber sido cada fase de
ese viaje, repleto de felices accidentes. Ni una sola vez la oí lamentarse de sus
decepciones; parecía capaz de encontrar pequeños placeres en cualquier lugar.
Hasta entonces.
«La vida es extraña, ¿verdad?», murmuró.
Sí que lo era.

Seguí el consejo de mi madre y me embarqué en mi primera campaña política. Ahora


me río al recordar lo humildísima que era nuestra organización: poco más sofisticada
que una campaña a delegado escolar. No teníamos encuestas, ni investigadores, ni
dinero para anuncios en radio o televisión. La presentación de mi candidatura, el 19
de septiembre de 1995, fue en el Ramada Inn en Hyde Park, con pretzels y patatas
fritas, y un par de cientos de simpatizantes, de los cuales probablemente una cuarta
parte eran familiares de Michelle. Todo lo que distribuimos en nuestra campaña fue
una octavilla con lo que parecía una foto carnet, unas breves frases biográficas y

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